MEJORES CUENTOS FRANCESES - Balzac - E-Book

MEJORES CUENTOS FRANCESES E-Book

Balzac

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Beschreibung

¡Bienvenido a otro volumen de la Colección Mejores! Cuentos, una selección de relatos escritos en diferentes épocas por autores de diversas nacionalidades y con temas muy variados, pero que comparten una cualidad literaria enorme y quizás la más importante: la de brindar placer al lector. En este ebook, presentamos los Mejores Cuentos Franceses, una selección de relatos memorables escritos por grandes autores de cuentos franceses, tanto antiguos como modernos.

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Stendhal - Honoré de Balzac - Próspero Mérimée - Alfred de Musset - Alphonse Daudet - Alexandre Dumas - Guy de Maupassant - Charles Perrault - Guillaume Apollinaire - Théophile Gautier

LOS MEJORES

CUENTOS FRANCESES

Primera edición

Isbn: 9786558844263

Sumario

Prefacio

EL ARCA Y EL APARECIDO

Stendhal

LA OBRA MAESTRA DESCONOCITA

Honoré de Balzac

MATEO FALCONE

Próspero Mérimée

MIMÍ PINSÓN

Alfred de Musset

EL ELIXIR DEL PADRE GAUCHER

Alphonse Daudet

LA DAMA NEGRA

Alexandre Dumas, padre

EL HORLA

Guy de Maupassant

PULGARCITO

Charles Perrault

EL MARINERO DE AMSTERDAM

Guillaume Apollinaire

EL CABALLERO DOBLE

Théophile Gautier

Prefacio

Estimado lector

Te doy la bienvenida a otro volumen de la Colección Mejores Cuentos, una selección de relatos escritos en distintas épocas por autores de diversas nacionalidades y con temáticas muy variadas, pero que comparten una cualidad literaria enorme y tal vez la más importante: la de brindar placer al lector.

En este ebook presentamos los Mejores Cuentos Franceses, una selección de relatos memorables escritos por grandes cuentistas franceses, tanto antiguos como modernos.

Que disfrutes mucho de la lectura.

LeBooks Editora

EL ARCA Y EL APARECIDO

Stendhal

Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.

 — ¡Cómo es esto — se decía don Blas — un hombre que, según las apariencias, pertenece a las primeras clases de la sociedad y yo no lo conozco! ¡Éste no ha aparecido en Granada desde que yo estoy en ella! Se esconde.”

Don Blas se inclinó hacia uno de sus guardias y le dio orden de detener a aquel joven en cuanto saliera de la iglesia. Pronunciadas las íntimas palabras de la misma, se apresuró a salir él mismo y fue a instalarse en el comedor de la hostería de Alcolote. No tardó en aparecer, extrañado, aquel joven.

 — ¿Cómo se llama?

 — Don Fernando de la Cueva.

El humor siniestro de don Blas se agravó más aún, porque, al verle de cerca, observó que don Fernando era guapísimo: rubio y, a pesar del mal paso en que se encontraba, con una expresión muy dulce. Don Blas miraba pensativo a aquel mozo.

 — ¿Que empleo tenía usted en tiempo de las Cortes? — dijo por fin.

 — En 1823 estaba en el colegio de Sevilla; entonces tenía quince años, pues ahora no tengo más que diecinueve.

 — ¿De qué vive?

El joven pareció irritado por la grosería de la pregunta; se resignó y dijo:

 — Mi padre, brigadier del ejército de don Carlos IV (Dios bendiga la memoria de este buen rey), me dejó una pequeña finca cerca de este pueblo; me renta doce mil reales (tres mil francos); la cultivo con mis propias manos con ayuda de tres criados, que seguramente le son muy leales.

Excelente núcleo de guerrilla — dijo don Blas con una sonrisa amarga — . ¡A la cárcel e incomunicado! -añadió al marcharse, dejando al preso en medio de su gente.

A los pocos momentos, don Blas estaba almorzando.

“Con seis meses de prisión — pensaba — me pagará esos lindos colores y ese aire de lozanía y de insolente satisfacción.”

El guardia que estaba de centinela a la puerta del comedor levantó vivamente la carabina. La apoyó contra el pecho de un anciano que intentaba entrar en el comedor detrás de un pinche de cocina que llevaba una fuente. Don Blas se precipitó hacia la puerta; detrás del anciano vio a una muchacha que le hizo olvidar a don Fernando.

