Los sueños de una mujer - Perseguidos por el pasado - Marie Ferrarella - E-Book

Los sueños de una mujer - Perseguidos por el pasado E-Book

Marie Ferrarella

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Beschreibung

Ómnibus Julia 458 Los sueños de una mujer Marie Ferrarella Había un gran mundo ahí fuera, ¿pero estaba la ex monja Claire Santaniello preparada para él? Su anhelo de tener un hogar y una familia le habían hecho colgar los hábitos y volver a California. Sin embargo, su verdadera vocación no podía ser el atractivo Caleb McClain, ¿o sí? La asombrosa pelirroja parecía incómoda en el atestado bar. También le resultaba torturadoramente familiar. Caleb no podía creer que la chica que años atrás había amado fuera ahora profesora en su ciudad. Después de ser rescatada en la pista de baile por Caleb, Claire se propuso la misión de resucitar unos sentimientos que él no podría ignorar. Perseguidos por el pasado Justine Davis Después de convertirse en padre de un hijo adolescente, el ex agente federal Wyatt Blake se enorgullecía de llevar una vida ejemplar. Desgraciadamente, la única persona que conseguía llegar al muchacho era Kai Reynolds. Mientras que Wyatt y Kai investigaban a los traficantes de drogas que habían centrado su atención en el hijo de él, Wyatt descubrió un vínculo mortal con su pasado y se vio obligado a desenterrar una vida que llevaba ya mucho tiempo escondida por el bien de Jordy y tal vez por el de Kai y el suyo propio...

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Créditos

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 458 - julio 2023

 

© 2009 Marie Rydzynski-Ferrarella

Los sueños de una mujer

Título original: The 39-Year-Old Virgin

 

© 2011 Janice Davis Smith

Perseguidos por el pasado

Título original: Always a Hero

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009 y 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de

Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales,

utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina

Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos

los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-047-1

Índice

 

Créditos

Los sueños de una mujer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

 

Perseguidos por el pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

UNA monja entrando en un lugar de moda y lleno de gente…».

«Ex moja, Claire», se corrigió en silencio. Cielos, ¿qué estaba haciendo allí de todos modos?

El estruendo de las voces dominaba sobre la vibrante música conformando un enorme muro sonoro que se arremolinaba entorno a ella. Pensar se volvía más difícil por momentos, mucho más hablar o escuchar.

Claire supuso que se estaba lanzando a una vida que nunca había conocido, la vida que había dejado a un lado.

El cielo sabía que, a pesar de ser popular, no había tenido ni siquiera una cita. Aunque ésa no era la mejor palabra para describir su vida social hasta entonces. Su popularidad tenía un atractivo universal. Ella había sido siempre la que hablaba, de la que la gente se quedaba enganchada. Era una «amiga» con A mayúscula para todo el mundo, daba igual el sexo.

Lo fundamental era que jamás había tenido un novio, ningún hombre estable en el que apoyarse, con el que concebir sueños secretos. No había habido nadie que le hubiera hecho latir aceleradamente el corazón, subir la adrenalina. Nunca había tenido un enamoramiento, mucho menos un amor. ¿Se equivocaba queriendo conocer lo que se había perdido?

Sintió un estremecimiento en los dedos. Estaba nerviosa. Igual de nerviosa que esa tarde cuando su prima Nancy, Nancy la de la vida cómoda, amante esposo y cuatro hijos, había insistido en llevarla de compras para que tuviera algo adecuado que ponerse esa noche, incluida la ropa interior.

—¿Qué tiene de malo la que tengo? —había preguntado.

—Nada si quieres que él adivine de inmediato que eras monja.

Había descartado, tratando de no ruborizarse, las bragas transparentes que Nancy le había elegido.

—No va a haber ningún él —había insistido.

—Ajá —recuperando las bragas junto a otras dos similares, Nancy había sonreído—. A mi cuenta —había dicho dirigiéndose a la caja.

Claire no las llevaba esa noche. De ningún modo se iba a lanzar a una relación superficial sólo para recuperar el tiempo perdido. Primero tenía que hacerse a la idea de salir con un hombre. Y eso iba a llevar tiempo. Mucho tiempo. Había sido monja veintidós años. Llevaba de «civil» sólo un par de semanas. Ni siquiera le había dicho a su madre que había dejado la orden definitivamente cuando había aparecido en su casa. Margaret Santaniello creía que su única hija había obtenido una licencia para cuidarla por su leucemia. Su madre, que orgullosamente proclamaba ante cualquiera que quisiera escucharla que su hija, la hermana Michael, estaba casada con Jesús, había quedado horrorizada cuando había descubierto, de un modo puramente accidental, para decirlo en sus palabras, que se había divorciado de Dios por su causa.

Su madre no tenía forma de saber que ese giro de los acontecimientos llevaba fraguándose largo tiempo. Que no había perdido la fe, pero había perdido la pasión. Y quizás algunas partes de sí misma. Partes que tenía que recuperar. Partes que no iba a encontrar allí, pensó, mirando a Nancy y otras amigas de la infancia que la habían arrastrado a ese sitio, un restaurante llamado Sábado Noche y Lunes por la Mañana, donde los «rollos» era lo que todo el mundo andaba esperando de un modo no muy secreto.

Cuando había pensado por primera vez en dejar la orden, cuando había sentido por primera vez esa oleada de inquietud, de ya no sentirse llena por seguir el camino correcto, había soñado con tener una familia, hijos. Sin embargo, ese sueño no incluía la etapa previa antes de lograr ese objetivo. No había pensado en tener que salir, o el terrorífico paso anterior a ése: buscar una cita.

La idea de buscar, de «salir» le daba más miedo que adentrarse en el corazón de África armada con un camión de medicinas, un crucifijo y un traductor desconocido. Eso lo había hecho casi sin temor pensando que tenía a Dios de su parte porque sus intenciones eran nobles y altruistas.

Dios ya no era su copiloto. En eso volaba sola. Y, si reflexionaba, sus intenciones podían considerarse egoístas, algo que la hacía sentirse extraña. Lo más cerca que había estado de algo así había sido queriendo permanecer viva para ver el siguiente amanecer cuando, junto a un grupo de enfermeras, se había encontrado en territorio enemigo en medio del fuego cruzado.

Se preguntó si sentarse en una mesa del Sábado Noche y Lunes por la Mañana podría considerarse como adentrarse en territorio enemigo.

Nunca habría ido allí por propia iniciativa. Pero Kelly, Amy y Tess, las tres mujeres que una vez habían estado muy cerca de ella cuando eran crías, y su prima Nancy habían insistido en ir allí en su primera incursión en el mundo secular.

—¿Seguro que no quieres nada más fuerte que un ginger ale? —preguntó Amy gritando por encima de la mesa.

En respuesta, ella agarró con fuerza el vaso como si fuera su salvavidas.

