Los mejores cuentos de Franz Kafka - Franz Kafka - E-Book

Los mejores cuentos de Franz Kafka E-Book

Kafka Franz

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Beschreibung

Descubra los mejores relatos de Franz Kafka.

La obra de Franz Kafka es una de las más influyentes de la literatura universal y expresa como nadie las incertidumbres y desequilibrios del hombre de su tiempo. Su peculiar estilo literario ha influenciado a escritores de la talla de Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, entre otros muchos. Además pronto se reveló como un maestro del relato corto, y los relatos que aquí hemos seleccionado coinciden con un grupo de narraciones que el propio autor juzgó en su momento como los más dignos de ser publicados. Así, podremos disfrutar de Un artista del hambre, Un informe para una academia, , Ante la ley, Chacales y árabes, La condena, Una colonia penitenciaria, Ser infeliz , Un artista del trapecio … La magnitud y popularidad de su obra se manifiesta en hechos significativos como la extendida utilización del término kafkiano, ya arraigado en nuestro idioma, para describir situaciones surrealistas como las que protagonizaban los personajes de sus relatos.

Sumérjase en estos relatos clásicos y déjese llevar por las historias.

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Portada

Página de título

INTRODUCCIÓN

La obra de Franz Kafka es una de las más influyentes de la literatura universal y expresa como nadie las incertidumbres y desequilibrios del hombre de su tiempo. Su peculiar estilo literario —escribía en alemán— ha influenciado a escritores de la talla de Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Albert Camus y Jean-Paul Sartre, entre otros muchos, y está estrechamente asociado con el existencialismo, en el que influyó de manera notable, y con el expresionismo. En sus textos se ven reflejadas con intensidad sus relaciones de carácter personal, en particular las que tuvo con su padre Hermann (Carta al padre, 1919), su hermana Ottilie (Cartas a Ottla), su prometida Felice Bauer (Cartas a Felice, 1967) y el resto de su familia (Cartas a la familia). Además, pronto se reveló como un maestro del relato corto, y los relatos que aquí hemos seleccionado coinciden con un grupo de narraciones que el propio autor juzgó en su momento como los más dignos de ser publicados. Así, podremos disfrutar de Un artista del hambre, Informe para una academia, Un médico rural, Ante la ley, Chacales y árabes, La condena, En la colonia penitenciaria, Ser infeliz, Un artista del trapecio…

La magnitud y popularidad de la obra de Kafka se manifiesta en hechos significativos, como la extendida utilización del término kafkiano, ya arraigado en nuestro idioma, para describir situaciones surrealistas como las que protagonizaban los personajes de sus relatos. Sus protagonistas se enfrentan a mundos complejos con reglas inconcebibles y fuera de nuestro alcance y comprensión. Temas como los conflictos entre padres e hijos, la brutalidad física y psíquica, la alienación, las situaciones de terror, las transformaciones espantosas… son constantes en todos sus escritos: tres novelas inconclusas (El desaparecido o América, 1912, El castillo, 1922 y El proceso, 1925), una novela corta (La metamorfosis, 1915), una gran cantidad de interesantes relatos cortos, diarios o escritos autobiográficos y una abundante correspondencia. La mayoría de estas obras fueron de publicación póstuma a cargo de su amigo Max Brod, al que hay que reconocerle el acierto de ignorar los deseos de Franz de destruir todos sus manuscritos. Kafka siempre había tenido problemas al afrontar la decisión de publicar sus relatos. Brod, que también era escritor, estaba convencido de las excepcionales cualidades literarias de su amigo y consideraba imprescindible la publicación de toda su obra.

La obra literaria de Kafka parece estar creada a intervalos; en todo caso no se produce de manera continuada en el tiempo: a períodos de intensa creación les siguen letargos prolongados sin fruto alguno. Estos bruscos intervalos creativos parece ser que tienen relación con acontecimientos importantes de su vida, y todos en el campo sentimental. Los acontecimientos vitales a los que se enfrenta en cada momento son los que le sirven de temática para sus creaciones literarias, lo que provoca una unidad sólida y constante entre el autor y su obra. Hay en el plano temporal una relación directa entre lo que vive el autor y lo que escribe en sus relatos. Podemos distinguir cuatro fases creativas diferenciadas a lo largo de su vida, en cuyos intervalos el autor acudía al refugio que le suponían sus cartas y diarios como forma de mantener algún contacto con la literatura.

