Máquinas de escribir - Miguel Lafferte - E-Book

Máquinas de escribir E-Book

Miguel Lafferte

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Beschreibung

Lafferte nos presenta aquí su primera novela, un relato rico en imágenes y plasticidad narrativa, tejido de intrigas y crímenes en un período de la historia nacional, la dictadura militar, recreado ahora desde un presente que sale a la caza de un trozo de verdad y una oportunidad de liberación de aquel pasado.

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© LOM ediciones Primera edición, 2012 ISBN IMPRESO: 9789560003355 ISBN DIGITAL: 978-956-00-1309-5 RPI: 215.465 Motivo de portada: Catalina Marchant V. Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

¿Te has quedado dormido con el ruido de la máquina de escribir?

Hemingway

Índice

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1

Empezó por un nombre.

Había acudido a un acto por la memoria en el Museo Salvador Allende, uno de los cuatro o cinco eventos de este tipo a los que asistía todos los meses por aquel entonces. Mi relación con Sofía había terminado algún tiempo atrás, llevaba un año trabajando en el Departamento. En fin, no era una buena época.

En la entrada, una mujer me entregó un folleto.

A fines de 1975 una patrulla de los servicios de seguridad detuvo a tres militantes del MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Desde ese momento su rastro se perdió por completo. Ahora, tres décadas después, un grupo de obreros había descubierto un cráneo, un par de huesos y algunos jirones de ropa. Los expertos forenses establecieron que los restos correspondían a Enrique Antonio Matamala Manríquez, uno de los tres miristas detenidos en 1975. Había sido ejecutado de un tiro en la cabeza en las cercanías de un vertedero en las afueras de Santiago; su cuerpo había sido enterrado en un regimiento aledaño para más tarde, en 1978, ser trasladado a la ladera de un cerro. Allí fue donde lo encontraron. El cerro tenía un nombre curioso, se llamaba cerro Testigo. Indagaciones posteriores determinaron que los demás restos pertenecían a Boris Caviedes Guerra y Andrés Salvo Pena, los otros dos militantes detenidos junto con Matamala.

Doblé el papel y lo guardé. La mujer me indicó una puerta al fondo del patio, por el pasillo. Era ya el final de la tarde. Cuando entré en el salón, ya había comenzado.

Las luces estaban bajas y sobre una de las paredes laterales se proyectaban fotografías. Las imágenes se sucedían mostrando porciones de cielo, fragmentos de carretera, asfalto, señales de tránsito, orillas cubiertas de maleza. Hacia el fondo se extendían tenues colinas sembradas de espinos y más allá un par de cerros rocosos. Eso era junto al escenario. Del otro lado, un centenar de personas sentadas en sillas plegables observaban la pared y escuchaban a un anciano que leía algo.

Me quedé de pie junto a la puerta. Las imágenes continuaron. Un paso sobre nivel, una placa conmemorativa emplazada en las cercanías. Paseé la mirada por la concurrencia. Pálidos rostros desconocidos, iluminados por el resplandor de las imágenes. Apoyé la espalda en la pared.

–No puede estar aquí.

Me volví. A mi lado había un tipo. Estaba oscuro y no podía ver su rostro.

–¿Qué quiere decir?

–Está bloqueando la entrada. Muévase hacia delante –dijo.

–Oh, disculpe.

Avancé algunos pasos, golpeé la pata de una silla. Me detuve. Sentí que me tocaban el hombro. Me di la vuelta. Un sujeto enano y corpulento me miraba fijamente. La misma historia. No podía estar allí, estaba obstruyendo el corredor lateral. Me abrí paso hacia delante dando traspiés, atropellando a la gente sentada y disculpándome. No podía ver bien dónde pisaba. Le di a un par de sillas más. Un grupo de niños salió de alguna parte. Corrieron hacia la puerta.

Cuando me detuve y alcé la cabeza, la gente aplaudía. Me encontraba junto al escenario.

Hubo un discurso, y entonces apareció la muchacha de la tela. Había visto su número en otros actos. Trepaba a una tela y subía y bajaba y ejecutaba piruetas en el aire. Llegó hasta el centro del escenario, agarró el paño que pendía desde la parte alta de la sala y flexionó los brazos, despegándose del suelo. Sus piernas se bambolearon en el aire como pinzas de cangrejo. Se detuvo a unos cinco metros de altura, giró alrededor de la tela dando la espalda al público y entonces se dejó caer. Todos vimos cómo se precipitaba. Cayó, cayó raudamente, y entonces, en el último momento, sus piernas aferraron la tela deteniendo el descenso.

El público dejó escapar un asombrado “Oh”.

El resto de la rutina fue más o menos lo mismo. Hubo más ascensos, más caídas vertiginosas, más piruetas. Era como un yo-yo humano: se enrollaba y desenrollaba arriba y abajo mientras el público se admiraba y exclamaba “Oh, Oh”.

Comencé a aburrirme.

Había una especie de maestra de ceremonias. La había visto dando vueltas por ahí. Iba cubierta de joyas de todas las formas y colores. Semillas, piedrecillas, cuentas de vidrio. Sus ojos eran fijos y ausentes y semejaban también adornos. Habló al micrófono ofreciendo la palabra a quien quisiera saludar a los tres militantes recordados, compartir alguna historia o pensamiento.

Extraje el folleto, lo desdoblé, le di la vuelta. En el reverso estaba impreso el programa del acto. Restaban aún dos oradores y un número artístico. Ya está, pensé, me voy de aquí.

Di media vuelta y me encaminé hacia la salida. La sala permanecía callada. Un sujeto pasó junto a mí en la dirección opuesta. No lo vi venir. Nos cruzamos y nuestros hombros chocaron. Trastabillé y me detuve pensando en disculparme. Él no se detuvo. Siguió hacia el escenario.

Cojeaba de una pierna y se ayudaba para caminar con un bastón de madera tallada mientras los faldones de su chaqueta se columpiaban en todas direcciones.

Subió al escenario, llegó hasta el podio y dijo:

–La historia es ingrata.

Comenzó una especie de discurso improvisado. Hablaba desordenadamente y su cabeza se acercaba y se alejaba del micrófono de tal forma que mientras algunas de sus palabras se perdían en el eco de la sala, otras eran expelidas por los altavoces con énfasis impetuosos y extravagantes. Dijo algo sobre saber perdonar. Luego repitió un par de frases; tartamudeó. Pareció perder el hilo.

El salón se llenó de murmullos. Alguien aplaudió; fue dejado de lado. Un tipo en la segunda fila extrajo el programa y lo miró disimuladamente. Los concurrentes intercambiaron entre sí miradas de duda.

El sujeto se inclinó sobre el podio y sus ojos adquirieron un brillo agudo y vehemente.

–Porque hay un nombre que debería estar junto al de Enrique Matamala en esa placa que inauguramos hoy en el lugar de las ejecuciones…

Entonces su voz dejó de salir por los altavoces. Aferró el micrófono, lo manipuló. Se lo pegó a la boca y preguntó, qué pasa, y dijo, probando, probando. Los altavoces seguían mudos. Miró al tipo de la mesa de sonido que giraba perillas y pulsaba botones junto a mí, luego a la mujer de las alhajas. Ambos parecían perplejos.

Dudó un momento. Luego habló a viva voz.

–Ese nombre es Alexis. Un nombre que…

Por un segundo sus labios siguieron moviéndose, en silencio. Luego se cerraron.

Los susurros regresaron. Los asistentes se preguntaban unos a otros qué acababa de decir. Se produjo un lapso de silencio a la espera de que continuara, pero el sujeto no dijo nada. Golpeó la cubierta del podio con el puño, fue hacia las escaleras y bajó del escenario.

