Los primeros hombres en la luna - H. G. Wells - E-Book

Los primeros hombres en la luna E-Book

H G Wells

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Beschreibung

"Mientras me siento a escribir aquí, en medio de las sombras de las hojas de parra bajo el cielo azul del sur de Italia, me doy cuenta, no sin cierto asombro, de que mi participación en estas asombrosas aventuras del señor Cavor fue, después de todo, el resultado del más puro accidente. Podría haber sido cualquiera."En esta novela, una de las más aclamadas del maestro de la ciencia ficción, H.G. Wells, encontramos el relato del viaje a la Luna que emprenden sus dos protagonistas, Bedford y Cavor. Siendo muy diferentes entre sí, (el señor Bedford es un empresario arruinado, un hombre pragmático que se ha retirado al campo con la intención de escribir una obra de teatro, mientras que el Dr. Cavor es un brillante a la par que excéntrico científico, un hombre siempre perdido en su mundo interior), juntos forman un dúo brillante para emprender una aventura.Deciden viajar a la Luna, gracias a que el Dr. Cavor logra inventar la "favorita", una sustancia anti-gravitatoria compuesta de helio y metales fundidos, con la que consiguen recubrir la nave espacial que los llevará, una vez superadas las primeras dificultades y fracasos, hasta el hasta ahora inexplorado satélite terrestre.En su destino se encontrarán con una civilización extraterrestre, a los que bautizarán como "selenitas", seres organizados en una férrea estructura jerárquica propia de un tiempo medieval, en la que cada habitante ha sido asignado de antemano una tarea a desempeñar.De esta forma, Wells, en vez de recurrir para su investigación a la hora de crear una historia creíble a los escasos y tampoco muy fiables datos técnicos y científicos que se conocían en la época acerca de la Luna, prefiere crear un escenario de fantasía más propicio para una novela de aventuras.Además de las aventuras de los humanos y selenitas, este relato contiene una de las reflexiones constantes en su literatura: hasta dónde el individualismo humano resulta tan peligroso como el colectivismo totalitario, tendencias y actitudes representadas con los distintos personajes y sus conflictos internos.-

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H. G. Wells

Los primeros hombres en la luna

 

Saga

Los primeros hombres en la luna

 

Original title: The First Men in the Moon

 

Original language: English

 

Copyright © 1901, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672626

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

(I) El señor Bedford se encuentra con el señor Cavor en Lympne

Ahora que escribo aquí, sentado entre las sombras de los emparrados bajo el cielo azul de la Italia Meridional, me acuerdo, no sin alguna sorpresa, de que mi participación en las asombrosas aventuras del señor Cavor fue, al fin y al cabo, resultado de una mera casualidad. Lo mismo podía haberle sucedido a cualquier otro. Caí en esas cosas en un momento en que me consideraba libre de la más leve posibilidad de perturbaciones en mi vida. Había ido a Lympne porque me lo había figurado como el lugar del mundo en que sucedieran menos acontecimientos. ”¡Aquí, de todos modos —me decía—, encontraré tranquilidad y podré trabajar en calma!”.

Y de allí ha salido este libro, tan diametral es la diferencia entre el destino y los pequeños planes de los hombres.

Me parece que debo hacer mención, en estas líneas, de la suerte extremadamente mala que acababa de tener en algunos negocios. Rodeado como estoy ahora de todas las comodidades que da la fortuna, hay cierto lujo en esta confesión que hago de mi pobreza de entonces. Puedo hasta confesar que, en determinada proporción, mis desastres eran atribuibles a mis propios actos. Tal vez haya asuntos para los cuales tenga yo alguna capacidad, pero la dirección de operaciones mercantiles no figura entre ellos. En aquella época era aún joven: hoy lo soy todavía en años, pero las cosas que me han sucedido han desterrado de mi mente algo de la juventud: si en su reemplazo han dejado o no un poco de sabiduría, es cuestión más dudosa.

Casi no es necesario entrar en detalles sobre las especulaciones que me desterraron a Lympne, lugar del condado de Kent. Hoy en día, aun en los, negocios, hay una fuerte dosis de aventura. Me arriesgué, y como esas cosas terminan invariablemente por una buena cantidad de dar y tomar, a mí me tocó por último el tener que dar… bastante contra, mi voluntad. Aun después de haberme despojado de todo, un atrabiliario acreedor se esmeró en mostrárseme adverso; por último llegué a la conclusión de que no me, quedaba otro recurso que escribir un drama, a no ser que me decidiera a vegetar penosamente con lo que ganara en algún miserable empleo. Se que nada de lo que el hombre pueda hacer, fuera de los negocios legítimos, encierra tantas promesas como las piezas de teatro; tan lo creía así, que desde tiempo atrás me acostumbré a considerar ese drama no escrito, como substancial reserva para los días tormentosos. Y la tormenta había llegado.

Pronto descubrí que el escribir un drama era un asunto más largo que lo que me figuraba (al principio había calculado hacerlo en diez días), y para buscar un pied-á-terre en qué elaborarlo, fui a Lympne.

Consideré como una fortuna el conseguir aquella casita. La alquilé con trato de conservarla tres años si quería; la proveí de unos pocos muebles, y al mismo tiempo que escribía, era mi propio cocinero. Mi manera de ejercer este ministerio habría arrancado severos reproches a un cordon bleu profesional: tenía una cafetera, una cacerola, para huevos, otra para patatas y una sartén para salchichas y tocino. Con estos utensilios fabricaba la base de mi sustento. Para lo demás, contaba con un barril de dieciocho galones siempre lleno de cerveza, y con los servicios de un puntual panadero que me visitaba todos los días. Aquello no era, quizás, darse las comodidades de Sybaris, pero peores días he pasado en mi vida.

