Mentiras perfectas - Lisa Jackson - E-Book

Mentiras perfectas E-Book

Lisa Jackson

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Beschreibung

¿Merecía la pena ocultar la identidad del padre de su hijo hasta el punto de arriesgar su vida? Sólo Randi McCafferty parecía creer que debía ocultar la identidad del padre de su hijo y el investigador Kurt Striker estaba empeñado en hacerle cambiar de opinión. Los hermanos de Randi habían contratado a Kurt con la intención de proteger a su hermana y a su hijo; el investigador sabía que la única manera de hacerlo era desvelando su más oscuro secreto... Pero al enfrentarse al pasado de Randi, Kurt tuvo también que afrontar sus propios deseos ocultos: deseaba a la mujer que tenía que proteger. Era obvio que entre ellos había algo, pero Kurt tenía miedo de que dar rienda suelta a aquella pasión los hiciera vulnerables a ambos...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Susan Lisa Jackson. Todos los derechos reservados.

MENTIRAS PERFECTAS, Nº 1353 - agosto 2012

Título original: Best-kept Lies

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0774-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

–Me muero, mi pequeña Randi, y no hay nada más que hablar.

Randi McCafferty detuvo en seco su apresurada bajada por las escaleras de madera de la casa en la que se había criado; un viejo rancho situado sobre una pequeña colina en medio de Montana, sobre el que repiqueteaban sus botas nuevas. Inmersa como iba en sus propios pensamientos no había reparado en que su padre estaba sentando en su sillón, la mirada fija en el techo ennegrecido de la chimenea del salón. John Randall McCafferty seguía siendo un hombre corpulento aunque el tiempo había rebajado su estatura, antaño imponente, y su extrema apostura.

–¿Qué estás diciendo? –preguntó ella–. Tú vas a vivir para siempre.

–Nadie vive para siempre –contestó él levantando la vista hacia ella–. Sólo quiero que sepas que para ti será la mitad de esto. Los chicos tendrán que pelear por el resto. El Orgullo de Montana será tuyo. Pronto.

–No quiero que hables así –dijo ella entrando en la habitación en penumbra. Miró hacia la ventana polvorienta, el porche al otro lado y tras éste el vasto terreno que rodeaba el rancho. El ganado y los caballos pastaban en los campos más allá de los establos y la cuadra, sin descanso.

–Tendrás que aceptarlo. Ven aquí. Vamos, vamos, sabes que ladro mucho pero no muerdo.

–Claro que lo sé –contestó ella. Nunca había visto el lado malo del temperamento de su padre aunque sus hermanastros se habían tenido que enfrentar a ello una y otra vez.

–Sólo quiero mirarte. Mi vista no es tan buena como antes –dijo el hombre riendo entre dientes y tosiendo a continuación con tal virulencia que se podía oír cómo retumbaba en sus pulmones.

–Papá, creo que debería llamar a Matt. Deberías estar en el hospital.

–No –respondió él gesticulando con su huesuda mano al verla cruzar la habitación–. Ningún maldito doctor podrá curarme.

–Pero...

–No me repliques. Por una vez en tu vida quiero que me escuches –la interrumpió el anciano mirándola con unos ojos increíblemente claros al tiempo que ponía un sobre amarillo en la mano de la joven–. Aquí está mi testamento. A Thorne, Matt y Slade les corresponde la otra mitad del rancho y debería resultarles interesante –el hombre emitió un risa malvada–. Seguro que se pelearán por ella como pumas sobre una presa... pero tú no tendrás que preocuparte. A ti te corresponde la parte del león –sonrió ante su propia broma–. A ti y a tu bebé.

–¿Mi qué? –dijo ella sin mover un músculo.

–Mi nieto. Estás embarazada, ¿no es cierto? –preguntó entornando los ojos.

La joven sintió cómo se ruborizaba. No le había dicho a nadie lo de su embarazo. Nadie lo sabía excepto su padre, al parecer.

