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En las ciudades que conocemos se esconden ciudades invisibles. Aunque miden apenas unos centímetros, los rastreadores no lo tienen fácil para ocultarse de los humanos y pasar desapercibidos, pero el clan Mopa lleva décadas en la azotea de unos grandes almacenes en relativa tranquilidad. Roban lo que necesitan del supermercado, juegan en los pasillos a medianoche e incluso se divierten asustando a los clientes. Pero la calma llega a su fin cuando un clan vecino desaparece sin dejar pistas. Sasa y Film, dos jóvenes rastreadores, tratarán de averiguar qué está pasando, lo que los llevará a una incursión llena de peligros y secretos que lo cambiarán todo. Esta es la primera novela de la saga «Los rastreadores», escrita por Mara Blefusco y poblada de personajes entrañables y valientes.
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Seitenzahl: 218
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Mara Blefusco
Saga
Los rastreadores - La ciudad secreta
Copyright ©2021, 2023 Mara Blefusco and SAGA Egmont
Imagen en la portada: Midjourney
All rights reserved
ISBN: 9788728499535
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Un bote de pepinillos echó a andar.
El joven reponedor parpadeó despacio. Parecía una ilusión, pero estaba seguro de lo que había visto. Se acercó a la balda en la que los frascos de cristal estaban descolocados. Las banderillas habían girado y los botes de cristal no estaban alineados. Él mismo los había colocado con cuidado esa mañana. Miró el reloj para comprobar la hora: aún no eran las diez. El supermercado llevaba abierto poco más de media hora. Los únicos clientes que habían entrado eran dos mujeres altas que parecían hermanas y no se habían acercado a esa sección.
—¿Marta? ¡Marta!
Por supuesto, su compañera estaba ocupada con el móvil cuando la necesitaba. Era ella la que le había contado por primera vez que los artículos se descolocaban aunque nadie pasara por el pasillo, que a veces los botes se caían sin ninguna corriente, como si una mano invisible les empujara desde las estanterías. Santi la llamó de nuevo sin alejarse de los encurtidos, como si las pruebas de lo que acababa de pasar se fueran a desvanecer si dejaba de mirarlas.
—¿Qué pasa? —preguntó la chica por fin, acudiendo desde el pasillo de al lado. Marta caminaba lento y siempre tenía una media sonrisa que, a veces, parecía amable y a veces de burla.
—El bote de pepinillos se ha movido solo.
—¡Te lo dije! Es el fantasma —dijo su compañera, con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo va a ser un fantasma? —respondió Santi con un escalofrío que le recorrió la columna.
—A ver cómo explicas si no que la comida desaparezca. Dicen que es el espíritu de un cliente que murió por comer yogures de oferta —dijo con tono lúgubre—. Nadie le explicó que estaban caducados. Ahora su espíritu vaga por los pasillos y busca vengaaaaanzaaaaa.
—¡No tiene gracia! —protestó Santi con los pelos de punta.
Marta sí que se reía, y no era la única. Había alguien escondido detrás de una lata de aceitunas. Una chica de trece años, con la cara cubierta de pecas y el pelo rojo como las llamas. Podría ser una chica normal, con ojos castaños y sonrisa traviesa, sino fuera porque medía exactamente ocho centímetros y dos milímetros de altura.
La chica diminuta se llamaba Sasa. Cuando volvieron a señalar los botes, pegó la espalda a los encurtidos y contuvo la respiración. Se escondió de los empleados como si su vida dependiera de ello (porque eso era exactamente lo que pasaba). Si no estuviera tan tensa, se reiría bien alto de Santi y de su miedo a los fantasmas. A lo mejor incluso movería otro de los botes para lanzarlo al suelo y hacerle gritar. Pero no podía arriesgarse a que la detectaran. Todos los rastreadores, las criaturas diminutas, aprendían una norma desde niños: ningún humano puede verlos. «O te convertirás en polvo», añadía la Voz, grave y solemne.
Sasa quería explorar ese mundo enorme y desconocido. Pero ni siquiera una rastreadora tan valiente como ella quería terminar el día convertida en un puñado de polvo entre botes de aceitunas. Contuvo la respiración. Si su madre o cualquiera de los adultos supiera que estaba allí, el castigo sería mayúsculo. Ella misma estaba un poco asustada: el corazón palpitaba con fuerza y notaba un zumbido en las sienes.