Lympne es, ciertamente, el lugar apropiado para quien desee la soledad. Está en la parte cenagosa de Kent, y mi casita se alzaba en la cumbre de un montículo que en otros tiempos había sido un peñasco rodeado por las aguas: desde ella se veía el mar, por sobre los pantanos de Rornney. Cuando llueve mucho, el lugar es casi inaccesible, y he oído decir que el cartero tenía a veces que, hacer largos trechos de su camino con el agua a los tobillos. Yo no le vi nunca hacerlo, pero me imagino perfectamente su figura.

Los pocos cottages y casas que forman la aldea tienen delante de las puertas una especie de felpudo de mimbres, para que la persona que llegue de fuera se limpie el calzado, lo que da una idea de la calidad del suelo en ese distrito. Dudo de que hubiera allí la menor traza de población, si el lugar no fuera un recuerdo ya borroso de cosas muertas para siempre. Aquél fue el gran puerto de Inglaterra en la época de los romanos. Portus Lemanus; y ahora el mar está a cuatro millas de distancia. Al pie de la empinada colina hay una cantidad de pedruscos y trozos de albañilería romana y de ese punto arranca la vieja calle Watling, como una flecha hacia el Norte. Yo solía pararme en la cumbre y pensar en todo aquello: galeras y legiones, cautivos y oficiales, mujeres y mercaderes, especuladores como yo, todo el hormigueo y tumulto que entraba y salía incesantemente de la bahía. Y ahora, apenas algunos trozos de piedra en una costa cubierta de césped, uno o dos carneros… ¡y yo! Y donde había estado el puerto, quedaban los terrenos pantanosos, que se extendían en una ancha curva hasta el distante Dungeness, interrumpidos aquí y allá por grupos de árboles y por las torres de las iglesias de las viejas poblaciones medievales que siguen a Lemanus por el camino de la extinción.

Esa vista de la ciénaga era, realmente, una de las más hermosas que yo había tenido ante los ojos. Supongo que Dungeness estaba a quince millas de distancia: aparecía como una balsa en el mar, y más lejos hacia el Oeste se elevaban los montes de Hastings bajo el sol poniente. A veces aparecían cercanos y claros, otras veces, se esfumaban Y parecían bajos, y otras, la niebla los hacía perderse completamente de vista. Y la llanura de arena veíase por todas partes cruzada y cortada por zanjas y canales.

La ventana junto a la cual trabajaba yo, miraba por sobre el horizonte de dicha cresta, y por aquella ventana fue por donde mis ojos distinguieron la primera vez a Cavor. Sucedió esto en un momento en que luchaba con el escenario de mí drama, contrayendo mi mente a tan ímprobo trabajo, y lo más natural era que en tales condiciones un hombre de semejante figura atrajera mi atención.

El sol se había puesto, el cielo estaba límpido, de color verde amarillo, y sobre ese fondo apareció, negra, la singular figura.

Era un hombrecillo de baja estatura, redondo de cuerpo, flaco de piernas, con algo de inquieto en sus movimientos, y se le había ocurrido envolver su extraordinaria inteligencia con una gorra de cricket, un sobretodo, pantalón corto y medías de ciclista. Ignoro por qué lo haría, pues nunca iba en bicicleta ni jugaba cricket; tal concurrencia fortuita de prendas de vestir se había presentado no sé cómo. Gesticulaba y movía las manos y los brazos, sacudía la cabeza y soplaba. Soplaba como algo eléctrico. Nunca ha oído usted soplar así. Y de rato en rato se limpiaba el pecho con un ruido el más extraordinario.

Había llovido ese día, y su espasmódico andar se acentuaba por lo muy resbaladizo que estaba el suelo. Exactamente al llegar al punto en que se interponía entre mis ojos y el sol, se detuvo, sacó el reloj, y vaciló. Después, con una especie de movimiento convulsivo, se dio vuelta y se retiró, dando muestras de estar de prisa, sin gesticular, sino a zancadas largas que mostraban el tamaño relativamente grande de sus pies: recuerdo que el barro adherido a su calzado lo aumentaba grotescamente.

Esto ocurrió el primer día, de mi residencia en Lympne, cuando mi energía de dramaturgo estaba en su apogeo, y consideré el incidente sólo como una distracción fastidiosa, como un desperdicio da cinco minutos. Volví a mi escenario; pero, cuando al día siguiente, la aparición se repitió con precisión notable, y otra vez al otro día, y, en una palabra, cada tarde que no llovía, la concentración de mi mente en el escenario llegó a ser un esfuerzo considerable. “¡Mal haya el hombre!”, me decía. Se creería que estudia para marionette; y durante varias tardes lo maldije con todas mis ganas.

Después al fastidio sucedieron en mí el asombro y la curiosidad. ¿Por qué, al fin y al cabo, haría eso aquel hombre? A los catorce días ya no pude contenerme, y tan pronto como el sujeto apareció, abrí la puertaventana, crucé la terraza y me dirigí al punto en que invariablemente se detenía.

Cuando llegué había sacado ya el reloj. Tenía una cara ancha y rubicunda, con unos ojos pardos rojizos: hasta entonces no le había visto sino contra la luz.

—Un momento, señor —le dije, cuando se daba vuelta.

Él me miró.

—¿Un momento? —dijo—, con mucho gusto. O si desea usted hablarme más detenidamente, y no le pido a usted demasiado (el tiempo de usted ha de ser precioso), ¿le molestaría a usted acompañarme?

—Nada de eso —le contesté, colocándome al su lado.

—Mis costumbres son regulares; mi tiempo para la sociedad… limitado.

—¿Ésta es, supongo, la hora de usted para hacer ejercicio?

—Ésta es. Vengo aquí para gozar de la puesta de sol.

—Y no goza usted de ella.

—¿Señor?

—Nunca la mira usted.

—¿Nunca la miro?