Al pasar frente a la primera fila llevaba la mirada baja y su andar se había vuelto aun más aparatoso e irregular. Tres tipos lo observaron desde sus asientos. Tenían rostros duros, amenazantes. Hicieron el ademán de ponerse de pie, pero se arrepintieron. Volvieron la vista al escenario, enderezaron la espalda, alzaron el mentón y cruzaron los brazos. Bien mirados no eran más que tres cincuentones blandos y obesos con la camiseta pulcramente metida dentro del pantalón.

El sujeto empujó la puerta y desapareció.

Más tarde el sonido volvió y la ceremonia continuó de acuerdo al programa. Entretanto yo seguía allí, parado a medio camino de la salida. La mujer enjoyada habló al micrófono:

–Antes de dar por finalizado este acto, tengo una muy buena noticia que darles. Me informan que hemos conseguido los permisos necesarios para plantar árboles y flores en el lugar de las ejecuciones. Les presento el Parque por la Vida.

Proyectados sobre la pared aparecieron planos e ilustraciones del futuro parque.

2

Hasta que un día Paredes se cansó de todo y renunció. Las razones eran bien conocidas por todos en el Departamento, aun antes del anuncio oficial que él mismo se encargó de hacer. A media mañana pasó por las oficinas dando un breve aviso. Lo escuché dos veces. Primero en el cuarto azul donde trabajaba junto con Méndez, y luego en la oficina del Fumador. Allí me encontraba solo, buscando unos papeles, y sentí que se burlaba de mí. Entreabrió la puerta, asomó la rubia cabeza y dijo, con tono lastimoso:

–Quiero hablar con ustedes. Tengo algo muy importante que decirles.

Paredes era uno de los miembros fundadores. Había trabajado en el Departamento desde sus inicios, siete años atrás. Era un buen tipo. Sabía bastante de números y hacía bien su trabajo, a pesar de que parecía costarle más esfuerzo que al resto. En lo demás no era nada brillante, las ideas pasaban rápidamente junto a él y solo alcanzaba a atisbarlas por el rabillo del ojo. Más allá de su buena disposición, ni la cabeza ni el carácter ni la débil constitución física lo acompañaban en nada.

Tenía la piel muy blanca y cada vez que las cosas se ponían feas, que había que trabajar contra reloj o hacerse cargo de alguna tarea difícil, el temor y la desesperación se expresaban irremediablemente en su apariencia y comportamiento. Sus manos se volvían temblorosas y su rostro se cubría de manchas rojas, visibles aun a través de la abundante barba.

Puede que Paredes no estuviera hecho para aquel trabajo, pero ¿quién lo estaba? Después de dos temporadas allí, había llegado a la conclusión de que algo tan improbable como el Departamento solo podía haber surgido de especímenes igualmente improbables.

Paredes era como uno de esos fósiles que datan de eras remotas cuando el mundo estaba al revés, cuando el desierto era el fondo del océano y el océano era la cima de una montaña, y al conocerlo un poco y enterarse de esos extraños ataques nerviosos que lo obligaban a ausentarse de vez en cuando, uno se preguntaba si los cataclismos que lo habían puesto todo en su lugar no lo habían marcado de por vida, debilitando su piel, destiñendo su pelo, encorvando su espalda.

Acudieron a la cita en la sala de juntas del piso el Jefe, el Fumador, Méndez, Gómez, Edgardo y Norma, la secretaria.

Paredes se sentó a la cabecera. Ensayó varias posiciones para sus manos, que se sacudían incontrolablemente. Finalmente las escondió bajo la cubierta de la mesa. Parecía como si practicara un truco de magia y de pronto fuera a sacar algo de ahí abajo. Su cara era un trozo de piel que alguien había arrojado sobre los huesos de su rostro.

Ejecutó una serie de reverencias dirigidas a cada uno de los presentes. Luego comenzó a hablar.

–En primer lugar, quisiera agradecer a todos ustedes por estar aquí. Sé que en esta oficina a nadie le sobra el tiempo, ni menos en esta época del año…

Intentaba adoptar un tono grave y ceremonioso, pero su voz dudaba y se quebraba. Se aclaró la garganta.

–En realidad, en ninguna época del año. Pero dada la naturaleza de la decisión que he tomado, considero mi obligación dirigirme a ustedes con el objeto de…

Paredes estaba haciendo justamente aquello que yo hubiera deseado hacer, y lo odiaba por eso. Al finalizar mi primer año en el cuarto piso del Ministerio, me había prometido a mí mismo no dejar pasar otro aniversario allí. Ese aniversario había llegado, y ahora Paredes, el funcionario antiguo, el miembro fundador, abandonaba el barco. Con cada una de sus astutas excusas era como si mi silencio exclamara: “¡Amo al Departamento! ¡Le juro fidelidad eterna!”. Pero eso no era todo. Con Paredes se iba una oportunidad. Ya no podría marcharme con el pretexto de haberme vuelto loco. Con sus ataques nerviosos y su parálisis facial, Paredes había dejado la vara muy alta al siguiente desertor.

Dio las gracias por todo lo que había aprendido, que según dijo había sido mucho, y sobre las razones de su partida se limitó a señalar que eran de índole personal. El resto fueron términos nebulosos y ambiguos: “situación compleja”, “condición problemática”, “dificultad circunstancial”. Todos sabíamos lo que aquellas palabras significaban. Reparé en Méndez. En su rostro había una ligera mueca de desprecio.

Poco a poco la intervención de Paredes, su discurso de despedida, fue transformándose en una suerte de arenga.

–Porque este trabajo podrá tener muchas cosas ingratas –dijo, y los temblores le tomaron los codos y los hombros, que se sacudieron como si sufriera un acceso de frío–, pero es uno de los pocos trabajos en donde aún es posible hacer algo.

Todos asentimos consideradamente y estábamos por levantarnos y marcharnos, cuando Méndez alzó la mano. Nos volvimos hacia él.

–Quiero agradecer a Paredes por haber hecho esta reunión –dijo.

Dudó un momento. El Fumador y el Jefe lo miraban fijamente.

–Creo que era lo debido.

Abandonamos la sala sonrientes y reconfortados. Terminaba una etapa, comenzaba otra. Paredes había sido un gran colega, habíamos aprendido mucho de él y él de nosotros, seguíamos siendo un equipo, etcétera.

Almorcé con Méndez en un restaurante cercano. Me gustaba aquel lugar. Estaba en el primer piso de un viejo edificio de departamentos de solteros y algunos de sus moradores bajaban a comer allí. Eran tipos de edad mediana, pálidos, delgados, con los pantalones muy arriba y la camisa metida dentro. Pedían almuerzos enormes, verdaderas montañas de comida, que ingerían lentamente mientras miraban la televisión. La mesera iba y cambiaba el canal. Ellos seguían comiendo y mirando la televisión. Era relajante verlos.

Imaginé a Paredes de vuelta en casa de sus padres, jugando con sus sobrinos bajo un parrón en medio de un patio soleado. Me alegré por él.

3

De mi primer año en el cuarto piso del Ministerio recuerdo particularmente un viaje a Temuco que hice con Méndez y el Jefe. Un viejo amigo de éste, que posteriormente se transformaría en el encargado del Programa en la ciudad, había conseguido una reunión con un eventual socio. El Jefe, que a menudo se hacía acompañar por Méndez en este tipo de diligencias, me pidió que fuera yo también. Sería algo así como mi iniciación.

El Programa aún no funcionaba en Temuco. No todavía. Ergo, no existía financiamiento de ningún tipo. No había dinero para pasajes aéreos, ni en bus, ni para estadías, ni para comida, ni para cigarrillos ni para nada. Por eso viajábamos por el día en el automóvil particular del Jefe. Íbamos como pioneros, como exploradores de un territorio desconocido.

