Los Padillas - Leonardo Palermo - E-Book

Los Padillas E-Book

Leonardo Palermo

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Beschreibung

Juanito fue un joven peón de campo que trabajó muy duro en una hacienda rural, junto a su hermano Israel, con la firme convicción de tener su propio establecimiento. Pero ese sueño de la tierra propia fue interrumpido mucho antes de comenzar. Reclutado por el ejército colombiano, su coraje y lealtad se pondrán a prueba. En el conflicto defiende con su propia vida al jefe de la misión, el legendario coronel Guzmán. Los dos logran salvar sus vidas milagrosamente. Este hecho de valor es reconocido por su superior quien, luego de meses de confinamiento en el hospital militar, conoce los verdaderos sueños de su joven amigo. A tal punto que él mismo deja la comodidad de la ciudad, para establecerse en ese páramo de verdes y fértiles valles rodeado de montañas, ríos y cascadas de aguas cristalinas. En este nuevo emprendimiento no está solo; luego de meses de reclamos, logra que el gobierno central recompense al soldado Juan Padilla como era debido, con tierras junto a las suyas. Una larga amistad marcada por el compromiso, sudor y trabajo, compartido hasta sus últimos días. En este codo de la historia, es su hijo Ernesto Fidel y la hija de su hermano Israel, quienes son los protagonistas involuntarios. Un hecho aberrante irrumpe su cómoda felicidad, haciéndolos huir de su paraíso. Niños aún, sortean las vicisitudes más extraordinarias. No solo los une el parentesco, sino también una inusitada llama de amor que crecerá hasta quemarlos…

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Seitenzahl: 160

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LEONARDO PALERMO

Los Padillas

Amor y sombras de juripellas

Palermo, LeonardoLos Padillas Amor y sombras de juripellas / Leonardo Palermo. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5876-3

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 1

Juan Ramón Padilla, peón de estancia, cuando su patria lo necesitó, no dudó un segundo en enrolarse al ejército colombiano. Apenas con dieciocho años, sabía perfectamente de lo que se trataba. No fueron tiempos para la imparcialidad, estabas con los milicos para defender el terruño con los dientes o se lo entregaban a los insurgentes cobardemente. Un falso ejército revolucionario que se nutrió de la mansedumbre de un pueblo y la complicidad de algunos funcionarios públicos para su beneficio, sin importar las consecuencias. Y fue justamente en esa guerra sucia donde Juanito, se vio con la muerte cara a cara más de una vez. Nunca tuvo miedo de estar en el frente de batalla, a pesar de las sucesivas emboscadas y ver morir a sus propios compañeros día tras día. Su arrojo, disciplina y valor, no pasaron por alto a los ojos del general Evaristo Mendieta Guzmán, hombre de agallas, firme en el mando y la acción. Amaba más el olor a pólvora que a su propia familia. Largos antecedentes como patriota hablaban de su valor y las estrellas en su pecho lucían orgullosas por el deber cumplido. Había luchado en casi todas las batallas en esos últimos treinta años y solo con la patria libre o los pies para adelante renunciaría a la lucha.

Batallas sin tiempos ni cuarteles se libraron frondosamente en medio de la selva colombiana. Refugio preferido por la guerrilla. Insurgentes, parapoliciales, traficantes de drogas, paramilitares, todos contra todos. A veces de un lado, a veces de otro. Alianzas que se escribían sobre el agua y en el medio, pueblos enteros librados a su suerte, a merced de una lucha a la que nadie estaba preparado, ni había pedido. En nombre de una falsa libertad.

Cansado de ver tanta revolución y contrarrevolución y tantos zurdos y tantos derechos y tantos generales al pedo y tanta democracia sin sentido y ser testigo de cómo se despedazaba su país, el viejo general, salto mandos y se conectó por primera vez, directo con el presidente de la república y le contó su plan.

—¡Al menos hay que intentarlo otra vez, antes de que se vaya todo a la mierda! Le dijo en un tono amable, servil pero también firme.

Después le presentó una carpeta con el proyecto de defensa para los próximos años; que ni bien la terminó de leer, la arrojó al fuego de la chimenea que ardía en la habitación presidencial, esa fresca mañana de invierno. Mientras los dos hombres compartían un café amargo, algunas experiencias de antaño, más una promesa que sellaron con un apretón de manos y un juramento de lealtad recíproca.

