Los pecados del padre - Jeffrey Archer - E-Book

Los pecados del padre E-Book

Jeffrey Archer

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Beschreibung

"Los pecados del padre" es el segundo libro de las aclamadas Las crónicas de Clifton, la obra más ambiciosa de Jeffrey Archer tras una carrera de cuatro décadas como autor bestsellers internacionales. Tras la estela del lanzamiento el año pasado de "Solo el tiempo lo dirá", libro que arrasó en las listas de bestsellers de todo el mundo, "Los pecados del padre" lleva al lector a asombroso viaje desde los bajos fondos de Bristol a las salas de juntas de Manhattan. El libro da comienzo en Nueva York, 1939. Harry Clifton, bajo la nueva identidad de Tom Bradshaw, se encuentra arrestado por homicidio en primer grado. Cuando Sefton Jelks, un abogado estrella de Manhattan, le ofrece sus servicios sin esperar pago a cambio, Harry no tiene más remedio que aceptar la oferta, pues no le queda un centavo. Después de que Harry sea hallado culpable y condenado en el juicio, Selks desaparece misteriosamente. La única forma que tendrá Harry de demostrar su inocencia será revelar su verdadera identidad, cosa que ha jurado no hacer para proteger a la mujer que ama. Mientras tanto, su amada Emma Barrington viaja a Nueva York. Ha dejado a su hijo en Inglaterra tras decidir que hará todo lo posible para encontrar al hombre con quien esperaba contraer matrimonio, incapaz de creer que ha muerto en el mar. La única prueba que posee es una carta que ha permanecido cerrada sobre la repisa de una chimenea en Bristol desde hace más de un año. Sin embargo, la letra de la carta es inconfundible.La nueva novela época de Jeffrey Archer tensa las lealtades familiares hasta el límite a medida que se revelan nuevos secretos. "Los pecados del padre" presenta todos los giros característicos de las clásicas novelas de Archer. Una historia que dejará a los lectores con ganas de mucho más.-

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Jeffrey Archer

Los pecados del padre

(Las crónicas de Clifton, Vol. II)

Traducción de José Luis Piquero

Saga

Los pecados del padre Translated byJosé Luis Piquero Original titleThe Sins of the FatherCover image: Shutterstock Copyright © 2012, 2020 Jeffrey Archer and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726492026

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

SIR TOMMY MACPHERSON

 

CBE, MC**, TD, DL

 

Chevalier de la Légion d’Honneur,

Croix de Guerre con dos Palmas y una Estrella,

Medaglia d’Argento y Medalla de la Resistencia, Italy,

Knight of St Mary of Bethlehem

Mi agradecimiento a las siguientes personas por sus inestimables consejos e investigaciones:

 

Simon Bainbridge, Eleanor Dryden, Dr. Robert Lyman (FRHistS), Alison Prince, Mari Roberts y Susan Watt.

LOS BARRINGTON

Sir Walter Barrington m.  Mary Barrington Phyllis Andrew Harvey m. Leticia

1866- 1874- 1875- 1868-

 

Nicholas Hugo m.  Elizabeth Harvey

1894-1918 1896- 1900-

 

Giles  Emma  Grace

1920- 1921- 1923-

LOS CLIFTON

Harold Tancock m.  Vera Prescott

1871- 1876-

 

Ray  Albert Stanley Maisie m.  Arthur Clifton Elsie

1895-1917  1896-1917 1898- 1901- 1898-1921 1908-1910

 

Harry  Sebastian

1920- 1940-

«Pues yo el Señor tu Dios soy un Dios celoso y contemplo los pecados de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación...».

Libro de Oración Común

HARRY CLIFTON 1939-1941

1

—Me llamo Harry Clifton.

—Claro, y yo soy Babe Ruth —dijo el detective Kolowski mientras encendía un cigarrillo.

—No —dijo Harry—, no lo entiende. Ha habido un terrible error. Yo soy Harry Clifton, inglés de Bristol. Serví en el mismo barco que Tom Bradshaw.

—Guárdeselo para su abogado —dijo el detective exhalando profundamente y llenando la pequeña celda con una nube de humo.

—No tengo abogado —protestó Harry.

—Si yo estuviera en el apuro en el que está usted, muchacho, consideraría que contar con Sefton Jelks de mi lado era mi única esperanza.

—¿Quién es Sefton Jelks?

—Quizá no haya oído hablar del abogado más listo de Nueva York —dijo el detective expulsando otra nube de humo—, pero tiene cita para verlo mañana por la mañana a las nueve, y Jelks no sale de su oficina a no ser que paguen su factura por adelantado.

—Pero... —empezó Harry mientras Kolowski golpeaba con la palma de la mano la puerta de la celda.

—Así que cuando aparezca Jelks por la mañana —prosiguió Kolowski ignorando la interrupción de Harry—, será mejor que venga usted con una historia más convincente que eso de que hemos arrestado al hombre equivocado. Le dijo al oficial de inmigración que era Tom Bradshaw, y si él lo creyó así, también lo creerá el juez.

La puerta de la celda se abrió, pero no antes de que el detective expulsara otra bocanada de humo que hizo toser a Harry. Kolowski salió al pasillo sin decir otra palabra y cerró la puerta de golpe a su espalda. Harry se dejó caer en una litera que estaba pegada a la pared y apoyó la cabeza en una almohada dura como un ladrillo. Contempló el techo y empezó a pensar en cómo había acabado en una celda policial al otro lado del mundo y acusado de asesinato.

 

La puerta se abrió mucho antes de que la luz de la mañana pudiera colarse en la celda a través de los barrotes de la ventana. A pesar de lo temprano de la hora, Harry estaba totalmente despierto.

Un guardia entró con una bandeja de comida que el Ejército de Salvación no habría considerado ofrecerle a un vagabundo sin un centavo. Dejó la bandeja en la pequeña mesa de madera y salió sin decir una palabra.

Harry echó una mirada a la comida antes de ponerse a andar de un lado a otro. Con cada paso se sentía más confiado de poder solucionar el asunto rápidamente en cuanto le hubiera explicado al señor Jelks la razón por la que había cambiado su nombre por el de Tom Bradshaw. Probablemente el peor castigo sería la deportación, y como él siempre había tenido la intención de volver a Inglaterra para alistarse en la marina, todo cuadraba con su plan original.

A las 8.55, Harry estaba sentado en el borde de la litera, impaciente por que apareciese el señor Jelks. La pesada puerta metálica no se abrió hasta pasados doce minutos de las nueve. Harry se levantó de un salto mientras un guardia de la prisión se hacía a un lado para dejar pasar a un hombre alto y elegante con el cabello gris. Harry pensó que tendría más o menos la edad del abuelo. El señor Jelks vestía un traje cruzado de raya diplomática azul oscuro, una camisa blanca y una corbata a rayas. El aspecto cansado de su rostro le sugirió que pocas cosas le sorprendían.

—Buenos días —dijo dirigiéndole a Harry una ligera sonrisa—. Mi nombre es Sefton Jelks. Soy el socio principal de Jelks, Myers y Abernathy, y mis clientes, el señor y la señora Bradshaw, me han pedido que le represente en su inminente juicio.

Harry le ofreció a Jelks la única silla de su celda, como si fuera un viejo amigo que se hubiera dejado caer por su estudio en Oxford para tomar una taza de té. Se sentó en la litera y contempló al abogado mientras este abría su maletín, extraía un bloc de notas amarillo y lo ponía sobre la mesa.

Jelks sacó una pluma de un bolsillo interior y dijo:

—Quizá podría empezar contándome quién es usted, ya que ambos sabemos que no es el teniente Bradshaw.

