Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un volumen con seis de los más célebres casos del detective por antonomasia. Sherlock Holmes nos cautiva esta vez con sus mejores aventuras. Si en Estudio en escarlata, Arthur Conan Doyle nos lo daba a conocer, en este volumen, a través de las seis obras que hemos seleccionado, hacemos un recorrido por treinta años de servicios en defensa de la ley y el orden, como asesor de una policía a la que supera en talento y en sagacidad. Ningún crimen queda sin resolver si él se encarga de investigarlo para desenredar sus misterios. Y a la vez conocemos a los personajes que van marcando su vida: su inseparable amigo el doctor Watson, su hermano Mycroft, su amor ideal Irene Adler y su acérrimo enemigo el profesor Moriarty, con el que mantendrá una mortal pelea al borde de una impresionante cascada en Suiza. ¿Saldrá vivo de ella? Te animamos a abrir este libro, que te aseguramos atraerá tu interés hasta su última página..
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 190
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Introducción
El perro de los Baskerville
Una leyenda maldita
La mansión y el páramo
El sabueso infernal
Atrapado en la red
Atando los últimos cabos
Un escándalo en Bohemia
La liga de los pelirrojos
El problema final
La aventura de la casa vacía
Su último saludo
Apéndice
Créditos
Gran Bretaña en los primeros años del siglo XX
Arthur Conan Doyle vivió de 1859 a 1930, esto es, entre dos siglos. Conoció la época de esplendor de la reina Victoria y la decadencia del Imperio británico tras su muerte, en 1901. Cara y cruz de un tiempo que se refleja bien en la dualidad de la forma de vida del pueblo; por un lado, el auge de la burguesía puritana que ascendía al hilo del progreso y el utilitarismo; pero, por otro, la degradación de las capas bajas de la sociedad que se hacinaba en los barrios cercanos al Támesis, en Londres, y no conseguía salir del círculo de miseria: el paro, la prostitución, el alcohol, el trabajo infantil, el crimen… No en vano, los multiples asesinatos de mujeres perpetrados por Jack el Destripador entre 1887 y 1891, y nunca resueltos por Scotland Yard, dejan ver claramente esta doble moral que recogen también en sus obras Dickens o Stevenson.
Al iniciarse el siglo asciende al trono Eduardo VII, que reinará hasta 1910. Los grandes imperios europeos van a desaparecer. Así, España, tras su guerra contra Estados Unidos en 1898, pierde las últimas colonias que le quedaban; Gran Bretaña pierde su poderío naval, tras la disolución en 1874 de la Compañía de las Indias Occidentales y, sobre todo, con el hundimiento del Titanic en 1912; el Imperio austrohúngaro se desmiembra tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución bolchevique de 1917 acaba con los zares en Rusia, iniciando su andadura comunista de la mano de Lenin. Otra nueva potencia va a tomar la preponderancia en el mundo: Estados Unidos.
Inglaterra tampoco tiene suerte en otros frentes. El siglo empieza con la segunda guerra de los bóers, colonos de origen holandés, en Sudáfrica, 1899-1902, que acabará con la independencia de estos territorios. Por su parte, Irlanda emprende una rebelión separatista en 1916, que culmina con la declaración de la República Irlandesa en 1921.
Pero, sin duda, el acontecimiento más importante de estos años es la Primera Guerra Mundial, que abarca desde el 28 de julio de 1914 hasta el 11 de noviembre de 1918. Sus causas hay que buscarlas en la pérdida de las colonias de ultramar y en el afán expansionista de los países por captar nuevos mercados dentro de Europa. Las viejas potencias se enzarzan en unas tensiones políticas y económicas que traerán consigo la formación de dos grupos, la Triple Entente —Inglaterra, Francia y Rusia—, frente a la Triple Alianza —Alemania, Italia y Austria—, lo que unido al desarrollo armamentístico desembocará en la guerra. La familia real británica, de origen alemán, se apresta a cambiar su apellido por el inglés Windsor. A consecuencias de la guerra murieron cerca de veinte millones de personas, entre militares y civiles.