—Es cruel no darme tiempo para comer — dijo al anciano.

Don Blas no podía dejar de mirar a la muchacha; veía en su frente y ojos esa expresión de inocencia y piedad celestial que resplandece en las bellas madonas de la escuela italiana. Don Blas no escuchaba al anciano ni seguía comiendo. Por fin salió de su abstracción; el anciano repetía por tercera o cuarta vez las razones por las cuales se debía poner en libertad a don Fernando de la Cueva, que era desde hacía tiempo el prometido de su hija Inés, allí presente, y se iban a casar el domingo próximo. En este momento, los ojos del terrible jefe de policía brillaron con un resplandor tan extraordinario, que asustaron a Inés y hasta a su padre.

 — Nosotros — hemos vivido siempre en el temor de Dios y somos cristianos viejos — continuó éste — mi raza es antigua, pero soy pobre, y don Fernando es un buen partido para mi hija. Nunca ejercí cargo alguno en tiempo de los franceses, ni antes ni después.

Don Blas no salía de su hosco silencio.

 — Pertenezco a la más antigua nobleza del reino de Granada — prosiguió el anciano — y antes de la revolución -añadió suspirando- le habría cortado las orejas a un fraile insolente que no me contestara cuando yo le hablase.

Al anciano se le llenaron de lágrimas los ojos. La tímida Inés sacó del seno un pequeño rosario que había tocado el manto de la madona del pilar (sic), y sus bonitas manos apretaban la cruz con un movimiento convulsivo. El terrible don Blas clavó su mirada en aquellas manos. Luego se fijó en el busto, bien torneado, aunque un poco opulento, de la joven Inés.

“Sus facciones podrían ser más regulares -pensó-; pero esa gracia celestial no la he visto nunca más que en ella.”

 — ¿Y se llama usted don Jaime Artegui? — dijo al fin al anciano.

 — Tal es mi nombre -contestó don Jaime, irguiendo más su apostura.

 — ¿De setenta años?

 — De sesenta y nueve solamente.

 — Usted es — dijo don Blas, serenándose visiblemente — llevo mucho tiempo buscándolo. El rey nuestro señor se ha dignado concederle una pensión anual de cuatro mil reales (mil francos). Tengo en Granada dos años vencidos de esa real merced, que le entregaré mañana al mediodía. Le haré ver que mi padre era un rico labrador de Castilla la Vieja, cristiano viejo como usted, y que nunca fui fraile, de modo que el insulto que usted me ha dirigido cae en el vacío.

El viejo hidalgo no se atrevió a faltar a la cita. Era viudo y vivía sólo con su hija Inés. Antes de salir para Granada la llevó a casa del cura del pueblo y tomó sus disposiciones como si nunca más hubiera de volver a verla. Encontró a don Blas Bustos muy engalanado; llevaba un gran cordón sobre el uniforme. Don Jaime le encontró el aire atento de un viejo soldado que quiere hacerse el bondadoso y sonríe a cada paso y sin venir a cuento.

Si se hubiera atrevido, don Jaime habría rechazado los ocho mil reales que don Blas le entregó; no pudo negarse a comer con él. Después de la comida, el terrible jefe de policía le hizo leer sus títulos, su partida de bautismo y hasta un certificado de haber salido de galeras, lo que demostraba que no había sido nunca fraile.

Don Jaime seguía temiendo alguna jugarreta.

 — De modo que tengo cuarenta y tres años — acabó por decirle don Blas — y un puesto honorable que me da cincuenta mil reales. Tengo una renta de mil onzas del Banco de Nápoles. Le pido en matrimonio a su hija doña Inés de Artegui.

Don Jaime palideció. Hubo un momento de silencio. Don Blas prosiguió:

 — No le ocultaré que don Fernando de la Cueva está comprometido en un mal asunto. El ministro de la policía lo está buscando. Tiene pena de garrote (manera de estrangular empleada para los nobles) o, por lo menos, de galeras. Yo estuve en ellas ocho años y puedo asegurarle que es un mal hospedaje -diciendo estas palabras, se acercó al oído del anciano-. De aquí a quince días o tres semanas, recibiré probablemente del ministro la orden de trasladar a don Fernando de la cárcel de Alcolote a la de Granada. Esta orden se cumplirá esta noche muy tarde: si don Fernando aprovecha la noche para escaparse, yo cerraré los ojos en consideración a la amistad con que usted me honra. Que se vaya a pasar un año o dos a Mallorca, por ejemplo; nadie le dirá nada.

