Me dije hazlo y lo hice - Sandra Blázquez - E-Book

Me dije hazlo y lo hice E-Book

Sandra Blázquez

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¿Qué sentido tiene la vida si nosotros no le damos uno? Esa fue la reflexión de Sandra tras conocer en un orfanato a Ryan, un niño de tres años que casi no sabía andar porque no lo sacaban de la cuna.  Ante la impotencia que le producía la tristeza de Ryan, supo que mirar hacia otro lado habría sido engañarse como se engañan los que se dicen "no puedo" y se propuso ir más allá de todos sus miedos, de todas sus creencias limitantes, de todos sus apegos con un único objetivo: cumplir su sueño. A través de estas páginas, Sandra nos habla del amor más allá de uno mismo, de la superación, de la amistad, de dudar para después confiar más fuerte, pero, sobre todo, habla de la vida, de lo urgente que es tener claro un objetivo, de lo invencibles que somos cuando nos lo proponemos y de cómo detrás de todos nuestros miedos se esconden nuestros sueños, que están para cumplirlos.  Porque la vida un día se acaba y qué mejor que nos pille dónde y cómo queremos

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Sandra Blázquez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18512-79-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A mis padres, por hacerme fuerte.

A Román y Lidia, por ser un ejemplo.

A María: todo lo que te diga es poco.

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«No veo al mundo tal como es, lo veo tal como soy».

Anaïs Nin

Prólogo

«Para tener una buena respuesta, hazte una buena pregunta»: con esa contundente verdad eterna comienza este libro. Lo cierto es que todos buscamos respuestas, pero los sabios buscan las preguntas correctas porque las buenas preguntas nos obligan a reflexionar y es entonces cuando se abren nuevas puertas a la comprensión, a encontrar las respuestas que buscamos y progresar con más conocimiento. Sin embargo, hoy en día son muchas las personas que parecen tener todas las respuestas, aunque la realidad es que, más que respuestas, defienden con vehemencia su respuesta, su idea o sus particulares creencias; esa que tal vez tomaron prestada de alguien porque de inicio son pocas las personas que se toman el tiempo para reflexionar y hacerse las preguntas correctas.

Este relato es un viaje, la metamorfosis desde la vida que se suponía que tenía que tener a la vida que queremos tener y vivir. Es el cambio de pasar de estar centrados y pensar en lo que podemos recibir a pensar en lo que podemos aportar.

Lo cierto es que nadie cambia su vida por casualidad, sino por decisión. No todo el mundo está dispuesto a hacerlo ni todo el mundo se atreve, pero el coraje para tomar ese tipo de decisiones que cambian nuestra historia y nuestra vida aparece cuando las razones para ese cambio son más poderosas que los miedos.

En una sociedad en la que el mantra es «más»: siempre hace falta algo más, algo más que perseguir, lograr, comprar, alguien a quien impresionar, siempre viviendo a la espera de llegar a otro lugar supuestamente mejor que el presente… y así, a veces, llenamos nuestra vida de vacíos, ensimismados, con la sensación de que siempre falta algo. Ese algo que buscamos es la plenitud, sin embargo, es algo que no se puede comprar, sino algo que brota de nuestro interior cuando marcamos la diferencia en la vida de los demás, algo que nace de la contribución.

Este libro es la transición entre esas dos realidades: es la historia de una aventura, aunque la vida es una aventura; si no tal vez no sea una vida, más bien sea pasar por ella. Y como toda historia, está llena de retos, de dificultades, de momentos en los que quieres abandonar, de situaciones duras, de esas que la mayoría no quieren ver y de momentos de superación. También es el viaje de la búsqueda, de encontrar una poderosa razón, un sueño que te empuje a descubrirte, a sacar lo mejor de ti.

Lo que tienes en la mano no es un libro, es una historia, una decisión, un cambio, una búsqueda, es un propósito hecho realidad. Espero que te identifiques con ella, con la ilusión de que encuentres tu porqué, tu poderosa razón, tu sueño, ese algo que alimente tu espíritu y te empuje a perseguir una vida con más propósito y sentido, en definitiva, una vida más plena.

Buen viaje.

Javier Iriondo

Carta de María

Hay algo que sé a ciencia cierta: cada una de las letras que Sandra ha escrito en este libro están escritas desde el corazón, porque, si algo he aprendido de ella, es que las cosas siempre se hacen así, con amor.

En la vida, vamos encontrándonos con infinidad de personas: algunas se quedan, otras se van y hay quienes parece que han llegado para sacar lo mejor de nosotros mismos. Porque cada uno de nosotros tenemos algo grande dentro pero, a veces, parece que nos falta ese pequeño empujón que nos haga despertar y eso es justo lo que pasó en mi vida cuando conocí a Sandra hace más de quince años. Conozco a pocas personas con tanta fuerza interior, con tantas ganas de superarse y tanta energía para hacerlo y transmitírselo a los demás. Como lector, vas a poder sentirlo en primera persona: conocerás un poco más a esa Sandra, la de verdad, la que va más allá de una primera impresión que podemos tener.

