Los montes antiguos - Enrique Andrés Ruiz - E-Book

Los montes antiguos E-Book

Enrique Andrés Ruiz

0,0

Beschreibung

El narrador de Los montes antiguos regresa a la casa familiar, en Soria, tras la muerte de su padre. Allí ha de hacerse cargo de una tierra que, lejos ya de la idealización de otros tiempos, reclama ahora el cuidado de los árboles, el desbroce de la maleza, los preparativos para combatir el fuego. En sus sucesivas estancias en este territorio de límites imprecisos, entre el campo y la pequeña ciudad de provincias, descifrará "un ritmo que no se acompasa sino a sí mismo", el de una naturaleza que se sabe "lejos de la guerra de los argumentos". Pero, también, desvelará una callada e insidiosa conciencia de la Historia: la de aquellos hombres y mujeres olvidados (paisanos y forasteros, fugitivos, hombres de palabra, gentes de oficio pegado a la tierra, muchachas fabuladoras, visionarios del pasado, soñadores de la revolución…) por los que pasaron una república y una guerra civil, las migraciones de la supervivencia…, y la vida, en resumen, en sus aspectos más tenues y reveladores. Con su bellísima prosa, impregnada de la viveza del habla popular, y una singular cadencia de pensamiento, entre la novela y el ensayo más intuitivo, Los montes antiguos es una ambiciosa indagación contra cualquier naturalismo ingenuo o nostalgia edulcorada. Contra el mito de un país edénico, pero también contra la desmemoria. Una suerte de geórgica virgiliana moderna atravesada por la contingencia que compara en el fiel de la balanza, con una misma sospecha, naturaleza e historia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 382

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LARGO RECORRIDO, 164

Enrique Andrés Ruiz

LOS MONTES ANTIGUOS

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: septiembre de 2021

DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

© Enrique Andrés Ruiz, 2021

© de esta edición, Editorial Periférica, 2021. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-18838-08-8

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

Para José dijo: «Su tierra es bendita de Yahvé; para él lo mejor de los cielos, el rocío, y del abismo que abajo reposa; lo mejor que brota del sol y la luna, las primicias de los montes antiguos y los frutos de los collados eternos».

DEUTERONOMIO, 33:15

Donde hay monte, no hay cavidad; donde hay cavidad, no hay monte.

KARL BARTH, Carta a los romanos

Primera parteLA TIERRA REZA

1EL DILUVIO

Muerto mi padre –la primavera estrenada–, el campo se desató en una explosión vital furibunda, rabiosa. Habían caído durante meses aguas y nieves sin parar. Todo se mantuvo luego en un estado latente, a la espera. Pero, al sol nuevo y al empujón de la savia, la efusión del crecimiento se hizo imparable; la tierra quedó anegada como una alfombra espesa de empapado nudo español. Y por fin surgió aquel estallido de feracidad como no se recordaba haber visto antes. Se cerraron los pasos entre los zarzales, y los lampazos, las retamas y las mil hierbas sin nombre hicieron del campo –nuestro campo– una intimidad cerrada y vegetal impenetrable.

Hacía muchos años que no había nevado ni llovido así en este corro de tierra, que está, para entendernos, en las lindes mismas del monte Valonsadero, a cuatro pasos de la ciudad de Soria, la capital más pequeña de España. A espaldas de la casa, entrado mayo, todavía se veían las sierras, sus manchas de nieve. Marzo tuvo días calmos, azules, de los que engañan a quien no sepa lo tardona y poco de fiar que es por aquí la primavera. Pero abril soltó otra vez el agua que quiso. La lluvia cerril seguía aún, en junio, a rachas y tormentazos.

¿Quién iba ahora a andar por aquí? ¿Y quién iba este año a segar la hierba, a desbrozar la maleza de Las Cobatillas, como llaman los viejos papeles a este paraje? ¿Quién atajaría esta riada que había subido por las arterias de los tallos, veloz y pegajosa, hasta dar, muchas veces, la altura de un hombre?

Y lo que son las cosas: ésta es una tierra seca. Lo nuestro mismo es un cuadro hirsuto, fuera de los herbazales paredaños del Cordel de Lerdos o de los rincones umbrosos por donde salen las peonías. Siempre hizo falta agua buena; el agua era el sueño; por algún sitio tenía que haber, a no dudar –decían–, manantiales, a lo mejor a poca profundidad. A lo mejor con esa agua podía crecer un día un huertecillo. A lo mejor el agua –ésta era la ilusión– podría bajar por su pie hasta los alcorques de las plantas. Y así nació en 1971 el pozo viejo, a flor de suelo, aunque muy pobre, su garganta de piedras apiladas, su eco polvoriento, las telarañas entre sus piedras.

–Fíjese si esto era seco que el pozo aquel se agotó hace más o menos quince años –le dije al taxista el primer día–. Y, que yo sepa, porque no me he vuelto a asomar, no ha saltado de ahí abajo más golpe de agua desde entonces.

–No sería muy hondo.

–No, no era muy hondo, pero no todo era cuestión de hondura. Las sequías aquellas fueron terribles, desérticas, africanas. Yo no sé si usted se acuerda.

–Bueno, pero no se preocupe –me dijo el taxista, observador–; cuando usted quiera, sólo tiene que llamarme y decirme a tal o a cual hora, y yo lo traigo y lo recojo. Y en paz. No se preocupe, que no es usted el primero ni el único. Así es la vida…

No supe en qué podía ser o no ser yo el primero o el único. Me pareció enigmático, más allá del aspecto deprimido que yo le debía de estar ofreciendo. Nadie es único en nada. Y sin embargo…

–Cada vez que alguien asoma por primera vez al mundo –me decía el hombre, mientras avanzábamos por la carretera, dejando a la derecha las cercas de Valonsadero–, se ve claro que ese ser es irrepetible. Y, cuando se despide, no digamos; entonces es cuando se ve de verdad lo único que era.