—Sí, estoy segura —no era que no hubiera bebido nunca.

Podía manejarse cuando se trataba de licores fuertes, como el whisky, algo que también había aprendido, por necesidad, en África. Pero allí sentía que estaría mejor con la cabeza despejada.

Sentada a su izquierda, Kelly se inclinó hacia ella y le dijo al oído:

—No pareces cómoda, Claire.

—Pensaba que quizá habría sido mejor buscar un sitio más tranquilo para ponerme al día —respondió—. Algo como el medio de una pista de aterrizaje.

—Es muy ruidoso, ¿verdad? —dijo Amy entre risas.

Nancy, a la derecha de Claire, sacudió la cabeza. Era evidente que consideraba a su prima su proyecto.

—Hay un «ponerse al día» y un «ponerse al día» —un guiño acompañó el final de la frase.

Claire ya había tenido bastante a lo que enfrentarse en esas dos semanas: ajustarse con su madre encontrando una rutina que sirviera a las dos; el lunes iba a enfrentarse a un nuevo trabajo con un grupo de niños que ya no la llamarían hermana Michael. Con todo eso encima, no estaba en el mercado, no tenía tiempo, de las relaciones hombre-mujer.

—Aún no quiero ponerme al día en ese sentido.

—Deberías, Claire. El resto de nosotras hemos estado casadas al menos una vez, o seguimos casadas —Amy hizo un gesto con la cabeza para señalar a Nancy—, pero tú… —la señaló con un índice pintado de escarlata—, tú ni siquiera te has mojado los pies —le dedicó lo que Claire pensó que Amy creería era una mirada penetrante—. ¿Tengo razón?

—No creo que los pies sea la parte de la anatomía en la que Amy está pensando —explicó Tess. Iba a decir algo más, pero sus ojos se detuvieron sobre alguien en la barra—. Ahí hay uno mono —afirmó mirando con los ojos entornados—. Creo que conozco al tipo que está con él. ¿Quieres que te lo presente? —Tess parecía dispuesta a ponerse de pie a la menor señal de interés por parte de Claire.

Claire negó con la cabeza vigorosamente. Lo último que quería era ver a un hombre arrastrado hasta la mesa para que ella lo examinara.

—No, de verdad —insistió agarrando a Amy del brazo por si a la pequeña rubia se le ocurría llevar a cabo su amenaza—. Sólo quería ver a mis viejas amigas y hablar, como solíamos hacer.

—Solíamos tener diecisiete o dieciocho años —dijo Tess—. Ya no tenemos esos años —apoyó su afirmación con una risita—. La vida sigue y todo esa mi… historia —cambió la palabra en el último momento con expresión de culpa en el rostro.

—Puedes decir «mierda» si quieres, Tess. No tienes que moderar tu lenguaje delante de mí —dijo Claire—. Ya no soy la hermana Michael.

Tess asintió como si debiera haberlo sabido.

—Vale. ¿Eso significa que no puedes interceder ante el Jefe por tus amigas?

Claire sonrió y se acercó para no seguir gritando.

—Puedo rezar por ti, si es eso a lo que te refieres, pero justo ahora no sé si Él y yo estamos en la misma longitud de onda —pero se encontró hablando con la espalda de Tess porque su amiga se había vuelto a la barra para establecer contacto visual con su conocido.

Al final consiguió que se separara de su amigo y se acercara a la mesa.

Claire vio a Tess iluminarse como un desierto al amanecer, su atención completamente volcada en el hombre que hablaba arrastrando ligeramente las vocales.

—Cuando ya pensaba que no iba a ver a ninguna hermosa dama esta noche. ¿Cómo estás, Tess?

—Ahora muy bien —ronroneó Tess.

—¿Quieres bailar? —preguntó haciendo un gesto en dirección a la atestada pista.

Tess ya estaba de pie y había recorrido dos tercios de la distancia que la separaba de él.

—Me encantaría.

Al momento se perdieron entre la multitud.

Claire pensó que su mesa estaba colocada a un escaso metro de lo que parecía la pista de baile. Una caja de zapatos habría parecido menos atestada.

—No te preocupes —dijo Amy dándole una palmada en la mano—. Te encontraremos a alguien.

—No quiero a nadie —suavemente retiró la mano—. He venido sólo para charlar —miró acusadora a Nancy que había sido la primera en proponerle que se juntaran todas.

Nancy alzó los hombros y después los encogió con gesto inocente.

Claire no se lo creyó ni un minuto.

En un momento, Amy y después Kelly estaban en la pista de baile, aunque Kelly dijo que volvería.

Claire tenía sus dudas. Al ver a Kelly alejarse, frunció el ceño y miró a Nancy.

—Algo me dice que debería haber insistido en reunirnos en La Casa Internacional de las Tortitas.

—Las tortitas no se pueden comparar con estar en los brazos de un hombre —dijo ácida Nancy y después se puso seria—. No se lo reproches, Claire, cariño, tienen buena intención. También piensan que yo no salgo lo suficiente —confesó Nancy—. Esto se supone que es tanto por ti como por mí.

—Pero tú estás casada —protestó.

—Y no lo oculto —levantó la mano derecha con el anillo de compromiso y el de casada—. Patrick no baila y a mí me encanta, así que quita ese gesto de la cara.

—No tengo ningún gesto.

—Díselo a tus labios —reconvino Nancy—. Además, cuando este último invasor aparezca —se apoyó la mano en un vientre que aún no había empezado a llenarse con su nuevo ocupante—, no iré a ningún sitio en una buena temporada. Ésta puede ser mi última oportunidad de salir.

Se suponía que tenía que entender el punto de vista de su prima, pero se seguía sorprendiendo por el matrimonio de Nancy.

—¿Patrick está de acuerdo con que vengas aquí?

—No vengo a buscar hombres, Claire, cariño —informó con una sonrisa—. Estoy aquí como observadora. Por no mencionar que él cree que hemos ido a La Casa Internacional de las Tortitas.

—¿De verdad?

—No, estoy bromeando —se echó a reír—. Patrick sabe dónde estoy. No tenemos secretos. Y además —añadió en tono serio—, confía en mí. Confiamos el uno en el otro. Supongo que soy de las afortunadas.

Incluso mientras decía eso, Nancy parecía alerta.

Clare recorrió los alrededores con la mirada esperando ver a alguien que se dirigiera hacia ellas. Pero no había nadie.

—¿Qué?

—Mi teléfono está vibrando —lo sacó del bolsillo, se tapó un oído y se acercó el móvil al otro—. ¿Hola? Sí, soy yo. Vale, no te preocupes. Voy para allá, cariño.

—¿Allá? —preguntó Claire mientras Nancy cerraba el móvil—. ¿Dónde es allá?