Este libro es mucho más que una historia sobre viajar, aprender, sobre pobreza o riqueza y la manera de ver el mundo: es un canto a la vida y un reflejo de la verdadera esencia del ser humano. Una inspiración para comprobar que la palabra sueños tiene muchos más significados que el que le solemos dar.

Agradezco cada una de estas páginas, que son un regalo para mí, porque no creo que nadie nunca pudiese contar esta historia de una manera mejor. La vida es una aventura: está en nuestra mano cómo queramos vivirla.

María Fábregas

1Para tener una buena respuesta, hazte una buena pregunta

Eran las cuatro de la tarde. Estaba en el sofá, comiéndome un helado, cuando me llegó un mensaje de Vicky: «Sandra, por favor, Sandra, han matado a mi hermano». Me quedé blanca. Miraba la pantalla del móvil mientras buscaba las palabras para responder: «¿Cómo que han matado a tu hermano? ¿A Philip?». «Sí, a Philip. Me fui al colegio a trabajar y le dejé en casa durmiendo porque estaba malo. Le prometí que cuando volviera le acompañaría al médico, pero no me ha dado tiempo… Me lo han matado Sandra, han matado a mi hermano»; entonces, me envió la foto de su hermano Philip muerto, tirado en el suelo con un agujero de bala atravesándole la cabeza.

No sabía muy bien qué tenía que hacer. Levantaba la mirada del móvil y me veía en mi casa, viendo la tele, mientras el sol del verano iluminaba el salón. Una casa con todo lo que necesito y algo más; todo limpio, con fotos de mis viajes en la pared y cuadros de mensajes positivos. Volvía a mirar el móvil y veía el terror. Veía la angustia, la desesperanza, el miedo, el dolor.

La tribu turkana y la tribu samburu, dos de las cuarenta y tres que hay en Kenia, llevaban tres semanas peleando; Vicky y su familia pertenecen a la tribu turkana. Quemaron casas, mataron gente y destrozaron todo por donde pisaron. Estaban buscando a los ladrones, decían. Resulta que miembros de la tribu samburu y miembros de la tribu turkana habían tenido una disputa por unas vacas y decidieron pelear sin importar quién pudiera morir en el camino. «Sandra, estoy escondida en el monte con mis hijos —me escribió Mary dos días antes—. Casi me matan. No podía correr por mi enfermedad —tenía malaria—: veía como todos corrían y yo tirada en el suelo mientras le decía a Damian —su hijo de cinco años—: “Corre, Damian, corre, que te matan”»; dejaron su casa llena de agujeros de bala.

Mary y Vicky son dos profesoras a las que hemos contratado en la escuela de Chumvi, en Kenia.

* * *

Me he encontrado con todo tipo de opiniones respecto a mi dedicación a la cooperación. Muchas personas, por el simple hecho de haberme visto en la tele, se creen que me conocen y no solo eso, ¡se creen que soy rica! Hace unas semanas, una mujer me dijo: «Si yo tuviera la vida que tienes tú, quizás también ayudaría más a la gente»; me acababa de conocer y lo que ella no sabía es que llevaba diez meses sin trabajar en televisión, dando clases de interpretación en colegios, trabajando de monitora con niños y niñas en campamentos y por las noches en el bar de mis padres. El resto del tiempo que me quedaba lo empleaba en la asociación, levantándome a las seis y media de la mañana cada día y haciendo una parte del trabajo muy bonita, pero también otra parte muy fea y aburrida. A esa mujer no supe ni contestarle.

Cuando decidí crear la asociación junto con María, la persona con la que comparto aventuras desde el instituto, nada tuvo que ver con que me sobrara el dinero ni el tiempo ni con que tuviera superpoderes: cuando decidimos crearla, fue después de conocer a Ryan y Feg, dos niños que vivían en un orfanato al sur de Marruecos a los que nadie daba las buenas noches al acostarse. Ryan tenía tres años y casi no sabía andar porque casi nunca le sacaban de la cuna: cuando entré por primera vez en aquella habitación con olor a leche podrida, llena de bebés a los que ni siquiera cogían para darles el biberón, y vi a Ryan sentado en su cuna solo y triste, sentí la rabia más grande que hasta entonces conocía. Me acerqué a él e intenté hacerle reír, pero fue imposible. Le cogí en brazos, con su permiso, y le senté en mis rodillas. Estuve con él toda la tarde, le abracé, le besé y pedí perdón a la vida por no saber qué tenía que hacer ante la tristeza de Ryan. Me fui de allí sin conseguir ver su sonrisa.

