Los trabajos de HÉRCULES - Bernardo Souvirón - E-Book

Los trabajos de HÉRCULES E-Book

Bernardo Souvirón

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Beschreibung

Son los celos de Hera, la mujer de Zeus, los que desencadenan la desgracia de Hércules. El héroe, hijo del dios más poderoso del Olimpo, se ve obligado a abandonarlo todo y someterse a los designios del hombre que más odia: Euristeo, rey de Argos. Como penitencia, deberá cumplir las doce difíciles pruebas que se le encomiendan y que parecen imposibles. Hércules es, probablemente, el héroe de la mitología grecorromana por antonomasia y su figura, de fuerza sobrehumana, una de las más populares de la cultura occidental.

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© Bernardo Souvirón.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: GEBO518

ISBN: 9788424938314

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Cita

Dramatis personae

1. Alcides y la locura

2. La inmortalidad de un esclavo

3. Monstruos y centauros

4. Aves chupadoras del almas

5. La amazona enamorada

6. En el mundo de los muertos

La pervivencia del mito

Hércules superaba a todos en tamaño y fuerza; por su aspecto estaba claro que era hijo de Zeus, pues su cuerpo medía cuatro codos y tenía brillo de fuego en los ojos; no fallaba un disparo, ni de flecha, ni de lanza..

«BIBLIOTECA», APOLODORO, 2.4.9

DRAMATIS PERSONAE

Familia de Hércules

HÉRCULES – héroe de fuerza extraordinaria, hijo de Zeus, nacido con el nombre de Alcides.

YOLAO – sobrino del héroe, al que acompaña en alguna aventura.

IFICLES – hermano mortal de Hércules.

MÉGARA – primera esposa del héroe, hija mayor del rey de Tebas.

ANFITRIÓN – padrastro del héroe, padre biológico de Ificles.

ALCMENA – hija del rey de Micenas, madre de Hércules e Ificles.

Monstruos

LEÓN DE NEMEA – león de piel impenetrable a las armas.

HIDRA – criatura con nueve cabezas capaz de regenerar dos de ellas por cada una que se le amputa.

JABALÍ DE ERIMANTO – jabalí gigantesco que ataca a los hombres y asola la tierra.

CIERVA DE CERINIA – cierva muy veloz, con cornamenta de oro, consagrada a la diosa Ártemis.

AVES DEL ESTINFALO – pájaros carnívoros cuyos excrementos son venenosos.

TORO DE CRETA – poderoso toro que Poseidón entregó al rey Minos de Creta.

YEGUAS DE DIOMEDES – fieras yeguas comedoras de carne humana.

CAN CERBERO – perro de tres cabezas que guarda la entrada del Hades.

GERIÓN – gigante de Tarteso, dueño de una espléndida cabaña de ganado.

Seres mortales

EURISTEO – cobarde rey de Tirinto y Argos, que ordena los trabajos a Hércules.

COPREO – heraldo del rey Euristeo.

CENTAUROS – criaturas con cuerpo de caballo y torso y cabeza de hombre.

AUGIAS – rey de Élide cuyos establos no se han limpiado jamás.

HIPÓLITA – reina de las amazonas.

Seres inmortales

HERA – esposa de Zeus, celosa y vengativa ante las infidelidades de su marido.

QUIRÓN – centauro sabio y bondadoso, tutor de muchos grandes héroes, incluyendo a Hércules.

ATLAS – titán condenado por Zeus a sujetar la bóveda celeste sobre sus espaldas.

1

ALCIDES Y LA LOCURA

L a ciudad humeaba. Por fin los tebanos habían conseguido ajustar cuentas con los minias de Orcómeno, habitantes de una ciudad que, desde tiempo inmemorial, había considerado a Tebas como su mayor enemiga.

Los hombres habían sido pasados a cuchillo; las mujeres esperaban en las inmediaciones del ágora.Algunas de ellas, las más hermosas, convertidas en botín de guerra, serían conducidas a Tebas y a otras ciudades, las patrias de los vencedores. Otras, menos hermosas, menos afortunadas, estaban ya encerradas en jaulas de madera a punto de ser cargadas en los carros de los mercaderes de esclavos junto con el ganado, los enseres, los niños y las escasas pertenencias de los vencidos.