El Jefe conducía. Méndez ocupaba el asiento del copiloto. Yo iba en la parte trasera, rodeado de ordenadores, proyectores, carpetas repletas de hojas, trípticos y centenares de folletos informativos que podían medirse en decenas de kilogramos. El fragante aroma de la tinta recién impresa inundaba la cabina. Era invierno y el clima empeoraba a medida que avanzábamos hacia el sur. A la altura de Linares el cielo se cerró por completo y de pronto estuvo oscuro. Tras los pinos y matorrales a ambos lados del camino nubes bajas anunciaban tormenta. La carretera salió del corredor de pinos, torció a la izquierda y un minuto más tarde atravesábamos una ancha llanura.

Un teléfono comenzó a sonar. Los tres nos revolvimos en nuestros asientos tanteándonos los bolsillos. Todos sonaban igual. Finalmente Méndez extrajo el suyo y contestó. Era Paredes. Creí recordar que Paredes se encontraba en Iquique. Hubo una larga pausa.

–Sí, entiendo… Entiendo… sí.

Los ojos de Méndez se mantenían fijos en el parabrisas mientras su rostro permanecía completamente inexpresivo. No había que ser un genio. Los silencios de Méndez eran explicaciones de Paredes. Eran silencios largos. Había problemas.

Pensé en Paredes allá lejos. Debía encontrarse ya cubierto de manchas. En el rostro, en los brazos. Manchas púrpuras que comenzaban a picar. Méndez habló y aguardó. La siguiente espera fue más extensa. Podía escuchar la voz de Paredes. Era como un pajarillo que Méndez tuviera atrapado entre su mano y su oreja.

–Bueno, bueno. Ahora dime qué puedo hacer por ti.

El pajarillo gorjeó y se debatió. Méndez torció la cabeza y miró al Jefe.

–Está bien, déjame ver si…

Sin apartar la vista de la carretera, el Jefe levantó una mano abierta y negó con la cabeza. Méndez miró el parabrisas.

–No, en realidad no está disponible en este momento.

El Jefe mantuvo la mano levantada, la agitó firmemente de un lado a otro. Luego la regresó al volante.

–Escucha. Vas a tener que resolverlo tú solo, ¿entiendes?

Un paisaje desértico. Altos riscos bañados por un sol abrasador. Sobre los riscos, una planicie azotada por el viento y el polvo, y en medio de todo esto, una caseta telefónica con Paredes dentro, cubierto de manchones. Manchones como continentes en un mapamundi, devorándole las mejillas y el cuero cabelludo.

–Perfecto. Eso era lo que quería escuchar.

El pajarillo trinó tristemente, ya quieto. Ahora Paredes aseguraba que todo saldría bien, agradecía la ayuda y deslizaba una última y desesperada pregunta.

–Haz lo que sea necesario –dijo Méndez.

Y colgó.

Paramos en una estación de servicio, bebimos café y salimos. Restaban algunos kilómetros hasta Chillán. El aire tibio y enrarecido zumbaba a nuestro alrededor cargado de electricidad. Subimos al automóvil y Méndez y el Jefe intercambiaron lugares.

Diluviaba. Los limpiaparabrisas baldeaban el agua hacia los costados a toda potencia y aun así apenas se podía ver a través del cristal. La carretera trepó un par de cerros y comenzó a descender. Méndez disminuyó la velocidad.

Un teléfono sonaba. Hurgamos en nuestros bolsillos. Era el del Jefe. Contestó, escupió un par de palabras, colgó, miró a Méndez.

–La reunión se adelantó. Vamos a llegar tarde.

Méndez pisó el acelerador y el automóvil salió disparado hacia delante.

La carretera discurría entre cerros sembrados de pinos y matorrales. Subía diez metros, bajaba treinta, luego volvía a subir. En los costados la lluvia había erosionado el terreno y el asfalto aparecía veteado de ríos de tierra disuelta, rojos y arcillosos. En las depresiones se habían formado charcos de agua que vistos desde lo alto semejaban descomunales espejos. El velocímetro marcaba ciento ochenta kilómetros por hora y bajábamos a toda velocidad empujados por la pendiente, la lluvia y el viento.

Atravesamos un charco, enorme. Luego otro. El agua desplazada se alzaba en compactos mantos blancos de dos o tres metros de altura que luego caían y se estrellaban en el pavimento formando olas y remolinos en el espejo retrovisor.

Entonces vino el tercer charco. Era más oscuro y extenso que los anteriores, cubría ambas pistas y era realmente rojo, de un bermellón intenso. Las llantas hendieron el agua y el automóvil se sacudió como si hubiéramos golpeado un animal. El ruido del motor se hizo súbitamente grave, luego se transformó en un chillido agudo, desbocado.

Todo se volvió negro.

Cuando abrí los ojos, una pesada estela de agua sucia chocaba contra el parabrisas produciendo un golpeteo sordo. También había un ligero murmullo. Eran los granitos de tierra agitados por el líquido, arañando carrocería y los vidrios. El agua era roja y gris y oscurecía la cabina. Era imposible ver nada hacia delante, ni hacia los lados, ni hacia atrás. Caía sobre el parabrisas, rebotaba, subía por el techo y bajaba por las ventanillas. Era como estar dentro de un automóvil en un autolavado. Miré a Méndez. Sostenía el manubrio muy torcido a la derecha. El velocímetro marcaba diez kilómetros por hora. Luego cambió y marcó ciento veinte. Luego treinta. Luego ciento ochenta. La aguja de las revoluciones estaba al tope. Intenté ver algo por la ventana. Una sombra indistinguible pasó hacia atrás muy rápido. Nos movíamos. Nos movíamos muy velozmente. Podríamos haber estado retrocediendo o yendo hacia un costado, o subiendo o cayendo al vacío, habría sido lo mismo. Patinábamos sobre el agua y la tierra removida. Intenté aferrarme a algo, pero nada se quedaba en su lugar, todo bailaba y se agitaba ingrávidamente a mi alrededor, computadores, bolsos, papeles, rodaban en todas direcciones.

Tres segundos. Cinco. Siete. Todo era penumbra y estrépito de agua, tierra y piedras. Entonces el parabrisas se despejó y la carretera reapareció frente a nosotros. Salíamos del charco. Íbamos realmente rápido. La carretera seguía recta por unos veinte metros y luego torcía abruptamente. Las ruedas mordieron el pavimento y dimos un violento giro a la derecha. Méndez maniobró el volante. El automóvil comenzó a enderezarse; se enderezaba muy lentamente, las llantas chirriaron. Vi las barreras laterales desfilar de un lado a otro del parabrisas rápida y vertiginosamente. El automóvil dio un último bandazo y retomó el centro de la pista.

Cruzamos el centro de la ciudad en medio de una lluvia descomunal. Dimos dos vueltas a la manzana antes de que Méndez lograra detenerse en el lugar preciso y conducir el automóvil sobre la cuneta. Tomamos nuestras cosas, bajamos y corrimos a refugiarnos en el portal del edificio, pero llovía tan intensamente que de todas formas quedamos empapados.

El Jefe entró en la oficina y Méndez y yo nos sentamos en el pasillo y esperamos. Mis rodillas temblaban. Aún no lograba reponerme del sobresalto. Méndez parecía tranquilo. Pequeñas gotas de agua le perlaban la barba y los rizos del pelo. Se quitó los diminutos anteojos y se puso a limpiarlos con un pañuelo.

De pronto vi algo sobre su cabeza. Un penacho de humo brotaba de su cabeza y subía hacia el techo. El humo también salía de sus pantalones. Miré mi ropa. Yo también despedía aquel humo. Me puse de pie sacudiéndome la chaqueta.

Méndez me observaba. Señaló la pared con el dedo. Nos habíamos sentado junto a un calefactor y el calor comenzaba a evaporar el agua que llevábamos encima.

La puerta se abrió y el Jefe salió de la oficina. Tenía el ceño fruncido y caminaba con paso rápido. Enfiló el pasillo en dirección a la salida. De pronto se detuvo y se dio la vuelta. Nos miró.

–Vamos –dijo.