Si al abogado le sorprendió la historia de Harry, no dio muestras de ello. Con la cabeza inclinada, tomó numerosas notas en su bloc amarillo mientras Harry explicaba cómo había acabado pasando la noche en la cárcel. Cuando terminó, Harry dio por hecho que sus problemas habían terminado, al tener de su lado a un abogado con tanta experiencia. Es decir, lo dio por hecho hasta que oyó la primera pregunta de Jelks.

—¿Dice que le escribió una carta a su madre mientras se encontraba a bordo del Kansas Star, explicándole por qué había asumido la identidad de Tom Bradshaw?

—Es correcto, señor. No quería que mi madre sufriera innecesariamente, pero al mismo tiempo necesitaba que ella comprendiese por qué había tomado tan drástica decisión.

—Sí, puedo entender por qué pudo haber considerado que cambiar de identidad solucionaría sus problemas inmediatos, sin darse cuenta de que eso le acarrearía una serie de problemas aún más complicados —dijo Jelks. Su siguiente pregunta sorprendió todavía más a Harry—: ¿Recuerda el contenido de esa carta?

—Por supuesto. La escribí y reescribí tantas veces que podría reproducirla casi literalmente.

—Entonces permítame poner a prueba su memoria —dijo Jelks, y sin otra palabra arrancó una hoja de su bloc amarillo y se la entregó junto con su pluma.

Harry dedicó unos momentos a recordar las palabras exactas antes de ponerse a reescribir la carta.

Querida madre:

He hecho cuanto he podido para asegurarme de que recibes esta carta antes de que alguien pueda contarte que resulté muerto en el mar.

Como muestra la fecha de esta carta, no sucumbí cuando el Devonian se hundió el 4 de septiembre. De hecho, me sacó del mar un barco norteamericano, y te aseguro que estoy vivo. Sin embargo, me surgió la oportunidad de asumir la identidad de otro hombre, y así lo hice, en la esperanza de que os liberaría a ti y a la familia Barrington de los muchos problemas que al parecer he causado involuntariamente a lo largo de estos años.

Es importante que sepas que mi amor por Emma no ha disminuido en modo alguno; todo lo contrario. Pero no creo tener derecho a esperar que se pase el resto de su vida sujeta a la vana esperanza de que en algún momento sea capaz de probar que Arthur Clifton y no Hugo Barrington era mi padre. De este modo, ella podrá al menos considerar su futuro con otro hombre. Envidio a ese hombre.

Tengo pensado volver a Inglaterra en un futuro cercano. Si recibes alguna comunicación de un tal Tom Bradshaw, seré yo.

Me pondré en contacto contigo en cuanto ponga un pie en Inglaterra, pero, mientras tanto, debo rogarte que guardes mi secreto con la misma firmeza con que guardaste el tuyo durante tantos años.

Tu hijo que te quiere: Harry.

Cuando Jelks hubo terminado de leer la carta, de nuevo cogió a Harry por sorpresa.

—¿Envió usted mismo la carta, señor Clifton —preguntó—, o confió esa responsabilidad a alguien más?

Por primera vez Harry desconfió, y decidió no mencionar que le había pedido al doctor Wallace que enviase la carta a su madre cuando volviese a Bristol en un par de semanas. Temía que Jelks persuadiera al doctor Wallace para que le entregase la carta, y entonces su madre no tendría forma de saber que seguía vivo.

—Envié la carta al llegar a tierra —dijo.

El abogado se tomó su tiempo antes de proseguir.

—¿Tiene alguna prueba de que usted es Harry Clifton y no Thomas Bradshaw?

—No, señor, no la tengo —dijo Harry sin vacilar, dolorosamente consciente de que nadie a bordo del Kansas Star tenía ningún motivo para creer que no fuese Tom Bradshaw, y de que las únicas personas que podían verificar su historia se encontraban al otro lado del océano, a más de tres mil millas de distancia, y que no tardarían mucho en ser informadas de que Harry Clifton había muerto en el mar.

—Entonces podría ayudarle, señor Clifton. Eso asumiendo que aún desea que la señorita Emma Barrington piense que está muerto. Si es así —dijo Jelks con una sonrisa insincera en el rostro—, podría ofrecerle una solución a su problema.

—¿Una solución? —dijo Harry, sintiendo alguna esperanza por primera vez.

—Pero solo si se ve capaz de seguir representando el personaje de Thomas Bradshaw.

Harry permaneció en silencio.

—La oficina del fiscal del distrito ha aceptado que los cargos contra Bradshaw son en el mejor caso circunstanciales, y la única prueba real a la que se aferran es que este abandonó el país el día después de que se cometiera el crimen. Conscientes de la debilidad de su caso, han aceptado retirar el cargo de asesinato si se declara culpable del cargo menor de deserción mientras servía en las fuerzas armadas.

—Pero ¿por qué iba a aceptar eso? —preguntó Harry.

—Puedo pensar en tres buenas razones —replicó Jelks—. En primer lugar, si no lo hace es probable que acabe pasando seis años en prisión por entrar en Estados Unidos de manera fraudulenta. En segundo lugar, conservaría su anonimato, y así la familia Barrington no tendría ninguna razón para pensar que aún vive. Y en tercer lugar, los Bradshaw están dispuestos a pagarle diez mil dólares si ocupa el lugar de su hijo.

Harry comprendió inmediatamente que aquella era una oportunidad para resarcir a su madre por todos los sacrificios que había hecho por él a lo largo de los años. Una suma tan grande de dinero transformaría su vida y la permitiría escapar del miserable apartamento de Still House Lane y de la llamada semanal a la puerta del cobrador de la renta. Incluso podría pensar en dejar su empleo de camarera en el Grand Hotel y empezar una vida más fácil, aunque esto Harry lo veía improbable. Pero antes de aceptar el plan de Jelks, tenía algunas preguntas que hacer.

—¿Por qué iban a querer los Bradshaw llevar a cabo un engaño como ese cuando tienen que saber que su hijo murió en el mar?

—La señora Bradshaw está desesperada por limpiar el nombre de Thomas. Nunca aceptará que uno de sus hijos haya podido matar al otro.

—¿Así que de eso acusan a Tom? ¿De matar a su hermano?

—Sí, pero, como he dicho, las pruebas son endebles y circunstanciales, y ciertamente no se sostendrían ante un tribunal; por eso la oficina del fiscal del distrito está dispuesto a retirar los cargos, pero solo si aceptamos declararnos culpables del cargo menor de deserción.

—¿Y cuál sería la sentencia, si acepto?

—La oficina del fiscal ha acordado recomendar al juez que se le sentencie a un año, así que con buen comportamiento podría estar libre en seis meses. Bastante mejor que los seis años que puede esperar si insiste en decir que usted es Harry Clifton.

—Pero en el momento en que entre en la sala del tribunal, alguien se dará cuenta de que no soy Bradshaw.

—Es poco probable —dijo Jelks—. Los Bradshaw son de Seattle, en la Costa Oeste, y aunque gozan de una posición acomodada, raramente visitan Nueva York. Thomas se alistó en la marina cuando tenía diecisiete años, y, como bien sabe, no puso un pie en América durante los últimos cuatro años. Y si se declara culpable, solo permanecerá en la sala unos veinte minutos.

—Pero en cuanto abra la boca todo el mundo se dará cuenta de que no soy americano.

—Por eso no abrirá la boca, señor Clifton. —El astuto abogado parecía tener una respuesta para todo. Harry intentó otra estratagema.

—En Inglaterra, los juicios por asesinato están llenos de periodistas, y la gente hace cola para entrar en la sala desde primera hora con la esperanza de echarle un vistazo al acusado.

