Meditaciones metafísicas - RENE DESCARTES - E-Book

Meditaciones metafísicas E-Book

Rene Descartes

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Beschreibung

Descartes concibe la redacción de Meditaciones metafísicas desde el mismo momento en que decide presentar al público su conocida obra El discurso del método, al final de la cual propone a los lectores que le comuniquen sus impresiones en torno a la teoría del conocimiento que allí expone. Así es que en 1641, cuatro años después de la publicación de El discurso del método, da a conocer su nueva obra, la que abre con una serie de respuestas a las réplicas de los lectores que considera dignos de su atención.  En general la temática expuesta en esta obra se desarrolla en torno a las cosas que pueden ponerse en duda: la naturaleza de la mente humana, la existencia de Dios, la esencia de las cosas materiales (y por ende el cuerpo), la validez de los conceptos de verdadero y falso. Al tiempo que elabora una discusión sobre cada uno de estos motivos, se sirve también de todos ellos para demostrar que la razón es la única garantía para acceder al conocimiento verdadero.

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Contenido

Prólogo

Prefacio al lector

Meditaciones metafísicas en las que se demuestra la existencia de dios y la distinción entre el alma y el cuerpo

PRIMERA MEDITACIÓN

De las cosas que pueden ponerse en duda

SEGUNDA MEDITACIÓN

De la naturaleza de la mente humana, que es más conocida que el cuerpo

TERCERA MEDITACIÓN

De Dios, que existe

CUARTA MEDITACIÓN

De lo verdadero y de lo falso

QUINTA MEDITACIÓN

De la esencia de las cosas materiales; y otra vez de Dios y su existencia

SEXTA MEDITACIÓN

De la existencia de las cosas materiales y de la distinción real entre el alma y el cuerpo

Biografía

PRÓLOGO

LasMeditaciones se publican por primera vez en París en 1641; cuatro años antes había aparecido la primera y más conocida obra de René Descartes: el Discurso del Método, que para muchos inaugura la filosofía moderna cuyo tema central será el conocimiento. René Descartes es considerado, entonces, fundador o padre de la filosofía moderna. Sus puntos de vista darían origen a una discusión que, para los estudiosos de la historia de la filosofía, culmina con Hegel y en la que a su paso tomaron parte filósofos como Leibniz, Spinoza, Hume, Locke o Kant, quien, en su obra Crítica de la razón pura, intenta conciliar las dos corrientes filosóficas más importantes de la época: el empirismo, representado por filósofos como David Hume o John Locke, y el racionalismo, cuyo principal representante fue René Descartes. Si el empirismo concede a la sensación, a la experiencia, el origen del conocimiento, el racionalismo lo fundamentará en la razón y pondrá en tela de juicio el “conocimiento” originado por los sentidos. Preguntas como ¿cuáles son los límites del conocimiento humano?,¿qué es lo verdadero?, ¿cómo conoce el hombre?, ¿qué es lo real?, dirigirán la discusión epistemológica moderna inaugurada por Descartes. La crítica cartesiana al conocimiento humano es la crítica de un filósofo, pero también la de un científico y matemático francés que precisamente veía en las matemáticas lo mismo que Kant vería después en la física de Newton, el modelo sobre el cual construir una nueva filosofía, que integra también la pregunta por el método, la metafísica, la antropología filosófica, los desarrollos científicos, especialmente las matemáticas, preocupaciones religiosas, teológicas y otras propias de la época.

La temática de las Meditaciones Metafísicas de Prima Philosophia se ocupará, principalmente, de las cosas que pueden ponerse en duda, de la naturaleza de la mente humana, de la existencia de Dios, de lo verdadero y lo falso, de la esencia de las cosas materiales y, por tanto, del cuerpo. Sin embargo, por sobre todo este conjunto de discusiones, la actividad de Descartes podría considerarse como una larga duda que intenta resolver abordando todos estos temas, fundamentalmente planteando la razón como única garantía de un conocimiento verdadero. Esta duda cartesiana es, en toda su profundidad, un método que impone como primera condición “no admitir como verdadera cosa alguna que no se sepa con evidencia que lo es”; como segunda, “dividir cada dificultad en cuantas partes sea posible y en cuantas requiera su mejor solución”; como tercera, “concluir ordenadamente los pensamientos”, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender gradualmente a los más complejos; y como cuarta, “en hacer en todo unos recuentos tan integrales que se llegue a estar seguro de no omitir nada”.

