Mentiras y verdades - Tracy Kelleher - E-Book

Mentiras y verdades E-Book

Tracy Kelleher

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Beschreibung

Nunca le había causado tantos problemas fingir un poco... Lauren Jeffries necesitaba una exclusiva, algo que le diera una oportunidad en el periódico que no fuera la de escribir el obituario. Pero cuando se inventó la noticia de la defunción de Harry Nord, no pensaba que la publicarían, y menos que un guapísimo hombre aparecería para hacerle un montón de preguntas... un hombre que le haría sentir un ardiente deseo. La nota de la muerte del principal sospechoso de un robo llevó al investigador de robos de obras de arte Sebastian Alberti hasta la puerta de Lauren... y después hasta su cama.

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Louise Handelman. Todos los derechos reservados.

MENTIRAS Y VERDADES, Nº 1397 - junio 2012

Título original: The Truth About Harry

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0166-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversion ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Fallece Harry Nord, 83 años, fabricante y filántropo.

Harry Nord, un piloto condecorado de la Segunda Guerra Mundial, millonario por sus propios esfuerzos y generoso filántropo local, murió ayer mientras dormía en el Hospital de Veteranos de Filadelfia. Tenía 83 años y llevaba enfermo algún tiempo.

El señor Nord, nacido en Camden, Nueva Jersey, provenía de un entorno humilde, ya que quedó huérfano a los doce años cuandos sus padres fallecieron en el espantoso accidente ferroviario de diciembre de 1934. Una investigación posterior del incidente reveló que el maquinista había conducido ebrio tras haber asistido a la fiesta de Navidad de la empresa. Se presentaron cargos en contra de la dirección ferroviaria, aunque más tarde se retiraron. Al señor Nord le gustaba decirle a los empleados de la Compañía de Artículos de Mercería y Retales Nord, de la cual era fundador y presidente, que había sido su falta constante de ropa de invierno durante su infancia y juventud en Filadelfia lo que había guiado sus pasos hacia la industria textil.

Antes de dejar su impronta en la industria textil, el señor Nord tuvo una destacada carrera militar en la Segunda Guerra Mundial, llegando a alcanzar el grado de capitán. Siendo piloto, su avión fue derribado mientras realizaba una misión en el norte de Italia. Aunque aturdido y herido, el señor Nord arrastró al copiloto malherido lejos del avión en llamas. Los lugareños de San...

Lauren Jeffries le dio a la barra espaciadora y se frotó los labios.

–¿San qué? –preguntó en voz alta, a nadie en particular.

El resto de los compañeros de Philadelphia Sentinel, el segundo periódico más grande de Pennsylvania, habían entregado sus artículos a redacción hacía mucho rato y en ese momento estaban bebiendo cerveza barata y quejándose de sus ridículos salarios en Gino’s, el bar que estaba a la vuelta de la oficina.

Le echó un vistazo a sus apuntes, sabiendo de antemano que no le ofrecerían ayuda alguna. En sus labios se dibujó una sonrisa intrigante mientras se inclinaba sobre el teclado del ordenador y empezaba a teclear furiosamente.

Los lugareños de Santa Margherita descubrieron a los dos hombres y los ocultaron hasta que estuvieron lo suficientemente recuperados para viajar. Entonces, con la ayuda de un pastor, cruzaron a pie la frontera de los Alpes hasta Suiza. El señor Nord fue condecorado con la Estrella de Bronce por su heroísmo.

Al terminar la guerra, el señor Nord regresó a Filadelfia, donde consiguió algunos empleos en la industria textil. Mientras trabajaba haciendo ojales en una fábrica de camisas, se dio cuenta de que el acabado sería mucho más rápido si hubiera una máquina que pudiera coser y hacer los ojales al mismo tiempo. Desarrolló un dispositivo de ojales automático, el cual patentó. El Nordomatic, como se le conoció después, revolucionó la fabricación de camisas. Invenciones posteriores confirmaron al señor Nord como líder y sentaron las bases para la Compañía de Artículos de Mercería y Retales Nord, una manufacturera cuyo cuartel general estaba antaño situado junto a la Estación de la Calle Trece. En 1991, la Compañía Singer compró Retales Nord, por lo que la operación comercial se trasladó a México.

