Mas que hermanas - Lilian Darcy - E-Book
SONDERANGEBOT

Mas que hermanas E-Book

Lilian Darcy

0,0
1,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Aquella mujer podría transformar su casa en un hogar… El rico empresario Gino di Bartoli no sabía decir de qué se trataba, pero sin duda algo había cambiado en la afamada horticultora que había contratado para que le arreglara el jardín. De pronto "Rowena" parecía más sexy, más afectuosa y más vivaz… ¡y lo atraía enormemente! Pero lo que era más importante era que había conectado a la perfección con su hijita, que había vuelto a reír. ¿Se atrevería a poner en peligro la felicidad de su pequeña para descubrir la verdad sobre "Rowena"? ¿Se atrevería a creer que la impostora que tenía viviendo bajo su techo era en realidad la mujer perfecta para él?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 221

Veröffentlichungsjahr: 2017

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Melissa Benyon

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Más que hermanas, n.º 2062 - septiembre 2017

Título original: Sister Swap

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-086-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

MAMÁ, ¿así que ha estado encerrada en esa habitación de hotel desde hace dos días hasta que tú pudieras llegar? –dijo Roxanna– ¿Porque tiene demasiado miedo de salir sola?

–¡Esto va a arruinar su carrera, Rox! –contestó la madre de Roxanna por teléfono. Llamaba desde Londres, desde un hotel cerca del aeropuerto de Heathrow, pero se la oía como si estuviera en el edificio de al lado y lo suficientemente claro para notar su angustia.

–Mamá, ¡va a arruinar su vida! Necesita asistencia. Es un grave trastorno de ansiedad, y está empeorando. Tiene que darse cuenta.

–Tienes que volar a Italia y sustituirla en la propiedad de la familia Di Bartoli. Es un proyecto importante, y lo necesita en su curriculum. No puede dejar que se convierta en un desastre después de todo el trabajo y estudio que le ha dedicado.

–¡Sí, claro! Sustituirla porque… como sé tanto de rosas antiguas y restauración de jardines históricos… ¡No puedes estar hablando en serio!

Rox no sabía casi nada de la materia, tal y como sabía su madre. Ella era cantante… bueno, una camarera con un título de profesora de música del que nunca había hecho uso, pero no tenía intención de ponerse a analizar ese asunto ahora.

–Sustituirla porque yo soy una de las pocas personas en el mundo que puede distinguiros –dijo su madre.

–Peso ocho libras más que ella, y tengo unos pulmones más fuertes.

–Nadie nota eso. Especialmente cuando no saben que Rowena tiene una hermana gemela idéntica.

–Cierto. ¿No ha mencionado mi existencia a la familia Di Bartoli?

–No, dice que no lo ha hecho. Cariño, Rowie ha prometido que si haces esto por ella, se someterá a tratamiento. Incluso ella se da cuenta de lo que lo necesita ahora.

Rox cerró los ojos buscando consejo en sus adentros.

¿Cómo podía decir que no? Tal y como le había recordado su madre, ella y Rowena eran gemelas idénticas. Tenían un fuerte y complejo vínculo de por vida, y era importante para las dos. Habían seguido caminos diferentes, debido a la mayor fragilidad de Rowena al nacer y después, pero el vínculo ni se había debilitado ni había cambiado.

Rowena, en particular, tiraba mucho de ello. No sería la primera vez que Roxanna le sacara las castañas del fuego. La diferencia era que esa vez, gracias a Dios, Row reconocía que necesitaba ayuda profesional.

Bueno, había un par de diferencias más. En primer lugar, Rox nunca había tenido que cruzar el Océano Atlántico para suplantar a su hermana. En segundo lugar, su agenda no estaba… mmm… tan apretada ahora, algo bastante inusual, así que no podía alegar ningún compromiso previo.

Había perdido su trabajo de camarera el viernes anterior por su audición, que se había retrasado tres horas. Afortunadamente, no iba a incurrir en grandes deudas por ello, ya que su nivel de gastos era muy bajo. Después de su divorcio a finales del año anterior, se había mudado a casa de sus padres en el norte de Nueva Jersey para cuidar de la casa mientras ellos probaban suerte en Florida después de jubilarse.

