Melodía para la seducción - Una isla para la seducción - Lucy Monroe - E-Book

Melodía para la seducción - Una isla para la seducción E-Book

Lucy Monroe

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 449 Melodía para la seducción Lucy Monroe ¡Él era un maestro en el arte de la seducción! De pequeña, Cassandra fascinaba al público de sus conciertos noche tras noche… Pero, cuando murieron sus padres, Cass se encerró en su propio mundo, llegando a ser incluso demasiado tímida como para salir de casa. Una vez al año, compartía su amor por la música ofreciendo clases de piano en una subasta benéfica… Ese año consiguió la puja más alta. ¡Nada menos que cien mil dólares! El comprador fue Neo Stamos, un arrogante empresario griego. Deseaba a Cass con ardiente pasión, aunque sabía que la dulce y tímida joven necesitaría su tiempo… Una isla para la seducción Lucy Monroe Él no puede ofrecerle su corazón. El millonario hecho a sí mismo Zephyr Nikos ha recorrido un largo camino para salir de la pobreza, pero su corazón es de piedra. No puede ofrecerle a Piper Madison su amor, sólo su mundo: comidas caras, avión privado, relaciones con los ricos y poderosos... Aunque su deseo crece hasta límites peligrosos, Zephyr y Piper tienen que poner fin a su aventura antes de que alguno de los dos sufra. Sólo que hay una pequeña complicación... ¡la prueba de embarazo de Piper ha dado positivo!

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 449 - abril 2023

 

© 2010 Lucy Monroe

Melodía para la seducción

Título original: The Shy Bride

 

© 2010 Lucy Monroe

Una isla para la seducción

Título original: The Greek’s Pregnant Lover

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-6718-949-0

Índice

 

Créditos

Melodía para la seducción

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Una isla para la seducción

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Prólogo

 

 

 

 

 

EL puerto de Seattle no era tan diferente de cualquier otro puerto en los que había estado Neo Stamos, desde que se había enrolado en el carguero Hera a los catorce años. Sin embargo, era un puerto especial porque allí su vida había cambiado. Fue donde se bajó del Hera y nunca más volvió a subir a bordo.

Su amigo Zephyr Nikos y él habían tenido que mentir sobre su edad para poder formar parte de la tripulación hacía seis años. Pero cualquier cosa había valido con tal de dejar atrás su vida en Grecia. Neo y Zephyr se habían conocido en Atenas, entre bandas callejeras, y los había unido un deseo común: conseguir algo más en la vida que llegar a ser jefes de su pandilla.

«Lo conseguiremos», se juró el joven Neo, de veinte años mientras el sol salía por el horizonte.

–¿Estás preparado para el siguiente paso? –preguntó Zephyr.

–No viviremos más en las calles –dijo Neo tras asentir, viendo cómo el barco se acercaba al puerto.

–Llevamos seis años sin vivir en las calles.

–Es verdad. Aunque nuestros camarotes aquí en el Hera no han sido mucha mejoría.

–Sí son mejores que las calles.

Neo estaba de acuerdo, aunque no dijo nada. Cualquier cosa era mejor que vivir en las calles, bajo las reglas de la banda callejera de turno.

–Lo que está por llegar será aún mejor.

–Sí. Hemos tardado seis años, pero ya tenemos el dinero necesario para dar el siguiente paso.

Seis años de mucho trabajo duro y sacrificio. Habían ahorrado cada céntimo que habían podido de su salario y habían estado leyendo todo lo que había caído en sus manos sobre negocios y desarrollo urbanístico. Cada uno se había hecho experto en un campo diferente, para combinar su inteligencia en una alianza estratégica.

Tenían un plan detallado para incrementar su capital comprando, al comienzo, casas pequeñas y terminar realizando planes urbanísticos completos.

–Nos convertiremos en dos grandes empresarios –dijo Zephyr con convicción.

–Antes de los treinta –puntualizó Neo con una sonrisa.

–Antes de los treinta –repitió Zephyr con determinación.

Triunfarían.

El fracaso no estaba en sus planes.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ES una broma, ¿verdad? –dijo Neo Stamos, mirando un certificado que tenía estampado el logo de una organización benéfica. Su único y más viejo amigo, además de socio, Zephyr Nikos, tenía que estar bromeando, pensó.

–No es broma. Feliz treinta y cinco, filos mou –repuso Zephyr, recurriendo al griego, su lengua materna, que utilizaban entre ellos de vez en cuando.

–Si fueras mi amigo, no me harías un regalo así.

–Al contrario. Como soy tu amigo, sé que este pequeño regalo es muy apropiado.

–¿Lecciones de piano? –preguntó Neo y se fijó que la duración del curso era de un año. De ninguna manera, pensó–. No lo creo.

–Pues yo sí lo creo –repuso Zephyr–. Perdiste la apuesta.

Neo se quedó en silencio, pues sabía que no iba a servir de nada protestar. Una apuesta era una apuesta. Y él debía haberlo pensado mejor antes de apostar nada con Zephyr.

–Tómatelo como una prescripción médica.

–¿Prescripción para qué? ¿Para perder una hora a la semana? No me sobran ni treinta minutos –replicó Neo, negando con la cabeza–. A menos que pase algo que yo no sepa… –señaló, pensando que, a menos que se anulara alguno de sus proyectos inmobiliarios internacionales, no tendría tiempo–. No hay espacio en mi agenda para clases de piano.