—No. Le he observado a usted trece tardes, y ni una, vez ha mirado usted la puesta del sol… ni una.

El hombre arrugó el entrecejo, como alguien que tropieza con un problema.

—Pues… gozo de la luz del sol… de la atmósfera… camino por esta senda, entro por esa empalizada… —sacudió la cabeza hacia un lado por sobre el hombro— y doy la vuelta.

—No hay tal cosa. Nunca. ha estado usted allí; Todo eso es palabrería. No hay camino para entrar. Esta tarde, por ejemplo…

—¡Oh, esta tarde! Déjeme usted recordar. ¡Ah! Acababa de mirar el reloj, vi que había estado afuera exactamente tres minutos más que la precisa media hora, me dije que no tenía tiempo de dar el paseo, me volví… —Siempre hace usted lo mismo.

Me miró, reflexionó.

—Quizás sea como usted dice… ahora pienso en ello… Pero ¿de qué quería usted hablarme?

—¡Cómo!… ¡De eso!

—¿De eso?

—Sí. ¿Por qué hace usted eso? Todas las tardes viene usted haciendo un ruido…

—¿Haciendo un ruido?

—Así.

E imité su soplido.

Me miró, y era evidente que el soplido despertaba desagrado en él.

—¿Yo hago eso? —preguntó.

—Todas las tardes de Dios.

—No tenía idea de ello.

Se detuvo de golpe, me miró.

—¿Será posible —dijo—, que, me haya criado una costumbre?

—Pues… así lo parece. ¿No cree usted?

Se tiró hacia abajo el labio inferior, con el dedo pulgar y el índice, y contempló un montón de barro a sus pies.

—Mi mente está muy ocupada —dijo—. ¿Y quiere usted saber por qué? Pues bien, señor, puedo asegurarle a usted que no solamente no sé por qué hago esas cosas, sino que ni siquiera sabía que las hiciera. Ahora que pienso, veo que, es cierto lo que usted decía: nunca he pasado de este sitio… ¿Y estas cosas le fastidian a usted?

Sin que me diera cuenta del por qué, algo comenzaba a inclinarme a aquel hombre.

—Fastidiarme, no —dije—: pero… ¡imagínese que estuviera usted escribiendo un drama!

—No lo podría.

—Bueno: cualquier cosa que exija concentración.

—¡Ah! Por supuesto…

Y siguió meditando. Su cara adquirió una expresión de desaliento tan grande, que me sentí aún más inclinado hacia él. Al fin y al cabo, hay algo de agresión en preguntar a un hombre a quien no se conoce, por qué sopla en un camino público.

—Vea usted —dijo—: es un hábito.

—¡Oh! Lo reconozco.

—Tengo que desprenderme de él.

—No lo haga usted si le contraría. De todos modos yo no tenía que hacer… me he tomado una libertad demasiado grande.

—De ninguna manera, señor: de, ninguna manera. Debo a usted un gran servicio. Tengo que precaverme contra esas cosas. En lo sucesivo lo haré. ¿Puedo molestar a usted… una vez más? ¿Ese ruido?…

—Una cosa así —le conteste—: Zuzuú, zuzuú. Pero realmente, no sé…

—Quedo muy agradecido. La verdad es que… lo sé… estoy volviéndome distraído hasta lo absurdo. Usted tiene, razón, señor, mucha razón. Cierto, le debo a usted un gran favor. Pero eso acabará. Y ahora, señor, le he hecho a usted venir mucho más lejos de lo que debería.

—Espero que mi impertinencia…

—No hay tal cosa, señor; no hay tal cosa.

Nos miramos un momento. Lo saludé con el sombrero y le di las buenas noches: él me, contestó convulsivamente, y así nos separarnos.

Cuando llegué a la empalizada, me, volví, y le miré, alejarse. Su actitud había sufrido un notable cambio: parecía que cojeaba, iba todo encogido. Ese contraste con sus gesticulaciones y resoplidos de antes me parecieron patéticos, por absurdo que parezca. Le contemplé hasta que se hubo perdido de vista. Después, lamentando con toda sinceridad no haberme abstenido de mezclarme en lo que no me importaba, volví a mi casa y a mi drama.

Al día siguiente no le vi, ni al otro. Pero estaba muy presente en mi memoria, y se me había ocurrido la idea de que, como personaje cómicosentimental, podría serme muy útil para el desarrollo de mi obra. Al tercer día se presentó a visitarme.

Durante largo rato me perdí en conjeturas sobre lo que podía haberle llevado a mi presencia. Inició conversaciones sin importancia de la manera más formal, hasta que, bruscamente, entró en materia: quería comprarme mi casita.

—Vea usted —me dijo—; no le hago el menor reproche, pero usted ha destruido un hábito mío, y eso me desorganiza mi plan de vida cotidiana. Hace años, años, que paso por aquí todos los días. Sin duda he tarareado o soplado diariamente… ¡Usted ha hecho imposible todo eso!

Le insinué que podía tomar otra dirección en sus paseos.

—No, no hay otra dirección: ésta es la única. Ya he averiguado. Y ahora, todas las tardes a las cuatro… me encuentro sin saber qué hacer.

—Pero, querido señor mío: si eso es para usted tan importante…

—Es de importancia vital. Vea usted, yo soy un investigador. Estoy empeñado en una averiguación científica. Vivo… —hizo una pausa y pareció reflexionar—, exactamente allí —añadió, y con el dedo señaló bruscamente, con gran peligro para uno de mis ojos—: en la casa de chimeneas blancas que ve usted por encima de los árboles. Y mis circunstancias son anormales… anormales. Estoy en vísperas de completar una de las más importantes demostraciones… puedo asegurarlo a usted, una de las más importantes demostraciones que se hayan hecho hasta ahora. Eso requiere constante meditación, constante libertad mental, y actividad. ¡Y la tarde era mi hora de más brillo! En la tarde bullían en mi mente las ideas nuevas, nuevos puntos de vista.