Tomamos nuestras cosas, montamos en el automóvil y regresamos a Santiago.

4

Trasladé mis cosas al escritorio de Paredes y por la tarde acompañé a Enzo a un acto en el centro. Era una plazoleta en Santo Domingo esquina 21 de Mayo. Había allí un par de bancos de piedra, zócalos con césped y una parada de microbuses, alrededor algunos locales comerciales, una panadería, una fuente de soda y una mueblería, y en medio de todo esto una placa metálica empotrada sobre un pedestal de concreto rodeado de coronas de flores.

Eran unas treinta personas, en su mayoría hombres de edad avanzada. Vestían de negro. Enzo se encontraba de pie junto a la puerta de la fuente de soda, alejado del grupo principal. Tenía las manos tomadas al frente, los hombros caídos y la cabeza inclinada hacia atrás. Miraba hacia arriba como si reflexionara sobre algo. A un par de metros, tres tipos guardaban la misma actitud. Nos reconocimos en silencio, me acerqué y me quedé de pie junto a él. Adelante, a un costado de la placa, un sujeto leía una hoja de papel mientras otro le arrimaba un megáfono. El aparato producía un ruido horrible.

Desde el poniente llegaba el insistente bullicio de la Plaza de Armas. Música, gritos de vendedores, predicadores, artistas callejeros. Las calles lucían desiertas. De vez en cuando se veía pasar a uno que otro transeúnte rezagado. Todo el mundo quería llegar a casa lo antes posible. Caminaban presurosamente, como si por ser los últimos en abandonar el centro alguien fuera a castigarlos obligándolos a regresar a sus oficinas y quedarse en ellas hasta la mañana siguiente.

Apostados en las puertas de los locales comerciales, sus dueños o encargados observaban lo que ocurría en la plaza. Todos tenían el mismo talante. Brazos cruzados, pies separados al ancho de los hombros, mentón alzado y mirada vigilante. De vez en cuando alguien los llamaba desde el interior de la tienda. Entonces daban media vuelta y desaparecían. Un minuto después retomaban sus puestos de guardia. Algo estaba sucediendo en su esquina, la que baldeaban con agua todas las mañanas y por la tarde antes de cerrar. El asunto debía repetirse todos los años, siempre en la misma fecha, pero por alguna razón no se acostumbraban.

–¿Se conocían? –pregunté a Enzo.

No respondió. Pasaron algunos segundos. Pensé que quizá no me hubiese oído.

–¿Se conocían usted y… el tipo de la placa?

Siguió sin prestarme atención.

–Era comunista –dijo de pronto, sin mirarme.

No supe qué había querido decir con eso. Quizá había metido la pata. Con todas aquellas viejas historias nunca se sabía. El tipo junto a la placa seguía hablando al megáfono. Su voz era un montón de vidrio triturado.

–Los comunistas son personas muy cultas. Leen mucho. Bueno, la mayoría de ellos –agregó con tono ausente.

No parecía molesto ni nada parecido, simplemente concentrado. Seguí su mirada. Observaba a un tipo moreno y de bigote de pie junto a la placa. Apoyada en un árbol cercano había una colorida corona de flores, amarillas, blancas, rojas. Las amarillas formaban la hoz y el martillo. Comencé a comprender para dónde iba el asunto.

Hubo aplausos y fue el turno del siguiente orador.

De pronto se produjo un alboroto. Todo el mundo se volvió hacia la parada de microbuses. Allí una docena de hombres forcejeaban y se apretaban entre sí. Se hallaban de espaldas a la plaza y no era posible ver qué sucedía exactamente. El grupo se desplazó hacia la placa sin separarse. Acarreaban algo. Abandonada junto a un automóvil, quedó una silla de ruedas vacía. Cuando estuvieron más cerca, pude ver que en medio iba una frágil anciana. Llevaba un vestido negro, como de papel, con un clavel rojo en el ojal. Brazos enfundados de negro y rematados por blancos puños de camisa salidos de todas partes se turnaban para ofrecerle apoyo. La anciana daba dos pasos y entonces los brazos la levantaban en el aire, alzándola casi en vilo, para entregarla a otros brazos que la sostenían y luego volvían a depositarla en el suelo. Finalmente estuvo junto a la placa. Un nuevo brazo le arrimó el megáfono.

La anciana se llevó la mano al ojal; una mano blanca y nervuda extrajo el clavel y lo puso sobre la placa. Luego estiró el brazo y palpó el aparato. Sus ojos parecían ciegos y se dirigían a las ventanas más altas de los edificios.

El tipo que sostenía el megáfono se acercó y le susurró algo al oído. La mujer bajó la mirada. Le dirigió una frase breve y el tipo asintió, retiró el megáfono y se hizo a un lado.

Los microbuses circulaban alrededor de la plaza vacíos, solitarios y veloces. La concurrencia se aprestó a escuchar a la mujer hablar a viva voz. Los tres tipos que se encontraban junto a nosotros dieron un paso al frente. Otros ladearon la cabeza ofreciendo a la anciana su oído menos estropeado. Enzo y yo nos quedamos donde estábamos.

La voz de la mujer se elevó por sobre el ruido circundante. Su cuerpo era una rama torcida y reseca, pero su voz parecía salida de algún otro sitio. Los que se habían acercado retrocedieron, y los que se habían confiado al mejor de sus tímpanos dieron un respingo. La voz de la anciana era fuerte y sonora. Por algunos segundos la midió con el barullo de las calles. Luego el volumen de sus palabras descendió hasta hacerse constante y audible.

–Queridos amigos…

Alguien llamó al tipo de la fuente de soda desde dentro del local. No se volvió. Levantó la mano abierta, luego la bajó. Se quedó allí de pie mirando. No volvieron a llamar.

Media hora después la ceremonia había concluido.

Una pequeña comitiva formada por dos tipos y una mujer se desplazó alrededor de la plaza saludando a los asistentes. Iban con un grupo, intercambiaban un par de frases y continuaban con el siguiente. Enzo los observó aproximarse. Cuando estuvieron a un par de metros de distancia, avanzó y los interceptó. Les tendió la mano.

–Buenas tardes, mi nombre es Enzo Cárdenas y vengo en representación del MIR –dijo sonriendo.

Los dos tipos y la mujer se volvieron hacia él algo descolocados. Enzo estrechó la mano del primer tipo, luego la del segundo. Finalmente sacudió la de la mujer, efusivamente. Entonces se acercó y la besó en la mejilla. La mujer soltó una risita. Los tres me miraron.

–¡Ah, sí! Éste es Manuel –dijo Enzo–. También viene en representación del partido. Venimos juntos.

Lo miré sin saber qué decir. Frunció el entrecejo e hizo un gesto con la cabeza de tal forma que solo yo pudiera verlo, indicándome que me acercara. Los tipos y la mujer sonreían. Parecían agradados de ver allí a una persona relativamente joven.

–Venga aquí, Manuel, no sea tímido –insistió Enzo.

Vacilé y me acerqué, estreché la mano de uno de los sujetos, luego la del otro, luego besé a la mujer, que dejó escapar otra risita. Entonces se compuso.

–Les agradecemos en nombre del partido y de los familiares y amigos el haber venido –dijo.

Luego los tres dieron media vuelta y se alejaron. Cuando volví a mirar, Enzo había desaparecido.

La plaza había vuelto a convertirse en una plaza. La gente platicaba en pequeños grupos, intercambiaban números de teléfono, direcciones, compartían noticias y organizaban futuras actividades. Solo los colores del crepúsculo y las coronas de flores impedían pensar que eran las dos de la tarde y que todas esas personas no eran más que un montón de abogados, contables, administrativos y empleados de oficina descansando en la hora de colación.

Me desplacé entre ellos.

Enzo se encontraba de pie junto a la panadería. Hablaba con un sujeto. Era el sujeto moreno y de bigote al que había estado observando durante el acto. Me quedé de pie algo apartado. Como me había figurado, hablaban de negocios.

