Los quince millones - Pedro Muñoz Seca - E-Book

Los quince millones E-Book

Pedro Muñoz Seca

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Los quince millones es una comedia teatral del autor Pedro Muñoz Seca. Como es habitual en el autor, la pieza se articula en torno a una serie de malentendidos y situaciones de enredo contados con afilado ingenio y de forma satírica en torno a las convenciones sociales de la época del autor.

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Seitenzahl: 139

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Pedro Muñoz Seca

Los quince millones

COMEDIA EN TRES ACTOS

ESTRENADA EN EL TEATRO GOYA, DE ZARAGOZA, EL 4 DE OCTUBRE DE 1933

PRIMERA EDICIÓN 1.000 ejemplares

Saga

Los quince millones Pedro Muñoz SecaCover image: Shutterstock Copyright © 1933, 2020 SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726507973

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

A

Rodrigo de Espinola y Zurbano

 

que tanto sabe de seguros y de ciencias

y de artes y de compañerismo.

Fraternalmente, EL AUTOR

REPARTO

Personajes Actores DAMASA María Bru. CARMEN Concha Ruiz. AURELIA Eloísa Muro. NATIVIDAD Isabel Garcés. CLARA Julia Lajos. EMMA Luz Alvarez. BERTA Adela González. LINDA Pilar Casteig. GRACIA Carmen Pradillo. JOB José Isbert. MAX Alfonso Tudela. ROBERTO Luis S. Torrecilla. IÑIGO José Soria. DON FELIX Pedro González. PEPE Jesús Valero. SISEBUTO Rafael Ragel. BERNARDO Faustino Cornejo.

ACTO PRIMERO

Un lujoso despacho en casa de don Juan Pérez y Pérez de Pérez, nuevo rico, personajillo de la actual situación, que no sale a escena en ninguno de los tres actos. Todo el lateral derecha (actor) estará cubierto por unos tapices que ocultan un gran radiador de treinta unidades, o una serie de radiadores, porque el tal Pérez y Pérez de Pérez es muy friolero. Ligeramente escorzada y en las proximidades de este lateral, estará la mesa escritorio, con sillón lujosísimo ante ella y cerca un butacón para los diálogos que sean precisos. En el foro un balcón o un mirador “aboguindado” (¡arrea!) , y en primer término de la izquierda una puerta. Desde el balcón hasta la puerta, a guisa de zócalo, un diván con repisa atestada de objetos de arte. Algún que otro sillón y tal cual silla completan el mobiliario. En las paredes del foro y de la izquierda, cuadros valiosísimos. Es de noche: una noche de otoño. El balcón, cerrado; la puerta, abierta y encendidas la luz central de la habitación, la portátil de la mesa y una lámpara lindamente apantallada, que habrá en el ángulo de la izquierda. Hay una gran fiesta en la casa. Una orquesta, dentro, lejos, toca unos fados.

Al levantarse el telón y poniendo sobre el diván de la izquierda unos abrigos de señora, numerados, están DAMASA y BERTA. DAMASA es una señora de buen aspecto, que huele a ama de llaves desde cien leguas. BERTA, que puede ser más joven o más vieja, según la actriz que se encargue del papel, es también una persona de alta servidumbre; es decir, nada de cofias ni de adornos capilares.

Dámasa. Entonces, ¿usté es hija de doña Guarina de los Cobos y Urrea, la portera de esta casa?

Berta. Sí, señora. Cuando con el nuevo régimen perdimos lo poco que nos quedaba, tuvimos la suerte de encontrar esta portería, y aquí, aunque bastante mal, vamos viviendo, que no es poco. No todos pueden decir lo mismo.

Dámasa. ¡Ya lo creo! ¡A lo que hemos llegado, hija mía!

Berta. A mi madre le mandó decir la señora de acá, la señora de Pérez y Pérez de Pérez, como ella quiere que se le diga, que para la fiesta de esta noche necesitaba que yo ayudase a las encargadas del guardarropa de señoras, y por eso estoy aquí, a la disposición de usté.