Nunca hacía borradores detallados de sus relatos, por lo que necesitaba una concentración mayor para escribir que otros escritores. Las molestias que perturbaban su trabajo lo irritaban profundamente. Se aferraba a sus costumbres adquiridas y no mostraba ningún tipo de flexibilidad. Su ideal de creación consistía en un único e ininterrumpido acto creativo, realizado en una sola sesión de trabajo. Es decir, pretendía escribir siempre de un tirón. Apenas corregía los textos ni realizaba apuntes. Esta concepción le provocó sin duda grandes dificultades para elaborar textos largos y muy especialmente para escribir novelas, que necesitan de una preparación, documentación previa y planificación, para cuya labor no se mostraba muy predispuesto. Prueba de ello es que sus tres novelas quedaron sin terminar, como ya hemos comentado. Cualquier cambio en sus condiciones de vida, aunque no fuera de relevancia, le cortaba su ritmo de producción y, en ocasiones, motivaba el fin de una etapa creativa. Necesitaba un silencio absoluto para escribir, por lo que se aficionó a escribir solo por las noches.

La literatura se convirtió para él en un refugio, en una vía de escape, en una especie de sustituto o alternativa a la propia vida, y motivó el absoluto descuido por su carrera legal y sus amistades y relaciones, un alto precio que estaba dispuesto a pagar. Escribía para sí mismo y carecía de pretensiones literarias de nivel; no se veía como un escritor de masas y tenía miedo a publicar sus textos. Solo escribiendo se encontraba satisfecho y solo a través de sus escritos lograba un cierto equilibrio personal; pretendía sacar al exterior su trastornado mundo interior y liberarse de esta forma de la opresión malsana que le producía.

Parece ser que Kafka sufrió trastornos psicológicos a lo largo de su vida. Él mismo nos habla en sus escritos de «derrumbamiento», «demonios», «soledad», «persecución», «desamparo»… y otras muchas expresiones que nos hacen imaginar una existencia difícil y oscura que lo llevó al desamparo y al tormento interior.

Escritor y abogado de origen judío, Franz Kafka nació el 3 de julio de 1883 en Praga —Imperio austrohúngaro—, donde pasó la mayor parte de su vida. Era el mayor de seis hijos, de los que dos fallecieron a temprana edad. Fue un eterno soltero, incapaz de mantener relación alguna, aunque llegó a comprometerse en tres ocasiones. Su padre, Hermann, tuvo constantes problemas económicos y regentó un negocio textil; se mostró siempre como un ser autoritario, prepotente y déspota, actitud que marcó significativamente la vida de su débil hijo. Su madre, Julie, sensible, tímida y distante, pertenecía a la burguesía judeoalemana y tenía una educación refinada.

Formaron parte de la alta sociedad de Praga. Tras la ocupación nazi, sus tres hermanas fueron trasladadas a un gueto, y Ottilie (Ottla) al campo de exterminio de Auschwitz, donde fue asesinada en la cámara de gas. Sus otras dos hermanas perecerían más adelante, también víctimas del Holocausto.

Kafka cursó sus estudios primarios con notas sobresalientes mientras leía a Nietzsche, Haeckel y Darwin. Empezó a simpatizar con el socialismo y el ateísmo y a interesarse por la historia del arte y las ciencias sociales. Empezó los estudios de Química en la universidad, para pasarse enseguida a los de Historia del Arte y Filología, pero los abandonó todos. Su padre lo obligó entonces a estudiar Derecho, y terminó por obtener un doctorado en leyes.

Tuvo un activo papel en la organización de actividades literarias y sociales y se relacionó con el teatro, pues ya había decidido tomar sus primeros pasos como escritor.

Empezó a trabajar en los tribunales civiles y penales como pasante, sin cobrar minuta alguna. Trabajó en una empresa de seguros, pero dejó su puesto al percatarse de que su trabajo le impedía seguir su vocación literaria. Entró en una empresa semiestatal de seguros contra accidentes de trabajo, y en este mundo encuentra un empleo asequible, necesario para poder pagar las facturas, que a cambio le permitió dedicarse a la literatura.

Su vida se convierte en un patente conflicto entre poseer la necesaria libertad para escribir sus obras y poder escapar de la soledad que lo agobiaba y lograr una vida familiar independiente. Se convirtió en vegetariano, y en su dieta formaban parte importante los frutos secos.

Mantuvo una difícil relación con Felice Bauer, con la que estuvo a punto de casarse en dos ocasiones. La relación dio lugar a más de quinientas cartas.