—Pero ¿por qué no continua usted sus paseos por acá?

—La cuestión seria ahora diferente. Yo pensaría más en mí que en otra cosa, pensaría que usted, escribiendo su drama, me miraría irritado, en vez de pensar en mi obra… ¡No! Es necesario que me seda usted su casa.

Yo medité. Naturalmente, necesitaba reflexionar a fondo sobre el asunto antes de adoptar una decisión definitiva. En aquella época por regla general, yo estaba siempre dispuesto para los negocios, y el de vender era uno que me atraía siempre; pero en primer lugar, la casita no era mía y aún en caso de que se la vendiera a un buen precio, tal vez tropezaría con inconvenientes para la entrega de la mercancía si su verdadero propietario olfateaba el negocio; y en segundo lugar, todavía…, todavía no me habían levantado la sentencia de quiebra… El asunto era visiblemente de los que requieren ser manejados con delicadeza. Por otra parte, la posibilidad de que mi visitante anduviera en busca de algún invento valioso, me interesaba. Se me ocurrió que me agradaría conocer algo más de su investigación, no con intenciones aviesas, sino sencillamente porque el saberlo sería un alivio para un dramaturgo atareado. Y eché la sonda.

El hombre se mostró muy dispuesto a informarme, y tanto que la conversación, una vez empezada, se convirtió en un monólogo. Hablaba como quien se sabe las cosas de memoria porque las ha discutido consigo mismo muchas veces. Habló por cerca de una hora, y debo confesar que se me hizo algo pesado el escucharle. Pero, a través de toda la conferencia, aparecía el tonito de la satisfacción que uno siente cuando da a conocer su propia obra. En aquella primera conversación alcancé a vislumbrar muy poco de la substancia de sus trabajos. La mitad de sus palabras eran tecnicismos enteramente extraños para mí, e ilustró uno o dos puntos con lo que se complacía en llamar matemáticas elementales, trazando cifras en un sobre con un ”lápiztinta”, en una forma que hacía difícil hasta aparentar que se le entendía. ”Sí —le decía yo—, ¡sí, continúe usted!”. Sin embargo, comprendí lo suficiente para convencerme de que no tenía en mi presencia a un maniático que jugara a los descubrimientos. No obstante su aspecto de loco, había en sus razonamientos una fuerza que desterraba luego esa idea. Fuera lo que fuera, su obra tenía posibilidades mecánicas. Me habló de un taller en que trabajaba, y de tres ayudantes, de diferentes oficios, pero adiestrados por él para sus trabajos. Y todos sabemos que del laboratorio de experimentos a la oficina de patentes no hay más que un paso. Me invitó a ver todas aquellas cosas.

Yo acepté inmediatamente, y tuve el cuidado de subrayar mi aceptación más adelante, con una o dos observaciones. La proposición de traspaso de la casa quedó, muy acertadamente, en suspenso.

Por último, se levantó para retirarse, pidiendo disculpa por lo largo de su visita: hablar sobre sus trabajos era, me dijo, un placer de que gozaba muy pocas veces; no encontraba a menudo un oyente tan inteligente como yo; sus relaciones con hombres profesionales en ciencias eran muy escasas.

—¡Hay tanta pequeñez! —explicó—, ¡tanta intriga! Y realmente, cuando uno tiene una idea… una idea nueva, fertilizadora… No deseo ser poco benévolo, pero…

Yo soy hombre que creo en los impulsos. En ese instante hice a mi interlocutor una proposición quizás atrevida; pero debe recordarse que hacía catorce días que me hallaba solo en Lympne, escribiendo un drama, y mi pesar por la pérdida que le había hecho sufrir en sus hábitos me mortificaba aún.

—¿Por qué —le dije—, no se haría usted de esto un nuevo hábito, en reemplazo del que yo le he echado a perder? Por lo menos… hasta que podamos arreglarnos sobre la casa. Lo que, desea usted es volver y revolver sus planes en la cabeza; lo ha hecho usted siempre durante su paseo de la tarde. Desgraciadamente, eso se acabó… ahora ya no le es posible a usted volver las cosas a su antiguo estado; pero ¿por qué no habría usted de venir, y hablarme de sus trabajos, emplearme como una especie de pared contra la cual podría arrojar usted sus ideas para recogerlas otra vez? Es un hecho que yo no sé lo suficiente de los proyectos de usted para robarle su idea… y no tengo relación con ningún hombre de ciencia.

Me detuve: él reflexionaba. Evidentemente, la proposición lo atraía.

—Pero temo que sea demasiada molestia para usted, dijo.

—¿Cree usted que no podré comprender?

—¡Oh, no! Pero tecnicismos…

—Sea, como sea, hoy me ha interesado usted inmensamente.

—Claro está que eso sería para mí una gran ayuda. Nada le aclara a uno tanto las ideas como, explicarlas. Hasta ahora… —Mi estimado señor, no diga usted más.

—Pero ¿puede usted, realmente, disponer de tiempo?

—No hay descanso comparable al cambio, de ocupación —dije, convencidísimo.

El asunto estaba arreglado. Ya en las gradas de mi terraza se dio vuelta.

—Le soy deudor, caballero, por un gran favor que me ha hecho —dijo.

Yo dejé escapar un sonido interrogador.

—Me ha curado usted de ese ridículo hábito de soplar —explicó.

Creo que le contesté que me, alegraba de haberle servido en algo, y se marchó.

El curso de ideas que nuestra conversación había reanudado, debió reasumir inmediatamente su ordinaria vía, pues los brazos de mi visitante empezaron a agitarse como antes, y la brisa me trajo el débil eco del zuzuú… ¡Qué diantre! Al fin y al cabo, aquél no era asunto mío.

