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Algo en aquella mujer gritaba ¡sexo, sexo, sexo! La seductora tienda de lencería de Eve Cantoro estaba causando un tremendo revuelo en el pueblo. Pero, a pesar de los chismorreos, las insinuantes prendas desaparecían de las estanterías... incluso algunas habían sido robadas. Después del segundo robo, Eve decidió tomar cartas en el asunto y llamó a la policía. Y apareció un tipo increíble. Carter Morgan no tenía la menor idea de lencería, pero con sólo echar un vistazo a la sexy propietaria del local, estuvo dispuesto a aprender todo lo que hiciera falta. Y a investigar. Aunque en realidad era él el que tenía un secreto, sólo esperaba que no se interpusiera entre ellos dos. Pero lo cierto era que no podía estar con ella.
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Seitenzahl: 200
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Louise Handelman
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Todo sobre ella, n.º 1309 - julio 2016
Título original: It’s All About Eve
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8733-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
De no haber sido por el culotte rojo, Eve Cantoro no se habría enterado de que tenía problemas. Por supuesto, los problemas, como la ropa interior, podían ser de todos los tamaños y formas. Y si Eve sabía de algo era de ropa interior.
Los hombres, y sobre todo las relaciones con los hombres, eran otra cosa. Podía poner como ejemplo el hombre que tenía al lado.
–¿Y dice que estaban aquí? –preguntó el detective Carter Moran mientras señalaba con el dedo el triángulo imberbe entre las piernas del maniquí sin tocarlo–. Quiero decir… ¿Ahí?
Eve asintió.
–Sí, ahí –contestó Eve, que seguidamente suspiró mientras observaba el estilizado maniquí gris.
¿Por qué sería que, cuando se trataba de lencería femenina, los hombres se dividían en dos categorías? Los primeros eran los viejos verdes que lo único que podían pensar era que las mujeres siempre estaban dispuesta a «hacerlo», implicando que ellos fácilmente podrían darles lo que quisieran. Los segundos eran los vergonzosos que, a diferencia de los primeros, parecían incapaces de hacer o decir nada aparte de ponerse a sudar o quedarse petrificados.
Y allí estaba el detective Moran, a punto de pasar a una u otra categoría. El policía se quedó mirando el maniquí del escaparate mientras se frotaba el mentón. Un mentón muy bonito, pensaba Eve.
–Deme un segundo, ¿quiere? –le dijo el detective despacio–. Estoy intentando mostrarme sereno, no hacer ningún comentario grosero o ponerme a babear. Estoy seguro de que ambas cosas la molestarían, y para mí resultaría vergonzoso. Tendría que encontrar una pared y empezar a golpearme la cabeza contra ella.
¡Santo cielo! Parecía que, después de todo, el detective era diferente. Qué sorpresa.
A Eve no solían gustarle las sorpresas. Pero una sorpresa tan bien presentada no era algo tan frecuente; y raramente un ejemplar masculino de tal calibre había hecho tanto por la promoción de una imagen positiva de la ley. Al menos ella no había sido testigo en sus treinta años de experiencia. Con más de un metro ochenta de estatura, el detective Moran tenía unos hombros anchos que rellenaban muy bien la cazadora gris antracita del uniforme. Por otra parte, los pantalones del detective realzaban discretamente los músculos bien desarrollados de los muslos…
Ya estaba fantaseando otra vez, pensaba Eve mientras se cruzaba de brazos.
–Entiendo que éste no será para usted un caso típico de robo, ¿verdad?
Eve era la dueña de Cositas Picantes, la única lencería de la ciudad. Era una adición reciente a las tiendas de ropa, las librerías y las cafeterías de diseño.
El detective Moran deslizó una mano en un bolsillo del pantalón.
–Francamente, no se producen demasiados robos en este sector. Las sustracciones de bicicletas de montaña son las más comunes. Algunas veces se roba algún bolso que la dueña ha dejado en un coche sin cerrar. De vez en cuando alguien se lleva un Rolex de una joyería –dijo el detective, y se fijó en su muñeca delgada.
–Soy más una chica de Swatch –dijo ella al verlo–. Tienen un precio razonable y un diseño original.