Una pequeña anotación: no consiguió ser seleccionada en la audición, pues el estrés causado por el divorcio aún estaba afectando a su voz.

O quizá su voz no fuera lo suficientemente buena.

Ésa fue la razón número diecisiete de la lista de veintiuna que su ex marido, Harlan, le había dado para justificar que había sido su culpa que él hubiera iniciado una aventura y la hubiera abandonado. «Tu voz no es ni la mitad de buena de lo que crees».

–¿Así que subirás a Rowena en un avión de vuelta de Londres y le buscarás un terapeuta en Florida? –le preguntó Rox a su madre. No tenía sentido conseguirle un tratamiento a Rowie si no lo hacían todo correctamente–. ¿Te ocuparás de ella hasta que haga algún progreso? ¿Te asegurarás de que no huya de la terapia?

–Parece el mejor plan. El único plan posible. Fue la confusión de sentimientos sobre Francesco Di Bartoli la que inició este ataque de pánico, pero ha ido más allá de lo racional esta vez. Si no puede ni abandonar la habitación del hotel por ella misma, probablemente no podrá ni volver a Italia.

–¿Y que le ha contado a la familia Di Bartoli de todo esto?

–Que se ha retrasado en Inglaterra pidiendo las rosas, pero que podría estar de regreso en la Toscana en un par de días. Nada sobre los problemas subyacentes. Así que, por supuesto, tendrás que volar a Roma vía Londres para que el signor Di Bartoli no te recoja de un vuelo procedente de un continente que no se corresponde.

–No puedo hacer esto, mamá. Francesco se dará cuenta.

–Sí puedes hacerlo. Tienes que hacerlo. Él no se dará cuenta. No sabe que existes, y no conoce a Rowena desde hace tanto tiempo. Siendo tu propia hermana, no te resultará muy difícil suplantarla. Rowena está trabajando en su ordenador portátil ahora mismo, recolectando todas sus notas e imprimiendo todos los detalles que necesitas saber, además de todos los libros y notas que se han quedado en Italia. Y podéis hablar por teléfono. Siempre has esperado hasta el último momento para empollarte tus exámenes. Esto no será muy diferente.

Probablemente su madre tenía razón.

Harlan también había mencionado eso. Razón número doce. «Siempre dejas todo para el último momento».

–De acuerdo –le dijo a su madre–. Pero sólo porque ha prometido someterse a tratamiento. Llamaré a las aerolíneas y me iré en el primer vuelo que encuentre –siendo una persona que siempre dejaba las cosas para última hora, se sentía cómoda viajando con tan poca antelación.

–¿Esta noche? –preguntó su madre. Era lunes por la mañana en Nueva Jersey, lunes por la tarde en Europa.

–Lo intentaré.

–Llámame cuando tengas la información. Así podré hacer planes para Rowie y para mí. Tendremos que verte en Londres para que pueda darte la información sobre el proyecto de jardinería.

Dos días después, Roxanna llegaba a Roma, vestida con la cuidada ropa de trabajo de su hermana, pero sintiéndose por dentro completamente como ella misma. Dispersa (razón número cinco), mal arreglada (razón número catorce) y, como mencionaba la razón número doce, mal preparada.

 

 

–Pía, quédate junto a papá –dijo Gino a su hija de cuatro años en italiano.

Ella le tiraba de la mano, ávida por explorar la atestada terminal del aeropuerto. Él la sujetó con más firmeza, sabiendo lo que iba a ocurrir a continuación, y sin tener ni idea de qué hacer sobre ello.

«No puedo lidiar ahora con una de sus rabietas».

Pía tiró más fuerte. En su cara se veía la expresión de cabezonería, sus pulmones se estaban llenando de aire para empezar a gritar, a dar patadas y tirarse por los suelos. La señorita Cassidy, la niñera inglesa de Pía, se pasaba horas aguantando las rabietas. Jamás se rendía. Por el contrario, cuanto más gritaba Pía, más estricta se ponía, hasta que finalmente Pía se cansaba y se dormía de agotamiento.