Demasiados políticos y militares corruptos como para hacerles el caldo gordo a la insurrección. Él tenía los mejores hombres, leales y comprometidos con su causa. Cien por ciento profesionales y tanto como él, querían la estabilidad del país de una vez y para siempre. Ese bendito y querido país que en los últimos años volaba en pedazos. En cuanto a Juanito, en ese ejército de patriotas encontró su lugar junto al comandante, como asistente personal. Rápido y discreto cuando se le encomendaba una misión, nunca dijo una palabra de más y eso el comandante lo valoraba.

Fue así, como un buen día, el presidente Enrique Calderón Montiel Del Valle Viejo, lo nombró comandante en jefe del ejército de Colombia, saltando protocolos y callando las voces indiscretas del ministerio. En aquellos tiempos era bien sabido que había filtraciones de información en todas las áreas. El enemigo no estaba lejos. Tantos traidores obligaron al general a ser cauteloso y encontró en los emisarios la forma más efectiva de hacer llegar sus órdenes a sus mandos subalternos. Como en las viejas batallas de otros tiempos. Misiva en mano leales y para ello nadie mejor que Juanito Ramón Padilla, nacido y criado en el mismo corazón de la selva. Entre valles fértiles y montañas escabrosas, arroyos mansos, ríos anchos y torrentosos; buen sentido de orientación y buena cintura para esquivarle a las balas. Y cuando el general tuvo todo bajo control, penetró en la selva, con un puñado de hombres de probado valor.

Dalmiro Benítez, un sargento veterano de varias guerras, amigo y subordinado incondicional del comandante, avanzó por el oeste, con una tropa de diez valientes soldados. El teniente mayor José Mercurio Torres Esquivel, en una misión extremadamente peligrosa, desarticuló el cartel de Sofía, en Barranquillas. Luego de meses de arduo trabajo, logró inmiscuirse dentro de la organización y en un certero golpe sorpresa dejarla fuera de servicio. En el fragor de la lucha, recibió un disparo en la pierna derecha. Una semana después, ya estaba en las primeras líneas. Y en la retaguardia estaba el joven capitán Isidro Buenaventura, quien le cuidaba la espalda. Familia de militares de tercera generación y casado con su hija Isabella.

Las tácticas que usaba la guerrilla, eran bien conocidas por el comandante, aprendidas de la propia experiencia. Pequeños grupos de insurgentes valiéndose del conocimiento del terreno, atacaban con la velocidad del rayo. Un enemigo que las más de las veces se volvía invisible delante de sus propios ojos. Imposible anticipar sus próximos pasos.

En la selva colombiana el calor es sofocante en cualquier época del año, la gran diferencia son las lluvias, que comienzan en abril y se extienden hasta octubre, provocando desbordes de ríos e inundan miles de kilómetros de selva. A veces la propia naturaleza era el peor enemigo. Estar allí era un privilegio y fueron pocos los seleccionados. Y aunque eran solo un puñado, eran extraordinarios. Jamás se escuchó una queja, no estaban ahí por obligación; podían desertar e irse a otro país o unirse a los narcos y de salir bien, tener una vida cómoda y más rentable. El ejército siempre fue mal pagador, pagaba poco y atrasado. Las medallas y los honores eran para las viudas o para algunos sobrevivientes. También las esquirlas que dolían más de viejo. Pero la patria es otra cosa, se ama como a una madrecita cariñosa y se siente dentro del corazón con cada palpitar. No fueron tiempos para débiles, si se pensaba en la familia, el futuro de sus hijos y nietos, no había otro camino.

—¡Las balas vendrán de cualquier lado, de día o de noche! ¡Dormimos con un ojo abierto y no más de dos horas por turno! ¡No habrá victoria si somos descuidados!

Había dicho el comandante Evaristo cuando se prepararon para la primera misión y agregó ferviente en su oratoria:

—¡Lucharemos como ellos, con sus mismas tácticas, en cada rincón de nuestro bendito país! ¡Y tengan presente soldados, que a las plagas hay que exterminarlas, si no queremos que se enquisten en nuestro ADN social! ¡Hacemos esto por nuestra nación, la familia y vida que anhelamos para nuestra descendencia! ¡Lealtad y valor!