Él pasó de mirarle el reloj a mirarla a los ojos.
–Entiendo a lo que se refiere con diseño original.
El policía se pasó la mano por la cabeza, y Eve notó que tenía el pelo mojado. Las once de la mañana era algo tarde para darse una ducha. Aun así, por lo menos demostraba que era limpio; algo verdaderamente valorado en una ciudad pequeña y curiosa como Grantham.
Y no porque Grantham alguna vez se hubiera tenido a sí misma como una ciudad pequeña en lo más esencial, el prestigio. Cuna de una universidad de élite, aquel enclave exclusivo del centro de Nueva Jersey era conocido por su atractiva arquitectura colonial, por los elevadísimos precios de la propiedad inmobiliaria y por las notas altas entre los alumnos de sus colegios públicos y privados. Sobraba decir que en Grantham nada se dejaba al azar. Los Volvos ranchera definían las dimensiones de las plazas de aparcamiento, e incluso las azaleas y las magnolias coordinaban sus flores primaverales en colores socialmente aceptables.
Pero estaban a principios de junio, las temperaturas habían aumentado ligeramente y la humedad del verano que ya se había empezado a sentir producía cierta apatía en el ambiente.
–Es de lo menos habitual, por decir algo, que haya alguna denuncia de, ¿cómo ha dicho que se llama lo que le falta? –preguntó el detective Moran, que miró primero al maniquí y después a Eve.
–¿Mmm? –respondió ella con aire distraído.
Eve notó que tenía el pelo de un tono castaño oscuro rojizo. Siempre le habían gustado los hombres con el pelo de ese color. Y en esa ocasión el detective se lo había peinado hacia atrás con los dedos, despejando una frente amplia e inteligente. En realidad, tal vez fuera eso lo que le llamara la atención y no el color del pelo. Eso y sus ojos. Los tenía de un verde oscuro muy exótico. De esos ojos que hacían que a una que se le encogiera el corazón.
–Lo siento. ¿Cómo lo ha llamado? –señaló el maniquí sin tocarlo.
Eve salió de su ensimismamiento.
–Se llama culotte, o al menos así se llamaba hasta hace un rato.
Le miró la mano izquierda extendida y no pudo evitar fijarse en que no llevaba anillo de casado. El detective siguió la dirección de su mirada con sus ojos esmeralda. Entonces movió los dedos nerviosamente y bajó la mano.
–¿Fue entonces cuando se dio cuenta de que se lo habían robado?
–En realidad, Melodie, mi ayudante, fue la que se dio cuenta. Yo estaba con una cliente, una mujer joven, que se estaba comprando algo para su luna de miel. Un tanga, para ser exactos –añadió mientras se cruzaba de brazos.
El policía frunció el ceño.
–Un tanga.
–Unas braguitas. Son muy pequeñas.
Él pestañeó.
–Ah, ya.
–Sí, con eso no se notan las costuras.
–Eh, yo estoy por lo práctico, sobre todo en una mujer.
–¿De verdad? –le preguntó Eve.
–De verdad.
Se miraron en silencio.
Eve ladeó la cabeza.
–¿Le gustaría saber el color, sobre todo por si le resulta práctico, claro está?
–Por supuesto –respondió él.
–Pues ese tanga en particular era azul noche.
–¿Azul noche? –repitió Carter con expresión pasmada.
–Casi negro –le explicó Eve.
–¿Casi?
–Sí, es un color que gusta mucho a las novias.
–¿De verdad?
–Sí, y también a sus maridos.
Alzó la cabeza para mirarlo, pero como era bastante alto lo primero que vio fue un mentón cubierto de una pelusa de dos días. Mmm, qué sexy…
–Bueno, sí, claro. Me lo imagino –comentó él.
Eve ladeó la cabeza.
–Se lo puede imaginar ahora.
Él hizo una pausa antes de contestar, concentrándose de lleno en su rostro, que sin poderlo remediar le resultaba de lo más interesante; desde su melena negra a la altura de los hombros, y su nariz aguileña, hasta su piel de melocotón y sus labios de frambuesa.