—Casa —dijo Nancy—. Una de las gemelas se ha chocado contra la puerta de la nevera justo cuando la otra la abría. Se ha roto un labio —buscó el bolso, lo encontró y lo puso delante de ella encima de la mesa—. Patrick se marea al ver sangre —añadió con tono de disculpa—. Siento interrumpir la velada tan pronto.

Claire hizo un gesto para que no se disculpara, eso le daba una excusa para irse.

—Está bien, creo que prefiero irme.

Nancy la miró sorprendida.

—Oh, no, no es eso. Quédate, Claire.

Claire dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Puede que necesites una enfermera, y yo tengo un título, ya lo sabes.

—Aprecio la oferta, Claire, pero después de cuatro niños, la enfermería se ha vuelto mi segundo trabajo. Además no podemos irnos las dos.

—¿Por qué no?

—Porque Amy, Tess y Kelly se preguntarán qué ha pasado —Nancy se puso en pie—. Mira, sé que estás inquieta, pero quédate un poco más. Al menos hasta que alguna vuelva —hizo un gesto en dirección a las sillas vacías—. Hasta entonces te toca vigilar los bolsos.

Claire suspiró, se le había olvidado eso.

—Vale, pero en cuanto vuelva una, me marcho.

—Lo que quieras —aceptó Nancy—. La próxima vez —prometió— tú elegirás el sitio.

No quería entretener más a su prima, así que asintió. Pero no iba a haber una próxima vez. No en una temporada. Después de ese intento, sabía que no estaba preparada para aquello. Tenía que acostumbrarse al resto de su vida primero, sentirse cómoda con sus responsabilidades y rutinas nuevas. Entonces, quizá, podría pensar en ir a un sitio como ése y conocer a un hombre.

Y también podría no hacerlo.

—Llámame cuando puedas y dime cómo está la niña.

—Lo haré —le acarició una mano—. Y trata de pasarlo bien el rato que te quedes.

—Haré lo posible —forzó una sonrisa.

—Hazlo —le dijo antes de salir corriendo.

¿Cuánto duraban esas canciones?, se preguntó impaciente. ¿No era hora ya de que volviera alguna?

—Parece que sus amigas la han abandonado, señorita.

A pesar del ruido, Claire oyó las palabras perfectamente. Sorprendida, se dio la vuelta y descubrió a un hombre alto de pie justo detrás de su silla. Y la miraba a ella.

—No tanto —respondió—. Tres están bailando, mi prima ha tenido que irse.

—Suerte para mí —era bien parecido.

Si hubiera tenido que asignarle una edad, habría pensado en cuarenta y pocos. Y pensó que con esa edad tendría que saber que no hay que ir a donde no se está invitado, pero se sentó en la silla de al lado de la suya.

—Bueno, y ¿cómo se llama, guapa señorita?

—Claire —se oyó decir aunque tuvo la sensación de que debería haberle dado un nombre falso.

—Claire —repitió él asintiendo con gesto de aprobación—. Un bonito cambio respecto a Tiffany o Britney —comentó. Le tendió una mano. Ella no podía quitarse la de la cabeza la imagen de un tiburón—. Yo soy Bill.

No estrecharle la mano habría sido grosero y no quería ser grosera, así que se la aceptó sin entusiasmo.

—Hola, Bill.

—Me gusta la forma en que lo pronuncias —dijo sin soltarle la mano.

—Mira —se soltó la mano—, no quiero que te hagas una idea equivocada. No estoy aquí para ligar.

—Oh —en lugar de contrariado, pareció encantado.

Antes de que ella se diera cuenta de lo que hacía, Bill le acarició una mejilla con los nudillos. Claire se puso rígida y echó la cabeza hacia atrás.

—Una dama que quiere ir al grano, me gusta.

—No estoy aquí para ir al grano —informó—, estoy aquí con unas amigas para ponerme un poco al día.

En lugar de arredrarse, Bill la agarró de la muñeca y se puso de pie provocando que ella hiciera lo mismo.

—¿Por qué nos les damos una lección a tus amigas y les hacemos que te busquen? Tengo el coche fuera.

Evidentemente era imposible que se fuera a ningún sitio con ese hombre. Pero aún trató de ser amable.

—No, gracias. Mejor no.

La mano de la muñeca se cerró un poco más fuerte.

—No seas provocadora, Claire. A los hombres nos gusta eso.

Lo miró fijamente sintiendo que el temor estaba siendo desplazado por la ira.

—No me gusta que me maltraten.

—¿Qué eres, una de ésas? —preguntó desdeñoso.

Sabía a qué se refería. Sería más fácil sencillamente mostrarse de acuerdo, dejar que creyera que sus preferencias se inclinaban hacia su mismo sexo, pero eso habría sido mentira.

—Lo que soy —le informó sacudiendo la cabeza—, es monja —«Dios me perdone por mentir».

—Una monja, ya —la noticia no tuvo en él el efecto deseado. En lugar de dejarla, la recorrió con la mirada—. Jamás he estado con una monja —apretó aún más la muñeca y tiró de ella—. Ahora sí que has despertado mi interés. Vamos, baila conmigo, hermana Claire. Muéstrame lo que sabes hacer —la lascivia se incrementó—. Apuesto a que te mueres de ganas de un poco de acción.

Demasiado para seguir siendo educada.

—Si lo estuviera, no sería con semejante neandertal —dijo tratando en vano de soltarse.

—No es la respuesta correcta —dijo en tono de advertencia.

—Pero es la que vas a aceptar —dijo alguien tras ella—. Ya.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CALEB McClain pasó el dedo por el grueso borde del vaso que tenía delante de él en la barra.

Sabía que debía seguir su camino.

Demonios, ni siquiera sabía qué hacía allí en lugar de haber ido al Lucky, el bar de su zona.

Quizá era porque prefería tener la excusa de ir a un restaurante en lugar de a un bar. O lo más probable, porque no quería encontrarse con nadie de la comisaría. Esa noche no se sentía con ganas de hablar con nadie. Nadie esperaba que fuese hablador. No era muy dado al cotilleo, como su compañero, Mark Falkowski, que decía que llevaba un año a un paso de convertirse en una momia.

Al menos eso era lo que Mark sostenía. Ski era el único que habría intentado abordar el asunto que le había dejado tantas cicatrices, pero incluso el detective de metro noventa no se aventuraba mucho en ese territorio. Era más listo que eso. Todo el mundo lo era. Lo mismo que todo el mundo conocía la razón por la que se había encerrado tanto en sí mismo.

Un año. Un año esa noche.

¿Cómo demonios podía correr tan deprisa el tiempo cuando parecía que estaba quieto, cuando cada segundo del día parecía atravesarlo como un arpón?

Y ese día era el peor de todos. Señalaba trescientos sesenta y cinco días desde que había sucedido. Desde que Ski se le había acercado con cara larga para decirle lo que los batidos policías de Los Ángeles Este le acababan de decir.

