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Jack y Victoria, el dragón y el unicornio, han vuelto al mundo de Idhún y su regreso supone para los enemigos de Ashram, el nigromante, un aviso de que la paz puede haber llegado... pero, ¿no es Kirtash, el shek, quien les acompaña? ¿En qué bando se sitúan realmente nuestros héroes? Emocionantes aventuras y peligros insospechados acechan en cada una de estas páginas.
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Seitenzahl: 589
Veröffentlichungsjahr: 2009
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Dirección editorial: Elsa Aguiar Coordinación editorial: Gabriel Brandariz
© Laura Gallego García, 2005 www.lauragallego.com www.memoriasdeidhun.com
© Ediciones SM, 2009, 2010, Impresores, 2 Urbanización Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) www.gruposm.com
ATENCIÓN AL CLIENTE Tel.: 902 12 13 23 Fax: 902 24 12 22 email: [email protected]
ISBN versión digital : 978-84-675-3865-6
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Para Marinella, con todo mi cariño y agradecimiento por haber creído y confiado en esta historia, por acompañarme en este viaje a través de Idhún, por hacer también suyo este proyecto, que estoy encantada de compartir con ella. El viaje continúa...
Entonces los ojos y el corazón del guerrero empiezan a acostumbrarse a la luz. Ya no lo asusta, y él pasa a aceptar su Leyenda, aunque eso signifique correr riesgos.
El guerrero estuvo dormido mucho tiempo. Es natural que vaya despertando poco a poco.
Todos los caminos del mundo llevan hasta el corazón del guerrero; él se zambulle sin pensar en el río de las pasiones que siempre corre por su vida.
El guerrero sabe que es libre para elegir lo que desee; sus decisiones son tomadas con valor, desprendimiento y –a veces– con una cierta dosis de locura.
El guerrero de la luz a veces actúa como el agua, y fluye entre los obstáculos que encuentra. En ciertos momentos, resistir significa ser destruido; entonces, él se adapta a las circunstancias.
En esto reside la fuerza del agua. Jamás puede ser quebrada por un martillo, ni herida por un cuchillo. La más poderosa espada del mundo es incapaz de dejar una cicatriz sobre su superficie.
PAULO COELHO, Manual del guerrero de la luz
LA serpiente entornó sus ojos irisados, pero no hizo el menor movimiento ni denotó ninguna emoción especial cuando dijo telepáticamente:
«Ya están aquí».
–Lo sé –respondió en voz baja Ashran, el Nigromante, desde el otro extremo de la habitación. Estaba asomado al ventanal, como solía, contemplando la salida de la tercera de las lunas por el horizonte de su mundo.
La serpiente alzó la cabeza y desenroscó lentamente su largo cuerpo anillado. Era inmensa, y ni siquiera había desplegado las alas. Cada escama de su cuerpo irradiaba un poder misterioso y letal, un poder ante el que cualquier mortal temblaría de terror. Pero Ashran, el Nigromante, no era un hombre corriente.
Tampoco aquella era una serpiente corriente, ni siquiera entre las de su raza. Se trataba de Zeshak, el señor de los sheks, la más poderosa de las serpientes aladas.
«El dragón y el unicornio», enumeró. «Dos hechiceros: un humano y una feérica. Y un caballero de Nurgon, medio humano, medio bestia».
–Deben de formar un grupo singular –sonrió Ashran–. Tengo ganas de verlos en acción. Pero eso no es todo, ¿verdad? Hay una sexta persona.
Hubo un breve silencio.
«El traidor está con ellos», dijo Zeshak con helado desprecio. «Ese a quien llamabas tu hijo es ahora el sexto renegado de la Resistencia».
Ashran hizo caso omiso del tono irritado de su interlocutor. Desde que Kirtash los había traicionado, ningún shek había vuelto a pronunciar su nombre.
–Sé que quieres verlo muerto –dijo el Nigromante–. Y tendrás esa satisfacción. Pero el dragón y el unicornio son más importantes ahora.
Zeshak no dijo nada, pero Ashran percibió su escepticismo.
–La profecía se está cumpliendo –le espetó el hechicero–. ¿O es que crees poder luchar contra el destino?
«No existe el destino», replicó el shek. «Los dragones nos condenaron a vagar por los límites del mundo durante toda la eternidad, y míranos, estamos aquí. Somos dueños absolutos del planeta, y de nuestro propio destino. Y hemos acabado con todos los dragones».
–No con todos –le recordó Ashran.
En los ojos tornasolados del shek brilló un breve destello de ira.
«Y, a pesar de todo, los sheks deseamos más la muerte del traidor que la de ese dragón que se nos ha escapado».
–Pero, en cuanto os topéis con él, volveréis a sucumbir al odio –sonrió Ashran–. Como ha sido siempre. Un dragón, aunque sea uno solo, aunque sea el último, sigue siendo un enemigo peligroso.
El shek dejó escapar un airado siseo.
«¿Cómo es posible que consideres peligroso a un dragón que está tan contaminado de humanidad?».
–¿Cómo es posible que los subestimes, Zeshak? No son criaturas corrientes. Son parte de una profecía, y detrás de las profecías está la mano de los dioses.
«Entonces, no deberías haberlos dejado volver», opinó Zeshak.
Ashran se encogió de hombros.
–En la Tierra habrían quedado lejos de mi alcance. Además, hiciera lo que hiciese, mientras pudieran refugiarse en Limbhad estarían a salvo –alzó la cabeza para clavar en la serpiente la mirada de sus ojos plateados–. Ahora ya no lo están.
«Siempre pueden volver atrás».
–No –replicó Ashran–. Ya no pueden... pero todavía no lo saben.
Zeshak asintió lentamente.
«Ya veo», dijo. «Si es verdad que esa profecía puede cumplirse, si es cierto que pueden derrotarnos, no deberías enfrentarte a ellos. Ahora están aquí, en Idhún. Ahora nosotros, los sheks, podemos encargarnos de aplastar a la Resistencia».
Ashran meditó la propuesta. En virtud de un antiguo conjuro, hacía siglos que ni los sheks ni los dragones podían atravesar la Puerta interdimensional hacia la Tierra. Por eso los hechiceros renegados de la Torre de Kazlunn, aquellos que se oponían al poder del Nigromante, se habían visto obligados a enviar allí solo los espíritus del dragón y el unicornio de la profecía, para que se reencarnasen en cuerpos humanos. Por eso el propio Ashran había tenido que mandar tras ellos a Kirtash, una criatura híbrida, un shek camuflado en el cuerpo de un muchacho que, desgraciadamente para ellos, había conservado buena parte de sus emociones humanas y había acabado por unirse a sus enemigos.
Pero ahora, ellos estaban en Idhún, habían acudido allí a presentar batalla. Nada impedía a los sheks atacarlos en su propio terreno.
–¿Sabes dónde están? –preguntó.
Los ojos de la serpiente presentaron, por un momento, un cierto brillo siniestro.
«Sé dónde están. Un solo mensaje telepático mío, y mi gente atacará».
Ashran asintió.
–Quizá no podáis vencerlos –dijo sin embargo.
El shek se envaró, ofendido. No habló, pero dejó que Ashran notara su irritación.
–Hay una extraña fuerza en su interior. Mira esta torre, Zeshak. No era más que un edificio muerto y abandonado, y ahora rebosa poder por los cuatro costados. Y eso lo hizo la muchacha... ella sola. No es solo un unicornio. Es el último unicornio, toda la fuerza de su raza reside en ella.
Percibió el resentimiento de Zeshak, y supo lo que estaba pensando. El shek había sido partidario de acabar con la vida de la joven que se hacía llamar Victoria al hacerla prisionera, pero Ashran había optado por utilizar su poder... y aquella chica, cuyo cuerpo albergaba el espíritu del último unicornio, había acabado por escapar de ellos. Ahora ella y su compañero, el último dragón, eran lo único que amenazaba la estabilidad de su imperio.