El señor Nord fue un generoso benefactor, además de un líder empresarial. En la zona estableció la «Campaña del Abrigo de Invierno» para ayudar al Ejército de Liberación. Tal vez su obra de caridad más importante fue la reconstrucción de la pequeña ciudad de Santa Margherita. Agradecido a los lugareños por la ayuda que le habían prestado, el señor Nord donó fondos para construir un colegio nuevo, un asilo de ancianos y una biblioteca, entre otras cosas. Una placa conmemorativa en su honor, colocada en la fachada del ayuntamiento, proclama en italiano: «Aquí aterrizó envuelto en una bola de fuego, y con la ayuda de Dios hizo resurgir de las cenizas a Santa Margherita».

Lauren se arrellanó en el asiento. La cita era exagerada, y se imaginaba a Dan Jankowski, el editor que estaba de guardia esa noche, riéndose para sus adentros mientras le daba a la tecla de suprimir y le enviaba un conciso correo electrónico diciéndole que tratara de controlar un poco sus fantasías, que ésa era la edición metropolitana.

Estaba muy mal inventarse una historia, incluso una necrológica. Verdaderamente mal. Lauren, que siempre mostraba una gran integridad profesional, lo sabía mejor que nadie. Pero no podía evitarlo. Y además esa en particular no iba a ver la luz del día jamás. Podría llamarlo una venganza; una catarsis; un modo de desahogar su colera de reportera. Acababa de enterarse de que el editor jefe, Ray Kirkel, había ascendido a Huey Neumeyer, pasando por encima de ella, para el puesto de reportero en la Casa del Estado. ¡Huey! Un ayudante de redacción que ni siquiera sabía hacer una fotocopia. Tal vez el hecho de que ella no fuera el primo de la esposa de Ray tuviera algo que ver con el nombramiento.

Y después de tres años de bailar al son de la música de la edición metropolitana, de generar mucho más que el habitual becario y de cosechar un premio de la Asociación de Prensa de Pensilvania por su artículo sobre las escapadas de los adolescentes, ¿qué conseguía? Un fax en su mesa y una orden de Ray: «Han retirado un anuncio de la página de necrológicas y necesito rellenar un hueco de cinco centímetros antes del plazo de entrega de hoy».

–¿Así que éste es el premio que recibo después de tanto trabajo y esfuerzo? –se dijo Lauren en voz baja después de que Ray se dirigiera hacia el servicio de caballeros–. Este hombre no distinguiría a un reportero de primera, menos aún una historia de primera ni aunque se la pusieran delante –murmuró entre dientes.

Y para demostrar que tenía razón, había tomado la reseña de la muerte de Harry Nord y la había adornado hasta dejarla irreconocible, sabiendo muy bien que no resultaría, pero experimentando de todas formas una extraordinaria sensación de satisfacción.

Al día siguiente escribiría la verdadera necrológica del verdadero Harry Nord, y se publicaría en la edición vespertina. Ray nunca se enteraría. Que ella supiera, raramente leía el periódico salvo para ver las fotos de las chicas pechugonas en bikini.

Sin pensárselo dos veces, Lauren envió el artículo. Fin de la historia.

«Sí, claro...».

Capítulo Uno

–Qué mal me siento –murmuró Lauren contra el hombro de su suéter de lana.

–¿Qué es eso?

Phoebe Russell-Warren estiró su cuello de cisne para ver mejor la conferencia de prensa televisada a la entrada del vestíbulo de la oficina.

–No reconoces al hombre que está de pie al lado de Ray, ¿verdad? –le preguntó–. Conozco a todos los presentadores locales, al menos a los que merece la pena conocer, y él no me suena.

Phoebe no estaba exagerando con su don de gentes. Siendo la editora dela sección Estilo de Vida, conocía a todo el mundo en Society Hill.

Lauren se acercó de puntillas y frunció el ceño.

–No veo nada claro salvo la caspa de Baby Huey en su americana azul marino.

A diferencia de Phoebe, Lauren apenas llegaba al metro setenta, ni siquiera con zuecos.

–¿Qué has dicho? ¿Baby Huey?

–Es el nuevo apodo que le he dado a Neumeyer, intrépido corresponsal de la Casa del Estado, un auténtico cerdo –respondió Lauren mientras apretaba el vaso de café.

–Señoras y señores –entonó Ray Kirkel, audaz líder, junto a la hilera de puertas de cristal–. Me complace enormemente darles a todos la bienvenida a este importante anuncio.

