Los niños furiosos - Angela Bascuñan Rodríguez - E-Book

Los niños furiosos E-Book

Angela Bascuñan Rodríguez

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Beschreibung

Los niños furiosos es una colección de relatos que indaga en un conjunto de infancias malheridas por la desafección, la negligencia y el abandono. Ángela Bascuñán Rodríguez recrea con pulso seguro una sociedad compuesta de familias en crisis, incapaces de contener y formar a los pequeños individuos que están a su cargo. Niños y jóvenes, protagonistas de estos cuentos, perciben un mundo desbordado, donde los mayores no son capaces de dirigir sus propias vidas u ocultar el fracaso inexorable al que los ha conducido la existencia. De ahí que tomen prematuramente el destino en sus manos, rebelándose con furia contra todos los códigos y mandamientos.

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Los niños furiososAutora: Ángela Bascuñán Rodríguez Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Ilustración de la portada: Paula Subercaseaux Diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: noviembre, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-4367 ISBN: Nº 978-956-338-604-2 eISBN: Nº 978-956-338-605-9

A mi papá. El primero en leer mis historias.

CENIZAS

1

Mi mamá grita con voz grave, ronca. Una voz desconocida, que nunca antes le había escuchado. Estoy paralizada frente al espejo del baño. El cuerpo me pesa, los pies están anclados al piso y mi imagen comienza a nublarse. Escucho golpes a la puerta y me escondo en cuclillas bajo el lavatorio. Es la Mela que me está llamando. Forcejea, pero está con pestillo. La Mela grita mi nombre, me implora que salga del baño, pero yo no me muevo, ni siquiera respondo. Todo es culpa mía, pienso. Debí contarle a mi mamá el plan de Javier, debí contarle sobre los petardos que guardaba en su velador. La Mela carraspea, tose. “Guaripola”, me dice, como siempre me llama cuando estamos solas, “¿acaso te querís morir?”. Entonces gateo hasta la puerta, la abro de un golpe y me lanzo a sus brazos. Trepo por su cuerpo curcuncho y me escondo en su pelo grueso como crin de caballo. La Mela me envuelve rápidamente con una manta, pero alcanzo a ver, entre la lana apelmazada, el pasillo cubierto de humo. Me sofoco, se me seca la boca, me arde la garganta.

La Mela comienza a buscar la salida conmigo en los brazos. Deambula como si estuviera en medio de un laberinto. No sabe a dónde ir, no sabe por dónde salir. Tose con su aliento seco y pegajoso sobre mi cara. Intento respirar, pero no puedo. Ya no hay aire.

Entonces, aparece el fuego.

Desde el living nos sorprenden unas llamas ávidas, desesperadas, como si hubiesen sido recién liberadas. Se está quemando el trabajo de mi papá, sus planos y sus maquetas. La Mela cambia de dirección, pero el fuego ya nos vio y comienza a seguirnos. Los dormitorios también se queman. Alcanzo a ver el interior de mi pieza. Las cortinas ardiendo caen sobre la cama, se queman mis muñecas. Las llamas avanzan hacia nosotras, nos cierran el paso, ya no tenemos salida. La Mela se detiene y toma una decisión. Me aprieta con fuerza, pega su boca a mi frente y cruza el pasillo en llamas lo más rápido que puede para intentar salir por la puerta de la cocina.

La carrera, que quizás dura menos de un segundo, a mí se me hace eterna. Las llamas se transforman y adquieren diferentes figuras. Una lengua de fuego de pronto se convierte en el rostro de una vieja que llora. Escondo la cabeza bajo la frazada y entierro las uñas en el cuello de la Mela. Ella alcanza la puerta de la cocina, la abre de una patada y sale conmigo sana y salva al jardín. Me suelta en el pasto y cae de rodillas. No siente el fuego que trae en las piernas, solo tose, escupe y vuelve a toser, hasta que estalla en un llanto histérico e irritante. No la miro, ni siquiera la escucho. Estoy atenta a los gritos de mi mamá que desde el interior de la casa, desde el corazón de las llamas, continúa llamando a Javier.

De pie en el pasto, con el pelo chamuscado y la camisa de dormir sucia por el hollín, veo que la casa arde y parte del techo se desploma. Mientras imagino cómo las llamas persiguen a mi mamá, me doy cuenta con horror de que estoy sin calzones.