–Sabes –continuó el hombre–, me hubiera gustado que te casaras antes de quedarte embarazada, pero esto ya está hecho y yo no estaré aquí lo suficiente para ver a mi chico. Sin embargo, dejaré las cosas arregladas para que no os falte nada a ninguno de los dos. El rancho será testigo.

–No necesito que nadie me cuide.

–Yo creo que sí, Randi –dijo su padre, la sonrisa se había evaporado de su rostro–. Alguien tiene que cuidar de ti.

–Yo puedo cuidarme sola... y también a mi bebé. Tengo una casa en Seattle, un buen trabajo y...

–Y ningún hombre, al menos ninguno que merezca la pena. ¿Vas a decirme quién es el miserable que te ha dejado embarazada?

–Ya hemos hablado de esto muchas veces...

–Todo niño tiene derecho a saber quién es su padre –respondió el hombre–. Incluso si el tipo es un miserable bastardo que deja embarazada a una mujer y la abandona.

–Si tú lo dices –replicó ella apretando el sobre entre los dedos. Notaba que había algo más que papel en su interior. Como si hubiera adivinado su desconcierto, su padre no tardó en explicárselo.

–También hay una cadena dentro. Un relicario, en realidad. Era de tu madre.

Randi notó que se le hacía un nudo en la garganta. Recordaba cómo jugaba con aquel relicario cuando era niña, una pieza de oro reluciente salpicada de pequeños diamantes que colgaba del cuello de su madre.

–Lo recuerdo. Se lo regalaste el día de vuestra boda.

–Así es –dijo él asintiendo con gesto rápido, sus ojos tornándose de pronto más suaves–. El anillo está también en el sobre, si lo quieres.

–Gracias –dijo ella con los ojos húmedos.

–Me sentiré agradecido si me dices el nombre del bastardo que te ha hecho esto.

Por toda respuesta, la chica levantó la barbilla con gesto terco y frunció el ceño.

–No vas a decírmelo, ¿verdad?

Randi miró a su padre a los ojos.

–El infierno tendrá que congelarse antes.

–Maldita sea, niña, eres una cabezota.

–Creo que sé de quién lo he heredado.

–Y será tu perdición, escucha bien lo que te digo.

Randi notó que el frío de una premonición se asentaba en su interior pero no se arredró. Cerró los labios para proteger a su futuro hijo. Nadie sabría nunca quién era el padre de su bebé. Ni siquiera su propio hijo.

Capítulo Uno

–¡Mierda! –gruñó Kurt Striker entre dientes.

No le gustaba el trabajo que se le presentaba a la vista, ni lo más mínimo, pero no podía rechazarlo y no sólo por la jugosa cantidad que le iban a pagar. El dinero era muy tentador. Podría utilizar veinticinco de los grandes, ¿por qué no? Un cheque por la mitad de la suma final estaba sobre la mesa. No lo había tocado.

Era por su secreto.

Estaba en el salón ante la chimenea dejando que el fuego le calentara las piernas, viendo a través de las ventanas la tierra cubierta de nieve.

–¿Qué me dices entonces, Striker? –preguntó Thorne McCafferty. El mayor de los tres hermanos, hombre de negocios por naturaleza, siempre se ocupaba de todo–. ¿Hacemos un trato? ¿Te encargarás de proteger a nuestra hermana?

El trabajo era complicado. Striker tenía que convertirse en el guardaespaldas personal de Randi McCafferty tanto si a ésta le gustaba como si no. Y sería más bien lo segundo. Kurt pondría la mano en el fuego. Había pasado suficiente tiempo con la única hija del difunto John Randall McCafferty para saber que cuando tomaba una decisión, nadie podía hacer que cambiara de opinión, ni él, ni ninguno de sus tres hermanastros que, de pronto, parecían sentirse responsables de su testaruda hermana.