«Yo no tengo ni el tiempo ni la paciencia para eso ahora. Dios ayúdame, ¿qué le pasa a la niña?».

¿Cómo podía una mujer tan perfecta como Angele, serena, tranquila y competente en todo lo que hacía, haber dado a luz a una niña tan difícil?

De repente, como si hubiera tomado la decisión incluso antes de ser consciente de ello, soltó la mano de su hija y la vio revolotear entre los abrigos de entretiempo y los trajes de aquéllos que esperaban la llegada del vuelo de Londres. Los pasajeros habían empezado a salir. Mientras Rowena Madison no fuera una de las últimas en salir del avión, podía mantener un ojo sobre Pía, y no perderla.

Sólo había visto a Rowena unas cuantas veces, pero estaba seguro de que la reconocería enseguida. Siendo el director ejecutivo en Roma de la empresa de cosméticos de la familia Di Bartoli, había organizado la primera entrevista con ella sobre la restauración del jardín, y había asistido a un par de encuentros posteriores para discutir los planes. Las relaciones públicas y la supervisión del día a día de la propiedad de los Di Bartoli se la habían delegado a su hermano menor Francesco, de treinta y tres años.

Aparentemente, sin embargo, Francesco se había tomado la parte de relaciones públicas demasiado en serio. Tenía una prometida encantadora y excepcionalmente apropiada en Roma, pero eso no le había impedido pedirle a Rowena tener una aventura en la Toscana. Según Francesco, la vacilación de Rowena tan sólo había conseguido acentuar su deseo.

«Sí, bueno, como cabría esperar», pensó Gino irónicamente. Francesco siempre había perseguido aquello que no podía conseguir fácilmente. Había desperdiciado gran parte de su vida de ese modo.

Y Gino no iba a dejar que echase a perder la posibilidad de un buen matrimonio por una estúpida aventura pasajera con una experta en horticultura americana que no parecía saber si lo deseaba o no. Sin importar que fuera doctora Madison gracias a su tesis doctoral sobre diseño de jardines en le Europa del siglo XVII.

¿Dónde estaba Pía?

Su corazón empezó a palpitar de repente mientras miraba a su alrededor invadido por el pánico. No la veía. La tenía que haber vestido con algo más llamativo esa mañana. Pero no había mucha ropa llamativa en su armario. La señorita Cassidy, al igual que Angele, prefería ropa infantil de exquisito diseño francés en los mismos colores neutros, azul marino, gris y crema, que llevaban la mayoría de los adultos en el aeropuerto. Estaba camuflada de una manera tan…

Ah. Ahí estaba. Sana y salva. Observando intensamente a una mujer peleándose con la rueda atascada de su maleta.

Y allí estaba Rowena Madison.

Aún no lo había visto. Estaba escudriñando entre la gente con los ojos entrecerrados, y mordiéndose el labio inferior con los dientes como si estuviera nerviosa por si él no había acudido. No sabía lo que se enorgullecía él de su formalidad.

Él levantó una mano haciendo una señal, sonrió y la llamó por su nombre. Ella lo vio, y una sucesión de extrañas expresiones se dibujaron en su cara, casi como si alguien estuviera probando una serie de salvapantallas diferentes en un ordenador.

No tenía ni idea de lo que Francesco veía en ella, a parte de lo guapa que le hacían esos ojos azul intenso, la pálida piel cremosa y el largo pelo oscuro recogido de forma informal. A Gino siempre le parecía tan remilgada e insulsa, como la pasta cocida hasta hacerse una masa blanda, en lugar de al dente, comestible, pero no apetitosa.

Ella se abrió paso hacia él entre la muchedumbre, sin aliento y con su maleta de ruedas rodando lenta y ruidosamente tras ella. Llevaba un elegante traje de chaqueta color crema con una blusa de seda blanca debajo. La blusa no se veía tan cuidada como el traje. Uno de los botones de en medio se había desabrochado, mostrando la parte inferior de un sujetador de encaje blanco y un poco de piel entre sus costillas.