Otra tarde de aquéllas, tras el diluvio, volvía a estar solo, rodeado por el verdor universal que emergía de la tierra lodosa, abriendo pasos y cortes en la pradera cuajada de tallos tumbados, ovillos de hierba, flores. La máquina se ahogó, embozada, tres veces, y tuve que esperar. La primera vez fumé un cigarrillo; sentado en los escalones de la casa, vi la sombra azul de la tarde entre los fresnos, su terciopelo húmedo, los reflejos violetas y verde botella. La segunda vez vi la oropéndola volar de la encina al cabezo del tomillar; en el aire, su estela amarillo de Nápoles. La tercera vez que la máquina se ahogó, ya casi había dado de mano; así que recogí los bártulos en el cobertizo y el taxista apareció poco después, puntual; su coche grande, blanco, silencioso. Tomé asiento con cierta sensación de paz, de deber cumplido, sin ganas de muchas explicaciones a quien, de todas formas –pensé–, cobra por su trabajo y no exige más justificación, aunque su trabajo consista en transportar a un individuo que ha decidido, por lo que sea, ir a segar en taxi.

–¿Le ha cundido?

–Bueno, algo he hecho, no mucho para lo que hay aquí: está todo imposible. ¡Vaya primavera!…

–Sí, hombre, sí, poco a poco. Usted no se preocupe.

Cuando los estiajes fueron tan abrasivos y el viejo pozo dio sus boqueadas, hubo que ir pensando en llamar otra vez al hombre de la varita y el péndulo. Dio muchas vueltas. Lo ideal era encontrar una corriente en la parte más alta de la finca, de manera que el agua descendiera sola hasta los manzanos, el pruno, los pinos nuevos y, bajando, bajando, hasta la hondonada de los chopos recién plantados. Y se dio bien. El péndulo enloqueció, luego se quedó clavado al final de la subida del robledal, entre las sombras.

–Aquí hay agua para rato –dijo el adivino–. Pero convendría excavar un buen pozo de una vez, con explosivos, de esos que traen los de las máquinas de Pamplona, o los de Zaragoza. Llámelos.

El hombre acabó su trabajo con la misma parsimonia con la que lo había comenzado. Recogió el péndulo, hizo un nudito con el cordel rojo que había enrollado sobre el artilugio, lo guardó todo en una funda parda de fieltro y se marchó.

El pozo nuevo tiene cincuenta metros de profundidad, no es un pozo literario. Cuando estuvo acabado daba un poco de lástima ver la traza inútil del viejo, su estampa antigua, el brocal blanco, la garrucha, el arco de hierro de forja historiada, las gruesas cadenas que habían transportado, durante años, el agua hacia la luz. Este de ahora no es más que un tubo de hierro que perfora la tierra hasta lo que parece ser una corriente musculosa de agua mollar. El agua sube muy campantemente con la fuerza de una bomba que se conecta en una caja de hierro. Al atardecer, aun de lejos, se ve parpadear débilmente, entre los robles y la hierba, el brillo de bronce del candado.

El día que volví a la tarea ya era junio bien avanzado. Había pasado, en todo caso, San Bernabé, el patrón de la siega en los campos medievales –franceses–. Pero era como si no hubiese hecho nada hasta entonces. La hierba de la pradera había crecido de nuevo, mucho y sin tregua. Todo volvía a estar encharcado. No había dejado de llover. Había hecho el calor nuevo y franco del mes fuerte de junio. En las piezas de arriba era otra vez la selva virgen. Las matas y los zarzales se habían desarrollado en un tumulto indescriptible y nebuloso. De la casa al cobertizo se había propagado una muchedumbre de tallos verdes, fibrosos, una maraña de verdor irrefrenable y desmoralizador.

–Usted no se preocupe, no es el primero –me dijo otra vez Paco, el taxista–. Sólo tiene que llamarme. Pero le digo una cosa. Esto, para bien, tendría la solución en un par de vacas que le echaran a usted a pastar aquí los del pueblo. O, quién sabe, a lo mejor hay alguien en el pueblo que, por poca cosa… Y le alivia a usted de lo peor.

–No sé, pero va a haber que hacer algo. El problema es que los montes tienen que estar limpios; luego viene el verano, el calor, y ya sabe…, con una chispa, todo es yesca.

–Yo creo que con un par de vacas… O mire a ver si alguien… Pero tiempo al tiempo. No es el que poda ni el que riega quien hace que todo crezca. Yo hago el servicio a las monjas clarisas, que saben de esto y me lo dicen. Entre nosotros, los taxistas, hay el del ayuntamiento, el del ambulatorio, el del colegio universitario, el de las fulanas… También tienen su taxista las fulanas. Yo soy el de las monjas. Ellas dicen que no es el que riega ni el que poda quien hace que todo crezca. Y hay que ver cómo tienen el huerto… No se preocupe. Sobre las ocho vuelvo, ¿no es eso? O, si quiere, a las nueve; ahora las tardes son muy largas.

2UNA CASA EN EL MONTE

Antes, en el pueblo de arriba, había vacas. La vacada de Pedrajas, en el límite de Valonsadero por el norte poniente. Había gente, no mucha. Estaba la casa de Tiburcio, la de los Vera, la de los Barnuevo, la de Eugenio el Tuerto, poco más. Una señora había comprado cerca de la iglesia, en la plazuela del rollo de justicia, la que fue del cura, que tenía ya un aspecto algo distinto, su jardín de césped cortado, sus arbolitos nuevos. Eran casas serranas, sólidas, doradas, de piedra de aquí. El tejado, a dos aguas, llegaba hasta muy abajo, casi hasta el suelo, menos en la pared de la que sobresalía la bóveda del horno como una habitación de juguete. En el tejado se veía el cono enorme de la chimenea: un gran cucurucho rematado por unas tejas en trípode o por unas piezas de madera ahumada de formas caprichosas.