–La sorprendería todo lo que soy capaz de imaginarme –le dijo en tono pausado cuando terminó de examinarla a conciencia.
Eve tragó saliva. ¡Ya era suficiente! Ese hombre y ella no estaban coqueteando. Lo cual no explicaba en absoluto por qué se estaba preguntando si todavía tendría carmín en los labios desde que se los había pintado esa mañana temprano.
–Sí, bueno, estoy segura de que en su trabajo habrá tenido la ocasión de ser testigo de toda clase de cosas y que como resultado de ello tendrá una imaginación muy amplia –respondió ella en tono formal.
El detective la estudió detenidamente antes de responder.
–¿Entonces por qué no me cuenta más cosas de la prenda que falta?
–La prenda de la que hablamos se llama culotte, ya sabe, una de esas braguitas que son sueltas –le explicó–. Detective Moran…
–Carter –la interrumpió él con una sonrisa–. Ésta es una ciudad bastante pequeña. Nos gustaría pensar que es posible que todos nos conozcamos.
Ella alzó una mano como para darle a entender que aceptaba su explicación.
–Carter. A lo que vamos, a veces nos roban cosas, y es cierto que un par de braguitas no es para tanto. Pero es la tercera vez que nos ha desaparecido este tipo de braga del escaparate.
Él asintió.
–Deben de ser muy sexy
–Tal vez quiera comprobarlo usted mismo.
Sin esperar a que él respondiera, Eve se apartó del escaparate y de su colección de camisones y batas hasta una sala pequeña donde estaba la ropa interior. Tres mesas pequeñas de alumino brillante mostraban artísticas exposiciones de conjuntos de ropa interior. En la pared de fuera había un perchero de donde colgaban sujetadores y bodies de todos los colores. El resto de las paredes estaban pintadas de un discreto tono salmón, y los suelos de madera de pino tenían un barniz rosáceo. El efecto general era muy femenino sin resultar empalagoso. A Eve no le iban las puntillas y los lazos.
Dio la vuelta a una de las mesas donde había una variedad de ligueros sorprendente, y se inclinó para abrir un cajón.
–Aquí tiene una exactamente igual a la que me quitaron del escaparate.
El policía apartó rápidamente los ojos de su trasero. Se llevó la mano a la boca y tosió.
Ella se incorporó, se pasó una mano por los pantalones negros y le pasó la prenda.
–Llevéselas para tener una referencia.
Carter aceptó el culotte como un naturalista que viera por primera vez un espécimen nuevo.
–Así que esto es un culotte –dijo, e inspeccionó el precio en la etiqueta que colgaba de la prenda–. Veo que desde luego no le han quitado cualquier cosa. Y supongo que esta talla le quedaría bien a… –miró la prenda y estudió las caderas de Eve– a alguien de su talla, ¿no?
Eve frunció el ceño.
–Tómeselo como otra información que me está dando.
–¿De verdad?
Él sonrió con cierta exasperación.
–Sabe, a veces una observación es una mera observación. Bueno, tal vez no todo el tiempo, pero sí la mayor parte. Al menos eso creo. Como por ejemplo, ahora –se frotó la frente; aquella frente tan bonita e inteligente–. En realidad, la verdad es que de momento no estoy seguro de nada.
Eve sintió ganas de tomarle la mano, de decirle que no se preocupara. De ofrecerle un capuchino. No, o tal vez mejor el hombro. O algo más que el hombro. Tal vez decirle algo como: «Normalmente no suelo hacer cosas así, pero le gustaría pasar un fin de semana en un pequeño hostal en el condado de Bucks?»
Carter levantó la mano, y a Eve le pareció como si estuviera a punto de hablar.
Tal vez la gente lo hiciera.
–De una cosa estoy seguro, y es que estoy aquí de servicio. ¿De acuerdo?
Eve tragó saliva con dificultad.
–De acuerdo –respondió, preguntándose por qué se le habría ocurrido ponerse a pensar en lo del hostal–. Para que lo sepa, ese culotte es de la talla del maniquí que hay en el escaparate.
Carter volvió despacio al escaparate y se fijó en el contenido.
–¿Pasó algo con el maniquí?