—Señor Clifton, en Nueva York se están celebrando actualmente catorce juicios por asesinato, incluyendo el del tristemente célebre «asesino de las tijeras». Dudo que asignen a este caso ni siquiera a un reportero novato.

—Necesito algún tiempo para pensarlo.

Jelks consultó su reloj.

—Tenemos que presentarnos ante el juez Atkins a mediodía, así que tiene poco más de una hora para decidirse, señor Clifton. —Llamó a un guardia para que abriese la puerta de la celda—. Si decide prescindir de mis servicios, le deseo suerte, porque no volveremos a vernos —añadió antes de salir de la celda.

Harry se sentó en el borde de la litera, meditando sobre la oferta de Sefton Jelks. Aunque no dudaba de que el abogado de pelo plateado tenía una agenda oculta, seis meses sonaban mucho mejor que seis años, y ¿a quién más podía recurrir, aparte de a aquel veterano abogado? Harry deseó poder aparecer en el despacho de sir Walter Barrington durante unos momentos y pedirle consejo.

 

Una hora después, Harry, vestido con un traje azul oscuro, camisa crema, cuello almidonado y corbata a rayas, era esposado, sacado de su celda, montado en un vehículo de la prisión y trasladado a la sala del tribunal bajo vigilancia armada.

—Nadie debe verlo como alguien capaz de matar —había declarado Jelks después de que un sastre visitara la celda de Harry con media docena de trajes, camisas y una selección de corbatas para que escogiese.

—No lo soy —le recordó Harry.

Harry se reunió con Jelks en el vestíbulo. El abogado le dedicó la misma sonrisa antes de abrirse paso a través de las puertas batientes y recorrer el pasillo central sin detenerse hasta llegar a los dos asientos vacíos en la mesa del defensor.

Una vez instalado en su silla, en cuanto le quitaron las esposas, Harry recorrió con la mirada la sala casi vacía. Jelks tenía razón. Muy pocas personas, y ciertamente ningún periodista, parecían interesadas en el caso. Para la prensa debía de tratarse de un delito local más en el que el acusado sería probablemente absuelto; nada de titulares acerca de «Caín y Abel», porque no había posibilidad de silla eléctrica en la sala número cuatro.

Al sonar la primera campana anunciando el mediodía, se abrió una puerta en el otro extremo de la sala y apareció el juez Atkins. Caminó lentamente a través de la sala, subió las escaleras y ocupó su lugar tras la mesa en el estrado elevado. Luego hizo una señal con la cabeza en dirección a la mesa del fiscal, como si supiera exactamente lo que este iba a decir.

Un joven abogado se levantó de la mesa del fiscal y explicó que el estado retiraba los cargos por asesinato, pero que acusaría a Thomas Bradshaw de deserción de la Marina de Estados Unidos. El juez asintió, y volvió su atención al señor Jelks, que se puso en pie a su vez.

—Y del segundo cargo, por deserción, ¿cómo se declara su cliente?

—Culpable —dijo Jelks—. Confío en que su señoría sea indulgente con mi defendido en esta ocasión, porque no necesito recordarle, señor, que este es su primer delito, y antes de este inusual error tenía un historial impecable.

El juez Atkins frunció el ceño.

—Señor Jelks —dijo—, algunos podrían considerar que el que un oficial deserte de su puesto mientras sirve a su país es un crimen tan atroz como el asesinato. Estoy seguro de que yo no tengo que recordarle a usted que hasta hace poco tiempo, una falta como esa habría puesto a su cliente ante un pelotón de fusilamiento.

Harry se sintió mareado mientras miraba a Jelks, que no apartó los ojos del juez.

—Teniendo eso presente —prosiguió Atkins—, sentencio al teniente Thomas Bradshaw a seis años de cárcel. —Golpeó con el mazo y, antes de que Harry tuviera ocasión de protestar, dijo—: Siguiente caso.

—Usted me dijo... —empezó Harry, pero Jelks ya le había dado la espalda a su cliente y se alejaba. Harry estaba a punto de seguirlo cuando los dos guardias lo agarraron por los brazos, se los pusieron a la espalda y esposaron rápidamente al criminal convicto antes de sacarlo de la sala a través de una puerta que Harry no había visto antes.

Se volvió a mirar a Sefton Jelks, que estaba estrechando la mano a un hombre de mediana edad que claramente lo felicitaba por un trabajo bien hecho. ¿Dónde había visto Harry esa cara antes? Y entonces se dio cuenta... de que tenía que ser el padre de Tom Bradshaw.

2

Condujeron a Harry sin ceremonias a través de un largo pasillo mal iluminado hasta sacarlo por una puerta sin marcas a un patio vacío.

En medio del patio había un autobús amarillo que no exhibía ningún número ni señal alguna de su destino. Junto a la puerta había un guardia fornido que sostenía un rifle y que asintió para indicar a Harry que montase. Los guardias lo ayudaron a subir, por si se lo pensaba mejor.

Harry se sentó y contempló taciturno por la ventanilla cómo subían al autobús a un grupo de convictos, algunos con las cabezas bajas mientras otros, que claramente ya habían recorrido antes ese camino, actuaban con desenfadada arrogancia. Dio por hecho que el autobús no tardaría en partir hacia su destino, fuese el que fuese, pero estaba a punto de aprender su primera y dolorosa lección como prisionero: una vez que te han condenado, nadie tiene prisa.

Harry pensó en preguntar a uno de los guardias adónde iban, pero ninguno de ellos parecía un guía turístico servicial. Se sobresaltó cuando alguien se desplomó en el asiento contiguo. No quería quedarse mirando a su nuevo compañero, pero como el hombre se presentó inmediatamente, lo observó con más atención.

—Mi nombre es Pat Quinn —anunció con un ligero acento irlandés.

—Tom Bradshaw —dijo Harry, que le habría estrechado la mano de no ser porque ambos estaban esposados.

Quinn no parecía un criminal. Sus pies casi no llegaban al suelo, así que debía de medir muy poco más de cinco pies, y mientras que los demás convictos del autobús eran musculosos o simplemente robustos, Quinn parecía estar a punto de ser arrastrado por una ráfaga de viento. Su pelo rojo, que ya clareaba, empezaba a volverse gris, aunque no podía tener más de cuarenta años.

—¿Eres novato? —dijo Quinn con confianza.

—¿Es tan evidente? —preguntó Quinn.

—Lo llevas escrito en la cara.

—¿Qué es lo que llevo escrito en la cara?

—Que no tienes ni idea de qué sucederá a continuación.

—¿Así que, evidentemente, usted no es novato?

—Es la novena vez que me veo en una como esta, o podría ser la doceava.

Harry se rio por primera vez en días.

—¿Por qué te han metido? —preguntó Quinn.

—Deserción —replicó Harry sin más adorno.

—Nunca había oído hablar de eso —dijo Quinn—. Yo he desertado de tres esposas, pero nunca me mandaron al talego por eso.

—Yo no deserté de ninguna esposa —dijo Harry, pensando en Emma—. Deserté de la Marina Real... Quiero decir, la Marina.

—¿Cuánto te han echado por eso?

—Seis años.

Quinn silbó a través de los dos dientes que le quedaban.

—Suena un poco duro. ¿Quién era el juez?

—Atkins —dijo Harry con rencor.

—¿Arnie Atkins? Te tocó el juez equivocado. Si alguna vez vuelves a juicio, asegúrate de que te toque el bueno.

—No sabía que se podía elegir juez.

—No se puede —dijo Quinn—, pero hay maneras de evitar a los peores. —Harry miró atentamente a su compañero, pero no le interrumpió—. Hay siete jueces de circuito, y tienes que evitar a dos a toda costa. Uno es Arnie Atkins. Es corto en sonreír y largo en sentenciar.

