Los tres gabletes - Arthur Conan Doyle - E-Book

Los tres gabletes E-Book

Arthur Conan Doyle

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Beschreibung

Holmes es llamado para investigar un caso que, a primera vista, parece un simple asunto de chantaje. La señora Mary Maberley, una viuda solitaria que vive en la mansión conocida como "Los tres gabletes", ha recibido amenazas para que venda la propiedad junto con todos sus bienes. Holmes, intrigado por la insistencia de los compradores y las circunstancias que rodean el caso, descubre que detrás de la oferta se oculta un secreto mucho más profundo, vinculado a manuscritos perdidos y oscuros eventos del pasado. A medida que desentraña la verdad, Holmes se enfrenta a nuevos peligros que ponen a prueba su sagacidad.

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Seitenzahl: 209

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Los tres gabletes

El soldado de la piel decolorada

La melena de león

El fabricante de colores retirado

La inquilina del velo

Shoscombe Old Place

Los tres gabletes

Títulos originales: The Adventure of the Three Gables; The Adventure of the Blanched Soldier; The Adventure of the Lion’s Mane, 1926; The Adventure of the Retired Colourman; The Adventure of the Veiled Lodger; The Adventure of Shoscombe Old Place, 1927.

Traducción: Amando Lázaro Ros

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: julio de 2025

REF.: OBDO521

ISBN: 978-84-1098-383-0

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

“SEÑOR HOLMES, NO META USTED CUCHARA EN PLATO AJENO”.

THE SHERLOCK HOLMES COLLECTION

OCTUBRE DE 1926

Los tres gabletes.

DE A. CONAN DOYLE

O CREO que ninguna de mis aventuras con Sherlock Holmes haya tenido un comienzo tan brusco y tan dramático como esta que yo asocio con los tres gabletes y tejadillos triangulares. Llevaba yo varios días sin ver a mi amigo e ignoraba epor qué nuevo rumbo se encaminaban ahora sus actividades. Pero aquella mañana estaba de un humor parlanchín. Apenas me había instalado en el sillón, bajo y muy usado, a un lado de la chimenea, y mientras él se encogía con la pipa en la boca, en el sillón de enfrente, llegó nuestro visitante. Si hubiese dicho que había llegado un toro furioso, habría dado una impresión más clara de lo que ocurrió.

La puerta se abrió de par en par y se abalanzó dentro de la habitación un negro corpulento. Habría resultado un tipo cómico de no haber sido aterrador; porque vestía un traje chillón a cuadros grises y llevaba una corbata de color salmón. Proyectaba su ancha cara y su nariz achatada hacia delante, y sus ojos tristones, que mostraban un rescoldo de malicia, nos miraban tan pronto al uno como al otro.

—¿Quién de ustedes es el señor Holmes? —preguntó en un característico idioma chapurreado.

Holmes alzó su pipa con una lánguida sonrisa.

—¿De modo que es usted? —dijo nuestro visitante, rodeando con andares desagradables y furtivos la esquina de la mesa—. Óigame bien, señor Holmes, no meta usted cuchara en plato ajeno. Deje que cada cual se las componga en sus asuntos. ¿Me ha comprendido, señor Holmes?

—Siga usted hablando —le contestó Holmes—. Da gusto oírle.

—Da gusto oírme, ¿verdad que sí? —gruñó aquel bárbaro—. No se lo dará tanto si me obliga a tentarle la cara. A más de uno de su clase se la tengo arreglada antes de ahora, y no estaban muy bonitos cuando acabé de liquidar cuentas con ellos. ¡Fíjese en esto, señor Holmes!

Movió con un vaivén, debajo mismo de la nariz de mi amigo, un puño descomunal y lleno de protuberancias nudosas. Holmes lo examinó con expresión del más vivo interés y le preguntó:

—¿Nació con el puño así? ¿O es cosa que se desarrolla gradualmente?

Fue debido quizá a la frialdad de hielo de mi amigo, o se debió acaso al ligero ruido metálico del atizador, al echarle yo mano; el hecho es que los ímpetus de nuestro visitante se apagaron un poco, y dijo:

—Bueno, ya queda usted debidamente advertido. Tengo un amigo que tiene intereses en el camino de Harrow, ya sabe lo que quiero decir, y no está dispuesto a que nadie se entrometa en sus asuntos. ¿Se ha fijado en lo que le digo? Usted no es la ley, y yo tampoco lo soy, y si usted va por allí, nos veremos las caras. No se olvide ni por un momento de lo que le digo.