–También el dragón será un adversario temible, en cuanto aprenda a emplear su poder.
«Entonces, debemos acabar con ellos antes de que eso suceda».
–Llevamos más de quince años intentando acabar con ellos, Zeshak. Y no lo hemos conseguido.
«¿Estás empezando a pensar que no podemos evitar el cumplimiento de la profecía?», siseó Zeshak en su mente.
–No; estoy empezando a pensar que no hemos seguido la estrategia adecuada.
La serpiente no dijo nada, pero clavó en el Nigromante sus hipnóticos ojos tornasolados, esperando una explicación.
–Desgraciadamente, Zeshak, no los conozco tanto como quisiera. Conozco bien a Kirtash, mucho mejor de lo que él mismo cree; empiezo a conocer a Victoria, porque tuve ocasión de tratar con ella, y creo que puede ser una pieza importante para mis planes futuros, aunque ella no lo sepa. Pero el muchacho, el dragón, sigue siendo un completo extraño para mí. Y eso no me gusta. Ahora que están aquí, en Idhún, voy a tener ocasión de observarlos, de estudiarlos, de conocerlos y comprenderlos... y de encontrar su punto débil.
Zeshak lo miró, con la boca entreabierta, dejando ver su larga lengua bífida. Casi parecía que se reía.
«Estrategia básica shek», comentó.
Ashran asintió.
–De todas formas, no me opongo a que vosotros ataquéis primero. Pocas cosas pueden escapar a la mirada de un shek, y sospecho que, vayan a donde vayan, terminaréis por encontrarlos. Quizá logréis acabar con ellos entonces, con uno solo de ellos, al menos, y entonces no habrá más que hablar. Pero, si fracasáis, al menos habré tenido la ocasión de estudiar a la Resistencia con más detalle, y puede que para entonces ya se hayan confirmado mis sospechas.
El shek entrecerró los ojos y aguardó a que el Nigromante siguiera hablando. Ashran lo miró y sonrió.
–Tal vez –dijo el hechicero con suavidad– la clave para su destrucción no esté en nosotros, sino en ellos mismos.
Zeshak comprendió. Lentamente, su rostro de reptil esbozó una sinuosa sonrisa.
CUANDO Victoria abrió los ojos, tardó un poco en recordar todo lo que había pasado. Imágenes confusas se entremezclaban en su mente, imágenes fantásticas que parecían producto de un hermoso sueño o de una extraña pesadilla.
Se incorporó un poco, y vio junto a ella un rostro familiar. Jack estaba tendido a su lado, con los ojos cerrados. A Victoria le dio un vuelco el corazón; sin embargo, se dio cuenta casi enseguida de que el muchacho estaba dormido o inconsciente, pero no herido. Su expresión era tranquila, y su respiración, regular. Victoria alzó la mano para acariciarle el rostro con cariño. El joven sonrió en sueños, pero no se despertó.
Se habían conocido tres años antes, cuando los sicarios enviados por Ashran, el Nigromante, habían asesinado a los padres de Jack. Entonces él no sabía nada de Idhún, nada de la Resistencia a la que Victoria pertenecía, y se había visto obligado, de la noche a la mañana, a asumir que, de alguna manera, estaba implicado en la guerra por la salvación de un mundo que no conocía. Se había unido a la Resistencia, que luchaba por liberar Idhún del dominio de Ashran y los sheks, las monstruosas serpientes aladas; había tenido que aprender a pelear, a defenderse, a sobrevivir.
Pero también había conocido a Victoria. La chica sonrió, evocando su primer encuentro. Entonces ellos eran unos niños todavía, pero ahora habían crecido, y la amistad que los unía se había convertido en algo más, en un sentimiento más intenso y más profundo, que se había afianzado cuando los dos habían averiguado, apenas unas semanas antes, que su destino estaba escrito incluso antes de su nacimiento, y que ellos dos eran los elegidos para derrotar al Nigromante y salvar a Idhún. Porque en su interior latían los espíritus de Yandrak y Lunnaris, el último dragón y el último unicornio, los únicos que, según la profecía de los Oráculos, serían capaces de acabar con el poder de Ashran.
Victoria se estremeció y alzó la mirada hacia las estrellas. No quería hacerlo, porque sabía lo que iba a encontrar en aquel hermoso cielo violáceo. Pero también sabía que habían dado un paso definitivo y que no había vuelta atrás.
Contempló con resignación, casi con odio, las tres lunas que brillaban en el firmamento. Las tres lunas de Idhún, el mundo al que acababan de llegar, un mundo que en teoría era el suyo, pero que ella, cuyo cuerpo humano había nacido y crecido en la Tierra, no recordaba ni había aprendido a amar. Era un espectáculo bellísimo, porque los tres astros presentaban sombras y tonalidades que harían palidecer de envidia al satélite terrestre, pero, aunque una parte de su corazón se sentía conmovida por tanta belleza, la otra era dolorosamente consciente de que habían ido allí a luchar... y tal vez a morir.
Las observó un momento más. Ninguna de las tres estaba llena; la mediana parecía decrecer, mientras que a la más pequeña le faltaba poco para el plenilunio, y la grande también estaba creciente. Victoria dedujo que cada una de ellas tenía un ciclo distinto; se preguntó si alguna vez coincidirían los tres plenilunios en la misma noche, y si ella llegaría a verlo.
Se sentó en el suelo y miró a su alrededor. Acababan de atravesar la Puerta interdimensional; en principio, deberían haber aparecido en la Torre de Kazlunn, el bastión de los hechiceros que se oponían a Ashran, pero se encontraban en el claro de un bosque. No parecía haber nada peligroso o amenazador en el paisaje y, sin embargo, Victoria se sintió inquieta. Los árboles eran inmensos y tenían formas extrañas, de raíces torcidas, y ramas que se entrelazaban entre ellas formando intrincados diseños; había arbustos que alcanzaban varios metros de altura y enormes y bellísimas flores cuyos pétalos se abrían en ángulos y siluetas inverosímiles, y que envolvían a Victoria en embriagadores perfumes. Todo era muy diferente a lo que ella conocía y, no obstante, no sentía nada anormal en aquel lugar. Era como si la naturaleza hubiera encontrado de pronto la inspiración y la fuerza necesarias para llevar a cabo sus más atrevidas quimeras. Y, teniendo en cuenta la enorme cantidad de energía que vibraba en el ambiente, Victoria se dijo a sí misma que no era de extrañar.
Buscó a sus amigos con la mirada. Vio a Shail, Allegra y Alexander, que, como Jack y como ella misma, habían quedado inconscientes durante el viaje interdimensional. Victoria frunció el ceño. No recordaba gran cosa de ese viaje, aparte de haber cruzado la brecha... una luz intensa... todo daba vueltas y, de pronto, perdió el sentido de la orientación, no sabía dónde estaba arriba y dónde abajo... se mareó... soltó sin quererlo la mano de Jack... y la mano de Christian.
Christian.
Victoria se puso en pie de un salto y miró a su alrededor, pero no vio la esbelta silueta del joven por ninguna parte. Y, sin embargo, presentía que él estaba cerca, lo cual la tranquilizó un poco. Cerró los ojos, se llevó a los labios la piedra de Shiskatchegg, el anillo mágico que él le había regalado, y se dejó guiar por su intuición. Sabía que no debía adentrarse sola en un bosque desconocido, pero nunca atendía a razones cuando se trataba de Christian.
Algo se movió entre las ramas más altas, y Victoria dio un respingo, sobresaltada. Pero solo resultó ser algún animal, probablemente un pájaro. La muchacha sonrió, nerviosa, y prosiguió su camino.
El claro no estaba muy lejos del límite del bosque. Los árboles se abrían un poco más allá y dejaban entrever las formas suaves de una llanura, iluminada por las tres lunas.
Y allí estaba Christian. Victoria descubrió su figura apostada en la última fila de árboles, en tensión, vigilando el horizonte. Como cada vez que lo veía, su corazón se debatió en un océano de sentimientos contradictorios.