A la mañana siguiente, al abrir los ojos, lo primero en lo que pensé fue en él: si Ryan estaba así, yo ya no era feliz. Hablé con María, que estaba en la cama de al lado, y le dije que, si le parecía bien, esa misma tarde iríamos otra vez al orfanato. María tenía un sentimiento muy parecido al mío con aquellos niños y me dijo que estaba totalmente de acuerdo. Al llegar al orfanato, Ryan seguía con la misma expresión.

Los siguientes días que estuvimos en Marruecos fuimos al orfanato a jugar con los niños y niñas, a cambiar pañales y a dar biberones a esos bebés frágiles, diminutos y ansiosos por vivir. Finalmente, conseguí que Ryan sonriera y los últimos días los que andaban o gateaban venían hasta la puerta y se quedaban llorando porque nos íbamos; nos llamaban «mamá».

Habíamos creado lazos y no los podíamos romper. Así que, al llegar a Madrid, María y yo nos miramos y supimos que eso no había sido solo un viaje, sino que empezaba un nuevo camino. Empezaba nuestra nueva historia.

30 de enero del 2014

Hoy he entrado en un orfanato por primera vez. Al entrar en la sala, llena de cunas, e ir paseando entre aquellos bebés solo me preguntaba: ¿dónde están las mamás?, ¿cuánto les tiene que doler la vida para abandonar a estos seres que tanto las necesitan?

Hay una niña de veinte días…, hay bebés de tres, cuatro y cinco meses. Las dos mujeres que trabajan allí no los cogen en brazos para darles el biberón, los dejan en la cuna, y los bebés, que lloran de impotencia, buscan la tetina hambrientos. ¿Por qué no los cogen?, ¿serán costumbres?

He pedido permiso y he cogido a un bebé de tres meses que se llama Feg: le he dado el biberón y le he abrazado con todo mi amor. Juro que he sentido que aquel niño me lo estaba agradeciendo. Es precioso, con la cara muy redondita y los ojos superabiertos. Cuando te alejas de él, hace ruidos para que vayas a verle.

He llegado a la cuna de un niño que se llama Ryan. Me ha impresionado su expresión: ¿cómo es posible que en un cuerpo tan pequeñito quepa tanta tristeza? Ryan tiene tres años y camina muy mal porque casi no le sacan de la cuna. Le he cogido en brazos y le he cantado una canción, una que me encanta de un elefante, pero a él no le ha debido de gustar mucho porque no ha cambiado el gesto desde que le he visto. Me miraba mucho, eso sí, pero he sido incapaz de hacerle sonreír…

Me gustaría volver a verle, pero no sé si será posible. Creo que mañana lo intentaré.

Empezamos a pensar de qué forma podíamos hacer algo más, porque la sensación que teníamos constantemente desde la última vez que salimos por la puerta de aquel orfanato era la de que les habíamos abandonado. Esto, además, despertó en mí una alarma: ¿todo el que quisiera podía entrar en el orfanato? Sí, todo el mundo podía y esto era muy perjudicial para esos niños y niñas. Me ponía en el lugar de cualquiera de ellos y me imaginaba lo que podrían pensar: «¿Qué estaré haciendo mal, que me abandona mi mamá y cuando viene gente a verme y me hacen sentir bien después no vuelven y también me abandonan?». Me parecía una especie de museo… Aquello necesitaba tener algún tipo de control. Esos niños eran muy vulnerables, había que protegerlos.

Nos sentamos María y yo en el salón de casa y nos pusimos a pensar, ¿qué podíamos hacer? Si tomábamos la determinación de ayudar a esos niños y niñas, no habría vuelta atrás: una vez que emprendiéramos ese camino, sabíamos que nuestra vida podía cambiar. Aquello no era un juego. Si nos hacíamos una promesa de aquella dimensión, no podíamos fallarnos. Empezar aquel nuevo camino supondría mucho esfuerzo, mucho sacrificio y sobre todo mucha perseverancia.

Aquel día yo me hice dos preguntas. La primera fue: «¿qué pasa si lo hago?». ¿Qué pasaría si dejaba de pensar en tener que estar siempre guapa y gustar a todo el mundo para trabajar en televisión y empezaba a emplear gran parte de mi energía en ayudar a otros? ¿Qué pasaría si eliminaba mi tiempo de ocio y lo dedicaba a hacer crecer aquel proyecto? ¿Qué pasaría si iba detrás de lo que más me apetecía hacer en aquel momento? En mi cabeza, desde bien pequeñita, había tenido mi vida diseñada: sería una actriz de éxito, famosa y siempre perfecta; pero, de repente, sentía la necesidad de romper aquellos planes… Si me salía trabajo en una serie de televisión, lo haría encantada, pero mi foco ya no sería únicamente aquello. Empezaba a escucharme, mucho más adentro, y sentía el impulso de hacer brotar de mí algo más y con mucha fuerza. Quería crear una nueva Sandra (quizás ya estaba creada y no había querido escucharla), quería romper mis esquemas mentales y guiarme por el corazón.