2

La Mela me está preparando para la Primera Comunión. No he comido nada, apenas pude terminar la leche con plátano que me sirvió esta mañana. Trata de peinar mi pelo mochado con un pinche, un cintillo, pero nada sirve, nada funciona. “Y tan lindo que lo tenías”, suspira. Antes del incendio ella tampoco tenía que usar vendas en las piernas. Va por el vestido blanco y aprovecho para escabullirme a la pieza de mi mamá. No me dejan ir a verla muy seguido. Tiene que descansar, dicen. A medida que me acerco un murmullo se me hace familiar. Reconozco las voces, la conversación, y por un momento, un breve momento, siento que todo ha vuelto a ser como antes. Me apoyo en el marco de la puerta y me asomo para ver lo que está ocurriendo.

La acompañan dos amigas.

La tía Anita es morena, delgada, y desde que mi mamá está enferma, dispone el almuerzo, elije la ropa que debo ponerme y me revisa las orejas y las uñas todas las semanas. Cuando da una orden se le endurece el cuello y las palabras salen como torpedos de su boca. La otra amiga es la tía Lucy. Baja, con cuerpo de barril y el pelo en la cara, siempre está fumando. A veces veo cómo se consume lentamente el cigarrillo que tiene en la mano y la ceniza cae sobre la alfombra, la mesa de la cocina o incluso sobre la colcha blanca recién almidonada de la cama de mi mamá. A la tía Lucy no le importa, no se da cuenta de la cochinada que va dejando a su paso.

Ambas llegaron temprano para ayudar a mi mamá el día de mi Primera Comunión.

La tía Anita limpia los hombros de una chaqueta, se chupa los dedos y con la uña rasguña la tela hasta sacarle una pequeña mancha. Se la quiere prestar a mi mamá, le quedará bien, dice, parece ser de su talla. La tía Lucy ordena el resto de la tenida sobre la cama. De pronto se abre la puerta del baño y aparece mi mamá envuelta en una bata ligera y con un pañuelo en la cabeza. Las amigas se acercan para ayudarla y la llevan del brazo hasta la cama. No alcanzo a verla bien. Dice que le duele, que no quiere, que no puede. “Piensa en tu hija”, dice la tía Anita. “¿Y si vas un ratito?”, propone la tía Lucy. Le ofrecen un remedio, pero ella no lo quiere tomar. No, no, no. No quiere nada.

Debe ser muy difícil para ella acompañarme. ¿Pero qué mamá no quiere ver a su hija vestida de blanco, con un velo y un ramito de flores arrodillada frente al altar? Voy a recibir el Cuerpo de Cristo por primera vez y estoy segura de que ella estará emocionada, orgullosa de mí. Tal vez ocurra un milagro. Si rezo con mucha fe y ruego a Dios con todas mis fuerzas, Él puede hacer que suceda.

Mi mamá suspira, supongo que las amigas la convencen y la ayudan a ponerse de pie para comenzar a vestirse. Deja caer la bata al piso. Me quedo con la vista fija en la mancha de pelos de su entrepierna. Nunca antes la había visto desnuda. Veo su cuerpo delgado, los botones que cuelgan de sus pechos, y cuando levanto la vista me enfrento a su rostro. El rostro de mi mamá sin parches, sin vendas, sin máscara. Ahogo mi propio grito de espanto, corro al baño y vomito la leche con plátano.

3

Hemos ensayado cada paso, cada movimiento de la ceremonia. Estoy arrodillada junto a mis compañeras, en la primera fila, con las palmas de las manos juntas. Debería mantener la vista fija en el altar, como nos dijeron, pero me doy vuelta de vez en cuando para ver lo que está pasando a mis espaldas.

Mi mamá llega unos minutos tarde. Tras nuestra entrada, después de la primera canción. Lleva puesta la tenida negra que le prestaron. Todavía usa el luto. La tía Anita la conduce paso a paso hasta donde la espera mi papá en el banco de la tercera fila, el banco que está reservado para mi familia. La idea de pasar inadvertida no funciona. La máscara compresora que le cubre la cara, la nuca semicalva y las manos vendadas llaman la atención de todos los presentes. Algunos la miran directamente, otros solo de reojo, con disimulada naturalidad, pero yo sé lo que hay detrás de esa máscara. Trato de no pensar en eso, pero cierro los ojos y vuelvo a ver las costras negras, el injerto rugoso sobre el tabique de la nariz, el colgajo de piel que le cubre la frente, las encías sobre los molares sin labio, el ojo derecho sin párpado.