Christian era Kirtash, un joven asesino enviado por Ashran a la Tierra para acabar con la Resistencia y con el dragón y el unicornio que amenazaban su imperio. Victoria había luchado contra él, lo había temido, lo había odiado... pero también se había sentido atraída por él casi desde el principio, y aquella atracción había aumentado más y más en cada encuentro, hasta transformarse en una emoción difícil de reprimir... y que, sorprendentemente, era correspondida. Victoria no había dejado de quererle al enterarse de que él era el hijo de Ashran el Nigromante, su enemigo..., tampoco al saber que Kirtash no era del todo humano, sino que albergaba en su interior el espíritu de un shek, una de las letales serpientes aladas que habían conquistado Idhún. Ni siquiera había sido capaz de odiarle cuando su parte más oscura había aflorado de nuevo, haciéndole daño de forma dolorosa y cruel. A cambio, Christian había acabado por traicionar a los suyos y se había unido a la Resistencia. Por ella. A pesar de que, como ambos sabían muy bien, Victoria jamás sería capaz de elegir entre Jack y Christian porque, de alguna manera, estaba enamorada de los dos.
La muchacha no sabía cómo iban a resolver aquello, pero sí tenía muy claro que tendría que esperar. Reprimió sus dudas y sus sentimientos al respecto y se obligó a sí misma a centrarse y a actuar no como una adolescente enamorada y confusa, sino como una guerrera de la Resistencia.
Se acercó a Christian sin hacer el más mínimo ruido. Pero él supo que ella estaba allí sin necesidad de verla ni oírla.
–¿Ya habéis despertado?
Victoria negó con la cabeza y se colocó junto a él.
–Solo yo –dijo–. Los otros siguen inconscientes. ¿Qué nos ha pasado?
–Chocamos con una barrera –explicó él a media voz–. Tuve que reorientar el destino de la Puerta sobre la marcha.
–¿Dónde estamos ahora?
–No muy lejos de nuestro destino. Mira.
Señaló un punto en el horizonte, y Victoria contuvo el aliento.
Contra el cielo nocturno se recortaba la alta figura cónica de una torre, una torre de sólidos cimientos, acabada, sin embargo, en un esbelto picacho que parecía pinchar la más grande de las tres lunas. Se encontraban demasiado lejos como para que Victoria pudiera apreciar los detalles de la estructura, pero a primera vista se le antojó hermosa... y siniestra. No obstante, había algo en ella, en su silueta, que le resultaba familiar.
–¿Eso es la Torre de Kazlunn? –preguntó en voz baja.
Christian asintió.
–No nos han dejado entrar. Por una parte, no es de extrañar, puesto que los magos protegen la torre con un conjuro muy poderoso, y en todos estos años, ni yo, ni mi padre, ni los sheks hemos conseguido conquistarla. Pero, por otro lado... os están esperando desde hace años como a los héroes de la profecía. Deberían haber detectado que procedíamos de Limbhad. Deberían haberos dejado pasar.
Victoria miró a Christian, insegura. Si él no sabía qué era lo que estaba pasando, nadie lo sabría. El shek solía ir por delante de todos a la hora de comprender las cosas.
–Puede ser que hayan detectado mi presencia –siguió diciendo Christian–. Quizá hayan pensado que se trata de una trampa. Pero...
–No hay luces en las ventanas –dijo Victoria de pronto–. Es como si dentro no hubiera nadie.
–Ya lo había notado –asintió Christian, tenso–. Aquí hay algo que no marcha bien.
Se llevó la mano atrás en un movimiento reflejo, pero la detuvo a medio camino, al recordar de pronto que ya no llevaba la vaina de Haiass, su espada, prendida a la espalda. Victoria vio que sus dedos se crispaban y lo miró, un poco preocupada.
–Deberíamos despertar a los demás. Tal vez mi abuela sepa lo que está pasando.
Christian asintió. Victoria dio media vuelta para regresar al claro, pero se detuvo en seco al ver que Christian no la seguía, sino que había comenzado a deslizarse con movimientos felinos en dirección a la torre. Victoria volvió sobre sus pasos para detenerlo.
–¿Adónde se supone que vas?
Él la miró un momento, entre molesto y divertido.
–A reconocer el terreno. Si hay algo raro en esa torre, desde aquí no puedo percibirlo.
–Ni hablar, Christian. No vas a ir solo, ¿me oyes? No quiero que te maten.
Christian no dijo nada, pero sostuvo su mirada. El corazón de Victoria empezó a latir desenfrenadamente, y la joven sintió que las tres lunas que brillaban sobre ellos alteraban sus sentidos y hacían que aquel momento pareciese aún más mágico de lo que era. Pero se sobrepuso y, cuando Christian se acercó más a ella, con intención de besarla, Victoria se separó de él con suavidad.
–Tenemos que despertar a los demás –le recordó.
Christian alzó la cabeza y vio entonces una sombra que los observaba un poco más lejos, y reconoció a Jack. Victoria fue a reunirse con él, con naturalidad, haciendo caso omiso del semblante sombrío de su amigo.
–Estamos cerca de la Torre de Kazlunn –le explicó–, pero Christian no sabe por qué la Puerta no nos ha llevado hasta el interior. ¿Se han despertado ya todos?
–Sí –respondió Jack; la retuvo por el brazo y dejó que Christian se adelantara hasta que quedaron los dos solos–. No vuelvas a hacerme esto –le susurró, irritado.
–¿El qué? –se rebeló ella–. No me digas que estás celoso; ya sabes que...
–Si lo estuviera, no te lo diría ni actuaría en consecuencia, Victoria –cortó Jack, un poco dolido–. Ya te dije una vez que jamás intentaré controlar tus sentimientos. No, me refiero a lo de desaparecer de repente y quedarte a solas con él. ¿Y si se vuelve loco, como la última vez? ¿Tienes la menor idea de lo que supone para mí despertarme y no verte por ninguna parte? ¿Después de lo que pasó entonces?
Victoria titubeó, entendiendo los sentimientos de su amigo.
–No va a hacerme daño, Jack –dijo en voz baja.
–Eso no puedo saberlo, Victoria. Y tú, tampoco.
–Estoy dispuesta a correr el riesgo.
Él la miró a los ojos, muy serio.
–Pero yo, no.
Victoria fue a replicar, pero no encontró las palabras apropiadas. Buscó su mano y la estrechó con fuerza, y así, cogidos de la mano, regresaron al claro.
Encontraron a sus compañeros ya despiertos, y escuchando con semblante grave lo que Christian les exponía clara y sucintamente.
–Deberían habernos dejado pasar –resumió Allegra los pensamientos de todos.
Victoria se dio cuenta de que, por lo visto, ella había decidido prescindir de su camuflaje mágico, porque ya no parecía una anciana humana, sino que mostraba su verdadero rostro, el rostro etéreo de un hada de edad incalculable, de cabellos de plata, rasgos exóticos y delicados y ojos completamente negros, todos pupila, que parecían contener toda la sabiduría del mundo. A la muchacha todavía le resultaba extraño pensar que aquella a quien había creído su abuela era en realidad una poderosa hechicera idhunita.
Shail, el otro mago del grupo, negó con la cabeza.
–No saben que logramos rescatar a Victoria de la Torre de Drackwen –dijo–. Si no me equivoco, el Nigromante consiguió lo que quería, y la torre vuelve a ser inexpugnable –miró a Christian, quien asintió, confirmando sus palabras–. Puede que los magos piensen que Victoria murió en la torre, y en tal caso habrán perdido toda esperanza.
–¡Pero no pueden dejarnos aquí! –dijo Alexander–. La Torre de Kazlunn es el único lugar seguro para nosotros. Aquí somos vulnerables...
–... por no mencionar el hecho de que lo más probable es que Ashran ya sepa que hemos llegado –añadió Christian.
Alexander soltó un juramento por lo bajo. Jack se irguió.