Aquella mujer era un problema, de eso no había duda. La forma en que había salido de estampida de allí mismo unas pocas horas antes le decían que ya había tomado su decisión. Regresaba a Seattle con su hijo, a su casa, a su trabajo, a su antigua vida, sin importarle las consecuencias.

Había salido huyendo de allí, de sus tres autoritarios hermanos, y de él.

A Striker no le gustaba la situación nada, pero tampoco podía confiar en aquellos tres hombres, ¿o sí? Los miraba a los tres, pero sin examinar con excesiva minuciosidad sus propias emociones porque no quería admitir que estaba dudando en aceptar un trabajo por el simple hecho de que no quería verse implicado con una mujer. Con ninguna, especialmente con la hermana de aquellos tres hermanos superprotectores.

«Demasiado tarde para ello, ¿no crees?»

Randi era una mujer muy atractiva. Apasionada y temperamental. Una mujer fuerte que se abriría paso en la vida para hacer aquello que quisiera hacer, igual que todos los hijos de John Randall McCafferty. No le iba a gustar nada tenerlo a él merodeando en su vida, aunque fuera para protegerla. De hecho, lo más probable era que se sintiera ofendida. Especialmente en ese momento.

–A Randi no le va a gustar –dijo Slade, el más pequeño de los hermanos McCafferty, dando voz a los pensamientos de Striker, aunque no sabía la mitad del asunto. Se acercó a la ventana y observó el paisaje de Montana fustigado por el viento. La nieve cubría los campos donde unas cuantas cabezas de ganado y algunos caballos se apiñaban en un intento por protegerse del frío.

–Claro que no le gustará. ¿A quién le gustaría? –intervino Matt, el hermano mediano, que estaba sentado sobre el sillón de cuero con los pies apoyados sobre la mesa, a escasos centímetros del cheque por doce mil quinientos dólares–. A mí me fastidiaría mucho.

–No tiene opción –dijo Thorne. Como presidente de su propia empresa, estaba acostumbrado a dar órdenes y que sus empleados le obedecieran. Acababa de mudarse a Grand Hope, Montana, procedente de Denver, pero seguía ocupándose de todo–. Ya lo habíamos decidido, ¿no os acordáis? –dijo mientras se acercaba a su hermano pequeño–. Necesita un guardaespaldas que vele por su propia seguridad y la de su hijo.

–Sí, lo acordamos –convino Matt–. Pero eso no hará que Randi lo acepte. Aunque Kelly esté involucrada.

Kelly era la mujer de Matt, una ex policía convertida en investigador privado. Había aceptado trabajar con Striker en el caso porque se trataba de su cuñada. De pelo rojo y mente ágil, Kelly sería de gran ayuda, pero Striker no acababa de creer que Kelly McCafferty bastara para aplacar a Randi. No, involucrar a un miembro de la familia no haría sino empeorar las cosas.

Miró hacia la ventana donde estaba el menor de los hermanos, el amigo que lo había metido en aquel lío, pero Slade no quería mirarlo a los ojos, sólo miraba a través de los cristales congelados.

–Vamos a ver, tenemos trabajo que hacer y no hay tiempo que perder. Alguien intenta asesinarla –señaló Thorne.

Striker tensó la mandíbula. Aquello no era ninguna broma y en el fondo sabía que aceptaría el trabajo; no podía confiar en nadie más para que lo hiciera. Y es que, por muy testaruda que fuera Randi McCafferty, había algo en ella, un brillo en sus ojos marrones que lograba atravesarle la piel misma hasta llegar a su corazón. Le había llamado la atención y no dejaría que se le escapara.

La noche anterior le había dado la prueba que necesitaba.

Thorne estaba agitado, la preocupación se hacía evidente en su rostro mientras jugueteaba nervioso con las llaves dentro del bolsillo. Miró de golpe a Striker.

–¿Aceptarás el trabajo o tendremos que buscar a otro?

La idea de que otro hombre estuviera tan cerca de Randi le provocó acidez en el estómago, pero antes de que pudiera decir nada, Slade tomó la palabra.