—Pero ¿cómo podría haberlo evitado? —preguntó Harry.

—Atkins ha presidido el tribunal durante los últimos once años, así que si me toca ir en esa dirección, tengo un ataque epiléptico y los guardias me llevan a ver al médico de la corte.

—¿Es usted epiléptico?

—No —dijo Quinn—, no estás prestando atención. —Sonaba exasperado, y Harry guardó silencio—. Para cuando fingí estar recuperado, ya habían asignado mi caso a otra sala.

Harry se echó a reír por segunda vez.

—¿Y siempre lo consigue?

—No, no siempre; pero si me tocan un par de guardias novatos, tengo una oportunidad, aunque se está poniendo difícil repetir la misma treta una y otra vez. Esta vez no tuve ninguna dificultad, porque me trajeron directamente a la sala dos, que es territorio del juez Regan. Es irlandés (como yo, por si no lo habías notado) y siempre tiende a darle a un compatriota una sentencia menor.

—¿Cuál fue su delito? —preguntó Harry.

—Soy carterista —anunció Quinn como si fuese arquitecto o médico—. Estoy especializado en carreras en verano y salas de boxeo en invierno. Siempre es más fácil cuando el objetivo está de pie —explicó—. Pero últimamente me está fallando la suerte, porque ya hay demasiados polis que me reconocen, así que he tenido que trabajar en el metro y en las estaciones de autobús, donde las ganancias son escasas y es más probable que te cojan.

Harry tenía muchas cosas que preguntarle a su nuevo mentor, y, como un estudiante entusiasta, se concentró en las preguntas que podrían ayudarlo a pasar su examen de ingreso, contento de que Quinn no hubiera cuestionado su acento.

—¿Sabe adónde vamos? —preguntó.

—La penitenciaría de Lavenham o la de Pierpoint —dijo Quinn—. Todo depende de si dejamos la autopista por la salida doce o la catorce.

—¿Ha estado ya en alguna de ellas?

—En ambas, varias veces —dijo Quinn con naturalidad—. Y antes de que preguntes, si hubiera una guía turística de prisiones, Lavenham se llevaría una estrella y Pierpoint sería cerrada de inmediato.

—¿Por qué simplemente no le preguntamos al guardia a cuál de las dos vamos? —dijo Harry, que quería salir de dudas.

—Porque nos dirá la que no es, solo para fastidiar. Si es Lavenham, lo único de lo que tienes que preocuparte es de en qué bloque te meterán. Como eres novato, probablemente irás al bloque A, donde la vida es mucho más fácil. A los veteranos como yo normalmente nos mandan al bloque D, donde no hay nadie menor de treinta años ni con un historial de violencia, así que es el mejor sitio si lo único que quieres es bajar la cabeza y cumplir tu condena. Intenta evitar los bloques B y C: están llenos de drogadictos y psicópatas.

—¿Qué debo hacer para asegurarme de acabar en el bloque A?

—Dile al guardia de recepción que eres un cristiano devoto, que no fumas y no bebes.

—No sabía que se permitía beber en prisión —dijo Harry.

—No se permite, estúpido hijo de puta —dijo Quinn—. Pero si pones unos cuantos machacantes —añadió frotando las puntas del pulgar y el índice—, los guardias se convierten de pronto en camareros. Ni siquiera la prohibición acabó con eso.

—¿Qué es lo más importante que tener en cuenta en mi primer día?

—Asegúrate de conseguir el trabajo adecuado.

—¿Qué opciones hay?

—Limpieza, cocina, hospital, lavandería, biblioteca, jardinería y capilla.

—¿Qué tengo que hacer para entrar en la biblioteca?

—Diles que sabes leer.

—¿Y usted que les dice? —preguntó Harry.

—Que me formé como chef.

—Eso debió de ser interesante.

—Aún no lo has cogido, ¿verdad? —dijo Quinn—. Nunca me formé como chef, pero eso significa que me pondrán en la cocina, que es el mejor trabajo en cualquier prisión.

—¿Y eso por qué?

—Te dejan salir de la celda antes del desayuno, y no tienes que volver hasta después de la cena. Se está caliente y tienes la mejor comida para escoger. Ah, vamos a Lavenham —dijo Quinn cuando el autobús tomó la salida 12 de la autopista—. Eso es bueno, porque ya no tendré que responder ninguna pregunta idiota sobre Pierpoint.

—¿Algo más que deba ser sobre Lavenham? —preguntó Harry imperturbable ante el sarcasmo de Quinn, porque sospechaba que el veterano estaba disfrutando al impartir una clase magistral a un alumno tan dispuesto.

—Son demasiadas cosas —suspiró—. Solo recuerda pegarte a mí una vez que nos hayan registrado.

—Pero ¿no le enviarán automáticamente al bloque D?

—No si está de servicio el señor Mason —dijo Quinn sin más explicación.

Harry pudo hacer unas cuantas preguntas más antes de que el autobús se detuviera finalmente en el exterior de la prisión. De hecho, le pareció que había aprendido más de Quinn en un par de horas que en una docena de clases en Oxford.

—Pégate a mí —repitió Quinn mientras las pesadas puertas se abrían. El autobús avanzó lentamente hacia un solar lleno de matorrales que nunca había conocido un jardinero. Se detuvo frente a un enorme edificio de ladrillo que presentaba varias hileras de ventanas pequeñas y sucias, algunas de ellas con ojos que atisbaban.

Harry se quedó mirando mientras una docena de guardias formaba un pasillo que conducía a la entrada de la prisión. Dos armados con rifles se habían plantado a cada lado de la puerta del autobús.

—Salid del autobús en fila de a dos —dijo uno de ellos roncamente—, con un intervalo de cinco minutos entre cada pareja. Que nadie se mueva una pulgada a menos que yo lo diga.

Harry y Quinn permanecieron en el autobús durante una hora más. Cuando finalmente fueron conducidos afuera, Harry alzó la vista a los altos muros coronados por alambradas de espino que rodeaban toda la prisión y pensó que ni siquiera el campeón mundial de salto de pértiga habría podido escapar de Lavenham.

Harry siguió a Quinn al interior del edificio, donde se detuvieron ante un guardia que estaba sentado tras una mesa y llevaba un uniforme azul brillante y gastado con botones que ya no brillaban. Parecía como si hubiese servido una cadena perpetua mientras estudiaba la lista de nombres en su tabla portapapeles. Sonrió cuando vio al siguiente prisionero.

—Bienvenido otra vez, Quinn —dijo—. Verás que las cosas no han cambiado mucho desde la última vez que estuviste aquí.

Quinn sonrió entre dientes.

—Me alegra volver a verle, señor Mason. Quizá tenga la bondad de pedirle a un botones que suba mi equipaje a mi habitación de siempre.

—No tientes a la suerte, Quinn —dijo Mason—, o me sentiré tentado a contarle al médico nuevo que no eres epiléptico.

—Pero, señor Mason, tengo un certificado médico que lo prueba.

—De la misma fuente que tu título de chef, sin duda —dijo Mason volviendo su atención a Harry—. ¿Y tú quién eres?

—Este es mi compa, Tom Bradshaw. No fuma, no bebe, no dice palabrotas ni escupe —dijo Quinn antes de que Harry tuviera ocasión de hablar.

—Bienvenido a Lavenham, Bradshaw —dijo Mason.

—Capitán Bradshaw, en realidad —dijo Quinn.

—Era teniente. Nunca fui capitán —dijo Harry. Quinn pareció decepcionado de su protegido.