–Yo voto por acercarnos a la torre y averiguar qué está pasando.
–¿Y si es una trampa? –dijo Christian.
Shail lo miró.
–¿Una trampa de quién? Tu padre no controla la Torre de Kazlunn. Es imposible que la haya conquistado en el tiempo que ha pasado desde que me marché, y más teniendo en cuenta que no lo ha conseguido en quince años.
Christian no dijo nada, pero Victoria descubrió en su rostro una sombra de duda.
La Torre de Kazlunn se alzaba junto al mar, al fondo de una altiplanicie salpicada de pequeñas arboledas como la que acababan de abandonar. Había un largo camino que llevaba hasta la entrada, bordeando el acantilado.
El ascenso fue largo y penoso. Cuando el camino los acercó un poco al barranco, Jack quiso asomarse al borde, para ver qué había más allá, pero Christian lo retuvo.
–¿Estás loco? –le dijo en voz baja–. Está subiendo la marea.
–¿Y? –preguntó Jack, sin comprender–. No entiendo qué...
No había terminado de decirlo cuando una violenta ola se estrelló contra el borde del precipicio con un sonido atronador. Jack jadeó y retrocedió, empapado y sin aliento. Sus compañeros también se alejaron de la escollera, con prudencia.
–Habría jurado que era mucho más alto, unos quince metros como poco –murmuró el chico, perplejo.
–Lo es –repuso Shail, sonriendo.
Victoria cogió a Jack del brazo y le señaló el cielo en silencio. Jack comprendió lo que quería decir. Las tres lunas de Idhún tenían que provocar, por fuerza, unos movimientos oceánicos mayores que las mareas de la Tierra. Tragando saliva, se alejó aún más del acantilado, y no se sintió seguro hasta que ascendieron hasta los mismos pies de la torre.
La Resistencia se detuvo ante la puerta, que estaba cerrada a cal y canto. No se veía a nadie por los alrededores, ni tampoco percibieron actividad alguna en el edificio.
–Esto no me gusta –murmuró Shail–. Ya deberían habernos visto llegar.
–Nadie puede habernos visto llegar, Shail –dijo Allegra, sombría–, porque no queda nadie en la torre.
–¿Qué...?
–Abrid esa puerta –dijo Christian entonces–. Tenemos que entrar en la torre cuanto antes.
–¿Por qué? –preguntó Alexander, mirándolo con desconfianza.
–Porque Christian tenía razón –respondió Jack, escudriñando las sombras mientras desenvainaba su espada–. Es una trampa. ¿No lo notáis?
No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando docenas de pares de ojos brillantes se alzaron en las sombras. Enormes cuerpos ondulantes y alargados surgieron del fondo del acantilado chorreando agua, y se movieron sinuosamente, rodeándolos; y algunos de ellos extendieron sus alas, cubriendo de oscuridad el cielo nocturno. Victoria se estremeció de frío y se preguntó cómo no los habían detectado antes; pero los sheks eran criaturas astutas y muy inteligentes, y habían logrado ocultarse de ellos, esperando pacientemente hasta tenerlos acorralados contra el muro. Ahora los observaban con fijeza, a una prudente distancia, como evaluándolos, pero no cabía duda de que no tardarían en atacarlos, y que sería una lucha muy desigual en la que la Resistencia no podría vencer. La única posibilidad que tenían de escapar con vida era refugiándose en la torre, pero Victoria comprendió, antes de que Allegra y Shail unieran su magia para tratar de derribar la puerta, que no lo lograrían. Hubo un violento chispazo de luz y la magia que protegía la torre repelió el poder de los dos hechiceros con tanta fuerza que los lanzó hacia atrás.
Una de las serpientes siseó con furia, proyectando la cabeza hacia adelante, mostrando unos colmillos letales. Jack, Christian, Victoria y Alexander retrocedieron unos pasos, con las armas a punto, cubriendo a los magos sin dejar de vigilar a los sheks, buscando protección en el enorme y elegante pórtico que abrigaba la entrada.
–¡Abrid esa puerta o estaremos perdidos! –susurró Alexander con voz ronca.
–No reconozco esta magia –murmuró Allegra–. La puerta ha sido sellada con un poder distinto al de los hechiceros corrientes.
–Es la magia de mi padre –musitó Christian.
No dijo más, pero todos entendieron lo que ello implicaba.
La Torre de Kazlunn había caído. De alguna manera, Ashran había logrado conquistarla. En cuanto a qué había sido de los hechiceros que vivían allí... solo podían tratar de adivinarlo. Y las posibilidades no eran precisamente tranquilizadoras.
Entonces, los sheks atacaron.
Se abalanzaron sobre ellos, las fauces abiertas, los ojos reluciendo en la oscuridad, sus largos cuerpos anillados ondulando tan deprisa que apenas podían seguirse sus movimientos.
Jack tuvo que hacer frente a dos emociones tan intensas como terribles. Por una parte, el horror irracional que sentía hacia todo tipo de serpientes lo atenazó otra vez; por otra, un sentimiento nuevo y siniestro se adueñó de su alma: un odio tan oscuro y profundo como el corazón de un abismo. Tratando de reprimir su miedo y de controlar su odio, lanzó un grito y se enfrentó a la primera serpiente, enarbolando a Domivat, su espada legendaria, cuyo filo se inflamó enseguida con el fuego del dragón. El shek retrocedió un poco, siseando, enfurecido, y observó la espada con odio y desconfianza. Jack golpeó de nuevo, pero en esta ocasión la criatura se movió deprisa y se apartó con un ligero y elegante movimiento. Antes de que pudiera darse cuenta, la cabeza de la serpiente estaba casi encima de él. Jack interpuso la espada entre ambos, consciente de que el shek había reconocido el arma como obra de los dragones, los ancestrales enemigos de aquellas criaturas. Pero tuvo que retroceder de nuevo, incapaz de acertar a la serpiente, cuyo cuerpo se movía a la velocidad del pensamiento.
Sus compañeros también estaban teniendo problemas. Shail había creado un campo mágico de protección en torno a ellos, pero las serpientes estaban intentando traspasarlo, y Jack sabía que no tardarían en conseguirlo. Victoria y Alexander peleaban con sus propias armas. El báculo de la muchacha no solo resultaba más letal que de costumbre, puesto que podía canalizar mucha más energía en Idhún que en la Tierra, o incluso que en Limbhad, sino que también parecía más efectivo que cualquier espada, incluyendo la de Alexander. Porque, gracias al báculo, Victoria podía proyectar su magia a distancia y atacar a las serpientes sin necesidad de acercarse demasiado a ellas; pero Alexander se encontraba con los mismos problemas que Jack a la hora de luchar contra aquellas formidables criaturas. Sin embargo, el combate había despertado en él de nuevo la furia animal que lo poseía las noches de luna llena, pero también cuando se veía incapaz de controlarla. Los ojos del líder de la Resistencia relucían en la oscuridad, y Jack lo oía gruñir, y lo veía golpear con fiereza y saltar de un lado para otro con una agilidad sobrehumana.
Mientras, Allegra seguía intentando echar abajo la puerta, y su voz sonaba sobre ellos, serena y segura, recitando sus conjuros más poderosos. Pero la puerta resistía.
Jack percibió un movimiento sobre él y alzó la espada por instinto. Oyó un siseo furioso y olió la carne quemada cuando el filo de Domivat alcanzó el cuerpo escamoso de uno de los sheks. Lo vio retirarse un momento y sonrió, satisfecho, pero se le congeló la sonrisa en los labios al mirar hacia arriba.
Había docenas de sheks. Tal vez medio centenar. Sobrevolaban aquel lugar en círculos, como buitres, esperando simplemente que la Resistencia se rindiera o fuera destruida, preparados para descender hasta ellos en el improbable caso de que sus compañeros fueran derrotados. El terror invadió al muchacho cuando comprendió que no tenían ninguna posibilidad de vencer, y que la única salida era escapar... hacia el interior de la torre, cuyos muros los protegerían, o hacia cualquier otra parte... Jack se preguntó, desesperado, por qué Shail y Allegra no habían empleado todavía el hechizo de teletransportación. En cualquier caso, no había nada que pudiera hacer.