Cien gargantas respondieron firmes y potentes, antes de subir a los helicópteros, esa mañana de octubre. Muchos sabían que sus cuerpos quedarían allí, aun así, no les tembló la voz.

—¡Para defender a la patria!

—¡La libertad, la conseguiremos poniendo el cuerpo y el alma, nutriendo el suelo con nuestra propia sangre, si es necesario! ¡Si alguien quiere dar el paso al costado este es el momento! ¡A los que me siguen les esperan días muy duros!

Esas palabras dichas por el general, cavaron hondo en la conciencia de sus hombres. Claro ejemplo de valor y lealtad, austero y disciplinado como cualquiera de los suyos, nada pedía de lo que él mismo no pudiera hacer. El orgullo de ser soldados bajo su mando era todo lo que se necesitaba para meterse en el infierno y mirar al diablo a los ojos. Nadie mejor para la eterna compañía si había que dejar el cuerpo en el campo de batalla. Morir cuando se tiene claro los motivos, es darle sentido a la vida. Dios, la familia y la patria. Lo demás es puro cuento. (Palabras del general).

La tarea no fue fácil, pero gracias a la determinación y la audacia de sus hombres, se fueron liberando varios departamentos de manos de los rebeldes. Pero aún faltaba más, mucho más.

Los comandos del comandante Guzmán, después de meses de avances y retrocesos, pudieron arrinconar a los sediciosos en una pequeña franja de tierra cerca de la triple frontera, entre Venezuela y Brasil. Y donde tantos otros habían fallado, el mismísimo comandante no fue la excepción. En aquel momento lo único que pudo sacar de allí, fue una pequeña agrupación de sobrevivientes y una bala en su muslo derecho. Lugar inhóspito que sirvió de tumba para muchos de sus hombres. Y como si fuera poco, los malditos mosquitos y tábanos, capaces de contagiar las más raras enfermedades, se hacían un festín. Allí, en ese mismo lugar, el general buscaba venganza por la sangre derramada de aquellos santos combatientes. Sabía que esa era su última oportunidad y no estaba dispuesto a desperdiciarla. Su misión la llamó “Río Rojo” Donde había perdido antes, se jugó sus últimas cartas.

Algunas batallas se ganaron sin disparar un solo tiro, con la complicidad de los pobladores que denunciaron la usurpación del falso ejército y se las arreglaban para dar aviso. Otras fueron crueles y sangrientas. Las hubo breves como las de las llanuras orientales, otras que no terminaban ni aun terminadas.

Dos años enteros de arduos y duros combates habían dado buenos resultados. Limpiando palmo a palmo el territorio nacional y de los insurgentes que lograron escapar, fueron acorralados en esa maldita zona de difícil acceso. Algo con lo que no contaba el comandante Evaristo Mendieta Guzmán. Y esta vez necesitaba imperiosamente de la fuerza aérea. Era vital el uso de helicópteros, para que no escaparan otra vez para Venezuela o el Brasil y no debía equivocarse si no quería comenzar una guerra con sus vecinos.

—¡Las tropas esperan ansiosas sus órdenes, comandante! –Gritó el oficial Bermúdez, segundo al mando de su escuadrón. Los rebeldes contaban todavía con una fuerza considerable, pero no habían llegado tan lejos para retroceder, después de todo tenía la palabra del presidente total e incondicional.

—¡Necesito su ayuda, señor presidente!

—¡La aeronáutica está para servir y defender al pueblo, a usted y a sus hombres! Y tenga presente comandante: ¡el futuro de la nación está en sus manos, esta vez no nos defraude!

Como si las veces anteriores hubieran sido su culpa...trago saliva y decidió no darle importancia a aquel insulto gratuito. Habían muerto decenas de jóvenes recién egresados en los años anteriores, a su intervención y sin oportunidad de ratificarse los alistaron de prepo; porque así la patria lo disponía. Claro que quiso responder, pero se conformó con su pensamiento: (Hijo de mil putas, que fácil es para vos decirlo desde ese cómodo sillón)

Superados en números, en un suelo traicionero y con el fango hasta las rodillas, todo se hizo más difícil. Una verdadera misión suicida, en la que había caído por los escollos de venganza personal.