El viejo hidalgo no contestó una palabra. Estaba aterrado y a duras penas pudo volver a su pueblo. El dinero que había recibido lo horrorizaba. “¿De modo -se decía- que esto es el precio de la sangre de mi amigo don Fernando, del prometido de mi Inés?” Al llegar al presbiterio se arrojó en brazos de Inés.

—¡Hija mía -exclamó-, el fraile quiere casarse contigo!

Inés se secó pronto las lágrimas y pidió permiso para ir a consultar al cura, que estaba en la iglesia en su confesionario. El cura, a pesar de la insensibilidad de su edad y de su estado, lloró. El resultado de la consulta fue que no había más remedio que casarse con don Blas o huir por la noche. Doña Inés y su padre tenían que procurar llegar a Gibraltar y embarcarse para Inglaterra.

 — ¿Y de qué vamos a vivir? — dijo Inés.

 — Podrían vender la casa y la huerta.

 — ¿Quién va a comprarlas? — repuso la muchacha, deshecha en lágrimas.

 — Yo tengo algunas economías — dijo el cura — que puede que lleguen a cinco mil reales; te los doy, hija mía, y de muy buen grado, si crees que no puedes salvarte casándote con don Blas Bustos.

A los quince días todos los esbirros de Granada, en uniforme de gala, rodeaban la iglesia, tan sombría, de Santo Domingo. Apenas en pleno mediodía se ve para andar por ella. Pero aquel día no se atrevía a entrar nadie más que los invitados.

En una capilla lateral iluminada con centenares de velas cuya luz cortaba las sombras de la iglesia como un camino de fuego, se veía de lejos a un hombre arrodillado en las gradas del altar; su cabeza sobresalía de todos los que lo rodeaban. Aquella cabeza estaba inclinada en una postura piadosa; los flacos brazos, cruzados sobre el pecho. Pronto se incorporó y exhibió un uniforme constelado de condecoraciones. Daba la mano a una muchacha cuyo paso ligero y juvenil formaba un extraño contraste con su gravedad. Brillaban lágrimas en los ojos de la joven desposada; la expresión de su rostro y la dulzura angelical que conservaba a pesar de su pena impresionaron al pueblo cuando la joven subió a una carroza que esperaba a la puerta de la iglesia.

Hay que reconocer que don Blas fue menos feroz desde su boda; las ejecuciones menudearon menos. En vez de fusilar por la espalda a los condenados, no se hacía más que ahorcarlos. Muchas veces permitió a los condenados besar a sus familiares antes de ir a la muerte. Un día, dijo a su mujer, a la que amaba con furor:

 — Tengo celos de Sancha.

Era hermana de leche y amiga de Inés. Había vivido en casa de don Jaime a título de doncella de su hija, y en calidad de tal la siguió al palacio donde Inés fue a vivir en Granada.

 — Cuando yo me separo de ti, Inés -prosiguió don Blas — tú te quedas hablando sola con Sancha. Es simpática, te hace reír, mientras que yo no soy más que un viejo soldado que tiene a su cargo funciones severas; reconozco que soy poco atractivo. Esa Sancha, con su cara alegre, debe de hacerme parecer a tus ojos más viejo de lo que soy. Toma, aquí tienes la llave de mi caja; dale todo el dinero que quieras, todo el que hay en la caja, si así te place, pero que se vaya, que yo no la vea más.

Por la noche, al volver don Blas de sus funciones, la primera persona que vio fue Sancha, ocupada en sus tareas corno de costumbre. Su primera reacción fue de ira; se acercó rápidamente a Sancha, y ésta levantó los ojos y lo miró de frente con esa mirada española mezcla tan singular de miedo, valor y odio. Al cabo de un momento, don Blas sonrió.

 — Mi querida Sancha -le dijo-, ¿te ha dicho doña Inés que te doy diez mil reales?