Había tres maniquíes a la vista: uno tenía un negligé muy provocativo, el segundo un pijama de franela con un estampado de patitos que nadaban en lo que parecían bañeras y el tercero, entre los otros dos, llevaba un body rojo sin tirantes que le dejaba el trasero al aire. No le pareció que Carter Moran estuviera mirando los patitos del pijama.
Eve se detuvo a medio camino. Ese hombre tenía un modo de caminar que podría resultar atractivo de un modo en el que jamás se le habría ocurrido.
–¿Cómo ha dicho? –preguntó ella.
Carter se volvió y la miró.
–¿El maniquí estaba caído o lo habían cambiado de sitio? –le preguntó Carter.
Eve alzó la cabeza y se estiró.
–No, el maniquí estaba en su sitio. Como si nadie lo hubiera tocado.
–Bueno, pues no lo toque ahora –contestó él–. Enviaré a alguien para que busque huellas en el maniquí y alrededor –dijo Carter.
Miró a su alrededor. Habían entrado unos cuantos clientes, incluidos un par de estudiantes de la Universidad de Grantham que estaban mirando unos bóxer de raso negro. Frunció el ceño y se inclinó un poco sobre Eve. Entonces ella notó que Carter olía a limón, o más bien a pomelo de California.
–¿Son de hombre o de mujer? –preguntó mientras asentía en dirección a los bóxer.
Eve se volvió a mirar y pensó en la vitamina C de un modo en el que jamás se habría figurado.
–De los dos. ¿Le gustaría que le enseñara unos?
–No gracias. Soy un tipo de calzoncillo blanco de algodón.
–Ya.
Se quedó un poco cortado.
–¿Ese «ya» es bueno o malo?
–Ya, y punto –respondió ella–. Como creo que es mi deber al frente de este negocio, intento no opinar sobre los gustos en ropa interior de los demás.
–Me alegra saberlo –sonrió–. Lo que me ha dicho me hace pensar que sí que tiende a opinar sobre otras cosas –hizo una pausa–. ¿O no?
Eve consideró la pregunta.
–Me gusta el champán muy seco, sin duda. Y los fuegos artificiales que hagan mucho ruido. Y después el perfume que sea limpio y fresco. No me gusta el perfume demasiado fuerte, de esos empalagosos.
–Ya, ya… –dijo en tono juguetón.
Ella sonrió.
–¿Ese «ya, ya» es bueno o malo?
Carter sonrió aún más.
–Sólo «ya, ya».
Eve frunció la boca.
–Me alegro de haber aclarado ese punto.
Él la miró divertido.
–Yo también –Carter carraspeó al ver que se quedaba mirándola embobado–. Bueno, sí –miró hacia la caja, donde la empleada de Eve estaba cobrándole a una señora con un traje pantalón gris de raya diplomática; la mujer miraba hacia el otro lado–. Y dice que no es la primera vez que desaparece un culotte, ¿verdad?
–Eso es. Llevamos abierto unos tres meses, pero todos los robos, tres en total, han tenido lugar en las últimas dos semanas.
–¿Y en los otros dos robos no han notado nada fuera de su sitio, o que faltara algo más?
–No. Nada. Tan sólo los culottes.
–¿Y siempre ha sido durante el horario comercial?
Eve asintió.
–Que yo sepa, sí. Normalmente durante la hora del almuerzo, que es cuando tenemos la tienda más llena.
–Tiene sentido.
–Sí, supongo que sí.
–Pero eso no es un consuelo.
–No, claro.
–¡Carter! Qué casualidad encontrarnos aquí –exclamó una mujer alta y rubia, que había estado en la caja momentos antes, mientras le ponía la mano en el hombro.
–Eh, qué sorpresa –el detective se inclinó y le dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de los labios–. Lo de esta noche sigue en pie, ¿no?
Sin saber por qué a Eve le dio un vuelco el corazón.
–Por supuesto –la mujer le guiñó un ojo; tenía los ojos de un azul parecido al de los zafiros que adornaban sus orejas–. Y, hablando de esta noche, he venido a comprarme un sujetador deportivo, y no sé cómo me llevo esto. Échale un vistazo. No pude resistir la tentación de ponérmelo –se inclinó hacia él y se apartó el cuello de la cazadora.