Estas casas podían abrirse en un ancho zaguán, sobre todo si perteneció su dueño, siglos atrás, a la Cabaña Real de la Carretería, un auténtico sindicato de transportes con mucho poder. En la frente del zaguán podía campar un dintel labrado con fecha de mil setecientos, un nombre apocopado o una cruz trazada a la manera florida del barroco rural. El zaguán: su sombra deliciosa, el frescor oloroso de aromas secos y pajizos que le daban las horcas, los bieldos, los haces de varas y los escardillos puestos en un rincón. Estas casas macizas tenían pocos huecos; a veces salía un balcón de hierro de la sala grande, orientada a la solana del sur, a resguardo del cierzo.

Yo he visto despoblarse, o casi, esta aldea, más o menos por los tiempos en los que su Ayuntamiento independiente pasó a la consideración de barrio de la capital. Eso la ha convertido, años adelante, en una colonia de segundas residencias. Quedaron unas calles que sólo eran escorrentías de arenisca gastada. Quedaron entre estas calles unas cerradas de hierba sin segar. Quedó el herradero, entre maleza, su aspecto de templo imaginario, y los maderos formidables que habían servido de traba a las caballerías. Quedaban los muñones de vigas partidas o quemadas. Quedaba, al paso por aquellas paredes, el olor del hollín frío y de la madera muerta. Desde el viso de la carretera se veía una loma cenceña por encima de la que apenas si levantaban las edificaciones.

Aquella gente, de la que hoy no sé si alguien queda, sí podía echar una mano en esto o en lo otro. Eugenio el Tuerto tenía una de las mejores casas del pueblo, ancha, compacta, tostada. La entrada a la casa se hacía por un huerto pequeño, primorosamente cuidado, al fondo del cual, en el cruce de unos caminos de losas de piedra, se abría un aljibe. Al palpar un barreno que no había explotado cuando la voladura para el aljibe, perdió Eugenio un ojo hace muchísimos años y ganó su apodo. En la mitad de ese huerto mandaba una tabla de patatas, su verdor profundo, y de la otra mitad salían unos tomates sabrosos, unas vainas pimpantes, unas lechugas frescas que daba gusto sacudir de la tierra y el agua, unos enormes calabacines y unas zanahorias bulbosas, encendidas y antiguas…

Eugenio el Tuerto comía huevos –sobre todo huevos– de su ciento de gallinas. No era extraño que se hubiera almorzado –allí, entre las trébedes, sobre el mismo morillo, bajo el hastial de la campana negra– con tres o cuatro huevos puestos a calentar en el puchero de hierro y porcelana. Tenía una cafetera con el borde listado de azul ultramar, y en ella se había posado ya el café negro de la primera hora, destilado de unos granos grandes y prietos. Allí mismo se revolvían después los huevos y se calentaba todo sumergiendo una brasa de rebollo de buen tomo. A mediodía, la comida podía muy bien haber estado hecha de otros cinco huevos, a lo mejor revueltos en una sopa de vino y al mismo calor.

La casa de Eugenio recibía en un zaguán a cuyos lados se abrían dos puertas. Mejor dicho, se abría una puerta, la del dormitorio del matrimonio. Su cama alta, la colcha adamascada azul de Prusia. La otra puerta, enfrente, no se abría. Se abrió una vez, que yo estuviera en la casa. En la sala a la que daba paso todo tenía el aspecto de estar anclado –pero limpio y en una extraña diafanidad– en algún otro instante de hacía mucho tiempo. Allí olía raro; olía a una extraña luz. Formaban el suelo unas tarimas blanquecinas y ásperas a fuerza de arena y lejía, perfectamente ensambladas, que parecían no haber sido pisadas jamás. En torno de la sala se distribuían, yo no sé, pero muchas sillas, sillas de patas y espaldares torneados y negros, con un asiento de madera o de lámina de madera abigarradamente decorado, por presión de troquel, con motivos vagamente dieciochescos, cornucopias, fondos de lises, dársenas de Citerea. En la pared había un retrato de boda, retocado sin piedad con colores por el fotógrafo artista; un calendario con litografía verde y rosa del Salvador; un reloj con una caja de madera negrísima, perfilada por un marco como las olas de una serpentina, y un grabado bastante fantasioso, lo recordaré siempre. Sobre un aparador había una lata que guardaba, frescas y crujientes, unas almohadilladas galletas maría. Al salir de la sala, los ojos necesitaban unos momentos de adaptación a la penumbra del resto de la casa, o a la más densa de las cuadras, que tenían entrada desde la vivienda. Había allí una tiniebla dorada en la que mugían tranquilas las vacas pardas y alguna novilla roja más bravía, todas lameteando en la pesebrera su privada muela de sal.

La vacada del pueblo juntaba sus buenas docenas de animales solemnes, rubios y guapos. Que una vaca pudiera ser guapa estaba dentro del lenguaje común. La dehesa estaba a la salida alta del pueblo, junto a la raíz del camino por el que marchó durante siglos hacia la capital la procesión de hombres y animales que cruzaba Valonsadero en el tiempo de las ferias de marzo y septiembre.