Se asomó conteniendo la respiración. El reponedor tenía la nariz arrugada y se abrazaba a sí mismo, mientras Marta se inclinaba sobre él con voz de ultratumba.
—Por la noche se pueden escuchar sus pasos por todo el edificio —se burló la chica—. Y su lamento, si prestas atención.
—¡Eso es una tontería!
Sasa aprovechó el momento de distracción. Soltó el aire, apretó los puños y echó a correr por la balda. Era rápida como el viento, y le gustaba correr más que a nadie. Adoraba la sensación al lanzar sus piernas, impulsarse hacia delante y concentrar todos los pensamientos en el siguiente paso. Se refugió detrás de los sacos de harina con un suspiro. Sonrió para sí misma cuando el humano farfulló y empezó a colocar obsesivamente los botes en su sitio. ¡Se había esfumado justo a tiempo! Era una pena que no pudiera compartir su victoria con nadie.
La rastreadora escuchó más voces. Un señor con traje entró en la sección acompañado por un chico joven. Si empezaban a llegar más humanos, su pequeña escapada se podría volver peligrosa de verdad. Además, mientras más tiempo pasara fuera, más fácil sería que alguien notara su ausencia. Todavía no tenía permiso para explorar el mundo de los humanos y mucho menos por su cuenta, pero solo tenía intención de coger unas hojas de camomila y volver.
No era que se lo hubieran pedido a ella. Aunque estaba claro que era capaz de ser una exploradora, aún no le habían dejado hacer la prueba que le permitía realizar excursiones sin adultos. ¡Era injusto! A Sasa no le hacían falta motivos de peso para saltarse las normas, lo único que quería era tener más libertad. Pero conseguir la camomila podía verse como una buena causa: la sanadora la necesitaba de verdad. Si la descubrían, podía usarlo como excusa para que no la castigaran demasiado.
Inspiró hondo para prepararse y caminó con los ojos bien abiertos detrás de los artículos que llenaban la balda.
Sus pasos apenas sonaban sobre la estantería. Esquivó los refrescos. Aceleró al llegar al final de la balda para saltar y caer en blando sobre una bolsa de gominolas. ¡Su debilidad! Eran sus favoritas: las que tenían forma de tortuga con el caparazón blando y jugoso. Sasa aprovechó que estaba despejado para sacar un alfiler de su bolsa y abrir un agujero en el plástico para coger un buen trozo. No perdió más tiempo. Inspiró hondo al llegar a la parte metálica y trepó con movimientos tan rápidos que podrían confundirla con una ardilla. Pasó la balda de los cafés solubles y solo se detuvo al llegar a la de las infusiones. Se agachó para asegurarse de que no quedaba ni un solo pelo rojo a la vista, eligió un paquete de camomila y con una sonrisa desenganchó el imperdible de su cinturón. No había nadie cerca, aunque escuchó que alguien más entraba en la tienda. Sasa apretó los dientes y agujereó el molesto plástico que envolvía el paquete. Echó otro vistazo alrededor. No había ningún gigantesco humano en el pasillo. Abrió el paquete y guardó un puñado de hierba seca en su bolsa.
Quedaba el camino de vuelta. Volvió sobre sus pasos y corrió detrás de las latas de conservas. Había dos humanas en el pasillo. Por suerte, estaban discutiendo sobre el precio del pescado y no prestaban ninguna atención a lo que las rodeaba. Sasa saltó por encima de un bote de lentejas y siguió corriendo detrás de las bolsas de arroz. Los humanos ni siquiera sospecharon de su presencia. No serían una amenaza si no fuera por el efecto letal de su mirada.
La rastreadora llegó a la columna frente a los productos de limpieza. Se quitó de la espalda el arco que su hermano mayor, Gorgoj, le había regalado por su cumpleaños. Sacó de su bolsa el cordel que acababa en una ventosa, en vez de en flecha, y apuntó al techo. Con un solo tiro, la ventosa quedó bien sujeta y trepó tan rápido que, aunque hubiera humanos en el pasillo, solo hubiesen visto un borrón con la cabeza roja. Alcanzó la red de ventilación, y empujó la placa metálica allí donde sabía que estaba suelta. Se coló dentro y tiró con todas sus fuerzas para recuperar su ventosa. ¡A salvo al fin de la mirada de los humanos!