Estalló la Primera Guerra Mundial, y sus problemas de salud, que habían comenzado en su época de estudiante, impidieron que lo movilizaran. La guerra lo obligó a hacerse cargo de la dirección de la fábrica familiar y a abandonar la casa natal para trasladarse a una habitación de alquiler.

Su salud se complica con una tuberculosis pulmonar. En el sanatorio conoce a Julie Wohryzek, una joven ajena a la burguesía con la que se compromete. Su padre se opone a la relación, y Kafka, enfadado, reacciona escribiendo Carta al padre, un fuerte ataque contra su progenitor, al que acusa de todos sus males. Este desastroso retrato familiar parece ser que era algo excesivo; en todo caso no era ni justo ni objetivo, pues su padre no era el monstruo que pretendía dibujar el autor ni él la víctima que se imaginaba, aunque sí estaba decepcionado con la vida por la que su hijo había optado e intentaba imponerle una férrea disciplina, como muchos otros padres autoritarios de esa época.

Mantiene una relación sentimental con una joven periodista, Milena Jesenska Polak, casada con un escritor alemán: Ernst Polak. Le propone que abandone a su marido y se traslade a vivir con él, pero ella nunca termina por decidirse.

Consigue una jubilación por enfermedad. Es tiempo de hospitales y sanatorios para el autor. En 1923, durante unas vacaciones, conoce a Dora Diamant, una joven periodista judía que se convertirá en su compañera hasta la muerte, con la que se traslada a Berlín para huir de la influencia de su padre y poder escribir con tranquilidad.

Una pulmonía lo obliga a volver al hogar paterno e ingresar en un sanatorio cercano a Viena; su salud empeora y se le diagnostica una tuberculosis de laringe. Fallece el 3 de junio de 1924, un mes antes de cumplir los cuarenta y un años.

Solo un diez por ciento de su extensa obra había sido publicada durante su vida, y ello gracias a la persistencia y la capacidad de persuasión de su amigo Max Brod, ya que Kafka tenía una cierta tendencia a sabotear su propia obra, una actitud negativa que ponía trabas a cualquier intento de publicación, lo que incluso le indujo a solicitar en su testamento que su obra no saliera a la luz después de su defunción. Años antes le había comentado a Max: «Mi testamento será muy sencillo: te pido que quemes toda mi obra». Su amigo le contestó: «Si me solicitas en serio algo así, te digo desde ya que no pienso cumplir lo que me pides». Esta conversación, entre bromas, le serviría de base a Brod para justificar su decisión de no quemar nada y publicar toda su obra, alegando que debería haber designado a otro ejecutor testamentario si verdaderamente hubiese querido la destrucción de su trabajo literario.

Y entonces llegó el éxito póstumo. Su amigo Brod intervino, y todos debemos aplaudir su decisión. En pocos años pasó del casi total ostracismo a la cumbre literaria. Se convirtió en una estrella, y su popularidad se extendió por todo el mundo; para muchos incluso es objeto de culto, y para todos, un modelo que alumbra la literatura moderna.

El editor

INFORME PARA UNA ACADEMIA

Excelentísimos académicos:

Me han hecho ustedes el honor de pedirme que le presente a esta academia un informe sobre mi vida anterior de simio. Desgraciadamente no puedo atender a esta petición. Me separan ya casi cinco años de la simiedad, tal vez un tiempo escaso si se mide con el calendario, pero infinitamente extenso al atravesarlo al galope, tal y como yo he hecho, acompañado a ratos por personas encantadoras, consejos, aplausos y música de charangas, pero estando solo en realidad, porque todo aquel cortejo, para permanecer dentro de la imagen, se mantenía alejado de la barrera. Esta hazaña nunca se habría podido realizar si yo me hubiese querido aferrar con obstinación a mis orígenes, a esos recuerdos de juventud. Y precisamente esa renuncia a cualquier obstinación supuso el mayor precepto que hube de imponerme; yo, un mono libre, decidí someterme a ese yugo. Pero cada vez se me iban borrando más mis recuerdos. Si bien en un principio, en el caso de que lo hubiesen permitido los hombres, tuve la opción de regresar a través del gran pórtico que forma el cielo sobre la tierra, a consecuencia de mi castigada evolución hacia delante, el citado pórtico se hacía cada vez más bajito y estrecho, y yo cada vez me encontraba mejor y me sentía más integrado en el mundo de los humanos.