Dámasa . Le advierto que yo también estoy de prestado. Yo no soy de la casa. Yo regento la casa del señor Barón de Postdam desde hace muchos años. Desde la muerte de la señora Baronesa.

Berta. Sí, ya sé...

Dámasa. Pero como el señor Barón es tan amigo de don Juan Pérez y Pérez de Pérez, siempre que hay aquí algún guateque o algún “Pérezteque”, como yo le llamo, me obliga a venir a servir a esta gentualla.

Berta. (Apuradísima.) ¡Por Dios!

Dámasa. Gentualla, sí; gentualla. En el Diccionario hay palabras para todo, y ésa es la que le cuadra a esta familia. ¡Gentualla!

Berta. (Como antes.) No alce usté la voz...

Dámasa. A mí me molesta muchísimo el venir aquí a servirles. Porque servir a quien es más que una, bien está: los Duques sirven a los Reyes; pero a quien es menos, no y no. Y este Pérez y Pérez de Pérez, que relincha y da coces, aunque ahora tenga altavoces hasta en los watercloses, es un tío ordinario, que si no hubieran cambiado las cosas, seguiría en la fábrica de botellas de Guadalajara, con el busto al aire y soplando el vidrio incandescente.

Berta. (Más temerosa cada vez.) ¡ Por Dios, no le vayan a oír!...

Dámasa . No hay nadie, mujer. Este es el despacho del señor Repérez, y como está en un extremo de la casa y hace aquí muchísimo calor, porque el caballerete, acostumbrado a los hornos de Guadalajara, necesita en su despacho la temperatura del frito, no suele venir aquí nadie. Por eso vamos a seguir trayendo acá los abrigos que no nos caben ya en el otro cuarto.

Berta. ¡La de gente que ha venido! Hay por lo menos sesenta y dos señoras, porque hay ya sesenta y dos abrigos...

Dámasa . ¡Por Dios, criatura!... Hay muchísimas más. ¿Usted sabe la de señoras que no dejan el abrigo en el guardarropa, porque no se fían?

Berta. ¡No me diga, por Dios!

Dámasa. Y eso que esta noche hay mejor público, porque mi señor ha puesto todo su empeño en que asistan muchas de sus amistades.

Berta. (Que mira hacia la izquierda.) Cuidado: dos señoras.

Dámasa. (Mirando también.) ¿Señoras? Cómo se ve que es usted de provincias.

Berta. ¿Eh?

Dámasa. A esas dos se las suelta en el campo, y cada una busca su madriguerita...

Berta. ¡Jesús! ¡Dice usted unas cosas!

Clara. (Arrogante y elegantísima mujer, entrando en escena con EMMA, no menos elegante y arrogante que ella.) Aquí podemos charlar, sin moscones ni estorbos. (A DAMASA.) Se iban ustedes ya, ¿verdad, Dámasa?

Dámasa. S í, señora; señorita Clara. Si no mandan nada las señoras...

Clara. N o, nada; gracias. (Mutis de DAMASA y BERTA.)

Emma. Bueno, y explícame, mujer. ¿Por qué has tenido tanto interés en que asista a esta cursilería? ¿Qué es eso tan misterioso que tienes que confiarme?

Clara. Espera un poco, porque no creas que es fácil decir, así atropelladamente, todo lo que yo te tengo que decir. En primer lugar, quiero que conozcas al Barón de Postdam.

Emma. ¿Tu “fler”?

Clara. Mi “fler”. No puede darse un “fler” más legítimo: él viudo; viuda yo... ¡Figúrate!

Emma. El tiene una hija, ¿no?

Clara. Sí, por aquí anda. También te la presentaré. ¡Monísima! Max está loco por ella, y con razón. No es una muchacha vulgar, no. Ya ves: sabe, como lo sabe todo el mundo, que su padre y yo tonteamos y, sin embargo, me trata con la mayor cordialidad. Ahora, que la pobre no tiene suerte. Creíamos todos que iba a heredar quince millones de pesetas a la muerte de su tía la Duquesa de Clariana, porque la Duquesa lo había dicho así, en más de una ocasión, y resulta que no le ha dejado más que ocho mil duros...