Salir de la cama esa mañana había sido casi imposible. Había pensado en llamar para decir que estaba enfermo, pero al final había ido, ¿qué iba a hacer? A donde fuera, su cabeza iría con él.

No había escapatoria. Quedarse en casa no era la solución. Danny estaría allí y no quería que su hijo lo viera así.

Sólo pensar en su esposa hacía que se le pusiera un nudo en la garganta. No tenía bastante con el aire que le quedaba en los pulmones.

Jane.

Jane, con su brillante sonrisa, su deseo de poner un vendaje en el mundo y, de algún modo, lo había hecho por medio de su fuerza de voluntad y su infinita capacidad de amar.

Surgió la rabia y se canalizó hacia sus manos. Agarró el vaso con tanta fuerza que se dio cuenta de que lo haría pedazos. Hizo un gran esfuerzo para recuperar el control, para no sobrepasar el límite. Cada día era una lucha.

Si no hubiera sido por esa actitud suya de madre Teresa, su determinación de ir valientemente hasta donde los ángeles tenían el buen juicio de no acercarse, Jane seguiría viva. Viva en lugar de ser una víctima de la enemistad gratuita de dos bandas rivales. Estaba allí, a punto de meterse en el coche, cuando había empezado el tiroteo. Atrapada en el fuego cruzado, fue una de las muchas personas que murieron esa tarde.

La única que a él le había importado.

Un año antes. Exactamente un año antes, su joven y hermosa vida había sido segada sin sentido porque tenía que ver a una chica embarazada cuyo caso seguía como trabajadora social. La chica tenía dieciséis años y ya era madre de dos hijos. Él le había dicho a Jane que estaba perdiendo el tiempo, pero ella estaba convencida de que podría ayudar a la chica a salir adelante.

Podía ser tan testaruda cuando quería. Le había rogado que buscase un trabajo distinto, que dimitiera, incluso que se quedara en casa y fuera la madre de Danny y su esposa y les hiciera a los dos completamente felices. Pero Jane tenía que ser Jane. Estaba decidida a salvar el mundo, así que fue.

Y en lugar de salvar a la muchacha embarazada, Jane había perdido su vida y él su razón de vivir. Nada más parecía importarle realmente, por mucho que hubiera intentado seguir adelante. Seguía siendo policía porque era lo único que sabía hacer y en algo tenía que trabajar para pagar las facturas y darle un techo a Danny.

No debería sentirse así. Jane no habría querido que estuviera así y había sido por Danny que no había apretado el gatillo de su pistola que había acunado en su regazo noche tras noche la primera semana, llevándosela a los labios una y otra vez desesperado por caer en el olvido.

Pero eso habría dejado a Danny huérfano y no podía hacerle eso. No habría estado bien privarle de un padre después de la pérdida de su madre. Había olvidado la pistola y permanecido vivo. Por así decirlo.

En lugar de suicidarse, para sobrevivir, para afrontar las enormes olas de dolor que caían sobre él sin avisar, se había entumecido. Absoluta y completamente entumecido.

Una punzada de remordimiento se abría camino, de vez en cuando, y Caleb se decía a sí mismo que lo había intentado. Que había tratado de salir de esa prisión invisible y estar a disposición de su hijo. Pero cada vez que lo hacía, el dolor se apoderaba de él, lo oprimía hasta el punto de que no era bueno para nadie. Así que se retiraba, le decía a Danny que se ocuparía de él después. Y el chico le perdonaba, todas las veces.

«Lo siento Danny, realmente lo siento mucho».

Miró su vaso casi vacío. Pensó en pedir otra copa. El áspero whisky bajaba con demasiada facilidad. Pero daba lo mismo. Uno o diez, el resultado era el mismo. Nada borraba el dolor y tenía que conducir hasta casa. Matarse a sí mismo era una cosa, pero la posibilidad de matar a otra persona, alguien que no tuviera nada que ver con la tragedia con lo angustiaba, era algo a lo que no quería arriesgarse.

Además, la señora Collins tenía una casa a la que volver. Ya había estado más tiempo del que habían acordado. Edna Collins era un regalo que vivía en la casa de enfrente. La abuela viuda era más que feliz haciéndose cargo de Danny después de la escuela y cada vez que su trabajo se lo exigía. Le daba algo que hacer, le había dicho. Ni siquiera quería que le pagara por su tiempo, pero la había convencido de que aceptara algo.

Alzó su vaso y miró el fondo. Sólo quedaba una gota del líquido ámbar. A pesar de su decisión se debatía pensando en pedir otro antes de marcharse.

No estaba seguro de qué había sido lo que le había hecho mirar en la dirección que lo hizo. En una de las mesas, una mujer trataba de defenderse de los avances de una especie de Romeo al que no parecían gustarle los noes por respuesta. Bueno, ¿qué esperaba en un lugar como ése?

Estaba a punto de mirar a otro lado cuando algo, un recuerdo vago, trató de abrirse camino en su cabeza. Algo sobre ese torrente de pelo rojo, el modo en que sacudía la cabeza que le resultaba familiar. ¿La conocía?

Probablemente no. Quizá se parecía a alguien. Veía a tanta gente en su trabajo…

Miró con más atención. Y entonces recordó. O pensó que lo hacía. Tenía que acercarse más. Dejó el vaso en la barra y depositó un billete al lado.

Al momento cruzaba el atestado salón esquivando a la gente. Cuanto más se acercaba, más seguro estaba. Hasta que llegó a parecerle casi imposible.

Pero no lo era, ¿no? Buscó en esa parte de su mente que aún mantenía recuerdos sin dañar, recuerdos almacenados antes de que Jane apareciera en su vida. Y antes de que saliera.

Pelirroja, piel como de alabastro. Ojos verdes. Aspecto delicado. Era Claire Santaniello.

Nadie más tenía ese tono rojo en el cabello. La confusión lo llenó. ¿Qué hacía en un lugar como ése?

Evaluó la situación con rapidez y le dijo al otro hombre que desapareciera. La expresión en los ojos del otro fue de pura maldad mientras los miraba.

—¿La quieres para ti? —gritó sin soltarle la muñeca a Claire—. Lo siento, yo la vi primero.

Aquello era absurdo. Ni en sus sueños más extraños había imaginado ella una situación semejante. A qué clase de sitio la habían llevado las chicas.

—Nadie ha sido el primero —intervino Claire perdiendo la paciencia—. No soy un hueso por el que podáis pelearos. No me interesa ninguno —dijo por si el recién llegado se hacía alguna idea equivocada por haber salido en su rescate.

Era Claire, sí, estaba seguro.

—Ya has oído a la señorita —dijo Caleb finalmente—. Quiere que te largues —era una orden.

El otro pareció verlo más como un reto.

—¿Me vas a obligar tú?

—¿Por qué no aceptas el reto y lo comprobamos? —dijo Caleb con una calma mortal haciendo un gesto para que el otro pudiera ver la pistola que llevaba bajo la chaqueta.