En la zona más alta del ágora, Alcides, el héroe vencedor, estaba sentado sobre una roca. Su rostro no reflejaba ninguna emoción, su cuerpo permanecía laxo, pues todo lo que ocurría a su alrededor formaba parte de un escenario familiar, rutinario. Contemplaba la ciudad destruida y, desde su posición, podía ver las nubes de polvo que levantaban los mensajeros, quienes, a través de los caminos, llevarían la noticia de su gesta a toda Grecia; muy pronto todo griego sabría quién era él y qué les ocurría a los que osaban oponérsele.

Abandonando su ensimismamiento, se dirigió a la ciudad alta, el lugar en el que ya estaban apilados los haces de una pira funeraria. Era un recinto construido sobre el lado oriental del monte Aconio, a cuyos pies, como migas de pan diseminadas sobre un mantel, se desplegaba todo un universo de campos de cultivo, casas de labranza y pequeñas aldeas teñidas de blanco. Al sur, las aguas del lago Copais chispeaban acariciadas por el sol.

Cuando llegó, el cadáver del difunto estaba depositado ya sobre unas parihuelas junto al lugar en que su cuerpo habría de ser consumido para siempre. Frente a él, el áspero asalto de los recuerdos de su niñez lo atrapó de improviso, sus enormes brazos envolvieron su propio tórax en un vano intento por procurarse un poco de calor.

El cadáver de Anfitrión, el esposo de su madre, aquel que debía haber sido su padre, aparecía ya sin manchas de sangre, sin polvo en el rostro, sin huella del sufrimiento que había padecido a lo largo de su vida. No sentía por él el dolor de un hijo, pero algo en su interior bullía. Recordó muchas escenas de su infancia en Tebas, y pensó en la larguísima noche en que Zeus, adoptando la forma del infortunado Anfitrión, había poseído a su madre hasta dejarla embarazada. Se decía que el poderoso soberano celeste había ordenado al sol detener su carrera para que las sombras se prolongaran durante el tiempo que ocuparían tres días completos. Él había sido engendrado en aquella noche, él, hijo de Zeus y Alcmena, su madre mortal. Ahora, con la sangre y el polvo pegados todavía a su piel, miraba el cadáver del infortunado Anfitrión, que, al cabo, había muerto luchando a su lado. Luchando por él.

El cuerpo fue izado con cuidado y depositado sobre los haces de leña. Al lado de la pira estaba Ificles, su hermano mortal, el verdadero hijo de Anfitrión. Permanecía erguido, con el gesto altivo de quien intenta que la emoción no lo derrumbe, contemplando el cadáver de su padre con melancolía. Las miradas de los dos hermanos se encontraron un instante; entonces Alcides inclinó levemente la cabeza, cediendo a Ificles el honor de iniciar la ceremonia.

Tomó este la antorcha que le entregó uno de los soldados y la colocó bajo los troncos. En un momento el humo producido por la madera seca empezó a elevarse mientras las pavesas encendidas revoloteaban como una bandada de pájaros incandescentes. Ificles no podía apartar la mirada del cuerpo de su padre, que, poco a poco, fue perdiendo las características propias de la vida para transformarse en un bulto informe, ennegrecido, asolado por las lenguas del fuego.

Alcides contemplaba a su hermano convencido de que una etapa de su existencia se cerraba para siempre.

Tebas era una fiesta. La noticia de la victoria de Alcides había corrido tan veloz como el viento y los cantos de los tebanos se elevaban sobre los muros y se esparcían por la llanura como un eco gozoso. Cuando los vencedores entraron en la ciudadela fueron recibidos por Creonte, el tirano, con todos los honores. Pocas veces el propio rey salía al encuentro de algún visitante, pero Alcides lo merecía: había librado a la ciudad del humillante tributo impuesto por el rey de la odiada Orcómeno, tras un viejo incidente que había costado la vida de su padre. Desde entonces Tebas, más débil que su rival, se había visto obligada a entregar cien bueyes cada año, durante dos décadas.