Volvió al día siguiente, y al otro día, y me dio dos conferencias sobre física; con mutua satisfacción. Hablaba con una expresión que denotaba extrema lucidez, de ”éter y tubos, de fuerza”, y ”gravitación potencial”, y cosas como ésas, y yo sentado en la otra silla de tijera, le decía ”Sí, adelante, sigo lo que usted me explica”, para hacerle continuar.

El tema era tremendamente difícil, pero no creo que llegara a sospechar hasta que extremo no le entendía. Había momentos en que dudaba de si estaba empleando bien mi tiempo, pero, de todos modos descansaba de mi engorroso drama. De vez en cuando, algo brillaba un momento con claridad ante mi mente, pero sólo para desvanecerse precisamente cuando creía tenerlo seguro. A veces, mi atención decaía totalmente, dejaba de escucharle, y me ponía a contemplarle y a preguntarme si, en resumen, no sería mejor utilizarle como figura central de un buen sainete, y dejar perder todo lo hecho ya del drama. Y luego, al acaso, volvía a entender fragmentos de lo que me decía.

En la primera oportunidad fui a ver su casa. Era espaciosa y en la clase y disposición de los muebles se notaba negligencia; no había más personas para el servicio que sus tres ayudantes, y su alimentación y demás detalles de su vida estaban caracterizados por una filosófica sencillez. Bebía sólo agua, era vegetariano, y en todo aquello estaba sujeto a una disciplina lógica. Pero la vista a sus materiales de trabajo ponía fin a muchas dudas: aquello parecía en verdad un taller y un laboratorio, desde el sótano hasta las bohardillas; era asombroso encontrar un lugar como aquél en una aldea extraviada. Las habitaciones del piso de abajo contenían bancos y aparatos; el horno y todo el local de la panadería se habían convertido en respetables hornallas, el sótano estaba ocupado por unos dinamos, y en el jardín había un gasómetro. Me lo enseñó con toda la confiada verbosidad de un hombre que ha vivido solo durante mucho tiempo. Su anterior aislamiento le hacía desbordarse en un exceso de confianza, y yo tuve la buena suerte de ser el recipiente de ella.

Los tres ayudantes eran buenos ejemplares de la clase de “hombres útiles” de la cual procedían, conscientes aunque ininteligentes, vigorosos, atentos y de buena voluntad. Uno de ellos, Spargus, que tenía, a su cargo la cocina y todo el trabajo en metales, había sido marinero; el segundo, Gibbs, era un carpintero ensamblador, y el tercero había sido jardinero a ratos y entonces ocupaba el puesto de ayudante general. Los tres no eran otra cosa que peones; todo el trabajo que requería inteligencia lo hacía Cavor. La ignorancia de los tres sobre lo que éste hacia era la más profunda, aun comparada con la confusa impresión que Yo tenía de ello.

Ahora, hablemos de la naturaleza de esas investigaciones. Aquí, desgraciadamente, encuentro una grave dificultad. Yo no soy entendido en ciencias, y si fuera a exponer en el lenguaje altamente científico del señor Cavor el objetivo a que tendían sus experimentos, temo que no sólo confundiría al lector sino también que me confundiría yo, y es casi seguro que diría algún disparate, conquistándome las burlas de todos los estudiantes del país enterados de los progresos de las matemáticas físicas. Creo, por lo tanto, que lo mejor que puedo hacer es presentar mis impresiones en mi propio lenguaje inexacto, sin tentativa alguna de vestirme con ropajes de conocimientos que no tengo por qué tener.

El objeto de la investigación del señor Cavor era una substancia que fuera “opaca”; —empleaba además otra palabra que he, olvidado, pero “opaca” expresa la idea— a “todas las formas de la energía radiante”. “Energía radiante” me explicó era cualquier cosa como la luz y el calor, o como los rayos Röntgen de que se habló tanto hace un año o algo así, o como las ondas eléctricas de Marconi, o como la gravitación. Todas esas cosas, decía, irradian de centros y obran sobre los cuerpos a la distancia, de donde viene el término “energía radiante”. Pero casi todas las substancias son opacas a una forma u otra de la energía radiante. El vidrio, por ejemplo, es transparente a la luz, pero lo es mucho menos al calor, por lo cual se le emplea como pantalla; y el alumbre es transparente a la luz, pero detiene completamente el calor. Por otro lado, una solución de yodina en carbón bisúlfido, detiene completamente la luz, pero es bastante transparente al calor: ocultará una luz de la vista de usted, pero permitirá que llegue hasta usted todo su calor. Los metales son no solamente opacos a la luz y el calor, sino también a la energía eléctrica, la cual pasa tanto a través de la solución de yodina como del vidrio, casi como si no los encontrara en su camino. Y así sucesivamente.

Prosigo. Todas las substancias conocidas son “transparentes” a la gravitación. Puede usted emplear pantallas de varias clases para impedir que llegue a un punto la luz, o el calor, o la influencia eléctrica del sol, o el calor de la tierra; puede usted impedir, con hojas de metal, que los rayos Marconi lleguen a tal o cual cosa, pero nada puede cortar la atracción gravitativa del sol o la atracción gravitativa de la tierra. Pues bien, ¿por qué no ha de haber algo que sirva para eso? Cavor no se explicaba que no existiera tal substancia, y yo, ciertamente, no podía decírselo: nunca hasta entonces había pensado en semejante, asunto. Me demostró, mediante cálculos escritos en papel y que lord Kelvin, sin duda, o el profesor Lodge o el profesor Karl Pearson, o cualquiera de esos grandes hombres de ciencia habría entendido, pero que a mí me reducían sencillamente A una impotencia de gusano, que no sólo era posible la existencia de tal substancia, sino que, además, ésta servía para llenar ciertas condiciones de la vida. Aquello fue una sorprendente serie de razonamientos, que entonces me causó mucha admiración y me instruyó mucho, pero que ahora me sería imposible reproducir. “Sí” —decía yo a todo —; “¡sí, continúe usted!”. Baste para nuestra historia saber que Cavor creía ser capaz de fabricar esa posible substancia opaca a la gravitación, con una complicada liga de metales y algo nuevo —un nuevo elemento, me imagino— llamado, según creo, hélium, que le habían enviado de Londres en tarros de hierro, herméticamente cerrados. Ha habido dudas sobre este punto, pero yo estoy casi cierto de que era hélium lo que le enviaban en tarros de hierro. Era. Algo muy gaseoso y tenue.