—¿Novato? —preguntó Mason mirando a Harry con más atención.

—Sí, señor.

—Te pondré en el bloque A. En cuanto te hayas duchado y hayas recogido en el almacén tu uniforme de la prisión, el señor Hessler te llevará a la celda número tres dos siete. —Mason consultó su lista ante de volverse a un joven guardia que estaba de pie detrás de él, con una cachiporra balanceándose en su mano derecha.

—¿Y no puedo estar con mi amigo? —preguntó Quinn una vez que Harry firmó el registro—. Después de todo, el teniente Bradshaw podría necesitar un ordenanza.

—Tú eres la última persona que necesita —dijo Mason. Harry estaba a punto de hablar cuando el carterista se agachó, se sacó del calcetín un billete de dólar doblado y lo deslizó en el bolsillo superior de Mason en un abrir y cerrar de ojos.

—Quinn también irá a la celda tres dos siete —dijo Mason al guardia más joven.

Si Hessler había visto el intercambiado, no hizo ningún comentario.

—Vosotros dos, seguidme —fue todo cuanto dijo.

Quinn siguió a Harry antes de que Mason pudiera cambiar de opinión.

Los dos nuevos prisioneros marcharon por un largo pasillo de ladrillo verde hasta que Hessler se detuvo ante un pequeño cuarto de duchas que tenía dos estrechos bancos de madera fijados a la pared, llenos de toallas usadas.

—Desnudaos y tomad una ducha —dijo Hessler.

Harry se quitó lentamente el traje entallado, la elegante camisa color crema, el cuello duro y la corbata a rayas que el señor Jelks le había proporcionado sagazmente para impresionar al juez. El problema era que le había tocado el juez equivocado.

Quinn ya estaba bajo la ducha antes de que Harry se hubiera desatado los zapatos. Giró el grifo y un chorrito de agua cayó de mala gana sobre su cabeza casi calva. Luego recogió un trozo de jabón del suelo y empezó a frotarse con él. Harry se introdujo bajo el agua fría de la única otra ducha y un momento después Quinn le pasó lo que quedaba del jabón.

—Recuérdame que hable con el gerente acerca del servicio —dijo Quinn mientras cogía una toalla húmeda, no mucho mayor que un paño de cocina, e intentaba secarse.

Hessler permanecía con los labios fruncidos.

—Vestíos y seguidme —dijo antes de que Harry hubiera terminado de enjabonarse.

Hessler recorrió de nuevo el pasillo a buen paso, seguido por un Harry a medio vestir, aún mojado. No se detuvieron hasta llegar a una puerta doble que indicaba ALMACÉN. Hessler llamó enérgicamente y al momento las puertas se abrieron para mostrar a un guardia apático, con los codos en el mostrador, fumando un cigarrillo liado. El guardia sonrió cuando vio a Quinn.

—No estoy seguro de que ya hayan devuelto tu uniforme de la lavandería, Quinn —dijo.

—Entonces necesitaré un equipamiento nuevo con todo, señor Newbold —dijo Quinn, que se agachó y sacó de su otro calcetín algo que desapareció enseguida sin dejar rastro—. Mis requerimientos son simples —añadió—. Una manta, dos sábanas de algodón, una almohada, una funda de almohada... —El guardia seleccionó cada artículo de las estanterías que tenía detrás antes de ponerlo todo en un pulcro montón sobre el mostrador—. Dos camisas, tres pares de calcetines, seis pares de pantalones, dos toallas, un tazón, un plato, cuchillo, tenedor y cuchara, una navaja, un cepillo de dientes y un tubo de pasta de dientes... Prefiero Colgate.

Newbold no hizo ningún comentario mientras el montón de Quinn aumentaba sin parar.

—¿Alguna cosa más? —preguntó finalmente, como si Quinn fuera un valioso cliente que probablemente volvería.

—Sí; mi amigo el teniente Bradshaw necesitará el mismo pedido, y dado que es un oficial y un caballero, asegúrese de que recibe solo lo mejor.

Para sorpresa de Harry, Newbold empezó a hacer otro montón, seleccionando al parecer los mismos artículos, todo gracias al convicto que se había sentado junto a él en el autobús.

—Seguidme —dijo Hessler cuando Newbold hubo terminado su tarea. Harry y Pat cogieron sus montones de ropa y desfilaron por el pasillo. Hubo varias paradas por el camino, porque el guardia al mando tenía que abrir y cerrar puertas enrejadas a medida que se acercaban a las celdas. Cuando finalmente llegaron a la sección, fueron recibidos por la algarabía de un millar de prisioneros.

—Veo que estamos en el último piso, señor Hessler —dijo Quinn—, pero no tomaré el ascensor, ya que necesito ejercicio. —El guardia lo ignoró y siguió andando entre el griterío de los prisioneros.

—Pensé que había dicho que esta era la sección tranquila —dijo Harry.

—Está claro que el señor Hessler no es uno de los guardias más populares —susurró Quinn, justo antes de que los tres alcanzasen la celda 327. Hessler giró la llave de la pesada puerta metálica y la abrió de par en par para que el convicto novato y el convicto veterano entrasen en el hogar que Harry había arrendado para los próximos seis años.

Harry oyó la puerta cerrarse de golpe a su espalda. Contempló la celda y comprobó que no había manilla en el lado interior de la puerta. Dos literas, una arriba y otra abajo, un lavabo de acero adosado a la pared, una mesa de madera, también adosada a la pared, y una silla de madera. Sus ojos se posaron finalmente en un orinal de acero bajo la litera inferior. Pensó que se pondría malo.

—Te toca la litera de arriba —dijo Quinn interrumpiendo sus pensamientos—, ya que eres el novato. Si salgo antes que tú, podrás mudarte a la de abajo y dejar la de arriba para tu nuevo compañero de celda. Etiqueta de la prisión —explicó.

Harry se subió a la litera inferior e hizo lentamente su cama; luego trepó a ella, se tumbó y apoyó la cabeza en la delgada y dura almohada, dolorosamente consciente de que le llevaría algún tiempo lograr una noche de sueño.

—¿Puedo hacerle una pregunta más? —le dijo a Quinn.

—Sí, pero no vuelvas a hablar hasta que se enciendan las luces mañana por la mañana. —Harry recordó a Fisher diciendo casi las mismas palabras durante su primera noche en San Veda.

—Es obvio que ha conseguido colar una considerable cantidad de dinero contante. ¿Cómo es que los guardias no se lo han confiscado en cuanto se subió al autobús?

—Porque si lo hubieran hecho —dijo Quinn—, ningún otro convicto habría vuelto a traer dinero, y el sistema entero se vendría abajo.

3

Harry permaneció tumbado en la litera de arriba y contempló el techo cubierto por una capa de pintura blanca que podía tocar con solo estirar los dedos. El colchón estaba lleno de bultos y la almohada era tan dura que solo lograba conciliar el sueño unos pocos minutos cada vez.

Sus pensamientos volvieron a Sefton Jelks y a lo fácilmente que el viejo leguleyo lo había engañado. «Libra a mi hijo del cargo de asesinato, eso es todo lo que me importa», podía oír al padre de Tom Bradshaw diciéndole a Jelks. Harry trató de no pensar en los siguientes seis años, que al señor Bradshaw no le importaban. ¿Habría valido aquello diez mil dólares?

Dejó de lado a su abogado y se puso a pensar en Emma. La echaba mucho de menos y quería escribirle para decirle que seguía vivo, pero sabía que eso era imposible. Se preguntó qué estaría haciendo en un día de otoño en Oxford. ¿Cómo progresaría su trabajo al empezar su primer año? ¿Estaría cortejándola otro hombre?