—Hace ya algún tiempo que deseaba conocerle a usted —dijo Holmes—. No le invito a que se siente porque no me agrada su olor; porque ¿no es usted Steve Dixie, el machacador?

—Así me llamo, señor Holmes, y lo probaré en usted si me hincha las narices.

—Las tiene ya bastante hinchadas —le contestó Holmes, con la vista fija en la repugnante boca de nuestro visitante—. Pero fue la muerte del joven Perkins, delante del bar Holborn... ¡Cómo! ¿Se marcha usted?

El negro había retrocedido unos pasos, y su cara se había puesto lívida.

—No quiero oír hablar de semejante cosa —dijo—. ¿Qué tengo yo que ver con ese Perkins, señor Holmes? Yo estaba entrenándome en el Bull Ring de Birmingham, cuando ese mozo se metió en jaleos.

—Bueno, Steve, eso ya se lo contará al juez —le dijo Holmes—. Los he venido vigilando a usted y a Barney Stockdale.

—¡Que el Señor me tenga de su mano! Señor Holmes...

—¡Basta! Largo de aquí. Ya sabré echarle mano cuando me haga falta.

—Buenos días, señor Holmes. Espero que no me guardará rencor por esta visita.

—Se lo guardaré si no me dice quién le mandó venir.

—Bueno, señor, eso no es ningún secreto. Fue ese mismo caballero que acaba usted de nombrar.

—Y a él, ¿quién le metió en el embrollo?

—Eso sí que no lo sé, señor Holmes. Él se limitó a decirme: «Steve, vete a ver al señor Holmes, y dile que su vida corre peligro como venga por Harrow». Esa es la pura verdad.

Sin esperar a que se le hiciesen nuevas preguntas, nuestro visitante se ausentó de la habitación casi tan precipitadamente como había entrado. Holmes sacudió las cenizas de su pipa, muerto de risa por lo bajo.

—Me alegro, Watson, de que no se haya visto obligado a romperle su lanuda cabeza con el atizador. La verdad es que se trata de un individuo bastante inofensivo, de un bebé grande, musculoso, estúpido y fanfarrón, al que es fácil acobardar, como ya ha visto. Es uno de los miembros de la cuadrilla de Spencer John y ha participado en algunos asuntos sucios recientes, y que quizá pueda aclararle cuando disponga de tiempo. Su jefe inmediato, Barney, es un individuo más astuto. Se especializan en agresiones, intimidación y otros delitos por el estilo. Lo que me interesa saber es quién se esconde tras ellos en este caso de ahora.

—¿Y por qué razón pretenden intimidarle?

—Por lo del caso de Harrow Weald. Y esto de ahora me decide a examinar ese asunto, porque algo feo se oculta ahí cuando se toman todo este trabajo.

—¿Y de qué se trata?

—Se lo iba a explicar antes de que tuviésemos este interludio cómico. He aquí la carta de la señora Maberley. Si a usted le agrada, le enviaremos enseguida un telegrama y nos pondremos inmediatamente en camino.

Yo leí lo que sigue:

«Querido señor Holmes: Me están ocurriendo los más extraños incidentes en relación con esta casa, y agradecería mucho su consejo. Me encontrará usted en ella a cualquier hora del día de mañana. La vivienda se encuentra a un corto paseo de la estación de Weald. Tengo entendido que mi difunto esposo, Mortimer Maberley, fue uno de los primeros clientes que usted tuvo.

»Suya muy atentamente,

Mary Maberley».

La dirección era: «Los Tres Gabletes, Harrow Weald».

—Ahí tiene lo que hay, Watson —dijo Holmes—. Pues bien: si dispone de tiempo, nos pondremos enseguida en camino.

Un viaje corto en ferrocarril, y un viaje todavía más corto en coche, nos condujeron hasta la casa, que era un chalet de ladrillo y madera que se alzaba dentro de su propio terreno de un acre de tierra de pastos sin cultivar. Tres pequeñas proyecciones encima de las ventanas superiores constituían como un débil intento de justificar el nombre. Detrás de la casa había un bosquecillo de pinos melancólicos y a medio desarrollar, y todo el aspecto de la casa era pobre y deprimente. Sin embargo, nos encontramos con un interior bien amueblado, y nos recibió una señora muy simpática, entrada ya en años, con todas las muestras de cultura y refinamiento.

—Recuerdo bien a su esposo, señora —dijo el detective—, aunque han transcurrido ya bastantes años desde que recurrió a mis servicios para no recuerdo qué asunto de poca monta.

