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En los años cuarenta comienza de modo estable el trabajo del Opus Dei en Barcelona. Alfons Balcells, testigo de primera mano, narra en este libro muchos de sus recuerdos personales, vinculados a aquellos primeros pasos. Entre esos recuerdos, evoca con especial detalle sus primeros encuentros con san Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, el impacto de su mensaje en la sociedad catalana y, sobre todo, en su propia vida de médico recién licenciado.
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Veröffentlichungsjahr: 2009
Palabras de un hermano mayor
Presentación (de excusas)
I. Orígenes
Mis padres
El colegio de Caspe
La familia y los amigos
Los veranos
Lecturas y aficiones
II. La Universidad Autónoma de Cataluña
Estudiantes católicos
El padre Vergés
Más activismo religioso
La Universidad de la «Magdalena»
Inquietudes políticas
La «militarada»
III. Barcelona en guerra
De escondite en escondite
En el Clínico
De Barcelona a La Molina
Planes de fuga
«Zona nacional»
La guerra más cerca
Gente del Opus Dei
Escrivá, un fundador atípico, por normal
Viajes a Barcelona
Escribiente y censor
IV. ¿Normalidad?
El Opus Dei llega a Barcelona
«Quiero ser normal»
«A Alfons, contádselo todo»
La «guerra» continúa
Ahora sí termina la guerra
V. Expulsado
La expulsión
Un sermón de los que hacen época
Reacción en casa
Una campaña general
Aquella tarde
Ambiente enrarecido
La actitud de los del Opus Dei
«Súfralo por el Señor y por su Opus»
El «padre Botella»
El profesor Richard Siebeck
Una llamada a servir a Dios
VI. La vida continúa
«La Clínica»
Ser del Opus Dei
Un viaje histórico a Roma
Trabajo en Barcelona
El Opus Dei empieza a funcionar
«Yo no querría ser sacerdote»
Monterols
Oposiciones, «cuadros» y trincas
VII. Por el momento, dejémoslo
Galería fotográfica
Distintos motivos me han llevado a que sea yo el que cumpla con el deber de presentar este libro preparado por mi hermano Alfons poco antes de fallecer en Barcelona a la edad de 87 años.
En primer lugar, el hecho de ser el único superviviente de los cuatro hermanos Balcells Gorina, aunque haya sido el mayor de todos ellos. Hablar sobre cualquiera de mis hermanos es un enorme placer para mí porque me da la oportunidad de pensar, con afectuoso reconocimiento, en la educación que recibimos de nuestros padres Eduard y Eugènia.
En la formación que procuraron transmitirnos, podríamos encontrar una serie de valores humanos que se manifestaron en sus vidas, junto con un afán por hacernos aprovechar todas las oportunidades que nos ofrecían nuestros estudios y que se tradujeron en un gran amor por nuestras respectivas carreras. Ellos procuraron que todo estuviera bien impregnado de una recia y bien fundamentada piedad cristiana.
En el caso de Alfons, destacaron siempre en su práctica profesional la atención a las personas, propia de un médico abnegado, la dedicación a la investigación y la preocupación por los grandes problemas de la sociedad. No sólo se ocupó de su entorno inmediato, también se proyectaba más allá, mediante su intervención en la política –a través sobre todo de su prestigio docente, que le llevó a ser rector de la universidad de Salamanca, una de las históricas– y de su presencia en entidades de inspiración cristiana.
Como buenos hermanos, siempre nos quisimos y coincidimos en casi todo, aunque concretamente en materia política nuestras posiciones tenían matices distintos. Tengo que decir que, especialmente en el ámbito espiritual, él influyó mucho en mi vida, sobre todo a raíz de su encuentro con el Opus Dei y del trato que tuvo con San Josemaría Escrivá. Le agradezco las orientaciones que supo darme para convertir las circunstancias de mi vida profesional y familiar en camino de santificación con la alegría y la paz que esto ha supuesto.
Yo conocía el contenido de las memorias de mi hermano Alfons y sabía que deseaba publicarlas. Lástima que él no haya podido ver cumplido su deseo en vida. Como persona conocedora de sus palabras, de los acontecimientos de su vida y del proceso redaccional de estos recuerdos, creo que responden a lo que él deseaba expresar. Autentifico con verdadera satisfacción todo lo que se dice aquí y, en relación a muchos de los temas que se tratan, me siento tan identificado que –como alguien ha dicho– parezco más un hermano gemelo que un hermano mayor. Me refiero sobre todo a los temas referentes a nuestra familia y también a todo aquello que se refiere a actitudes frente a determinadas cuestiones religiosas.
Como suele pasar, sus páginas han sufrido retoques de estilo –para evitar repeticiones o rimas internas, para simplificar alguna construcción– y, en algunos casos, se han encontrado expresiones distintas para dibujar con más nitidez la figura del protagonista. Toda esta tarea, que de ordinario hace el autor, en esta ocasión he tenido que hacerla yo. Agradezco su colaboración a todos aquellos que me han ayudado, a tantas personas que, con sus oportunas preguntas, provocaron en su momento las respuestas, recuerdos y reflexiones de mi hermano. La selección de ilustraciones no se pudo hacer en vida del propio protagonista, mi hermano Alfons. Lo hago ahora, con la ayuda de mi hija Eugènia, tratando de reflejar gráficamente las distintas etapas de su vida.