–Pasa algo que tú ignoras, así es, Neo. Se llama vida y estás tan ocupado con el negocio que la estás dejando pasar de largo.

–La compañía Stamos y Nikos es mi vida.

–El plan era hacer que la compañía fuera nuestro billete a una nueva vida, no que se convirtiera en nuestra única razón para vivir –puntualizó Zephyr–. ¿No lo recuerdas, Neo? Íbamos a ser grandes empresarios a los treinta.

–Y lo conseguimos.

Habían ganado su primer millón de dólares tres años después de pisar suelo estadounidense. Habían llegado a un capital de más de mil millones de dólares cuando Neo había cumplido treinta. Y la multinacional Stamos y Nikos no sólo llevaba su nombre, consumía también todas sus horas de vigilia y sueño.

–Querías comprar una casa grande, formar una familia, ¿recuerdas? –preguntó Zephyr.

–Las cosas cambian –afirmó Neo, pensando que algunos sueños eran infantiles y debían ser dejados atrás–. Me gusta mi ático.

–No se trata de eso, Neo.

–¿Entonces de qué se trata? ¿Crees que preciso lecciones de piano?

–Pues la verdad es que sí. Aunque tu médico no te hubiera advertido tras tu último examen, yo sé que tu vida tiene que cambiar un poco. Teniendo en cuenta el estrés que soportas a diario, no hace falta ser médico para adivinar que eres candidato perfecto a un ataque al corazón.

–Trabajo seis días a la semana. Un nutricionista excelente me planifica las comidas. Mi ama de llaves me las prepara a la perfección y como siguiendo un rígido horario. Mi cuerpo está en excelente forma física.

–Duermes menos de seis horas por la noche y no tienes nada que te funcione como válvula de escape para el estrés.

–¿Y mis logros?

–No son más que un modo de satisfacer tu naturaleza competitiva. Siempre estás presionándote para conseguir más.

Zephyr sabía lo que decía. Hacía dos años que había empezado a salir de la oficina a las seis en vez de a las ocho. Y, a pesar de que había adquirido algún hobby, su vida no era mucho mejor que la de Neo. Era sólo un poco distinta.

–Intentar superarse no tiene nada de malo.

–Es cierto –repuso Zephyr, frunciendo el ceño–. Pero has de tener equilibrio en tu vida. Tú, amigo mío, no tienes una vida.

–Tengo una vida.

–Tienes más voluntad que cualquier otro hombre que conozca, pero no equilibras tus logros con ninguna de las cosas que dan sentido a la vida –señaló Zephyr, aunque él mismo se encontraba en la misma situación.

–¿Y crees que las lecciones de piano le darán sentido a mi vida? –preguntó Neo y pensó que, tal vez, era Zephyr quien necesitaba tomarse un descanso para no volverse loco.

–No. Creo que te aportarán un lugar donde ser Neo Stamos durante una hora a la semana y no el gran empresario. Se nos da muy bien comprar tierras, construir y venderlas. Se nos da muy bien hacer negocios. ¿Pero cuándo tendremos suficiente?

–Estoy satisfecho con mi vida.

–Pero nunca tienes bastante.

–¿Y tú sí?

–Estamos hablando de ti. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste el amor, Neo?

–Ya no tenemos edad para contarnos secretos de alcoba, Zee.

–No quiero que me hables de tus conquistas –repuso Zephyr, sonriendo.

–¿Entonces, qué? Tengo sexo siempre que quiero.

–Sexo, sí. Pero nunca has hecho el amor.

–¿Qué diferencia hay?

–Tienes miedo de intimar.

–¿Cómo diablos hemos pasado de las clases de piano a la terapia psicológica? ¿Y desde cuándo estás dándole vueltas a esas tonterías?

–Sólo estoy diciendo que tienes que ampliar tus horizontes.

–Ahora pareces un agente de viajes.

–Soy tu amigo y no quiero que mueras por culpa del estrés antes de llegar a los cuarenta, Neo.

–¿De dónde te sacas eso?

–Gregor, tu médico, me llamó para hablar conmigo el mes pasado. Opina que estás cavando tu propia tumba.

–Haré que le retiren la licencia.

–No lo harás. Es nuestro amigo.

–Es tu amigo. Y mi médico.

–De eso te estoy hablando, Neo. Tienes que buscar equilibrio en tu vida. No centrarte sólo en los negocios.

–¿Y tú qué? Si las relaciones son tan importantes para tener una vida plena, ¿por qué tú no sales con nadie?

–Salgo con alguien, Neo. Y, antes de que me digas que tú también, reconozcamos ambos salir con una mujer con el único propósito de tener sexo no es tener una relación.

–¿En qué siglo vives?

–Créeme, vivo en este siglo. Igual que tú. Así que deja de comportarte como un burro y acepta mi regalo.

–¿Así sin más?

–¿Prefieres incumplir la apuesta?

–No quiero recibir clases de piano.

–Antes te gustaba.

–¿Qué? ¿Cuándo?

–Cuando vivíamos en las calles de Atenas.

–De niño tenía muchos sueños y he aprendido a librarme de ellos.

Acumular el tipo de riqueza que tenía a su disposición requería constante e intenso sacrificio, pensó Neo, y él estaba encantado de hacerlo. En el proceso, se había convertido en un hombre de provecho. No tenía nada que ver con el padre que los había abandonado cuando él había tenido dos años ni con la madre que había preferido las drogas a cuidar niños.