Emma. ¡Un timo!

Clara. Y es que la Clariana odiaba a Max. Celos tal vez...

Emma. ¿Celos?

Clara. Sí. Hace vemte años, cuando Max vino a España como secretario de la Embajada de su país, se fijaron en él Consuelito San Raúl, la que luego fué su mujer, y la Clariana, su prima; y desde entonces...

Emma. Escucha: ¿qué talismán posee ese Max para enamorar así a las mujeres, sobre todo a una mujer como tú?... Porque su tipo, y perdóname, no puede ser más vulgar...

Clara. Pues no sé qué decirte. Yo creo que es algo de hipnotismo.

Emma. (Riendo.) ¡Por Dios!

Clara. No; no te rías. Mira, Job Latedo, su secretario, dice que no puede separarse de él. En más de una ocasión ha decidido buscar otro empleo; lo ha encontrado, y cuando ha ido a decirle “quede usted con Dios, porque me voy”, Max le ha mirado sonriente, y el infeliz no se ha atrevido ni a despegar los labios.

Emma. Tiene gracia.

Clara. Porque te advierto que Max sonríe siempre, y es un hombre con el que no tienes más remedio que reírte. Dice unas cosas graciosísimas... Además, es listísimo.

Emma. Sí; por ahí tiene fama de ello. Su acercamiento a esta gente lo indica. ¡Con un extranjero de “paravan” se puede hacer tantas cosas!...

Clara. Ha tenido necesidad de acercarse a ellos porque, a pesar de toda su listeza, está seriamente comprometido.

Emma. ¿Eh?... Cuéntame, mujer.

Clara. Si es de eso de lo que tengo que hablarte. (Risas dentro.) ¿Eh?... (Mirando hacia la izquierda.) Espera... Mira, aquí viene Aurelia, la hija de Max. Esa que da el brazo a Linda Pérez, la chica de Pérez y Pérez de Pérez.

Emma. Sí, mujer; la conocía yo muchísimo de vista. Muy mona. ¿No tenía relaciones con Ramos de la Vega?

Clara. Sí; pero el muy sinvergüenza la plantó cuando vió que no había herencia.

Emma. ¡Qué canalla! Eso me lo hace a mí, y le pego un tiro.

(Entran en escena, riendo y alborotando, AURELIA, LINDA, GRACIA y PEPE, a cual más elegantes y bonitas ellas, y un “pera” estúpido e idiota él.)

AURELIA. No, no; lo que ha pensado Linda es lo mejor. Eso es una broma de buen gusto y no las gansadas que a ti se te ocurren.

Pepe. ¡ Pero mujer!

Aurelia. Nada, no hay más que hablar.

Clara. (Interviniendo.) ¡Ay, ay, ay!... ¿Qué traerán ustedes entre manos?...

Pepe . Una broma que queremos darle a un muchacho que debuta esta noche como cronista de salones.

Clara. ¡ Por Dios!

Aurelia. Le conocerá usted seguramente: Iñigo Roma; el hijo de la Condesa de Tremiño... Unos parientes nuestros, muy lejanos, que han sido siempre los administradores del patrimonio real en Extremadura y que ahora, los pobres, se han quedado sin nada...

Clara. (Haciendo memoria.) ¿Tremiño, Tremiño?...

Aurelia. Hermano de Nati Roma, esa chica un poco atontada que está en casa, de mecanógrafa, desde el mes pasado.

Clara. Ah, sí; muy buena gente. Y muy simpático el muchacho.

Gracia. (Que es paradita, tontita y habla un poquito remilgadito.) ¿Lo estáis oyendo? Simpatiquísimo. A mí me gusta. Es un muchacho que me gusta. Lo digo porque es verdad; me gusta.

Clara. (Por EMMA.) ¿Ustedes no se conocen?...

(Presentando.) La señora de Archolegui... Aurelia Postdam y San Raúl... Gracia Sola... Pepe Villafruela... (Saludos.)