Tomar esta decisión no iba a ser tarea fácil. Cuando decides centrarte en ti, en hacer lo que de verdad quieres sin buscar la aprobación de los demás, muchas veces te sientes un bicho raro. El día que me senté con mis padres y les conté mi nuevo plan, no me entendieron. Llevaba trabajando en televisión desde que tenía once años y tenían miedo de que tirara por la borda todo lo que había sembrado simplemente «por querer ayudar a unos cuantos niños». Para mí, no era tirar nada por la borda: era crecer, ir a por más; era no quedarme con las ganas de hacer algo que tanto deseaba.

Rompía con mi forma de vida: había gente que dejaba de interesarme de forma automática, gente que ya no me llenaba. Estaba buscando dentro de mí y empezaba a fijarme en aquella que pudiera aportarme y me daba cuenta de la cantidad de tiempo que había gastado con personas que simplemente me restaban. Y es que, cuando quieres algo que llaman «de soñadores», tienes que juntarte con gente que sueñe contigo. La realidad es que la mayoría no se atreve a soñar, así que, al principio del camino, cuando parece que las cosas en tu cabeza no están asentadas, tienes que cuidarte mucho de con quién compartes tus ideas.

Y la segunda pregunta que me hice fue: «¿qué pasa si no lo hago?». Podría haberme dicho que aquello era una tontería, que era un impulso del momento, que me estaba dejando llevar por una emoción y que estaba equivocada; podría haber creído al miedo, a la duda o incluso a la comodidad. Por lo general, tenemos miedo a los cambios porque cuando te propones cambiar lo primero que viene a la cabeza son los «¿y si…?»: «¿Y si me equivoco?», «¿Y si pierdo el tiempo?», «¿Y si lo hago mal?», «¿Y si me quedo sola?»; así que te recomiendo que los ignores y cuando quieras un cambio te hagas estas dos preguntas: «¿Qué pasa si lo hago? ¿Qué pasa si no lo hago?». Si no lo hacía, el precio que iba a tener que pagar iba a ser muy alto: me habría traicionado a mí misma, que es lo peor que uno se puede hacer. Habría ido en contra de mi sueño y entonces mis dudas, mis planes preestablecidos y mis miedos habrían salido ganando.

María debió de hacerse las mismas preguntas y aquella tarde tomamos la mejor decisión de nuestra vida: ayudaríamos a todos los niños y niñas que estuvieran a nuestro alcance a pesar de todo.

2La vida no es una línea ascendente, pero siempre va hacia adelante

Estuvimos todo el mes diseñando un proyecto para mejorar las vidas de aquellos preciosos bebés. Volvimos a Marruecos a hablar con el presidente del orfanato. Le propusimos nuestra idea, contándole que arreglaríamos las instalaciones, que haríamos un aula, que habría un profesor que iría cada día a dar clase a los niños más mayores y que vendría un experto a atender a Hamza, un niño con una enorme discapacidad física y psicológica que le impedía moverse y expresarse; le explicamos que esos niños podrían crecer más sanos y fuertes en todos los aspectos si recibían educación y amor. El presidente nos respondió que estaba encantado con la iniciativa y nos agradecía mucho que fuésemos a mejorar aquel orfanato.

No teníamos ni idea de por dónde se empezaba: sabíamos qué queríamos conseguir, que es lo más importante, y después nos quedaba el cómo. Escribimos en un papel una lista de necesidades y a partir de ahí empezamos a diseñar. Sabíamos que la mejor forma de llegar a la gente sería creando una ONG; era la manera de ser legales. Si lo hacían «María y Sandra», seguramente a una persona que no nos conoce le podríamos provocar desconfianza; pero, si creábamos una asociación donde todo estuviera reglado, podría ser más fácil demostrar cómo estábamos empleando cualquier ayuda que nos llegara.

Gracias a los avances de internet, nuestro amigo Google nos ayudó bastante. Buscábamos respuestas a todo tipo de dudas que se nos ocurrieran, que eran muchas, y nos pusimos las gafas de aprender (así lo llamo yo), porque desde aquel momento todo lo que hacíamos era aprender algo que nos llevara a poder desarrollar nuestro objetivo. Cuando decidimos empezar este camino, no teníamos ni idea de lo que realmente era una ONG, así que, de alguna manera, nos obsesionamos con absorber todo lo posible y saber dónde nos estábamos metiendo.

Después de horas en Hacienda, en el Registro Nacional de Asociaciones, en despachos de abogados, en asesorías…; el 23 de marzo del 2014 nos llegó la carta con la respuesta del Ministerio del Interior: Idea Libre ya estaba reconocida como asociación.