–Mira lo que dice el hombre que salió de las calles de Atenas para hacerse el rey de Wall Street.

Neo sintió que iba a tener que rendirse porque, para empezar, no quería decepcionar a la única persona del mundo que le importaba de veras.

–Lo intentaré durante dos semanas.

–Seis meses.

–Un mes.

–Cinco.

–Dos y es mi última oferta.

–Si te fijas, te he pagado un curso de un año.

–Pues si me gusta, lo haré completo –aseguró Neo, aunque estaba seguro de que eso no iba a suceder.

–Trato hecho.

 

 

Cassandra Baker se retocó el delicado vestido azul y blanco que llevaba, nerviosa. Que viviera como una ermitaña no significaba que tuviera que vestirse como una mujer de las cavernas. Al menos, eso se había dicho cuando había pedido su nuevo vestuario de primavera a través de una tienda de moda en Internet. Llevar ropa a la moda, aunque no la viera nadie fuera de su propia casa, era una de las pocas cosas que hacía para intentar sentirse normal. No siempre funcionaba, pero ella lo intentaba.

Con los dedos inmóviles sobre las teclas de su piano de cola, se dijo que debería tocar. Eso la relajaba. O, al menos, era lo que todo el mundo le decía.

Faltaban menos de cinco minutos para que Neo Stamos llegara a su clase.

Cuando Cassandra había ofrecido el valor equivalente a un año de clases de piano a la subasta benéfica, como hacía todos los años, había dado por hecho que el alumno sería, como siempre, algún músico principiante, deseoso de trabajar con una reconocida pianista y compositora de New Age.

Cass se soltó el pelo y se lo recogió de nuevo. Posó las manos sobre el teclado, pero no presionó ninguna tecla. Había estado segura de que, como en años anteriores, el comprador habría sido alguien que compartiera su pasión por la música. No había contado con que, tal vez, su próximo alumno no compartiría su adoración por el piano.

No había podido ni imaginar que su alumno iba a ser un novato total en música. Era toda una pesadilla para una mujer para quien era más que difícil abrirse a los desconocidos.

Intentando superar esa sensación, Cass había pasado mucho tiempo leyendo artículos y viendo fotos sobre él. Pero eso no la había ayudado, sino al contrario.

En las fotos, parecía un hombre que nunca escuchaba música. ¿Por qué iba a querer alguien así recibir clases de piano?

En la subasta, cuando las pujas habían superado los diez mil dólares, Zephyr Nikos había hecho una oferta de cien mil dólares. Era demasiado para ella… Cien mil dólares por una hora a la semana de su tiempo. A pesar de que las clases tenían una duración de un año, la puja había sido exagerada.

Poco después, Cass había recibido una llamada de la secretaria del señor Stamos para fijar el día y la hora. Acordar las clases para el martes a las diez de la mañana no había sido un problema para ella. Sin embargo, la secretaria del señor Stamos había hablado como si él fuera a tener que sacrificar a su primogénito para poder asistir.

Cass no tenía ni idea de por qué un hombre de negocios rico, atractivo y extremadamente ocupado querría recibir lecciones de piano. Y eso la hacía estar aún más nerviosa. Lo cierto era que no había sentido tanta ansiedad desde la última actuación que había hecho en público. Llevaba toda la mañana diciéndose que era ridículo. Pero no había conseguido calmarse.

El timbre sonó y Cass se quedó petrificada. El corazón se le aceleró y comenzó a respirar entrecortadamente. Intentó moverse, pero no pudo. Tenía que hacerlo. Tenía que abrir la puerta y conocer a su nuevo alumno.

El timbre sonó por segunda vez y, por suerte, Cass salió de su parálisis. Se puso en pie y se apresuró a ir a la puerta.

¿Estaría el mismo Neo Stamos en la puerta o sería su secretaria? ¿O tal vez un guardaespaldas o un chófer? ¿Hablaban los multimillonarios con sus profesoras de piano o utilizaban a sus asistentes personales para eso? ¿Habría más personas delante durante la lección? ¿Dónde los colocaría?

Sólo de pensar en tanta gente desconocida en su casa, Cass se puso a hiperventilar mientras recorría el estrecho pasillo de su modesta casa, hacia la puerta.

Quizá, él estaría solo. Si había conducido él mismo, eso implicaba más problemas. ¿Le importaría aparcar su coche de lujo en aquel vecindario? ¿Debería ella ofrecerle usar su garaje?

El timbre sonó por tercera vez y Cass abrió. El señor Stamos, que era aún más imponente en persona que en las fotos, no pareció avergonzarse de haber llamado con tanta impaciencia.

–¿Señorita Cassandra Baker? –preguntó él, expectante.

–Sí –repuso ella, inclinando la cabeza, y se obligó a decirle lo mismo que decía a todos sus estudiantes–. Puedes llamarme Cass.

–Te va más llamarte Cassandra, no Cass –repuso él con voz vibrante.

–Mis alumnos me llaman Cass.

–Yo te llamaré Cassandra –señaló él, esbozando una media sonrisa.

Ella lo miró, sin saber cómo tomarse su arrogancia. Daba la impresión de que él se sentía con el poder de llamarla como mejor le pareciera.

–Creo que será más fácil empezar la lección si me dejas pasar –indicó él con impaciencia.