Enzo era dueño de un pequeño local comercial en algún lugar del barrio Estación, nunca supe exactamente dónde. Se trataba de un negocio bastante reducido que no le reportaba más que lo necesario para vivir y mantenerlo andando. Importaba y vendía una enorme variedad de productos, prácticamente cualquier cosa. Juguetes, cosméticos baratos, jabón, lámparas, recipientes de plástico, artefactos de goma, libros para colorear y artículos de oficina. El asunto funcionaba por épocas. Tuvo un par de temporadas de bonanza, una de ellas gracias a una versión barata de un juguete electrónico que se vendió mucho un verano, una especie de llavero con luces de colores o que brillaba en la oscuridad o cambiaba de color con la temperatura. Pero estos períodos de prosperidad duraban poco y pronto quedaban atrás, y entonces debía volver a los encendedores y posavasos. Se proveía de mercancías baratas a través de constantes viajes a Valparaíso, Iquique y Talcahuano. También iba a Argentina de vez en cuando. Era usual oírle decir que se encontraba en vísperas de un gran negocio que le significaría una fuerte suma de dinero, pero estos anuncios rara vez se concretaban. La mayoría de los productos que vendía provenían de contenedores extraviados en los puertos o de aquellos utilizados por los barcos para nivelarse y flotar correctamente sobre el agua. Eso que llaman lastre.

Enzo y el tipo intercambiaron números de teléfono, se dieron un apretón de manos y luego el tipo se marchó.

Caminamos por Santo Domingo. A pesar de la cojera, Enzo avanzaba más rápido que yo. En realidad yo solía retrasarme un poco para esperarlo, pero entonces él me rebasaba esgrimiendo el bastón y rengueando vigorosamente, obligándome a apurar el paso. Así íbamos sobrepasándonos el uno al otro. Ofreció acercarme a casa y decidí perdonarlo por haberme involucrado en sus triquiñuelas comerciales.

A ambos costados de un oscuro callejón se alineaban decenas de automóviles estacionados uno detrás de otro, muy juntos. El suyo debía estar ahí en alguna parte.

–Comienza la temporada de viajes –dijo blandiendo el bastón y agitándolo en el aire.

–¿Algún buen negocio a la vista?

Apoyó el bastón en el suelo y chasqueó la lengua.

–No creo.

Dimos con él. Era un Datsun de aspecto lastimoso y modelo irreconocible, una especie de vieja tetera rodante. La pintura estaba descascarillada y las puertas hundidas, la pieza metálica que sostenía el cristal trasero era de color blanco, pero el resto de la carrocería exhibía un opaco verde claro lleno de parches, de modo que era imposible saber cuál era el color original. En la parte frontal, la rejilla que cubría el radiador había sido arrancada o había volado, y con ella la insignia de la marca. Allí era donde Enzo metía todas esas baratijas que luego acarreaba por todo el país. Después de todo, era algo milagroso.

Después de un par de intentos fallidos, el motor se puso en marcha y nos alejamos de allí.

5

Después del homenaje a los tres miristas en el Museo Salvador Allende, seguí topándome con Enzo de vez en cuando. Aniversarios, premiaciones, conmemoraciones, lanzamientos de libros. Había muchos lanzamientos de libros. Casi todos los meses un ex militante del MIR publicaba sus memorias. No conocía a nadie y nadie me conocía. No tenía cómo saber nada sobre él. De partida no sabía su nombre. Suponía que había militado en el MIR. Era simplemente el tipo extraño al que habían bajado del escenario. Lo espiaba.

Llegaba solo. Se mantenía alejado de podios y escenarios. Evitaba las multitudes y aglomeraciones de gente. Apenas cruzaba palabra con alguna persona. Cuando se marchaba, lo hacía solo. En todo esto nos parecíamos bastante.

Pasaron un par de meses y dejé de verlo en los actos. Me olvidé de él.

Era una cálida noche de septiembre y tenía los brazos adoloridos y acalambrados. Dentro de un par de días partiría a Temuco junto con Méndez y el Jefe en mi primer viaje como prosélito del Programa y había pasado la tarde completa plegando trípticos.

Como siempre, no tenía idea de quién organizaba el acto ni de qué se trataba. Simplemente estaba allí. Era un pequeño teatro en algún lugar del centro. Cuando llegué, las luces estaban encendidas y la sala brillaba completamente vacía. Sobre el escenario había cuatro paneles con cuatro rostros pintados en claroscuro, más algunos lienzos con nombres y consignas.

Ingresé por la última fila de butacas a la derecha, avancé hasta el otro extremo y me senté. Estaba exhausto. Miré la hora. Aún faltaban diez minutos. Siempre ocupaba los últimos lugares o me quedaba de pie a un costado. Ante mí la sala seguía desierta. Tomé mis cosas, me levanté, bajé por el corredor lateral, entré por la segunda fila y me senté en la penúltima butaca, junto al pasillo de en medio.

Sonó música. Comenzaba a llegar gente. Me froté los ojos largamente y con dedicación.

–¿Está ocupado este lugar? –preguntó una voz.

Aparté la mano y alcé la cabeza. De pie en el pasillo se encontraba un tipo alto. Llevaba sombrero y bastón y pensé ¿de dónde salió este? De pronto caí en la cuenta de que quizá los lugares estuvieran reservados para familiares, amigos cercanos o autoridades de algún tipo. Por eso solía sentarme atrás, para no ser molestado. Di un vistazo al respaldo del asiento contiguo. No había ningún papel ni aviso de ninguna clase.

–Creo que no –dije.

Las manchas frente a mis ojos comenzaron a disiparse.

–Enzo Cárdenas –dijo el tipo.

Me tendió la mano.

Debía tener unos cincuenta y cinco, era delgado, de pelo muy oscuro, casi negro, y parecía no haber adquirido ese aire de respetabilidad que la edad confiere a la mayoría de las personas. Tenía el aspecto de un adulto prematuramente envejecido o un viejo anormalmente vivaz, y su indumentaria parecía elegida con el propósito de atenuar este efecto. El sombrero, el bastón, la humita; todos ellos daban la impresión de anunciar, de una forma un tanto escandalosa, que uno se hallaba en presencia de un caballero. La chaqueta de gamuza, los pantalones de cotelé, la camisa de algodón, blanca y gruesa. Todo opaco y gastado y despidiendo un olorcillo a ropa vieja recién lavada.

Éste es el tipo, me dije, el tipo medio loco.

Se sentó quitándose el sombrero. Luego se inclinó hacia delante. Comenzó a revolverse en el asiento. Me aparté y lo miré de reojo. Intentaba acomodar una de sus piernas en el espacio que restaba hasta el respaldo de la butaca que estaba delante. La madera y el cuero del asiento rechinaban y crujían, la pierna parecía rígida e insensible y chocaba con el suelo y con las patas de las butacas vecinas y de vez en cuando me daba uno que otro puntapié en las canillas.

Notó que lo observaba.

–Oh, no es nada. Solo un pequeño movimiento más, nada del otro mundo, y verá cómo todo queda en su lugar.

Miré hacia el escenario. Siguió maniobrando con la pierna. Era como intentar encender el interruptor de la luz con un largo leño mojado. Al fin pareció dar con el ángulo correcto.

–¿Oficinista? –me preguntó.

–Sí –contesté.

Nos quedamos en silencio mientras la gente llegaba y ocupaba los puestos a nuestro alrededor. No era difícil de adivinar. Llevaba traje, aunque me había quitado la chaqueta y la había dejado en el asiento de al lado. Allí estaba también mi maletín, junto con un par de carpetas llenas de papeles. Miré mis manos. Tenía las puntas de los dedos entintadas, azules, como si me hubieran tomado las huellas digitales. Pensé que quizá me hubiese manchado la cara al frotarme los ojos, pero la tinta estaba seca y adherida. Claro que era oficinista. O era oficinista o acababa de inaugurar mi ficha de antecedentes.