Estas cuatro reglas propenden por el conocimiento que, como veíamos anteriormente, se adecúa a las verdades exigidas por la matemática. Desde entonces las verdades que la investigación científica debe procurar, según Descartes, tendrán que ser absolutas, universales, necesarias, es decir, deberán regirse por los mismos parámetros que se rigen las ciencias matemáticas; no hay lugar entonces a especulaciones, a divagaciones, a eternas discusiones, como las “bizantinas”, que ocuparon gran parte de la Edad Media. Lo que se busca desde esta perspectiva es la evidencia, que para Descartes debe poseer las notas de claridad y distinción. La verdad es clara y distinta, y su conocimiento es proporcionado directamente por la intuición que es, en definitiva, el último criterio de verdad. Dicha intuición es a la vez objeto de una metódica revisión, cada verdad intuida debe ser descompuesta en sus elementos últimos y más sencillos, y reconstruida nuevamente con los mismos elementos; tal es la dinámica del método cartesiano que propone dudar de todo, no solo de las autoridades del mundo sensible, sino también de las propias verdades matemáticas. El filósofo, entonces, adquiere cierto carácter científico, podríamos imaginarlo como un inventor que, sometido a sucesivos trabajos de análisis y de síntesis, busca detectar realidades irrefutables. En este proceso, y para no dejar por fuera ninguna posibilidad de engaño, Descartes plantea la hipótesis del “genio maligno” (malir génie), quien podría confundir al hombre en todos sus juicios, inclusive en aquellos que, como todos los matemáticos, parecen estar fuera de toda sospecha. Pero como sabemos desde el Discurso del Método, hay algo de lo que no se puede dudar y es, precisamente, de que el sujeto duda. Cogito ergo sum: Pienso, luego existo es el fundamento de la filosofía cartesiana. La verdad, o mejor, su fundamento, radica en el sujeto. Esta afirmación nos muestra lo que ha sido llamado, también, idealismo. El idealismo moderno considera que el criterio de verdad está en el sujeto, en el caso de Descartes, en la mente, y no en la realidad exterior. Es verdadera la imagen que tenemos del mundo porque es la imagen, lo único que podemos conocer.

Las consideraciones que plantean al ser humano como una cosa pensante, que parece irreductible tras el absoluto dudar (Discurso, IV; Meditaciones, II), le han valido a Descartes una serie de críticas, especialmente por retomar la antigua dualidad entre espíritu y materia. Si considera que el hombre, además de ser una cosa que piensa, es una cosa que tiene extensión (cuerpo) es evidente que en toda su filosofía prevalece el pensamiento sobre la materia, a la cual confiere incluso caracteres negativos. Toda la crítica a la obra de Descartes, producto de ese diálogo continuo que es la filosofía, no niega la trascendencia de un pensamiento que no solo renovó la actividad filosófica, impulsándole hacia nuevas dimensiones y actualizándola, sino que hoy es punto obligado de referencia cuando se trata de analizar el debate que en este momento gira en torno a la modernidad, de la que Descartes es, sin duda, una de sus piezas claves.

Luis Armando Soto Boutin

PREFACIO AL LECTOR

Ya en el Discurso del Método para dirigir bien la razón e investigar la verdad en las ciencias, publicado en francés en 1637, traté brevemente las cuestiones de Dios y de la mente humana, aunque no las traté allí con detalle, sino solo a manera de ensayo, y a fin de saber, conociendo los juicios emitidos por los lectores, en qué forma debería tratarlas luego. Pues tales cuestiones me parecieron tan importantes, que creía que habría de tratarlas en más de una ocasión; y para su explicación sigo un camino tan poco recorrido y poco usual, que no he considerado de provecho enseñarla en francés escrito de fácil acceso a cualquiera, para que no creyesen incluso los de más débil ingenio que les resultaría transitable.