–Claro… ¿Quieres aparcar el coche en el garaje? –ofreció ella, indicando hacia el flamante Mercedes aparcado ante su puerta.

–No será necesario.

–Bueno. Entremos –dijo Cass y lo guió hasta la sala del piano.

La sala albergaba poco más que su piano Fazioli. Como únicos muebles, había un gran sillón y una pequeña mesa redonda.

–Toma asiento –invitó ella, señalando el banco que había ante el piano.

Neo obedeció. Tenía un aspecto mucho más relajado ante el piano de lo que ella había esperado. Tenía un cuerpo bien proporcionado y musculoso, observó Cass. Y tenía manos fuertes, con dedos largos. Su traje era más apropiado para una reunión de ejecutivos que para tocar música. Sin embargo, él no parecía en absoluto fuera de lugar.

–¿Quieres algo para beber antes de empezar?

–Ya hemos gastado varios minutos de la hora que dura la clase, quizá sería más eficiente ir al grano.

–No me importa pasarme unos minutos de la hora, para que recibas tu lección completa –señaló ella.

–Pues a mí, sí.

–Entiendo –repuso Cass, sintiendo que, por alguna extraña razón, su ansiedad se calmaba ante los abruptos modales de él.

Lo cierto era que Cass estaba encontrando la situación mucho menos difícil de lo que había esperado.

–La próxima semana, si quieres, puedes entrar directamente, no hace falta que llames –ofreció ella.

–¿No cierras la puerta con llave? –preguntó él–. Al cerrarla, yo he echado el pestillo.

–Me sorprende que no hayas traído guardaespaldas –comentó ella, pensando que no era raro que un hombre en su posición cerrara las puertas con llave.

–Tengo un equipo de seguridad, pero no vivo perseguido por guardaespaldas. Antes de que mi secretaria te llamara, fuiste investigada –informó Neo, mirándola–. Y no presentas ninguna amenaza para mí.

–Entiendo –repuso ella, sintiéndose incómoda.

–No te lo tomes como algo personal.

–Fue algo necesario –comentó ella, que también había buscado información sobre él en Internet.

Sin embargo, Cass sospechó que la investigación de que ella había sido objeto había sido bastante más exhaustiva. Sin duda, él conocía su historia. Y sus peculiaridades, como solía decir su manager. Y, a pesar de ello, el señor Stamos no la trataba como a un bicho raro.

–Exacto –dijo él y miró su reloj de pulsera.

No era un Rolex, observó ella para sus adentros.

El resto de la hora pasó sorprendentemente deprisa.

A pesar de que él comenzó a despertar en Cass un tipo muy diferente de tensión.

 

 

Neo no entendió la sensación de ansiedad que sintió el martes por la mañana al despertarse y caer en la cuenta de que ese día recibiría su segunda clase de piano.

Cassandra Baker era tal y como le había informado su equipo de investigadores. Bastante callada y tímida. Aunque tenía algo que le fascinaba.

No se parecía a las mujeres con las que él solía salir. Tenía el pelo lacio y castaño, pecas y una figura muy delgada. Y no la habría conocido nunca de no haber sido por la intervención de Zephyr.

Zee también había sido quien le había dado a conocer la música de Cassandra. Su socio le había regalado discos de ella por su cumpleaños y por Navidad.

Neo solía escucharlos cuando se ejercitaba en el gimnasio de su casa y los ponía a veces cuando estaba trabajando con el ordenador. Hasta que había llegado un momento en que había empezado a escuchar la música de Cassandra casi todo el tiempo que pasaba en casa.

No se había fijado en quién era la artista, sino sólo en la música. Ni siquiera había reconocido su nombre en el bono que le había regalado Zephyr. Hasta que no había recibido el informe preliminar de su equipo de investigadores, no había caído en la cuenta de que ella había compuesto la mayor parte de la música que a él tanto le gustaba.

Y no le gustaba sólo a él. Cassandra Baker era número uno en ventas de música New Age. Neo no había esperado que una artista de tanto talento fuera, al mismo tiempo, tan modesta y sencilla.

A pesar de su sencillez, Cassandra tenía unos ojos de color ámbar impresionantes. Su expresión honesta y abierta lo cautivaba y su color era único y auténtico, a diferencia de las lentes de contacto coloreadas que solían llevar muchas de las mujeres con las que había tenido aventuras.

Fuera como fuera, Neo estaba deseando conocerla mejor. Además, ¿cuándo había sido la última vez que él se había permitido el lujo de disfrutar de una relación personal?

Cuando llegó a su casa, cuatro horas después, Neo descubrió que ella había dejado la puerta sin cerrar con llave. Le preocupó que no cuidara más su seguridad, pero le preocupó aún más el sonido de música que salía del pasillo. Lo más probable era que Cassandra ignorara que él había llegado.

Neo entró en la sala del piano, frunciendo el ceño.

–Buenos días, Neo –saludó ella, levantando la vista.

–Tenías la puerta abierta.

–Te dije que la dejaría así.

–No es aconsejable.

–Pensé que te gustaría poder entrar directamente a la clase.

Sin esperar a que ella lo ofreciera, Neo se sentó a su lado en el banco.

–No podías oírme llegar.

–No hacía falta. Tú sabes dónde está el piano.

–No se trata de eso

–¿No? –preguntó ella, mirándolo como si no comprendiera.

–No.

–Bien. ¿Empezamos donde lo dejamos la semana pasada?