Eugenio recordaba una tormenta en la dehesa. Una tormenta planetaria. Se había formado al regañón de poniente, siempre temible. El cielo, claro y zarco hasta que se borró el lucero de la mañana, se agrisó de repente con un color de panza de burra que fue tomando el tinte negruzco de una tronada. Chocaron las nubes, tiraron sobre el campo rayos y piedras. Nuestro amigo se guareció bajo el saliente de una pedriza. Sobre el lecho de tréboles, con las manos en la cabeza y los ojos cerrados, previó la segura destrucción de la vacada, fulminada por las lanzadas eléctricas. No fue así. En menos de media hora, al escampar, la dehesa sonreía de nuevo con ráfagas de un sol recién lavado. El cielo volvió a ser azul. Y allí, en medio del pastizal, estaba la cincuentena de animales sana y salva. Habían hecho un círculo en cuyo centro agacharon juntas las astas, para no atraer sobre sus testuces la lluvia de fuego como un árbol de pararrayos. Su sabiduría.

–Bueno, eso es verdad –me decía Paco, camino de vuelta por el cruce de Toledillo, ante la quilla invertida del Pico Frentes–, ya no hay nadie que quiera hacer nada. Pero alguna solución habrá. Y, si no, ya verá usted como las cosas, poco a poco, le van pareciendo distintas. Ahora es lógico que todo lo vea un poco negro. Dé tiempo al tiempo.

El Pico Frentes recogía un color de plata mate con orillas carmín, la despedida del sol que todas las tardes encuentra al otro lado del murallón de piedra su muelle de partida.

Valonsadero aparecía sereno y calmado al fin. Se habían pasado las fiestas de San Juan, la bulla humana de las celebraciones en el monte; las choperas, la vega, las lomas de las pedrizas y los oteros pedían ahora silencio y soledad para volver en sí.

Unas cuantas jornadas de siega y desbroce después, mes adelante, llegó la víspera de Santiago. Paco y yo pasábamos una vez más junto al vivero de Valonsadero. El calor era apabullante. El Pico Frentes se veía velado por una espesa calima de polvo africano. El campo sobrellevaba como podía una albarda de telilla blancuzca, compuesta de agudos granillos de arena punzante y arisca, destructora de todo el viejo verdor.

–¿Cómo va la cosa? Verá usted que no es igual. Ya ha pasado la crecida. ¿Ve? Por aquí ya han segado. Hay partes cosechadas. Usted no se preocupe. Dé tiempo al tiempo. ¿Tiene usted rosales? Sobre las ocho estoy aquí.

Nada más llegar, abrí el cobertizo de los aperos. Me llegó de golpe el bochorno del sitio cerrado. Se mezclaban allí adentro el sudor del cuero de las correas resecas y las viejas colleras, el olor de los bocados, los estribos vaqueros, la gasolina, la leña apilada, los rastros, las azadas, las maderas del bieldo, el cuartillo y el medio celemín, envuelto todo en un sofoco turbio y penetrante.

Con lo que no dé tiempo a segar –pensé– no habrá más solución, en otoño, que el fuego. Los topos ya han excavado galerías con bocas abiertas a la pradera segada. De las madejas herbáceas sale ahora la infinitesimal fauna de los saltamontes, los escarabajos, las polillas, los verdes insectos translúcidos y sin nombre, sus cuerpecillos cartilaginosos, sus alillas casi invisibles. Se pegan a los ojos, a la piel de los brazos, al azúcar del sudor mezclado con el polvo. Pero lo que se ha podido hacer hecho está, me dije cuando la tarde caliginosa ya caía sobre el prado. Junto a la casa, las gotas del agua de riego, brillantes como perlas, saltaban desde las ramas del roble grande destripándose sobre las otras ramas del abeto y los chopos, unas burbujas microscópicas de colores tornasolados, llenas de agua humanizada y cordial.

Y, sí, hay rosales. Las rosas se abren como porcelanas de carne. El agua llega al estanque en un chorro bendito, a veces rojizo –hay mucho hierro, a vetas, debajo de estos palmos de tierra–, y otras, de una turbiedad blanca o marfil. Si se deja un buen rato que haga su trabajo el motor, el chorro se acristala un poco, se hace idealmente transparente, hasta que llega un nuevo vómito de hierro o de arena. Deben de haber taladrado, más arriba, demasiados pozos nuevos.

–No, si yo no me preocupo –le había dicho al taxista–. Aunque, sí, sí me preocupo, porque lo que le quería decir era que no quedaba nadie que pudiera echar una mano, y menos por unos reales. La gente ahora es distinta, y es natural. Antes, aquí no se oía nada, fuera de los pájaros al atardecer o el viento o las campanas a sus horas. A poco que nos callemos –estábamos sentados en los escalones del porche, frente a la luz azul que envolvía los árboles y los setos recién regados–, enseguida escucharemos gritos de niños; por ahí debe de haber piscinas de agua clorificada, aparatos musicales. Algo ha pasado en todo este tiempo. Un mundo se ha terminado, ha muerto, y no resucitará jamás.

–Hombre, no diga usted eso. Si lo oyen las monjas… Usted rece, pero trabaje. Usted rece, pero sepa que la tierra también reza; es como si estuviera ahí, esperando. ¿O no lo sabe usted? Seguro que lo sabe. Recuérdelo…

–No veo yo que todo esto pueda ser segado con tanta rapidez como ha crecido.

–Tiempo al tiempo. ¿No ve usted mismo que no está todo como el primer día, que estaba usted tan abrumado? Ande, que se hace tarde. Yo tengo que ir a casa a preparar el viaje. ¿Sabe? Nos vamos mi madre y yo a Tierra Santa. Estaremos diez días. Así que, si vuelve usted estos días, no me encontrará.

Cerré la cancela de la entrada y subimos al coche.

–Ya tengo ganas yo de ver todo aquello –se lo veía ilusionado–, la cueva de la Natividad, el monte de los Olivos… ¿Sabe cómo salió lo del viaje?

–No tengo ni idea. ¿Cosa de las monjas?

–No, esta vez no. Tuve que ir un día a Pamplona, a llevar a las monjitas, eso sí.