–¡Jack! –gritó entonces Christian.
Jack se volvió, como en un sueño, y lo vio allí, de pie, desarmado. Había perdido su espada tiempo atrás, y se había negado a empuñar otra. Pero no parecía asustado.
–¡Transfórmate, Jack! –le gritó Christian–. ¡Así no puedes luchar contra ellos!
Jack comprendió. En su interior albergaba el espíritu de Yandrak, el último dragón, y en teoría podía transformarse en él, si así lo deseaba. En teoría. Porque no lo había conseguido aún. Ni una sola vez.
Lanzó a Christian una mirada dubitativa.
–¡Hazlo, maldita sea! –insistió el shek–. ¡Te necesitamos!
Jack asintió. Vio cómo Christian le daba la espalda e iniciaba su propia transformación. Apenas un instante después, ya no había allí un chico de diecisiete años, sino una enorme serpiente alada. Christian lanzó un chillido de ira y libertad y alzó el vuelo para enfrentarse, como shek, a los que antes habían sido sus compañeros, su familia, su gente. Jack apretó los dientes y se esforzó por encontrar al dragón en su interior.
Victoria lo vio, y corrió hacia él para cubrirle mientras se concentraba. El campo de protección de Shail seguía allí, pero estaba empezando a fallar, y de vez en cuando algún shek lograba traspasarlo. Victoria y Alexander peleaban para hacerlos retroceder.
Mientras, en el aire, Christian tenía todas las de perder. Como shek era poderoso, pero se enfrentaba a muchos como él, y estaba en inferioridad de condiciones.
–¡No puedo! –exclamó entonces Jack, desalentado–. ¡No sé lo que he de hacer! –¡No te distraigas, chico! –gritó Alexander–. ¡Pelea aunque sea con la espada!
Jack asintió, aliviado, y se dispuso a obedecer. Era cierto que, como dragón, habría tenido más posibilidades de derrotar a algún shek, pero lo de luchar con la espada al menos sabía hacerlo. Oyó la voz de Allegra, retumbando sobre ellos, pero la puerta seguía sin abrirse.
–¡Christian! –gritó entonces Victoria; Jack vio el largo cuerpo de azogue del shek ondulando sobre ellos; lo reconoció porque era el único que peleaba contra los demás–. ¡Vuelve! ¡Ven aquí!
Jack dudaba de que Christian pudiera haberla oído; pero, de alguna manera, lo hizo, puesto que realizó un quiebro en el aire y descendió en picado, esquivando a dos serpientes que se abalanzaron sobre él. Cuando se posó junto a Victoria, Jack apreció que estaba herido.
La muchacha corrió hacia él y trepó a su lomo.
–¡Victoria! –la llamó Jack, perplejo–. ¿Qué haces?
Ella no contestó. Jack vio, impotente, cómo Christian alzaba de nuevo el vuelo, llevando a Victoria sobre su lomo. La vio pelear desde el aire, con el extremo de su báculo iluminado como una estrella. Era una imagen hermosa, pero aterradora, la joven del báculo resplandeciente, como una heroína de leyenda a lomos de la serpiente alada. Christian y Victoria. Luchando juntos, volando juntos.
Jack percibió entonces lo sólido y real que era el vínculo que los unía a ambos, e intuyó lo mucho que debía de haberle costado al Nigromante forzar a Christian para que traicionara a Victoria. Seguro que había puesto en juego todo su poder; y, sin embargo, ahí estaba, el shek, el hijo de Ashran, luchando junto a la Resistencia... solo para proteger a Victoria.
Jack se sintió pequeño e insignificante comparado con ellos, y por primera vez deseó, ardientemente y de todo corazón, poder transformarse en un dragón.
Pero seguía sin conseguirlo.
Varios metros por encima de ellos, Victoria se sentía inmersa en un extraño sueño. Por un lado, la presencia de las serpientes aladas la aterrorizaba; por otro, volar sobre el lomo de Christian era una experiencia única, mágica, y lamentaba no poder disfrutar de ella.
Se dio cuenta de que algunos de los sheks habían abandonado la lucha contra los otros miembros de la Resistencia y volaban ahora tras ellos. Victoria percibió el intenso odio que alentaban los ojos de hielo de aquellas formidables criaturas, por lo general impasibles como rocas.
–¿Qué les pasa? –murmuró, alzando el báculo por encima de la cabeza–. ¿Por qué están tan furiosos?
Le bastó desearlo para que el extremo del artefacto dejase escapar un anillo de energía que alcanzó a varios sheks y los hizo retroceder, siseando de dolor y furia.
«Soy yo», respondió Christian telepáticamente. «Me consideran un traidor a nuestra raza, he cometido un crimen imperdonable para los sheks, y por ello están deseando acabar conmigo. No debería haber permitido que montaras sobre mi lomo. Estabas más segura con Jack y los demás».
–No se trata de mí –respondió ella casi con fiereza–. Tenemos que distraerlos todo lo que podamos para que Shail y mi abuela abran esa puerta.
«La puerta no se abrirá, Victoria, y lo sabes».
Victoria sintió un escalofrío y apretó los talones contra el cuerpo del shek, consciente de que tenía razón, de que se enfrentaban a un enemigo demasiado formidable y que, casi con toda seguridad, ambos morirían allí.
Pero, si había de morir, decidió, lo haría luchando. Para que, si existía la más mínima posibilidad de que sus amigos escaparan, pudieran tener la oportunidad de ponerse a salvo. Para que al menos Jack saliera con vida de aquella locura.
–No lograremos entrar –anunció entonces Allegra–. Es inútil: mi magia no puede, ni podrá, romper el sello de esta puerta.
Había hablado a media voz, pero Jack, que enarbolando a Domivat peleaba contra un shek que había traspasado la barrera, la oyó y sintió como si sus palabras fueran una sentencia de muerte.
–¡Entonces tenemos que marcharnos de aquí! –rugió Alexander, enseñando los colmillos; la pelea había desatado su fuerza animal, y estaba a mitad de transformación: su rostro se había alargado, como un hocico, y estaba casi completamente cubierto de vello. Sus manos como zarpas blandían a Sumlaris, su espada, como si fuera una pluma.
–Pero ¿cómo? –preguntó Shail, con esfuerzo; estaba empleando toda su energía para mantener el campo mágico de protección, pero se estaba quedando sin fuerzas–. Somos demasiados; si los teletransportamos a todos, no llegaremos muy lejos.
–Pero es la única salida –dijo Allegra.
Oyeron entonces un chillido agónico, y Jack alzó la mirada, justo para ver a Christian retorcerse de dolor en el aire, mientras Victoria intentaba mantenerse firme sobre su lomo. Nada estaba atacando al shek, al menos no en apariencia, y, sin embargo, la criatura parecía estar sufriendo una terrible agonía. Jack comprendió que los otros sheks habían logrado traspasar sus defensas mentales y lo estaban sometiendo a un ataque telepático.
–¡Christian, baja de ahí! –gritó Jack, temiendo sobre todo por la seguridad de Victoria; todavía no estaba seguro de apreciar lo bastante al shek como para llegar a lamentar su muerte, si esta llegara a producirse.
Christian lo intentó. Esquivó como pudo a las serpientes que se abalanzaban sobre él y descendió en un vuelo inestable. Victoria se esforzaba por mantener el equilibrio, pero no había abandonado la lucha. Jack vio cómo la punta del báculo que portaba se iluminaba de nuevo, y oyó el chillido de una de las serpientes, que había sido alcanzada por la energía generada por el artefacto.
Pero Christian no lograba mantener el vuelo. Jack lo vio precipitarse al mar, estrellarse contra la cresta de una ola, desaparecer bajo las aguas, y gritó:
–¡Victoria!