Neo no estaba acostumbrado a que no escucharan su consejo. Pero, en vez de enojarse, no pudo evitar sentir admiración por el modo en que ella había retomado el tema que lo había llevado hasta allí. No era asunto suyo regañarla por dejar la puerta de la calle abierta, se dijo a sí mismo.

Neo disfrutó de la suave voz de Cassandra mientras ella lo guiaba. Su pasión por la música quedaba patente en cada una de sus palabras y en el modo en que tocaba el piano. Cualquier hombre daría un brazo por tener una amante que lo tratara con tan intensa dedicación.

Y aquel pensamiento explicaba la erección inexplicable que Neo experimentó durante algo tan inocente como una lección de piano.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CASSANDRA se tapó la boca y bostezó por tercera vez en diez minutos. Llevaba cinco semanas sin dormir bien durante la noche anterior a la clase de Neo. Al principio, había sido debido a su habitual ansiedad ante los extraños.

Pero la ansiedad había ido transformándose en anticipación. Y Cass no entendía por qué. Neo no se esforzaba en ser amistoso y, sin embargo, ella disfrutaba de su compañía. Además, él se tomaba sus lecciones en serio aunque era obvio que no practicaba durante el resto de la semana.

Sus modales podrían ser descritos como abruptos, arrogantes, se dijo Cass. Aun así, ella experimentaba en su presencia una paz que no había sentido con nadie antes. Intentó analizarlo, pero no pudo encontrar ninguna razón que explicara lo placentera que le resultaba su compañía.

Neo había empezado a mostrarse menos rígido con la regla de no perder tiempo en nada que no fuera el piano. No se quejaba cuando ella empezaba a hablar, siempre de su tema favorito, la música. Incluso le hacía preguntas inteligentes que mostraban un interés y un conocimiento inesperados.

Por eso, Cass no sintió reparos en mencionar algo que le había estado intrigando desde su primer encuentro.

–Conduces un Mercedes.

–Sí –repuso él mientras seguía tocando las notas que ella le había enseñado.

–Y llevas un traje de diseño. Pero no llevas un Rolex.

–Eres observadora –comentó él.

–Supongo que sí.

–Pero no entiendo adónde quieres llegar.

–Había esperado que condujeras un Ferrari o algo así.

–Ah, entiendo –dijo él y sonrió.

Al ver su sonrisa, Cass sintió de pronto mariposas en el estómago. Era algo muy raro, pensó ella. Nunca había sentido algo así con ninguno de sus alumnos ni con nadie. ¡Pero qué sonrisa! Era capaz de derretir a cualquiera.

–Pocas personas son tan abiertas como para admitirlo cuando descubren lo que consideran una incoherencia en un hombre rico.

–A mí no me gustan los subterfugios –dijo ella. No sólo odiaba las situaciones sociales, sino que las mentiras y las manipulaciones le producían pavor.

–Me alegro de saberlo –repuso él con una gran sonrisa.

–¿Ah, sí?

–Sí. Y volviendo a tu pregunta, si es que era una pregunta…

–Quizá, un poco entrometida, pero sí, era una pregunta –repuso ella, pensando que su acento griego era muy atractivo.

–No me molesta tu intromisión. Lo que me molesta son los paparazis que quieren conocer las medidas y el nombre de mi última novia.

–Sí, bueno… –dijo ella, sonrojándose–. Te garantizo que yo no te preguntaré esas cosas.

–No, tu curiosidad es mucho más inocente.

Y eso parecía complacerlo, observó Cass para sus adentros.

–Como respuesta, te diré que un hombre no amasa una gran fortuna malgastando el dinero en frivolidades. Mis ropas son necesarias para ofrecer cierta imagen ante mis inversores y clientes. Mi reloj es tan exacto y sólido como un Rolex, pero sólo me ha costado unos cientos de dólares y no varios miles. Mi coche es lo bastante caro como para impresionar, pero no excesivo. Lo considero sólo algo que me lleva de un sitio a otro.

–Tu coche no es uno de tus juguetes, como suele serlo para muchos hombres.

–Dejé de jugar con juguetes antes de salir del orfanato que nunca consideré mi hogar.

Cass había leído que él había vivido en un orfanato antes de dejar Atenas. Pero no se sabía mucho más de su infancia, que parecía envuelta por un halo de misterio.

Cass lo comprendía. Aunque su propia reseña biográfica informaba de que sus padres habían muerto, no decía nada sobre la enfermedad que había postrado a su madre. Ni mencionaba los años pasados en una casa poblada de silencio y de miedo a perder a la persona que su padre y ella más habían amado.

La muerte de su padre, víctima de un ataque cardíaco repentino, había sido noticia en todos los diarios de su tiempo. Sobre todo, porque había marcado el fin de las apariciones públicas de Cassandra Baker.

–Algunos hombres intentan reparar su infancia perdida viviendo una segunda infancia.

–Yo estoy demasiado ocupado.

–Sí, lo estás.

–Tú tampoco tuviste infancia.

–¿Por qué tomas clases de piano? –preguntó ella, que deseaba hablar de cualquier cosa menos de su infancia.

–Perdí una apuesta.

–¿Con tu socio? –inquirió ella.

–Sí.

–Si lo que dices es cierto, me pregunto por qué es tan rico como tú.

–¿Qué quieres decir?

–Se gastó cien mil dólares en unas clases de piano que tú no quieres. Eso me resulta muy frívolo.