Mas aquella carga vergonzosa había terminado para siempre. Y cuando Alcides inclinó la cabeza ante Creonte, este anunció que le entregaba en matrimonio a su hija Mégara y que ponía en sus manos los asuntos de la ciudad. Todos los presentes mostraron con gritos su alegría y sintieron en su interior una seguridad que tenían olvidada desde hacía muchos años. Por primera vez en largo tiempo Tebas podía dormir tranquila.

Los esponsales se celebraron pocos días después de la victoria. Alcides desposó a Mégara, y su hermano Ificles hizo lo mismo con la más joven de las hijas de Creonte, por lo que hubo de abandonar a su primera esposa, con la que había tenido un hijo llamado Yolao. Por toda Grecia se propagaron canciones en honor del gran Alcides; las gestas del gigante tebano eran celebradas por los griegos de toda condición, en cualquier rincón, en cualquier taberna, en las calles de las aldeas y las bodegas de los barcos, y las canciones hablaban de él como de un dios al que solo esperaba un futuro de dicha e inmortalidad.

Durante su noche de bodas Alcides disfrutó cuanto quiso del cuerpo de su esposa. Dentro del palacio, ya en el tálamo, ordenó a Mégara que se desnudara, con toda la calma del mundo, como si esa noche fuera a durar lo mismo que aquella otra, ya lejana, en que él fue concebido. Por unos instantes se sintió igual que Zeus, lleno de poder, de confianza, casi en la cumbre de un camino reservado solo a los elegidos. La muchacha obedeció ruborizada. Con gesto tembloroso abrió los broches que sujetaban sobre los hombros la tela de su vestido y notó cómo el tejido resbalaba sobre su espalda, sus pechos y su vientre. Su esposo la contemplaba sentado sobre el borde de la cama, saboreando el placer de yacer junto a la hija de un rey, palpando el futuro como algo suyo, algo que le pertenecía igual que su estremecida mujer, cuyo corazón latía para él.

Una y otra vez la obligó a ofrecerle su cuerpo sin atender más que a su solo deleite, sin escuchar sus sollozos, sometiéndola a su deseo insaciable y a esa ansiedad que, repentinamente, parecía poseer su ánimo con la misma intensidad con la que él penetraba una y otra vez el cuerpo de su esposa.

Al despertar,Alcides contempló el cuerpo de Mégara, oyó su respiración entrecortada, interrumpida todavía por algún tenue sollozo, y vio el jergón sobre el que habían dormido salpicado de sangre. En ese momento sintió hastío de sí mismo y acarició la espalda de la mujer, despacio, intentando transmitirle algo de calor, algo de ternura. Ella no reaccionó. Su pecho siguió respirando mientras, de vez en vez, un hondo estremecimiento agitaba sus extremidades.

Alcides se levantó de la cama para pasar a revista sus armas, que reposaban sobre un amplio trípode de bronce. De entre todas ellas destacaba la maza, fabricada por él mismo, de fuerte madera de fresno, dura y flexible; en la parte alta se ensanchaba formando una suerte de esfera rodeada de brotes de madera que parecían clavos anchos, remachados en forma de corona. A su lado, iluminada por los primeros haces de luz de la mañana, estaba la espada que le había entregado Hermes, el mensajero celeste. Frunció el ceño preguntándose si alguna vez tendría la ocasión de tratar a los dioses como a sus iguales. Se sabía hijo de Zeus y, por tanto, con el derecho a ser reconocido como tal. Mas su pensamiento no siguió esa ruta, sino que se detuvo en la contemplación del arco y las flechas, que le habían sido entregados por Apolo, hijo de Zeus como él. Era un arco hermoso, fuerte, digno del hombre que fuera capaz de tensarlo. Con aquella arma había matado ya a muchos enemigos y esperaba acabar con muchos más. Acarició luego la coraza de oro, hermosa, limpia, brillante. Hefesto, el dios de las fraguas, se había esmerado mucho al darle forma. Notaba en las yemas de sus dedos la perfección del metal, el esmeradísimo bruñido de sus junturas, apenas perceptibles, el tacto casi dulce de los costados y del pecho. Pensó en las hazañas que lograría con tales armas y con los caballos que, en aquel mismo momento, piafaban en los establos, también regalo de un dios, el irascible Poseidón, hermano de su padre.