Los ojos del otro hombre volaron hasta el arma, dejó escapar un juramento antes de abandonar.

—Seguramente será frígida —dijo con desprecio—. Para ti —se dio la vuelta y desapareció entre el gentío.

Cuadrando los hombros, Claire se dio la vuelta para mirar al hombre que había salido en su ayuda. Se debatía entre pensar que la caballerosidad no había muerto y preguntarse si no había saltado de la sartén al fuego.

Sobre todo no quería que pensase que era una especie de débil dama. Se había enfrentado con hombres mucho más peligrosos que el que acababa de marcharse. Claro, que eso había sido cuando estaba en buenas relaciones con Dios.

¿Sería éste una especie de ángel de la guarda que había enviado Él en su lugar? Le hubiera gustado pensar así, pero tenía la sensación de que no era el caso.

—Gracias, pero podría haberlo manejado sola.

—No, no podías —dio por hecho Caleb—. Pesaba al menos cincuenta kilos más que tú —hizo una pausa y añadió—. No es un crío al que puedas mandar a la cama porque se le ha pasado la hora.

La voz era profunda y ligeramente grave. No había ninguna razón para que le resultase familiar, pero la cadencia susurraba algo en un rincón lejano de su memoria.

¿Lo conocía? ¿Sería alguien con quien había ido al colegio? Claire estudió el cincelado rostro con detenimiento, un rostro en el que empezaba a aparecer una ligera expresión de diversión. Dirigió la mirada al cabello color arena y a los luminosos ojos azules.

No le parecía conocido, pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que le era familiar. No iba a preguntarle «¿te conozco?», porque aunque lo conociera podría parecer que abría una puerta que no deseaba abrir.

Y entonces el extraño dejó de serlo con las siguientes palabras que pronunció:

—¿Qué pasa, Claire? —preguntó—. ¿No te acuerdas de mí?

Se quedó allí sin moverse rebuscando en una memoria que no pasaba de darle destellos.

—Sabes mi nombre.

—Sé muchas cosas de ti —dijo con creciente diversión—. Sé que te gustaban las series de detectives, pero que no las veías si tenías deberes que hacer. Primero los hacías, después veías la tele. Sé que solías cantar cuando estudiabas si pensabas que nadie podía oírte.

Lo miró boquiabierta. Debería conocerlo, se dio cuenta, pero ningún nombre le venía a los labios.

—¿Quién eres?

Caleb no supo por qué no respondió directamente a la pregunta, por qué sencillamente no le dijo su nombre en lugar de seguir prolongando el misterio. Hizo un gesto con la cabeza señalando la mesa para que ella se sentara, después se acercó una silla para él.

—¿Quién crees que soy? —preguntó.

Claire lo miró intensamente. Cuando estaban de pie se había dado cuanta de que le sacaba más de treinta centímetros. Tenía los hombros como un jugador de rugby.

—Posiblemente eres como me imagino que será mi ángel de la guarda —dijo con una ligera sonrisa—, pero si lo eres, ese neandertal no habría podido verte.

Caleb sintió por un instante que volvía al pasado. Un pasado en que todo era posible y en el que el dolor cegador aún no había dado con él. Caleb decidió darle otra pista.

—Me hice poli por esos programas de detectives que solías ver. Tú no lo sabías, pero solía escaparme de mi habitación y verlos contigo. Me sentaba en el escalón de arriba, justo fuera de mi habitación, y veía la tele… cuando no te miraba a ti —añadió; después, por primera vez en mucho tiempo se permitió una sonrisa sincera—. Estaba chiflado por ti, Claire.

Pronunció su nombre como si fuesen viejos amigos. ¿Cómo no iba a recordarlo? ¿Quién era?

—Aún no… —y entonces abrió mucho los ojos al procesar lo que acababa de decirle—. ¿Caleb? ¿Caleb McClain? —gritó sin estar completamente convencida de que fuera cierto.

Pero era lo único que tenía sentido, dado lo que le había dicho. Era el único niño con quien había hecho de canguro. Pero ya no era ningún niño.

Dios, se sintió vieja.

—Ahora soy el detective McClain —dijo Caleb asintiendo.

Claire apenas podía creerlo. Excepto por el color de sus ojos, azul eléctrico, y su pelo, un rubio arena oscura, no guardaba ninguna semblanza con el niño enjuto y algo tímido que había cuidado regularmente.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —se oyó a sí misma preguntar.

—Veintidós años —dijo Caleb acercando la silla—. Hasta que te fuiste a ese convento de Nueva York.

Le había roto el corazón ese verano. Hasta entonces había estado mimando su enamoramiento y haciendo planes para los dos cuando él le sacara unos centímetros. Tener cinco años menos que ella nunca le había parecido importante. Como hijo único siempre se había sentido mayor de lo que era.

Caleb frunció el ceño ligeramente al contemplarla. Iba vestida de un modo bastante conservador, desde luego no como la mayoría de las mujeres que andaban por allí. Un traje de dos piezas color crema tras el que asomaba un atisbo de una blusa rosa. Parecía más vestida para una reunión que para un lugar de encuentro de solteros.

No tenía sentido que estuviese allí.

—¿Fomentas muchas vocaciones para monja en sitios como éste? —preguntó—. ¿Estás en alguna misión de conversión?

Estaba pensando seriamente en llevar impresas varias cartas de descargo para repartirlas. Ahorraría bastante tiempo.

—Ya no soy miembro de las Hermanas Dominicas.

—¿Qué ha pasado? Oí a mis padres comentar tu decisión de ingresar en la orden. Mi madre decía que habías escuchado la llamada —no añadió que tuvo el corazón roto todo el verano.

Un desengaño de doce años. Mucho tiempo después sabía lo que era realmente tener roto el corazón.

Claire se encogió de hombros y le dio la misma excusa que a su madre como resumen:

—Mi llamada dejó de llamar.

Fuera del trabajo jamás era preguntón. Todo el mundo tenía derecho a su intimidad. Aun así, como era Claire, la mujer de su infancia, algo le retuvo en la silla hablando.

—Así que estás sólo de paso.

—No, me quedo. Por ahora —no sabía por qué necesitaba puntualizar tanto sus palabras—. Mi madre está enferma —una palabra salvavidas que no era cierta— y necesita que alguien se ocupe de ella —aunque, pensó en silencio, estaba más peleona que nunca y decidida a mantener su independencia.

Si no hubiera sido porque había visto los análisis, jamás habría pensado que estuviera algo más que un poco cansada.

Caleb se descubrió pensando cuál sería esa misteriosa enfermedad, pero dejó el asunto.

—Siento oír algo así.

—Gracias. Mientras, ya he encontrado trabajo en un colegio —un trabajo, aún se sentía extraña pronunciando esa palabra.