Y, habiendo suplicado yo allí que quien observase en dichos escritos algo reprobable se dignase hacérmelo saber1, solo dos objeciones, de entre todas las que se hicieron a lo que allí dije acerca de estas cuestiones, merecen ser anotadas, y aquí las responderé en forma breve, antes de comenzar una explicación más detallada de las mismas cuestiones.La primera de ellas es que, del hecho de que la mente humana, al volverse sobre sí misma, no perciba ser más que una cosa pensante, no se deriva que su naturaleza o esencia consista solamente en eso, en ser una cosa pensante, de tal forma que la palabra solamente excluya todas las otras cosas que acaso también pertenecen a la naturaleza del alma. A esta objeción he de responder que yo no deseaba excluir allí esas cosas con referencia a la verdad misma de la cosa (la cual no me preocupaba por entonces), sino solo en lo referente a mi percepción, de modo que el sentido de aquella frase era que yo no reconocía tener conocimiento de que perteneciese a mi esencia nada más que esto: yo soy una cosa pensante, esto es, una cosa facultada para pensar. Sin embargo, más adelante señalaré de qué forma, partiendo del hecho de que yo no vea alguna otra cosa que pertenezca a mi esencia, se deriva el que realmente no le pertenece ninguna otra.

La otra objeción es que, del hecho de que yo tenga la idea de una cosa más perfecta que yo, no se sigue que la idea misma sea más perfecta que yo, y mucho menos que exista aquello que representa tal idea. Pero respondo que aquí hay un equívoco en idea, pues puede entenderse o bien materialmente, como operación del entendimiento, y en tal sentido no puede decirse que sea más perfecta que yo, o bien objetivamente, como la cosa representada por esa operación, la cual cosa, aun sin suponer que exista fuera del entendimiento, puede ser más perfecta que yo en razón de su esencia. Pero de qué modo, a partir del solo hecho de que haya en mí la idea de una cosa más perfecta que yo, se sigue que esa cosa existe realmente, se expondrá ampliamente en lo que sigue.

Además, he podido ver dos escritos bastante extensos sobre el tema, pero en ellos no se impugnaban tanto mis razones como mis conclusiones, mediante argumentos tomados de los lugares comunes del ateísmo. No obstante, dado que este tipo de argumentos carecen de toda fuerza entre quienes comprendan mis razones, y dado que los juicios de muchos son tan desmañados e inestables que se dejan influir más por las primeras opiniones recibidas, sin importar cuán falsas e irracionales sean, que por una refutación veraz y firme de estas, debido a que la han recibido después, no deseo dar respuesta aquí a dichos escritos, pues me sería preciso exponerlos antes. Y solo he de decir, en general, que todo aquello que comúnmente dicen los ateos para impugnar la existencia de Dios se origina siempre en que imaginan en Dios afectos humanos, o en que atribuyen a la mente humana tal capacidad y sapiencia que pretenden estar en capacidad de discernir y entender lo que puede y debe hacer Dios. Así pues, tales cosas no han de implicar ninguna dificultad, siempre que recordemos que nuestra mente debe tenerse como algo finito y Dios, como inescrutable e infinito.

Y ahora, tras haber conocido los juicios de los hombres, me pongo a tratar de nuevo las cuestiones de Dios y la mente humana, y al mismo tiempo los principios de toda la metafísica; pero de tal manera que no espero ningún aplauso del vulgo ni gran número de lectores; es más, aconsejo que lean estas cosas solo los que puedan y quieran meditar seriamente conmigo y separar la mente de los sentidos y de todos los prejuicios, y bien sé que lectores de esta clase encontraré muy pocos. En cuanto a los que, sin preocuparse de comprender la serie y el nexo de mis razones, se dediquen a argüir contra las cláusulas aisladas, como es costumbre en muchos, no obtendrán gran fruto de la lectura de este escrito; y aunque quizá encuentren muchas ocasiones de cavilar, no objetarán fácilmente nada urgente o digno de respuesta.