Carter estiró el cuello.
–Lo siento, pero no veo nada.
La mujer lo tiró del brazo.
–Venga, no seas tímido. Vamos al probador y te lo enseño.
–¿Te parece conveniente?
–Dios, Carter, cualquiera pensaría que fuera a enseñarte algo que no hayas visto antes.
Tiró de él hacia el probador. Estaba claro de que no era una mujer que tomara un no por respuesta.
–Si insistes –se volvió a mirar a Eve–. Ahora mismo vuelvo.
–Ya –respondió Eve, a quien le daba la impresión de que el detective no se estaba resistiendo demasiado.
–¿Es un «ya» bueno, o malo?
–Oh, ya me conoce. No opino cuando se trata de ropa interior.
Pero sí cuando se trataba de la policía.
Eve se volvió hacia su ayudante, Melodie.
–¿Y si acordonamos la parte de atrás y les damos un poco de intimidad? Aunque, pensándolo bien, no estoy segura de que podamos hacer ese tipo de cosas.
Melodie, una jovencita de veinte y pocos años con un corte de pelo a lo Jennifer Aniston, se encogió de hombros.
–Vamos, Eve, no te enfades. Sólo se ha comprado una camisola negra, no un tanga. Y, francamente, cubre más que el top que yo llevo puesto.
Eve se fijó entonces en el minúsculo top elástico amarillo canario que llevaba su ayudante. Llevaba todo el día queriéndole decir que llevar un top que desafiaba el uso de la ropa interior no era lo mejor para estar vendiendo lencería. Aun así, en sus años rebeldes de juventud, Eve se había llegado a poner un peto sin nada debajo. Por supuesto, eso había sido antes de que le cayera encima tanta responsabilidad.
Eve se encogió de hombros y miró hacia los probadores.
–De acuerdo –concedió Eve–. Sólo es que me daba la impresión de que estábamos en medio de una investigación criminal –añadió con cierto fastidio.
Melodie colocó los bolígrafos en el cubilete que había junto a la caja registradora.
–Tiene razón, y me disculpo –dijo una voz femenina en tono confiado–. No me di cuenta de que Carter estaba aquí trabajando– aunque cualquier otra razón por la que pudiera estar en una tienda así resultaría igual de fascinante –sacudió la cabeza–. No importa –le tendió una mano grande y con aspecto hábil–. Me llamo Simone Fahrer.
–Voy a atender a esas chicas de ahí. Después me cuentas –le dijo Melodie a Eve en voz baja.
Eve suspiró y se apartó del mostrador antes de estrecharle la mano a Simone. La mujer se la apretó con fuerza.
–Soy Eve Cantoro, la dueña de la tienda.
Carter se acercó a Simone.
–Simone es abogado.
–No deje que eso le afecte –dijo Simone–. En realidad soy una persona muy agradable.
–No lo eres –le dijo Carter.
Simone hizo una mueca.
–Tal vez tengas razón. Pero eso no importa. Tienes un deber que cumplir –señaló a Eve con la cabeza–. Arregla lo que sea con la señorita, ¿vale?
–Estoy intentando hacerlo, si no vuelven a arrastrarme al probador, por supuesto.
Eve ladeó la cabeza.
–¿Le ha resultado desagradable?
–Bueno, en realidad, me ha confundido bastante –reconoció Carter.
Eve lo miró con detenimiento.
–Se da cuenta de que se está ruborizando, ¿verdad?
Simone lo miró también.
–Se está ruborizando.
–Sabéis, un hombre menos seguro de sí mismo podría ofenderse –dijo Carter.
Simone arqueó una ceja con gesto escéptico.
–No existe un hombre totalmente seguro de sí mismo –miró a Eve–. ¿No le parece?
Eve miró a Carter Moran. El tono sonrosado de sus mejillas parecía haber disminuido, dejándole un tono saludable y bronceado bajo la pelusilla. Podría parecer otra cosa, pero desde luego inseguro no.
Se volvió hacia Simone.