—Quizá le suene más el nombre de mi hijo Douglas.

Holmes miró a la señora con interés.

—¡Válgame Dios! ¿Es usted la madre de Douglas Maberley? Yo le trataba, aunque de manera esporádica. Pero todo Londres le conocía. ¡Qué magnífica persona! ¿Dónde se encuentra en la actualidad?

—¡Murió, señor Holmes, murió! Era agregado de embajada en Roma, y murió el pasado mes a consecuencia de una pulmonía.

—Sí que lo lamento. Parecía imposible ligar la idea de la muerte con un hombre como él. Jamás conocí a nadie que tuviera una vitalidad tan despierta. Vivía intensamente, hasta con su última fibra.

—Demasiado intensamente, señor Holmes. De ahí le vino su ruina. Usted lo recuerda tal cual era: divertido y espléndido. No tuvo oportunidad de contemplar su transformación en un ser tristón, huraño y ensimismado. Le habían destrozado el corazón. Y yo pude ver cómo mi gallardo muchacho se transformaba en un hombre hastiado y cínico, en el lapso de un mes.

—¿Cuestión de amores? ¿Quizás una mujer?

—O un demonio. Pero, señor Holmes, no le pedí que viniese para hablar de mi pobre muchacho.

—El doctor Watson y yo estamos a sus órdenes.

—Han ocurrido cosas muy raras. Llevo ya en esta casa más de un año y he visitado poco a la gente de estos alrededores, porque deseaba llevar una vida retirada. Hace tres días se me presentó un individuo que dijo ser agente de alquileres. Me aseguró que esta casa llenaría perfectamente los deseos de un cliente suyo y que si yo estaba dispuesta a dejarla, no habría dificultad por cuestiones de dinero. Esto me pareció muy extraño, porque son varias las casas que hay por aquí en condiciones de ser alquiladas y todas ellas son más o menos igualmente apetecibles; pero, como es natural, esa proposición me interesó. Señalé la cantidad de quinientas libras más de lo que yo había pagado. Aceptó en el acto mi ofrecimiento, pero agregó que su cliente deseaba comprar también los muebles y que yo les pusiera precio. Una parte de este mobiliario procede de mi casa antigua y es, como puede usted ver, muy bueno, de manera que estipulé una buena cantidad por todo. También aceptó en el acto. He tenido siempre deseos de viajar, y la operación resultó tan magnífica que creí en verdad que podría ser ya independiente para el resto de mi vida. El agente llegó ayer con el contrato ya preparado para la firma. Por fortuna, se lo enseñé al señor Sutro, mi abogado, que vive en Harrow. Este me contestó: «Es un documento muy raro. ¿Se ha fijado usted en que una vez que lo haya firmado, no podría usted sacar legalmente nada de la casa, ni aun siquiera sus prendas personales?». Cuando vino por la tarde aquel hombre le hice esa observación, diciéndole que yo solo vendía el mobiliario. «No, no; todo lo que hay en la casa», me contestó. «¡Incluso mis ropas? ¿Incluso mis joyas?». «Bueno, bueno, podría hacerse alguna concesión en lo referente a sus artículos de uso personal. Pero nada saldrá de la casa sin que sea controlado. Mi cliente es persona muy liberal, pero tiene sus manías y su manera propia de hacer las cosas. O todo o nada, es su divisa». «Pues entonces va a ser nada», le contesté. Y ahí quedaron las cosas; pero aquel asunto me pareció tan fuera de lo corriente, que pensé...

Al llegar a este punto tuvimos una interrupción muy extraordinaria.

Holmes alzó la mano pidiendo silencio. Acto seguido cruzó la habitación, abrió de pronto la puerta y arrastró al interior a una mujer alta y enjuta a la que había agarrado por el hombro. Esta entró forcejeando desmañadamente, igual que una enorme y torpona ave de corral a la que se saca de su nido cacareando.

—¡Déjeme en paz! ¿Qué está usted haciendo conmigo? —chilló.

—¿Cómo es eso, Susan?

—Señora, yo quería preguntarle si los señores que habían venido de visita almorzarían aquí, y en ese instante, sin mediar palabra, este señor se abalanzó sobre mí.

—Venía escuchándola desde hace cinco minutos, pero no quise interrumpir su interesantísimo relato. ¿No está usted algo asmática, Susan? Su respiración es demasiado fatigosa para esta clase de trabajo.