 — Yo no acepto regalos de mi ama -contestó Sancha, sosteniendo la mirada fija en él.

Don Blas entró en el aposento de su mujer.

 — ¿Cuántos presos hay en este momento en la cárcel de Torre Vieja? — le preguntó Inés.

 — Treinta y dos en los calabozos, y creo que doscientos sesenta en les pisos superiores.

 — Ponlos en libertad -dijo Inés-, y me separo de la única amiga que tengo en el mundo.

—Lo que me ordenas está fuera de mi poder -contestó don Blas.

No añadió una palabra en toda la noche. Inés, haciendo labor junto a la lámpara, lo veía enrojecer y palidecer alternativamente; dejó la labor y se puso a rezar el rosario. Al día siguiente, el mismo silencio. La noche del otro día se produjo un incendio en la cárcel de Torre Vieja. Murieron dos presos, pero, a pesar de toda la vigilancia del jefe de policía y sus guardianes, todos los demás lograron escaparse.

Inés no dijo una palabra a don Blas, ni él a ella. Al día siguiente, al volver a casa don Blas, ya no vio a Sancha. Se arrojó en brazos de Inés.

Habían pasado dieciocho meses desde el incendio de Torre Vieja, cuando un viajero cubierto de polvo se apeó de un caballo ante la peor posada del pueblo de La Zuia, situado en las montañas a legua y media de Granada, mientras que Alcolote está al norte.

Estos alrededores de Granada son como un oasis encantado en medio de las llanuras abrasadas de Andalucía. Es la comarca más bella de España. Pero ¿era sólo la curiosidad lo que guiaba al viajero? Por su atuendo, se le tomaría por un catalán. Su pasaporte, expedido en Mallorca, estaba, en efecto, visado en Barcelona, donde había desembarcado. El dueño de aquella mala posada era muy pobre. El viajero catalán, al entregarle su pasaporte, que llevaba el nombre de don Pablo Rodil, le miró.

 — Sí, señor viajero -le dijo el hostelero — si la policía de Granada pregunta por su señoría, le avisaré.

El viajero dijo que quería ver aquella tierra tan hermosa; salía una hora antes de amanecer y no volvía hasta mediodía, a pleno calor, cuando todos estaban comiendo o durmiendo la. siesta.

Don Fernando iba a pasar horas enteras en una colina cubierta de fresca hiedra. Desde allí veía el antiguo palacio de la inquisición de Granada, ahora habitado por don Blas y por Inés. No podía apartar los ojos de los ennegrecidos muros de aquel palacio, que se aliaba como un gigante en medio de las casas de la ciudad. Al salir de Mallorca, don Fernando se había prometido no entrar en Granada. Un día no pudo resistir un arrebato y fue a pasar por la estrecha calle sobre la que se levantaba la alta fachada del palacio de la inquisición. Entró en la tienda de un artesano y encontró un pretexto para detenerse en ella y hablar. El artesano le indicó las ventanas del aposento de doña Inés. Estaban en un segundo piso muy alto.

A la hora de la siesta, don Fernando volvió tomar el camino de La Zuia, con el corazón devorado por toda las furias de los celos. Hubiera querido apuñalar a Inés y luego matarse.

¡Carácter débil y cobarde! -se repetía con rabia-. ¡Es capaz de amarlo si se figura que tal es su deber!

A la vuelta de una calle encontró a Sancha.

 — ¡Ah, amiga mía! -exclamó, sin que pareciera que le hablaba-. Me llamo don Pablo Rodil y me hospedo en la Posada del Ángel, en La Zuia. ¿Podrás estar mañana en la iglesia parroquial a la hora del Ángelus, de la tarde?

—Estaré -dijo Sancha, sin mirarle.

A la noche siguiente, don Fernando vio a Sancha y siguió sin decir palabra hacia su hostería; Sancha entró sin que la vieran. Fernando cerró la puerta.

—¿Qué me dice? -preguntó Fernando con lágrimas en los ojos.

 — Ya no sirvo en su casa. Hace dieciocho meses que me despidió sin motivo, sin explicación. La verdad, yo creo que ama a don Blas.

 — ¡Que ama a don Blas! -exclamó don Fernando, secándose las lágrimas-. ¡Sólo eso me faltaba!