Con un rato libre, Pacohabía decidido aquel día dar un paseo. Buscó Las Pocholas para comer. Pero, en fin, se iba dando cuenta de lo que había cambiado todo desde la última vez que pasó por allí. En una calleja de las que dan a la plaza del Castillo, medio sin querer medio queriendo, le dio una patada a algo. Sonó a latón. Luego vio, unos pasos adelante, la cosa a la que le había dado la patada: era un objeto como de metal y de madera a la vez, bastante mugriento. Un crucifijo. Un crucifijo viejo, roto, con el Crucificado de latón, o de plomo o estaño, ya casi desprendido de la cruz. El madero estaba astillado y muy sucio, partido en dos. No valía nada, pero le dio apuro abandonarlo así. De modo que lo cogió y se lo llevó. Cuando llegó de vuelta a casa, se lo enseñó a su madre.

–Mi madre se lo llevó al pecho y lo arropó con las manos; sólo me dijo: «Ahora, sí». Yo no sabía a qué se refería –continuaba el taxista–, pero muchas veces nos llamaban para ver si nos apuntábamos a los viajes de la parroquia. Siempre habíamos dicho que no. No sé, a mi madre cuesta sacarla de casa. Pero hacía unos días que le había hablado de otro viaje organizado por el arciprestazgo de Salas, del que supe al parar un día en Hontoria del Pinar. «Ahora sí –dijo mi madre–, ahora es cuando tenemos que ir a ver todo aquello», y apretaba el crucifijo contra su pecho.

Fue pasando el tiempo. Paco volvió de su viaje. Una tarde, al detener el coche, sacó un paquete. Eran las fotos del viaje. Su madre había sido feliz, se la veía flotar en el mar Muerto como quien flota, con su traje de baño rosa, en medio de una mullida nube de la gloria celeste. Él, menos; había vuelto con la cierta pesadumbre de que «todo estaba capa sobre capa y, después de tanto tiempo y tanta gente, basílica sobre basílica y sinagoga sobre sinagoga y mezquita sobre mezquita, que vaya usted a saber…».

–Aun así, merece la pena –decía, mientras yo iba pasando las trescientas o cuatrocientas fotos de su viaje–. En lo que mi madre y yo pensábamos no era en aquella Jerusalén ni en aquel monte, sino en otro que pudiera haber en algún sitio que no se ve, algún día. Porque, mire lo que le digo, en todas las jerusalenes de este mundo, todo acabará como allí, capa sobre capa, roto y confundido en un amasijo de piedras sobre el que pasa el viento silbando. Y todos los montes de este mundo acabarán nivelados con los valles, rasos como las llanuras. Lo dice mi madre.

3FOGATAS DE OTOÑO

Llegó el otoño. Las tardes de noviembre, la calma azul con bordes de oro. El sol lanza rayos rasantes por entre las ramas de los fresnos desde el otro lado de la carretera. Va a su dormidero y deja sobre las hojas de roble unas gotas de luz esmeralda. Ya hacía un rato que se oían, muy lejanas, las esquilas. Su sonido va haciéndose, muy poco a poco, nítido y cercano. Martín es el pastor.

–Ya me enteré. Pero era tarde. Aunque, vamos, que, si le hace falta algo, lo que sea…

–Gracias, Martín; seguro que tengo que echar mano de usted algún día… –le dije a sabiendas de su cumplido–. Hombre, la pena es no haberlo visto antes, porque ¡vaya año!, no había manera de hacerse con esto…

–Ya me figuro. Da mucha hierba. Pero la cosa es que este año no ha hecho falta para las ovejas; ha habido mucha, y buena, por todos lados.

–Siempre pasa eso; o de falta o de sobra, nunca lo necesario. Y todavía hay quien dice que la naturaleza tiene un orden y un concierto, y que se comporta económicamente, sin derrochar energías. ¡Qué cosas se dicen!, ¿no cree usted? Esta vez ha sido el acabose.

–Mucho verde, es cierto.

–Lo que podría hacer, si me quiere echar una mano, es meter de vez en cuando las ovejas, que algo limpiarán, con un poco de cuidado, ya sabe, para que no entren a los arbolitos de la casa, al boj, a los rosales… Que se lo comen todo.

–Eso es más difícil –Martín ponía sus peros–. El animal no distingue entre esto y aquello. Además, no sé qué tendrá este corro, pero es como si no les acabara de hacer gracia esa hierba; no sé lo que será.

Cuando el sol se va, si la tarde es de calma, se queda a un palmo de la tierra, flotando, un vapor blanquecino, un río de algodón en andas del aire gris. Las primeras hojas caídas del roble, si ha habido viento, se empiezan a amontonar en un rincón; en unos días, la primera alfombra parda está asegurada. Las esquilas se oyen, pero no se ven, aunque estén muy cerca.

–¡Adiós, Martín! –grito hacia el campo desde el taxi algunas veces al marchar, la masa boscosa del campo, sin ver dónde está el pastor exactamente.

–¡Eeehhh!… ¡Ioohhh! –se oye desde dentro de la espesura. La voz apagada de los pastores, que gritan sin gritar. De la tiniebla del monte sube un vaho turbio, por debajo de la línea de rayos rotos del sol que se va.

Las ovejas de Martín nada tienen que ver con las merinas que, durante siglos, atravesaban por las cañadas la piel del país, desde las Tierras Altas hasta los prados mollares de Andalucía y de Extremadura. Puede que en toda esta provincia se guardaran, todavía por los años cuarenta del siglo veinte, cerca de un millón de cabezas, juntando las crías. La Cañada Soriana, que iba desde el monte Real, entre Munilla y Yanguas, al valle de la Alcudia, hacía su descansadero en el campo del ferial, ya en la ciudad, luego de haber abrevado en el Duero. Un humo de hombres y animales se encanalaba entre las paredes y los silbidos rebotaban, en abril y en octubre, sobre las cristaleras de los miradores. Pasaban la mucha lana y los mastines. Al cabo pasaban unas yeguas anchas, su color encendido, la impedimenta a los lomos cerrando el río del rebaño. Salían a coger el puente del Golmayo, un riachuelo. Y por la Fuente de la Teja irían a encarar el Alto del Viso, camino de Almazán, ya hacia el sur. Algunos ramales de la otra cañada, la Soriana Occidental, no pasaban lejos de estas Cobatillas bordeando el monte, luego de trazar su ruta desde la sierra de los Cameros hasta el llano de Vilviestre, que es de tanto ciervo ahora.