Me miró. Lo miré. Ambos sonreímos cortésmente. Volvimos la vista al escenario.

–Trabaja en una oficina pública –dijo.

–Sí.

Ésa tampoco era muy difícil.

–Un ministerio.

Este tipo es bueno, pensé, o tiene mucha suerte. Aunque el centro estaba plagado de oficinas de ministerios. Di un rápido vistazo a las carpetas a mi lado. No mostraban logotipos ni nombres de ninguna especie. Una era verde y la otra anaranjada.

–Sí –dije.

–El Ministerio –replicó.

Di un nuevo vistazo a las carpetas, la chaqueta arrumada, el maletín. Lo hice disimuladamente. Luego miré mis zapatos, pantalones, camisa, corbata, brazos, y de vuelta a las manos y los dedos entintados. ¿Cómo lo hacía?

–El Departamento. Es un nombre curioso.

No contesté. Solo asentí intentando sonreír y luego miré hacia el escenario vacío. Había logrado ponerme nervioso. Imaginé a aquel tipo siguiéndome por las calles, como un espía. Después de todo, había pertenecido al MIR. Debía saber de todas esas cosas.

Pasó un minuto. Me volví hacia él.

–Ha acertado en todo. Ahora cuénteme cómo lo hizo.

Se apartó y me lanzó una mirada extrañada. Luego sonrió reclinándose sobre la butaca.

–Está bien, se lo voy a contar. Pero déjeme decirle que podría haberle dicho incluso su nombre… Pero antes, dígame usted una cosa. En esa oficina suya, ¿utilizan mucho papel?

–Toneladas –dije.

–¿Y carpetas?

–Tenemos que meter los papeles en alguna parte.

–¿Qué me dice de corchetes, clips?

–Ponemos corchetes a los montones de papel antes de meterlos en las carpetas, y clips cuando son pocas hojas, pero en donde trabajo nunca son pocas hojas.

–¿Y tinta? –preguntó.

Le mostré las manos.

Se acarició el mentón con aire reflexivo. Luego pasó a explicarme que era dueño de un negocio de importación y venta de productos diversos, una empresa muy versátil y discreta, y que entre las cosas que vendía había, claro, artículos de escritorio. La entrega demoraría un poco, pero los conseguía baratos y podía dármelos a un buen precio.

Allí estaba yo sentado en aquel teatro escuchando a aquel tipo que me había seguido, había merodeado mi lugar de trabajo y tal vez hasta mi departamento, solo para venderme resmas de papel, clips y tinta de impresora. Aquello parecía totalmente desquiciado.

Terminó de hablar y me quedó mirando.

–Lo siento, pero los artículos de oficina nos llegan directamente del ministerio. No los compramos nosotros –dije.

Era mentira. En realidad los sacábamos de aquellos destinados al cuarto piso sin que lo notaran. Pagábamos a Anselmo, el mozo del piso, para que lo hiciera por nosotros. Era nuestro contrabandista.

–Hm, entiendo –dijo.

El acto comenzó y nos volvimos hacia el escenario. Allí un sujeto panzón y de larga barba sentado en un taburete alto encendió un cigarrillo, lo dejó en un cenicero sobre el atril y cantó una canción acompañándose con una guitarra. El sonido no funcionaba del todo bien y el panzón lanzaba miradas disgustadas hacia los bastidores a cada instante. Tras el telón solo se veían unos brazos y unas manos agitándose en el aire. Las señales querían decir que siguiera tocando. El panzón terminó la canción, encendió otro cigarrillo, le dio una calada, lo dejó a un lado y empezó con otra. Cuando acabó la segunda tonada, el segundo cigarrillo se había consumido por completo, igual que el primero. Entonces encendió un tercer cigarrillo, lo dejó en el cenicero y volvió a rasgar las cuerdas.

Enzo me explicó quiénes eran los tipos de los retratos. Habían sido asesinados en 1986, luego del atentado a Pinochet.

Se inclinó hacia mí.

–Estos actos… ¿Se ha fijado que siempre hay problemas con el sonido?

–Sí –dije.

Miramos al panzón darle a las cuerdas.

–¿Por casualidad no vende equipos de amplificación?

–Mierda, no.

Finalmente el sonido se fue abajo. El panzón barbudo, que había regresado al escenario tras un par de discursos, dejó la guitarra a un lado, sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio un par de chupadas, hizo una mueca de asco y lo aplastó en el cenicero. Miró a la concurrencia. Había diez o quince personas en las butacas.

–Bien, eh… ¿funciona esta cosa? –dijo al micrófono.

El micrófono funcionaba.

–Mientras vuelve el sonido, ¿qué les parece si les cuento un par de chistes?

Nadie dijo nada.

–¿Se saben el de la gallina y el camello?

El acto terminó. Afuera las calles estaban vacías. La gente salía del teatro y pasaba junto a nosotros.

–Manuel, ha sido un placer –dijo Enzo.

Nos estrechamos las manos.

–Lo mismo digo. Pero espere un momento. No me ha dicho cómo supo dónde trabajo y todo eso.

–Por eso que lleva ahí –dijo apuntándome con el dedo.

Bajé la vista. Un gafete con mi nombre pendía del bolsillo de la camisa. Abajo tenía escrito: “Ministerio”. Y más abajo: “Departamento”. Por la mañana Norma los había impreso y los había enviado plastificar para que no tuviéramos problemas al retirar la papelería en la imprenta. Había olvidado quitármelo.

Enzo sonreía.

–Nos vemos –dijo dando media vuelta.

Entonces se detuvo y buscó algo en el bolsillo.

–Ponga la mano –dijo.

Aproximó la suya y dejó caer algo, luego la retiró. Sobre la palma de mi mano había un pequeño objeto plástico. Enzo aplaudió una vez y el objeto comenzó a brillar y saltar al compás de una musiquilla insulsa.

–Divertido, ¿no? Bueno, hasta otra oportunidad.

Lo observé alejarse cojeando con cansada dignidad. Guardé el juguete. Mientras caminaba me quité el gafete; lo miré. No era más que un mísero pedazo de papel forrado en plástico, sin ningún valor. Pasé junto a un basurero y lo arrojé dentro.

6

Era viernes y había citada una reunión para las ocho de la mañana. En el metro el aire del vagón me secaba los ojos. En el Ministerio crucé el recibidor de la planta baja. Conocía aquellas reuniones: se trataban todos los temas habidos y por haber y solían extenderse hasta las tres o cuatro de la tarde. Después de eso podría marcharme a casa. Un par de horas más y sería fin de semana.

Camino del ascensor divisé a Norma; llevaba una carpeta bajo el brazo. De seguro era la secretaria más anciana en todo el Ministerio. La mayoría eran muchachas jóvenes envueltas en blusas de telas suaves y brillantes que se gastaban la mitad del sueldo en lencería y cosméticos. Norma debía tener por lo menos sesenta años.

–Hola, Norma, ¿cómo esta? –dije al pasar.

–Bien –contestó alargando las vocales con desgano.

Frunció el entrecejo. Seguí caminando.

–Un poco malhumorada, nada más.

–No me diga. ¿Y por qué? –dije entrando en el ascensor.

–Oh, nada. Ese Fernández.

Las puertas comenzaron a cerrarse. Miré a Norma y levanté los brazos y luego los dejé caer sobre los costados. Las puertas se cerraron. Dejé que la máquina me levantara como a un peso muerto.