–No podemos confiar en nadie más.

–Amén –convino Matt justo antes de que su hermano volviera a mirar hacia la ventana a través de la que vio un Jeep que se acercaba por el camino. Estaba apretando tanto los dientes que le dolían.

–Parece que Nicole está en casa.

La tensión en los rasgos de Thorne se suavizó un poco. En unos minutos la puerta principal se abrió y el aire frío de Montana se coló en la habitación. La doctora Nicole McCafferty cruzó la habitación, sacudiéndose aún la nieve del abrigo, y al momento el tamborileo de pequeños pies se oyó en el piso superior: las dos hijastras de Thorne, dos gemelas de cuatro años, bajaron las escaleras como una exhalación, invadiendo de risas y gritos la habitación.

–Mami, mami –chilló Molly mientras su hermana Mindy, mucho más tímida, la miraba con el rostro iluminado, y se tiraron a los brazos de Nicole.

–¿Cómo están mis niñas? –preguntó Nicole abrazando a las dos pequeñas y dándoles sendos besos en las mejillas.

–¡Estás fría! –dijo Molly.

–Como un helado –dijo Nicole riendo.

Thorne, que cojeaba ligeramente tras un pequeño accidente, se abrió paso hasta la entrada de la casa y besó a su mujer mientras las niñas no dejaban de reír a su alrededor.

Striker se giró. Sentía que se estaba entrometiendo en una escena íntima. Era la misma incómoda sensación que lo invadió en el momento justo en que Slade se puso en contacto con él para pedirle que los ayudara y también la primera vez que puso los pies en el rancho. Había sido en octubre cuando el coche de Randi McCafferty se salió de la carretera en Glacier Park. El parto se le adelantó y tanto ella como su bebé estuvieron a punto de morir. Había estado en coma un tiempo y cuando por fin despertó se dieron cuenta de que sufría amnesia.

O eso decía ella.

Striker pensó que la pérdida de memoria le resultaba muy conveniente a Randi, a pesar de que su médico afirmaba que se trataba de amnesia. Striker encontró pruebas de que otro vehículo había perseguido el Jeep de Randi por una colina muy empinada hasta que finalmente ésta se empotró contra un árbol. Había sobrevivido y aunque se había recobrado y recuperado la memoria no decía nada del accidente ni de si sospechaba de alguien que quisiera matarla. No incriminaba a nadie, bien porque no tenía idea ciertamente o porque no quería delatar a nadie. Lo mismo que con el padre de su hijo Joshua. Kurt frunció el ceño. No quería imaginarse a otro hombre intimando con Randi, aunque era una completa estupidez. Él no tenía ningún derecho sobre ella, ni siquiera estaba seguro de que le gustara.

«Entonces deberías haberla dejado ir anoche cuando la viste desde el rellano de la escalera con su pequeño y esperaste hasta que lo hubo metido en la cama...»

Kurt recordó cómo la vio sentada en la repisa interior de la ventana, tarareando suavemente, vestida sólo con camisón mientras amamantaba a su bebé. La estuvo observando desde el rellano de la escalera, viendo cómo la luz de la luna la iluminaba como a una madonna con su hijo. Había sido una imagen espiritual, aunque muy sensual, y él se quedó esperando entre las sombras. Su idea era bajar las escaleras sin ser visto, pero en ese momento una tabla del suelo crujió y Randi alzó la vista y lo vio apoyado en la barandilla.

–Vamos a la cocina a ver qué nos ha preparado Juanita –estaba diciendo Nicole y Kurt volvió al presente de golpe–. Huele muy bien.

–¡Can-de-la! –dijo Mindy poniendo los ojos en blanco.

–Ca-ne-la –corrigió Molly.

–¿Vamos a verlo? –dijo Nicole empujando a las niñas por el pasillo hacia la cocina mientras Thorne regresaba al salón.