–¿Francesco…? –no era siquiera una pregunta.

–… no pudo venir –contestó Gino en su inglés casi perfecto. No se disculpó en nombre de su hermano, puesto que no era culpa de su hermano.

Prácticamente le había ordenado a Francesco que se quedara en Roma para enfriar su cabeza, mientras él mismo asumía la labor de trabajar con Rowena en el jardín. Podía gestionar los negocios de Di Bartoli desde la propiedad familiar de la Toscana durante unas semanas, y quería sacar desesperadamente a Pía de Roma.

Para ver si eso obraba algún cambio en sus rabietas.

Para ver cómo se comportaba en ausencia de la niñera inglesa, a quien Angele siempre había puesto por los cielos.

Para conocer a su hija.

–Francesco no pudo venir –repitió Rowena. Su voz sonaba algo más ronca, profunda y sonora de lo que recordaba, como cansada por la mala calidad del aire durante el vuelo. O quizá tuviera un resfriado.

–Lo siento –dijo él respecto a la ausencia de Francesco.

No lo sentía.

¿Lo sentía la doctora Madison? Parecía algo desconcertada.

–Supongo que tendré que apañármelas contigo entonces… eh… Gino –le dirigió una amplia y deslumbrante sonrisa nerviosa, que le produjo una sacudida.

Su nerviosismo lo intrigó. Ya se había dado cuenta de que ella era algo ansiosa, una persona nerviosa, pero aquello parecía diferente. No era como el pavor de un conejillo de jaula al ser liberado, sino el pánico de una liebre salvaje al ser encerrada.

¿Pero dónde estaba Pía?

Sintió un tipo diferente de sacudida. Ya había perdido a la madre de Pía, primero por el divorcio, y luego por su fallecimiento. No iba a perder a su única hija también.

En esa ocasión, no podía verla, y maldijo el vestido gris de nuevo. ¿Por qué no rosa o un color lila vivo o algo con flores rojas? ¿Qué clase de color era el gris para una niña?

–¿Pasa algo? –le preguntó Roxanna al hermano mayor de Francesco.

¡Uf! Se había salvado por los pelos. Al no haberlo visto nunca antes, lo había llamado Francesco, pero él había pensado que estaba hablando sobre Francesco, preguntando por qué no estaba allí, de modo que se había salido con la suya. Después le había llevado tres segundos recordar el nombre de Gino. Ése era el problema de empollar para un examen la noche anterior. La información más vital desaparecía de la mente en el peor momento.

–Sí –dijo él mirando por encima del hombro de Roxanna. Llevaba puesto un traje negro de negocios, una camisa banca y una conservadora corbata oscura. Mientras ella lo observaba, se llevó la mano al nudo de la corbata y se lo aflojó, lo que le dio un aire desenvuelto a lo Cary Grant. Rox no sabía si se había dado cuenta de lo que había hecho–. No veo a mi hija. Sólo tiene cuatro años…

He ahí el problema de estudiar apuntes copiados. A veces, faltaban los datos más críticos. No tenía ni idea de que Gino Di Bartoli tuviera una hija.

¿Tenía una esposa?

¿Había conocido Rowena a su hija?

«Porque si la ha conocido, entonces debería ayudar a buscarla, porque se supone que sé cuál es su apariencia. Pero no la conozco, así que ¿cómo puedo ayudar? ¿Cómo se llama?».

–¡Pía! –dijo Gino elevando su voz. Y siguió en italiano–: Pía, ¿dónde estás?

¡Uf! De nuevo.

«Pía, Pía, Pía. Recuérdalo».

La suerte realmente estaba de parte de Rox, porque tan pronto como vio a la niña en su precioso vestido gris, supo que era ella. ¡Era igualita que su padre! Tenía unos fabulosos e inteligentes ojos de color castaño oscuro, unos labios perfectamente delineados y que mostraban tanta testarudez como su mandíbula, y un lustroso pelo negro.