¿Y su hermano, Giles, su mejor amigo? Ahora que Gran Bretaña estaba en guerra, ¿habría Giles dejado Oxford para alistarse en la lucha contra los alemanes? De ser así, Harry rezaba por que estuviera vivo. Golpeó un lado del camastro con el puño cerrado, furioso porque no le permitieran hacer su parte. Quinn no dijo nada; daba por hecho que Harry estaba sufriendo su noche de «primeritis».

¿Y Hugo Barrington? ¿Lo habría visto alguien desde que desapareció el día en que Harry debería haberse casado con su hija? ¿Encontraría alguna forma de recuperar el favor perdido una vez que todos creían que Harry estaba muerto? Expulsó a Barrington de sus pensamientos, incapaz aún de aceptar la posibilidad de que aquel hombre pudiera ser su padre.

Cuando volvió a pensar en su madre, Harry sonrió, confiando en que haría buen uso de los diez mil dólares que Jelks había prometido enviarle una vez que él aceptó asumir la personalidad de Tom Bradshaw. Con más de dos mil libras en el banco, Harry confiaba en que dejase su trabajo como camarera en el Grand Hotel y se comprase la casita en el campo de la que siempre había hablado; era lo único bueno que podría salir de toda aquella farsa.

¿Y sir Walter Barrington, que siempre lo había tratado como a un nieto? Si Hugo era el padre de Harry, entonces sir Walter era realmente su abuelo. Si resultaba ser ese el caso, Harry sería el primero en la línea de sucesión de las propiedades Barrington y el título familiar, y llegado el momento se convertiría en sir Harry Barrington. Pero Harry no solo quería que su amigo Giles, el hijo legítimo de Hugo Barrington, heredase el título, sino que, aún más importante, estaba desesperado por demostrar que su verdadero padre era Arthur Clifton. Eso le proporcionaría una oportunidad para casarse con su amada Emma. Harry trató de olvidar dónde iba a pasar los siguientes seis años.

 

A las siete en punto, una sirena sonó para despertar a los prisioneros lo bastante experimentados como para disfrutar de una noche de sueño. Cuando estás dormido no estás en prisión, fueron las últimas palabras que Quinn había musitado antes de caer en un sueño profundo y ponerse a roncar. Eso no molestó a Harry. Puestos a roncar, su tío Stan era un caso aparte.

Harry había tomado una decisión sobre varias cosas durante su larga noche de insomnio. Para ayudar a pasar la crueldad entumecida del tiempo perdido, «Tom» sería un preso modelo, con la esperanza de que su sentencia se redujera por buen comportamiento. Obtendría un trabajo en la biblioteca y escribiría un diario contando todo lo sucedido antes de su sentencia y todo cuanto ocurriese mientras estuviera tras los barrotes. Se mantendría en forma, de modo que, si la guerra continuaba en Europa, pudiera alistarse en el momento en que lo soltaran.

Quinn ya estaba vestido cuando Harry saltó de su litera.

—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, que parecía un novato en el primer día de curso.

—El desayuno —dijo Quinn—. Vístete, coge tu plato y tu taza y asegúrate de estar preparado cuando el guardia abra la puerta. Si te retrasas aunque sea unos segundos, algunos guardias se divierten cerrándote la puerta en las narices. —Harry empezó a ponerse los pantalones—. Y no hables camino de la cantina —añadió Quinn—. Llamarías la atención, lo cual molesta a los veteranos. De hecho, no hables con nadie que no conozcas hasta después de tu segundo año.

Harry se habría reído, pero no estaba seguro de si Quinn bromeaba o no. Oyó la llave girar en la cerradura y la puerta de la celda se abrió. Quinn la atravesó como un galgo que empezara la carrera, con su compañero de celda siguiéndole solo un paso por detrás. Se unieron a una larga fila de prisioneros silenciosos que cruzaban el rellano, pasando ante las puertas abiertas de las celdas vacías antes de descender por una escalera de caracol hasta el piso bajo y unirse a los demás internos para ir a desayunar.

La fila se detuvo antes de llegar a la cantina. Harry contempló a los que atendían la cocina, con sus chaquetillas blancas, de pie tras las planchas. Un guardia que llevaba una porra y vestía una chaqueta blanca larga los vigilaba para asegurarse de que nadie recibiera una ración extra.

—Es un placer volver a verle, señor Siddell —le dijo Pat al guardia en voz baja cuando llegaron al frente de la cola. Los dos hombres se estrecharon las manos como si fueran viejos amigos. Esta vez Harry no vio que ningún dinero cambiase de manos, pero un fugaz gesto de asentimiento por parte del señor Siddell le indicó que allí se había cerrado un trato.

Quinn avanzó en la fila mientras llenaban su plato de estaño con un huevo frito con la yema sólida, un montón de patatas más negras que blancas y dos rebanadas contadas de pan duro. Harry lo alcanzó cuando le llenaban la taza de café hasta la mitad. Los que servían parecieron sorprendidos cuando Harry les dio las gracias uno a uno, como si fuera un invitado a tomar el té en casa del vicario.

—Maldita sea —dijo cuando el último de los encargados le ofreció café—, me he dejado la taza en la celda.

El encargado llenó la taza de Quinn hasta el borde.

—No la olvides la próxima vez —dijo el compañero de celda de Harry.

—¡No se habla en la fila! —gritó Hessler, golpeando la porra en su mano enguantada. Quinn condujo a Harry hasta el extremo de una larga mesa y se sentó en el banco frente a él. Harry tenía tanta hambre que devoró hasta la última miga de su plato, incluyendo el huevo más grasiento que hubiera probado nunca. Incluso consideró lamer el plato, y entonces se acordó de su amigo Giles, en otro primer día.

Cuando Harry y Pat se terminaron su desayuno de cinco minutos, volvieron al piso alto por la escalera de caracol. Una vez cerrada la puerta de la celda, Quinn lavó su plato y su taza y los colocó pulcramente bajo su camastro.

—Cuando vives durante años en un cuarto de ocho por cuatro, aprendes a utilizar cada pulgada de espacio —explicó. Harry siguió su ejemplo, y solo pudo preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que él pudiera enseñarle algo a Quinn.

—¿Qué es lo siguiente? —preguntó Harry.

—Asignación de trabajo —dijo Quinn—. Voy a reunirme con Siddell en la cocina, pero aún tenemos que asegurarnos de que te colocan en la biblioteca. Y eso dependerá del guardia que esté de servicio. El problema es que me he quedado sin pasta. —Apenas habían salido estas palabras de la boca de Quinn cuando la puerta se abrió de nuevo y la silueta de Hessler se dibujó en el umbral, con la porra balanceándose en su mano enguantada.

—Quinn —dijo—, preséntate en la cocina inmediatamente. Bradshaw, ve al puesto nueve y reúnete con los limpiadores de la otra sección.

—Esperaba trabajar en la biblioteca, señor...

—Me importa una mierda lo que esperabas, Bradshaw —dijo Hessler—. Como guardia de sección, yo pongo las normas aquí. Puedes ir a la biblioteca los martes, jueves y domingos entre las seis y las siete, como cualquier otro recluso. ¿Te ha quedado lo bastante claro? —Harry asintió—. Ya no eres oficial, Bradshaw, solo un convicto, como todos los demás en este lugar. Y no malgastes tu tiempo pensando que puedes sobornarme —añadió antes de dirigirse a la siguiente celda.

—Hessler es uno de los pocos guardias que no se dejan sobornar —susurró Quinn—. Ahora tu única esperanza es el señor Swanson, el alcaide. Solo recuerda que se considera una especie de intelectual, lo que probablemente significa que puede juntar dos letras. También es un baptista fundamentalista. ¡Aleluya!