Quisimos ponerle el nombre de Idea Libre porque todo lo que hiciéramos con la ONG sería a través de la educación. Creemos que lo más importante para cualquier persona es la capacidad de pensar por sí misma, de elegir, y sin educación todo eso es difícil. Sin educación, a cualquier persona la pueden manipular, se puede sentir inferior y sus oportunidades en la vida disminuyen. Si tienes tus propias ideas, serás más libre.

Después de la carta del Ministerio, cuando íbamos a empezar a buscar financiación para el proyecto, nos llegó un mensaje del contacto que teníamos en Marruecos y nos dijo que el presidente del orfanato le había dicho que, por favor, nos olvidáramos del proyecto. María y yo nos quedamos en shock: no nos podíamos creer que aquel hombre no quisiera algo mejor para aquellos niños.

Empezamos a investigar para entender por qué ese señor nos quería lejos y supimos que le venía bien tener a los niños en aquel estado para poder recibir donaciones. La gente entra en aquel orfanato, ve a los niños sucios y tristes y le da ayudas pensando que con su dinero aquel impresentable mejorará la situación.

Llevábamos tres meses trabajando día y noche, pensando en aquellos niños y cambiando el rumbo de nuestra vida para poder ayudarles, y un señor hizo aquel sueño añicos en un momento, porque lo que tenía con aquellos frágiles bebés era un negocio.

Fue una manera desastrosa de empezar lo que habíamos decidido que sería nuestra nueva vida. Después de aquello, teníamos muchas papeletas para dejar de creer en que si quieres ayudar a alguien lo puedes conseguir. Después de haberme imaginado tantas noches antes de dormir a Ryan feliz en su clase, saliendo de paseo a conocer un parque, haciéndose un adulto orgulloso de haber recibido el amor que se merece, las imágenes se me volvían borrosas y sabía que nunca más volvería a verle. Sentía rabia e impotencia: era como un gran tortazo en la cara; pero María y yo habíamos tomado una decisión y ni esta historia ni ninguna nos iba a quitar las ganas. Sabíamos que podíamos hacer mucho y estábamos dispuestas a darlo todo.

Cuando te equivocas tienes dos opciones: o lamentarte o aprender de ello. Recordé una frase que me envió mi hermano Fernando un día antes del viaje en el que conocí aquel orfanato: «Las dificultades preparan a personas comunes para destinos extraordinarios», de Clive Staples Lewis. Me la creí y la integré en mi vida: los problemas me los empecé a tomar como retos, como pruebas para superar y llegar donde me había propuesto. Si esto me lo hubiese tomado como «una señal de que no tengo que seguir yendo por aquí», no habría podido conseguir todo lo que después hice.

Habíamos avanzado mucho en muy poco tiempo y te aseguro que yo ya no era la misma: había aprendido muchas cosas nuevas y había despertado en mí muchas inquietudes que nunca había imaginado que fuese a tener.

Una vez que tomas una determinación y vas a por ella, por mucho que te caigas, ya no vuelves a ser la misma persona. Y te caerás, hay que contar con ello: es parte del camino. Porque la vida no es una línea ascendente, la vida tiene subidas y bajadas; pero si vas hacia adelante, aunque te caigas, nunca volverás al punto de partida: te levantarás donde te has caído, aprenderás de ello y seguirás caminando.

Cuando te propones conseguir algo, hay varios factores que se ponen en juego: los externos y los internos.

Al principio tienes mucha energía y no te planteas ni por un segundo tirar la toalla, pero cuando ese chute de energía se tiene que convertir en esfuerzo, la mente muchas veces empieza a decirte que no puedes: «No puedo», «Esto no es para mí», «Otros lo han conseguido, pero yo no voy a poder con esto». Ahí empezamos a tener dos personitas hablando en nuestra cabeza: la buena y la mala; una que te dice que sí puedes, que lo vas a conseguir, que te tienes que esforzar un poquito más, y otra que, cada vez que te despistas, está para recordarte que no puedes. ¿Quién ganará? A la que tú decidas hacerle caso.

Si haces caso a la que te dice que no puedes, no podrás; pero si decides alimentar a la que te dice que sí, entonces ganarás. Poner el foco de atención en la positiva no significa que la vocecita mala no vaya a estar ahí insistiendo: claro que estará, pero tendrá la importancia que tú le des; ahí se desarrolla la perseverancia: seguir adelante a pesar de lo que en muchos momentos te vayas a decir. Incluso muchas veces te sentirás mal, las emociones se dispararán y parecerá que estas yendo en contra de tu voluntad, pero si te has marcado un objetivo claro, porque así lo sientes dentro de ti, ve a por ello a pesar de cualquier tormenta.