Algo se encendió en su interior, como un volcán en erupción, como una estrella a punto de estallar, y sintió que el dragón deseaba ser liberado, para luchar contra los sheks y rescatar a Victoria. Corrió hacia el borde del acantilado, pero tuvo que detenerse porque dos sheks le cortaron el paso. Jack alzó a Domivat, furioso, y lanzó una estocada que dejó escapar una violenta llamarada. No alcanzó a ninguna de las serpientes, pero las hizo retroceder un tanto.
Después, se sintió extrañamente vacío, y comprendió que había canalizado demasiada energía a través de la espada. Y supo que ya no tenía fuerzas para despertar al dragón en su interior.
En aquel momento, vio a Christian emergiendo del agua coronada de espuma, y desplegando de nuevo sus alas bajo las tres lunas. Victoria seguía sobre su lomo, parecía que estaba bien. Jack golpeó otra vez, hizo retroceder a los sheks un poco más y entonces vio que Alexander acudía a cubrirle la retirada. Los dos se replegaron hacia la torre.
Cuando, por fin, Christian aterrizó estrepitosamente junto a ellos, todavía con Victoria bien sujeta entre sus alas, Allegra ya estaba preparándose para teletransportarlos a todos lejos de allí, mientras Shail se esforzaba, más que nunca, por mantener activa la protección mágica.
La voz telepática de Christian se oyó en las mentes de todos.
«No podréis llevarnos a todos. Allegra, llévate a Jack y Victoria a un lugar seguro».
–¡No! –gritó Jack, volviéndose hacia él–. Nos vamos todos.
–El shek tiene razón –gruñó Alexander–. Si la magia no puede salvarnos a todos, es mejor que os vayáis vosotros dos. La profecía...
–¡Al diablo con la profecía! –gritó Jack–. ¡No voy a dejar atrás a mis amigos!
–¿Y vas a dejar morir a Victoria?
Jack se volvió para replicar a la pregunta de Christian, que se había transformado de nuevo en humano y lo miraba con seriedad. Pero no fue capaz de encontrar una respuesta a aquella cuestión.
–Nos vamos todos –declaró Victoria con firmeza, apartándose el pelo mojado de la frente.
Avanzó hasta situarse junto a Allegra y la tomó de la mano, mientras el extremo de su báculo palpitaba como un corazón henchido de energía. La maga comprendió, y absorbió la magia que Victoria le proporcionaba.
–¡Ahora! –gritó Shail–. ¡Daos prisa!
Jack y Alexander corrieron hacia Allegra y Victoria. Jack volvió sobre sus pasos para ayudar a Christian, que cojeaba. Las serpientes sisearon, furiosas, al comprender sus intenciones. Jack percibió en su mente los ataques desesperados de las criaturas, que sabían que sus presas estaban tratando de escapar, pero la barrera todavía los protegía. Sin embargo, el muchacho miró a Shail, solo ante los sheks, manteniendo la protección mágica hasta el final, e intuyó lo que iba a pasar, segundos antes de que el mago diera media vuelta y echara a correr hacía ellos con todas sus fuerzas.
La barrera se desmoronó, y los sheks se abalanzaron sobre él.
–¡SHAIL! –chilló Victoria, al ver que se había quedado atrás.
Allegra ya iniciaba el hechizo de teletransportación.
Todo fue muy rápido. Jack, Christian, Victoria y Alexander se habían aferrado a ella, pues debían estar en contacto físico con la maga para que el conjuro los transportase a ellos también. Pero no podían apartar la mirada del joven hechicero que corría hacia ellos, y vieron cómo la primera de las serpientes se lanzaba sobre él y lograba aprisionar su pierna entre sus letales colmillos. Shail gritó y cayó al suelo cuan largo era. Victoria se desasió del contacto de Allegra y trató de correr hacia él, pero Jack la retuvo cogiéndola del brazo cuando ya se alejaba de ellos, y Allegra atrapó la mano del chico en el último momento. Victoria no se rindió, y tendió el báculo hacia su compañero caído. Shail logró aferrar la vara justo cuando el shek ya retrocedía, arrastrándolo consigo.
En aquel momento, Allegra finalizó el conjuro, y la Resistencia desapareció de allí.
JACK chocó contra el suelo con estrépito. Su instinto le dijo que había peligro, y se levantó de un salto, ignorando el sordo dolor de sus costillas.
El hechizo de Allegra los había llevado a todos lejos de la Torre de Kazlunn.
A todos. Incluyendo al shek que se había aferrado a la pierna de Shail, y que ahora había soltado a su presa para alzarse sobre ellos, amenazadoramente.
Jack no se anduvo por las ramas. Blandió a Domivat y, aprovechando que la serpiente tenía la vista fija en Christian, que la observaba con cautela, en tensión, descargó un golpe, con toda su rabia, sobre el cuerpo escamoso de la criatura, que chilló de dolor.
La Resistencia en pleno acudió a ayudar a Jack y, con una fuerza nacida de la desesperación, lograron acabar por fin con el enorme reptil. Todos suspiraron aliviados, y Jack cerró los ojos y sonrió para sí. Algo en su interior había disfrutado lo indecible con la muerte de aquel shek. Pero, por alguna razón, no le pareció correcto exteriorizar sus sentimientos al respecto. Una parte de él se horrorizaba de que la muerte de otro le produjera tanta satisfacción; aunque ese otro fuera un shek.
Christian había permanecido aparte, sin intervenir en la lucha; y, cuando el cuerpo muerto del shek cayó a sus pies, se quedó mirándolo, pensativo, con una expresión indescifrable.
Victoria intuyó qué era lo que pasaba por su mente. Se detuvo junto a él y colocó una mano sobre su hombro.
–Lo siento –susurró.
–Da igual –respondió él, encogiéndose de hombros–. Tengo que ir acostumbrándome a esto.
Pero había visto a Jack hundiendo su espada de fuego en el corazón del shek, y ambos sabían que, aunque Christian entendía y aprobaba aquella actitud, su instinto lo empujaba a enfrentarse al muchacho, el dragón, su enemigo, para defender a la serpiente. Y el instinto era algo muy difícil de reprimir.
Jack había notado también la mirada que le había dirigido Christian entonces. Al pasar junto a él, aún con la espada desenvainada, lo miró a los ojos, como retándolo a hacer algún comentario al respecto. Pero Christian no dijo nada, y Jack tampoco percibió odio en su mirada. Solo... una honda y sincera comprensión que no era propia de él, y que dejó a Jack sorprendido y confuso.
Victoria se había inclinado junto a Shail, preocupada por la herida de su pierna. El joven mago había perdido el conocimiento y deliraba, como atacado por una fiebre especialmente virulenta.
–Veneno shek –dijo Christian en tono neutro–. Tendrá suerte si sale con vida.
–Me sorprende que no sea un veneno de efecto instantáneo –dijo Jack, con un sarcasmo que pretendía enmascarar su rabia y su impotencia.
Christian le dirigió una breve mirada.
–Lo es –dijo–. La magia de Victoria lo ha protegido de una muerte inmediata, pero si no recibe tratamiento, no tardará en morir.
–¿Dónde estamos? –preguntó Victoria, angustiada, mirando en torno a sí, en busca de un refugio.
–En los límites de Shur-Ikail –respondió Alexander, con gesto torvo–. No muy lejos de la Torre de Kazlunn.
Señaló en una dirección determinada, y sus compañeros vieron, más allá de la amplia planicie de color púrpura a la que habían llegado, una fina aguja recortada a lo lejos, en el horizonte.
Allegra movió la cabeza, con un suspiro.
–No he podido llevaros más lejos. Lo siento.
–No importa –dijo Jack–. Por lo menos nos hemos alejado de ellos.
–No por mucho tiempo –intervino Christian, sombrío–. Habrán detectado ya la muerte de este shek. Saben dónde estamos y es cuestión de tiempo que nos alcancen.