Aquella tempestad que desde mi pasado estaba agitándose tras mí se fue calmando; hoy tan solo es una corriente de viento que refresca mis talones, y el agujero a través del cual pasa en la lejanía y por el que ya pasé yo un buen día se ha vuelto ahora tan pequeño que si yo tuviese la fuerza y la voluntad necesarias para ir hacia él, debería arrancarme la piel a jirones para lograr atravesarlo, y como me gusta para ello emplear imágenes, con toda claridad les digo que su simiedad, señores míos, si es que ustedes tienen algo parecido tras de sí, no podrá serles más lejana que a mí la mía. Sí es cierto que le hormiguea en los talones a todo el que anda por la tierra, tanto a un pequeño chimpancé como al gran Aquiles.

Pero en un sentido más restringido, sí que puedo responder a sus preguntas, y hasta me agradaría poder hacerlo. Lo primero que yo aprendí fue a dar la mano. Un apretón de manos constituye siempre una prueba de sinceridad. Hoy, estando en el punto culminante de mi carrera, la palabra franqueza también puede añadirse al apretón de manos. Nada esencialmente novedoso aportará a esta academia, quedando muy por debajo de lo que se me ha solicitado y de aquello que aún no puedo decir ni con mi mejor voluntad. Pero lo que sí puedo es mostrarles las directrices por las que alguien que fue simio ha irrumpido en el mundo de los humanos para establecerse en él. A pesar de ello, no podría decir con seguridad las insignificantes palabras que vienen a continuación si no estuviera seguro de mí mismo por completo y si mi papel en todos los escenarios importantes de varietés de este planeta civilizado no se hubiese apuntalado hasta niveles imperturbables.

Tengo mis orígenes en la Costa de Oro. Sobre la manera en cómo fui capturado tengo que basarme en los informes de terceros. Una expedición de caza patrocinada por la empresa Hagenbeck1 —desde entonces he apurado con el guía más de una buena botella de vino— se encontraba al acecho entre unos matorrales cercanos a la orilla del río cuando entre mi manada acudí a beber allí al atardecer. Nos dispararon y solo me alcanzaron a mí con dos balazos. Uno leve, en la mejilla, que me dejaría una rojiza cicatriz, grande y carente de pelo, que me valió para ganarme el desagradable mote de Perorrojo, que, además de totalmente inexacto, podía haber sido inventado por un simio, como si únicamente me distinguiera por esa mancha roja en la mejilla de Pedro, un mono amaestrado, muy conocido en algunas partes, que hace poco tiempo reventó. Dicho sea de paso.

El segundo disparo me acertó debajo de la cabeza. Fue grave y a él le debo esta leve cojera que aún sufro. Hace poco pude leer en un artículo de uno de esos diez mil majaderos que se manifiestan sobre mí en los periódicos, que mi naturaleza de mono no está subyugada del todo todavía, y como prueba de ello alegan que me gusta quitarme los pantalones ante las visitas para mostrarles el lugar de entrada de la bala. A ese sujeto habría que arrancarle a balazos uno a uno los deditos de la mano con que escribió eso.

Yo puedo quitarme los pantalones delante de quien me dé la gana; allí no encontrará más que un pelo bien cuidado y la cicatriz de un… —elegiré ahora una palabra determinada para un fin determinado que no se pueda malinterpretar— de un infausto disparo. Todo está muy claro; no hay nada que ocultar. Cuando se trata de la verdad, hasta el de horizontes más prometedores se quita de encima los mejores modales. Y si ese escritorcito se quitara sus pantalones cuando tenga alguna visita, la cosa tendría sin duda otro matiz, y admito como señal de racionalidad el que no lo haga, ¡pero que me deje entonces tranquilo con sus exquisiteces!

Y mi propio recuerdo comienza poco a poco cuando me desperté, después de aquellos disparos, dentro de una jaula en el puente del vapor de Hagenbeck. No se trataba de una jaula con rejas en las cuatro paredes, sino más bien de tres rejas sujetas a un cajón que formaba así la cuarta pared. Aquel recinto era demasiado bajo para estar de pie y demasiado estrecho para poder sentarse, y yo debía permanecer en cuclillas, con las rodillas dobladas y temblando sin parar, y, además, vuelto hacia el cajón, ya que probablemente no quería ver a nadie y tan solo deseaba esconderme en la oscuridad, mientras que los barrotes posteriores se me clavaban en el cuerpo. Esta manera de encerrar a los animales salvajes está considerada ventajosa en una primera etapa y, a día de hoy, bajo mi punto de vista humano, creo que es efectivamente así.