Ahora mismo pienso en cuando salgo a correr. Cuando llevo ocho minutos, lo primero que hago es decirme: «Venga ya, vete a casa, que esto es una pérdida de tiempo. Además, hoy no has parado de hacer cosas y estás cansada; pero, a pesar de esa vocecita, sigo corriendo. Al principio te aseguro que me siento mal, hasta parece que me odio por seguir corriendo; pero sigo. Cuando llevo veinticinco minutos y me acerco a la media hora que me había propuesto correr, mis emociones cambian porque mis pensamientos cambian. Empiezo a quererme, a ganar confianza y me digo que soy la mejor, que un día más lo he vuelto a conseguir, que voy a llegar a los treinta minutos y que puedo con todo lo que me proponga.

Luego, están los factores externos. En mi caso, nunca me habría podido imaginar que aquel innombrable prefiriese tener a los niños y niñas en mal estado antes que dejar que entrara una ayuda. Podría haber sido una señal de «Sandra, deja de soñar con este proyecto y céntrate en otras cosas», pero me lo tomé como un «esto es porque otros niños nos están esperando».

Me quedaba tanto por aprender…

Quiero hablar de algunos errores que cometí cuando empecé a viajar a África. Recuerdo perfectamente la primera vez que viajé a Marruecos con mi amigo Pablo y se me acercó un niño pidiéndome dinero; yo tenía diecinueve años y mis ganas de «salvar el mundo» no tenían límites. Íbamos paseando por un bazar de la ciudad de Fez y llevaba una mochila cargada de regalos que había ido comprando para mi familia y amigos. Cuando aquel precioso niño de unos siete años me dijo que tenía hambre saqué diez dírham de mi bolsillo y se los di. Lo primero que pensé fue: «Pobrecito, qué injusto, ¿cómo no le voy a dar un euro?». Después de dárselo, Pablo, que había viajado muchísimas veces a Marruecos para trabajar de guía turístico, me dijo:

—¿Sabes lo que acabas de hacer? Al darle dinero a ese niño, su madre, en vez de llevarle al colegio, le pondrá más horas a pedir en la calle.

Y si confieso la verdad, en aquel momento no estuve de acuerdo con él, porque no dar dinero a ese niño me hacía sentirme egoísta.

Ocho años después, había viajado a Marruecos más de cinco veces y seguía pensando que si alguien se me acercaba, me pedía y tenía, debía de dárselo; pero fue en enero de 2015 cuando empezó a cambiar mi percepción. Idea Libre tenía diez meses y ya habíamos abierto una escuela en el sur de Marruecos para setenta y dos niños. Mientras buscábamos financiación para poder llevar el proyecto a cabo y seguir creciendo, nos llegó un e-mail de una mujer que decía llamarse Paqui y que nos había conocido porque mi compañera María Castro había hablado de nosotras en el programa de Telecinco Pasapalabra. Paqui nos decía en el e-mail que quería que fuésemos a Tánger, donde estaba destinada como profesora en un colegio español, porque quería enseñarnos una escuela de la que le habían hablado en un pueblo cerca de la ciudad de Asilah. Podía ser una mentira, porque a esta tal Paqui solo la conocíamos a través de correos; pero teníamos tantas ganas de conocer más que no nos planteamos ni por un segundo que pudiera salir mal. Así que, un mes después del primer e-mail, cogimos un vuelo a Tánger. Efectivamente, allí nos esperaba Paqui, una mujer de sesenta años con una energía rompedora.

Pasamos una semana visitando diferentes proyectos, esperando a que llegara el sábado para poder ir con ella al pueblo del que nos había hablado, pues trabajaba y solo podía llevarnos el fin de semana. Cada día la recogíamos en su colegio a las tres de la tarde y dábamos una vuelta mientras nos contaba cómo era su vida con unas costumbres tan distintas a las nuestras. Una tarde quiso llevarnos a conocer a unas monjas y cuando llegamos a la casa estaba cerrada. Mientras esperábamos, empezamos a fijarnos en la gente que estaba sentada en las escaleras del portal, esperando a que les abrieran. Había una mujer con un bebé de dos meses; nos acercamos al bebé y le preguntamos a la mujer:

—¿Qué necesitas?

La mujer, que vio la luz en nosotras, me puso al bebé en los brazos.

—El bebé tiene mucha hambre. —Llevaba meses viajando desde Sierra Leona y estaba agotada.

En una calle repleta de gente yendo y viniendo en la ciudad de Tánger y enfrente de mí una mujer llena de valentía, de coraje y de inimaginables pesadillas que habría vivido desde que saliera de su casa hacía meses; yo, con su bebé, fruto de sus desventuras, en mis brazos. Miraba a aquel niño, la miraba a ella y veía cómo el valor de la vida es todo lo fugaz o lo poderoso que tú quieras.