Había sido monja mucho tiempo y le iba a suponer un gran esfuerzo la adaptación, pero necesitarían el dinero dado que su madre se había jubilado. Y llegaría un momento en que necesitaría cuidado veinticuatro horas, así que tenía que ahorrar.

—Empiezo la semana que viene.

—¿En dónde?

—En Lakewood —Caleb rió un momento y ella preguntó—. ¿Qué pasa?

—Nada —pero su expresión demostraba que estaba pensando—. Es sólo que me sorprende lo pequeño que es el mundo —había seis escuelas en Bedford—. Es la escuela de mi hijo.

Un hijo. El niño que había cuidado tenía un hijo. Algunas veces olvidaba que la gente había seguido con sus vidas mientras ella había estado secuestrada en diminutos poblados donde el agua corriente se consideraba un lujo.

—Tienes un hijo —dijo ella con una sonrisa.

Se le iluminaba todo el rostro al sonreír, se fijó Caleb. Por eso había capturado su corazón preadolescente. Le sorprendió ver que había cosas que no habían cambiado.

—Sí, tengo un hijo.

—¿Cómo se llama? —no parecía de esos padres que fanfarroneaban de hijo.

—Danny.

—¿Tienes una foto suya? —definitivamente no fanfarroneaba.

La tenía, pero una de cuando tenía dos años y estaba con Jane. No se sentía con fuerzas para verla.

—No, aquí no —mintió.

Tenía que pensar en irse, pero siguió en la silla mirándola. No había esperado volverla a ver jamás.

—Si no te importa que te pregunte —empezó en tono de detective, pero luego lo suavizó—, ¿qué haces en un sitio como éste?

—Yo me hacía la misma pregunta. Algunas de mis amigas me han traído con ellas. Creo que es su forma de «hacerme el rodaje».

—¿Y dónde están ahora?

—Una, mi prima Nancy ha tenido que irse —se explicó—. Las otras tres —hizo un gesto hacia le gentío— están por ahí.

Presumiblemente no solas, conjeturó Caleb. Se levantó y acercó la silla a la mesa.

—Bueno, tengo que pensar en irme —pero sus pies no se movieron.

Y sabía por qué. Se sentía como si la estuviera abandonando, dejándola a merced de otros hombres como el de antes. De pronto se oyó decir:

—¿Quieres que te acompañe a casa?

Claire se puso de pie de un salto gritando:

—Sí —dijo con tanto entusiasmo que Caleb casi se echó a reír.

—Entonces, vamos —le apoyó una mano en la espalda.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

PERO en lugar de dirigirse a la puerta como había esperado, Claire le pidió que la esperara un momento.

—¿Qué tienes que hacer exactamente? —quiso saber.

—No tardaré mucho, te lo prometo —dijo apoyándole descuidadamente una mano en el pecho para que se quedara allí.

Tocaba mucho, recordó. Era una de las cosas que hacía que se le disparara el corazón de pequeño.

—Espera aquí —añadió ella.

Desconcertado, hizo lo que le pedía. No tenía ni idea de qué pensaba hacer hasta que la vio hablar con una morenita con el vestido más pequeño posible en todas las direcciones posibles.

Al momento la estaba sacando de la pista de baile y llevándola a la mesa. Tras la mujer, con cierto interés, iba el hombre que había estado bailando con la morena hasta un momento antes.

—Kelly, tienes que vigilar los bolsos —dijo Claire a su amiga—. Nancy ha recibido una llamada de emergencia y ha tenido que irse y yo me marcho.

Kelly lo miró directamente a él con una amplísima sonrisa.

—Has tenido suerte —gritó triunfante Kelly olvidando temporalmente al hombre que tenía al lado—. A la primera.

—Sí, he tenido suerte —respondió Claire—, porque es un viejo amigo. Me lleva a casa.

En el momento en que se refirió a él como amigo, se sintió extraña. Nunca había pensado en él de ese modo. La última vez que lo había visto llevaba un pijama con estampado de dibujos animados y apenas le llagaba a la barbilla. No se parecía en nada al hombre que tenía delante. Un hombre que destilaba seguridad en sí mismo y masculinidad.

—Debería yo tener viejos amigos así —murmuró Kelly recorriéndolo con la mirada—. Vete, no te preocupes de nada —se acercó más a Claire—. Los bolsos sería en lo último que pensaría si me fuera a mi casa con alguien así.

—Buenas noches, Kelly —dijo ella sacudiendo la cabeza sabiendo que Kelly pensaría lo que quisiera.

—¿Lista? —preguntó Caleb con paciencia.

—Completamente —había tenido bastante club de solteros para toda una vida.

—Sé amable con ella —dijo Kelly.

Cuando Caleb se volvió a mirarla, la morena le hizo un guiño como si compartieran algún secreto.

Al notar el guiño, Claire aceleró el paso en dirección a la entrada. En cuanto estuvieron fuera y la puerta se cerró tras ellos, se detuvo a respirar hondo y saborear el aire fresco. También disfrutó del silencio. Y después miró a Caleb. Era muy buena interpretando el lenguaje corporal. El suyo decía que se le estaba agotando la paciencia. Hizo un gesto hacia la izquierda y echó a andar.

—Siento lo de Kelly —dijo ella.

Con una mano en la espalda, Caleb la guió por el aparcamiento. Por lo que sabía, ella no había hecho nada ofensivo.

—¿Qué sientes?

—Kelly ve a cualquier varón de más de dieciocho como juego limpio.

Se sentía extraña hablando de salir con él aunque fuese de un modo tan nebuloso. Era raro. Jamás se había sentido extraña hablando con nadie. Había perdido la cuenta de las veces que había respondido tímidas preguntas sobre sexo de adolescentes que no tenían ni idea de lo que les pasaba.

Bueno, ella había empezado aquello y ella tenía que terminarlo. Con gracia, si era posible.

—Kelly parece pensar que tengo que recuperar el tiempo perdido y creo que te ha colgado la etiqueta de iniciador.

—¿Iniciador de…? —se detuvo y se volvió a mirarla.

—Mi entrada en el mundo de las relaciones románticas —dijo todo lo seria que pudo.

Caleb negaba con la cabeza con un atisbo de sonrisa en los labios. El Caleb que recordaba siempre sonreía, ¿qué habría cambiado?

—¿Qué? —preguntó ella.

Caleb la llevó hacia un Mercury mientras buscaba las llaves en el bolsillo.

—Sigues hablando de un modo muy florido. Me encantaba escucharte, aunque no entendiera nada de lo que decías. Sonaba bien —la verdad era que amaba el sonido de su voz—. Pensaba que quizá serías escritora o algo así.

—Me gustaba más leer que escribir, así que elegí «algo así».

Caleb abrió la puerta del acompañante y la mantuvo abierta para ella.

—Siempre me pregunté que por qué un convento.