Santiago Balcells Gorina
Dr. Arquitecto
Barcelona, enero de 2009
Tengo una sensación muy fuerte de haberme traicionado. Una especie de aguijón inmaterial, que me recuerda continuamente que yo siempre había dicho que no escribiría recuerdos ni memorias. Me lo he repetido tantas veces, a lo largo del tiempo. Me parece un ejercicio de pedantería, que entiendo en casos que no sean el mío. Mucha gente que escribe recuerdos tiene cosas que contar, interesantes de verdad. Y no yo.
Pero muchos amigos me han animado a hacerlo, y he accedido. Me decían que lo que contaba era una trayectoria, la mía, aún inacabada, que era parte de nuestra historia, de la historia de este país, y que la tenía que ir contando. Durante años, le he dedicado bastante tiempo. La verdad es que me engañaba a medias diciendo que recogía este material para un relato más general, que algún otro escribiría, y que quién sabe si se publicaría.
Lo he titulado MEMORIA INGENUA. Un ingenuo es, en el sentido original, «quien ha nacido libre y no ha perdido su libertad» y también, por extensión, quien es sincero, candoroso, de una franqueza inocente y sin disimulo. En este sentido, la ingenuidad puede que sea una virtud. No sé si es muy frecuente. Yo me apunto a esta interpretación. He procurado ser muy llano.
Cuento las cosas creyendo sinceramente que la mayoría de las veces soy sólo un protagonista muy secundario y casual de los hechos. Otras veces, el recuerdo que ofrezco lo tendrán que aceptar los lectores, porque yo soy el único testigo de primera mano. O el único que sigue vivo en estos momentos.
Pero me gustaría que leyerais este relato, especialmente cuando no haya contrastes, con la vista puesta en el título.
Teniendo en cuenta lo dicho, no soy partidario de clasificar a la gente, de encasillar a nadie en posiciones fijadas de antemano: si alguna vez lo he hecho, pido disculpas. A mí tampoco me gusta que me clasifiquen, ni siquiera como médico o como ciudadano políticamente inquieto (dentro de la derecha más o menos civilizada, como se dice ahora, el «centro»), o como «gente de orden», o como miembro del Opus Dei. De hecho, definir una persona con pocas palabras seguramente siempre es injusto. Los tópicos casi nunca sirven para definir a seres racionales y libres, que eso somos los humanos. Y cuando te encuentras en esa situación, como observándote desde fuera, lo ves aún más claro.
También tengo que decir que es muy difícil escribir en el presente sobre el pasado. Podría ser que, en este intento, haya desfigurado un poco la realidad, o haya maquillado a los personajes para hacerlos más actuales, ya que es en la actualidad donde esto va a ser leído. Quizá sea cierto que la Historia sufra y salga malparada con la pequeña aportación de esta historia, pero la verdad es que no me importa mucho: no he intentado escribir Historia, sino vivencia. Y la vivencia se conserva incorporada a todas las experiencias posteriores. También por eso, cada historia personal es ingenua.
La estructura de estos recuerdos ha nacido a partir de una investigación previa. Primero, recogí datos de la familia, contando sobre todo con quien, después de la muerte de todos los de la generación precedente, es hoy cabeza del clan: Santiago Balcells Gorina, mi hermano mayor. Después, he procurado reunir documentación sobre distintos momentos importantes de mi vida: epistolarios, crónicas vivas de cada época, anuarios e historias de diferentes instituciones, memorias universitarias, biografías de personajes colaterales. Y algunas fotografías del álbum familiar.
Y finalmente, hilvanando un primer esquema, sólo ha hecho falta ir haciendo memoria para extraer de ella los recuerdos personales y sazonarlos con comentarios y precisiones que hicieran el relato más o menos comprensible y completo.
Al menos, lo he intentado.
Alfons Balcells Gorina
El 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo a Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono de Austria-Hungría, y a su esposa, Sofía de Hohenberg. Los ánimos, ya encendidos desde tiempo atrás en toda Europa, se exaltaron aun más. Un mes después, el 28 de julio, el imperio declaraba la guerra a Serbia, por considerarla instigadora corporativa del magnicidio. Al día siguiente, Rusia, la gran protectora de los eslavos, movilizaba todas sus tropas. Alemania, el día 31, reunía las suyas, y en pocas horas, Francia, alarmada, hacía lo mismo. El 1 de agosto se declaró la guerra y el día 2 Alemania invadía Luxemburgo, camino de París. De poco sirvieron los clamores desesperados de Pío X desde su lecho de muerte.
En los territorios más cercanos a nosotros la situación tampoco era pacífica, pese a que, el 5 de agosto y con la oposición de Romanones, Eduardo Dato declaró la neutralidad de España en el conflicto europeo. Pretensión vana, ya que aquí se cocía, también desde hacía tiempo, otra guerra, de momento aún latente.