Fuimos a una farmacia y compramos leche y pañales; después, fuimos a un mercado y le compramos fruta y verdura. A la farmacia entró Paqui a comprar y María y yo nos quedamos fuera con la mujer y su bebé.

—¿Por qué estás en Tánger? ¿Qué vas a hacer aquí? —le pregunté.

—Estoy esperando a que se calme el mar para poder coger una barca e ir a Europa. Allí hay oportunidades —nos dijo.

Esa noche, María y yo no podíamos dormir. En mi cabeza todo el rato se repetía: «Allí hay oportunidades». La conversación con María fue algo así:

—María, me siento mal. No sé qué me pasa, pero tengo un enorme vacío: hemos ayudado a esa mujer y se supone que cuando ayudas te sientes mejor. Yo estoy vacía.

—Eso mismo me está pasando a mí, creo que hay algo que no hemos hecho bien…

Habíamos pasado la tarde con una mujer a la que sin querer habíamos motivado aún más a montarse en una patera. Habíamos hecho creer a esa mujer que, efectivamente, en Europa la gente la ayudaría según llegara.

29 de enero del 2015

Hoy ha sido un día muy extraño: he tenido en brazos a un bebé que no sé si en unos días va a morir en el mar. Ojalá esa mamá me haga caso y me haya creído cuando le he dicho que estaba equivocada, que cuando llegara a España no la iban a recibir bien.

He visto en las noticias muchas veces las imágenes de personas que llegan en pateras, pero creo que a partir de hoy, cuando hablen de eso, veré la cara de esa mamá y ese bebé.

Cuánto habrá sufrido esa mujer para querer jugarse la vida y cuántas veces se la habrá jugado ya. Me resulta imposible imaginar cómo se tiene que sentir. Esa mujer y yo no nos diferenciamos en nada como personas, valemos lo mismo. ¿Por qué ella lo tiene todo tan difícil?

No sé quién es el culpable de todo esto, no sé a quién tengo que señalar y creo que tampoco lo voy a hacer. Si esa mujer, en su pueblo, rodeada de su familia y amigos, hubiera tenido la oportunidad de ir a la escuela, desarrollarse y dedicarse a lo que hubiese querido, no huiría con la necesidad de llegar a algún lugar donde tener la certeza de que no va a morir ni de hambre ni por ser mujer ni por ser libre.

Voy a dormir, ya queda menos para que llegue el sábado. ¡Qué ganas tengo de conocer la escuela que dice Paqui! Dice que no tiene ventanas y que el techo tiene agujeros por donde entra el agua y, cuando llueve, los niños dan las clases mojados. Veremos si podemos hacer algo.

3La niña que fui

Fueron meses de muchos errores, de mucho aprendizaje. Estábamos jugando en un terreno completamente desconocido para nosotras. Nuestra única intención era ayudar y ni por asomo sabíamos todo lo que eso conllevaba.

Recuerdo la primera vez que fui a un gestor y le pregunté qué tenía que hacer para llevar las cuentas claras: empezó a hablarme de partida doble, de exención parcial, del impuesto sobre sociedades, del modelo 060… Para mí, era como si estuviera hablando ruso. ¿Para ayudar a un niño tenía que aprenderme todo eso? Tenía dos opciones: o pagar a este señor los cien euros al mes que me pedía por llevar las cuentas (todavía no habíamos ganado ni un euro con la asociación) o aprender contabilidad. Sin duda, elegí lo segundo.

Siempre he sido muy mala estudiante. Un día, estaba en el cumpleaños de un amigo que tenía un karaoke; yo tenía diez años. Me subí al escenario y empecé a cantar una canción de Sergio Dalma. Al papá de uno de los niños que vino al cumpleaños, que era representante de actores, le hice gracia: se acercó a mi madre y le dijo que quería representarme porque me veía con capacidades para ser actriz. Mi madre le dijo que no, que era pequeña y tenía que estudiar; pero yo lo escuché y me acerqué para insistirle porque quería intentarlo. Se intercambiaron los números de teléfono y a las pocas semanas estaba haciendo un casting.

Empecé a trabajar en televisión con once años y en la interpretación encontré mi pasión, el sentido de mi vida. Esto fue muy bueno para tener claro qué querría hacer cuando fuese mayor, pero también hizo que el colegio me aburriera más de lo que ya de por sí me aburría. Cuando me ponía delante de un libro me decía a mí misma: «¿para qué necesito saber álgebra si lo que quiero es interpretar?».

Error; con el tiempo me he arrepentido. A veces nos centramos demasiado en el futuro, pensando en lo que pasará o no pasará dentro de unos años y nos olvidamos de las oportunidades que nos brinda el presente. Cada día es una oportunidad para ser mejor, para superarse, y el futuro será lo que cada día desde ahora mismo empieces a construir. No habría estado de más aprovechar aquel momento y aprender otras cosas; pero tenía tan claro que quería seguir siendo actriz cuando fuera mayor que conseguí desmotivarme con todo lo demás. Y no solo eso: si no trabajaba no me sentía valiosa.