Claire entró y se acomodó en el asiento. Trató de relajarse, pero una tensión residual se negaba a abandonar su cuerpo.

—Muchas razones, supongo. En ese momento todas parecían muy viables —quería servir a Dios y ayudar a la humanidad. ¿Sonaba eso tan idealista como pensaba que lo hacía? Miró a Caleb tras el volante—, pero todo eso queda atrás ya.

—Comprendido —era evidente que ella no quería hablar del tema—. Así que ahora vas a enseñar, ¿no?

—Sí, estoy un poco nerviosa —admitió con libertad—, pero realmente tengo ganas de empezar —la última clase que había dado había sido más de una año antes y en el otro extremo del mundo—. Siempre me han gustado los niños… y me gusta pensar que yo les gusto a ellos.

—Seguramente sí —dijo mientras salían del aparcamiento.

—Y eso lo sabes seguro —sonrió.

Él la sorprendió con una respuesta en serio.

—No les hablas con condescendencia —dijo él—. Eso era lo que me gustaba de ti —una de las muchas cosas, pero eso no lo añadió, eran pensamientos del pasado—. No me hacías sentir como si fuera un pequeño tonto al que podías mandar lo que quisieras.

—Eso es porque no eras tonto —señaló ella—. Eras muy inteligente… aunque hicieras que no lo eras —Caleb arqueó las cejas—. Todos esos problemas con los deberes que te inventabas para preguntarme cosas —le recordó—. Sabía que podías hacerlos solo.

Se había olvidado de eso. Olvidado mucho de esos primeros años de su vida.

—¿Qué me delataba?

—Lo pillabas todo demasiado rápido cuando te ayudaba con las mates. Tenías que haberlo comprendido desde el principio para que eso sucediera —sonrió recordando esas tardes de libros en la cocina. Había pensado en él como el hermano pequeño que no había podido tener, Michael, que había muerto antes de cumplir un año—. Creo que estabas atrapado entre querer que pasara tiempo contigo, ayudándote con los deberes, y tu lucha por intentar impresionarme demostrándome lo realmente brillante que eras.

Caleb rió en silencio para sí mismo. Había dado en el clavo.

—No deberías haber sido monja, deberías haber sido detective.

—Lo tendré en mente por si el trabajo de maestra o enfermera no funciona.

Giró a la izquierda al final del siguiente bloque y pasó al lado de un centro comercial de nueva construcción.

—¿También eres enfermera?

Ella asintió. La orden en la que había entrado había apoyado mucho su deseo de estudiar.

—Pensé que titularme en enfermería me sería útil en los lugares a los que me enviaban.

—¿Y cuáles eran?

Enumeró una lista de países, algunos de los cuales habían cambiado de nombre ya.

—África, sobre todo —añadió para simplificar.

Se detuvieron en un semáforo y Caleb se volvió a mirarla con gran respeto. Podía imaginársela enfrentándose a los elementos, yendo de aldea en aldea, dispensando esperanza y medicinas. Era bastante complicado imaginársela con el hábito de una dominica, de negro riguroso de pies a cabeza, bajo un sol de justicia.

No supo por qué, pero de pronto se alegró de que estuviese a su lado.

Muy pocas cosas lo sorprendían realmente. En algún momento, entre su trabajo y la muerte de Jane, había perdido la capacidad de asombro.

—¿Estuviste en África? —preguntó finalmente—. ¿Tú sola?

Las largas temporadas pasadas en África tenían mucho que ver con lo que era y en lo que se había convertido.

—Sí, ¿por qué?

Caleb se encogió de hombros. El semáforo se puso verde y siguieron su camino.

—Pensaba que estarías encerrada en algún claustro lejos de todo el mundo —como Rapunzel en la torre, pensó.

Había sido bautizado al nacer, pero ni sus padres ni él habían tomado parte activa en la iglesia católica. Y Jane había sido un espíritu libre, abrazándolo todo y no quedándose con nada en particular. Su imagen de lo que hacían las mojas era muy limitada.

—Rezando el rosario y eso… —añadió.

Otra persona podría haberse sentido ofendida, pero ella sabía que él no la quería menospreciar. Algo más estaba sucediendo, algo que él trataba de mantener enterrado. Quizá tenía que ver con su trabajo. Había conocido a más de un policía quemado.

—Rezar llevaba mucho tiempo —reconoció—, pero Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos. En mi caso, yo era la que ayudaba.

—En África —repitió sin traza de sorpresa en la voz.

—Así es.

Caleb pensó en alguna de las cosas que había leído en los periódicos. Historias de enfrentamientos y atrocidades en África.

—¿Estuviste en peligro alguna vez?

—A veces —reconoció en tono ligero.

Nunca había sido de las que le gustaba estar bajo el foco, sólo cuando era necesario para recaudar fondos para los proyectos que desarrollaba.

—Uno de los mayores peligros a que me he enfrentado ha sido encontrar un lugar donde lavarme en el que no hubiera un hipopótamo. No son las dóciles criaturas que la gente cree. Pueden ser muy peligrosos. Todo eso te hace ver el mundo de otra manera y sentirte realmente agradecida por las más simples comodidades —sonrió—. Como el papel higiénico.

Él escuchó en silencio y cuando hizo una pausa comentó:

—Ya entiendo por qué querías dejarlo.

Había malinterpretado sus palabras, pensó.

—Nunca me importaron las condiciones duras. Era un pequeño precio a pagar por poder ayudar a la gente, por hacer algo por los menos afortunados. Algunas de las cosas que he visto te romperían el corazón —dijo con un profundo suspiro—. Puede que opte por volver algún día.

Caleb frunció el ceño. ¿Estaba cambiando de idea?

—Entonces ¿piensas volverte a alistar?

—¿Volverme a alistar? —repitió sonriendo por el término.

Giró bruscamente haciendo que cayera sobre él.

—Como monja.

—Todo es posible —reconoció—, pero en este momento no creo que me vaya a volver a alistar en la orden. Además, ser parte de una orden religiosa no añadía ni quitaba nada a mi labor en África, simplemente puedo volver como civil.

En silencio se dijo que sería incluso más sencillo así. Nadie se dirigiría a ella esperando respuestas a las preguntas que perturbaban el alma. Porque ella ya no tenía respuestas. En todo caso, compartía las preguntas.

—¿Quieres volver? —preguntó sin rodeos.

Claire apretó los labios y evitó suspirar mientras Caleb tomaba la calle que conducía a su barrio.

—Ahora mismo no estoy segura de lo que quiero —dijo Claire con sinceridad—. Más allá de hacer lo necesario para que mi madre se encuentre bien.

—¿Qué tiene?

—Una leucemia aguda. Parece que la tiene desde hace tiempo, pero se la han descubierto ahora.

No estaba muy familiarizado con la enfermedad, pero sabía que no era nada bueno.

—Lo siento.