Y por si esto fuera poco, se propagó la mal llamada «gripe española» en 1918, una letal pandemia traída por los soldados norteamericanos que desembarcaron en Francia. Duró dos años y por ella murieron más de cincuenta millones de personas de todas las edades. Se la considera la peor pandemia de la historia de la humanidad.
Terminada la guerra, empieza un periodo de recuperación que traería consigo un clima de euforia en la población; son los llamados «felices veinte», años locos en los que el baile charlestón y el art déco de los rascacielos en las grandes ciudades se ponen de moda. Las mujeres se cortan el pelo y acortan los vestidos, al gusto de Coco Chanel. Pero todo es ficticio, porque el 24 de octubre de 1929 tiene lugar el conocido como «el jueves negro», la Bolsa de Nueva York se hunde, dando al traste con la prosperidad. Esto supondrá el nacimiento de dos regímenes totalitarios en Europa: el nazismo en Alemania y el fascismo en Italia, de modo que el mundo vivirá entre estas dos amenazas y el comunismo de URSS. La Segunda Guerra Mundial se empieza a gestar.
Sin embargo, la gente practica el carpe diem. La vida mejora considerablemente gracias a los avances científicos y tecnológicos que han tenido y siguen teniendo lugar. Citemos algunos: la cámara fotográfica (1839), el metro (1844) se instala y extiende en las grandes ciudades, el telégrafo (1845), el teléfono (1876), la bombilla eléctrica (1879) empieza a llegar a las casas y la electricidad sustituirá a la máquina de vapor, la bicicleta (1885), el automóvil (1885) empieza a sustituir a los carruajes tirados por caballos, el submarino (1885) será crucial para las guerras, el gramófono o tocadiscos primitivo (1887), el cine (1895), la radio (1901). Y finalmente, citaremos el primer avión (1903). No se queda atrás la medicina: Robert Koch descubre el bacilo que causa la tuberculosis (1882) y el cólera (1883); Louis Pasteur descubre el virus de la rabia y su vacuna en 1885; Alexander Fleming descubre la penicilina en 1928, dando paso a la aparición de los antibióticos. Igualmente cruciales fueron los descubrimientos de los rayos X (1895), la aspirina (1897) y la insulina (1921). Por último, en el terreno cultural cabe destacar el hallazgo en Egipto de la tumba del faraón Tutankamon por el arqueólogo Howard Carter, en 1922.
La novela corta, género literario de éxito
El siglo XIX es la época en que la novela triunfa y esto porque la lectura se divulga, la mujer se suma al público como lectora y la novela se convierte en el pasatiempo preferido y más barato de la gente. Se leen novelas en todos sitios: en los hogares, tras la jornada laboral, en solitario o en el grupo familiar, en los ratos de ocio, en los tranvías, en los entreactos de los teatros. Una novela cabía en un bolsillo y los precios se reducen porque se incluyen por entregas en los periódicos.
Mención especial merece la novela corta en un tiempo en que los horarios empiezan a agobiar al hombre y esta tiene la ventaja, además de su coste, de su rápida lectura. Como su nombre indica, se trata de una narración breve, con las características que ello conlleva: simplificación del argumento, que solo puede centrarse en un tema principal, reducción de personajes, limitación del espacio y el tiempo. A la novela corta no le está permitido crear un mundo, ni pararse en detalles, ha de ser toda acción e ir directa al objetivo, que es componer un relato con introducción, nudo y desenlace, y hacerlo en un lenguaje que cumpla las tres «c», claro, conciso y correcto. Si el autor consigue atrapar al lector en esta obra en miniatura, habrá logrado el éxito. Según los propios escritores aseguran, escribir una novela corta o un cuento es mucho más difícil que una novela larga. Y por lo mismo, si está bien hecha, puede ser una obra maestra.
No creamos que, por ser breves, los escritores de prestigio las rechazaban, todo lo contrario. Las novelas cortas ayudaron a subsistir a muchos grandes escritores del siglo XIX y comienzos del XX. La prueba la tenemos en el propio Conan Doyle y en Dickens, Stevenson, Oscar Wilde, Tolstoy, Kafka, Jules Verne, Baroja o Valle Inclán.