Juanito y los otros mensajeros llevaron la misiva a los tres frentes restantes, más descansados y bien comidos; estaban deseosos y esperando el momento del ataque. El día anterior había llovido y dejado un barrial fenomenal, que jugaba en contra y a favor. Seguir las huellas era fácil; los subversivos intentaban cruzar la cordillera para protegerse del otro lado de la frontera, lo difícil era avanzar. Luego de varias horas de marcha se escucharon los primeros disparos. Minutos interminables pasaron hasta que vieron llegar al cabo Pastrana. Uno de los diez mejores hombres de avanzada, hábil rastreador, capaz de encontrar la aguja en un pajar si se lo pedía el general.

—¡Comandante los encontramos, los encontramos! –Gritó con entusiasmo. No disparen que atrás vienen mis otros compañeros. –Pastrana contó la exacta ubicación del enemigo y para males estaban más cerca de lo que se había imaginado.

Según su informe, el enemigo estaba en una gran encrucijada y acorralados entre la montaña y el río, desbordado por las lluvias, no tenían otra salida que volver sobre sus pasos.

—¡Hay que bajar comandante! –gritó el segundo baqueano. –¡No hay tiempo que esperar, son cientos y se nos vienen encima! –exclamó el cabo, con una mueca de terror en la cara.

—¡De ninguna manera! ¡Aquí resistiremos hasta que llegue la aeronáutica! –replicó el comandante, envalentonado por el olor a pólvora que comenzaba a percibir como un perro adiestrado. –Ya le avisé al presidente de nuestra posición y la artillería área está en camino. En menos de una hora los helicópteros escupirán su metralla sobre el enemigo y los que se salven los atraparemos aquí mismo. No hay otra salida.

Los tiempos se habían adelantado fatalmente para el comandante Guzmán y sus hombres; no esperaba encontrarse con el enemigo tan pronto. Todavía los comandos estaban dispersos, y esa posición era una tumba asegurada. ¿Resistir en el portal del infierno o dejarlos escapar sin más remedio? Pensó por un segundo antes de tomar una decisión. Un cruel dilema que por el momento no tenía solución. Hasta que la respuesta vino por inercia, y al instante gritó como un energúmeno desquiciado. ¡Tomen posición! Al tiempo, que las ametralladoras entonaban su canción preferida. Apenas tuvieron tiempo para refugiarse detrás de unas sierras bajas, en la parte inferior de una ladera de la montaña, que llegaba hasta el Orinoco y caía abruptamente sobre el río. La compañía del comandante, por ser la de avanzada, fue la más expuesta. No estaba ni cerca de como se lo había imaginado decenas de veces, hasta en los sueños. Ciento de horas, trabajando y proyectando tácticas de combate, con sus oficiales de confianza. Había memorizado fotografías aéreas, del área en cuestión y las balas llegaron de todos lados. Separados de las otras compañías, la batalla final había comenzado y estaban en desventaja.

—¡Señor presidente, aquí lo paso con un amigo en común! –dijo el comandante Guzmán en comunicación directa.

—¿Reconoce mi voz? –Soy Horacio Fonseca, periodista y corresponsal de guerra del noticiero “Aquí Colombia” ¿Está usted bien?

La voz de Fonseca era bien conocida por el presidente: aguda, estridente, lengua filosa, pensamiento claro y sincero. También observador político de las cagadas del presidente y de sus inútiles ministros. Y sin darle tiempo a que responda, se despachó a gusto.

—¡Pedazo de hijo de puta, los helicópteros están bombardeando en el cerro Pintado, a cinco kilómetros de aquí! ¿Acaso nos quiere a todos muertos? Vea pedazo de mierda, voy a ser claro –dijo Fonseca exaltado por la situación– esta conversación está siendo triangulada directo a los estudios de televisión, si no corrige urgente los parámetros voy a desenmascarar su traición delante de nuestro pueblo y del mundo entero. ¡Está mandando a la muerte a cincuenta patriotas, al comandante y a mí!...