—¿Cuándo tendré ocasión de verle? —preguntó Harry.

—Podría ser en cualquier momento. Solo asegúrate de que se entere de que quieres trabajar en la biblioteca, porque solo le dedica a cada prisionero cinco minutos de su tiempo.

Harry se dejó caer en la silla de madera y hundió la cabeza en las manos. Si no fuera por los diez mil dólares que Jelks había prometido enviarle a su madre, usaría sus cinco minutos para contarle al alcaide la verdad acerca de cómo había terminado en Lavenham.

—Entre tanto, haré lo que pueda para meterte en la cocina —añadió Quinn—. Quizá no sea lo que esperabas, pero ciertamente es mejor que ser limpiador de sección.

—Gracias —dijo Harry. Quinn se apresuró a salir hacia las cocinas, sin necesitar que le indicaran la dirección. Harry volvió a bajar las escaleras hasta el piso bajo y fue en busca del puesto nueve.

Doce hombres, todos novatos, se habían congregado allí a la espera de instrucciones. Tener iniciativa estaba mal visto en Lavenham: olía a rebelión, o sugería que un prisionero podía ser más inteligente que un guardia.

—Coged un cubo, llenadlo de agua y buscaos una fregona —dijo Hessler. Le sonrió a Harry mientras anotaba su nombre en otra tabla—. Como has sido el último en bajar, Bradshaw, trabajarás en el cagadero durante el próximo mes.

—Pero yo no fui el último en bajar —protestó Harry.

—Me pareció que sí —dijo Hessler sin que la sonrisa se borrara de su cara.

Harry llenó su cubo con agua fría y cogió una fregona. No necesitó que le dijeran adónde tenía que ir: las letrinas se olían a una docena de pasos. Empezó a sentir náuseas antes incluso de entrar en la enorme sala cuadrada con treinta agujeros en el piso. Se tapó la nariz, pero cada poco rato tenía que salir a coger aire. Hessler se detuvo a cierta distancia, riendo.

—Te acostumbrarás, Bradshaw —dijo—, con el tiempo.

Harry lamentó haber desayunado tanto, porque no tardó más que unos minutos en vomitarlo todo. Debió de ser al cabo de una hora cuando oyó que otro guardia gritaba su nombre.

—¡Bradshaw!

Harry salió tambaleándose de las letrinas, blanco como el papel.

—Soy yo —dijo.

—El alcaide quiere verte, así que muévete.

Harry pudo respirar más profundamente a cada paso, y cuando llegó al despacho del alcaide casi se sentía un ser humano.

—Espera ahí hasta que te llamen —dijo el guardia.

Harry ocupó un asiento libre entre otros dos prisioneros que se levantaron rápidamente. No podía culparlos. Trató de ordenar sus pensamientos mientras los prisioneros entraban y salían del despacho del alcaide. Quinn tenía razón: las entrevistas duraban unos cinco minutos, algunas incluso menos. Harry no podía permitirse perder un solo segundo del tiempo que le correspondiera.

—Bradshaw —dijo el guardia, y abrió la puerta. Se echó a un lado cuando Harry entró en el despacho del alcaide. Harry decidió no acercarse mucho al señor Swanson, y permaneció a cierta distancia de su enorme escritorio con la parte superior de cuero. Aunque el alcaide estaba sentado, Harry se percató de que no podía abrocharse el botón medio de su blazer. Se había teñido el pelo de negro en un intento de parecer más joven, pero solo le hacía parecer ligeramente ridículo. ¿Qué decía Bruto de la vanidad de César? Ofrécele guirnaldas, y elógialo como si fuera un dios, y esa será su caída.

Swanson abrió la ficha de Bradshaw y la estudió durante unos momentos antes de alzar la mirada a Harry.

—Veo que te han sentenciado a seis años por deserción. Nunca me había encontrado con algo así —admitió.

—Sí, señor —dijo Harry, que no quería perder ni un ápice de su precioso tiempo.

—No te molestes en contarme que eres inocente —prosiguió Swanson—, porque solo uno entre mil lo es, así que las probabilidades están en tu contra. —Harry tuvo que sonreír—. Pero si no husmeas donde no debes —Harry pensó en las letrinas— y no causas problemas, no veo por qué tienes que cumplir los seis años completos.

—Gracias, señor.

—¿Tienes algún interés especial por algo? —preguntó Swanson con aire de que le importase muy poco la respuesta.

—Leer, el arte y el canto coral, señor.

El alcaide lo miró con incredulidad, no muy seguro de si intentaba tomarle el pelo. Señaló un cartel que colgaba en la pared tras su mesa y preguntó:

—¿Puedes decirme el siguiente verso, Bradshaw?

Harry estudió el bordado: «Alzaré la vista a las montañas». Dio las gracias en silencio a la señorita Eleanor E. Monday y a las horas pasadas en los ensayos del coro.

—«De donde viene mi ayuda, dice el Señor». Salmo ciento veintiuno.

El alcaide sonrió.

—Dime, Bradshaw, ¿quiénes son tus autores favoritos?

—Shakespeare, Dickens, Austen, Trollope y Thomas Hardy.

—¿Ninguno de nuestros compatriotas es lo bastante bueno?

Harry tuvo deseos de maldecir en voz alta, tras meter la pata de aquella manera. Echó una mirada a la estantería a medio llenar del alcaide.

—Por supuesto —dijo—. Considero que Francis Scott Fitzgerald, Hemingway y O. Henry no tienen igual, y creo que Steinbeck es el mejor escritor moderno.

Confiaba en haber pronunciado el nombre correctamente. Se aseguraría de haber leído De ratones y hombres antes de volver a encontrarse con el alcaide.

La sonrisa volvió a labios de Swanson.

—¿Qué trabajo te ha asignado el señor Hessler? —preguntó.

—Limpiador de sección, aunque me gustaría trabajar en la biblioteca, señor.

—¿De veras? —dijo el alcaide—. Entonces tendré que comprobar si hay alguna vacante. —Anotó algo en el bloc que tenía delante.

—Gracias, señor.

—Si la hay, serás informado al final del día —dijo el alcaide cerrando la ficha.

—Gracias, señor —repitió Harry. Se apresuró a salir, consciente de que había sobrepasado los cinco minutos que le correspondían.

Una vez en el pasillo, el guardia de servicio lo escoltó de vuelta a su sección. Harry agradeció que Hessler no anduviera por allí, y que los limpiadores hubieran pasado al segundo piso en el momento en que se reunió con ellos.

Mucho antes de que la sirena sonase para el almuerzo, Harry estaba exhausto. Se unió a la fila ante las planchas y se encontró con que Quinn ya se había colocado tras el mostrador para servir a sus compañeros. En el plato de Harry cayó una gran ración de patatas y carne recocida. Se sentó solo en la larga mesa y apenas picoteó en su comida. Temía que si Hessler reaparecía esa tarde acabaría en las letrinas, lo mismo que su almuerzo.

Hessler no estaba de servicio cuando Harry volvió al trabajo, y un guardia distinto puso a otro novato en las letrinas. Harry pasó la tarde barriendo pasillos y vaciando cubos de basura. Su único pensamiento era si el alcaide habría dado orden de recolocarle en la biblioteca. De no ser así, Harry debía confiar en obtener un trabajo en la cocina.

Cuando Quinn volvió a la celda tras la cena, la expresión de su rostro le dijo sin lugar a dudas que no podría estar con su amigo.

—Había una plaza disponible de lavaplatos.

—La quiero —dijo Harry.