El régimen español estaba abocado a la crisis final de la restauración iniciada en 1876. Se habían acentuado hasta el extremo las diferencias entre la España real y la oficial. Los gobiernos de Madrid se sucedían rápidamente, relevándose Dato, Romanones y García Prieto, y de poco serviría que, ya en el año 1918, el gobierno de Maura fuera un gobierno de concentración, con Cambó de ministro de Fomento.
El 6 de abril de 1914, se había creado la Mancomunidad de Cataluña, y Enric Prat de la Riba había empezado a poner en marcha su proyecto de país, intentando desmarcar las cuatro provincias catalanas del desastre general. Era, como decía el diario La Vanguardia del 28 de enero de 1915, con el lenguaje alambicado que le caracterizaba en aquella época, «la expresión de que un ser vivo adquiere conciencia de sí mismo y tiene valor para luchar por su propio existir». Sin embargo, el proyecto autonómico catalán desató suspicacias desde el centro y también intentos de emulación por parte de las demás comunidades históricas del Estado. Especialmente en Madrid, los catalanes continuaban despertando inquietudes y la capital de España redescubrió su secular vocación centralista.
El «proyecto catalán» llegaba demasiado tarde. Las competencias de la Mancomunidad no permitían demasiadas maniobras y la situación social, aquí insostenible desde tiempo antes, también desembocaría en el mes de agosto de 1917 en una huelga general y salvaje, intervención del ejército incluida. Este fenómeno se repetiría un año y medio más tarde, entre el 24 y el 31 de marzo de 1919, circunscrita en este caso a la ciudad de Barcelona, ya que fue provocada a raíz del conflicto de La Canadiense. Prat de la Riba ya había muerto en aquel momento. Se declaró el estado de guerra; el Banco de Barcelona quebró; aparecieron los pistoleros y el ruido de sables se oía cada vez más cerca.
La ruptura social y política era irreversible.
El amor entre Eugènia y Eduard fue fecundo de nuevo y el día 5 de abril de 1915 nació Alfons, su segundo hijo. La vida de un nuevo ser humano tenía entonces un feliz y pacífico inicio...
¿Feliz? ¿Pacífico? No parecía el mejor momento para traer un hijo al mundo.
A pesar de todo, aquel que había sido concebido tan feliz y pacíficamente, nació beligerante y combativo. Según sus padres, más que ningún otro de sus hijos.
Mi madre era una mujer valiente, que aún afrontaría otro embarazo antes del fin de la Gran Guerra.
Mis padres eran Eduard Maria Balcells1i Buigas y Eugènia Gorina i Sanz. Los dos procedían de familias muy numerosas, de doce hermanos cada una, aunque sólo siete u ocho de ellos habían llegado a adultos. El abuelo Jaume Gorina, padre de Eugènia, se había quedado viudo y con hijos, y se volvió a casar con la viuda de su hermano Pere, que tenía dos hijos. De este nuevo matrimonio nacieron más hijos, de forma que los abuelos Gorina, al hablar de su numerosa prole, distinguían entre los «míos», los «tuyos» y «nuestros» hijos.
Eduard, mi padre, que había estudiado para arquitecto, conoció a Eugènia, mi madre, en un cotillón en Caldes de Malavella, en el balneario de Vichy Catalán, gracias a la insistencia del tío Lluís, hermano de mi padre, que le llevó hasta allí casi a la fuerza. Eduard no se sintió cohibido en absoluto: de hecho, una vez embarcado en la aventura, cogió las riendas de la fiesta y se dedicó a hacer de maestro de ceremonias. Fue justo en esas tareas organizativas donde coincidió con Eugènia Gorina, también mandona por naturaleza. El flechazo fue instantáneo.
Sin embargo, tuvieron que vencer algunos prejuicios, ya que Eduard tenía 35 años –ya se entiende la insistencia del tío– y Eugènia sólo 22. Además, los padres de ella consideraban que él, «un arquitectillo de medio pelo», no era nadie para casarse con «una Gorina de Sabadell», célebre familia de fabricantes industriales.
Pero como, de hecho, aquellos «Gorina de Sabadell» ya no vivían en Sabadell sino en Barcelona –eso sí, en el Paseo de Gracia–, muy cerca de la casa de los abuelos Balcells, Eduard no dejó de ir tras Eugènia, y se salió con la suya.
El 17 de octubre de 1912 tuvo lugar el enlace matrimonial en la Parroquia de la Concepción.
Su primer hogar fue un pequeño piso de la calle Bruc, donde nació Santiago, justo un año más tarde.
Yo llegué un año y medio después. Mis padres, cuando ya me esperaban, se habían trasladado a un piso más amplio en la calle Pau Claris 75. Más adelante, nació Albert en 1918 y Josep Antoni en 1920.
Éramos pues, cuatro hermanos. Según el mayor, Santiago, el más mimado era el tercero, Albert, a quien llamábamos Beto, pronunciado a la catalana Betu. De pequeñito padeció una especie de infección intestinal que por poco le causa la muerte y que se prolongó durante largo tiempo. Por este motivo, los dos mayores le protegíamos de modo especial. A pesar de todo, en una ocasión en que a Beto le cortaron el pelo a la romana, Santiago y yo nos burlábamos de él diciéndole que parecía una niña.