–Sí quiero las lecciones –afirmó Neo, sorprendiéndose a sí mismo con esa afirmación.

–Me sorprende.

–Cuando era niño, quería aprender a tocar el piano. Entonces, no tuve la oportunidad. Ahora, tengo menos tiempo que dinero tenía cuando era niño.

–Aun así, has encontrado un hueco para las lecciones –observó Cass.

–Zephyr no lo considera una inversión frívola. Cree que necesito ocupar mi tiempo en algo aparte del trabajo.

–Al menos durante una hora a la semana –señaló ella. Sin embargo, comparada con los diez mil ochenta minutos que tenía una semana, no le pareció distracción suficiente.

–Eso es.

–Pero tu socio podría haberte conseguido clases con alguien por mucho menos dinero.

–Zephyr y yo creemos que es mejor contratar siempre al mejor. Tú eres una pianista maestra.

–Eso dicen –repuso ella. Y se lo habían dicho muchas veces desde que su talento musical había sido descubierto a la edad de tres años.

–Ahora te toca a ti responderme una pregunta.

–Como quieras –contestó Cass y se preparó para escuchar la pregunta que todo el mundo le hacía. Una pregunta para la que ella no había conseguido encontrar una respuesta satisfactoria.

–¿Por qué donas tus lecciones a la subasta benéfica cada año si eres compositora y pianista, no maestra?

Por un momento, Cass se quedó estupefacta porque él no le hubiera preguntado lo mismo que todo el mundo: por qué había dejado de actuar en público.

–Muchos nuevos pianistas quieren estudiar conmigo. Así les doy una oportunidad de hacerlo.

–¿Por qué?

–Porque, aunque prefiero tener una vida retirada, sin desconocidos a mi alrededor, a veces me siento sola. Y no quiero convertirme en una ermitaña –aseguró ella.

–¿Te sentiste decepcionada al descubrir que tus lecciones habían sido adquiridas por un novato?

–No, decepcionada, no. Nerviosa. Y asustada. Me preocupó tanto, que le pedí a mi manager que me ayudara a librarme de ello –confesó Cass.

–Tu manager no vino a vernos ni a Zephyr ni a mí.

–No.

–¿Y por qué estabas tan asustada? –inquirió Neo, mirándola con atención–. Ya habías dado clases antes.

–No a un multimillonario famoso.

–Soy como cualquier hombre.

–Para ser un hombre que aprecia la sinceridad, mientes con demasiada facilidad. No es posible que pienses que eres como cualquiera.

–Eres más observadora de lo que había creído –indicó él con una sonrisa.

–No eres como cualquiera y tú lo sabes.

–Pocos hombres tienen la determinación necesaria para conseguir lo que Zephyr y yo hemos logrado –admitió él, encogiéndose de hombros.

–¿Y, sin embargo, Zephyr se preocupa porque tu estás demasiado entregado al trabajo?

–Mi médico me descubrió algunos problemas de salud en el último examen. Gregor, que es amigo de Zephyr además de mi médico, se lo contó a él.

–Te sorprendió tener problemas, ¿verdad? –preguntó Cass, segura de conocer la respuesta.

–¿Cómo lo sabes?

–Me da la sensación de que eres un hombre que se cuida físicamente, además de ocuparse de mantenerse en la cúspide del éxito. Te sorprendería mucho descubrir que algún elemento había escapado a tu control.

–Pensé que eras pianista, no psiquiatra.

–Es más fácil observar a los demás que interactuar con ellos –explicó Cass–. Es normal que alguien tan curioso como yo intente comprender a los demás.

–Pues has dado en el clavo.

–Gracias por admitirlo. Yo también aprecio la sinceridad.

–Algo importante que tenemos en común.

–Sí. La otra cosa es que los dos queremos que aprendas a tocar el piano. Volvamos a la lección –señaló ella, intentando no prestar atención a la sensación que la embargaba ante su cercanía en aquel banco.

Cass no podía explicarse su reacción ante Neo ni tenía con qué compararla. A la edad de veintinueve años, no tenía ninguna experiencia con el sexo. No había tenido tiempo para salir con nadie cuando había estado dando conciertos por todo el mundo. Después de dejar las actuaciones en público, no había salido en absoluto.

Y tampoco había sentido nunca, antes de conocer a Neo Stamos, esa extraña sensación en el vientre. Ella había leído sobre la excitación sexual, pero nunca la había experimentado. Lo que la convertía en un bicho raro a los ojos del mundo.

Cuando los pezones se le endurecían, cada vez que Neo Stamos se sentaba a su lado en el banco del piano, se mordía la lengua para no gritar. A veces, incluso le sucedía sólo con pensar en él.

En ese momento, sintió que se le aceleraba el corazón y que le temblaban las piernas. Tenía que controlar sus reacciones antes de quedar como una tonta, pensó. Sin embargo, nada de lo que se dijera era efectivo para mitigar el ardor que sentía por su alumno.

Así que Cass intentó hacer lo que siempre hacía cuando las cosas se ponían difíciles: concentrarse en su música. No siempre funcionaba. Sin embargo, puso los dedos sobre las teclas y se obligó a enseñar a Neo unos acordes.

–Tocas el piano como un ángel –dijo Neo.

Su voz vibrante y profunda no hizo más que exacerbar las sensaciones físicas que tanto intranquilizaban a Cass.

