Mi gran amiga - Leonardo Palermo - E-Book

Mi gran amiga E-Book

Leonardo Palermo

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Beschreibung

Angie es una joven y bella mujer que, en la búsqueda del amor verdadero, se pierde en un laberinto de pasiones. Solo ella podrá encontrar la salida, no sin antes lastimar los sentimientos de quien la ama incondicionalmente. En este atribulado viaje, Angie tiene como gran consejera a su mejor amiga, quien siempre está dispuesta a escucharla y ayudarla a remendar su dislocado corazón.

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Mi gran amiga

Segunda parte de: La vida no es azar, el destino está marcad

Leonardo G. D. Palermo

Angie es una joven y bella mujer que en la búsqueda del amor verdadero se pierde en un laberinto de pasiones. Solo ella podrá encontrar la salida, no antes lastimar los sentimientos de quien la ama incondicionalmente.

En este atribulado viaje tiene como gran consejera a su mejor amiga quien siempre está dispuesta a escucharla y a ayudarla a remendar su dislocado corazón...

Palermo, Leonardo G. D.

Mi gran amiga : segunda parte de : la vida no es azar, el destino está marcado / Leonardo G. D. Palermo. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8999-96-8

1. Narrativa Argentina. I. Título

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

Diseño de tapa: Raquel Chanampa

Conversión a formato digital: Estudio eBook

© 2023, Leonardo G. D. Palermo

© De esta edición:

2023 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

https://www.instagram.com/imaginanteditorial/

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

A los viajeros y guardianes de los mundos paralelos. Esas maravillosas personas que se elevan por sobre los límites terrenales y me revelan el camino.

A ese pequeño club de amantes de la ficción y fantasía; especialmente para los hambrientos incurables de lo desconocido y las otras ciencias.

Capítulo 1

—Cuenta conmigo —le dije, más por obligación que por sentimiento propio… más aún cuando aquella carita de niña huérfana partió mi corazón en mil pedazos, mucho más que la pérdida de mi querido abuelo.

La vi triste durante todo el mes de agosto y supongo que, aunque sabía el cruel final, sintió algo de alivio. Y fue justo en ese momento de impasse, que comprendí que algo tenía que decir.

—Aunque me esfuerce, no sé de tu dolor, ni siquiera me imagino cómo lo sientes, ni como se hace para seguir en una pieza; pero por favor deja que lo intente y permíteme compartir contigo la pérdida y derramar algunas lágrimas por ti, quizá con eso, las dos salgamos fortalecidas.

Creo que fueron esas palabras las que estuvo esperando durante todo el invierno, porque cuando llegó la primavera, su rostro marchito como una pasa de uva afligida se reconfortó y dio lugar a una insuperable sonrisa quinceañera.

Mi abuela tiene sesenta y seis años, cincuenta de conocer a Jacobo, mi abuelo. Su compañero inseparable desde la adolescencia, hasta que un cáncer de pulmón se interpuso entre los dos. Todavía resuelta, se suelta el pelo para andar en moto, ella no conduce, pero me pide a mí que la lleve cada domingo al cementerio bien temprano con el fresco de la mañana, apenas abren sus puertas. A cambio de concederme la reliquia familiar. Es una Harley Davidson, modelo 1960, original e impecable. Le gusta, mientras manejo, apoyar su cabecita liviana en mi espalda y tomarme de la cintura con todas sus fuerzas. Eso dice siempre, le recuerda la primera vez que Jacobo, mi abuelo, insistió en salir de paseo por el parque Pereyra Iraola, obvio que se guarda los detalles de las primeras citas, pero por su carita de pícara deduzco que las costumbres no cambiaron demasiado desde aquellos tiempos.

Después de bajarse y acomodar con sus manos el ceniciento cabello enredado, me cuenta con cierta añoranza las historias de tiempos perdidos mientras caminamos hasta el pasillo de los laureles, lote doscientos dos, tumba cuarenta y tres. Limpia prolijamente la lápida de mármol gris, cambia el agua del florero y pone un ramo de margaritas y claveles, besa la foto y reza a media voz una plegaria que ella misma escribe los sábados por la noche, antes de irse a dormir. Deja el papel sobre la mesa para que yo lo lea y corrija su mala ortografía. Aunque no la tiene. A pesar de su primaria de sexto grado superior. Y, entre línea y línea, contempló la vivencia de un amor que no pongo en dudas que será eterno. Y me da envidia.