Del otro lado, del teléfono sólo se escuchó un resoplo de disconformidad; segundos que se detuvieron en el tiempo, como si fuera de otra dimensión. Mientras las explosiones y ráfagas de ametralladora se filtraban en el auricular del presidente de manera nítida en aquella mañana de agosto. El inútil sufría de amnesia, o era un total idiota. Acaso se había equivocado de coordenadas... ¿o no?

—¡No tiene ningún derecho de hablarme así! –respondió furioso– ¡Soy el presidente por mal que le pese! ¡No fui yo el que se equivocó!... en minutos llegaran allí...

Minutos que fueron eternos, hombres que caían de un lado y del otro, la lluvia que había comenzado otra vez, cubría con su manto de mortaja bermellón, cientos de cuerpos caídos. Algunos tiesos, los menos heridos, tratando de escaparle al Serafín de la muerte.

El rugido de los poderosos motores General Electric, bramaba una sinfonía infernal de los escuadrones de la muerte. Cinco helicópteros alineados en “V” invertida disparaban ráfagas de metralla M–960, quién sabe a dónde. Porque ninguna estaba dirigida al enemigo. Entre tanto, por primera vez, se escuchó decir al comandante: – ¡Replegarse! –Claro que no era cobardía, todos lo sabían, pero ver caer a sus hombres era peor que las balas que ardían dentro de su cuerpo.

Por primera vez, nadie obedeció. No iban a dejarlo solo. Entre ellos su fiel asistente Juan Ramón Padilla, rebautizado por sus compañeros, como la rata Padilla y por el comandante como Juanito patitas rápidas. Resistieron como leones y cómo podían detrás de algunas rocas que le sirvieron de protección. Ampliamente superados en número, tal como habían previsto; en tanto que la demora de los refuerzos aéreos hizo que la balanza se inclinara para el lado equivocado una vez más. Tan cerca estuvieron en combate unos con otros, que podían verse las caras y olerse el miedo y la catinga.

En ese cruento esfuerzo por mantener tercamente la posición, el comandante no tuvo en cuenta que sus otros escuadrones habían quedado muy retrasados, y para colmo, hasta ese momento habían consumido más de la tercera parte de sus municiones. Poco más le quedó por resistir. La balacera fue dantesca, tanto como la lluvia que caía a baldes. Mientras los refuerzos daban vueltas en el aire como avispas ponzoñosas, pero sin picar. Por alguna extraña razón, no eran una amenaza real para el enemigo.

—¡Cuidado, mi comandante! –grito Juanito patitas rápidas.

Dos comandos hostiles dispararon furiosos sus fusiles de asalto ruso, sobre la osamenta desguarnecida del legendario general. Una bala atravesó el brazo derecho y le hizo soltar su célebre pistola Luger P08, de la buena suerte, y cuando se disponían a rematarlo, Juanito en un acto heroico se arrojó sobre él, cubriéndolo con su propio cuerpo y recibiendo las descargas en su espalda.

Al fin llegaron los refuerzos tan esperados desde el aire. Aunque algo tarde. Varios de sus hombres estaban muertos, otros heridos y desparramados entre charcas cubiertas de bermellón. Un lúgubre paisaje de devastación y barbarie.

—¡Por aquí! –gritó un socorrista– ¡es el comandante... y está vivo todavía!

El hombre, como un oso furibundo y herido, levantó su cabeza y dijo:

—Ayuden a ese muchacho... no dejen que muera.

Su voz apenas audible, ahogada con su propia sangre, era un lamento agónico que suplicaba por la inmediata ayuda de su subordinado. Mientras que con su mano izquierda señalaba el cuerpo de Juanito que yacía a sus pies como un perro fiel. Luego se desmayó.

Cuando su asistente personal ya no pudo servir de escudo humano, cayó todo agujereado a sus pies, lamentando no poder evitar los disparos que, a posteriori, también alcanzaron al comandante.

Capítulo 2

Dieciocho meses de internación en el hospital militar de Bogotá, decenas de operaciones, y miles de plegarias se escucharon de todas partes del país; tanto por su vida como de esos valerosos jóvenes que lucharon con hidalguía junto a él.