Linda. (Que se las da de fina, pero que es una niña ordinaria, donde las haya ordinarias.) Esta presentación he debido yo de hacerla, puesto que soy la niña de la casa; pero me se ha ido. Nada, que me se ha ido. Me se van muchas.

Aurelia. Ya vemos, ya.

Linda. ¡ Como hasta ahora no habernos alternado!... Ustedes disimulen cualquiera “deficencia”...

Clara. Sí, mujer. No faltaría más...

Emma. ¿Y qué broma van ustedes a darle a ese muchacho?

Linda. ¡Una pochez!

Emma. ¿Cómo?

Linda. Que como quiere hacer méritos para que le den sueldo en el periódico, me s’había ocurrido a mí que le “trajiéramos” a este despacho y le “dijiéramos” que se ocultara ahí detrás de los tapices, para que escuchara la conversación que van a tener aquí esta noche dos grandes personajes.

Clara. ¡ Jesús!

Linda. Nada, ganas de que esté ahí media hora y se le derritan la pechera, la pajarita y hasta el reloj. Porque detrás de los tapices no hay más que esta estupidez de “irradiadores”. (Enseña los radiadores que hay ocultos.)

Pepe. ¡Atiza!

Gracia. ¡Jesús!

Emma. ¡Qué horror! ¡Menudo horno!

Clara. ¡ Sale fuego!

Linda. Las cosas de papá, que para eso del frío es un perro chino.

Emma. Está bien la combinación. Y los tapices son bonitos.

Linda. Se los trajo papá, no sé de qué oficina...

Pepe. (A AURELIA.) Anda, vamos a buscar a ese pollo para asarlo.

Clara. ¡Por Dios! Me parece una crueldad...

Linda. ¡ Bah! Sudar no es malo.

Pepe. Que se fastidie, ya que no es de nuestras ideas.

Clara. ¿Eh? ¿Pero tú qué ideas tienes, a más de las de freír a ese pobre muchacho?

Pepe. ¿Yo? ¿No sabe usted que soy de la extrema izquierda?

Clara. ¡Pepito!... ¡Duque, millonario y de la extrema izquierda!

Pepe. ¡Ya lo creo! Y no soy yo solo. Hay varios. ¡ Y poco bien que les va! En fin; anda Aurelia: te llevamos de gancho.

Aurelia. ¿Pero he de ser yo?

Pepe. Claro; a ti te obedece ciegamente. ¡Está loco por ti!

Aurelia. ¡Por Dios! Lo que sucede es que el pobrecilio procura hacerse amable para que papá lo coloque también en casa.

Linda. Y tú te dejas dar la coba para que te sirva de comodín.

Aurelia. ¿Eh?

Linda. Que a ti te he visto yo el juego, rica. (A los demás.) En cuanti se tropieza en el salón con su antiguo novio, se agarra a Iñigo Roma para darle celos.

Aurelia. N o la hagan caso. A mí Pepe Ramos de la Vega me tiene sin cuidado. ¡Palabra!

Pepe. Así debe ser, porque ese pollo dice de ti perrerías.

Linda. ¡Ya lo creo!

Gracia. Además, que como figura, no vale nada. ¡Dónde se va a comparar con Iñigo, que ése sí que está bien! A mí me gusta. Es un muchacho que me gusta. Lo digo porque es verdad; me gusta.

Dámasa. (Entrando con BERTA; traen las dos más abrigos de señoras, cada uno con su número.) Esa es mi señorita. (Por AURELIA.)

Aurelia. Oye, Dámasa.

Dámasa. Hijita...

Aurelia. Si ves al secretario de papá dile que me busque y que me dé esas señas que le pedí.

Dámasa. (De una pieza.) ¿Eh?... ¿Pero está aquí el señor Latedo?

Aurelia. Sí.

Dámasa. ¿Como invitado?

Aurelia. Sí: como invitado.

Dámasa. ¡No!

Aurelia. ¿Eh? (Todos prestan atención.)

Dámasa. ¡Que no, que no y que no!