Empecé trabajando en un programa que se llamaba Club Megatrix: iba al plató de Antena 3 dos o tres días por semana. Muchos días venía el taxi a buscarme a las seis de la mañana y terminaba de grabar a las cinco de la tarde. Eso los días que no tocaba viajar, porque si tocaba irse a Asturias, Barcelona, Málaga o Sevilla, por ejemplo, a veces dormíamos en la ciudad donde grabábamos, pero otras íbamos y volvíamos en el mismo día; por lo que muchas veces salía de mi casa a las cinco de la mañana y volvía a las once de la noche. Y, al día siguiente, al colegio.

Me encantaba cuando volvía de clase y mi madre me daba los nuevos guiones que había traído el cartero.

—Te los tienes que aprender para el jueves —me decía, por ejemplo, un martes.

Entonces, después de hacer los deberes con la profesora particular en casa, me encerraba en mi habitación y me pasaba horas estudiando y buscando el tono que mejor le podría ir a lo próximo que tenía que presentar, que podían ser catorce o quince páginas.

En el colegio, mis compañeros no llevaron bien que yo saliera en la tele y al poco tiempo de empezar a trabajar en aquel programa me quedé sin amigos. Cuando volvía a clase después de haber faltado uno o dos días, me encontraba con alguna «sorpresa» como, por ejemplo, mi mesa pintada con alguna frase como: «cara de cerdo». Recuerdo que los que habían sido mis amigos me repetían constantemente que tenía que ir a un colegio de famosos. Ahora lo recuerdo y me río, pero en aquel momento me causaba un profundo dolor, porque yo era como ellos, no era diferente por salir en la tele y no entendía que ellos me miraran de forma distinta.

Después de dos años aguantando todo tipo de insultos y desprecios, en primero de la ESO mis padres optaron por cambiarme de colegio. El problema fue que seguía saliendo en la tele y mis nuevos compañeros lo llevaban igual de mal. Bueno, creo que empeoró, porque entré en un colegio de monjas y las buenas hermanas lo llevaban casi peor que los niños.

Esto me hizo crecer con un cortocircuito en mi cabeza, pues hacía algo que me apasionaba sin hacer daño a nadie y, sin embargo, no me aceptaban. Lo peor de todo es que no solo salía en los televisores de mis amigos, salía también en los de los demás niños; por eso, cuando iba sola por la calle o a algún parque, también me sentía acosada. Solo me sentía a gusto cuando estaba grabando, rodeada de gente que me entendía y me respetaba, o cuando jugaba con mi sobrina —que solo tiene tres años menos que yo—, con mi hermano David o con la que a día de hoy sigue siendo mi mejor amiga, Susana.

El gran cortocircuito vino cuando, años después, a los veintiuno, empecé en la serie de televisión Física o Química. Me había ido de casa hacía un año, el mismo año que terminé bachillerato. Intenté estudiar comunicación audiovisual, pero no me cogieron, así que con lo que había ganado aquel verano en una serie que se llamaba Cambio de clase me fui de casa y me apunté a un curso de Dirección de cine; por las mañanas iba a clase y por las tardes trabajaba de teleoperadora. Los ahorros se acababan, así que cada vez iba viviendo más ajustada. Me llamó mi representante para decirme que tenía un casting para una serie que se llamaba Física o Química. Era un martes por la tarde y no había manera de que me lo cambiaran a por la mañana: si iba al casting, podría perder el trabajo de teleoperadora porque no tendría justificación de mi falta. Pero me la tenía que jugar, no podía dejar pasar esa oportunidad. Al día siguiente, cuando volví al trabajo, el jefe me preguntó por qué había faltado. No supe mentirle. Me despidió.

Esto fue en diciembre de 2008, casi no tenía dinero y encima me había quedado sin ingresos: pasé la Navidad gastando lo menos posible y pensando que tendría que volver a buscar trabajo pronto.

El 7 de enero recibí una llamada de mi representante:

—Te han cogido para empezar en la tercera temporada de Física o Química.

Llevaba once años trabajando, pero nunca en una serie con tanta repercusión mediática. Ahora la gente por la calle me quería, me pedía fotos y me decía cosas bonitas; la gente me miraba con admiración y me hacía sentir superior. Y tengo que confesar que no me gustaba…, porque yo nunca había sido menos que nadie y por supuesto en aquel momento no era más que nadie tampoco. No me gustó sentirme culpable por hacer lo que amaba con once años y no me gustaba que me trataran como algo superior con veintiuno porque era la misma persona, la misma.

Así que después de mi paso por aquella serie, mientras rodaba en Tierra de lobos