Apreciaba sus sentimientos, pero no iba a dejar que la invadiesen oscuros pensamientos. Estaba allí para levantar la moral de su madre y hacer todo lo posible por ella, no para hundirse.

—No significa necesariamente una condena a muerte —le dijo. Había hecho los deberes—. Hay mucha gente que tiene remisiones a largo plazo.

Volvió a girar a la derecha y aminoró la velocidad, después la miró.

—¿Sigues siendo una optimista después de haber trabajado en el Tercer Mundo?

«A pesar de» trabajar en el tercer mundo, corrigió mentalmente Claire. Trabajar en África había sido lo que había echado a rodar la bola que había terminado con su salida de la orden. A pesar de que desde niña le habían enseñado que no había que cuestionar a Dios, que sus caminos no podían medirse con las mismas reglas que los humanos, por mucho que lo había intentado, no había podido evitar cuestionarlo.

No había podido permanecer completamente cerrada ante el horror y la sensación de decepción que había experimentado, y seguía experimentando, cada vez que pensaba en todos los niños que habían muerto por la epidemia en aquella aldea. Todos los niños que no había podido ayudar.

Había sido enviada allí para actuar como un instrumento de Dios y no había podido salvarlos.

Porque Él no había ayudado.

Eso era lo que pensaba y no podía decir en voz alta, tampoco podía hablarlo con la gente que podría haberle dado alguna visión distinta para reflexionarla. Sabía que le dirían que era una blasfema. Y quizá lo era, pero no podía sencillamente aceptar que, en cierto sentido, Dios no fuera responsable por todas esas jóvenes vidas segadas tan pronto.

Caleb volvió a mirarla y Claire se dio cuenta de que esperaba a que dijera algo.

—No soy tan optimista como fui —respondió finalmente midiendo las palabras.

—Pero aún lo eres —señaló él.

Se suponía que eso era lo que la mantenía en marcha, lo que le hacía pensar que lo que hacía marcaba alguna diferencia en el gran esquema de las cosas.

—Sí.

—¿Por qué?

Dos palabras que eran como el filo de una navaja. ¿La estaba retando? ¿O buscaba que su explicación le hiciera a él ser optimista también?

Hizo todo lo que pudo para explicarse:

—Porque sin optimismo no podemos seguir adelante. El optimismo es la esperanza vestida de un modo informal. Y sin esperanza el alma no tiene nada a qué agarrarse, el espíritu se muere.

—Sí —rió—, dímelo a mí.

Claire miró a ese conocido extraño que había reaparecido en su vida después de tantos años. Su perfil se había vuelto rígido, como si de pronto se diese cuenta de que se le había escapado algo que se suponía no debía desvelar. Su necesidad de ayudar, de reconfortar, de mejorar las cosas, apareció de inmediato.

—Quizá podrías decírmelo a mí —probó.

—¿Ahora las monjas pueden escuchar confesiones?

—¿Es algo que necesites confesar, Caleb? —preguntó con delicadeza.

Aquello se estaba volviendo demasiado personal. No quería que anduviera escarbando en su vida, ni siquiera con las mejores intenciones.

—Es sólo un juego de palabras, Claire. No tengo nada que confesar.

—Eso te hace pertenecer a una minoría.

—No, simplemente soy alguien que no cree —miró de reojo mientras trataba de distinguir el nombre de una calle. Estaba en el viejo barrio, cerca de donde había crecido él, pero había pasado mucho tiempo. Sus padres se habían mudado poco después de la marcha de Claire al convento y no había tenido ninguna razón para volver.

—¿En la confesión? —preguntó aunque tenía la sensación de que se refería a algo más amplio.

—En nada —dijo confirmando sus temores.

Había una gran soledad en sus palabras. Le horrorizaba que se sintiera tan solo, tan a la deriva. Pero decírselo sólo empeoraría las cosas.

Aun así no quería dejar el tema, así que trató de aligerarlo con la esperanza de que se lanzara a hablar.

—Bueno, ésa es realmente una afirmación aplastante.

¿Cómo habían llegado a ese punto? Normalmente él no hablaba, mucho menos de sí mismo. Tenía que ser por el día que era, pensó. «Te echo de menos, Jane».

—Lo siento, no quería volver la conversación tan seria.

Aborrecía ver a cualquier criatura sufrir, siempre lo había aborrecido.

—Si quieres hablar alguna vez, ya sabes dónde encontrarme.

—No —dijo Caleb cortante—. Querer hablar —aclaró—. No hay nada de que hablar —aceleró para recorrer la última manzana—. Ya hemos llegado —anunció.

Se detuvo al lado del anticuado coche que su padre le había dejado a su madre, pero no apagó el contacto.

Claire salió del coche. Tenía la sensación de que él quería despedirse deprisa. Aun así, preguntó:

—¿Quieres entrar a tomar café?

A pesar de sus deseos de escapar, se sintió tentado. Por los viejos tiempos. Pero sabía que era mejor irse cuanto antes. Negó con la cabeza.

—Es demasiado tarde.

Sí, lo había dicho antes, pensó ella.

—Tienes razón, perdona. Te mantengo alejado de tu hijo y tu esposa.

La expresión de él se oscureció un instante, como si algo doloroso le hubiera clavado sus garras, pero no dijo nada más que:

—Buenas noches.

Al segundo se alejaba por la calle.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

ASÍ que realmente vas a seguir adelante con ello.

Levantando la vista de la cómoda, Claire vio a su madre de pie en el umbral de la puerta de su habitación. Ansiosa porque era su primer día en el colegio Lakewood, ni siquiera se había dado cuenta de que casi estaba dentro del dormitorio.

—¿Ello? —preguntó a través del espejo.

Margaret asintió y entró en la habitación. Se había quitado el traje de chaqueta que solía ponerse y llevaba unos pantalones teñidos al agua y una sudadera a juego, lo que hacía un bonito contraste con el pelo rojo del que siempre se había sentido tan orgullosa.

No parecía una mujer enferma, pensó Claire. Quizá Dios aún haría un milagro con ella. Cruzó los dedos mentalmente.

—Ya sabes —Margaret frunció el ceño como si la palabra que iba a pronunciar supiera amarga—. Dar clase.

Claire estaba sorprendida de que al despertarse esa mañana, tras una noche de no dormir muy bien, tenía los nervios clásicos del primer día. Se suponía que lo que empezaba validaba su decisión de cambiar el rumbo de su vida. Fuera cual fuera la causa, los nervios eran peor de lo que había esperado y el gesto de desaprobación de su madre no ayudaba.

La miró por encima del hombro.

—Sí, madre —respondió con paciencia—. Voy a seguir adelante con ello. En aproximadamente —miró el reloj— una hora y diez minutos, me haré cargo de la que sería la clase de cuarto de la señora Butterfield si no estuviera a punto de dar a luz —se volvió hacia el espejo para revisar su aspecto una vez más.