Pepe. ¡ Caramba!

Dámasa. ¿El como invitado y yo como sirvienta? ¡No, Aurelita! Yo soy de mejor familia que él, tú lo sabes, porque tú sabes que yo soy una señora donde se sitúe la más señora.

Aurelia. Sí, Dámasa, sí; pero mira...

Dámasa. Y o tengo en tu casa un empleo, un cometido y él tiene otro.

Aurelia. Sí, sí...

Dámasa. Los dos cobramos casi lo mismo.

Aurelia. Bueno, pero...

Dámasa. ¡ Y tu padre no puede traerle a él de señor y a mí de esclava, porque no! ¡No, no, no y no!

Aurelia. (Imponiéndose.) Mira, Dámasa: a mí me tienen sin cuidado vuestras enemistades y vuestras tonterías, que estáis siempre los dos como el perro y el gato. Y a mí no me metáis en líos; de manera que si lo ves dile eso, y si no se lo quieres decir no se lo digas: me da lo mismo. Ea, hasta luego. Vamos.

Linda. Sí.

Pepe. (Iniciando el mutis con AURELIA, LINDA y GRACIA.) ¡Tiene gracia la ballena esta!...

Dámasa. ¡Oiga, don Pepito!... La ballena lo será su señora madre de usted, la señora Duquesa, que está mucho más desarrollada que yo.

Pepe. ¡Atiza! (Mutis de los cuatro, riéndose.)

Dámasa. (Muy satisfecha.) ¡Vuelve por más tela, Villafruela!

Berta. (Aterrada.) ¡Por Dios, señora!

Dámasa. (A BERTA.) No, pues a mí ése no me ve aquí guardarropeando... (Haciendo mutis con ella.) ¡ Quiá! ¡ Tengo yo demasiado orgullo! (Se van.)

Emma. Bueno, dime; aprovecha. Me tienes muerta de curiosidad.

Clara. S í; es preciso... Claro que tú no vas a ofenderte por lo que te voy a decir...

Emma. ¿Eh?

Clara. Ya sé que tú eres una mujer decidida, resuelta, que no se asusta de nada, y sé que atraviesas un mal momento...

Emma. ¡ El peor de mi vida!

Clara . ¿Tu marido?...

Emma. Mi marido, que dejará de serlo en seguida. Ya estamos tramitando el divorcio.

Clara. Es un hombre imposible, ¿no?

Emma. De todo punto. ¡Un mojigato insoportable, siempre estudiando y siempre trabajando!...

Clara. ¡ Jesús!

Emma. ¡No fuma, no bebe, no baila; le gusta la radio!...

Clara. ¡ Qué horror!

Emma. ¡ Un hombre de su casa! ¡ Partidario de Goicoechea, figúrate!

Clara. ¡ Pobre!

Emma. Le parece mal todo cuanto hago. ¡Que si voy a la piscina, que si tomo el baño de sol, que si trasnocho, que si juego!... No sé dónde tenía yo los ojos cuando me casé con ostra semejante...

Clara. Además, que lo de Roberto Rolán...

Emma. (Nerviosísima.) ¿Le conoces?

Clara. Sí.

Emma. ¡Qué muchacho! ¿Verdad?

Clara. ¿Piensas casarte con él?...

Emma. Mientras él no cuente con algo... Porque ahora no cuenta más que con su persona. ¡ Y qué persona, Clara!

Clara. (Maliciosa.) ¿Sí?

Emma. (Idem.) ¡Huy!... ¡Me tiene loca! Ya ves tú que yo... ¡vamos! Pero...

Clara. (Suspirando.) ¡ Ay!...

Emma. (Suspirando también.) ¡Ay!...

Clara. (Tras una breve pausa.) Pues todo podríamos conciliario.

Emma. (Intrigadísima.) ¿Eh? Dime, por Dios.

Clara. Mira: el Barón con algunas personas de las que hoy más influyen quiere emprender una obra de gran renombre para invertir unos cuantos millones y justificar otros cuantos.

Emma. Comprendido.

Clara.