Si yo hubiera pensado en tomar apuntes…

Pero, dígame, ¿cómo había de prever entonces la necesidad de tomar apuntes?

Cualquier persona con un ápice de imaginación comprenderá los extraordinarios alcances de tal substancia, y participará un poco de la emoción que sentí cuando esa comprensión surgió para mí del laberinto de frases abstrusas con que Cavor se expresaba ¡Cómica escena para un teatro; cierto! Algún tiempo transcurrió antes de que me fuera dado creer que había interpretado correctamente lo que me decía, y tuve especial cuidado en no hacerle preguntas que le hubieran permitido medir la profundidad del pozo de ignorancia en que echaba, su cotidiana, explicación; pero nadie que lea esta historia comprenderá completamente mi estado de espíritu en aquellos días, porque, de mi narración insuficiente, será imposible extraer la fuerza de mi convicción de que aquella sorprendente substancia iba a ser fabricada.

No recuerdo haber dedicado a mi drama una hora de trabajo consecutivo a partir de mi primera visita a su casa. Mi imaginación tenía ya otras cosas en que ocuparse. Parecía no haber límites, para los alcances de la tal substancia: cualquiera que fuese el objeto a que me imaginara aplicarla, llegaba a milagros y revoluciones. Por ejemplo, si alguien necesitaba alzar un peso, por enorme que fuera, con sólo poner una hoja de esa substancia debajo, podría levantarlo como se levanta una paja. Mi primer impulso natural fue aplicar el principio a los cañones y acorazados, y a todos los materiales y métodos de guerra, y de eso pasé a la navegación mercante, a la locomoción, a la construcción de casas, a todas las formas concebibles de la industria humana. La casualidad que me había conducido a la misma cuna de los nuevos tiempos —el descubrimiento marcaría una época, seguramente—, era de esas casualidades que se presentan una vez en mil años. La cosa se desarrollaba, se extendía, se extendía…

Entre otras de sus consecuencias, conté mi redención de los negocios. Vi ya formada una compañía principal y compañías secundarias, patentes a la derecha, patentes a la izquierda, sindicatos y trusts, privilegios y concesiones, que brotaban y se esparcían, hasta que una vasta, estupenda compañía Cavorita manejaba y gobernaba el mundo.

¡Y yo pertenecía a ella!

Sin vacilar adopté mi línea de conducta. Sabía que mis pies no estaban habituados a ese terreno, pero cuando es necesario, sé saltar por encima de los obstáculos.

—Tenemos en nuestras manos la cosa decididamente más grande que haya sido inventada —dije y subrayé el tenemos— Si usted no quiere admitirme en el negocio, tendrá que rechazarme a tiros. Desde mañana vendré para servirle de cuarto peón.

Cavor pareció sorprendido de mi entusiasmo, pero sin muestras de sospechas ni hostilidad. Más bien manifestó que se consideraba demasiado favorecido.

Me miró con expresión de duda.

—¿Entonces usted piensa realmente?… —dijo—. ¡Y su drama! ¿En qué queda su drama?

—¡Se ha desvanecido! —exclamé—. ¿No ve usted, mi señor y amigo, lo que me ha caído en las manos? ¿No ve usted lo que va usted a hacer?

Aquélla era una nueva escaramuza retórica, pero, positivamente, ¡el hombre no había pensado en eso! Al principio no pude creerlo. ¡No había tenido ni el más remoto germen de tal idea! ¡El asombroso hombrecito había trabajado constantemente con fines puramente teóricos! Cuando decía que su investigación era “la más importante” que el mundo había visto, quería decir sencillamente que ponía en claro tales, y cuales teorías, que resolvía este o el otro punto hasta entonces dudoso: no se había preocupado más de las aplicaciones de la materia que iba a hacer, que si se hubiera tratado de una máquina para hacer cañones. ¡Era una substancia de existencia posible, y él iba a hacerla! Voilá tout, como dicen los franceses.

¡Lo que decía después… era infantil! Si hacía la substancia, ésta pasaría a la posteridad con el nombre de “Cavorina” o “Cavorita”, y a él se le discerniría un título, y su retrato aparecería en La Nature, como el de un hombre de ciencia, y todo por ese estilo. ¡Y su vista no iba más allá! Si la casualidad no me hubiera llevado allí, el hombre habría dejado caer esa bomba en el mundo con la misma sencillez que si hubiera descubierto una nueva especie de mosquitos. Y la cosa habría quedado allí, desdeñada o solo apreciada a medias, como otros descubrimientos de no pequeña importancia, que hombres de ciencia distraídos han regalado al universo. Cuando me di cuenta de esto, yo fui quien hizo el gasto de palabras y Cavor el que decía: “Continúe usted”. Me paré de un salto, me puse a pasear por la habitación, gesticulando como un mozo de veinte años. Traté de hacerle comprender sus deberes y responsabilidades en el asunto, nuestros deberes y responsabilidades. Le aseguré que podíamos adquirir suficientes riquezas para poner en práctica cualquier clase de revolución social que imagináramos; que podíamos poseer y mandar al mundo entero. Le hablé de compañía y patentes, y de, las garantías para procedimientos secretos. Todo esto parecía tomarle, tan de sorpresa como sus matemáticas me habían tomado a mí. Una expresión de perplejidad apareció en su carita rubicunda, y de su boca, salió un balbuceo sobre su indiferencia por las riquezas; pero yo puse todo esto a un lado: tenía que ser rico, y sus balbuceos de nada servían. Le di a entender la clase de hombre que era yo, que había tenido tan considerable experiencia en los negocios. No le dije entonces que pesaba sobre mí una sentencia de quiebra, porque ésta era temporal; pero creo que concilié, mi evidente pobreza con mis pretensiones de conocimiento financiero. Y de la manera más insensible, en la forma en que esa clase de proyectos crecen, surgió entre nosotros un convenio para el monopolio de la Cavorita; él haría la mercancía y yo haría la reclame.