Mientras el padre Moncho nos habla sobre el corazón puro, el corazón de niño que debemos tener para recibir a Cristo, yo me vuelvo y veo que ella está inquieta, comienza a negar con la cabeza. Mi papá le habla en voz baja, trata de tranquilizarla, pero ella continúa. “No”, dice, “no, no, no”. Él carraspea incómodo y mira a sus amigas reclamando ayuda. Mi papá le deja el lugar a la tía Anita que la abraza con fuerza para aquietarla, pero mi mamá se suelta. “¡Déjame en paz!”, grita y la ceremonia se interrumpe. Luego maldice a Dios, al cura y a todos los que la están mirando.

Mi papá va por el auto, la tía Lucy llora sin saber qué hacer y la tía Anita endurece el cuello para dar instrucciones. Toma del brazo a mi mamá y les pide a algunos de los presentes que la ayuden a sacarla de la iglesia. Yo dejo mi puesto y salgo tras ellas. Mi papá se estaciona en la puerta de la iglesia. La tía Anita logra subir a mi mamá en el asiento trasero y le ordena a la tía Lucy que vaya con ella. Parten rumbo al hospital, seguramente para internarla de nuevo.

Todos comentan sobre el escándalo, pero yo prefiero no escucharlos. Me envuelvo en el silencio, en un profundo y amargo silencio.

La tía Anita arregla mi vestido. “No te preocupes”, dice, “tu mamá va a estar bien”. Y me devuelve a la primera fila para que me arrodille en mi puesto. Se reanuda la misa, miro hacia atrás y advierto que la tercera fila está vacía.

Después de comulgar, mientras rezo con las manos juntas tratando de disolver la hostia en la boca, sin mascarla ni morderla, como nos han enseñado, no puedo dejar de pensar: habría sido mejor que se muriera.

4

Es mi primer día de clases en el colegio Santa María. Me pierdo entre las salas, las oficinas y las miles de alumnas que lo habitan. Todas iguales, con el mismo uniforme, corbata, delantal. Parecen hablar otro idioma, un código propio totalmente desconocido para una recién llegada. Sabía que no iba a ser fácil. La Mela me lo había advertido días atrás mientras me estaba probando el nuevo uniforme. “¿Y que vai a hacer vos en un colegio para señoritas si no sabís ni limpiarte los mocos sola?”. Pensé que lo decía por despecho, porque yo ya no quería ver televisión en su pieza, no dejaba que me peinara como antes, no me gustaba que me llamara “Guaripola”.

La profesora me presenta como “la alumna nueva” y me pide que pase adelante para hablar un poco sobre mí. Son treinta niñas, todas mirándome fijamente. Digo que soy hija única, que vivo con mi papá que se llama Francisco y es arquitecto. No menciono a mi madre enferma, mucho menos a mi hermano muerto. Si había insistido tanto en cambiarme de colegio fue precisamente para sacármelos de encima.

Durante el recreo deambulo por el patio, no sé qué hacer, a dónde ir. Quiero que pase rápido el tiempo y suene la campana para volver a la sala de clases y sentarme en mi puesto. De pronto se me acerca un grupo de niñas, tres compañeras, y me preguntan por qué llevo el pelo corto. ¿Acaso me creo hombre o es que estoy llena de piojos? No dejo que la voz temblorosa me delate y me mantengo firme, aunque me suden las manos. “Así es como se lleva en Europa”, digo, y me peino la chasquilla hacia un lado de forma coqueta. Me miran con cierta desconfianza, algo sorprendidas, sin embargo alcanzo a ver una sonrisa prometedora en la cara de la Chol. “Es verdad”, dice, “todas las modelos tienen el pelo corto”. La Chol es la más atrevida, la más valiente del grupo, y de inmediato me invitan a juntarme con ellas. Me hablan del colegio, de las profesoras y de mis nuevas compañeras. “La Pachi es acusete, la Mariella llorona y la Gloria tiene un tufo asqueroso”. Memorizo cada detalle para demostrarles que estoy a la altura.

En la tarde llego corriendo a la casa, entro al baño de mi papá y me echo su desodorante; me arden las axilas. “La Dani tiene olor a ala”, me habían dicho en el recreo, y yo no puedo ser igual a la Dani. No puedo fallarles a mis nuevas amigas.