 — Cuando me despidió -continuó Sancha-, me arrojé a sus pies suplicándole que me dijera por qué me echaba. Me contestó fríamente: “Lo manda mi marido.” ¡Sin una palabra más! Ya la ha visto usted, tan piadosa; ahora se pasa la vida rezando.

Don Blas, para dar gusto al partido reinante, había conseguido que se cediera a unas religiosas clarisas la mitad del palacio de la inquisición, donde él vivía. Estas damas se habían establecido allí y habían terminado recientemente su iglesia. Doña Inés se pasaba la vida en ella. En cuanto don Blas salía de casa, se podía tener la seguridad de verla arrodillada ante el altar de la adoración perpetua.

 — ¡Que ama a don Blas! -repitió don Fernando.

 — La víspera del día que me despidió — continuó Sancha — doña Inés me hablaba…

 — ¿Está contenta? -interrumpió don Fernando.

 — No, contenta no, pero sí de un humor igual y dulce, muy diferente de como usted la conoció; ya no tiene aquellos momentos de vivacidad y locura, como decía el cura.

 — ¡La infame! — exclamó don Fernando, paseándose por la estancia como un león enjaulado-. ¡Así cumple sus juramentos! ¡Así es como me amaba! Ni siquiera está triste, y yo…

-Como le iba diciendo a su señoría -prosiguió Sancha-, la víspera del día que me despidió, doña Inés me hablaba con cariño, con bondad, como antiguamente en Alcolote. Al día siguiente, un “lo manda mi marido” fue lo único que se le ocurrió decirme, entregándome un papel firmado por ella en que me señalaba una buena renta de ochocientos reales.

 — ¡Ah, dame ese papel! -dijo don Fernando.

Cubrió de besos la firma de Inés.

 — ¿Y hablaba de mí?

 — Nunca; tanto es así, que una vez el viejo don Jaime le reprochó delante de mí haber olvidado a un vecino tan bueno. Doña Inés palideció y no contestó. Tan pronto como acompañó a su padre hasta la puerta, corrió a encerrarse en la capilla.

 — Soy un necio, nada más -exclamó don Fernando — . ¡Cómo voy a odiarla! No hablemos más… Ha sido una suerte para mí entrar en Granada, y mil veces más suerte haberte encontrado… ¿Y tú qué haces?

 — Puse una tienda en el pueblecito de Albaracen, a media legua de Granada. Tengo — añadió bajando la voz- unos géneros muy bonitos, cosas inglesas que me traen los contrabandistas de las Alpujarras. Tengo en mis baúles más de diez mil reales de mercancías catas. Estoy contenta.

 — Ya entiendo -dijo don Fernando-: tienes un amante entre los valientes de los montes de las Alpujarras. Nunca más volveré a verte. Toma, llévate este reloj como recuerdo mío.

Sancha se iba. Fernando la retuvo.

 — ¿Y si me presentara ante ella? — dijo.

 — Huiría de usted, así tuviera que tirarse por la ventana. Tenga cuidado -dijo Sancha, volviendo hacia don Fernando-; por muy disfrazada que fuera, le detendrían ocho o diez espías que rondan constantemente en torno a la casa.

Fernando, avergonzado de su flaqueza, no dijo una palabra más. Había decidido salir al día siguiente para Mallorca.

Al cabo de ocho días, pasó por casualidad por el pueblo de Albaracen. Los bandidos acababan de detener al capitán general O’Donnell y lo habían tenido una hora tendido boca abajo en el barro. Don Fernando vio a Sancha corriendo muy atareada.

—No tengo tiempo de hablar con su señoría -le dijo-; vaya a mi casa.

La tiendo de Sancha estaba cerrada; Sancha se apresuraba a meter sus géneros ingleses en una gran arca negra, de roble.

 — Quizás nos ataquen aquí esta noche — dijo a don Fernando — . El jefe de esos bandidos es enemigo personal de un contrabandista amigo mío. Entrarían a saco en esta tienda antes que en ningún otro sitio. Vengo de Granada; doña Inés, que después de todo es muy buena, me ha dado permiso para dejar en su cuarto mis mejores mercancías. Don Blas no verá esta arca que está llena de contrabando, y si por desgracia la viera doña Inés encontraría una disculpa.