–¿Entonces qué dices Striker? ¿Aceptas o no? –dijo Thorne una vez en el salón, la sonrisa que había dedicado a su mujer y sus hijas se había desvanecido. Volvía a ser el hombre de negocios.

–Es un montón de dinero –le recordó Matt.

–Mira, Striker, cuento contigo –dijo de pronto Slade alejándose de la ventana, la preocupación visible en sus ojos–. Alguien quiere matar a Randi. Les dije a Thorne y a Matt que si había alguien capaz de averiguar de quién se trataba, eras tú. ¿Les demostrarás que tenía razón o no?

Con un poco de culpa Kurt metió el cheque en su gastada cartera de cuero. No tenía ningún sentido discutir. No podía dejar que Randi McCafferty se enfrentara sola con su hijo a la persona que quería acabar con su vida, de la misma manera que no podía dejar de respirar.

–¡Estupendo! –Randi no llevaba recorridos más de sesenta y cinco kilómetros cuando su Jeep nuevo empezó a hacer ruidos extraños. Se bajó del coche para comprobar qué ocurría y vio que la rueda izquierda estaba baja y no lo estaba cuando salió del rancho. Hacía apenas un kilómetro y medio que había pasado por una gasolinera así que decidió volver y descubrió que estaba cerrada. De forma permanente.

Hasta el momento, su viaje de vuelta a la civilización no estaba transcurriendo como ella había planeado, aunque tampoco podía decirse que tuviera un plan. Ése era precisamente el problema. Desde el primer momento había sabido que quería regresar a Seattle, lo antes posible, pero la noche anterior con Kurt... A la mañana siguiente al despertar había decidido que no podía esperar ni un minuto más.

Sus hermanos estaban todos casados y ella volvía a ser, de nuevo, la que no tenía pareja, además de ser la razón por la que todos ellos estaban en peligro. Tenía que hacer algo.

«Pero te estás engañando a ti misma. El verdadero motivo por el que te has marchado tan rápidamente no tiene nada que ver con tus hermanos ni el peligro que corren, sino con Kurt Striker».

Echó un vistazo al retrovisor y vio el dolor reflejado en sus ojos. No se le daba bien hacer de mártir. Nunca se le había dado bien.

Tendría que cambiar la rueda ella sola lo que no sería un problema. Había aprendido mecánica cuando vivía en el rancho. Afortunadamente estaba fuera de la carretera y relativamente protegida del viento bajo el techado de la vieja gasolinera.

Encontró rápidamente la razón del pinchazo. Aparentemente había sido un clavo el que había hecho que la rueda fuera perdiendo el aire poco a poco.

Por un momento pensó que no hubiera sido un accidente, sino que el mismo que la hizo salirse de la carretera en Glacier Park, y volvió a intentar matarla en el hospital y más tarde incendió el establo pudiera ser el culpable del pinchazo también.

El viento helado azotaba la carretera levantando la nieve que le golpeaba la cara. De pronto una cuchillada de temor le recorrió la espalda y alzó la vista hacia el inhóspito paisaje.

Pero no vio a nadie, ni oyó nada. Pensó que se estaba volviendo paranoica y no era bueno.

Encorvado bajo la lluvia, el intruso metió la llave en la cerradura y con sorprendente facilidad entró en el piso que Randi McCafferty tenía junto al lago Washington.

Era una zona cara de casas unifamiliares. No podía ser menos para la princesa. En el interior, la vivienda parecía desordenada y sucia. El polvo se había acumulado en la superficie del pequeño escritorio y las telarañas colgaban del techo. Las revistas de los últimos tres meses estaban sobre la mesa y el contenido del frigorífico hacía semanas que se había podrido. Fotos y cuadros decoraban las paredes pintadas de un color crema y una mezcla ecléctica de muebles modernos y antiguos llenaban el salón alrededor de una chimenea en la que las cenizas estaban frías.

Randi McCafferty hacía mucho tiempo que no vivía en aquella casa.

Pero estaba de camino.