En cuanto al género policiaco, en el que se encuadran los relatos de Sherlock Holmes, este había nacido en Estados Unidos con Edgar Allan Poe, en 1841, con Los crímenes de la calle Morgue, marcando ya sus rasgos definitorios, que Conan Doyle supera, a saber: relato corto en su forma, y en su contenido, argumento alrededor de un crimen, que un detective frío y racional, con buenas dotes de observación y deducción, soluciona, con el consiguiente menosprecio hacia la policía oficial por su incapacidad e inoperancia, y ello unido a un análisis de la sociedad de la época, que no excluye la crítica. El protagonista se rodea de esta manera de un halo de héroe, que libra a la sociedad de los malhechores y esa es una de las claves de su éxito.
Arthur Conan Doyle empezó a escribir novelas cortas de diversos temas cuando era todavía un estudiante de Medicina. Su primer éxito le llegaría con Estudio en escarlata (1887), en la que da a conocer a Sherlock Holmes; pero le reportó tan poco beneficio que, a pesar de haber escrito otra segunda, El signo de los cuatro (1890), también con el detective de protagonista, decidió dedicarse a los relatos cortos, ya que le pagaban mucho más por ellos. En 1891, le hizo a la revista The Strand Magazine la propuesta de escribir para ella y su director aceptó de inmediato, afirmando que Conan Doyle era «el cuentista más grande desde Edgar A. Poe».
Sherlock Holmes, el mejor detective de todos los tiempos
No necesita presentación. Estamos ante el más famoso detective de la literatura universal. Decía su creador: «Si dentro de cien años solo soy recordado como el hombre que creó a Sherlock Holmes, mi vida habrá sido un tremendo fracaso». Y lo cierto es que, aunque los relatos referidos a este personaje solo comprenden una cuarta parte de la producción total del autor, el personaje lo ha eclipsado por completo. Si hoy vamos a Londres, donde Holmes vivía en la célebre calle Baker, o a Edimburgo, donde nació Conan Doyle, lo que vemos no es una estatua dedicada al escritor, como pasa, por ejemplo, con Walter Scott, sino de Sherlock Holmes. También hay otra estatua suya en Meiringen (Suiza), y es que el detective se convirtió en un fenómeno de masas.
¿Y quién es este ídolo, esta estrella, este galán de la novela policiaca? Se trata de un investigador que trabaja como asesor de la policía, en concreto de Scotland Yard, cuya inteligencia y capacidad de observación y deducción sobresalen de lo común. Generalmente, la policía le pide ayuda en aquellos casos que ella es incapaz de solucionar. Sherlock Holmes llega con su aparente tranquilidad, mira, examina, analiza, a veces con su lupa, valora y extrae las conclusiones que le llevan a la solución del caso, con lo que deja boquiabiertos y ridiculizados a los policías, quienes, no obstante, se llevan el mérito, pues él rechaza la adulación y la ostentación.
Aunque no hay una descripción completa suya en ninguna de las novelas, entre todas podemos extraer los rasgos que lo definen, tanto físicos como psíquicos. Sabemos que nace el 6 de enero de 1854, en Londres, hijo de un rico hacendado inglés y de una descendiente de pintores franceses. Tiene dos hermanos, de los cuales nosotros conocemos al mayor, Mycroft. Estudia Química en la Universidad de Oxford y al tiempo participa como actor en el teatro universitario, de ahí su afición a los disfraces, que los usará a menudo para cambiar su personalidad y acercarse a los sospechosos. En 1881 conoce al doctor Watson, que se convertirá en su compañero de piso, amigo y colaborador. Holmes trabaja como detective consultor, ayudando a la policía.