Se apresuró a colocar sus tules y chales. Don Fernando la miraba manipular. De pronto se precipitó hacia el arca, sacó los tules y chales y se metió él en su lugar.

 — ¿Se ha vuelto loco? — dijo Sancha, asustada.

 — Toma, aquí tienes cincuenta onzas, pero que el cielo me mate si salgo de esta arca antes de estar en el palacio de la inquisición de Granada. Quiero verla.

Por más que Sancha pudiera decir, don Fernando no la escuchó.

Cuando ella estaba hablando todavía, entró Zanga, un mozo de cordel, primo de Sancha, que iba a llevar el arca en su mulo a Granada. Al ruido que hizo al entrar, don Fernando se había apresurado a bajar sobre él la tapa del arca. Por si acaso, Sancha la cerró con llave. Era más imprudente dejarla abierta. A eso de las once de la mañana de un día del mes de junio, don Fernando entró en Granada transportado en un arca; estaba a punto de asfixiarse. Llegaron al palacio de la inquisición. Mientras Zanga subía la escalera, don Fernando tenía la esperanza de que dejarían el arca en el segundo piso, y quizá en la habitación de Inés.

Cuando cerraron las puertas y ya no oyó ningún ruido, intentó, con ayuda de su puñal, abrir la cerradura del arca. Lo consiguió. Con indecible alegría se dio cuenta de que estaba, en efecto, en el dormitorio de Inés. Vio vestidos de mujer y reconoció junto a la cama un crucifijo que en otro tiempo estaba en su cuartito de Alcolote. Una vez, después de una violenta disputa, Inés lo llevó a su habitación y ante aquel crucifijo le juró amor eterno.

Hacía muchísimo calor y la habitación estaba muy oscura. Las persianas estaban cerradas, lo mismo que las grandes cortinas, de finísima muselina de las indias, drapeadas hasta el suelo.

Apenas alteraba el profundo silencio el rumor de un pequeño surtidor que, subiendo a unos cuantos pies en un rincón del aposento, volvía a caer en su concha de mármol negro.

El ruido tan leve de este pequeño surtidor hacía estremecer a don Fernando, que había dado en su vida veinte pruebas del más audaz arrojo. Estaba lejos de encontrar en el cuarto de Inés aquella felicidad perfecta que tantas veces había soñado en Mallorca pensando en los medios de llegar a aquella habitación. Desterrado, dolorido, separado de los suyos, un amor apasionado y que en la persistencia y la uniformidad de la desgracia había llegado casi a la locura, constituía todo el carácter de don Fernando.

En este momento, un único sentimiento lo embargaba: el miedo a hacer enfadar a aquella Inés, a la que él sabía tan casta y tímida. Si yo no creyera que el lector conoce algo la manera de ser, singular y apasionada, de la gente meridional, me daría vergüenza confesarlo: don Fernando estuvo a punto de desmayarse cuando, poco después de dar las dos en el reloj del convento, oyó en medio del profundo silencio unos pasos ligeros subiendo la escalera de mármol. En seguida se acercaron a la puerta. Don Fernando reconoció el andar de Inés y, no atreviéndose a afrontar el primer momento de indignación de una persona tan fiel a sus deberes, se escondió en el arca.

El calor era abrumador, profunda la oscuridad. Inés se acostó, y en seguida la tranquilidad de su respiración hizo comprender a don Fernando que estaba dormida. Sólo entonces se atrevió a acercarse a la cama. Y vio a aquella Inés que desde hacía tantos años era su único pensamiento. Sola, a su merced en la inocencia de su sueño, le dio miedo. Este singular sentimiento aumentó cuando se dio cuenta de que, en los dos años que él había pasado sin verla, su semblante había tomado una impronta de fría dignidad que él no le conocía.

Sin embargo, la felicidad de volver a verla penetró poco a poco en su alma; ¡formaba su relativa desnudez un contraste tan encantador con aquel aire de dignidad severa!

Comprendió que la primera idea de Inés al verlo sería huir. Fue a cerrar la puerta y retiró la llave.