Yo siempre he admirado mucho a mi hermano mayor, Santi, a quien llamábamos «l’hereu»2. Y como él, yo tenía cierta debilidad por Beto, sobre todo durante su infancia y adolescencia. Pero muy pronto empecé a mirar aun con mejores ojos al pequeño, Tònio. Le quería mucho.
Mis primeros recuerdos se sitúan en aquella casa de la calle Pau Claris, y en la escuela de las monjas francesas de Saint Joseph de Cluny, en la esquina de Bruc con Provenza. En Cluny estudié los primeros cursos de primaria. De aquellos momentos me han quedado grabadas en la memoria muchas cosas, en especial del ámbito religioso. Por ejemplo, me inculcaron la devoción a Santa Teresita del Niño Jesús, sobre todo por una especie de complejo que yo tenía entonces, y que sufrí hasta los siete u ocho años. Mi madre lo padecía tanto o más que yo mismo, hasta que un buen día me propuso hacerle una novena a la santa. Y aquello se terminó. En agradecimiento, en casa nos suscribimos a la revista Lluvia de rosas.
Era tímido, muy tímido. Pasaba muchos apuros, en especial a la hora de las presentaciones, cuando venían visitas a casa. Santi se reía mucho de esto, pero me ayudó a superarlo.
Yo era de risa fácil si el ambiente era propicio. Pero –en honor a la verdad– también era de lágrima fácil cuando las cosas no iban bien. En esos casos, el abuelo Gorina me tomaba el pelo diciéndome que a ver si no tendría yo una esponja en la nuca.
A los nueve años, siguiendo la tradición familiar, me enviaron al Colegio Sagrado Corazón de la calle Caspe, regentado por los padres jesuitas. Allí cursé el Bachillerato.
El cambio de colegio fue un drama. No era sólo el trauma subjetivo que comportan este tipo de novedades en muchos niños, ni la inicial dificultad de adaptación a nuevos compañeros y costumbres. A todo esto se sumaba el hecho de dejar el ambiente entre algodones que me había rodeado atrás en Cluny y las delicadezas que teníamos con las monjas.
–Mère, j’ai fini! les decíamos, al acabar los deberes de clase, mientras levantábamos la manita, muy repeinados, monos y formalitos.
Y venía la monja, solícita y dulce:
–O, très bien, mon petit garçon, très bien.
Con tan sólo nueve años, entraba entonces en el entorno disciplinado y recio de los jesuitas de Caspe. Un ambiente varonil, seco, de pocas florituras verbales, pero a la vez de una gran vitalidad espontánea, entre gente que no paraba de correr arriba y abajo. Me río yo de los que hablan tanto de la férrea disciplina de los jesuitas, atribuyéndoles no sé qué traumas. En los jesuitas había disciplina, claro, pero también buenas dosis de libertad, que la mayoría de los profesores sabían administrar y hacer respetar en su justa medida y en los momentos y ámbitos más adecuados.
Pero yo me había incorporado a un curso superior al que por edad me correspondía. Y eso fue una tragedia. Todo en su conjunto me desconcertó mucho: así que el primer día de clase volví llorando a casa.
Suerte que, una vez más, Santi me apoyó. No acabé de superar el disgusto sino al cabo de un año y, de hecho, perdí el curso. Conservé sin embargo una buena relación de amistad con algunos de mis compañeros de aquella clase, como Ignasi Agustí.
Eso sí, una vez acostumbrado al nuevo sistema, el ascenso fue imparable, y hacia el final del Bachillerato las «Dignidades» y otras distinciones características de aquellas escuelas no tenían ya secretos para mí. Que mi familia recuerde, al menos logré ser «Príncipe» en Biología y en Química.
La maduración intelectual también empezó en tercero de Bachillerato, al pasar de la pura memorística a la reflexión. El estudio ya no consistía sólo en aprender datos sino también en pensar. Este cambio de perspectiva lo asocio a una asignatura que se llamaba Derechos Éticos y Cívicos y Rudimentos del Derecho. En las primeras sesiones de aquella materia no entendí ni una palabra, hasta que me di cuenta de que era necesario profundizar personalmente en los apuntes tomados en clase. A los doce años, pues, me enteré de que los estudiantes debíamos estudiar.
En sexto –entonces el último curso de Bachillerato–, reconozco que hice bastantes novillos. Me iba a estudiar a casa cuando preveía que alguna clase iba a ser una pérdida de tiempo. Por ejemplo, la de inglés: le hacíamos la vida imposible al pobre profesor y él no sabía mantener la autoridad. También me iba muchas mañanas y tardes a la Biblioteca de Cataluña y a la hemeroteca municipal, instalada en la Casa de l’Ardiaca, delante de la Catedral. Leía mucho. En especial libros de biología. La mayor parte del fondo bibliográfico –al menos lo que a mí me interesaba– estaba abierto a todo el mundo. No hacía falta pedir los libros, lo cual, siendo yo entonces muy tímido, seguramente me habría disuadido. El ambiente era tranquilo y silencioso, como a mí me gustaba, y pienso que no debía yo ser tan repelente ni rara avis como podría parecer, ya que la biblioteca estaba de bote en bote cada día. Uno de los asiduos era Guillem Díaz-Plaja Contestí, que era poco mayor que yo, y ya ejercía de amante de las letras.
