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Cuando justicia y venganza dejan de ser dos caras de la misma moneda y se confunden, el juego del poder se torna más oscuro. Las mujeres definen la vida de Iván Blanes. En su adolescencia se enamoró de Consuelo Yébenes, un amor prohibido que le obligó a exiliarse de Madrid para salvar la vida. Ahora ha regresado para salvar del tráfico sexual a la joven Ylenia. Perseguido por el clan de Consuelo y por el proxeneta de Ylenia, el encuentro con Elsa Palacios, una fiscal de reputación intachable, va a complicar más su situación. La fiscal sabe que Blanes es un hombre inteligente y audaz, y eso le convierte en el artífice perfecto para alcanzar la justicia que no puede conseguir para sus víctimas dentro del sistema. Blanes, coaccionado por la fiscal, se verá obligado a colaborar para sobrevivir. Al principio solo serán pequeños encargos, pero poco a poco las demandas de Elsa le adentrarán en un juego tan peligroso como incierto, en el que la línea divisoria entre la justicia y la venganza, la verdad y la mentira, y la cordura y la locura se irá haciendo cada vez más frágil. Descubrirá que Elsa Palacios también tiene sus puntos débiles: un padre manipulador, una hermana internada en un sanatorio mental y un secreto familiar que la fiscal desconoce y que puede destruirla. Solo que, en realidad, Blanes no quiere destruir a Elsa. ¿Quién querría acabar con una mujer tan interesante?
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Seitenzahl: 920
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Mi amor te hará justicia
© 2025, María Teresa Gómez Ríos
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
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Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Arte de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Shutterstock.com
ISBN: 9788410644274
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
El prólogo de Blanes
El prólogo de Elsa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para Carmen, mi madre, que nunca aprendió a contar cuentos
porque su vida no fue un cuento de hadas,
pero que me legó el don de contarlos.
Descanse en paz.
Mi nombre es Blanes y soy un perdedor. Llevo perdiendo toda la vida. La inocencia, el amor, la dignidad. Una cadena de pérdidas de eslabones infinitos. Fui acusado de matar a una mujer y he vuelto a Madrid para salvar a otra de su destino. Puedo afirmar que las mujeres solo me han traído problemas: la que murió por mi culpa, la que he salvado de una vida de mierda y, ahora, la inquietante fiscal Elsa Palacios, una ejecutora de la moral que me ha secuestrado y que, bajo amenaza de volver a prisión, va a obligarme a trabajar para ella.
Si el clan me encuentra antes de poder demostrar mi inocencia, moriré, y si no obedezco a la fiscal Palacios en su particular cruzada, volveré a prisión y también moriré. En fin, que sea como sea voy a palmar, aunque la muerte no puede ser peor que esta vida incierta, donde la única certeza parece ser que voy a morir haga lo que haga. Solo espero que me dé tiempo a conseguir justicia para la mujer que amé, y poner a salvo a la mujer que rescaté. Mientras tanto, no me queda otra que estar al servicio de Elsa Palacios, vigilado por sus escoltas, los García, y procurar sobrevivir a esta mujer que se siente muy por encima del bien y del mal.
Llevaba tiempo esperando a un hombre como Blanes, inteligente, con un pasado turbio y un presente precario, uno que no tenga nada que perder salvo la vida, y no va a desaprovechar la ocasión. Definitivamente, Blanes es el hombre perfecto, y le va a dejar claro que solo ella puede protegerle del clan Yébenes. Además, está tan preocupado por esa chica por la que ha regresado a Madrid, Ylenia, que hará todo lo que ella quiera. ¿Estará enamorado de ella? Eso podría ser un problema, porque Blanes solo tiene una pega: es mucho más irresistible en persona que en la ficha policial.
¿Se puede amar a un asesino, aunque diga que es inocente? ¿Acaso no es eso lo que diría un asesino? Ella debería saberlo bien como fiscal, pero, entonces, ¿por qué siente que hay algo equivocado en todo este asunto? En el fondo tampoco tiene importancia: Blanes está a su merced y hará todo lo que ella diga. Y no hay más qué hablar.
La nariz volvía a sangrarme, no tan copiosamente como al principio, pero me palpitaba como si estuviera a punto de reventar y dejarme un agujero en mitad de la cara. No sabía lo que esperaban de mí aquellos mastuerzos porque no me habían dado ninguna explicación, pero no podía ser mucho. Nadie había esperado gran cosa de mí en toda mi vida. Yo era una completa negación, una anomalía de las matemáticas, alguien que ni multiplicándose por sí mismo podría convertirse en positivo. Y eso que las matemáticas no tenían secretos para mí.