Susan se volvió hacia su captor con expresión huraña, pero asombrada:

—¿Y quién es usted, en todo caso, y qué derecho tiene para arrastrarme de ese modo?

—Lo hice simplemente porque deseo hacer una pregunta en su presencia. ¿Habló usted con alguien, señora Maberley, de que me iba a escribir para consultarme?

—No, señor Holmes; a nadie le hablé de ello.

—¿Quién echó su carta al correo?

—Susan la echó.

—Precisamente. Y ahora, Susan: ¿a quién escribió usted o a quién envió un mensaje advirtiéndole que su señora iba a consultar conmigo?

—Eso es una gran mentira. No envié ningún mensaje.

“ABRIÓ LA PUERTA Y ARRASTRÓ AL INTERIOR A UNA MUJER ALTA Y ENJUTA A LA QUE HABÍA AGARRADO POR EL HOMBRO”.

—Vea, Susan, que los que padecen de asma no viven mucho tiempo. Ya lo sabe usted. Y decir mentiras es un pecado. ¿A quién avisó usted?

—¡Susan, creo que es usted una mujer mala y traicionera! —exclamó la señora—. Ahora recuerdo haberla visto hablando con alguien al lado del seto.

—Eran asuntos míos —dijo la mujer con expresión arisca.

—¿Qué me contestaría si yo le dijese que con quien hablaba era con Barney Stockdale? —dijo Holmes.

—Pues, si usted lo sabe, ¿qué necesidad tiene de preguntarlo?

—No estaba seguro, pero ahora sí lo estoy. Pues bien, Susan: si quiere ganarse diez libras esterlinas, no tiene más que decirme quién es la persona que está detrás de Barney.

—Alguien que podría darme un millar de libras por cada diez de las que usted posee en el mundo.

—¿Tan rico es? No; usted ha sonreído..., se trata de una mujer rica. Y puesto que ha ido usted tan lejos, lo mismo le da decirme su nombre y ganarse el billete de diez libras.

—Preferiría verlo a usted en el infierno antes que hacer eso.

—¡Qué lenguaje, Susan!

—Me largo de aquí. Estoy harta de todos ustedes. Enviaré mañana a buscar mi baúl.

Y dicho esto, corrió hacia la puerta.

—Adiós, Susan. Tómese un calmante. Y ahora —prosiguió Holmes, dejando súbitamente su expresión divertida para adoptar una expresión severa en cuanto se cerró la puerta detrás de aquella mujer, acalorada e irritada—. Esta cuadrilla va en serio con su negocio. Fíjense en el afán con que lleva su juego. La carta que usted me envió fue estampillada en el correo a las diez de la noche. A pesar de lo cual, Susan envía el aviso a Barney, Barney encuentra tiempo para ir a ver a su patrono, para que este le dé instrucciones; el patrono o la patrona. Me inclino a creer esto último por la sonrisa de Susan cuando creyó que yo había dado un resbalón. Se traza un plan. Llaman al negro Steve, y antes de las once de la mañana siguiente recibo la advertencia de que me mantenga apartado del asunto. Como ven ustedes, es un trabajo rápido.

—Pero ¿qué es lo que andan buscando?

—Sí, esa es la cuestión. ¿Quién habitó esta casa antes que usted?

—Fue un capitán de la marina, ya retirado, de apellido Ferguson.

—¿Había algo de extraordinario en este hombre?

—Nada, que yo sepa.

—Estoy preguntándome si no habrá podido ese hombre enterrar algo. Desde luego, cuando la gente desea hoy en día enterrar un tesoro, lo coloca en el Banco Postal. Pero existe siempre algún lunático por el mundo. Este sería aburridísimo si no hubiese lunáticos. El primer pensamiento que se me ha ocurrido es el de que exista en esta casa algún tesoro enterrado. Pero en ese caso, ¿por qué razón quieren comprar sus muebles? ¿No tendrá usted acaso, sin saberlo, alguna obra de Rafael o algún primer infolio de Shakespeare?

—No, y me parece que la cosa más rara que poseo es un juego de té Crown Derby.

—Eso no justificaría todo este misterio. Además, ¿por qué no dicen de una manera concreta lo que quieren? Si andan detrás del juego de té, podrían ofrecer, sin duda alguna, un precio determinado por él, sin comprar todo cuanto hay en la casa. No, tal como yo lo veo, existe algo que usted no sabe que lo tiene, y que no lo entregaría si lo supiese.

—También yo lo veo de ese modo —dije.

—El doctor Watson se muestra conforme, de manera que no hay más que hablar.