Trató de imaginar el futuro.Abrazó sus sienes con las manos y se dejó caer en una de las sillas de bronce. Sentado sobre los blandos cojines, con los codos apoyados en sus muslos y los ojos cerrados, notó como si una amenaza imperceptible lo estuviera acechando. Desechó tales pensamientos, se puso de pie y salió de la habitación.

Hera estaba nerviosa. Contemplaba el mundo desde el alto sitial que tenía reservado en el monte Olimpo, al lado de Zeus, el gran dios. Como de costumbre, él no estaba presente. Lo imaginaba persiguiendo el rastro de alguna mujer mortal, como un perro siempre en celo. No podía soportar la duda, la inquietud que le causaban sus ausencias, siempre atareado en el empeño de poblar el mundo con sus vástagos.

Todos los días pensaba en esos hijos que no eran suyos, en esas mujeres que se rendían ante las exigencias de su promiscuo compañero desafiándola, poniendo en continua discusión su autoridad y su prestigio. Lanzó una mirada hacia la tierra y contempló a los mortales moviéndose como hormigas, pequeños insectos ajetreados en su diario intento por sobrevivir. No sintió desprecio ni hostilidad, sino indiferencia. Imaginó sus vidas, sus insignificantes necesidades, la infinita precariedad de sus días y la oscuridad de sus noches.

Entonces lo vio. En medio de la plaza del mercado, rodeado de sus amigos y esclavos, recibiendo todavía, casi tres años después, el agradecimiento de los tebanos,Alcides caminaba por las calles de Tebas igual que un rey orgulloso de su cetro; no había muerto todavía Creonte, pero él, convertido en su yerno tras la victoria sobre Orcómeno, se comportaba como si la ciudad fuera suya.

La diosa torció el gesto. Una mueca desabrida arrugó sus labios. Su mirada voló hacia el palacio, encaramado en la cima de la ciudadela, penetró en la fortaleza y recorrió sus pasillos, sus estancias, sus rincones, en busca de algún indicio que pudiera calmar su sed de venganza. De repente comprendió cuánto odiaba a ese ser corpulento, de músculos apretados y ojos inquisitivos, nacido de una noche eterna.

En su pecho crecía un sentimiento ya antiguo, un odio atroz contra aquel hombre de éxito que no ocultaba a nadie quién era su padre.Al recordar los cantos de alabanza que le había dedicado toda Grecia, percibía la insondable profundidad de su rencor. Zeus podía sentirse orgulloso de haber tenido semejante hijo con una mujer mortal, pero ella estaba decidida a hacer algo más que admitir su vergüenza. Los celos agolpaban en su imaginación cada instante de aquella larga noche en que Alcmena recibió en su vientre la inmortal semilla de su marido, y su mente rebosó de ira.

«Si te gustan los cantos de alabanza, Alcides —pensó—, yo daré motivos a los aedos para que compongan sobre ti una canción eterna.»

Entonces vio a sus tres hijos, pequeños, tiernos en sus camastros. Dos nodrizas se afanaban junto a ellos hablándoles con ternura, ofreciéndoles abrigo y desplegando sobre el suelo una multitud de juguetes de barro. La mirada de Hera se llenó de una luz extraña, como si un pájaro negro hubiera penetrado en su corazón. Su semblante se transformó en una sórdida mueca y una sonrisa de hiena resonó en las laderas del monte Olimpo.

Los hijos de Alcides y Mégara están en la sala del palacio. A su lado juegan los dos de Ificles, nacidos de la hermana menor de la reina, junto a quienes está sentado Yolao. El sobrino, apenas poco más que un adolescente, siente por su tío una admiración sin límites y arde en deseos de acompañarlo en alguna de sus aventuras lejos de Tebas. Contempla a los pequeños con condescendencia y algo de envidia, pues habría sido feliz con un padre como Alcides.

De repente, Ificles entra en la estancia. Mira a las mujeres y a los niños y detiene su vista un momento en su hijo Yolao. El muchacho percibe un rastro de alarma en la mirada de su padre y se levanta de la silla.

—¿Ocurre algo, padre? —pregunta intranquilo.