Me relacionaba más o menos con todo el mundo, pero a quien recuerdo con más afecto, especialmente porque después continuamos tratándonos y estudiamos la carrera de Medicina juntos, es a Josep Maria Sagrera Malaret, que llegaría a ser radiólogo.
Otro buen amigo del Bachillerato fue Manuel Tusquets, que murió en la Ciudadela el mismo 18 de julio, primer día de la guerra. Los Tusquets veraneaban en Sant Pol y yo estuve algunas veces en su casa. Los dos editamos una revistilla llamada Cóndor, para uso interno del curso. Estaba toda hecha a mano, dibujos y textos. Aunque aquello duró muy poco, fue el inicio de mi afición posterior a la escritura.
Algunos domingos por la mañana íbamos con la pandilla a pasear por el Paseo de Gracia siguiendo las salas de exposición. Otras veces bajábamos hasta el Arco de Triunfo para escuchar a la banda municipal, que tocaba en uno de los palacetes construidos para la exposición de 1888. Tal vez fuera el de Bellas Artes, donde se inauguró la exposición el 20 de mayo de aquel año 88: tiempo después sería derribado. En alguna ocasión, se había organizado una comida familiar en el terreno que tenían los Escolà, amigos de la familia, en la falda de la colina de Monterols, junto a la calle Balmes. Quién me iba a decir que, pasado un tiempo, en aquel terreno se construiría un colegio universitario, del que yo sería el primer rector.
También íbamos a menudo a patinar a las dos pistas de skatingsituadas en la Diagonal, una frente al Turó Park y la otra cerca del antiguo hospital de San Juan de Dios, donde ahora está el centro comercial L’Illa. Una de las primeras veces que patinaba, cuando aún estaba aprendiendo y a duras penas me mantenía en pie sobre los patines, uno de mis primos me empujó por la espalda, no para derribarme sino con la idea de jugar a trenes. Aún me dura el escalofrío. Acabé cayéndome al suelo y me quedé unos instantes inmovilizado, anestesiado, con una especie de parálisis respiratoria. Pensé que me moría. Nunca ha vuelto a sucederme nada semejante.
Durante el curso académico en Barcelona, mis padres acostumbraban a salir, después de cenar, al Salón Rosa o a la Granja Royal de la calle Pelayo. Éramos la típica familia burguesa de Barcelona.
En una ocasión, Santi y yo fuimos con mis padres a la Royal para asistir a un concierto de violín de Eduard Toldrà, un compositor de Vilanova que más tarde sería el primer director de la Orquesta Municipal de Barcelona. En cambio, no iban al cine y raras veces acudían al teatro. Tan sólo recuerdo una ocasión en la que fuimos con ellos a ver una representación de La vida es sueño, de Calderón de la Barca.
Eso sí, a mis padres les encantaba la ópera y cuando podían –porque alguien les dejaba unas localidades– iban al Liceo. Disfrutaban mucho: nunca fueron por compromiso, ni para quedar bien o por motivos sociales. Alguna vez, cuando la familia Pellicer cedía a mis padres el palco que tenían en propiedad, les acompañábamos los dos hijos mayores. Los Pellicer eran accionistas importantes del Banco Comercial Transatlántico (el que después sería el Deustche Bank), de capital mayoritariamente alemán.
Lo que realmente les gustaba a mis padres era salir de paseo por la noche y levantarse más bien tarde cuando podían.
Mi padre solía asistir a misa de nueve y media cada día, antes de ponerse a trabajar en el estudio. Mi madre también tenía esa costumbre, pero iba más tarde, a las doce o a la una, cuando ya había llevado los hijos al colegio y terminado las compras y tareas matutinas.
Ella era muy aficionada a las rebajas y al regateo, cosa que a los hijos nos ponía bastante nerviosos por la vergüenza que nos hacía pasar. Un comentario invariable acompañaba todas sus adquisiciones: «¿Me podría hacer algún descuento?». No nos gustaba en absoluto, a ninguno de los hermanos, aquello de «parecer pobres». Entre otras cosas, porque no lo éramos. Sin embargo, aprendimos a ser ahorradores desde muy pequeños.
Ella era la que llevaba el peso de nuestra educación, mientras mi padre se quedaba de reserva, para intervenir tan sólo en casos extraordinarios. Algunas veces, mi madre nos daba una zurra –siempre bien merecida–, pero nosotros preferíamos mil veces una de sus azotainas a la otra alternativa: «Te advierto que se lo diré a tu padre». Aquel era el ultimátum definitivo. No porque supusiera un castigo físico mayor –no recuerdo ninguno– sino por el gran respeto que le teníamos.