El Departamento consistía en media docena de oficinas apiñadas en una esquina del cuarto piso del edificio del Ministerio. Habían sido construidas en lo que alguna vez fuera un pasillo y una bodega. Estaba la oficina del Jefe, la del Fumador, y el escritorio de Norma emplazado en un recodo del pasillo. El resto de nosotros, es decir Méndez, Gómez y yo, trabajábamos en el cuarto azul, una habitación algo más amplia en donde se alineaban dos escritorios largos. Lo llamaban así por el azul pálido del que estaban pintadas las paredes. Bajo la pintura podían verse protuberancias de yeso y algunas cañerías recubiertas y en desuso. Según Anselmo, antiguamente había sido el baño del piso.

El resto de la planta lo ocupaba otro departamento. Uno de los cientos de departamentos, direcciones, secciones, divisiones, unidades y oficinas que componían el Ministerio. Trabajaban allí cincuenta o sesenta personas. Más allá de compartir el ascensor, las escaleras y eventualmente la sala de juntas, no teníamos contacto con ellos. Para nosotros era simplemente el cuarto piso.

Salí del ascensor. La recepcionista, una pánfila muchacha que por las mañanas lucía amable y atenta y por las tardes actuaba como si todos sus tardíos sueños de adolescente se hubieran roto y derrumbado por el suelo, nunca me reconocía.

–Hola, buenos días –dije.

–Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? –contestó.

Aminoré el paso con la esperanza de que recordara mi cara.

–Trabajo aquí, en el Departamento.

Me quedó mirando.

–El Departamento –repetí.

Seguía mirándome. No tenía idea de qué le estaba hablando. Pasé de largo y enfilé hacia el pasillo.

La sala de juntas lucía transparente y luminosa, con sus elegantes persianas y paredes acristaladas. Lastimaba los ojos. Empujé la puerta y entré.

Sentados alrededor de la larga y reluciente mesa, Gómez, Edgardo, el Fumador, el Jefe y un tipo al que no había visto antes me observaron un instante. Los saludé con una inclinación de cabeza y me deslicé en el asiento entre Edgardo y el desconocido. Luego volvieron a mirar hacia delante, donde Méndez escribía en una pizarra blanca. Dispuestos en una larga columna se hallaban los puntos a tratar. Eran un montón. Me recliné sobre el sillón. Tenían buenos sillones en el cuarto piso.

El Fumador levantó la mano y todos nos volvimos hacia él. Méndez apartó el plumón de la pizarra y dejó de escribir. El Fumador bajó la mano.

–Propongo que antes de hablar de Concepción repasemos rápidamente el procedimiento de evaluación –dijo.

Hubo un breve lapso de duda. Miré al tipo al que no conocía. Había copiado la lista de puntos a tratar en una libreta de notas que tenía sobre la mesa. Escribió lo que acababa de decir el Fumador y a renglón seguido agregó un signo de interrogación. Se quedó golpeando la hoja con el lápiz. Se veía como los tipos del cuarto piso. No llevaba corbata y parecía aseado, descansado y atento.

–Tendremos que someterlo a votación –dijo el Jefe.

Alzamos las manos a favor y en contra de la moción. Se aprobó por unanimidad. Méndez tomó el borrador, eliminó un punto y volvió a escribir. Luego agregó el punto borrado más abajo. Se apartó. Todos estudiaron la pizarra. La palabra “evaluación” había trepado del lugar dieciocho al trece, justo antes de “Concepción”. Magnífico. Todos se reclinaron sobre sus asientos. El tipo al que no conocía corrigió sus anotaciones.

Gómez levantó la mano. Los sillones chirriaron y las cabezas se volvieron hacia él.

–Creo que antes de repasar el procedimiento de evaluación sería conveniente explicar los objetivos generales de la prospección.

Prospección. La palabreja se fue directo a la libreta del tipo al que no había visto antes. La subrayó una y otra vez, hasta hundir el papel. Se intercambiaron miradas. Había que someterlo a votación. Alzamos las manos.

La gente que pasaba por el corredor nos observaba a través de las vidrieras. Levantábamos las manos, todos juntos o en grupos. Las bajábamos. Luego nos quedábamos en silencio con la vista fija al frente. Luego volvíamos a levantarlas. Los del edificio de junto también podían vernos a través de los ventanales. El tipo nuevo seguía toda aquella actividad con el abdomen pegado al borde de la mesa, presa de la mayor excitación.

La moción fue aprobada por unanimidad. Méndez borró, escribió, reescribió. El plumón chirriaba en el silencio de la sala. La hoja en la que garrapateaba el tipo nuevo se llenó de notas en los márgenes. La arrancó y se puso a pasar todo en limpio. Los ojos alrededor de la mesa estudiaron la pizarra con detenimiento. Los cuerpos se reclinaron satisfechos, los asientos los sostuvieron.

Entonces comenzaron las exposiciones de las duplas de trabajo. Teníamos siete duplas. Yo trabajaba con Méndez y con el Fumador. El Fumador con el Jefe y con Méndez, además de mí. Méndez con Gómez y conmigo. Y el Jefe con Méndez, con Gómez y con el Fumador.

En representación del equipo del Fumador y el Jefe, habló el Fumador. En representación del equipo de Méndez y Gómez, habló Gómez. En representación del equipo del Fumador y Méndez, volvió a hablar el Fumador.

Me distraje por completo. Solía evadirme de este tipo de situaciones imaginando cosas. En un comienzo recurría a fantasías agradables. Pero con el tiempo, y tras cientos de reuniones, habían terminado por aburrirme. Ahora imaginaba eventos vergonzosos e ingratos.

Cuando volví en mí, la sala estaba en silencio y todos tenían las manos alzadas. Todos menos el tipo al que no conocía y yo. El Fumador me miraba fijamente.

–Repito. ¿Están todos de acuerdo?

El nuevo parecía indeciso. Alcé la mano y él hizo lo mismo. La moción fue aprobada por unanimidad.

Habían hablado algunas personas más y había vuelto a extraviarme. Estudié el orden de los equipos en la pizarra. Era el turno del conformado por Méndez y Fuentes, o sea yo. Busqué a Méndez. Su asiento estaba vacío. De pronto lo vi caminando por el pasillo. Hablaba por teléfono.

La sala permanecía silenciosa. El tipo nuevo dibujaba en su libreta. El Fumador miraba por la ventana. Entonces me di cuenta de lo que sucedía. Esperaban a Méndez para que hablara por ambos.

Pasó un minuto. Dos. Méndez cruzó el pasillo en la dirección opuesta. Seguía con el teléfono pegado a la oreja.

Me sentí como un inútil.

Me puse de pie, avancé hacia la pizarra y comencé a hablar. El Jefe giró su sillón hacia mí. El rostro del Fumador se endureció en señal de atención. Gómez pareció despertar de un largo sueño. Sus pupilas se agitaron dentro de sus gruesos anteojos como pececillos atrapados en un par de gafas de buceo inundadas. El nuevo se volvió y sus ojos me contemplaron con espanto, como si acabara de dar un grito.

–Yo y Méndez, Méndez y yo…

Los rostros frente a mí asentían, aprobaban. Aquello me infundió ánimo. ¿Por qué esperar a Méndez, si Fuentes puede exponer los avances del equipo de igual o mejor forma? Eso parecían decir. Era cierto. Podía hacerlo.

Entretanto no había logrado articular una sola frase con sentido. Acudieron a mi mente páginas y páginas, decenas de capítulos, subcapítulos y apartados sin importancia entrevistos en alguna carpeta o adjuntos a algún mensaje de correo electrónico.

Sabía de dónde provenían.

Mi cabeza se nubló por completo. Tartamudeé, tosí, carraspeé, me llevé una mano al mentón, a la nuca, la junté con la otra. Nada funcionaba. Intenté concentrarme en una persona y dirigirme solo a ella, había escuchado que eso ayudaba. Miré al Fumador. Entrecerró los ojos. Miré a Edgardo. Torció la cabeza como un animal confundido por un ruido extraño. Seguí hablando.