–Poco tiempo –asintió Alexander, que iba, lentamente, recuperando su fisonomía humana–. No estamos en condiciones de avanzar muy deprisa.
–¿Avanzar hacia dónde? –dijo Victoria de pronto–. La Torre de Kazlunn ha sido conquistada por Ashran. Era el único refugio con el que podíamos contar –alzó la mirada y añadió–: ¿Por qué no volvemos atrás, a Limbhad?
Alexander iba a responder, pero Christian se le adelantó:
–No podemos. Ya lo he intentado, traté de abrir la Puerta interdimensional cuando nos rodearon los sheks al pie de la torre, pero no lo conseguí.
–¿Por qué? –preguntó Jack, inquieto ante la posibilidad de haberse quedado atrapado en aquel mundo.
–Porque Ashran ha bloqueado la Puerta, incluso para ti –intervino Allegra mirando a Christian–. ¿No es así?
El joven asintió, sombrío.
–Nos ha dejado volver porque sabe que, sin mí, no tiene ninguna posibilidad de acabar con la Resistencia en la Tierra. No puede enviar sheks a través de la Puerta, y tardaría años en crear a otro híbrido como yo. Pero ahora que estamos en Idhún, un mundo que él controla totalmente, no quiere dejarnos escapar.
–Entonces, no nos queda donde ir –murmuró Jack.
–Queda el bosque de Awa –dijo Christian a media voz.
Allegra asintió.
–El bosque de Awa resiste todavía –dijo cerrando los ojos un momento–. Puedo sentir que mi gente nos llama desde allí.
–El bosque de Awa está demasiado lejos –objetó Alexander, frunciendo el ceño.
–Ya lo sé. Pero ¿qué otra opción tenemos?
–Vanissar, el reino de mi padre, está mucho más cerca. Tal vez allí...
–Vanissar no es un lugar seguro para Victoria –cortó Christian rotundamente.
Para él, todo se reducía a aquello: proteger a Victoria. Jack pensó que Christian podría ver morir a todos y cada uno de los miembros de la Resistencia sin lamentarlo ni un ápice, mientras la muchacha estuviera a salvo.
Victoria, ajena a la discusión que mantenían sus compañeros, se esforzaba por emplear su magia curativa con Shail.
–No puedo –dijo por fin, desalentada–. He conseguido paralizar la acción del veneno, pero no he podido hacerlo desaparecer. Estoy demasiado cansada. No sé si Shail aguantará el viaje –añadió, con un nudo en la garganta.
Christian, Allegra y Alexander cruzaron una mirada de circunstancias. Jack se dio cuenta de que dudaban de que Shail fuera a sobrevivir a la terrible herida infligida por la serpiente, pero no querían decirlo en voz alta. Y, a pesar de lo cansado que estaba, algo se rebeló en su interior ante la idea de rendirse tan pronto.
–Tenemos que intentarlo –dijo–. Tenemos que luchar hasta el final. Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos... a Vanissar o al bosque de Awa, me da igual. Lo importante es alejarnos de aquí.
Alexander lo miró un momento, pero finalmente asintió.
Comenzaron a caminar hacia oriente, Jack y Alexander cargando con Shail, pero avanzaban muy lentos, y pronto incluso Jack comprendió que no lograrían escapar. Sobre todo porque, tras ellos, el horizonte comenzaba a cubrirse de largas siluetas amenazadoras.
Los sheks los perseguían, y no tardarían en alcanzarlos. Jack lo sabía, pero sencillamente no podía rendirse, no podía parar, a pesar de lo agotado que estaba, y esperar la muerte. De modo que seguía caminando, mientras las sombras del horizonte se hacían más grandes.
Christian y Victoria avanzaban tras ellos. Christian todavía cojeaba, y a veces tenía que apoyarse un poco en Victoria para poder andar. Jack evitaba volver la cabeza atrás para mirarlos. Intuía que la muchacha ya había elegido entre los dos y, por desgracia, no lo había elegido a él. Por eso se quedó sorprendido cuando Victoria apresuró el paso para colocarse junto a él, y le tomó la mano que tenía libre. Jack la miró, un poco perplejo. Victoria le devolvió la mirada, como intentando decirle algo importante, pero estaban rodeados de gente y aquel no parecía el momento más oportuno. Y, sin embargo, la sombra de las alas de los sheks cubría el horizonte, lo cual significaba que, probablemente, no habría otro momento para ellos. Nunca más.
Alexander echó una breve mirada atrás y dijo:
–No podemos seguir así. No tardarán en alcanzarlos. Tenemos que plantar cara y pelear, porque...
–... Es mejor que darles la espalda –completó Jack con una sonrisa.
Los miembros de la Resistencia cruzaron una mirada. Sabían lo que eso significaba. Si seguían caminando, los sheks los alcanzarían y los matarían. Si se detenían a luchar, los sheks acabarían por matarlos de todos modos. Hicieran lo que hiciesen, había llegado el fin para ellos.
–Es mejor que darles la espalda –repitió Victoria, alzando la cabeza con orgullo.
Los demás asintieron, sombríos. Sabían que aquella batalla sería la última, pero estaban dispuestos a librarla. De modo que prepararon las armas y esperaron a sus enemigos, y cuando los sheks se abatieron sobre ellos, las manos de Jack y Victoria se buscaron y se estrecharon, con fuerza, quizá por última vez.
Victoria alzó el báculo, lista para pelear. Sus ojos se detuvieron un momento en Christian, que aguardaba un poco más lejos, con la vista fija en los sheks que descendían sobre ellos. El joven percibió su mirada y se volvió hacia ella.
«Lo siento muchísimo, Christian», pensó Victoria. «Es culpa mía». Él captó aquel pensamiento y le dedicó una media sonrisa.
«Fui yo quien tomé la decisión de traicionar a los míos, Victoria», respondió telepáticamente. «Y estoy aquí porque así lo he querido».
A Victoria se le encogió el corazón. Por Jack, por Christian, por Shail, Allegra y Alexander, y por ella misma. Y alzó el báculo, dispuesta a morir luchando.
Pero entonces Christian entrecerró los ojos, alzó la cabeza, como escuchando algo que solo él pudiera oír, y se volvió hacia el este, donde aparecían las primeras luces del alba.
–¡Allí! –exclamó.
Sus compañeros miraron en la dirección que él señalaba, y vieron unas formas doradas que volaban hacia ellos. Los ojos de Allegra se llenaron de lágrimas.
–Estamos salvados –dijo solamente.
Los momentos siguientes fueron muy confusos. Victoria solo recordaría que la maga los había reunido a todos en torno a ella para realizar, una vez más, el hechizo de teletransportación. No llegarían muy lejos, y en otras circunstancias solo habría servido para retrasar unos minutos más el enfrentamiento contra los sheks; pero la salvación se acercaba desde la línea del alba, y si tenían una oportunidad de alcanzarla, debían aprovecharla.
Victoria hizo funcionar el báculo, forzándolo a extraer toda la magia posible del ambiente, y ella y Allegra combinaron su poder para arrastrar a la Resistencia lo más lejos posible, en dirección al este. La muchacha recordaría haberse mareado, haber sentido que las fuerzas la abandonaban, haberse materializado un poco más lejos, un kilómetro o dos, tal vez, y unas fuertes garras que la aferraron con fuerza y la levantaron en el aire. Victoria vio que el suelo se alejaba de ella... y perdió el sentido.
Cuando despertó, volaba a lomos de un enorme pájaro dorado. Tras ella montaba Jack, sujetándola entre sus brazos, lo que impidió que la muchacha se cayera del susto al verse en aquella situación. Tardó un poco en situarse; cuando lo hizo, se volvió para mirar a su amigo.
–¿Jack? ¿Qué ha pasado?
El muchacho la miró, sonriente a pesar del cansancio que se adivinaba en sus facciones. El viento revolvía su pelo rubio, y parecía claro que a Jack le encantaba aquella sensación.