—¿Y qué puede ser, señor Holmes?

—Veamos si, valiéndonos del análisis puramente mental, afinamos aún más. Usted lleva en esta casa un año.

—Casi dos.

—Tanto mejor. Durante todo este largo período de tiempo, nadie le pide nada. Y ahora, súbitamente, en tres o cuatro días, recibe usted unas demandas tan apremiantes. ¿Qué deduce usted de eso?

—Solo puede significar que el objeto que buscan, sea el que fuere, no ha entrado en esta casa hasta ahora.

—Definitivamente es una excelente resolución —dijo Holmes—. Veamos, señora Maberley: ¿ha entrado en esta casa en estos días algún objeto?

—No; precisamente no he comprado nada en este año nuevo.

—¿De verdad? Es por demás extraordinario. Bien; yo creo que sería preferible que dejásemos que las cosas siguieran un poco más su curso, hasta que tengamos datos más claros. ¿Es un hombre preparado ese abogado suyo?

—El señor Sutro es un hombre de gran capacidad.

—¿Tiene usted alguna otra doncella, o la linda Susan, que en este momento ha cerrado con un portazo la puerta delantera, es la única?

—Tengo una muchacha joven.

—Pues procure conseguir que Sutro duerma en la casa un par de noches, porque quizá necesite usted protección.

—¿Contra quién?

—¡Vaya usted a saber! El asunto es, desde luego, oscuro. Si no logro descubrir qué es lo que ellos andan buscando, tendré que abordar por el otro extremo, procurando acercarme al director de todo esto. ¿Le dejó el agente de alquileres alguna dirección?

—Nada más que su tarjeta, en la que consta su profesión: Haines-Johnson, subastador y tasador.

—No creo que lo encontremos en la guía de profesiones. Los hombres que se dedican a negocios honrados no ocultan la dirección de su lugar de trabajo. Bien, usted me comunicará cualquier novedad que ocurra. Me he hecho cargo de su caso, y puede confiar en que lo seguiré hasta el final.

Cuando cruzábamos por el vestíbulo, los ojos de Holmes, a los que nada escapaba, se fijaron en varias maletas y cajones que estaban apilados en un rincón y en los que destacaban las etiquetas.

—«Milán». «Lucerna». Parece que este equipaje procede de Italia.

—Son las cosas del pobre Douglas.

—¿Todavía no las ha desempaquetado? ¿Desde cuándo las tiene en casa?

—Llegaron la semana pasada.

—Pero usted nos dijo... ¡Vaya, aquí tenemos el eslabón que nos faltaba! ¿Cómo sabe usted que no hay ahí dentro nada de valor?

—Porque no puede haberlo, señor Holmes. El pobre Douglas solo contaba con su paga y una pequeña renta anual. ¿Qué es lo que podía poseer de valor?

Holmes permaneció un rato absorto en sus meditaciones. Por último, dijo:

—Señora Maberley, ordene que sin perder momento suban todas estas cosas al dormitorio de usted. Examínelas lo antes posible, y vea qué es lo que contienen. Vendré mañana para conocer su informe.

Era evidente que Los Tres Gabletes se hallaban sometidos a estrecha vigilancia, porque cuando rodeamos el alto seto, al final del camino, vimos que el boxeador negro estaba allí, a la sombra. Tropezamos con él de improviso, y su figura resultaba, en aquel lugar solitario, sombría y amenazadora. Holmes se echó la mano al bolsillo.

“TROPEZAMOS CON EL BOXEADOR NEGRO DE IMPROVISO, Y SU FIGURA RESULTABA SOMBRÍA Y AMENAZADORA.”

—Buscando el revólver, ¿señor Holmes?

—No, Steve; buscando mi frasco de perfume.

—Es usted un hombre con un gran sentido del humor, señor Holmes, ¿verdad?

—No le divertirá mucho, Steve, si yo me pongo a perseguirle. Se lo advertí esta mañana.

—Bien, señor Holmes, he pensado en todo lo que usted me dijo, y no quiero que se hable más del asunto del señor Perkins. Mire, señor Holmes, si yo puedo ayudarle en algo, cuente conmigo.

—Pues entonces dígame quién está detrás de todo este asunto.

—¡Que Dios me valga, señor Holmes, como que le dije a usted la pura verdad! Lo ignoro. Mi mandamás, Barney, me da diferentes órdenes, y yo no sé nada.

—Pues bien, Steve: no olvide que la señora que vive en la casa y todo cuanto hay bajo ese techo están bajo mi protección. Téngalo presente.