–Nuestro trabajo, el de Méndez y mío, ha estado orientado fundamentalmente a…

Miré al tipo al que no conocía. La hoja en que anotaba se llenó de borrones y caóticas flechas que se torcieron en todas direcciones hasta morderse la cola. Observé su rostro bien afeitado, sus gestos, su primorosa libreta. ¿Quién era ese sujeto de todos modos?

En eso Méndez regresó. Guardó el teléfono y me contempló desde la puerta con mirada indiferente. Balbucí, repetí varias veces un par de frases vacías y redundantes que me fueron pareciendo cada vez más vergonzosas y terminé por hacerme a un lado y cederle la palabra.

Dejó pasar algunos segundos. Luego comenzó a hablar.

Rodeé la mesa y me desplomé sobre mi asiento. Méndez terminó su impecable explicación. Alguien propuso hacer una pausa. Votamos. Hicimos una pausa.

De vuelta en la sala de juntas, eran las cuatro de la tarde. Gómez se había cambiado de lugar y ahora se encontraba a mi derecha. Me incliné hacia él y le pregunté quién era el tipo nuevo.

–Es el Nuevo. Acaba de salir de la universidad y va a hacer su práctica con nosotros. El Jefe no quería aceptarlo, pero sucedió lo de Paredes…

Un teléfono comenzó a repiquetear. Méndez salió de la sala. Regresó muy rápido. Traía el rostro ensombrecido. Cuando pasó junto a mí le pregunté si sucedía algo malo.

–Norma que está de pésimo humor. Se pasó toda la mañana discutiendo por teléfono con Fernández. El pobre está delirando de fiebre.

Otro que caía.

Entonces volvió a sonar un teléfono, esta vez el del Fumador. Se alzó y dejó la sala. Volvió de inmediato. Tenía la frente sudorosa y su respiración era un rasposo jadeo. Permaneció de pie en la puerta.

–Se presentó una emergencia. Alguien va a tener que partir a Concepción –dijo.

–¿Cuándo? –preguntó el Jefe.

–Esta misma noche.

Los sillones crepitaron, los cuellos se encogieron, alguien arrugó un papel. El Fumador continuó:

–En principio iba a viajar Fernández. A él le correspondía supervisar Concepción. Pero, como sabrán, Fernández está enfermo. A mediodía hablé con Norma y le dije que yo tomaría su lugar, pero me acaban de informar que Benjamín está en el hospital con bronquitis.

Benjamín era el hijo pequeño del Fumador, el primero y único. El Fumador se había separado y ahora el niño vivía con su madre.

–Muy bien. Alguien va a tener que reemplazar al Fumador –dijo el Jefe.

Las miradas se concentraron en Méndez. Era el siguiente en la jerarquía. Méndez entornó los ojos e intentó hablar con expresión relajada.

–El asunto es que…

Pero algo lo traicionó. No había pedido la palabra. Levantó la mano, la bajó y retomó lo que estaba diciendo.

–Creo que debemos analizar cuidadosamente la situación antes de tomar una decisión. Si he entendido bien, Fernández era quien debía efectuar la supervisión en Concepción. Ahora bien, como todos sabemos, Fernández es un funcionario adjunto al Departamento, lo que significa que…

Si tan solo hubiera tenido un hijo. O dos. Estoy seguro de que en ese momento todos deseamos tener muchos hijos. Nadie en el Departamento tenía pareja o hijos. Benjamín era la prueba viviente de cuán incompatibles eran ambas cosas.

El rostro de Méndez echaba chispas, relámpagos de dolor que surcaban sus mejillas imprimiendo franjas rojas como quemaduras. Habló un poco más, gesticuló con las manos. Se quedó sin aliento. Era ya demasiado tarde.

La reunión se dio por finalizada. Méndez se quedó en la sala, marcando números en su teléfono. El Fumador desapareció de inmediato. Los demás se perdieron en los pasillos oscurecidos por el ocaso. En el baño bebí un poco de agua y me dirigí al ascensor preguntándome una y otra vez, ¿por qué no enviaron al Nuevo? Afuera había algunas nubes y el sol iluminaba con una débil luz rosada. Eran las seis de la tarde.

Méndez me esperaba en la entrada del Ministerio. Sentí un peso en la nuca.

–¿Podemos hablar un segundo? –me preguntó.

Asentí con la cabeza.

–No puedo viajar.

Automáticamente todo dejó de importarme. Méndez empezó a explicarme los motivos. No lo escuchaba. Los demás pasaban junto a nosotros palmoteándonos la espalda y riendo y deseándonos un buen fin de semana. Le dije que no se preocupara, yo iría. Intenté despedirme, pero seguía excusándose. Comencé a sentirme enfermo. Por fin logré deshacerme de él. Lo observé alejarse. Cuando miré atrás, el edificio lucía vacío y silencioso bajo el sol del atardecer.

7

En la época en que me incorporé al Departamento, Angol aún conservaba su condición de palabra réproba, de nombre maldito. Esto, a pesar del largo tiempo transcurrido desde los acontecimientos ligados a la ciudad. Una mañana cualquiera en el cuarto azul alguien revisaba algún documento o comentaba una noticia aparecida en los diarios y de pronto el aire se enrarecía. Enseguida los rostros se contraían, las manos se alzaban para sostener las sienes, se oían suspiros y quejas de genuino dolor, sonidos soterrados que hacían pensar en quemaduras, rasguños o en el sensible contacto de la carne viva con una corriente de aire frío. Para mí, que acababa de llegar y no sabía a qué se debían estos accesos, Angol era eso: un súbito y ominoso silencio poblado de susurros y gestos afligidos.

Recuerdo mi primer día de trabajo. Por la mañana me entrevisté con el Jefe en su oficina. Me explicó cuáles serían mis deberes. Luego fuimos al cuarto azul, donde me presentó a Méndez, Gómez y Paredes. Un minuto después el Fumador se sumó a la improvisada reunión.

Concluidas las presentaciones, el Jefe y el Fumador se pusieron a hablar de algo en un rincón. Ya era la hora del almuerzo y Gómez y Paredes habían dejado de trabajar. Méndez seguía tecleando. Paredes hacía un crucigrama en el diario.

–¿Ciudad del Sur de Chile con cinco letras?

–¿Alguna pista? –preguntó Gómez.

–Ninguna –contestó Paredes.

Gómez pensó un momento.

–Ancud –dijo.

Paredes completó el crucigrama sin escribir.

–Sí, creo que comienza con A, pero no es Ancud.

–Aysén –dijo Gómez.

–La ciudad se llama Puerto Aysén –corrigió Paredes.

Gómez gruñó. Siguió pensando.

–Arica –dijo Méndez sin dejar de teclear y sin apartar la vista de la pantalla.

No le hicieron caso. Méndez me lanzó una mirada irónica.

–¿Alguna otra pista? –pregunté.

Paredes estudió el crucigrama.

–La última letra podría ser una L –dijo.

Pensé un momento. Los dedos de Méndez se apartaron del teclado. Ya lo tenía.

–Angol –dije.

En el rincón el Jefe y el Fumador enmudecieron. Paredes depositó el diario sobre el escritorio, cuidadosamente, tapó el lápiz y lo dejó a un lado. Pasaron treinta segundos o algo así. Todos guardaban absoluto silencio. Entonces el Jefe resopló ásperamente, se frotó la frente con una mano, fue hasta la puerta, la abrió y la cerró por fuera. Paredes se puso de pie y entró en el baño. Me pareció oírlo vomitar. Cuando salió estaba pálido. Se desplomó sobre su silla. Luego él, Méndez y Gómez atacaron las teclas con furia.

El Fumador se aproximó y me lanzó una mirada severa. Era un tipo enorme. El aire alrededor de su cabeza rapada se llenó de volutas de humo de cigarrillo.

–Pensé que era Angol. Angol está en el Sur –murmuré.

–Nunca nombres tres veces esa ciudad sin salir del Ministerio y volver a entrar –dijo.