Quemar hojarasca y ramas en otoño y en invierno puede ser un placer. Un placer para la vista, el humo espeso quizá se levante en una columna casi blanca y atraviese la línea del sol que declina. También puede hacer feliz al olfato; el olor de la materia hecha ascua en el monte alimenta, no sé si el alma. Dice del regreso a un sitio en el que estuvimos alguna vez, que hemos abandonado. La historia toda –el humo parece decirlo– es la ruta que nos aleja de una verdad. El humo blanco de la materia húmeda nos llama a volver.

Ante la melena de humo también sabemos que quemar tiene una técnica, de mayor observancia, incluso, en un monte como éste, que ha crecido en fragosidad con la furia y el empuje de la primavera. Para quemar es necesaria la provisión de unas escobas de retama y unas ramas verdes de pino. La orla dorada del fuego se apaga a golpes. A nuestro lado ha de haber alguna reserva de agua, para un caso de necesidad. Los montones no deben ser muy grandes ni deben estar demasiado cercanos entre sí. Ni hacer hilo, en fin, con el avance del viento.

Quemar, en una tarde de otoño en calma, si los montoncillos no llevan mucho trapo, es un placer dulce que también puede engatusar el oído; el chisporroteo de las bellotas, el estallido de los gallarones que se expanden deshechos con la explosión de su polvillo de canela. Silban los tallos de las espadañas, soplan agonizantes los hongos secos.

Quemar es también una tarea piadosa. Es algo que, en el campo, se ha hecho siempre, por muchas razones. La conveniencia de esta tarea, antes de la siembra y en campo de rastrojos, la sugiere Virgilio en un pasaje del primer libro de las Geórgicas. Las cintas de llamas que, al anochecer, iban avanzando y ensanchándose por los rastrojos daban a la mirada su fiesta de brillos anaranjados en la oscuridad, un lujo esplendoroso. También en los montes se quemaba para limpiar. Los montes están sucios, llenos de maleza; los plantones de las especies endémicas han crecido hasta formar bosquecillos impenetrables: los zarzales. Toda esta materia se apelmaza formando un polvorín que terminará por estallar al roce de una chispa.

¿A quién importa todo esto? Es lo desatendido, lo que no interesa al argumento de ninguna narración, de ninguna trama, porque no la hace avanzar. Atiendo a su vida precaria y frágil, a su puro, eventual modo de existir.

Los árboles de la misma especie forman hoy grandes extensiones, sin intruso de otras; esto da alas al fuego, que corre por la altura homogénea de las copas como los atletas que en carrera de relevos se entregan el testigo. ¿Alguien ha visto un pinar que, en su día, fuera plantado sobre un antiguo territorio de roble? Los plantones de roble, décadas después, siguen saliendo por sus reales y reclamando el suelo que fue de los suyos. Periódicamente, las máquinas poderosas deben defender la estancia pacífica del inquilino actual, acallando el griterío de los piececillos de vieja especie que se han quedado sin sitio en su antigua herencia expropiada.

Los montes están sucios, también, porque la leña y el frío hace mucho que perdieron su antigua relación. En estos alrededores del monte Valonsadero, como en todas estas comarcas, la leña era preciada; podía costar más la leña que el comer. La dureza de los inviernos, sus «nieves, ayres y bentiscas», sólo se combatía con un arrimador bien grueso, hecho ascua bajo los eslabones del llar. De allí colgaban los calderos hirvientes. Los tiempos cantaban sus charadas. La provisión de leña no fue siempre sencilla, ni era cosa que el campo regalara como el árbol del pan. El ilustrado Loperráez se dolía, ya en tiempos de Campomanes, del gran frío que debían soportar algunas partes de esta tierra, pero echaba las culpas a la propia desidia de sus habitantes, incapaces de conservar las manchas de verdor. Cuando el invierno y las nieves no dejaban a las caravanas atravesar los puertos, los carreteros entresacaban las leñas para el comercio, o echaban el tiempo, al calor de la lumbre, a componer las artesas y las gamellas.

En esta parte de Valonsadero, la esquilma debió de comenzar bien pronto. El fuero de estas tierras tuvo capítulo para el aprovechamiento de los montes y disposiciones para su vigilancia. Al fin del siglo XVI hubo ya veda total en estas dehesas. Pasados los mediados del siglo siguiente, se dijo al Común de los Vecinos (o sea, el Ayuntamiento) y a la Aristocracia de los Linajes que se dejaran de peleas y vigilaran con policía –los guardas o montaneros a caballo– la corta y la tala, que ya para entonces eran de alarmar. Pero estos montaneros, un siglo después, se ve que dejaron de hacer su trabajo «siempre que se les contribuie con algún dinero, a más que frequentemente recogen en los pueblos garbanzos, lana, y todo lo que piden y quieren en una palabra…». A mitad del siglo XIX, el Común de los Vecinos reclamó a los señores la propiedad completa de Valonsadero, y las infracciones empezaron (hasta en su mínima expresión: la saca del monte de una brazada de ramas) a ser castigadas con dureza.