Por fin llegó el momento que iba a decidir todo su porvenir. Inés hizo unos movimientos, estaba a punto de despertarse; Fernando tuvo la inspiración de ir a arrodillarse ante el crucifijo que ya en Alcolote estaba en el dormitorio de Inés. Cuando ésta abrió los ojos, todavía adormilados, pensó que Fernando acababa de morir lejos y que aquella imagen suya que veía ante el crucifijo era una visión. Permaneció inmóvil y erguida ante la cama y con las manos juntas.

—¡Pobre desdichado! — dijo con una voz trémula y casi inaudible.

Don Fernando, de rodillas aún y un poco en escorzo para mirarla, le señalaba el crucifijo; pero, en su turbación, hizo un movimiento. Inés, ya del todo despierta, comprendió la verdad y huyó hacia la puerta, encontrándola cerrada.

 — ¡Qué osadía! — exclamó — . ¡Salga de aquí, don Fernando!

Inés se retiró al rincón más lejano, hacia el pequeño surtidor.

 — ¡No se acerque, no se acerque! — repetía con voz convulsa-. ¡Salga de aquí!

En sus ojos brillaba el resplandor de la virtud más pura.

 — No, no me marcharé antes de que me oigas. Han pasado dos años y no puedo olvidarte; noche y día tengo tu imagen ante los ojos. ¿No me juraste ante esta cruz que serías mía para siempre?

 — ¡Salga de aquí — le repetía ella con furia-, o llamo y nos degollarán a los dos!

Se dirigió hacia una campanilla, pero don Fernando se le adelantó y la estrechó en sus brazos. Don Fernando estaba temblando; Inés lo notó muy bien y perdió toda la fuerza que le daba la ira.

Don Fernando ya no se dejó dominar por los pensamientos de amor y voluptuosidad y se atuvo estrictamente a su deber.

Temblaba más que Inés, pues se daba cuenta de que acababa de obrar con ella como un enemigo; pero no encontró cólera ni arrebato.

 — ¿Es que quieres la muerte de mi alma inmortal? — le dijo Inés — . Por lo menos, cree una cosa: que te adoro y nunca amé a nadie más que a ti. Ni un solo minuto de la abominable vida que llevo desde mi boda he dejado de pensar en ti. Era un pecado espantoso; he hecho cuanto he podido por olvidarte, pero en vano. No te horrorices de mi impiedad, Fernando mío. ¿Lo creerás? Muchas veces, ese santo crucifijo que aquí ves, junto a mi cama, ya no me presenta la imagen del Salvador que ha de juzgarnos, sólo me recuerda los juramentos que te hice extendiendo la mano hacia él en mi cuartito de Alcolote. ¡Ah, estamos condenados, irremisiblemente condenados, Fernando! -exclamó arrebatada-; seamos al menos plenamente dichosos los pocos días que nos quedan de vida.

Este lenguaje quitó todo temor a don Fernando; comenzó para él la felicidad.

 — ¿Es que me perdonas? ¿Me amas todavía?…

Las horas volaban. Anochecía. Fernando le contó la inspiración súbita que le había venido aquella mañana al ver el arca. Los sacó de su embeleso un gran ruido que se produjo cerca de la puerta de la habitación. Era don Blas, que venía a buscar a su mujer para el paseo vespertino.

 — Dile que te has puesto mala por el gran calor que hace — dijo don Fernando a Inés — . Voy a meterme en el arca. Aquí tienes la llave de la puerta; haz como que no puedes abrir, dale la vuelta al revés, hasta que oigas el ruido que hará la cerradura del arca al cerrarse.

Todo salió muy bien. Don Blas creyó en el malestar producido por el calor.

 — ¡Pobrecita! -exclamó, disculpándose por haberla despertado tan bruscamente.

La cogió en brazos y la llevó a la cama. Estaba abrumándola con tiernísimas caricias, cuando se fijó en el arca.

 — ¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el entrecejo.

Pareció despertarse de pronto toda su sagacidad de jefe de policía.

 — ¡Esto en mi casa! -repitió cinco o seis veces, mientras doña Inés le contaba los temores de Sancha y la historia del arca.

—Dame la llave — dijo don Blas con gesto duro.

—No quise recibirla — contestó Inés — podría encontrarla uno de tus criados. A Sancha le gustó mucho que me negara a quedarme con la llave.