El resto del camino era mucho más fácil. Conocía de sobra la ruta secreta hasta el hogar de los Mopas. El pasillo estaba muy oscuro en algunos trechos, y tenía que saberse los giros y las partes en las que habían construido unas escaleras. Los adultos hablaban de su edificio como si fuera un laberinto, pero Sasa sabía que no era para tanto. Era un bloque de hormigón enorme, que estaba en el corazón de una ciudad aún más grande a la que Sasa no había podido salir. Muchos no lo hacían en la vida. En el centro comercial había doce plantas con supermercado, farmacia, restaurantes, ferretería… No faltaba nada, podían encontrar desde una sartén a una serpiente pitón.
Los rastreadores tenían todo lo que necesitaban.
—Menos libertad —masculló Sasa.
Ni siquiera se sobresaltó cuando escuchó un rugido que hizo vibrar la pared. Sabía que pasaba junto a un baño y que uno de los humanos habría pulsado la máquina de aire caliente. Trotó para dejar atrás el calor agobiante del pasillo y llegó a una grieta que daba al techo del ascensor. Cuando era pequeña esa parte la ponía nerviosa. ¿Y si el ascensor nunca llegaba? ¿Y si se caía? ¿Y si no la dejaba en su destino? Ahora la encontraba aburrida. Solo le hacía falta tener paciencia y esperar a que llegase a su planta. Cuando el elevador pasó frente a ella, saltó al techo y se sujetó con fuerza de los tornillos. Había humanos dentro y escuchó a una adolescente que discutía con su madre por el móvil. Sonrió para sí misma. Si ellos pudieran llevar un móvil encima, seguro que la madre de Sasa encontraba tiempo durante sus misteriosos viajes para regañarla por escaparse o dejar la cama sin hacer.
No tardó mucho en llegar a su destino. Los Mopas vivían entre la última planta y el helipuerto. Cerca del supermercado, sobre unos baños y lejos de la terrorífica tienda de mascotas. Era un falso techo del que los humanos no sospechaban nada.
Nada más salir del agujero del ascensor, contempló su ciudad. Estaba iluminada con luces blancas de Navidad y tiras de led robadas de la sección de menaje. Las cajas de plástico y cartón formaban las calles que tan bien conocía. Escuchó a un grupo de niños jugar en la calle y a un anciano lamentarse porque se habían vuelto a acabar las remolachas. No había ningún revuelo. Había llegado, sana y salva. ¡Y, con un poco de suerte, nadie se habría dado cuenta de su ausencia!
Sasa sonrió de nuevo. Por mucho que la Voz se negase a dejarle hacer su prueba, se había demostrado a sí misma que era capaz de superarla. Avanzó con paso seguro hacia su casa. Había vuelto a salirse con la suya.
—¡Otra vez tú, Sasa! —bramó una voz grave desde lo alto.
La chica tragó saliva. Parecía que, después de todo, iba a meterse otra vez en problemas.
Forbul era uno de los rastreadores más grandes y fornidos de todo el clan de los Mopas. Era de mediana edad, tenía los hombros anchos y el pelo tan repeinado que llamaba la atención. Sasa se preguntaba por qué nadie se atrevía a decirle lo mal que le quedaba. Podía ser porque nadie quería enfrentarse a Forbul, y a juzgar por su aspecto fiero, no le sorprendía.
El rastreador bajó del cubo de pintura que usaba como puesto de vigilancia. Se suponía que los vigías solo debían alertar si algún humano descubría la ciudad secreta por casualidad en el entresuelo del centro comercial, pero Forbul se dedicaba a meter su nariz en los asuntos de los demás por si alguien se saltaba alguna norma ridícula. Estaba orgulloso de su cargo y de todo lo que hacía. Sasa apostaba a que besaba su reflejo en el espejo cada mañana y se deseaba a sí mismo los buenos días. La chica se intentó mantener firme cuando este llegó a su lado y la miró con desagrado.
—¿Te crees más lista que nadie? —inquirió Forbul de malas formas—. ¿Piensas que las normas no están hechas para ti?
—Solo he ido hasta el ascensor, a un metro de aquí —mintió ella. Alzó la barbilla y se colocó bien la coleta, como hacía cada vez que intentaba parecer mayor y seria.
—¡No tienes permiso para salir y lo sabes! Los niños tienen que quedarse en casa y pasar desapercibidos. ¡No ponernos a todos en peligro!