—Perfectamente, señor Holmes. Me acordaré de ello.

—La verdad, Watson, es que he logrado asustarlo y hacerle temer por su propio pellejo —comentó Holmes, mientras caminábamos—. Creo que sería capaz de traicionar a su patrono si supiese quién es. Fue una suerte que estuviese algo enterado de las actuaciones de la cuadrilla de Spencer John, y que Steve sea un miembro de la misma. Y ahora, Watson, este es un caso como para consultarlo con Langdale Pike, y ahora mismo voy en su busca. Quizá cuando regrese consiga ver más claro en el asunto.

No volví a ver a Holmes en el transcurso del día, pero puedo suponer perfectamente de qué manera lo pasó, porque Langdale Pike era su libro viviente de consulta en todo cuanto se relacionaba con los escándalos de sociedad. Este personaje extraordinario y lánguido se pasaba las horas en que no dormía sentado en la terraza de un club de Saint James Street, y era la estación receptora y retransmisora de todas las hablillas de la metrópoli. Se decía que lograba reunir unos ingresos que ascendían a cuatro cifras mediante los artículos que enviaba cada semana a los periódicos que recogían toda clase de inmundicias para un público de lectores curiosos. Si, allá en las turbias profundidades de la vida londinense, se producía cualquier extraño remolino o marea, los registraba con automática exactitud aquel contador humano que actuaba en la superficie. Holmes le proporcionaba discretamente a Langdale algunos datos, y era a su vez ayudado por él.

Cuando a primera hora de la mañana siguiente fui a visitar a mi amigo en sus habitaciones, me di cuenta, por su aspecto, de que todo marchaba bien; sin embargo, nos esperaba una sorpresa desagradable, que tomó la forma del siguiente telegrama:

«Sírvase venir enseguida. La casa de mi clienta ha sido asaltada durante la noche. La policía ha tomado posesión de la misma.

Sutro».

Holmes dejó escapar un silbido.

—El drama ha hecho crisis, y mucho más deprisa de lo que esperaba. En el fondo de todo el asunto hay una potencia impetuosa, Watson. Lo que no me sorprende después de lo que he sabido. Este Sutro es, desde luego, su abogado. Pero me temo que me equivoqué al no pedirle a usted que se quedase allí de guardia. Este individuo ha demostrado ser un inútil. Bien, no nos queda otro remedio que hacer un nuevo viaje a Harrow Weald.

Cuando llegamos, Los Tres Gabletes era una casa muy distinta del ordenado hogar del día anterior. Un grupo reducido de curiosos se había arremolinado junto a la puerta del jardín mientras una pareja de guardias revisaba las ventanas y los macizos de geranios. Nos encontramos dentro de la casa con un anciano de cabellos blancos, que se nos presentó como abogado y, en su compañía, a un inspector de policía activo y rubicundo, que acogió a Holmes como a un viejo amigo.

—Señor Holmes, me temo que en esta ocasión no tendrá usted nada que hacer. Se trata de un escalo corriente y moliente, muy dentro de la capacidad de la pobre policía rutinaria.

—Desde luego, el caso está en muy buenas manos —le contestó Holmes—. ¿De modo que se trata de un simple escalo?

—Así es. Sabemos perfectamente quiénes son los asaltantes y dónde hemos de dar con ellos. Se trata de la cuadrilla de Barney Stockdale, de la que forma parte el negro corpulento. Se les ha visto por estos alrededores.

—¡Magnífico! ¿Qué se llevaron?

—Por lo visto muy poca cosa. Suministraron cloroformo a la señora Maberley y... ¡Pero aquí tenemos frente a nosotros a la misma señora en persona!

Nuestra amiga del día anterior había entrado en la habitación, apoyándose en una doncellita joven. Parecía pálida y enferma.

—Señor Holmes, usted sin duda me dio un buen consejo —dijo, con una sonrisa triste—. ¡Pero, ay, yo no lo seguí! No quise molestar al señor Sutro, y me quedé sin protección alguna.

—Yo no me he enterado hasta esta mañana —explicó el abogado.

—El señor Holmes me aconsejó que hiciese pernoctar en la casa a un amigo. Desatendí su consejo y lo pagué.

—Parece que se encuentra usted muy mal —dijo Holmes—. Quizá no esté en condiciones para contarme lo que le ocurrió.

—Está todo aquí dentro —dijo el inspector, dando golpecitos en un voluminoso libro de notas.

—Sin embargo, si la señora no se siente demasiado agotada...