Rox se abrió camino entre varias personas hacia donde estaba Pía, garabateando en un póster de viajes con un bolígrafo azul que probablemente había encontrado en el suelo. Gino había salido disparado en sentido contrario, y aún no sabía que ya había encontrado a su hija, pero Rox decidió que sería mejor agarrar a Pía antes de avisar a su padre. Parecía el tipo de niña que podría desaparecer de nuevo en cualquier momento.

–Pía, tu papá te está buscando –le dijo en inglés. ¿Hablaba inglés?

–Estoy dibujando –dijo, lo que respondía a su pregunta.

Roxanna hablaba un poco de italiano, una de sus especialidades en la universidad hacía ocho años, cuando, cómo no, se había empollado el examen de italiano la noche anterior. Esperaba que Pía dominara el inglés algo mejor.

–Bueno, creo que a tu papá le encantaría ver tu dibujo –dijo–. Pero después tenemos que montar en el coche y marcharnos. Quedémonos aquí hasta que lo veamos, ¿de acuerdo?

–Por supuesto –dijo Pía. Ni «vale», ni «de acuerdo». ¿Quién diablos le habría enseñado a decir «por supuesto»?

–¿Estás imitando a la reina Victoria, cielo? –murmuró Rox.

La agarró por el vestido para tener a la niña atada sin que se diera cuenta, y miró alrededor en busca del signor Di Bartoli, a quien según las instrucciones de Row debía llamar Gino.

Un bonito nombre.

Más conciso que Francesco.

Cuando pensaba que era Francesco, no tardó en concluir que no era de extrañar que un hombre como ése hubiera desencadenado uno de los episodios de ansiedad más graves de Rowie. Incluso a Rox, aún no teniendo ataques de ansiedad, le parecía algo imponente. El tipo de hombre que no aguantaba ni a idiotas ni a vagos y holgazanes ni a cobardes. El tipo de hombre que exigía mucho de la gente que lo rodeaba, y conseguía lo que quería. El tipo de hombre que la echaría a patadas de su propiedad palaciega de la Toscana en el momento en el que descubriera que no era su hermana gemela, la experta en jardines.

Lo vio entre la muchedumbre que se agolpaba en «Llegadas». Había parejas que se besaban, hombres de negocios que se saludaban dándose la mano, pero Gino aún estaba buscando en el lugar equivocado. Ella le hizo una señal con la mano y trató de llamar su atención.

Nada.

Entonces puso su voz en funcionamiento y casi cantó:

–¡Signor Di Bartoli! ¡Giii-nooo!

¡Oh, aquellos maravillosos nombres italianos operísticos! Sería divertido repasar sus aptitudes lingüísticas durante su estancia en Italia.

«Está aquí. La encontré. Estamos aquí».

Una expresión de alivio recorrió su cara como una marea. Aquello intrigó a Rox. Por supuesto que era natural que se preocupara por su pequeña, pero ¿había pensado tan pronto que estaba realmente perdida?

Al parecer, sí. Cuando las alcanzó, se agachó y le dio a la niña un enorme abrazo, como si no la hubiera visto en semanas. Pero no le prestó a su dibujo la adecuada atención, haciendo que Pía se sintiera más perdida de lo que se había sentido cuando su papá la estaba buscando frenéticamente.

Roxanna lo sabía porque sabía perfectamente lo que se sentía cuando alguien que te importaba hacía caso omiso a tu creatividad. La razón número dieciséis de Harlan: «Siempre esperas que haga una montaña de un grano de arena con tu canto».

O-ooh. ¿Qué pasaba ahora?

Pía quería llevarse su dibujo. Ya había despegado una esquina del póster. En verdad, no se vería bien que un ejecutivo señor de treinta y cinco años y principal accionista de la famosa Di Bartoli Cosmetics Corporation arrancara todo el póster.

–No, Pía –dijo su padre, mirando hacia abajo desde la impresionante altura que alcanzaba tras incorporarse después de darle aquel abrazo. Su cara se tensó. ¿De ira?

No.

De pavor. De temor a los gritos que esperaba que empezaran en cualquier momento.

Rox también lo estaba viendo venir.