–Volamos lejos de la torre. Han venido a rescatarnos, y hemos dejado atrás a los sheks. Mira.
Victoria miró a su alrededor. Había visto antes aquellos pájaros dorados, semanas atrás, cuando los magos idhunitas habían intentado rescatarla del Nigromante en la Torre de Drackwen. Ahora había cerca de una docena de aquellas aves, montadas por hechiceros de distintas razas. El pájaro que montaban Allegra y Alexander volaba cerca de ellos, y Victoria descubrió, un poco más allá, al ave sobre la que cabalgaba Christian, completamente solo.
–¿Dónde está Shail? –preguntó, inquieta, recordando que su amigo se debatía entre la vida y la muerte.
–Allí, míralo. Va montado en el pájaro que guía la bandada.
Victoria estiró el cuello para mirar hacia adelante, y Jack instó a su montura a volar un poco más rápido, para llegar más cerca del primer pájaro. Victoria vio entonces a Shail, mortalmente pálido, inconsciente, en brazos de la persona que guiaba al ave, y que vestía una túnica verde y plateada. El jinete detectó su presencia, porque se volvió para mirarlos, y Victoria vio que se trataba de una mujer de piel de un suave color azul celeste y cuyo cráneo, ligeramente alargado, carecía de cabello. Sus ojos, de un violeta intensísimo, se clavaron en Victoria un breve instante, y después descendieron hacia el rostro inerte de Shail. La joven no sabía quién era ella, pero sí supo, de alguna manera, que su amigo estaba en buenas manos.
Volvieron a quedar un poco más rezagados, y Jack respondió a la muda pregunta de Victoria:
–Ella ha guiado a los magos hasta aquí. Me imagino que es una hechicera importante.
–No, no es una hechicera –negó Victoria, que había estudiado las costumbres de los distintos pueblos idhunitas con más interés que Jack–. Es una sacerdotisa, y por los colores de su túnica, creo que sirve a Wina, la diosa de la tierra.
–¡Una sacerdotisa celeste! Creía que el dios de los celestes era Yohavir, el Señor de los Vientos, ¿no?
–Sí, pero Yohavir pertenece a la tríada de dioses, y las mujeres no pueden entrar como sacerdotisas en la Iglesia de los Tres Soles.
Mientras hablaba, Victoria buscó de nuevo a Christian con la mirada. Lo vio un poco más allá. Detectó que el pájaro dorado que montaba no parecía muy satisfecho con el jinete que le había tocado en suerte, pero no se atrevía a desobedecerlo. La muchacha se estremeció; el ave había adivinado que cargaba con un shek, uno de sus enemigos. Y por primera vez se preguntó qué sucedería cuando los magos, y especialmente los sacerdotes de los seis dioses, descubrieran la verdadera naturaleza de Christian.
Jack se había dado cuenta de que Victoria estaba mirando a Christian y, una vez más, se sintió fuera de lugar. Recordó cómo había intentado transformarse en dragón, sin conseguirlo, y quiso comentarlo con Victoria, hablarle de sus dudas, de su miedo a no estar a la altura de lo que se esperaba de él y, sobre todo, de no merecerla. Pero no dijo nada. A pesar de que Victoria todavía parecía sentir algo muy intenso por él, en el fondo Jack estaba convencido de que era demasiado tarde; de que, no importaba cuánto se esforzara, Victoria terminaría marchándose con Christian, antes o después. Y era algo de lo que no quería hablar con ella porque, por mucho que le doliera, si tenía razón, no debía poner trabas en su camino, no debía retenerla a su lado contra su voluntad.
Desvió la mirada, incómodo. Victoria lo notó.
–Jack, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
–Sí –mintió él–. No es nada, solo estoy un poco cansado. En serio –insistió, al ver que ella no estaba convencida–. Relájate y disfruta del viaje –añadió con una sonrisa.
Victoria asintió, sonriendo a su vez. Se recostó contra Jack, cuyos brazos rodeaban su cintura, y echó un vistazo al cielo, donde relucían los tres soles de Idhún. Sus nombres eran Kalinor, Evanor e Imenor, tres esferas clavadas en el firmamento como joyas refulgentes. El más grande, Kalinor, era una enorme bola roja, casi el doble de grande que el sol que iluminaba la Tierra. Evanor e Imenor eran estrellas gemelas, blancas, y se situaban debajo del sol rojo, de manera que los tres formaban un triángulo en el cual Kalinor ocupaba el extremo superior.
–Da calor solo de mirarlos –opinó Victoria, sobrecogida–. ¿Cómo es que no nos achicharramos todos?
Jack contempló los soles, pensativo.
–No sé mucho de estas cosas –reconoció–, pero el sol más grande parece una estrella vieja. Leí en alguna parte que las estrellas se vuelven grandes y rojas cuando envejecen, y justamente por eso calientan menos. O puede que estén más lejos de lo que creemos, ¿quién sabe? O quizá es por la composición de la atmósfera. Tal vez protege el planeta de los rayos solares con más eficacia que la atmósfera de la Tierra.
–El aire es más... pesado –asintió Victoria–. No sé qué tiene. De todas formas... me gusta. No sé cómo explicarlo. Huele muy bien.
Jack sonrió.
–Se respira muy bien –admitió–. Es como si cada bocanada que dieras te «alimentara», como si te llenara por dentro. Es raro, ¿verdad?
–¿Piensas que Idhún gira en torno a uno de los tres soles? –preguntó Victoria–. ¿O alrededor de los tres a la vez?
–Si no fuera así, nunca se haría de noche, ¿no te parece?
Victoria alzó la cabeza hacia los astros, con aire soñador.
–Quizá no tenga sentido intentar aplicar a este lugar las leyes del universo que conocemos –comentó–. Tal vez, al atravesar la Puerta, llegamos no solamente a otro mundo, sino también a otra realidad, otro universo. ¿No crees?
Jack sonrió.
–Sinceramente, me intrigan más otras cosas, como el misterio de cómo un espíritu puede introducirse en un cuerpo que no es el suyo, y hacerlo cambiar físicamente para adaptarlo a su verdadera esencia. Por ejemplo, tu cuerpo humano puede transformarse en el cuerpo de un unicornio. ¿No contradice eso todas las leyes físicas?
–Supongo que sí –sonrió Victoria.
Segura entre los brazos de Jack, se atrevió a asomarse un poco para contemplar el paisaje.
Sobrevolaban una inmensa llanura encajonada entre dos sistemas montañosos. Al norte, una ciclópea cordillera gris cuyos altos picos nevados aparecían envueltos en turbulentas nubes violáceas. Al sur, una cadena de montañas pardas de caprichosas formas, que se elevaban hacia el cielo como los pináculos de un gigantesco palacio. Entre ambas discurría un río que regaba una tierra fértil salpicada de poblaciones, pequeños bosques y campos de cultivo.
–Nandelt –dijo Victoria, recordando los mapas que había visto en Limbhad–. La tierra de los humanos. ¿Vamos a Vanissar?
Jack se encogió de hombros, pero fue Victoria quien respondió a su propia pregunta:
–¡No, mira aquello! ¡Esto no puede ser Nandelt!
Jack miró en la dirección indicada y vio una gran masa verdosa en el horizonte, envuelta en una bruma misteriosa. Parecía un enorme bosque, y la bandada se dirigía hacia él.
–¿No puede ser eso el bosque de Awa? –preguntó, sin entender la extrañeza de su amiga.
Victoria negó con la cabeza.
–Si no recuerdo mal, el bosque de Awa está muy lejos de la Torre de Kazlunn. No podemos haber atravesado Nandelt tan deprisa. Incluso volando, se necesitarían varios días para alcanzarlo.
Jack sonrió ampliamente.
–Claro, no te has dado cuenta porque estabas dormida. Los hechiceros nos han hecho avanzar más deprisa gracias a la teletransportación. No han podido llevarnos hasta nuestro destino, pero sí han acortado el viaje. De lo contrario, no habríamos podido dejar atrás a los sheks.