Entonces no era de esa opinión. Me encontré sin salida alguna por primera vez en la vida, al menos no la había directa. Ante mí, de frente, se encontraba el cajón, construido firmemente tablero a tablero. Entre los tableros sí había, de un lado a otro, una rendija que al descubrir saludé con un dichoso aullido de incomprensión, pero no era lo suficientemente ancha para poder estirar el rabo, y tampoco fui capaz de ensancharla ni con toda la fuerza de un simio.

Según después me contaron, yo debía de hacer mucho menos ruido de lo habitual, de lo que dedujeron que moriría pronto, o que, en el caso de que lograse sobrevivir a esa primera y crítica etapa, sería fácil de domesticar. Sobreviví a esa etapa. Sollozar medio ahogado, buscarme las pulgas bajo el dolor, lamer los cocos cansinamente, golpear la pared del cajón con la cabeza, sacar la lengua al que se acercase: estas fueron las primeras actividades de mi nueva vida. Con todas ellas siempre tenía la misma sensación: no tener salida. Hoy tan solo puedo explicar con palabras humanas lo que sentía como mono y, en consecuencia, lo falseo, pero si bien es verdad que ya no puedo alcanzar la antigua verdad del mono, al menos mi descripción apunta hacia esa dirección, de eso no hay duda ninguna.

Hasta ese momento había tenido multitud de salidas y ya no tenía ninguna. Estaba estancado. Si me hubiesen clavado, con ello no hubiese disminuido mi libertad. ¿Y por qué era así? Rásgate la carne entre los dedos de los pies, no podrás encontrar el motivo. Constríñete por detrás contra la barra de la jaula hasta partirte en dos, tampoco encontrarás razón alguna. No tenía salida, pero debía conseguir una, pues no podría vivir sin ella. Quedándome junto a la pared de aquel cajón hubiese acabado estirando la pata sin remedio. Los monos de Hagenbeck están destinados a la pared del cajón, por ello dejé de ser mono. Un razonamiento claro y hermoso que debí urdir con mi barriga, pues los simios piensan con la barriga.

Estoy temiendo que no se comprenda con claridad lo que yo entiendo por salida. Utilizo el término en su acepción más común y compleja. No hablo de libertad intencionadamente. No me estoy refiriendo a esa gran sensación de libertad en todas las direcciones. La conocí cuando era mono y he conocido a hombres que la pretendían. Yo, particularmente, no exigía libertad, ni entonces ni ahora. Al margen de todo ello, los hombres se engañan unos a otros con eso de la libertad con bastante frecuencia. Así como la libertad es uno de los más sublimes sentimientos, el correspondiente engaño también figura entre los más elevados. Cuando trabajaba en las varietés, antes de salir a escena, he contemplado a menudo cómo una pareja de virtuosos hacía ejercicios sobre el trapecio en las alturas. Se proyectaban al aire, saltaban, se balanceaban, flotaba uno hasta los brazos del compañero, y uno sujetaba al otro con los dientes por los pelos. «¡Eso también es libertad humana! —pensé—, insuperable movimiento». ¡Oh, caricatura de nuestra madre naturaleza! Ni un solo edificio permanecería en pie ante las carcajadas de los simios a la vista de este espectáculo.

Yo no quería la libertad de ninguna manera, tan solo una salida a la derecha o a la izquierda, hacia algún sitio; no tenía más pretensiones. Aunque la salida fuese solo un engaño, mi pretensión era pequeña, así que el engaño no podía ser mayor. ¡Seguir adelante! ¡Seguir adelante! Nunca permanecer con los brazos sujetos a los barrotes ni pegado a las paredes del cajón.

Hoy lo veo con claridad: sin haber logrado una serenidad interna tan grande, no me hubiese salvado jamás. Todo lo que he logrado ser, de hecho, se lo debo a la serenidad que después se apoderó de mí durante los primeros días de travesía en el barco. Esa serenidad, por otra parte, se la debo a los pasajeros del barco.

A pesar de todo, eran buena gente. Recuerdo agradablemente el sonido de sus vastos pasos que, por aquel entonces, retumbaban en mi amodorramiento. Tenían la costumbre de hacer todo con lentitud. Cuando uno de ellos pretendía restregarse los ojos, levantaba la mano como si fuera la aguja de una romana. Sus chistes eran groseros pero afables. Sus risas siempre estaban mezcladas con una tos que parecía peligrosa, pero que no era nada. Siempre tenían en la boca algo que poder escupir y les daba igual la dirección en que lo hacían. Siempre estaban quejándose de que mis pulgas les saltaban encima, pero no se enfadaban nunca conmigo por ello; sabían que entre mi pelaje crecían las pulgas saltarinas y con eso se conformaban.