–Deberías oírme tocar de verdad, éstos son sólo acordes.

–Quizá, algún día.

–Quizá –repitió Cass. Sin embargo, rara vez hacía ella la excepción de invitar a un oyente–. Ahora te toca a ti.

Neo lo intentó con torpeza, hasta que Cass posó sus dedos sobre los de él para guiarlo. Cuando sonó la alarma del reloj de Neo, él había empezado a hacerse con la melodía y ella estaba hecha un manojo de nervios.

–Existen ejercicios que puedes practicar para dar agilidad a los dedos –comentó ella sin levantar la vista–. Imagino que si te sugiero que practiques durante la semana será una pérdida de tiempo.

–Estoy disfrutando más de lo que esperaba –repuso él, encogiéndose de hombros.

–Me alegro –dijo ella y sonrió–. La música es un bálsamo para el alma.

–Puede serlo.

Tras un momento de silencio, Neo se levantó y se miró el reloj.

–No te prometo que vaya a practicar mucho, pero haré que me lleven un piano a mi casa. Mi secretaria te llamará para que le recomiendes uno.

 

 

La secretaria de Neo llamó, pero no fue para pedirle consejo sobre qué piano comprar, sino para cancelar la siguiente clase. La semana siguiente, él estaría fuera de Seattle.

Sin embargo, por desgracia para Cass, las visitas del multimillonario a su casa no habían pasado desapercibidas para los medios de comunicación.

El martes por la mañana, Cass se despertó con el sonido de voces y coches ante su puerta. Se asomó a la ventana de su dormitorio y miró hacia la calle.

Había tres furgonetas de la televisión y un par de coches aparcados ante su casa. Alguien llamó a su puerta. El timbre siguió sonando mientras Cass se vestía a toda prisa. No tenía por qué responder. Los ignoraría sin más. Ella ya no era un personaje público. Los periodistas no tenían ningún derecho sobre su tiempo ni sobre su persona.

Alguien golpeó las puertas del balcón de su dormitorio y ella gritó. No era más que un periodista que había trepado por la fachada. Pero el pánico hizo presa en ella, inmovilizándola.

Agarró el teléfono de su mesilla de noche y llamó a su manager. Cuando le contó a Bob lo que estaba pasando, él le pidió que se calmara. La atención de los medios era buena para la venta de sus discos.

Cass no se molestó en discutir. Estaba esforzándose mucho en no sucumbir al estrés. Colgó y llamó al despacho de Neo, encogiéndose con cada llamada de los periodistas.

Le respondió el buzón de voz y Cass dejó un mensaje entrecortado y colgó.

Entonces, corrió al baño, se encerró en él y rezó por que los periodistas se fueran.

 

 

Cass seguía allí, hecha un ovillo entre la vieja bañera y la pared, cuando alguien llamó a la puerta del baño.

–¡Cassandra! ¿Estás ahí? Abre la puerta. Soy Neo.

Neo estaba fuera de la ciudad, pensó Cass. Eso le había dicho su secretaria.

–Cassandra, abre la puerta –insistió él, intentando forzar el picaporte.

Parecía la voz de Neo, pensó Cass, pero no era posible que él estuviera allí. Sin embargo, algo en su cabeza le dijo que era mejor abrir la puerta.

–Por favor, abre la puerta –pidió Neo con voz amable.

Cass hizo un esfuerzo para ponerse en pie. Tenía los músculos entumecidos.

–Ya… voy.

–Bien. Gracias. Abre la puerta.

Cass abrió la puerta. El hombre que se encontró allí delante no tenía el aspecto imperturbable tan habitual en Neo. No llevaba la chaqueta puesta y tenía un agudo gesto de preocupación.

–Yo… ellos… alguien filtró a los medios lo de tus lecciones de los martes –balbuceó Cass, frotándose la cara.

–Sí.

–Pensé que iban a entrar.

–Mejor que no lo hicieran.

Cass asintió.

–Parece que te vendría bien una ducha caliente. Te prepararé un té.

–Yo… sí, es una buena idea –repuso ella, mirando a su alrededor.

Al verse en el espejo, Cass se dio cuenta de que estaba hecha un desastre. Tenía el pelo enmarañado, los ojos hinchados, estaba pálida y tenía manchas de sudor en la camiseta. Necesitaba algo más que una ducha. Necesitaba una completa transformación.

Pero tendría que conformarse con una larga ducha caliente y un té.

–¿Estás bien? ¿Puedes quedarte sola?

–Sí –contestó Cass, mortificada por su comportamiento.

Cass no se preguntó cómo habría entrado en él en la casa hasta que hubo terminado su ducha de veinte minutos. Se secó el pelo con una toalla. Se puso ropa limpia y bajó las escaleras.

Neo la estaba esperando. Había dejado una taza de té humeante sobre la mesa.

–Bebe.

Cass se sentó y le dio un trago. Se atragantó un poco. Estaba demasiado dulce.

–¿Cuánta azúcar le has puesto?

–La suficiente. El té dulce te sentará bien. Es bueno para calmar los estados de shock.

–Pareces muy seguro.

–Llamé a mi secretaria y le pedí que se informara.

–¿Y cómo has entrado en mi casa?

–Bob me dejó entrar.

–Recuerdo que vino –admitió Cass. No había dejado entrar a Bob en el baño, pensando que su manager intentaría convencerla de que concediera entrevistas.