Y, puesto que tampoco puedo comprometerme a satisfacer plenamente a los otros, ni confío en mí mismo de tal modo que me sea posible prever todas las cosas que para algunos impliquen dificultad, en las Meditaciones expondré en primer lugar aquellos pensamientos mediante los cuales creo haber alcanzado un conocimiento certero y evidente de la verdad, a ver si me es posible convencer a otros con las mismas razones que me han convencido a mí. A continuación, daré respuesta a las objeciones que respecto a ellas me han manifestado algunos varones de destacado ingenio y sabiduría, a quienes fueron enviadas estas Meditaciones, a fin de que las examinasen antes de llevarlas a la imprenta. Y tantas y tan variadas fueron estas objeciones, que no me parece fácil que a otros se les pueda ocurrir alguna otra, de cierta importancia, que ya ellos no hayan mencionado. Por tal motivo, suplico a los lectores que no emitan su juicio sobre mis Meditaciones hasta haberse dignado leer en su totalidad las objeciones y las respuestas dadas a estas.

MEDITACIONES METAFÍSICAS EN LAS QUE SE DEMUESTRA LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN ENTRE EL ALMA Y EL CUERPO2

PRIMERA MEDITACIÓN

De las cosas que pueden ponerse en duda

Hace ya algunos años me he dado cuenta de cuántas cosas falsas he reconocido como verdaderas desde mi niñez, y cuán inciertas son todas las que después he afianzado sobre ellas; de modo que, al menos por una vez en la vida, es necesario subvertirlas todas por completo, para comenzar nuevamente desde los primeros cimientos, si quiero alguna vez llegar a establecer algo firme y perenne en las ciencias.

Sin embargo, esta parecía una obra descomunal, y esperaba yo alcanzar una edad tan madura que no fuese seguida por ninguna otra más propicia para acometerla. Por ello me he retrasado tanto, que me sentiría culpable si gastase en deliberaciones el tiempo que me resta para obrar. Por lo tanto, con tal fin he librado a mi mente de todo cuidado, he buscado una situación de un ocio reposado y de solitario retiro, y finalmente me dedicaré, con seriedad y libertad, a la mencionada subversión general de mis ideas y opiniones.

Pero para esto no será necesario que demuestre que todas esas opiniones son falsas, cosa que quizá nunca podría conseguir, sino que será suficiente para rechazarlas todas que encuentre alguna razón para dudar de cada una de ellas, puesto que la razón me persuade que hay que abstenerse de asentir tanto a las opiniones que no son completamente ciertas e indudables como a las que son totalmente falsas. Pero no por ello deben ser examinadas una por una, porque eso sería un trabajo infinito, sino que, puesto que al socavar los cimientos cae por su propio peso cualquier cosa edificada sobre ellos, iré directamente contra los principios en que se apoyaba todo lo que antes creía.

Por cierto, todo aquello que hasta ahora he reconocido como lo más verdadero lo he recibido mediante los sentidos; mas he descubierto que estos me engañan en ocasiones, y no es prudente depositar plena confianza en quienes nos han engañado, incluso si lo han hecho solo una vez.

No obstante, si bien los sentidos en ocasiones nos engañan acerca de ciertas cosas muy pequeñas o muy distantes, es posible que haya otras muchas de las cuales no se puede dudar aunque provengan de ellos; como, por ejemplo, el que yo me encuentro aquí ahora, sentado junto al hogar, ataviado con una bata, teniendo ante mí este papel, y cosas por el estilo. Por cierto, no parece haber razón alguna para negar la existencia de estas manos y de este cuerpo mío, a no ser que me considere igual a ciertos enajenados, cuya mente trastornan vapores tan atrabiliarios, que aseguran constantemente ser monarcas, siendo indigentes, o que van vestidos de armiño y púrpura, yendo desnudos, o que tienen la cabeza de cerámica, o que son calabazas, o que sus cuerpos son de vidrio; pero estos son locos, y si yo siguiese su ejemplo no habría de parecer menos demente.

Ahora bien, soy un hombre y, como tal, suelo dormir, y representarme en sueños las mismas cosas, o incluso a veces aún menos verosímiles, que las que estos se figuran cuando están despiertos. Y muy frecuentemente el sueño me persuade de aquellas cosas cotidianas: que yo estoy aquí, que estoy vestido con una bata, que estoy sentado junto al fuego, cuando estoy desnudo en la cama.