–En mi experiencia, la única ocasión en la que un hombre está totalmente seguro es tumbado en el sofá con los pantalones desabrochados, después de haberse comido una buena pizza pepperoni y mientras ve a su equipo de fútbol favorito jugando contra su peor rival.
Carter se llevó la mano al pecho.
–¿Cómo? ¿Las mujeres no sienten que todo es maravilloso en momentos como ése? –dijo con aspecto totalmente ofendido, lo cual le hacía aún más encantador.
–Las mujeres no comen pizza pepperoni –contestó Eve.
–¿Miedo a los gases?
–Miedo a que toda esa grasa naranja gotee en el momento más inoportuno en los sitios más vergonzosos –se pasó la lengua por el labio inferior, ajena a las implicaciones hasta que Carter tragó saliva.
Simone miró a Carter antes de dirigirse a Eve.
–Veo que le ha ampliado los horizontes. Y debo decir que en general ha sido una experiencia fascinante –añadió, enfatizando la última palabra.
Eve esbozó una sonrisa superficial. Desgraciadamente, tenía los paletos algo torcidos, de modo que no tenía un efecto tan deslumbrante, al menos en su opinión; cuando era pequeña, la ortodoncia era un lujo que no estaba al alcance de su familia–. Espero que le haya dado a Melodie una dirección para que podamos enviarle nuestros catálogos e información sobre nuestros eventos especiales.
–Desde luego. Ésta es la primera vez que vengo aquí, pero le aseguro que volveré –comentó Simone con empeño–. Finalmente tenemos una tienda en la que se pueden encontrar cosas para que una mujer se sienta especial.
–¿Está tomando notas? –le preguntó Eve a Carter–. Esto podría resultarle provechoso más tarde.
–¿Cómo dice? Lo siento, aún estoy algo sorprendido por lo que Simone me enseñó en el probador –Carter señaló con dedo tembloroso el pecho de Simone.
Simone se volvió hacia Carter con la cabeza alta.
–Deberías estar tomando notas, sin duda. Y ya sabes a qué me refiero.
–En realidad no –respondió Carter.
–No te hagas el tonto. No te pega –le dio unas palmadas en la mejilla.
Entonces se despidió y salió con rapidez de la tienda. Eve se quedó mirándola impresionada.
–¡Qué mujer!
–Desde luego, aunque a veces me da mucho miedo –dijo Carter.
Eve se dio la vuelta.
–¿Y eso no le gusta? –le preguntó Eve.
Se frotó la mandíbula.
–Digamos que– es como comer coles de Bruselas. Sé que son buenas para mi salud, pero no por eso me resulta más fácil comérmelas.
Tal vez quisiera referirse a una relación sentimental tortuosa.
–¿Por qué no volvemos al caso? –sugirió él–.Imagino que es independiente, ¿o no?
–¿Cómo? Oh, sí, no soy franquicia ni nada de eso. Soy totalmente independiente –respondió Eve.
Carter ahogó una sonrisa.
–¿Entonces, dígame, su éxito está suscitando la envidia de alguien? ¿Ha recibido alguna queja?
–De momento todos los comerciantes de la zona se han mostrado muy amables. Ésta parece una comunidad muy solidaria; una de las cosas que me atrajo de Grantham para empezar –se calló un momento–. Aunque, ahora que lo dice, un día tuvimos un incidente. Una mujer mayor entró la semana pasada en la tienda con su nieto. Se enfadó mucho cuando el chico preguntó para qué servía el body del escaparate.
Carter no se molestó en disimular la sonrisa esa vez.
–Parece una pregunta razonable.
–La abuela dijo que mi escaparate era indecente, o algo parecido.
–¿Algo parecido?
–«Corrompe la sensibilidad moral de la comunidad», según palabras textuales.
–¿Y todo por un body? ¿Y qué le contestó usted?
–Le dije que probablemente su nieto no era más que un chico normal, curioso, y dado que parecía tener unos dieciocho años, se me ocurrió que seguramente le interesarían más los cromos de béisbol que los bodies. No pareció estar muy de acuerdo, pero no dijo nada más.
–¿Le preguntó cómo se llamaba?