Se produjo una pausa. Lauren imaginó que Ray estaba sonriendo a las cámaras de televisión de las noticias de las cadenas locales.

–No es que no estemos acostumbrados a la emoción aquí, en el Sentinel –empezó de nuevo.

–Ojala pudieras ver al hombre que está delante, junto a Ray. Está como un tren –le dijo Phoebe a Lauren mientras le daba un codazo.

–Olvídate del hombre macizo y misterioso por un momento.

–¿Olvidarlo? ¿Estás loca? Tiene la misma mirada que Sean Connery cuando hacía los papeles de James Bond. Tal vez tenga también acento escocés. No hay nada como un buen acento escocés en la cama; o en la ducha; o contra la pared.

–Phoebe, escucha, tengo algo importante que decirte.

La necesidad de desnudar su alma era un desafortunado rasgo de Lauren, y uno que a sus veintisiete años habría querido dejar atrás, al igual que se había deshecho de su acné juvenil o de los siete kilos de grasa que antaño le habían acolchado la cintura como un flotador.

–Nos hemos reunido hoy aquí por la muerte de un gran hombre –anunció Ray.

Phoebe se volvió de mala gana a mirar a Lauren.

–¿Necesitas confesarte? ¿Una mujer que no es promiscua, no toma sustancias ilegales y sólo bebe vino y cerveza, y con moderación?

Lauren hizo girar los ojos.

–Es sobre la necrológica –susurró Lauren.

–¿La necrológica? –repitió Phoebe en voz no tan baja.

–Chist –Baby Huey se dio la vuelta–. Estáis interrumpiendo un momento único –las miró con dureza antes de volverse de nuevo.

–Como siempre, el Sentinel se impone –continuó Ray antes de levantar el brazo magistralmente y señalar una pantalla que habían montado a su derecha; instantáneamente apareció una imagen gigante de la necrológica que había escrito Lauren–. Esto demuestra que con la orientación editorial adecuada, incluso el miembro más joven de la plantilla puede causar un impacto –anunció Ray.

Lauren gimió.

–Tal vez no mencione mi nombre.

–Por supuesto que no lo va a mencionar –le dijo Phoebe–. Ray es un auténtico cretino.

–De nuevo me complace decir que nuestro periódico, a pesar de nuestros limitados recursos en comparación con los de la televisión, se ha adelantado a los demás medios de comunicación –Ray levantó una mano con modestia–. No es por despreciaros, chicos –bromeó con los equipos de televisión.

–Tal vez ahora averiguaré quién es ese hombre alto, guapo y moreno –dijo Phoebe, que no se molestó en mostrarse tímida al tiempo que se adelantaba entre el público.

Lauren la agarró y la detuvo.

–Phoebe, hay algo que debes saber sobre la necrológica –tragó saliva–. La historia de ese tipo... Me la inventé completamente.

Le hubiera gustado decir que se sentía mejor por confesarlo, pero la sensación en el estómago no hacía más que empeorar.

–¿Cómo? –chilló Phoebe, que se dio la vuelta y agarró a Lauren de los brazos–. No me irás a decir que has matado a alguien que no estaba muerto.

Lauren negó con la cabeza.

–No, confía en mí, Harry Nord está muerto –miró a su alrededor con preocupación para ver si alguien las estaba observando. Empujó a Phoebe hacia el pasillo y entraron en el primer despacho que se encontraron.

Phoebe miró a su alrededor.

–Si estás preocupada por lo que pueda pensar la gente, arrastrarme hasta el chiscón del portero no va a causar muy buena impresión.

Sin inmutarse, le dio la vuelta a un cubo, donde se sentó con elegancia y se cruzó de piernas.

Lauren se retiró unos mechones de cabello rizado de la frente.

–Mira, pasa lo siguiente. Ray, siendo el cretino de siempre, como tú bien has dicho, no sólo nombró a Baby Huey corresponsal en la Casa de Estado en lugar de a mí, sino que ni siquiera tuvo la decencia de decírmelo a la cara. Me enteré por Donna.

–¿Te refieres a Donna Drinkwater? Nunca quiere darme gomas de borrar nuevas, ni siquiera cuando se las pido con educación.

Además de ser la presidenta del club de fans de Engelbert Humperdinck, Donna Drinkwater era la encargada del almacén, y lo dirigía con el brío arbitrario de un tirano nato.

