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Los primeros hombres en la luna (en inglés The First Men in the Moon) es una novela de romance científico de 1901 escrita por el británico H. G. Wells. Relata el viaje a la Luna por parte de los dos protagonistas principales: el empobrecido empresario Mr. Bedford, y el brillante pero excéntrico científico Dr. Cavor, el creador de una sustancia anti-gravitatoria (obtenida a base de Helio y metales fundidos) a la que bautiza como cavorita. Con ella recubren una rudimentaria nave espacial que, de este modo, asciende sin peso en dirección a la Luna; al llegar descubren que está habitada por una civilización extraterrestre, que habita las cavernas del subsuelo, que deciden llamar «selenitas».
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H. G. Wells
LOS PRIMEROS HOMBRES EN LA LUNA
I EL SEÑOR BEDFORD SE ENCUENTRA CON EL SEÑOR CAVOR EN LYMPNE
II LA PRIMERA FABRICACIÓN DE CAVORITA
III LA CONSTRUCCIÓN DE LA ESFERA
IV DENTRO DE LA ESFERA
VI LA LLEGADA A LA LUNA
VII EL SOL SALE EN LA LUNA
VIII UNA MAÑANA LUNAR
IX EMPEZAMOS A ESCUDRIÑAR
X PERDIDOS EN LA LUNA
XI EL PASTO DE LA RES LUNAR
XII LA CARA DEL SELENITA
XIII EL SEÑOR CAVOR HACE ALGUNAS OBSERVACIONES
XIV EXPERIMENTOS DE COMUNICACIÓN
XV EL PUENTE VERTIGINOSO
XVI PUNTOS DE VISTA
XVII EL COMBATE EN LA CUEVA DE LOS CARNICEROS
XVIII EN LA LUZ DEL SOL
XIX EL SEÑOR BEDFORD, SOLO
XX EL SEÑOR BEDFORD EN EL INFINITO ESPACIO
XXI EL SEÑOR BFDFORD EN LITTLESTONE
XXII LA SORPRENDENTE COMUNICACIÓN DEL SEÑOR WENDIGEE
XXIII EXTRACTO DE LOS PRIMEROS SEIS MENSAJES RECIBIDOS DEL SEÑOR CAVOR
XXIV LA HISTORIA NATURAL DE LOS SELENITAS
XXV EL GRAN LUNAR
XXVI EL ÚLTIMO MENSAJE QUE CAVOR ENVIÓ A LA TIERRA
Notas
Ahora que escribo aquí, sentado entre las sombras de los emparrados bajo el cielo azul de la Italia Meridional, me acuerdo, no sin alguna sorpresa, de que mi participación en las asombrosas aventuras del señor Cavor fue, al fin y al cabo, resultado de una mera casualidad. Lo mismo podía haberle sucedido a cualquier otro. Caí en esas cosas en un momento en que me consideraba libre de la más leve posibilidad de perturbaciones en mi vida. Había ido a Lympne porque me lo había figurado como el lugar del mundo en que sucedieran menos acontecimientos. “¡Aquí, de todos modos - me decía, - encontraré tranquilidad y podré trabajar en calma”.
Y de allí ha salido este libro, tan diametral es la diferencia entre el destino y los pequeños planes de los hombres.
Me parece que debo hacer mención, en estas líneas, de la suerte extremadamente mala que acababa de tener en algunos negocios. Rodeado como estoy ahora de todas las comodidades que da la fortuna, hay cierto lujo en esta confesión que hago de mi pobreza de entonces. Puedo hasta confesar que, en determinada proporción, mis desastres eran atribuibles a mis propios actos. Tal vez haya asuntos para los cuales tenga yo alguna capacidad, pero la dirección de operaciones mercantiles no figura entre ellos. En aquella época era aún joven: hoy lo soy todavía en años, pero las cosas que me han sucedido han desterrado de mi mente algo de la juventud: si en su reemplazo han dejado o no un poco de sabiduría, es cuestión más dudosa.
Casi no es necesario entrar en detalles sobre las especulaciones que me desterraron a Lympne, lugar del condado de Kent. Hoy en día, aun en los, negocios, hay una fuerte. dosis de aventura. Me arriesgué, y como esas cosas terminan invariablemente por una buena cantidad de dar y tomar, a mí me tocó por último el tener que dar... bastante contra, mi voluntad. Aun después de haberme despojado de todo, un atrabiliario acreedor se esmeró en mostrárseme adverso; por último llegué a la conclusión de que no me, quedaba otro recurso que escribir un drama, a no ser que me decidiera a vegetar penosamente con lo que ganara en algún miserable empleo. Se que nada de lo que el hombre pueda hacer, fuera de los negocios legítimos, encierra tantas promesas como las piezas de teatro; tan lo creía así, que desde tiempo atrás me acostumbré a considerar ese drama no escrito, como substancial reserva para los días tormentosos. Y la tormenta había llegado.
Pronto descubrí que el escribir un drama era un asunto más largo que lo que me figuraba (al principio había calculado hacerlo en diez días), y para buscar un pied-á-terre en qué elaborarlo, fui a Lympne.
Consideré como una fortuna el conseguir aquella casita. La alquilé con trato de conservarla tres años si quería; la proveí de unos pocos muebles, y al mismo tiempo que escribía, era mi propio cocinero. Mi manera de ejercer este ministerio habría arrancado severos reproches a un profesional: tenía una cafetera, una cacerola, para huevos, otra para patatas y una sartén para salchichas y tocino. Con estos utensilios fabricaba la base de mi sustento. Para lo demás, contaba con un barril de dieciocho galones siempre lleno de cerveza, y con los servicios de un puntual panadero que me visitaba todos los días. Aquello no era, quizás, darse las comodidades de Sybaris, pero peores días he pasado en mi vida.
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