Yo soy Angie, su nieta preferida entre siete más, y no lo oculta, tengo veintiocho años y me dice que soy igual a mi mamá, su hija, pero sé que se equivoca. Tantas andadas me marearon y en realidad no sé quién soy todavía. Amé la rebeldía a los quince y me fui varias veces de casa. Me enamoré perdidamente a los dieciocho años, rompí una vez, otra y otra, hasta llegar a los brazos de Orly, con quien conviví tres años de mierda y decidí invitarme indefinidamente a casa de los abuelos. Los incondicionales. Sin saber lo que sucedería en los próximos meses.

Llegué por tercera vez a sus vidas, con una pila de escombros sobre mis hombros, el corazón roto y un ojo morado. «Como un pollito mojado», al menos eso dijeron a coro para consolarme, mientras levantaban una vez más mi ánimo de adoquín con sus viejos y gastados chistes de siempre, que como siempre funcionaron a la perfección. Y consintiéndome, como cuando corría desconsolada por algún reto en casa, procurando recibir sus mimos sanadores y algún dulce guardado en un frasco de vidrio con tapa roja, sobre el estante del aparador verde. Aunque siempre me decían que eran solo para mí, intuyo que a mis hermanos también le regalaban con la misma complicidad, la misma alegría y la misma frase: «estos dulces son para la princesita de la familia y de nadie más»... En el caso de mi hermano Manuel, habrán dicho, para el príncipe, o tal vez el rey de Sumatra, por algún cuento de corsarios. A él también le tenían un cariño especial, pero ese afecto iba en una sola dirección. Manuel siempre fue más reservado y más compinche de papá. En cambio, yo era y soy de mis abuelos maternos. A los otros, apenas recuerdo las pocas visitas que nos hicieron, bueno, como nosotros a ellos. Y retornando la punta del ovillo, vaya si lo consiguieron; porque gracias a ellos, retomé mi estudio de maestra, abandonado otras tantas veces.

Sé que soy un desastre de mujer y no sé por qué tengo el mal gusto de elegir al peorcito del grupo y creer que puedo cambiarlo; sin darme cuenta de que el tronco de parra jamás se endereza. Esa frase es tan vieja como mi abuela y le pertenece. La aprendí, tanto como a los otros consejos, tan valiosos que, de remacharlos como un martillo al clavo, los aprendí de memoria: 1) cerrar bien las piernas, 2) abrir grande los ojos, 3) elegir con el corazón, no con la…, 4) conocer a su familia antes de los seis meses, 5) conocer qué tipo de amigos tiene, 6) que tenga un trabajo y no reniegue de lo que gana y si es así que busque otro trabajo, 7) ¡qué sea honesto!, 8) conocer a su ex y saber por qué terminaron, 9) que ame a los niños, tanto como a Dios, 10) ¡lo más importante!, es que esté dispuesto a pelear con dragones lanza llamas ¡por mí!, 11) que me aleje de la maldita marihuana.

Al poco tiempo de compartir con ellos, el abuelo se enfermó. Vinieron los estudios, las visitas más seguidas al médico, las internaciones y por último los rayos y la quimioterapia, que no pudieron controlar el daño hecho de treinta años de fumador compulsivo.

Consciente y tan lúcido, sabiendo que se moría, me llamó por un teléfono celular prestado para que no se entere Mathilde de lo que tenía para decirme.

Por supuesto que colgué la comunicación y fui corriendo a verlo.

En esa charla, me dio instrucciones precisas de cómo cuidar a su compañera de toda la vida, y me pidió que jurase sobre su lecho de muerte que cumpliría la promesa, a pesar de su mal carácter y su malhumor, claro que esas dos cosas eran mentira. Aunque comprendí al instante que lo mismo le exigió a ella, el día anterior; para que cuide de mí… lo vi en sus ojos tan grises y claros y no hizo falta agregar palabras.

No, no tenía que cuidar a mi abuela, a pesar de mis casi treinta años era yo quien necesitaba ayuda y él lo sabía.