Sasa apretó los dientes. Le molestaba que la siguieran considerando una niña, pero Forbul lo sabía y lo hacía a propósito. Le arrebató el bolso de un tirón.
—¿Qué tienes ahí? ¿Te has arriesgado para conseguir alguna chuchería?
Intentó recuperarla, pero el vigía abrió la bolsa, dejando caer algunas de las valiosas hojas secas al suelo. Sasa las atrapó antes de que cayesen al suelo. ¡Iba a echar a perder su trabajo!
—¡No lo estropees! ¡Son plantas para Tiara!
La simple mención logró hacer dudar a Forbul. Tiara, la sanadora, era uno de los Mopas más respetados. Sasa no tenía demasiados amigos. Ania, la hija de Tiara, era amable con ella. A Sasa a veces le gustaría entenderse mejor, pero Ania tenía su propio grupo, y su mejor amiga era Delia: una sabelotodo a la que Sasa no soportaba. Aun así, a veces Ania comentaba las cosas que su madre necesitaba y Sasa usaba la información como una excusa para salir.
—¿Y por qué vas tú? No tienes permiso. Ni siquiera has pasado la prueba.
—¡Eso es porque no me han dejado hacerla! —protestó—. Soy mucho más ágil que cualquier mayor.
—Eres una mocosa que va a meterse en problemas. Tienes suerte de que hoy esté de buen humor —dijo el vigía. Sasa arqueó las cejas, ¿le iba a dejar irse sin más? La sorpresa duró poco. Forbul había encontrado la gominola al fondo del bolso y la cogió antes de devolvérselo—. Ten cuidado. La próxima vez no seré tan generoso contigo.
—Muy generoso, sí —bufó Sasa, pero sabía que no tenía nada que hacer. Después de todo, ella había incumplido las normas.
Se ajustó la bolsa y se adentró por las calles de su clan. Allí vivían bastantes rastreadores, pero no tantos como para que Sasa pudiera pasar desapercibida. Todos los Mopas conocían el nombre de cada miembro de la comunidad. Si alguien necesitaba ayuda, podía llamar a cualquier puerta. En la aldea, cuidaban los unos de los otros. Aunque a veces fueran estrictos, no permitían que nadie pasara frío o hambre. Si no fuera por eso, su madre no podría pasar tanto tiempo fuera de casa, en sus misiones.
A esa hora, los más pequeños se preparaban para ir al colegio mientras que los recolectores entregaban la comida que habían conseguido a los cocineros. Un grupito de obreros usaba un cúter para abrir una ventana en la casa nueva hecha con una caja de patines. La aldea despertaba y Sasa se movió entre las sombras de los edificios para no saludar a nadie. Al contrario que Gorgoj, su hermano mayor, Sasa no era muy sociable. Le parecía difícil sonreír a los demás o sacar tema de conversación.
Llegó a su casa, un edificio construido con dos cajas de galletas unidas por cinta adhesiva que los tres hermanos habían decorado con dibujos. Los dragones de Gorgoj extendían las alas como si quisieran presumir en vez de asustar. Los robots de Film eran torpes, era aún muy pequeño cuando habían decorado la casa. A Sasa le daba un poco de vergüenza sus propios garabatos de espadas y llamas, pero nunca los taparían. A ninguno de ellos se le ocurriría cambiar la decoración porque, entre los dibujos de los niños, su padre había pintado un puñado de estrellas.
Sasa acarició una de siete puntas que estaba cerca de la esquina. Las estrellas sobre el cartón eran de los pocos recuerdos que le quedaban de él.
No escuchó alboroto en el interior de su casa y, con un poco de suerte, su madre tampoco se habría dado cuenta de que se había escabullido al alba.
Había dejado la ventana de su cuarto entreabierta. Aunque estaba en la planta de arriba, sabía que era capaz de alcanzarla si saltaba con fuerza. Era, con diferencia, mucho más ágil y rápida que cualquier rastreador de su edad y eso le hacía sentir orgullo y rabia al mismo tiempo. ¿Por qué no le dejaban hacer la dichosa prueba? Ella era capaz.
Tomó aire.
Tres...
Dos...
—¿Se puede saber dónde estabas?