A la hora de acostarnos, le besábamos la mano a mi padre (antes se llamaba «dar la amistad») y después le dábamos otro beso en la mejilla. Con mi madre no nos andábamos con tantas ceremonias, sólo besos normales. Los castigos más habituales de mi madre eran la prohibición de salir los jueves –no teníamos clase esa tarde– o los domingos. En alguna ocasión también nos hacía escribir decenas de veces una frase relacionada con la travesura que habíamos hecho. Lo clásico.
Mi padre nos educaba sobre todo en la urbanidad, y sus lecciones tenían lugar preferentemente durante las comidas. Él impartía criterios sobre las grandes cuestiones: saber decir, saber callar, saber moverse, saber estar, saber andar por la vida... Mi madre se ocupaba de las cuestiones más cotidianas, como por ejemplo, aquellas relacionadas con la higiene: llevar las uñas limpias, ir bien peinados, no hablar con la boca llena, no meternos el dedo en la nariz...
Aún adolescentes, estábamos a gusto en casa. Pienso que debía haber buen ambiente, liberal hasta cierto punto, porque a menudo venían a casa primos y amigos. Muchas veces –aun sin estar castigados– nos pasábamos las horas del domingo sin movernos de casa más que para ir a misa. Nos gustaba ir a media tarde al cine del colegio San Miguel (calle Rosellón con Muntaner) y cuando éramos un poco mayores, a la sala Mozart, también conocida como Defensa Social de la calle Canuda, donde el programa cinematográfico corría a cargo del Padre Illa.
Pasábamos muchas horas en casa de la abuela paterna, es decir, la señora Concepció Buigas Monravà, viuda de Balcells, llamada por todos sus nietos «Mamá Balcells». Vivía en el 12 del pasaje Permanyer, un callejón de casas bajas con jardín, donde en aquella época también tenía su casa Apel.les Mestres, que moriría en el año 36.
Mamá Balcells era ya muy mayor, pero tenía la cabeza muy clara. Había sufrido una embolia, que le impedía hablar con claridad.
Tanto nosotros como nuestros primos Cels Balcells, hijos de la tía Mercè, íbamos a casa de la abuela muchas tardes al salir del colegio. Allí las posibilidades de juego eran muy diversas. Desde entretenimientos sencillos, como las cartas o el intercambio de cromos de futbolistas o estrellas de cine que regalaban con las chocolatinas, hasta un billar de mesa pequeño. En la parte más alta de la casa, en la buhardilla, había un gallinero y un palomar, y siempre subíamos a ver si las gallinas habían puesto algún huevo.
A veces nos peleábamos y la abuela venía a poner paz. Era muy buena persona. Y generosa: recuerdo el día de su santo cuando, a la hora de despedirnos, nos daba un duro de plata a cada uno de sus nietos, que llegaron a ser treinta. Sólo con ver cómo nos brillaban los ojos al cogerlo, ella ya era feliz.
Vivía con Mamá Balcells uno de sus hijos, el tío Ramón, que era sacerdote. Ejercía su ministerio en la parroquia de la Concepción, atendía a las monjas sordomudas de la calle Aragón, y además era el capellán del Patronato de Chicas que tenía la Caja de Ahorros de la Sagrada Familia. También trabajaba en el centro de la Sociedad de eclesiásticos, donde se encargaba de las transparencias de cristal con ilustraciones de la Biblia, que él mismo había coloreado y que se utilizaban para la catequesis.
El tío Ramón no estaba muy bien de salud y sufría frecuentes crisis: alguna vez, incluso lo habían llegado a ingresar. En ocasiones tenía manías curiosas y decía cosas inconexas, que sus sobrinos tomábamos a broma, sin burlarnos de él. Una de sus expresiones favoritas era: «Ya lo sé, ya lo sé, vienen aquí a traerme hormigas». Finalmente, se curó.
En 1933, cuando murió Mamá Balcells a los 86 años, me sirvió de consuelo ayudar a amortajarla y a preparar su entierro. Yo tenía ya 18 años y estudiaba segundo de Medicina. Hay personas a las que les produce angustia este tipo de cosas, pero a mí no. No lo digo como un mérito, por supuesto, como tantas cosas que irán saliendo: sólo lo constato como un hecho de la naturaleza de cada uno.
Los recuerdos más vivos de mi infancia son los relacionados con las vacaciones de verano. Los Balcells siempre habíamos veraneado en Cerdanyola. El tío Ramón, que también por esas fechas se trasladaba allí, a una casa que tenía la abuela, se encargaba de cuidar el huerto.
De repente, y debido a la influencia de la familia materna, mis padres tomaron la decisión de ir a veranear a Caldes d’Estrac (Caldetes). A partir de los años 20, Caldetes tal vez ya no era el lugar de veraneo o segunda residencia de la burguesía barcelonesa, como había sido a finales del siglo anterior, e incluso durante la primera década del xx –es decir, mientras hubo juego en el Casino–, pero no estaba mal. A pesar de todo, mi padre encontró una casa que se alquilaba a muy buen precio.