Cuando lo conocemos tiene veintiocho años. Es muy alto, 1,90 m, muy delgado y algo cargado de hombros, con cara fina, nariz aguileña y ojos penetrantes. Es un hombre solitario; cortés en su trato, pero distante, reflexivo, ingenioso e irónico y a veces brusco. Es un estudioso ordenado y metódico de química, anatomía, leyes y literatura sensacionalista. Posee un archivo bastante completo de recortes de periódicos, informes y notas sobre personas, hechos y casos, que le sirve como base documental para conocer a individuos, acontecimientos y delitos cometidos en su época. Entre sus aficiones se cuentan fumar en pipa, tocar el violín, asistir a conciertos, el boxeo y la apicultura. Finalmente, él, que es un ser misógino, tiene un amor platónico, Irene Adler, la mujer, y un enemigo acérrimo, el profesor Moriarty, el Napoleón del crimen, inteligente y sagaz, con quien sostiene una mortal pelea en los Alpes suizos.
Conan Doyle se basó para diseñar a su personaje en un amigo de facultad llamado Sherrinford. Este llegó a ser policía en Scotland Yard y le contaba sus experiencias al escritor, las cuales se convirtieron en su fuente de inspiración. En cuanto a su método científico deductivo, lo tomó de un eminente profesor de la Facultad de Medicina de Edimburgo, Joseph Bell, y así lo dice en una de sus novelas. Este profesor fue uno de los iniciadores de la medicina forense y colaboraba con Scotland Yard; por ejemplo, lo hizo en los crímenes de Jack el Destripador.
Sherlock Holmes se retiró, tras casi treinta años de ejercer como detective, a una granja en el condado de Sussex, al sur de Inglaterra, donde se dedicó a la cría de abejas, llegando a escribir un Manual de Apicultura. Aun así, le llamaron en varias ocasiones para resolver casos o colaborar con el gobierno al inicio de la Primera Gran Guerra. Rechazó el título de sir, pero aceptó el de la Legión de Honor.
Gracias a Sherlock Holmes, Conan Doyle pudo vivir de la pluma durante cuarenta años. No es extraño que, cansado de su personaje, quisiera ponerle fin en su novelita El problema final (1893), pero ante la avalancha de protestas que recibió de sus seguidores, incluida su propia madre y se dice que hasta el rey, tuvo que recuperarlo y lo hizo al cabo de diez años en La aventura de la casa vacía (1903).
En la mayoría de sus casos, el doctor Watson actúa no solo de colaborador, sino de cronista de los mismos. Sherlock Holmes le reprocha que le dé más importancia al elemento sentimental que al objetivo y racional, como a él le hubiera gustado, pero el doctor se aleja de la frialdad del mero plano documental para embellecer la narración, incluso adornando el estilo del lenguaje. Con todo, el propio Holmes reconoce que escribir es difícil y son muchas las veces que le agradece su labor al amigo.
Nuestra edición
Siguiendo la línea de esta colección de Clásicos a Medida, las obras que aquí presentamos son una traducción y adaptación de los textos originales. No son versiones completas, pero sí se han recogido los episodios esenciales de las novelas, respetándose su estructura y la intención que tuvo el escritor al crearlas.
Sherlock Holmes, que generalmente se levantaba muy tarde, salvo en aquellas ocasiones en que no se acostaba en toda la noche, estaba desayunando. Yo me hallaba de pie junto a la chimenea. Apenas habíamos tenido tiempo de hablar, cuando unos golpes sonaron en la puerta.
—¿El señor Holmes, especialista en delitos? —preguntó el visitante, un hombre todavía joven, alto y delgado, algo descuidado en su indumentaria.
—Yo soy —contestó Holmes—, y este es mi amigo, el doctor Watson.
—Me llamo James Mortimer y también soy médico. Encantado de conocerlo, señor. He oído mencionar su nombre y también el de su amigo. Verá, he venido a verle porque me enfrento a un grave y a la vez extraño problema. Y sabiendo que es usted uno de los más expertos detectives de Europa…
—¿De veras? Bueno, bueno, solo un poco —tosió Holmes—. Y ahora, señor Mortimer, si es usted tan amable de decirme cuál es el problema para el que solicita mi ayuda.
—Traigo un manuscrito antiguo en mi bolsillo —dijo Mortimer.