Perdió el impulso y la concentración. Su madre estaba en la puerta, con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados fijos en ella. Hilota era alta, de caderas anchas y brazos fuertes. Tenía el pelo castaño muy corto, más que la mayoría de los hombres del clan, que se volvían para verla cuando pensaban que nadie se daba cuenta. Sin embargo, su madre no se había interesado en nadie desde que el padre de Sasa murió.
—Mamá, yo…
—Entra en casa. Por la puerta —le advirtió ella. Era guapa hasta que se enfadaba. Cuando lo hacía se ponía muy seria y hablaba muy despacio y muy lento. Eso era peor que si se pusiera a chillar.
Sasa frunció los labios, pero no protestó. La había pillado y tenía poco que decir en su defensa. Hilota la obligó a pasar con la mirada y cerró la puerta tras ella. La observó de arriba abajo, decepcionada.
—Sabes que tienes terminantemente prohibido salir.
—No he salido al exterior. Solamente ha sido una visita rápida al supermercado —se excusó Sasa, y le tendió el bolso a su madre—. Tiara necesitaba camomila.
—Tiara puede pedírsela a cualquier adulto —replicó su madre mientras comprobaba el contenido de la bolsa, y Sasa agradeció mentalmente a Forbul que le hubiera quitado la gominola. Así no tendría que regañarla también por eso—. No puedo creer que te sigas comportando así, después de lo que hemos vivido.
Sasa boqueó. No era justo que su madre dijera eso, que utilizara la muerte de su padre para hacer que se sintiese culpable. Dio un paso atrás, enfadada.
—No voy a quedarme encerrada en casa toda la vida.
—¡Solo tienes trece años, Sasa!
—Con trece años hay rastreadores que han hecho la prueba. —Como su insufrible compañera de clase Delia, doña perfecta, pensó con rencor—. ¡Y yo la pasaría si me dejaras! Soy más rápida que todos ellos, conozco el camino, me escondo mejor que ninguno…
—Y también eres la más tozuda y temeraria. ¡Esto no es un juego!
—Para ti es fácil decir eso. Pasas más tiempo fuera que con nosotros.
Sasa se sintió mal tan pronto como lo dijo. Hilota la miró dolida, como si Sasa le acabara de soltar una bofetada. La rastreadora pasaba mucho tiempo en misiones misteriosas de las que Sasa no sabía nada por mucho que le preguntase. Solo hablaba con la Voz de lo que hacía en ese mundo tan grande que había fuera de su edificio. Hilota conocía parques, calles, coches y un montón de cosas que Sasa solo había visto en libros. Cuando era más pequeña soñaba con acompañar a su madre en sus aventuras.
Pero había crecido y su madre la seguía tratando igual que a una niña pequeña.
Hilota soltó un suspiro y fue como si el enfado se convirtiera en cansancio. Sacudió la cabeza.
—Tengo trabajo, Sasa —dijo con esa voz tan baja y calmada—. Y tú eres ya mayor para entenderlo.
—Pero no suficientemente mayor para salir ni siquiera al supermercado del piso de abajo —masculló la chica en respuesta.
—A veces eres imposible. —Hilota le devolvió el bolso a Sasa—. Puedes llevárselo a Tiara.
¿Sin castigo? Sasa no se atrevía a creerse su buena suerte. Se apresuró a cogerlo y respondió antes de que cambiara de opinión:
—Gracias, mamá. —Se dio la vuelta para ponerse en marcha, pero entonces se fijó en la bolsa de viaje de su madre, apoyada en la pared. Sasa frunció el ceño—. ¿Te vuelves a marchar?
—Tengo una misión. Estaré fuera unos días, así que te quedas al mando. Quiero que estés muy pendiente de Film.
—¿Qué? ¿Otra vez? ¡Mamá, no es justo! Tengo que entrenar para estar lista por si al fin me dejan hacer la prueba.
—No estás preparada aún, Sasa. —Hilota puso los ojos en blanco.
—¡Sí que lo estoy! ¡Delia ya la pasó! Y no es tan rápida como yo, pero, ¿sabes qué? Sus padres creían en ella. —Su madre apretó los labios. Podía decir que ella también creía en Sasa, pero se quedó callada y el silencio hablaba por ella. La chica apretó los puños—. ¿Por qué no le pides a Gorgoj que cuide de Film? A él nunca le pides nada.