La Chol, la Pía y la Feña están en el colegio desde prekínder. Las profesoras, el portero, la señora Julia del aseo, la señora Tita del kiosco, todos, absolutamente todos en el Santa María las conocen, y al estar junto a ellas comienzo a cobrar vida yo también.

Todas las tardes me voy donde alguna de mis amigas después del colegio. Alojo en sus casas los fines de semana, voy con ellas a la playa, a patinar, al cine, a Fantasilandia. Escuchamos música fuerte e imaginamos que tenemos un grupo de rock. Nos llamamos Las Mitimiti, porque en el grupo somos dos morenas y dos rubias. Nos gustan las películas de terror, hacer pitanzas y espiar a los vecinos. Hablamos en jerigonza hasta llorar de la risa. Pero los domingos en la tarde, cuando comienza a oscurecer, a mí se me hace un nudo en el estómago. Después de haber pasado el fin de semana con mis amigas no quiero volver a mi casa. No quiero ver las sábanas de mi mamá remojando en un balde con cloro, las cortinas descocidas, las luces del pasillo apagadas.

Al llegar no saludo a nadie, me voy directo a la pieza y me meto a la cama.

Cuando estoy con mis amigas no siento este dolor en el pecho.

No existen los muertos ni los enfermos.

Mi hermano no debió mostrarme los petardos que se había conseguido con el Tano, no debió amenazarme que si le contaba a alguien me cortaría el pescuezo. Cierro los ojos, quiero dormir, pero comienzo a llorar. Si yo le hubiese contado a mi mamá todo sería diferente. Esos petardos no habrían explotado en el velador de Javier, él no se habría tenido que esconder en el clóset y mi mamá no se habría quemado por tratar de salvarlo.

Me dijeron que mi hermano había muerto ahogado por el humo, pero las marcas que el fuego dejó en mi mamá me hacen pensar otra cosa. Si las llamas pudieron deformarla, también pudieron fundir y retorcer el cuerpo de Javier dentro de ese clóset.

No me llevaron a su entierro. Nunca pude despedirme de él.

5

La Chol hace una fiesta en su casa. Es mi primera fiesta.

Están invitadas todas mis amigas, mis compañeras, los primos de la Chol y los amigos de los primos de la Chol. A mí me gusta el Pollo, y dicen que yo también le gusto a él, a lo mejor esta noche me pide pololeo. Nos estamos arreglando para la fiesta cuando suena el timbre. “¡Ya llegaron!”, grita la Chol y todas bajamos corriendo la escalera.

La fiesta es afuera, en la terraza. Todo está muy lindo, hay luces de colores, un equipo de música y una mesa con papas fritas y bebidas. La Chol les pide a sus papás que entren a la casa, no quiere que estén mirando. Comienza la música y la Chol es la primera en bailar. Todos la seguimos. Yo bailo con Alemparte, con el Negro López y con Sandoval. Estoy acalorada, tomando un vaso de bebida cuando mis amigas me rodean. “Ahí viene, ahí viene”, me dicen entusiasmadas. Veo que el Pollo se acerca desde el otro lado de la terraza, con las manos en los bolsillos y la mirada fija. Me saca a bailar.

Bailo con el Pollo el resto de la noche, la mejor noche de mi vida. Me toco el pelo, me muerdo las uñas. No sé cómo disimular lo feliz que me siento.

Cuando la fiesta está llegando a su fin creo ver a mi papá entre los invitados. Con su pelo castaño medio largo y el mechón que le cae sobre la frente, me busca desde la entrada. Sin pensarlo, dejo al Pollo y camino hacia él. Sonríe al verme, me toma la cara y me da un beso en la frente. Se acercan los papás de la Chol para saludarlo. Se acercan mis amigas, mis compañeras, también el Pollo.

“¿Es tu papá?”, preguntan algunas.

“¡Sí!”, digo orgullosa, “¡él es mi papá!”.

Desde hace un tiempo se quitó la barba, cambió los viejos pantalones de cotelé por bluyines y los mocasines por zapatillas. Es buenmozo, simpático, divertido. Quiero que todos en la fiesta lo conozcan, que sepan lo mucho que me quiere. Los papás de la Chol lo invitan a pasar, pero él se niega. Anda apurado, dice.