Sin hacer ruido, el intruso recorrió las habitaciones a oscuras que se alineaban a lo largo del pasillo hasta llegar al dormitorio principal con cuarto de baño incluido y cama de dos metros. Había un segundo cuarto de baño, y una habitación para un bebé, no muy decorada, pero suficiente para el pequeño McCafferty. El bastardo.

De nuevo en el salón, se acercó al escritorio sobre el que reposaba una fotografía, tomada años atrás, de los tres hermanos McCafferty: tres hombres altos, robustos y engreídos, dueños de una sonrisa irresistible para las mujeres, y de un temperamento que los había metido en más peleas de bar de las que podían contarse. Iban montados a caballo y delante de los tres, descalza, vestida con unos vaqueros cortos y camisa sin mangas, el pelo peinado con dos trenzas, estaba Randi. Tenía la cabeza ladeada y los ojos entornados por el sol del que se protegía poniéndose una mano sobre la frente, mientras sostenía en la otra mano las riendas de los tres caballos como si ya entonces supiera que ella sería la que conduciría la vida de sus tres hermanos.

La muy zorra.

Molesto, el intruso retiró la vista de la fotografía y conectó el contestador automático, sintiendo una ligera satisfacción al tocar algo de la princesa. Pero fue un sentimiento fugaz, frío como las cenizas de la chimenea.

Mientras escuchaba el único mensaje se dio cuenta de que sólo se podía hacer una cosa para arreglar las cosas: Randi McCafferty tenía que pagar, y lo haría con su vida.

Capítulo Dos

Menos de dos horas después de su conversación con los hermanos McCafferty, Striker se encontraba a bordo de un avión privado en dirección al oeste; un amigo que le debía un favor se lo había prestado. Había tenido tiempo para consultar con un colaborador en el caso que ya estaba investigando el pasado de Randi. Eric Brown era un ex militar y había pasado un tiempo también trabajando para el FBI antes de hacerse investigador privado. Brown seguiría la pista de Randi entre los papeles y mientras Striker la vigilaría de cerca.

Striker miraba a través de los gruesos cristales, escuchando el rugido de los motores, y pensó en Randi McCafferty. En lo hermosa, inteligente y sexy que era.

Se preguntaba quién querría verla muerta y por qué. Tal vez fuera por su hijo, o por el libro que estaba escribiendo, o tal vez se debiera a otro secreto que no quería que sus hermanos conocieran.

Era una mujer intrigante e irascible con fuego en los ojos de color marrón y un aguzado sentido del humor, capaz de mantener a raya a sus tres hermanos.

Era cierto que tanto Thorne, como Matt y Slade podían haberle guardado rencor a su hermana: después de todo ellos habían terminado compartiendo la mitad del rancho mientras que Randi, la única hija de John Randall McCafferty, había heredado la otra mitad. Aunque la gente de Grand Hope pensara de otra forma, él sabía que las intenciones de los tres hombres eran buenas. ¿Acaso no lo habían contratado para que protegiese la vida de su adorada hermanastra? No, ellos quedaban fuera de toda sospecha.

Masticó un palillo de los dientes pensativo, observando con el ceño fruncido las nubes que se veían por la ventana. Los motivos de la mayoría de los asesinos eran los celos, la sed de venganza y el ansia de poder. A veces, la víctima moría porque suponía una amenaza para el asesino y otras para ocultar otros crímenes.

Lo que lo llevaba de nuevo a su pregunta: por qué alguien quería matar a Randi. Tal vez por su herencia o por su hijo o por una relación amorosa que había acabado mal. Se preguntaba si tal vez habría estafado a alguien o si sabría demasiado de algún asunto oscuro. Eran todos motivos inconexos. Se rascó la cara pensativo.

Dos misterios rodeaban a la mujer. El primero era la paternidad de su hijo, un secreto celosamente guardado. El segundo era el libro que estaba escribiendo cuando tuvo el accidente.