—Tu hermano mayor trabaja para la comunidad. Es un buen explorador. —Sasa se mordió la lengua para no decir que lo que se le daba bien era explorar en busca de chicas. Gorgoj parecía encantado, pero, como hermana mediana, sabía que en realidad era un presumido y un ligón, y que el clan le importaba bien poco—. Además, aunque no pueda estar todo el tiempo, tu hermano me ha prometido que estará pendiente de que no os pase nada.
—Genial. Así que quieres que haga de niñera y que, a la vez, tenga una niñera —murmuró con la nariz arrugada.
—Sasa, no me lo pongas más difícil. Volveré dentro de una semana y más te vale haberte portado bien o hablaremos seriamente de la escapada de hoy.
—¡Una semana entera! —exclamó Sasa—. ¿Y dónde vas a estar tanto tiempo?
—Eso solo nos concierne a mí y a la Voz —sentenció, y le dio la espalda para coger la bolsa de viaje que descansaba junto a la pared.
A Sasa no se le escapó que llevaba en su mochila el clavo afilado que usaba como arma. Tragó saliva. No sabía dónde se marchaba su madre, pero sabía que era peligroso.
—Podría ir contigo —le dijo.
—Film necesita a su hermana —respondió su madre de forma seca.
—No puedes hacerme esto. Sabes que puedo ser útil y en vez de apoyarme ¡me dejas cuidando de un mocoso que aún se mea en la cama!
—¡SASA DE LOS MOPAS! —bramó su madre.
Demasiado tarde, Sasa escuchó unos pasos que corrían en el piso de arriba y la puerta del cuarto de Film que se cerraba con un tirón brusco. Cerró los ojos. No había querido decir eso, pero su hermanito lo había oído todo. ¿Por qué todo le salía mal?
—Bravo, Sasa. Premio a la mejor hermana. —A su madre le ardían los ojos de enfado cuando salió por la puerta—. Hablaremos de todo esto cuando vuelva. Y ni se te ocurra poner un pie fuera de nuestro clan o te prometo que cumplirás los treinta castigada
Sasa quería gritar de rabia.
Trepó por el peine que usaban de escalera para llegar al piso superior y se paró delante de la puerta de Film, con los labios apretados y un nudo de culpa en la garganta. Se odiaba por haberse metido con su hermano. Nunca había sido el más valiente de la familia, pero desde la muerte de su padre se había vuelto silencioso y asustadizo. Sasa lo entendía, Film estaba con él el día que murió.
Deseó parecerse a Gorgoj y saber encontrar siempre las palabras adecuadas. Su hermano mayor sabía lo que decir en cada momento, ya fuera para animar a Film, parecer responsable delante de su madre o conseguir que la chica de turno le prestase toda su atención. Sasa rozó la puerta de su hermano, pero no tuvo valor para llamar.
Sasa esperó el ratito justo antes de marcharse a su cuarto. Se echó en el calcetín con el que habían hecho su cama y contempló el techo con el ceño fruncido.
Su cuarto era su refugio. Hilota y sus hermanos lo respetaban. Por eso sus tesoros estaban a la vista, botines que había traído de sus escapadas prohibidas. Había un botón dorado sobre el bote de caramelos que usaba como mesilla, de la vez que se aventuró en la planta de moda. En una esquina se apoyaba un rotulador de color violeta, junto a un dedal que a veces usaba como papelera. Y Gorgoj le había ayudado a pegar en el techo decenas de fotografías de humanos, lo que a Film le parecía terrorífico.
Sasa no podía evitar sentirse fascinada al mirarlas. En fotos, los humanos se veían tan pequeños como los propios rastreadores. Podrían ser de la misma especie. Además, esos desconocidos le devolvían la mirada desde el techo, pero no le hacían ningún daño. Estaban congelados y Sasa podía mirarles de vuelta tranquilamente sin correr el riesgo de que su piel se volviera polvo.
A veces fantaseaba con la idea de que todos los humanos se volvieran de su tamaño y poder acercarse a ellos sin ningún riesgo. A lo mejor entonces encontraba chicos de su edad con los que llevarse bien.
Soltó un suspiro. Siempre se había sentido distinta. Sasa prefería pasar su tiempo entrenando, corriendo o explorando antes que tirarse una tarde entera sentados en corro y hablando de lo mismo. Antes de su muerte, su padre bromeaba diciendo que tenía alas en los pies y en el corazón.