–¿Bromeas? A mí siempre me da gomas –dijo Lauren–. El caso es que Ray, el muy cretino, cuando por fin vino a verme, fue para encargarme una necrológica. Así que me enfadé, me enfadé muchísimo. Y más por puro resentimiento que por otra cosa...

Phoebe se puso de pie.

–No es necesario que continúes. Te inventaste una estupenda noticia sobre Harry Nord, ¿no es así?

Lauren asintió.

–¿Sabes?, lo que más me gustó fue la parte en la que los lugareños de ese pueblo recogen a Harry y a su copiloto herido después de que él lo sacara del avión en llamas.

–Gracias. Por desgracia, no había soñado con que se llegara a publicar.

–Pues claro que no –le dijo Phoebe muerta de risa antes de ponerse seria–. ¿Quieres decir que lo enviaste a redacción contando con que ellos se dieran cuenta de que era una broma?

–Para sorpresa mía, lo único que hizo Dan Jankowski fue cambiar un punto y coma por un punto. ¿Te has fijado cómo detesta el punto y coma?

Phoebe la miró con seriedad.

Lauren levantó la mano.

–Lo sé, lo sé. Fue una estupidez por mi parte. ¿Pero cómo iba a imaginar que la historia calaría, que los servicios de teletipo se harían con ella y acabaría llegando a la televisión? –aspiró hondo–.¿Crees que debería pedir misericordia a Ray y esperar que me perdone?

–Lauren, abre los ojos. Ray no tiene corazón –hizo una pausa–. ¿Crees que podrías trabajar de dependienta en el departamento de calzado de Wanamaker’s? No me vendría mal un descuento.

–¡Phoebe! Estamos hablando de mi profesión.

En realidad era más bien el sueño de su vida; y no necesariamente trabajar en el Sentinel, sino ser periodista. A Lauren siempre le había fascinado el periodismo. Todo ese mundo la emocionaba; incluso le gustaba el olor de la tinta de los periódicos. Su madre no era de la misma opinión, y siempre había pensado que Lauren debería haberse metido en el negocio familiar de limpieza en seco, y no haber roto su compromiso con un chico de la zona que tenía unos ingresos de setenta mil dólares anuales como jefe del departamento de contabilidad del Hospital Memorial Jefferson.

Sin embargo, y a pesar de las protestas de su madre, Lauren había terminado con aquella historia. La decisión la había tomado cuando había encontrado a su prometido, el canalla de Johnny Budworth, montándoselo con Agnes Iolites, la persona que por un ojo de la cara les estaba organizando la boda. Claro que eso no había sido lo único que la había hecho decidirse. En realidad Lauren ya se había dado cuenta de que Johnny no había conseguido entender lo que la emocionaba, y no sólo en lo tocante al sexo.

Johnny jamás leía sus artículos, jamás leía el Sentinel ni ningún otro periódico.

Phoebe le echó el brazo por los hombros.

–Escucha, si estuviera en tu lugar me quedaría callada. ¿Quién sabe? Tal vez nadie se entere.

Lauren se quedó pensativa un momento.

–Tal vez tengas razón. ¿Volvemos entonces a ver el resto del espectáculo?

Phoebe asintió, y las dos salieron sigilosamente del cuarto.

–Me complace especialmente que el Sentinel sea capaz de tener otra primicia –oyó Lauren que Ray decía cuando llegaron al enorme vestíbulo–. Y con eso en mente, es un gran placer para mí poder presentarles hoy a...

Lauren se puso de puntillas para ver la parte delantera de la sala.

–Sebastian Alberti.

–¿Quién?

Lauren miró a Phoebe, que había abandonado su habitual sangre fría y en ese momento se estaba abanicando.

–El nieto del héroe de Filadelfia, Harry Nord –declaró Ray.

Al igual que las aguas del Mar Rojo se habían abierto para Moisés, del mismo modo las personas que abarrotaban el vestíbulo se apartaron, y Lauren pudo echarle un buen vistazo, no a Ray, sino al hombre que estaba a su lado.

Se quedó estupefacta. El hombre que tenía delante era alto, de hombros anchos y cintura estrecha, llevaba un traje gris marengo que parecía hecho a medida. Su ademán confiado irradiaba al mismo tiempo seguridad y tensión.