El rompiente de la aurora, cruda, muy gris, ve pasar de vuelta a la aldea las siluetas negras de unas caballerías cargadas y las de un hombre y un chaval. Un filo de cuchillo rojo abre el cielo por la cresta de la sierra. En el aire quedan suspendidas las nubecillas del aliento jadeante que hombres y bestias dejan al pasar. Vienen todos sucios, el barro hasta las rodillas y los ijares. Los mulos traen, por encima de las pezuñas, heridas que sangran. Ni al hombre ni al chaval se les ve la cara, en parte porque la ocultan, en parte porque la llevan tiznada para que en el negro hondón de la noche se haga invisible. Son los matuteros; vuelven del monte con carga de troncos enteros y gordísimas ramas arrancadas. Será al alba de un día, qué sé yo, de enero de mil novecientos y poco.

Los montes están sucios, ésa es la raíz de la combustibilidad. Después de haber quemado una tierra con el control debido, el pasto crece verde, fino, fuerte. Ver salir la hierba nueva en una primavera soleada, a la mitad de abril, es una gloria. Siempre hubo sustos, siempre hay que tener cuidado. Pasado marzo no se debe quemar; los robles no dejan de espesar los nudos de su alfombra hasta bien pasada esa fecha. Nunca el fuego debe llegar a las cercas. Nunca se debe prender la llama sin haberle cerrado la salida despejando antes el terreno en la dirección del viento (en realidad, hay que quemar a contraviento). Nunca ha sido quemado, por ejemplo, el cabezo del tomillar nuestro, demasiado crujiente, ni los corros de jaras, su pegajosidad inflamable.

Dejar una mano de monte quemada, debajo de unos robles grandes, convenientemente clareados y desmochados, al atardecer, con el último sol rasante haciendo sombras largas, ya es llevar un algo hecho a casa.

Nos vamos sin darnos cuenta hacia los días, podríamos decir, del Jano bifronte. Está cerca el hondón oscuro, el codo que forman la Navidad y el fin del año. Por eso, Jano –enero– ha de tener sus dos caras, o sus dos puertas: una que se abre y otra que se cierra para siempre jamás. A veces era figurado con llave en la mano para abrir o cerrar esas puertas. Otras veces se le presentó sentado a mesa y mantel, cerca del fuego, esperando que llegaran a su vera, en casa caliente, las fuentes y las ollas. Así debió de ser el invierno antiguo de los campos, su mitad de vejez decrépita y su otra mitad de joven esperanza. En el final de todo y ante el principio de todo lo plantó Julio César cuando hizo su reforma del tiempo. La cellisca sopla afuera, arranca la ropa de los rebollos del camino y la dehesa. El cielo es una losa de piedra gris, oscura, con hilos de sangre que, al atardecer, le enrojecen el vientre, como venillas cruzadas. Las horas se mueren lánguidas, cada vez más breves. En el cruce de las horas y los días, estaba él, el enero, su juego de llaves que abrían y cerraban las puertas, su espalda caldeada por las ascuas, las chispas de un sol de juguete.

4 LA RONDA DEL AÑO. LOS ANIMALES

«¿Y quién te va a revivir a ti, que no eres como las horas ni como las hojas? Las horas volverán, las hojas volverán; pero tú, que no eres como ellas, tú no vas a volver.» Rara es la tarde que no me digo estas cosas, casi sin darme cuenta, puesto en el punto donde hay clavada en la tierra una piedra pequeña y picuda, mojón viejo de linde, que tiene en su lomo, a navaja, labrada una cruz.

Le he tomado a esta piedra algo de cariño. Puesto junto a ella, hincada como está en un punto alzado de este terreno en declive, miro al cielo y el tiempo se va solo, acunado en una vaguedad que abre la cabeza y el corazón a dimensiones anchas, de ámbitos infinitos. Hacia adelante, la arboleda desnuda del invierno ha dejado sitio para que la mirada pase sin obstáculos, salvo el de una fina gasa grisácea. Y allá, allá adelante, los ojos entregan su oración por donde levanta su frente calcárea, azulada y neblinosa el Pico Frentes, el más peculiar y curioso peñón de estos contornos.

–¿Todavía tiene usted fuegos vivos? Ya se ha ido el sol. Me había dicho a las cinco y media, ¿no? –Paco ha llegado. Era uno de esos ratos que se me van, junto a la piedra.

–¿A usted no le parece que esa sierra, la del Pico Frentes, es como si nos estuviera enseñando la tontería que es todo?

–¿Por qué lo dice? ¿Qué es tontería? A usted, últimamente, veo que todo le parece una tontería.

–No, hombre, todo no… Pero muchas cosas, sí. Para que ese cerro sea el que es… Fíjese, ¿no ve usted que está hecho como de capas, igual que las tartas, capas de tiempos y rocas distintos, de distinta composición…?

–Sí, bueno, ya sé cómo es –Paco me cortó, algo impaciente–; pero ver, casi no veo nada; es muy tarde, deberíamos marcharnos, se ha levantado frío…

–Sólo echar un cubo a aquel rescoldo…

–¡Déjelo ya, hombre! Con el relente que viene para esta noche, no va a hacer falta agua; eso ya no revive. Esta noche hiela, eso seguro… ¿Pero qué me decía de tontería o no tontería?

–No, que quiero decirle que, si usted se para a pensarlo, ¿cuántas capas de años y tierras, y miles y millones de años y tierras y aguas y fuegos, y miles de miles de miles, hacen falta…?

–Falta, ¿para qué…?

–Pues eso es precisamente lo que le digo: ¿para qué?, ¿para qué todo este ir y volver de todo, nacer y morir, tan bien organizado en su rueda, y nunca nada nuevo?

–Ya casi estamos en Navidad. No debería usted decir eso ahora, justo ahora.