En los meses sucesivos, y aprovechando la buena relación y el buen tiempo del verano, descubrí una mujer maravillosa y temeraria. Detrás de esa frágil figurita de cristal había una verdadera leona, dinámica y activa, con una memoria prodigiosa para contar historias. Lo de leona, porque fue ella quien impulsó la idea de salir de campamento a Mar del Sur en moto. Un viaje de casi seiscientos kilómetros, con solo tres paradas, algunos mates y mucha adrenalina; el resto, por los hermosos recuerdos que supo compartir en el bungalow del camping «La Sirena», junto a un grupo de gente maravillosa, alejado a más de seis kilómetros del centro urbano.

Capítulo 2

Ana y Elvio, los dueños del lugar, amigos de tantos viajes hechos con el abuelo, supieron ponerle onda al duelo de Mathilde y hacer de nuestra estadía un festival de risas y distracciones. Y, sin proponérselo, descubrir quién era esa chica triste y rebelde, de tan mal humor, qué tan mal se llevaba con la vida.

Ana se encargó de avisar al resto de sus amigos. Mensaje corto, pero efectivo: —Imposible faltar, cita impostergable. Ella, «la Maga» ha regresado, montada como siempre en su carroza de plata (nombre de fantasía para la Harley), acompañada por una bella y joven discípula… —O sea, yo. Lo de discípula en su momento no lo entendí, pero tampoco pregunté.

Uno a uno, grupos de motoqueros llegaron de diversas partes del país, así como de Uruguay y Brasil. Para el cuarto día, las doce cabañas estaban ocupadas y el complejo repleto de carpas multicolor. Decenas de motos y triciclos desopilantes, de hippones sexagenarios, que como en el caso de mi abuela, acompañados de hijos cuarentones, nietos o amigos más jóvenes; se sumaron locos de contentos a saludar a mi enigmática abuela. Enigmática para mí, que jamás supe de su apodo y mucho menos que era tan popular en las playas de Mar del Sur y otras tantas contiguas.

Los menos llegaron en autos antiguos y camionetas reformadas, haciendo del lugar un bonito y bullicioso circo gitano. Retornado a un pasado esplendoroso y cautivo. Y mientras la música de los sesenta y setenta animaba las tarde-noche y calentaba mi cabeza, no pude menos que dejarme arrastrar por esa maravillosa ola… a tal punto que cuando desperté por la mañana del sexto día, en la cama donde tendría que estar mi abuela, una mujer algo mayor que yo me regalo una hermosa sonrisa y me dijo dulcemente: —Hola, princesa, ¿qué hora es? —Su voz me resultaba familiar, tanto como su sonrisa… Me refregué los ojos para mejorar la visión y sin poder contestar, irrumpiendo el largo silencio, agregó—: Vamos, remolona, tomemos unos mates y vayamos a la playa.

«Yo la conozco de algún lado», pensé. «Es tan linda y me trae tantos recuerdos»…

La cabaña, si bien era la misma, relucía como recién construida. Miré alrededor del cuarto varias veces, todo estaba en su lugar y eso me tenía confundida. Debo confesar que las cervezas de la noche anterior seguían burbujeantes en mi cabeza, por lo que dude de estar despierta.

Después de repasar de memoria los sucesos de la fiesta en honor a «la Maga», miré por la ventana para calcular la hora, mi reloj no funcionaba y el celular no estaba por ningún lado.

El sol asomó en la ventana, sobre el horizonte detrás del mar. Una suave bruma envolvía el camping como un telón de seda, aunque no tanta como para no ver el contorno de las cosas, y tanto los autos antiguos como las camionetas y las motos no se veían viejas y restauradas, sino como nuevas y flamantes. Sin embargo, lo asombroso y lo que más confundida me dejó fue no divisar a ningún patriarca dando vueltas por el recinto como los días anteriores.

Abrí la puerta con cierta intriga y escepticismo, creyendo que habían salido a caminar por la playa, o que se habían ido sin sus vehículos. Aunque lo más probable era la primera opción. Más relajada volví a la cabaña, decidida de preguntarle quién era y a dónde se había ido mi abuela, también si sabía de un celular de tapa rosada con un corazoncito de emoticono.

Ella ya estaba tomando unos mates bajo el alero de frente; sobre la mesa unas magdalenas recién horneadas perfumaban el aire y, adelantándose a mi interrogatorio, me ofreció sentarme a desayunar.