Cuando me estoy despidiendo escucho que la mamá de la Chol le pregunta a mi papá: “¿Cómo sigue la María Elena?”. Entonces, todo se oscurece, se paraliza. Un zumbido bombardea mis oídos y quedo desnuda en medio de la fiesta. ¿Por qué la mamá de la Chol conoce a mi mamá? ¿Qué sabe sobre ella? ¿Y mis amigas también lo saben? ¿Qué saben exactamente?

Desde que me cambié de colegio nunca le he contado a nadie sobre el incendio. Nunca he hablado de mi hermano y tampoco la he mencionado a ella. ¿Por qué me sigue persiguiendo? ¿Por qué no me deja ser feliz?

No escucho la respuesta de mi papá. Lo tomo de la mano y salgo de la fiesta sin mirar atrás. Quiero correr lo más lejos posible, a un lugar donde ella no exista.

Me subo a su auto nuevo. Rojo y descapotable. “Un auto de lolo”, según la Mela. Abro la ventana y dejo que el aire me pegue en la cara. Mi papá prende un cigarrillo y viajamos en silencio.

En cuanto llegamos a la casa aparece la Mela desde la puerta. “Se le acabaron los pañales a la señora”, dice. Mi papá resopla con disgusto. “Yo cumplo con avisarle nomás, si usted quiere se los compra, si no quiere no”. La Mela se da media vuelta y entra nuevamente chancleteando a la casa. Desde que mi mamá está enferma la Mela usa delantal blanco para darse importancia. Cuando tiene frío me dice: “Mira, estoy helada”, poniéndome sus manos gélidas sobre la mejilla, lo que me causa repulsión porque esas manos se encargan de mi mamá, esas manos le cambian las vendas y los pañales.

¿Qué les habrá dicho mi papá?

¿Les habrá contado que ella no nos reconoce?

¿Que se queja y llora todo el día?

¿Que grita llamando a Javier?

Mi papá se da media vuelta y se sube nuevamente a su auto rojo.

Lo veo partir.

Lo espero despierta toda la noche.

No vuelve como de costumbre.

6

Eso de que desde las cenizas rebrota la vida es mentira. Después del incendio, solo ha habido polvo en esta casa. Un polvo fino, imperceptible, que te ahoga, porque cuando lo inhalas se te pega en la garganta y sin darte cuenta se te incrusta en los pulmones.

Mi mamá pesa 39 kilos y se alimenta por sonda. La máscara facial le produce dermatitis seborreica en toda la cara. Su párpado derecho no tiene movimiento, el injerto que le cubre por completo el glóbulo ocular le provoca conjuntivitis, lo que compromete su visión. El injerto labial no dio resultado y la periodontitis la llevó a perder varias piezas dentales. Sus dedos están tiesos, las manos tullidas. Huele mal. Una mezcla de venda, baba e infección. Mi mamá huele a bacteria.

Desde el fondo, desde su pieza, emite un quejido permanente, un gemido que se amplifica a través del pasillo y llega hasta mis oídos a un volumen ensordecedor. No es la hora de su remedio, pienso. Tampoco es la hora de su comida. Camino por el pasillo frío y oscuro, me asomo por la puerta de su dormitorio y me doy el gusto de gritarle: “¡Cállate!”.

Podría escuchar la música fuerte y comer solo porquerías. Nadie me diría que no puedo dar portazos, que hable más bajito, que no corra por el pasillo. Mi papá está de viaje y la Mela tuvo que salir. Se fue dando instrucciones: “acuérdate de cerrar bien las ventanas”, “ten cuidado con el gas de la cocina”, “revisa que no quede corriendo el agua”. La acompañé hasta la calle y cuando volví y cerré la puerta sobrevino un silencio que me caló los huesos, luego escuché su quejido, el quejido permanente de mi mamá. Recién entonces me di cuenta de que por primera vez nos habíamos quedado solas.

Mi mamá no se ha vuelto a levantar desde el día de mi Primera Comunión. Ni los meses que pasó internada en la clínica ni todos los procedimientos y cirugías que le han hecho pudieron traerla de vuelta. Se está pudriendo y yo no me quiero podrir con ella.

Entro sigilosa a su pieza. Su cuerpo casi no se nota en la cama, podría ser el cuerpo de un niño. Las sábanas blancas, bordadas con pequeñas margaritas, la cubren hasta el pecho.