Las tardes no duran nada. Las heladas ya van siendo secas, duras hasta romper por dentro las tejas, haciéndolas estallar después de infiltrar sus estrellas de diamante afilado en los poros de la arcilla. Casi todas las tardes encuentro un trozo, o varios, de teja cascada, después de que el cuchillo de la noche la haya hecho saltar en astillas de barro. El invierno destruye (y el verano también). Las tejas se rompen, se decapan. La humedad de la escarcha se filtra por los muros, deja huellas negras, hongos en nebulosa. Las ramas caen, viejas, podridas, yertas, y hacen al caer un ruido sordo y opaco sobre la tierra. Una volada de cierzo se ha llevado el copete de la chimenea. Otra ha tirado, con ayuda de los corzos que bajan por la noche, unos metros de la media tapia de piedra. Un ventano de madera se ha caído. El canalón gime. El pino, delante de la casa, va a haber que tirarlo, porque no es poca desgracia la que puede traer un día si lo tumba un vendaval, de inclinado que está sobre la casa. Está cogido con cadenas al roble grande. Las cadenas chirrían. El tronco cruje. Todo se va rompiendo por dentro, hace un ruido de agonía que duele a quien lo escucha al pasar.

En este tiempo están en su sazón las bolas del muérdago colgadas de los chopos de la Cuerda Larga, a la entrada de Valonsadero. Unas lamparillas de perlas tintineantes en las cruces de las ramas. Si el día es de niebla, parecerán bombillas encendidas de poco voltaje, quizá parecidas a las de un árbol de Navidad en un escaparate de barrio.

En el campo hay letargo. La caída de las hojas continúa paciente. El campo hace lo suyo con un ritmo que no se acompasa sino a sí mismo. No tiene pauta de imitación de nada, ninguna semejanza con otra cosa, ningún modelo. Y todavía hará más frío después de Navidad. Luego vendrán días de sol. Entonces los carámbanos se derriten. Los charcos ganan un aspecto de cristal roto y gastado por los bordes. Los árboles sueltan unos lagrimones como si lloraran de pena. Las cunetas guardarán lo que queda de nieve por unos días, a veces por muchos días. Aquí la gente dirá: «Está regalando». Que la nieve se regale es algo que sólo ocurre por estos contornos. La nieve, aquí, «se regala». Al oírlo hay que entender que, con el mero roce de un poco de luz, la nieve se entrega: se da. O sea, que se deslíe y va a su morir, como resignada, hecha agua.

Pero también pueden caer buenas mantas de nieve a mitad de marzo. Y en pleno abril. En el pueblo parece que celebran, a finales de enero, las luminarias de san Antón. La nieve se regala y san Antonio Abad, san Antonio de Egipto, luchador contra el ejército de diablos, con su cerdo, su libro y su bastón, bendice los ganados. A dentelladas y patadones se echaron sobre él los destacamentos del Príncipe del Mundo y a punto estuvo de dar el último vómito sobre las guijas blancas del zaguán de la cueva. Pero todos los cuernos y zarpas fueron vencidos. «La Virgen Nieve y san Antonio de las Bestias supieron escuchar, todo lo fían de una promesa», pensaba yo junto a la piedra.

Al fin del invierno, cuando la nieve se agarra a la sierra de Cebollera, hay animales que bajan al llano buscando algo de comer. Los animales pasan hambre. En Valonsadero hubo muchos conejos. Liebres. Los conejos se cazaron a miles; eran cargados a sacos en caballerías y llevados muy lejos para venta de carne. Se veían enristrados en tendidos colgantes. A un señor de Bilbao se le ocurrió cazarlos para venderlos con mente industrial, según me contó gente que conoció bien el monte. Hay una cuerda o vereda que ha quedado como la de los Conejos, justamente. Había también, en la fraga más espesa, zorros, y dicen que gatos monteses. Topos, topillos ciegos, sus ciudades infraterrenas, sus pasadizos falsos, sus cámaras secretas. Y hay erizos. Y claro que hubo lobos. Lobos que, muertos, se pagaron caros (a mil maravedíes), y otros a los que, mucho después, hubo que dar batidas. Hace ya no sé cuánto que se habló de los perros cimarrones y parece que los hubo también, laderas del monte abajo, entrando a la ciudad. Se presentaban en bandadas, como tornados; metieron el diente en el blando de unos cuantos centenares de ovejas. Hay muchos venados de los nuevos de repuebla, y corzos, por decir de los animales de pelo. Y de los de pluma, ¿quién podrá olvidar, después de haberlas oído, las familias de jilgueros en las altas choperas, frente a la Casa del Guarda? Los jilgueros de julio, altas las copas de los chopos, gris el humo de la chimenea contra el cielo azul, cantarina la corriente del agua, ¿quién podría olvidarlos?

Cuento la historia sin historia, sin dirección, su paz en la guerra. Lo que no importa. La guerra de los argumentos transcurre lejos. Aquella tarde del fin del invierno, iba yo pendiente arriba, no sé ya a qué. Había manchones de nieve, todavía, en las umbrías. A medio camino, oí unos ruidos. Que pasaban por la finca y siempre se habían visto sus hozadas, profundas y ansiosas, en las tierras más empastadas del robledal, ya lo sabía. Sus camas de barrizal cavadas en el revuelco. Pero ahora lo tenía ahí delante mirándome fijo, el puerco bravío, sus ojos negros como pozos sin agua. El animal, clavado, miraba; el hombre –que era yo– miraba clavado al animal. No era ni viejo ni joven, ni jabato ni navajero de los que afilan sus colmillos en las piedras amoladeras. Yo no era nadie ante un jabalí. Y eso viene a ser lo que aterra y lo que conmueve en toda mirada animal, capaz de muchas cosas, pero sobre todo incapaz de ver a alguien, de ver que delante de ella hay alguien, tal y como les pasa, sin ir más lejos, a no pocos hombres. Esto lo pensaba, días después, junto a la piedra.