El cambio de segunda residencia –que en aquella época, y dentro del ambiente en el que nos movíamos, era una decisión casi trascendental– estuvo relacionado con el hecho de que mi padre, que era el arquitecto municipal de Cerdanyola, no se llevaba bien con el secretario del ayuntamiento, quien siempre le pedía más dedicación de la que correspondía al sueldo misérrimo que cobraba por aquel trabajo. Le llamaba para que fuera al ayuntamiento a horas intempestivas a resolver puros trámites y le ponía trabas ante cualquier nimiedad. Mis padres decidieron entonces establecer una frontera espacial entre una razonable dedicación laboral a aquel trabajo y el descanso familiar.
Otra razón que, sobre todo a los hijos, nos parecía muy atractiva era la playa. Porque nosotros, sólo con pensar en el mar, nos quedábamos fascinados.
Mi padre nos explicaría, años más tarde, que aquella distancia establecida con el resto de la familia, al principio no fue bien entendida por los demás Balcells. Sin embargo, con el tiempo, esto hizo que los Balcells Gorina nos relacionáramos con todos los miembros del amplio clan, y que mi padre –y después mi hermano Santiago– pudieran actuar de mediadores a la hora de resolver situaciones críticas de la familia o arbitrar una solución imparcial en cuestiones de herencias.
Algún verano lo pasamos en Masnou. El año en que mi hermano Albert estuvo tan enfermo, volvimos a Cerdanyola, a una casa que mi padre había construido para su hermano, el tío Carles.
Nuestro horario estival empezaba con un rato de estudio a primera hora de la mañana. Después, salida en grupo a la playa. Íbamos los dos hermanos Ferrer-Miquel (Ricard y Jaume), Joan Gili (que murió a causa de una otitis siendo aún muy joven), Santi y yo, y el líder del grupo, Camil Cuyàs, cuyo abuelo fue el que nos empezó a llamar afectuosamente «la pandilla de los seis»: éramos inseparables.
La verdad es que el abuelo Cuyàs hacía un poco de padrino. Tenía muy buen humor. También nos llamaba «Los Anabautistas del Profeta» porque en el grupo inicial no había ningunachica. Aquello no duró mucho, porque pronto se sumaron M.ª Teresa, hermana de Camil, Pilar Gili, los Peraire, los Escolà y los dos mayores de la familia Bruna (Maruja, que se casaría más adelante con el editor Marín y su hermano Juanín, que, como Gili, también murió joven). Rondaban también por el entorno de la pandilla, aunque de un modo más esporádico, los Arquer, los Pol, los Serradell, los Quixano, los Tarré, los Marqués y las hermanas Oliart (Albertito, el pequeño de la familia, entonces mucho menor que el resto del grupo, fue el que cincuenta años después llegó a ministro con Adolfo Suárez).
Vivíamos en la calle Santema, donde también estaban, entre otros, los Cuyàs, los Bruna, los Quixano y los Arquer.
Hacíamos mucho deporte. Además de nadar en el mar y de remar hasta Arenys o hasta Llavaneres, íbamos de excursión muy a menudo, a pie o en bicicleta hacia Torrentbó, Sant Vicenç de Llavaneres o Sant Iscle.
Mi padre también nos mandaba a aprender francés con el párroco. La parroquia de arriba, tal como la llamábamos, estaba en el punto más alto de Caldetes, y tal vez por eso no íbamos siempre a misa allí, sino a la competencia, la ermita del Carme, situada junto a la estación, más accesible. Sin embargo, muchos domingos por la tarde íbamos a la parroquia a rezar las vísperas, animados por nuestros padres. Tal vez no fuera divertido, pero tampoco conservo ningún trauma.
La pequeña iglesia del Carme era efectivamente una alternativa en sentido estricto. De hecho, entre los dos sacerdotes existía una tensión tan evidente que a veces escandalizaba a los feligreses. Tenían una manera distinta de ver y de hacer las cosas, y entre ellos había un distanciamiento claro, puede que también político. En una ocasión, el sacerdote del Carme fue a decir misa a un colegio de monjas situado en la misma calle Santema, y debía de ser una fiesta especial, pues también el párroco acudió a predicar, como en las grandes ocasiones. En aquella época, cuando sucedía esto, el celebrante procedía a la acción litúrgica del ofertorio, que tenía lugar mientras el predicador hacía unas consideraciones sobre el evangelio que se acababa de leer. Pero aquel día, el celebrante, en lugar de continuar la ceremonia mientras el párroco hablaba, dijo de repente:
–Mientras hable este señor, yo no continuaré la misa.
Se comprende el revuelo, los comentarios y rumores que se desataron a raíz de aquel hecho insólito. Esto ocurrió hacia el año 1925.
Un día, a los ocho o nueve años, estaba yo con mi padre en el presbiterio del Carmen y de pronto me desmayé. En aquel entonces, el ayuno eucarístico era absoluto desde la medianoche hasta que se volvía de misa. Mi padre, ante todos, me cogió en brazos y me llevó a la vecina calle de la Paz, donde teníamos unos parientes. Allí estuve, hasta que me recuperé.
Pequeñas anécdotas como éstas daban vida a la existencia amodorrada de un pueblecito con mayoría de veraneantes, donde todo el mundo se conocía y donde casi nunca pasaba nada.