Yo me pegaba como una sanguijuela al “nosotros”: “usted” y “yo” no existían para mí.

Su idea era que las ganancias de que yo lo hablaba las dedicáramos a nuevas investigaciones, pero eso, por supuesto, era asunto que tendríamos que arreglar más tarde.

—¡Está bien! ¡Está bien! —le gritaba yo.

La cuestión era, y yo insistía en ello, fabricar la cosa.

—¡Somos dueños de una substancia! —continué, siempre a gritos—, ¡de que ninguna casa, ni fabrica, ni fortaleza, ni buque, se atreverá a carecer; una substancia más universalmente aplicable aún, que una medicina patentada! ¡No hay uno solo de sus aspectos, uno de sus mil usos posibles, que no nos haga ricos, Cavor, hasta más allá de los sueños de la avaricia!

—¡Cierto! —dijo—. Ya empiezo a ver. Es extraño como adquiere uno nuevos puntos de vista al hablar de las cosas.

—¡Y la suerte ha querido que hable usted con el hombre más a propósito para el caso!

—Supongo —dijo—, que nadie es absolutamente adverso a las riquezas enormes. Pero convengamos en que hay un punto obscuro… Se interrumpió. Yo lo miré atento.

—¡Es también posible, ¿sabe usted?, que después de todo, no seamos capaces de hacerla! Puede ser una de esas cosas teóricamente posibles, pero absurdas en la práctica, o cuando la hagamos puede presentarse algún pequeño obstáculo…

—Venceremos el obstáculo cuando se presente —fue mi respuesta.

(II) La primera fabricación de Cavorita

Pero los temores de Cavor con respecto a la posibilidad de hacer la Cavorita eran infundados: ¡el 14 de octubre de 1899 aquel hombre hizo la increíble substancia!

Lo singular fue que resultó hecha por accidente cuando Cavor menos la esperaba. Había fundido juntos varios metales y otras cosas diversas —¡ojalá supiera yo ahora los detalles!—, y pensaba tener la mezcla en el fuego una semana, para dejarla después enfriarse lentamente. A menos que se hubiera equivocado en sus cálculos, el último periodo de la combinación sería cuando la mezcla cayera a una temperatura de 60 grados Fahrenheit. Pero sucedió que, sin que Cavor lo supiera, la disensión había nacido entre los hombres encargados de atender al horno. Gibbs, que había estado primero encargado de ello, trató repentinamente de descargarse sobre el hombre que había sido jardinero, alegando que el carbón era materia del suelo, pues de él se le extraía, y que por lo tanto, no podía entrar en la jurisdicción de un ensamblador; pero el hombre que había sido jardinero argüía que el carbón era una substancia metálica o de categoría mineral, con la que no tenía que hacer sino en sus funciones de cocinero. Y Spargus insistió en que Gibbs hiciera de “foguista”, toda vez que era carpintero y el carbón era madera fósil. La consecuencia fue que Gibbs cesó de llenar la hornilla, y nadie lo hizo en lugar suyo, y Cavor estaba demasiado preocupado por ciertos problemas interesantes relativos a una máquina de volar sistema Cavorita (desdeñando la resistencia del aire y un punto o dos más) para notar que algo andaba mal. Y el prematuro nacimiento de su invención ocurrió precisamente cuando atravesaba el terreno que separaba su casa de la mía, para tomar té conmigo y conversar, como todas las tardes.

Recuerdo el momento con extremada precisión. El agua hervía y todo estaba preparado, y el son de su “zuzuú” me había hecho salir a la terraza. Su siempre agitado cuerpecito se destacaba negro sobre la otoñal puesta de sol, y a la derecha, las chimeneas de su casa se elevaban sobre un grupo de árboles bañados por los rayos horizontales, dorados y tibios. Más lejos se alzaban los montes de Wealden, vagos y azules, y a la izquierda se extendía la nublada ciénaga, espaciosa y serena. ¡Y entonces!

Las chimeneas se alargaron hacia el cielo, convertidas cada una, al estirarse, en un rosario de ladrillos, y el techo y una miscelánea de muebles la siguieron. Después, rápidamente, hasta alcanzarlos surgió una llama enorme y blanca. Los árboles situados en torno del edificio se cimbraron y crujieron y se rompieron en pedazos que saltaron hacia la llamarada. Un estampido de trueno me aturdió hasta el extremo de dejarme sordo de un oído por toda la vida, y en todo mi derredor los vidrios de las ventanas cayeron hechos añicos.

Di tres pasos, de la terraza a la casa de Cavor, y en eso estaba cuando me alcanzó el viento.