 — ¡Muy bien! -exclamó don Blas-; pero yo tengo en la caja de mis pistolas los medios necesarios para abrir todas las cerraduras del mundo.

Se dirigió a la cabecera de la cama, abrió una caja llena de armas y se acercó al arca con un paquete de ganzúas inglesas.

Inés abrió las persianas de una ventana y se inclinó hacia fuera como para poder arrojarse a la calle en el momento en que don Blas descubriera a Fernando. Pero el odio que Fernando tenía a don Blas le había devuelto toda su sangre fría, y se le ocurrió poner la punta de su puñal detrás del pestillo de la mala cerradura del arca; don Blas manipuló en vano con sus ganzúas inglesas.

 — ¡Qué raro! — dijo don Blas, incorporándose — estas ganzúas no me habían fallado nunca. Querida Inés, retrasaremos el paseo. Con la idea de esta arca, que quizá esté llena de papeles criminales, no estaría contento ni siquiera al lado tuyo. ¿Quién me dice que, en mi ausencia, el obispo, enemigo mío, no hará un registro en mi casa valiéndose de una orden arrancada con engaño al rey? Voy a ir a mi despacho y volveré en seguida con un cerrajero que lo hará mejor que yo.

Salió. Doña Inés dejó la ventana para cerrar la puerta. En vano le suplicó don Fernando que huyera con él.

 — No conoces la vigilancia del terrible don Blas -le dijo-; en unos minutos puede ponerse en comunicación con sus agentes a varias leguas de Granada. ¡Ojalá pudiera yo huir contigo para ir a vivir en Inglaterra! Figúrate que esta casa tan grande es registrada cada día hasta en los menores rincones. Sin embargo, voy a intentar esconderte. Si me amas, sé prudente, pues yo no sobreviviría.

La conversación fue interrumpida por un gran golpe en la puerta; Fernando se puso detrás de ésta con el puñal en la mano. Afortunadamente, no era más que Sancha. Se lo contaron todo en dos palabras.

 — Pero, señora, usted no piensa que al esconder a don Fernando, don Blas encontrará el arca vacía. ¿Qué podremos meter en ella en tan poco tiempo? Pero, en el apuro, se me olvidaba una buena noticia: toda la población está en vilo y don Blas muy ocupado. A don Pedro Ramos, el diputado a Cortes, lo insultó un voluntario realista en el café de la Plaza Mayor, y don Pedro acaba de matarlo a puñaladas. He visto ahora a don Blas rodeado de sus esbirros en la Puerta del Sol. Esconda a dan Fernando, voy a buscar por todas partes a Zanga para que venga a llevarse el arca con don Fernando dentro. Pero ¿nos dará tiempo? Lleven el arca a otra habitación, para tener una primera respuesta que dar a don Blas y que no lo mate de repente. Dígale que fui yo quien mandó trasladar el arca y quien la abrió. Sobre todo, no nos hagamos ilusiones: ¡si don Blas vuelve antes que yo, morimos todos!

Los consejos de Sancha no impresionaron mucho a los amantes; llevaron el arca a un pasadizo oscuro y se contaron la historia de sus vidas desde hacía dos años.

 — No encontrarás reproches en tu amiga -decía Inés a don Fernando-; te obedeceré en todo: tengo el presentimiento de que nuestra vida no será larga. No sabes en qué poco tiene don Blas su vida y la ajena; descubrirá que te he visto y me matará ¿Qué encontraré en la otra vida? -continuó, después de un momento de abstracción-; ¡castigos eternos!

Y se arrojó al cuello de Fernando.

 — Soy la más feliz de las mujeres — exclamó — . Si encuentras algún medio para vernos, házmelo saber por Sancha; tienes una esclava que se llama Inés.

Zanga no volvió hasta la noche; se llevó el arca, en la que se había vuelto a meter Fernando. Varias veces lo interrogaron las patrullas de esbirros, que buscaban por todas partes al diputado liberal sin encontrarlo; como Zanga les decía que el arca que llevaba pertenecía a don Blas, siempre lo dejaban pasar.

La última vez lo pararon en una calle solitaria que bordea el cementerio; lo separaba de éste, que está a doce o quince pies más abajo, un muro que, por el lado de la calle, permite apoyarse en él. Y en él apoyaba Zanga el arca mientras contestaba a los esbirros.