—Del siglo XVIII —interrumpió Holmes—. Por los centímetros que le asoman de su bolsillo lo he podido fechar.
—En efecto, es de 1742. Este documento me fue entregado por sir Charles Baskerville, cuya repentina y trágica muerte ha conmocionado a todo el condado de Devon. Puedo decir que además de su médico, yo era su amigo. Él se tomaba este escrito muy en serio y de alguna forma estaba preparado para lo que le sucedió. —Hizo una pausa—. Se trata del relato de una leyenda relacionada con la familia Baskerville.
—Pero supongo que es de algo más moderno de lo que usted ha venido a hablarme.
—Sí, por supuesto; pero el manuscrito está íntimamente relacionado con el caso. Con su permiso se lo voy a leer; es breve.
Holmes se recostó en su sillón y juntó las puntas de los dedos de sus manos, cerrando los ojos con gesto de resignación. El doctor se acercó a la luz y comenzó:
«Sobre el origen del sabueso1 de los Baskerville se han dado muchas explicaciones, pero como yo desciendo en línea directa de Hugo Baskerville y supe la historia por mi padre y este por mi abuelo, os la hago saber, hijos míos, para que aprendáis la enseñanza que contiene e intentéis ser moderados en vuestras pasiones, no dejándoos arrastrar por ellas, a fin de que no os conduzcan a la perdición, como le ha pasado a los miembros de nuestra familia.
»Sabed que hacia 1640, el señor y dueño de esta propiedad era Hugo Baskerville, el hombre más salvaje, desvergonzado y ateo que podáis imaginar. Quiso encapricharse de una joven modesta, hija de una honorable familia vecina y, ayudado por unos cuantos amigos, tan ociosos y malvados como él, la raptaron y llevaron a su mansión, encerrándola en una de las habitaciones superiores. Desde allí oía los escándalos y desenfrenadas fiestas que Hugo organizaba cada noche y estaba aterrorizada. No pudiendo soportarlo más, tomó una arriesgada decisión: abrió la ventana y, a pesar de la altura a la que se encontraba, descendió por la hiedra que cubría la pared hasta el suelo. Tuvo suerte y no se mató; y corrió y corrió hacia su casa a través del páramo. Entretanto, el amo subió a la habitación a llevarle comida y descubrió que había huido. Lleno de cólera, mandó ensillar su caballo y soltar a los perros de caza para que le dieran alcance. Sus compinches le acompañaron en la persecución, pero Hugo iba como el rayo y pronto los dejó atrás. Al llegar los amigos a una loma, vieron con asombro que el caballo negro de Hugo volvía sin jinete, echando espuma por la boca. La borrachera se les disipó al instante. Bajaron hasta el vallizuelo y encontraron una escena espeluznante. La muchacha yacía muerta de terror y fatiga en el suelo, bajo la luz de la luna, y un poco más allá el cuerpo de Hugo era despedazado y devorado por un gigantesco perro negro, que le arrancó la cabeza de una dentellada. Aquella era una criatura demoniaca, a la que le brillaban los ojos como dos ascuas y echaba fuego por la boca. Se dice que ninguno de los amigos sobrevivió a aquella terrible experiencia. Uno de ellos murió aquella misma noche, y los otros, a los pocos días.
»Esta es la historia, hijos míos, de la aparición del sabueso infernal, que desde entonces deambula por el páramo y ha aterrorizado a nuestra familia, muchos de cuyos miembros han muerto de manera misteriosa y sangrienta. Por lo tanto, os aconsejo encarecidamente que no crucéis el páramo de noche, que es cuando se desatan las fuerzas del mal».
—¿Y bien? ¿No les ha aparecido interesante? —preguntó Mortimer al acabar de leer.
—Sí, mucho —opinó Holmes—, para completar una colección de cuentos de terror.