Instantáneamente, los faldones de mi jaquette, subieron hasta cubrirme la cabeza, y empecé a avanzar hacia Cavor a grandes saltos y rebotes, bastante contra mi voluntad. En el mismo momento, el descubridor se levantó del suelo, y voló, —es la palabra—, por el aire rugiente. Vi a uno de los jarrones de mi chimenea tocar el suelo a seis yardas de mí, dar un salto de unos veinte pies, y así precipitarse en grandes brincos hacia el foco del huracán. Cavor, blandiendo los brazos y las piernas, cayó otra vez, rodó por el suelo repetidamente, se esforzó en vano por pararse, y el viento lo levantó y lo llevó adelante con enorme velocidad, hasta hacerle desaparecer por fin entre los árboles deshechos, destrozados, que yacían en derredor de su casa.

Una masa de humo y cenizas, y un cuadro de una substancia azulada, brillante, se elevó hacia el cenit. Un ancho trozo de palizada pasó volando a mi lado, se inclinó de canto hacia abajo, tocó el suelo, y cayó de plano. En ese momento la crisis iba ya en descenso. La conmoción aérea disminuyó rápidamente hasta no ser más que un fuerte ventarrón, y pude darme ya cuenta de que respiraba y tenía pies. Inclinándome contra el viento conseguí detenerme, y pude reunir las fuerzas que aún me quedaban.

En tan pocos instantes, la faz entera del mundo había cambiado. La tranquila puesta de sol se había desvanecido; el cielo estaba cubierto de gruesos nubarrones, y en la tierra todo se aplastaba, se cimbraba bajo el huracán. Volví los ojos para ver si mi casita estaba, en términos generales, todavía en pie, y luego echó a andar, tambaleándome hacia adelante, en dirección a los árboles entre los cuales había desaparecido Cavor y a través de cuyas altas y deshojadas copas brillaban las llamas de su incendiada casa. Penetre en las breñas, lanzándome de un árbol a otro y colgándome de ellos, y durante un rato le busqué en vano. Por fin, en medio de un montón de ramas rotas y pedazos de empalizada que se hablan aglomerado contra la tapia del jardín, distinguí algo que se movía. Corrí hacia ello, pero antes de que hubiera llegado, un objeto de color obscuro se separó del montón, se alzó sobre un par de piernas lodosas, y alargó dos manos lánguidas y ensangrentadas. Algunos fragmentos desgarrados de ropas colgaban del centro del bulto y el viento los agitaba violentamente.

Pasó un momento antes que yo pudiera reconocer lo que había en aquel paquete de barro: después vi que era Cavor, envuelto en el lodo sobre el cual había rodado. Echó el cuerpo hacia adelante, contra el viento, restregándose los ojos y la boca para limpiarlos de lodo.

Extendió un brazo que era puro barro, y dio un vacilante paso en mi dirección. Sus facciones se agitaban de emoción y hacían que el barro que las cubría se resquebrajara y cayera en motitas. Su aspecto era el de una persona tan deteriorada e inspiraba tanta compasión, que, por lo mismo, sus palabras me causaron profundo asombro.

—¡Felicíteme usted! —balbuceó—. ¡Felicíteme usted!

—¿Felicitarle? ¡Santo cielo! ¿Por qué?

—La he hecho.

—La ha hecho usted. ¿Qué diantres ha causado esta explosión?

Una ráfaga de viento se llevó lejos sus palabras. Comprendí que decía que no había habido explosión alguna. El viento me precipitó hacia él, nuestros cuerpos chocaron, y nos quedamos agarrados el uno al otro.

—Procuremos volver a mi casa —vociferé a su oído: él no me oyó, y gritó algo de “tres mártires… ciencia,” y también algo de “no muy bueno”. En ese momento hablaba bajo la impresión de que sus tres ayudantes habían perecido en el ciclón: por fortuna el temor era injustificado: apenas salió Cavor para mi casa, los tres se habían encaminado hacia la taberna de Lympne, a discutir la cuestión de los hornos con la ayuda de algunos tragos.

Repetí mi invitación para que fuéramos a mi casa, y esta vez entendió. Nos aferramos el uno al brazo del otro, echamos a andar, y por fin conseguimos ponernos bajo el poco de techo que me había quedado. Durante un rato, permanecimos sentados cada uno en un sillón, silenciosos y jadeantes. Todos los vidrios de las ventanas estaban rotos, y los muebles pequeños y demás objetos de poco peso estaban en gran desorden, pero no se notaba ningún daño irremediable. Felizmente, la puerta de la cocina resistió a la presión, de modo que todas mis provisiones y utensilios habían sobrevivido. El fogón de petróleo ardía todavía, y puse en él agua otra vez para el té. Hechos esos preparativos, volví al lado de Cavor para oír sus explicaciones.

—Bastante exacto —insistió— muy exacto. La he hecho. Todo ha salido bien.

—¡Pero! —protestó—. ¡Salido bien! ¡Cómo! ¡En veinte millas a la redonda no debe haber un vidrio sano, ni una empalizada, ni un techo que no haya sufrido daños!

—¡Todo ha salido bien, realmente! Por supuesto que no preví este pequeño contratiempo: mi mente estaba, preocupada con otro problema, y soy propenso a descuidarme de usas complicaciones secundarias. Pero todo ha salido bien.

—¡Mi querido señor! —exclamé—, ¿no ve usted que ha causado daños por valor de miles de libras?

—Por esa parte, me entrego a la discreción de usted. No soy hombre práctico, por supuesto; pero ¿no le parece a usted que la gente creerá que ha sido un ciclón?

—Pero la explosión…

—No ha habido explosión. La cosa es perfectamente sencilla, y lo único que hay es que, como ha dicho, soy propenso a descuidar esas pequeñeces… Ha sido el “zuzuú” que usted conoce, en mayor escala. Inadvertidamente hice la substancia, la Cavorita, en una hoja delgada, ancha… Hizo una pausa.

—¿Usted está bien al corriente de que esa materia es opaca a la gravitación, que impide a las cosas gravitar unas hacia otras?

—Sí —contesté—. ¿Y?