Después del tercer mate y de algunas cosas que intercambiamos sin importancia, probé el bizcocho de vainilla y ralladuras de limón. Tan singular resultó el sabor en mi boca, que sin poder controlar mis sentimientos comencé a llorar, como cuando corría a su casa…

La siguiente hora la pasamos sin decirnos nada. Aturdida y embelesada, me dejé abrazar estrechamente contra su pecho. Luego, intuyendo mi desorientación, intentó explicarme por qué me ofreció refugio en su cabaña.

—Anoche, cuando llegaste… —dijo y no pudo continuar; tampoco me interesaban demasiado los motivos, me sentía muy bien en sus brazos y los gritos eufóricos de unos muchachos, que a viva voz despertaban al elenco, nos puso en guardia y fuimos por nuestros bikinis.

—¡Vamos ya, las olas nos esperan! Gritaron a coro los hermanos Macana, entusiasmados con sus tablas de surf bajo sus brazos.

Los motores se pusieron en marcha y el ruido irrumpió la calma.

Chicos de pelos largos, barbas ridículas, cadenas con el símbolo de paz, gorritas, rastas y largas tablas multicolores corrían como locos de un lugar a otro, junto a una docena de chicas hermosas, luciendo anteojos tipo mariposas y otros tan grandes como el rostro mismo. Inmensos collares de semillas de palmeras, algarrobo y otras tantas plásticas de colores vivos y brillantes. Vinchas anchas y pañuelos de pelo, con los más diversos y locos diseños. Aros combinando el atuendo, enfundadas en túnicas de seda y pareos con flores, subían a los autos en un frenesí contagioso.

El sol en la cara, una suave brisa que borraba lentamente mi pésimo pasado y lo trocaba por un espléndido ánimo de aventura. La sonrisa permanente, el cabello suelto y renegrido de Ada, mi nueva y fabulosa compañera, que se agitaba serpenteante y brilloso con cada saltito que hacía, jugando con las olas, y me dan ganas de dejarlo crecer.

La música fuerte de un auto me obligaba a moverme a su ritmo, sin poder controlar el movimiento de las caderas. Las heladeritas portátiles con refresco y cervezas iban de mano en mano. La alegría que sentía de estar viva es indescriptible. Y por la noche, hay más, mucho más…

Del otro lado de las llamas de una espléndida fogata, que suben ansiosas y prometen tocar el cielo, distingo una mirada cautivante y llamativa; el dueño es un joven mestizo de vibrantes ojos negros y una dentadura de tiburón. Es simpático y no para de contar cuentos chistosos. La gente aplaude, ríe, y me fascina, pero por algún designio que no interpreto, lo esquivo.

Del otro lado, a mi derecha, otro grupo de jóvenes también se reunió alrededor del fuego, cantan melodías románticas del cancionero popular, me sorprendo a mí misma tarareando los estribillos y cambio de fogón. El joven cuentacuentos me sigue con la mirada, la siento ardiente en mis nalgas y me ruborizo. Las canciones me invaden y rápidamente me olvido de mi galán.

Allí también hago contacto visual; esta vez es una mujer y me intimida con un guiño que no descifro, aunque me gusta y no me sorprendo; por el contrario, me estremece.

Su mirada es gatuna y me encrespa la piel. Su voz es muy dulce y canta como un ángel. Se me acerca y me pone nerviosa. Me invita de su vaso, una gaseosa cola, me sonríe y me dice: —Soy Azucena, ¿y vos?

Sus dientes, como perlas, reflejan las llamas, en sus ojos estoy yo, y me veo asustada.

Me cuenta que viene de Tapeque, un lugar escondido en el medio de la nada y que ya no piensa regresar. A sus veintitrés años le urge el culo y ríe estruendosamente por lo dicho. Su compañía es agradable y pasamos horas hablando hasta que el amanecer nos descubre caminando por una playa vacía y silenciosa. Siento que estamos volando a la par, pero las olas que besan nuestros pies y borra nuestras huellas se sienten frías y me mantiene alerta, sé qué es lo que busca, pero no me doy por aludida.

Distingo a Ada detrás del médano, sacudiéndose la arena de la pollera, viene con un amigo que sonríe satisfecho. Ella nos identifica, nos saluda con las palmas hacia arriba y corre contenta hacia nosotras, mientras su compañero da la vuelta y regresa al campamento.