¡Por qué no se murió con Javier en el incendio!

Me acerco a ella, tomo la almohada que tiene a los pies de la cama y la miro con atención. Me fijo en sus ojos infectados, su cabeza calva. Una manguera le sale por las fosas nasales y su boca está abierta sin pudor, dejando expuesta aún más toda su porquería. Aún dormida el dolor no la deja en paz.

Abrazo la almohada, cierro los ojos y respiro profundo para darme valor. Se necesita valor.

“Mamá”, digo con un hilo de voz.

Sin pensarlo me meto a su cama. Me acuesto a su lado y me aferro a su cuerpo tibio con todas mis fuerzas.

“Mamita”, comienzo a llorar.

Ella deja caer su mano tullida sobre mi pelo y me acaricia la cabeza.

GUATONA FEA

El Jonatan se fue instalando de forma silenciosa afuera de nuestra casa. Igual que el óxido de una bicicleta o los mohos de un macetero. De pronto, cuando abrí los ojos, lo vi viviendo adosado a la pandereta. Sin que nadie lo notara se había hecho un espacio entre las matas de ligustrinas y el muro de la entrada.

Todavía recuerdo la primera discusión que tuve con mi mamá por su culpa. El portazo que di fue tan fuerte que se resquebrajó la moldura de la puerta y con eso me gané el castigo de no salir durante una semana. Yo tenía catorce años y el divorcio de mis padres a cuestas. No podía entenderla. No podía entender que permitiera que un vagabundo viviera afuera de nuestra casa. Allí donde la mayoría de las familias tenían pastito y flores que regaban todas las tardes, nosotros teníamos al Jonatan con cartones, plásticos y un colchón en el suelo. Una especie de campamento que a nadie, excepto a mí, parecía importarle.

Mi hermano Vicente salía a fumarse un puchito de vez en cuando con él y mi mamá le regalaba ropa vieja, mantas y chales para que no pasara frío. Mi papá, el único que podría haber estado de mi lado, ahora tenía otra mujer y los hijos de ella que vivían con él.

“¡Qué te importa!”, me decía Vicente cuando yo reclamaba por el Jonatan. Pero la verdad es que me importaba. Me daba asco y también “vergüenza”. No quería ver la miseria de ese tipo cada vez que yo entraba o salía de mi casa. “A mí me parece estupendo tener a alguien que nos cuide”, sentenciaba mi mamá, dejando en claro sus propias carencias mientras yo no me resignaba a las mías.

Unos meses después, cuando volvía tarde y cansada del colegio, me bajé de la micro y vi al Jonatan en el paradero. Abrazaba a una mujer. Ella se reía, tenía lindos dientes y ojos negros. Él le quitaba el pelo de la cara y le daba besos en la boca.

Llegué a mi casa como si hubiera visto una película de terror, pero Vicente me dijo con toda naturalidad que se llamaba Carolina. El Jonatan estaba enamorado.

La Carolina se fue a vivir con él entre las ligustrinas. Se fue a vivir con él afuera de mi casa.

Vicente decía que la Carolina era buena onda y mi mamá encontraba que era limpia y bien hablada. Poco a poco los plásticos y los cartones se fueron multiplicando, instalaron una palangana con agua, una fogata para la cocinilla y colgaron una cuerda para secar la ropa. Los escombros y los cachivaches que recogían, quién sabe dónde, invadieron aún más el lugar haciendo cada día más difícil evitarlos. Yo trataba de salir o llegar rápido. Miraba el suelo, contaba las monedas que tenía en la mano o simulaba buscar algo en la mochila para no saludarlos. Para no verlos. Dejé de invitar amigas y ni siquiera celebré mi cumpleaños porque me avergonzaba ese campamento.

Quería dedicarme al colegio, pero me costaba estudiar. El solo hecho de tenerlos viviendo afuera me desconcentraba. Me asomaba por la ventana y los veía ordenar unos cartones o estirar la frazada. Me daba asco imaginar su intimidad, imaginar lo que hacían de noche en ese rincón inmundo afuera de mi casa. ¿Dónde iba al baño esta gente? Sabía que mi mamá les prestaba la manguera, de ahí sacaban agua para cocinar y asearse, pero nunca la escuché decir que les prestara el baño. Se me revolvió el estómago.

Poco tiempo después vi a la Carolina acariciándose la barriga.