—Ahora, señor Holmes —dijo, sacando de su bolsillo un periódico—, voy a leerle una noticia más reciente, publicada en el Devon County Chronicle el 14 de mayo de 1884, este mismo año. Es sobre la muerte de sir Charles, ocurrida unos días antes:
«El fallecimiento repentino de sir Charles Baskerville, cuyo nombre había sido propuesto como candidato para el Partido Liberal en este distrito en las próximas elecciones, ha sumido en profunda tristeza a este condado, puesto que era muy querido y respetado, y un gran benefactor de todo el vecindario. La investigación efectuada no ha aclarado por completo las circunstancias en las que se produjo su muerte, pero tampoco hay evidencias de que esta no se haya debido a causas naturales. Su mayordomo, el señor Barrymore, ha manifestado que la salud del señor empeoraba día tras día y el doctor Mortimer, su médico personal, ha corroborado que efectivamente sir Charles padecía de una afección cardiaca crónica».
El doctor Mortimer dobló el periódico y se lo guardó en el bolsillo.
—Estos son los hechos que han salido a la luz pública —comentó.
—Entonces —dijo Holmes—, infórmeme ahora de lo que no publican los periódicos.
—Le contaré algo que no he revelado a nadie, pues yo soy un hombre de ciencia y no debo dar crédito a una superstición popular. Sir Charles tenía la costumbre de salir a pasear todas las noches por el paseo de los Tejos que se encuentra detrás de la mansión, pero aquel día no regresó. A las doce de la noche, alarmado el mayordomo salió en su busca y lo encontró tendido en el suelo, pasado un portillo que hay para salir al páramo, donde al parecer se detuvo unos minutos. Un gitano vendedor de caballos se encontraba cerca del lugar y explicó que oyó gritos, pero no pudo aclarar de dónde procedían. Cuando me avisaron y llegué junto al cadáver, me llamó la atención que yacía boca abajo, con los brazos extendidos y los dedos clavados en la tierra, su cara estaba desfigurada por una mueca, sin duda, producida por una enorme impresión. No sufría ninguna lesión corporal, ni aparecía ningún rastro alrededor del cuerpo; pero yo sí vi unas huellas al borde del camino sobre el barro. ¡Eran las huellas de un perro gigantesco! Y no eran producto de mi imaginación, sino absolutamente reales. No dije nada al respecto porque no quería que la mansión quedara deshabitada y si propagaba el terror de la leyenda, el joven sir Henry, el heredero, quizá no quisiera venir a vivir en ella.
—¿Cómo es que nadie más vio las huellas? —preguntó Holmes.
—Porque estaban a unos veinte metros del cadáver y nadie se percató de ellas.
—¡Qué curioso que no estuvieran junto al cuerpo! Dice usted que sir Charles se paró junto a la puertecilla que da al páramo. ¿Cómo lo sabe?
—Porque se le cayó dos veces la ceniza del cigarro.
—¡Excelente! Watson, acabamos de encontrar un colega. Pero parece usted vacilar, amigo mío. ¿Por qué?
—Porque pienso que por encima del nivel de la realidad, hay una esfera en la que ni el más agudo y experimentado de los detectives puede penetrar.
—¿Quiere usted decir que se trata de algo sobrenatural?
—Yo no sé qué creer. Hice mis investigaciones. El páramo es una zona muy escasamente habitada y los que viven en él se visitan con frecuencia, con la excepción del viejo Frankland, que siempre está pleiteando contra unos u otros. El naturalista Stapleton, coleccionista de mariposas, y sir Charles son las únicas personas educadas en los alrededores; los demás son gente sencilla, unos cuantos campesinos y un herrero. A todos les pregunté y todos coincidieron en contar que varias veces habían visto y oído aullar a una bestia espantosa, enorme, luminosa e infernal.
—Ya veo que se ha pasado usted al esoterismo. Pero, dígame, si es eso lo que piensa, ¿por qué ha venido a consultarme a mí y de qué manera le puedo yo ayudar?
—Aconsejándome qué debo hacer con sir Henry Baskerville, que llega de Estados Unidos a Londres dentro de —Mortimer miró su reloj— hora y cuarto exactamente. Él es el heredero, el único descendiente que hemos podido encontrar. De los tres hermanos, de los cuales sir