Y qué belleza. Un conjunto de facciones bien esculpidas, de pómulos altos y mandíbula fuerte, adornadas por un pelo negro como el azabache, unos ojos profundos y unas cejas largas y rectas.

Con cierta reticencia, Sebastian Alberti se acercó al micrófono y sonrió. En ese momento sus facciones se alteraron considerablemente, y se oyó en la sala el suspiro colectivo de las mujeres asistentes y de no pocos hombres, aunque no los de producción.

Lauren habría sucumbido en ese momento y allí mismo junto con todos los demás afectados de no haber sido por un grave problema. Harry Nord, real o no, no había tenido ningún nieto.

Sebastian Alberti se acercó al micrófono y agachó la cabeza, como si no estuviera acostumbrado a hablar en público.

–Es un honor para mí estar aquí hoy. Gracias, Ray –asintió de manera cortés y Ray levantó una mano con la pretensión de ser humilde–. Jamás pensé que nadie pudiera escribir así de mi abuelo –su voz tenía un suave acento sureño–. Mi difunta madre, un producto de la Italia destrozada por la guerra... –un coro de exclamaciones se hizo oír– se habría sentido enormemente complacida al saber que la valía de su padre había sido finalmente reconocida. Babbo, como yo siempre lo llamaba, jamás hablaba de su pasado. «La verdadera caridad», solía decir, «debe ser anónima».

Se oyó un coro de amenes.

–Es como observar a un ministro evangelista con un traje de Armani –dijo Lauren en voz baja.

–Bueno, yo desde luego me convertiría fácilmente –suspiró Phoebe.

–Así que, dada la dificultad que ha debido de entrañar el desenterrar esta historia... desearía conocer al intrépido reportero que ha revelado la historia de mi babbo.

Capítulo Dos

–¿Puedes creer que Ray no anunció el nombre del tipo hasta el final? –se quejaba Lauren frente al espejo en el servicio de señoras.

–Olvídate de los defectos periodísticos de Ray –le dijo Phoebe mientras rebuscaba en una pequeña bolsa de maquillaje de Fendi–. No sabes si te van a despedir o no. Así que hay cosas más importantes de las que preocuparse. ¿Albaricoque o rosa?

Lauren miró las dos barras que Phoebe tenía en la mano.

–¿Me criticas por discutir sobre la competencia periodística, y tú estás debatiendo sobre las virtudes del brillo de labios?

–Esto no es una cuestión de brillo de labios. Estamos hablando de tu imagen, ya que estás a punto de enfrentarte a Ray y al nieto de Harry Nord.

–Phoebe, cuántas veces tengo que decírtelo. Harry Nord nunca tuvo nietos.

–¿Estás segura?

–Según la edición de la funeraria, el verdadero Harry Nord no tuvo descendientes.

–Bueno, el de pega, el que te inventaste, aparentemente se ha hecho de uno y, créeme a mí y a mi corazoncito que no deja de latir, éste es muy real.

–Tienes razón –aceptó Lauren.

Phoebe la miró con curiosidad.

–Y, francamente, aunque eres una de mis más queridas e íntimas amigas, no tienes remedio en el asunto de la imagen. Ese look de estudiante con chinos y zuecos está muy pasado de moda.

Lauren separó los brazos y se miró con ojo crítico. Aunque no tan crítico.

–Y yo que pensaba que llevar un suéter de cuello vuelto color berenjena resultaba tan atrevido. ¿Qué sabía yo?

–Está claro que no lo suficiente –Phoebe le pasó una barra–. Toma el rosa. Vamos a arreglarte ese pelo rubio de bebé.

Lauren se quedó mirando el brillo de labios e hizo lo que le decían. Tiró el vaso de papel a la basura y se volvió hacia Phoebe muy erguida:

–Puedo hacerlo –dijo mientras empujaba la puerta del cuarto de baño con ímpetu.

En ese momento se chocó de frente contra Sebastian Alberti.

Tal vez la tela de su traje de diseño fuera tan suave como la seda, pero la composición del cuerpo que había debajo era sólida como el mármol, y tan bien trabajada como una escultura de Rodin.

Lauren intentó aspirar hondo para relajarse. Pero era imposible alcanzar la serenidad de espíritu cuando tenía la nariz pegada a una corbata de seda y le llegaba el aroma a madera olorosa y el calor del cuerpo de aquel hombre impresionante.