–Cuando yo llegué, sólo quedaba una furgoneta de la televisión.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Dejaste un mensaje en mi buzón de voz.

–Creí que estabas fuera de la ciudad.

–Lo estaba.

Y había vuelto. ¿Para ayudarla?, se preguntó Cass, sin poder creerlo. De todos modos, se alegraba de que él estuviera allí. Miró el reloj que había en la pared y se dio cuenta de que era por la tarde.

Había pasado más de ocho horas encerrada en el baño. No era de extrañar que hubiera tenido los músculos tan entumecidos.

–Me siento como una tonta.

–No eres una tonta –afirmó Neo y se sentó a su lado–. Sufres ansiedad relacionada con actuar en público.

–Sí, pero hoy no se esperaba de mí ninguna actuación.

–¿No? ¿No es eso lo que esperan los paparazis? Nos exigen que actuemos para satisfacer el morbo de la audiencia.

–¿Crees que Bob filtró la noticia de las lecciones a los medios? –preguntó Cass.

Neo agarró una revista rosa de la mesa y la colocó ante ella. Había una foto tomada con teleobjetivo de él entrando en casa de ella.

–Creen que eres algo más que mi profesora de piano. Creen que eres mi última amante.

Cass se estremeció ante la perspectiva de ser asediada por los medios a causa de un error.

–Y, cuando los periodistas han descubierto quién eres, eso ha incrementado su interés.

–Supongo que es bueno que hayas cancelado tu clase de hoy, sino te habrías topado con ellos.

–Te pido disculpas por lo que ha pasado –dijo él–. Mi jefe de prensa lo ha desmentido todo y ha difundido los detalles de las clases, pero me temo que, tal vez, los medios tarden un poco en dejar en tema.

–No pasa nada. He sido una exagerada.

–La mayoría de la gente se sentiría intimidada por tener un montón de paparazis ante su puerta.

–Y en mi balcón.

–¿Qué quieres decir?

–Alguien trepó por la fachada e intentó hacer que abriera las puertas del balcón.

–Eso es inaceptable –señaló Neo, furioso.

–Sí. Me asusté –confesó Cass. Lo malo era que ella ya no podía distinguir entre lo que era miedo normal y lo que era resultado de su fobia social.

–Es comprensible.

–Imagino que no quieres dar clase hoy.

–Tal vez sí –contestó él, sonriendo–. Después de que hayas comido.

Neo envió a uno de sus guardaespaldas a comprar comida para llevar.

–Tu manager quería quedarse para hablar contigo, pero yo le pedí que se fuera –señaló Neo mientras comían.

–Gracias. Lo más probable era que quisiera que yo diera entrevistas.

–Eso pensé –dijo Neo.

–No estoy segura de por qué llamé a tu despacho, ahora que lo pienso. En ese momento, no estaba pensando con claridad.

–Yo me alegro de que lo hicieras. Es obvio que yo soy la causa del problema. Debo también buscar una solución.

–Neo Stamos, creo que eres un buen hombre.

Neo pareció estupefacto ante sus palabras, pero se recompuso enseguida.

–Lo tomaré como un cumplido.

No dieron clase después de cenar, pero Neo se quedó hasta las nueve, cuando el vino y el bajón de adrenalina causaron su efecto en Cass y ella empezó a bostezar.

–Necesitas descansar.

–Sí. Estoy agotada –dijo ella, riendo con suavidad.

–Claro. Duerme.

–Eso haré.

Cass pensó que él iba a besarla cuando lo acompañó a la puerta, pero Neo no hizo más que tocarle el hombro y repetirle que debía descansar.

Qué ingenua, se dijo a sí misma. ¿Por qué iba a querer besarla un hombre como Neo Stamos? Ella no era su tipo. Además, estaba su «problema».

En los últimos tiempos, había empezado a salir de casa poco a poco. De vez en cuando, iba a comprar comida a la tienda del barrio donde había ido desde niña. Y, aunque hacía casi todas las compras por Internet, también podía ir a tiendas conocidas, si lo necesitaba. Había superado también la ansiedad que le producía grabar en el estudio, siempre que los técnicos y el productor no cambiaran. Y siempre que su manager no invitara a nadie a ver la grabación.

Pero lo que había pasado esa mañana demostraba que su problema no se había solucionado. No tenía ni idea de cuánto tiempo se habría quedado en el baño si Neo no hubiera llegado. Sin duda, el saber que Bob estaba allí no había hecho más que aumentar su ansiedad, sabiendo que él iba a intentar sacar provecho de la situación.

En realidad, Cass no entendía por qué la presencia de Neo la había ayudado tanto. Pero se sentía muy agradecida por ello.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A LA mañana siguiente, Cass estaba trabajando en una composición para su nuevo disco cuando sonó el timbre. Lo ignoró. Esa mañana no habían aparecido periodistas ante su puerta y Neo había enviado una nota de prensa a los medios que había calmado los rumores. Sin embargo, siempre podía haber algún reportero intrépido que quisiera conseguir una entrevista con la «pianista reclusa».

Además, Cass no solía abrir la puerta a vendedores.

El timbre sonó de nuevo. Sus conocidos sabían que debían llamar por teléfono antes de visitarla, así que Cass decidió ignorarlo y siguió tocando.

Entonces, sonó el teléfono.

Suspirando con frustración, Cass se levantó.

–¿Hola?

–¿Señorita Baker?