—Pero cuando el señor Siddell dio tu nombre, Hessler lo vetó. Dijo que tendrías que estar al menos tres meses como limpiador de sección antes de considerar transferirte a la cocina.

—¿Qué le ocurre a ese hombre? —preguntó Harry con desesperación.

—Corre el rumor de que trató de alistarse para oficial naval, pero suspendió el examen de admisión y tuvo que entrar en el servicio penitenciario. Así que el teniente Bradshaw tendrá que sufrir las consecuencias.

4

Harry pasó los siguientes veintinueve días limpiando las letrinas en el bloque A, y hasta que no apareció otro novato, Hessler no lo liberó de sus obligaciones para dedicarse a convertir en un infierno la vida de otro.

—Ese maldito tipo es un psicópata —dijo Quinn—. Siddell aún está dispuesto a ofrecerte un trabajo en la cocina, pero Hessler te ha vetado. —Harry no dijo nada—. Pero las noticias no son tan malas —sugirió Quinn—, porque acabo de enterarme de que Andy Savatori, el ayudante del bibliotecario, va a salir en libertad condicional. Van a soltarlo el próximo mes, y, lo que es aún mejor, parece que nadie quiere su puesto.

—Deakins lo querría —dijo Harry en voz baja—. Entonces, ¿qué tengo que hacer para asegurarme de que me lo dan a mí?

—Nada. De hecho procura dar la impresión de que no estás interesado, y mantente alejado de Hessler, porque sabemos que el alcaide está de tu parte.

El mes siguiente pasó a rastras; cada día parecía más largo que el anterior. Harry visitaba la biblioteca cada martes, jueves y domingo entre las seis y las siete, pero Max Lloyd, el bibliotecario jefe, no le dio ninguna razón para creer que lo estuvieran considerando para el puesto. Savatori, su ayudante, se mostraba reservado, aunque claramente sabía algo.

—No creo que Lloyd me quiera de ayudante —dijo Harry una noche después de que se apagasen las luces.

—Lloyd no tiene nada que decir —dijo Quinn—. Es decisión del alcaide.

Pero Harry no estaba convencido.

—Sospecho que Hessler y Lloyd trabajan juntos para asegurarse de que no obtengo el puesto.

—¿Te estás volviendo para... ¿cómo es la palabra? —dijo Quinn.

—Paranoico.

—Sí, eso es lo que te estás volviendo, aunque no esté seguro de lo que significa.

—Alimentar sospechas infundadas —dijo Harry.

—¡Yo no lo habría dicho mejor!

Harry no estaba convencido de que sus sospechas fuesen infundadas, y, una semana después, Savatori lo llevó aparte y le confirmó sus peores temores.

—Hessler ha propuesto a tres internos para que el alcaide los tome en consideración, y tu nombre no está en la lista.

—Entonces eso es todo —dijo Harry golpeándose un lado de su pierna—. Seré limpiador de sección para el resto de mi vida.

—No necesariamente —dijo Savatori—. Ven a verme el día anterior a que me suelten.

—Pero para entonces será demasiado tarde.

—No lo creo —dijo Savatori sin dar explicaciones—. Entre tanto, estúdiate bien cada página de esto. —Le alargó un pesado volumen encuadernado en piel que raramente salía de la biblioteca.

 

Harry se sentó en su litera y abrió la tapa del manual de 273 páginas de la prisión. Antes de llegar a la página 6 empezó a tomar notas. Mucho antes de que empezara a leer el libro por segunda vez, un plan había empezado a formarse en su mente.

Sabía que la elección del momento sería crítica, y ambos actos habrían de ensayarse, particularmente porque él estaría en el escenario cuando subiesen el telón. Aceptaba que no podía seguir adelante con su plan hasta que Savatori fuese puesto en libertad, a pesar de que ya se hubiera designado a un nuevo ayudante del bibliotecario.

Cuando Harry llevó a cabo un ensayo general en la privacidad de la celda, Quinn le dijo que no solo estaba paranoico, sino loco, porque, le aseguró, su segunda actuación sería en solitario.

 

El alcaide llevaba a cabo sus rondas mensuales por cada bloque un lunes por la mañana, así que Harry sabía que tendría que esperar tres semanas después de que Savatori hubiese sido puesto en libertad, antes de que reapareciera por el bloque A. Swanson siempre seguía la misma ruta, y los prisioneros sabían que si valoraban su piel, tenían que perderse de vista en cuanto apareciese.

Cuando Swanson llegó al piso alto del bloque A aquel lunes por la mañana, Harry estaba esperando para saludarlo, fregona en mano. Hessler iba detrás del alcaide, y agitó la porra para indicarle a Bradshaw que si apreciaba su vida mejor sería hacerse a un lado. Harry no se movió, lo que no dejó al alcaide más alternativa que detenerse ante él.

—Buenos días, alcaide —dijo Harry como si se encontrasen con frecuencia.

Swanson se sorprendió de encontrarse en su ronda cara a cara con un interno, y aún se mostró más sorprendido cuando le habló. Miró a Harry con mayor atención.

—¿Bradshaw, verdad?

—Tiene buena memoria, señor.

—También recuerdo tu interés en la literatura. Me quedé muy sorprendido cuando rechazaste el trabajo como ayudante del bibliotecario.

—Nunca me ofrecieron ese puesto —dijo Harry—. De ser así, lo habría aceptado con entusiasmo —añadió, lo que claramente cogió al alcaide por sorpresa.

Volviéndose a Hessler, Swanson dijo:

—Me dijo que Bradshaw no quiso el empleo.

Harry se apresuró a intervenir antes de que Hessler pudiera responder.

—Probablemente fue culpa mía, señor. No sabía que tenía que solicitar el puesto.

—Ya veo —dijo el alcaide—. Bueno, eso lo explica todo. Y puedo decirte, Bradshaw, que el nuevo no sabe distinguir a Platón de Plutón. —Harry se echó a reír. Hessler permaneció en silencio.

—Buena analogía, señor —dijo Harry mientras el alcaide se disponía a seguir su camino. Pero Harry no había terminado. Pensó que Hessler explotaría cuando se sacó un sobre de la chaqueta y se lo entregó al alcaide.

—¿Qué es? —preguntó Swanson con suspicacia.

—Una solicitud oficial para entrevistarme con la junta cuando hagan su visita trimestral a la prisión el próximo jueves, que es mi prerrogativa bajo el estatuto treinta y dos del código penal. He enviado una copia de la solicitud a mi abogado, el señor Sefton Jelks.

Por primera vez, el alcaide pareció nervioso. Hessler apenas lograba contenerse.

—¿Vas a formular una propuesta? —preguntó el alcaide con cautela.

Harry miró directamente a Hessler antes de replicar:

—Bajo el estatuto uno uno seis, es mi derecho no revelar a ningún miembro del personal de la prisión la razón por la que quiero dirigirme a la junta, como estoy seguro que usted sabe, alcaide.

—Sí, por supuesto, Bradshaw —dijo el alcaide bastante nervioso.

—Pero es mi intención, entre otras cosas, informar a la junta de la importancia que usted concede a incluir la literatura y la religión como parte de nuestras vidas diarias —Harry se hizo a un lado para permitir al alcaide seguir su camino.

—Gracias, Bradshaw —dijo—. Bien por ti.

—Te veré más tarde, Bradshaw —siseó Hessler en voz baja.

—Lo estaré esperando —dijo Harry lo bastante alto como para que lo oyera el señor Swanson.

 

El encuentro de Harry con el alcaide fue el principal tema de conversación entre los prisioneros en la cola de la cena, y cuando Quinn volvió de la cocina esa noche le advirtió a Harry de que el rumor en el bloque era que una vez se apagasen las luces Hessler vendría a matarlo.