Echó la cabeza para atrás y alzó la mirada.

–Lo siento, no lo he visto venir.

Sebastian Alberti se frotó el mentón y entonces esbozó aquella sonrisa encantadora que casi la hizo derretirse por dentro.

–Ya somos dos.

–Tal vez no lo sepa, pero se supone que teníamos que encontrarnos en el despacho de Ray –dijo tragando saliva–. Me llamo Lauren Jeffries, la periodista que escribió la necrológica de su abuelo –el énfasis que puso en las últimas dos palabras fue importante.

Sus palabras parecieron agitar, aunque temporalmente, su compostura. ¿Sería un destello de sorpresa o de interés sexual?

Tontamente, Lauren esperaba que prevaleciera el interés sexual. Sacudió la cabeza. No se había comportado de ese modo desde que Johnny Budworth le había dado el anillo de compromiso cuando le había pedido matrimonio. En ese momento había creído de verdad que era un diamante auténtico en lugar de un anillo de circonita de la teletienda.

Lauren se fijó en el hoyuelo que Sebastian Alberti tenía en la barbilla, que por cierto era muy bonito.

–Creo que lo mejor es asumir que tenemos demasiadas cosas que discutir.

–¿Eso cree?

–Yo lo sé y usted también –le dijo con énfasis y con más confianza de la que sentía.

Él torció el gesto.

–¿Y eso significa que nuestra relación nos convierte en...?

–¿Dos mentirosos? –dijo ella.

Sebastian Alberti sonrió y se le dibujó un hoyuelo en la mejilla derecha.

–Y yo que iba a decir almas gemelas.

Lauren miró a Sebastian Alberti a los ojos, que de cerca eran de un marrón chocolate pecaminosamente oscuro. Si se suponía que eran las ventanas de su alma, entonces estaba metida en un buen lío.

Tragó saliva. Unos golpes a la puerta del lavabo de señoras la salvaron de emitir una contestación ingeniosa. Phoebe asomó la cabeza.

–¿Se puede salir ya?

–Depende –le dijo Lauren mientras agitaba la mano para que saliera–. Phoebe Russell-Warren, Sebastian Alberti. Phoebe es la editora de la sección «Estilo de Vida» de el Sentinel.

Él asintió.

–No todos los días conoce uno a una editora de una sección tan importante.

Pero o bien era fruto de su imaginación, o bien le parecía que la tensión que se había producido momentos antes había disminuido.

Claro que eso no arredró a Phoebe.

–Bueno, y una no conoce todos los días al nieto del protagonista de una de nuestras necrológicas –sonrió profusamente, causando el deslumbrante efecto de un cuidado dental minucioso.

Sebastian le sonrió con suavidad.

–Y no todos los días publican una necrológica como la de mi abuelo, ¿verdad?

–Ya veo que estáis aquí de juerga –los saludó Ray, precedido por su amplia barriga–. Bueno, veo que ya has conocido a la pequeña señorita que ha escrito la historia –asintió en dirección a Lauren.

Lauren contó hasta diez para calmarse.

–A la señorita Jeffries no se le podría llamar pequeña si nos referimos a su aptitud.

–Estoy segura de que sus aptitudes tampoco son pequeñas... De ninguna manera –dijo Phoebe.

–No seas ridícula –dijo Ray mirando a Phoebe–. Venga, tienes que asistir a un almuerzo, o lo que sea.

–Sólo escribo seis páginas durante la semana y media sección los domingos, pero no se preocupe por mí –Phoebe resopló antes de volverse hacia Lauren–. Avísame si puedo serviros de ayuda –y al decir la última palabra miró significativamente a Sebastian antes de volverse con gesto regio.

–Ray, Ray, tenemos un crisis –dijo Huey Neumeyer, que se acercó con sus movimientos torpes habituales–. Tenemos informes de que han tomado unos rehenes en la Casa del Estado, pero estoy aquí por la conferencia de prensa y no en Harrisburgh para cubrir la historia.

Una gota de sudor le caía por la mejilla derecha, mientras emanaba una mezcla asquerosa de olor corporal y Aramis.

Lauren se olía una historia, entre otras cosas.

–Tengo una fuente en la Casa del Estado. Y tengo su número de móvil –se ofreció Lauren.