–Porque, Pía –dijo acercándose rápidamente y agachándose–, si nos lo llevamos, la gente ya no podrá verlo. Toda esta gente. ¿Por qué no lo dejamos aquí para que el aeropuerto parezca más bonito?

Miró por encima del espeso pelo negro satinado de Pía en busca de la aprobación de Gino. Parecía asustado. Sus labios, ni muy finos ni muy rellenos, estaba apretados. Por un momento parecía que, en su lugar, iban a tener que aguantar una rabieta de él. Entonces, asintió ligeramente.

–Es una excelente idea, ¿no, Pía? –dijo.

La pequeña asintió, sonrió y tomó la mano que su padre le ofrecía. Aliviado, estaba listo para abandonar el aeropuerto lo más rápido posible, antes de que ocurriera algo peor.

¡Otro «uf»!

«La suerte está decididamente de mi parte hoy», pensó Rox. «Rowie estaría orgullosa de mí, pero esto no puede durar».

Y no duró.

Al caminar hacia la salida, Gino dijo:

–Cediste –era una acusación más que un cumplido.

–¿Que cedí?

–Pero al menos evitamos la rabieta.

Bueno, quizá sí fuera una especie de cumplido, pero no podía dejar pasar el «cediste».

A propósito, la razón número nueve de Harlan: «Saltas por cualquier cosa insignificante».

–¡Yo no cedí! –dijo–. Hice una sugerencia que le resultó atractiva y disipó su sentimiento de frustración.

–Hace ya tiempo que tenemos problemas con las rabietas de Pía –dijo Gino en un tono que podía haber helado un estanque–. Nosotros tenemos una cara política que implica no ceder nunca. Aprecio lo que has hecho esta vez, lograste evitar la rabieta en un lugar público, pero por favor, en el futuro, una vez lleguemos a la propiedad familiar, te pediría que te centres en tu propia área de especialización.

«Mi propia área de especialización… ¿Prefiere los huevos revueltos o fritos? ¿Y un acompañamiento de ópera o cabaret?».

–Claro –dijo Roxanna, resistiendo la tentación de empezar a repasar mentalmente la lista de las variedades de rosas antiguas que había intentado memorizar en el avión.

Se dio cuenta de que Gino no había especificado quiénes eran «nosotros». Él y la señora de Gino Di Bartoli, suponía. Pero no daban ningún premio por adivinar quién era el arquitecto principal de la política hacia las rabietas. Una pista: alguien que no parecía entender a niños creativos y listos.

Alguien que conducía un Ferrari, según descubrió unos minutos después.

Un Ferrari rojo.

Y que lo conducía a gran velocidad.

¡Oh, era maravilloso! Rox no se sintió asustada en ningún momento. Gino conducía adaptándose a las condiciones del momento, y había visto lo cuidadosamente que sujetaba a su hija en la sillita para niños del asiento trasero antes de arrancar. En las curvas o en calles con tráfico, no intentaba ir cambiando de carril ni aceleraba mucho. Incluso las aisladas expresiones de agresividad y los tacos entre dientes estaban bastante limitados para lo que había oído de los conductores italianos.

Sin embargo, cuando llegaron a la carretera que se dirigía hacia el norte…

Era maravilloso.

Lo miró de reojo, esperando ver una amplia sonrisa de satisfacción, de placer por la potencia y la velocidad, de puro regocijo, pero no. Su cara aún parecía tensa.

–A los niños se les pasan las rabietas con la edad –soltó sintiéndose tontamente responsable por aquella mirada tensa y tontamente deseosa por hacerla desaparecer.

¡Mira por dónde! Razón número ocho: «Nunca piensas antes de hablar».

Él abrió la boca lo justo para hablar.

–No se les pasa si han aprendido que las rabietas son el secreto para salirse con la suya.

–¿Se ha salido alguna vez con la suya?

–No. Como he dicho, hemos sido muy estrictos. Tengo que decir que la señorita Cassidy, que es quien ha pasado más tiempo con Pía, ha sido muy estricta.

La señorita Cassidy.

Debía de ser la niñera.

Eso explicaba el perfecto inglés de Pía, con sus espantosos matices ocasionales de arcaica realeza británica.