Uno de aquellos años, mi hermano Santi y Camil Cuyàs organizaron una nueva actividad veraniega: hacer cine. Se constituyó una sociedad: Bacufegi Ltda. (un acrónimo compuesto por los apellidos Balcells, Cuyàs, Ferrer y Gili), con unos estatutos muy serios y una aportación al presupuesto inicial de cuatro pesetas por cabeza. La sociedad estaba formada por los dos hermanos Cuyàs, los dos Ferrer-Miquel, Joan Gili y los cuatro hermanos Balcells. En las reuniones, limitadas exclusivamente a los mayores, Camilo tenía tres votos (el suyo, el de su hermana y el de su padre, que era socio capitalista de la entidad), Santi Balcells, otros tres (el suyo y el de los dos pequeños) y el resto (los dos hermanos Ferrer, Joan Gili y yo), uno por cabeza.
Nos hicimos con una Pathé-Baby, con la idea de producir películas. Nuestro primer título fue un corto llamado Ben-Amar, una historia de moros y cristianos, con secuestro de doncella incluido. Yo era «el médico» de la sociedad Bacufegi y también el guionista de las películas, tarea que compartía con Gili. Seguramente apreciaba mucho a mi hermano, porque de lo contrario no se entiende que, al final de aquella primera película, yo tuviera que morir colgado y él se casara con la protagonista.
Estas fueron nuestras últimas actividades infantiles, porque al año o dos después de la constitución de la sociedad, nos integramos en la vida normal de la juventud de Caldetes. Íbamos mucho al Casino a bailar o a escuchar música. Como ya he explicado antes, allí ya no se jugaba.
Entre las actividades normales propias de la gente de nuestra edad estaban también las sesiones de cine. Las películas que más nos gustaban eran las de humor: Harold Lloyd y Buster Keaton. El cine era entonces puro entretenimiento. (Más tarde, profundicé en el tema y pude aprender a valorarlo como arte. Las tres películas que más me han gustado siempre son: El tercer hombre, de Orson Welles, Doctor Zhivago, de David Lean y West Side Story, de Robert Wise).
Por lo visto, a los 12 o 13 años yo tenía fama de chico serio y formal. Dicen que era buen bailarín en solitario o entre la gente, si nadie se fijaba. Uno de aquellos veranos, se organizó en el Casino Colón un concurso infantil de charlestón, y parece ser que en la colonia se pronosticaba mi triunfo si participaba. En la memoria de algunos –que dicen recordar los hechos– yo fui el ganador moral del concurso, y lo cuentan como si me hubiera presentado y me hubiera llevado el premio. Lo desmiento solemnemente: no me presenté porque me daba vergüenza.
La afición a la biología me llevó a hacer una colección entomológica bastante completa de los himenópteros del país (avispas, abejas, abejorros, etc.). Una vez cursado el primer año de Medicina, quise demostrar a todos mi pericia quirúrgica haciendo prácticas de vivisección de todo tipo de ranas, sapos y otros batracios. Aquello entusiasmaba a los más pequeños. Anestesiaba a los pobres bichos con alcohol y, ante el estupor de la chiquillada que rodeaba la mesa de operaciones, les mostraba el latir del corazón, cómo llegaba la sangre a todos los rincones del cuerpo, cómo funcionaban los pulmones... Este tipo de clases siempre me daban gran predicamento entre los niños.
«Circe me ordenó lo primero que de las sirenas divinas rehuyamos la voz y el florido pradal en que cantan. Solamente yo puedo escucharlas, mas es necesario que me atéis fuertemente con lazos de nudo difícil, de pie al lado del mástil y se aten al palo las cuerdas. Si a vosotros suplico y ordeno soltéis tales nudos deberéis, todavía, con muchos más nudos atarme. Mientras iba aclarando estas cosas a mis compañeros, nuestra armónica nave, a la cual el viento empujaba, velozmente a la isla llegó donde están las sirenas. (...) Con el bronce agudísimo entonces corté un pan de cera en trocitos que fui macerando con manos robustas. Y ya blanda, obligada a ceder a la fuerza potente y a los rayos del Sol soberano, Hijo de las Alturas, con la cera tapé los oídos de todos mis hombres, y me ataron las manos y pies a la rápida nave, de pie al lado del mástil y ataron al palo las cuerdas».
Siempre me impresionó este pasaje de La Odisea, que leí cuando era joven. Ulises, durante su largo viaje de vuelta a la patria, es avisado del peligro de escuchar el canto de las sirenas. La diosa Circe le sugiere dos opciones para no caer en la trampa: taparse los oídos o atarse de pies y manos. Siempre he considerado una descripción perfecta la que nos ha querido dejar el autor clásico sobre las dos salidas morales que se presentan ante las tentaciones: la represión pura (no ahorrar nada a los sentidos y aguantar con la mera fuerza bruta), o la guarda de los sentidos (también llamada huida de las ocasiones) para no poner a prueba la propia resistencia.
Claro que, hay una tercera opción, que sería la de ceder (sentir y consentir). Pero hablo de opciones morales, no de las inmorales. Tal vez no sea necesario añadir nada al respecto. Tuve una adolescencia normal, sin más altibajos que los propios de la edad. O al menos, los propios de la edad en aquella época.