La única lindeza por parte de Gino hasta el momento había sido la forma en que había pronunciado el nombre de la niñera con su acento italiano.

Y Rox, de nuevo sin pensar antes de hablar, dijo:

–Creo que a veces un niño necesita salirse con la suya. Necesita saber que la gente entiende lo que es importante para él. Y necesita aprender… eh… cómo diferenciar entre las cosas que quiere de verdad y que debería tener, y las cosas que son un capricho pasajero o que entran en conflicto con las necesidades de los demás. ¿Acaso no es un «no» general tan malo como un «sí» general? ¿La escucha alguien alguna vez?

Gino sintió como si una cinta de metal le apretara la cabeza.

¿Se había decidido a acostarse con Francesco? ¿Pensaba que iban a casarse? ¿Era eso por lo que de repente se despojaba de su imagen de conejillo y empezaba a ofrecer su opinión sobre temas que no eran asunto suyo? ¿Pensaba que ahora ellos eran asunto suyo porque iba a convertirse en parte de la familia Di Bartoli?

–No tengo ningún interés en discutir esto contigo, doctora Madison.

Hubo un corto silencio.

–No. Por supuesto. Lo siento –sonaba más que arrepentida. Parecía escarmentada, como si estuviera realmente furiosa consigo misma–. Ya me han dicho que tiendo a hacerlo.

–¿Interferir en temas que no son asunto tuyo?

–Hablar antes de pensar. La enfermedad de la metedura de pata.

–¿Cómo? ¿Una enfermedad?

¿Estaba enferma? La estaba llevando a casa con su maravillosa hija y estaba…

–No, no. ¡Oh, por Dios! Los problemas del lenguaje. Es jerga americana. Se supone que es gracioso. Cuando eres poco diplomático, cuando dices cosas que no debías decir, se dice que has metido la pata. La enfermedad de la metedura de pata. ¿Lo entiendes?

–Entiendo –no pudo evitar sonreír abiertamente. No tanto por la graciosa expresión, sino más bien por su reacción de angustia por el malentendido.

–¡Siento mucho que casi te haya provocado un ataque al corazón! –estaba haciendo muecas, agitando sus manos, apretándolas, rogando comprensión, actuando de forma sinceramente afligida–. Siempre lo hago. Decir cosas. Y… ¡Oh Dios mío! Mi blusa ni siquiera está bien abrochada. Nunca vas a cre… –se paró y abrochó el botón que había llamado su atención cuando ella había aparecido en la terminal del aeropuerto.

–¿Nunca voy a qué? –preguntó.

Estaba intrigado.

Estaba empezando a tener una ligera noción de qué era lo que veía en ella Francesco.

Hubo un momento de silencio.

–Nunca me vas a perdonar –dijo ella.

–No seas ridícula. Fue un pequeño malentendido.

–No, eh, quería decir por mis comentarios sobre las r-a-b-i-e-t-a-s –deletreó la palabra clave.

–Te perdonaré si no lo mencionas otra vez.

–Bien. De acuerdo. No lo haré –dejó de agitar y apretar las manos, y se hundió un poco más en su asiento y se volvió a mirar por la ventana.

Al mirar por el espejo retrovisor, Gino vio que Pía se había dormido. Eran las tres y media de la tarde. Llegarían a casa en una hora y media. Si dormía hasta entonces, sería difícil que se durmiera por la noche, y estaba prácticamente solo para afrontarlo. La señorita Cassidy estaba tomándose unas vacaciones de cuatro semanas en Inglaterra a petición de Gino. Estaba seguro de que era lo correcto, pero resultaba intimidante.

Incluso la completamente capaz e inmaculada parisina Angele se había sentido intimidada al cuidar de Pía. Gino y Angele se separaron cuando Pía tenía seis meses y, por supuesto, se había ido con su madre, y con la señorita Cassidy, a la que habían contratado incluso antes de que naciera el bebé. La señorita Cassidy había sido parte del acuerdo de divorcio, si se quería mirar así, como un elemento viviente más del espacioso apartamento que Angele había alquilado en Roma.