Allí sentado, entre tinieblas, escuchaba sus respiraciones y me limitaba a esperar acontecimientos, igual que una presa que presiente el acecho de un reptil y no se atreve a moverse para no delatar su presencia, solo que en mi caso era inútil: ellos sabían que yo estaba allí, donde me habían dejado, con la mano esposada a la silla y la cara entumecida. Ahora, mientras el conductor vigilaba junto a la ventana de cristales polvorientos, el otro policía, sentado en un sofá desvencijado, mataba el tiempo con un cortaúñas, y el sonido de las uñas al quebrarse bajo el metal me hacía rechinar los dientes de asco.
Habían llegado en un viejo Peugeot blanco al parque donde esperaba noticias de Ylenia, que, según mis cálculos, debía de estar a punto de llegar a su destino. Tenía mucho en que pensar y nada que hacer, salvo esperar. A mi alrededor, los niños trepaban como monos por una pirámide de cuerdas, mientras los viejos daban de comer a las palomas, y una pareja de adolescentes se metía mano sobre la hierba. Pero daba igual lo plácido que pareciera el mundo: mi instinto de supervivencia, entrenado por los años de fuga, supo enseguida que algo no iba bien cuando el vehículo redujo la velocidad en el camino de tierra y se paró a mi altura, como por casualidad. Por la mirada triunfal que los dos hombres cruzaron al bajar del coche, comprendí que se alegraban mucho de haberme encontrado. Los observé mientras se acercaban.
El conductor era un tipo alto y atlético, con un frondoso bigote bajo las napias, como una chirigota de carnaval, y me enseñó la placa con un breve giro de muñeca antes de volver a guardársela; por el contrario, su compañero apenas le llegaba al hombro, la barriga le sobresalía por encima del cinturón y sudaba profusamente bajo una chaqueta abrochada con un botón tan tensionado que me pregunté cuánto tardaría en salir disparado y saltarle el ojo a algún desgraciado.
—¿Puedo ayudarles, agentes? —pregunté incorporándome lentamente, con las manos a la vista y bien alejadas de mi cuerpo.
Aunque no se hubieran identificado no habría tenido ninguna duda. Apestaban a madero.
—Documentación, por favor —solicitó, lacónico, el poli sudoroso.
Extendí mi DNI con cuidado y sin rechistar.
El parque pareció detener su actividad mientras examinaba con ojo crítico el documento, por delante y por detrás. Los abuelos interrumpieron su tertulia y los críos detuvieron su ascenso por las cuerdas, atentos todos a los dos policías trajeados y al coche de cristales tintados. Los únicos que no se inmutaron fueron los dos adolescentes, que siguieron, sin pudor, con su magreo. Ni siquiera protesté cuando me instaron a subir al coche. Un error de novato. Tenía que haberme negado, montar un pollo monumental que todo el mundo recordara, hacer que viniera una patrulla de uniforme. Para empezar, tendría que haber hecho caso a mi madre cuando me suplicó que no volviera a Madrid ni para su entierro, que no encontraría más que problemas en aquella ciudad. Pero estaba tan preocupado por Ylenia y todo parecía tan inofensivo, en plena calle, bajo el sol amable de septiembre y rodeado de gente, que me confié.
La noche anterior había tenido un encuentro en un bar con el Serbio, el dueño del club donde trabajaba Ylenia, que, con su hombre de confianza, nos había seguido desde Girona para recuperar a su chica. El Serbio quería saber dónde estaba Ylenia, yo no quería decírselo, y el asunto se calentó. En la refriega, un borracho acabó por los suelos, un par de botellas volaron por el aire, y el dueño del bar, un sesentón entrado en carnes que resollaba como un buey uncido a un yugo, empezó a gritar que aquel era un sitio decente y que estaba hasta los cojones de gentuza. Conseguí escabullirme a través de un patio lleno de cajas de botellines vacíos y alcanzar la calle, mientras en el bar se liaba la de Dios entre el Serbio, los habituales y los agentes que entraron a saco en el local. Desde la esquina, al amparo de las sombras, vi salir a mi amigo el Serbio y a su hombre esposados, y creí que, por una vez, había tenido suerte. Estaba claro que no había sido así.
—Tendrá que acompañarnos a comisaría —había mascullado el policía, al tiempo que se guardaba mi documentación.
El otro, el conductor, era tan sieso que parecía de cera. Ni siquiera parecía tener boca bajo el bigote.
—¿Y no pueden decirme para qué? —perseveré, para ganar tiempo, mientras el poli gordo abría la puerta trasera del vehículo.
Di por sentado que me llevaban a declarar por el incidente de la noche anterior, bien porque el Serbio se había ido de la lengua, bien porque el dueño del bar me había identificado en comisaría después de oírle al Serbio mi nombre, que no dejaba de repetirlo mientras trataba de sacarme a hostias el paradero de Ylenia o se cagaba en mis muertos.
—Mejor en comisaría —concluyó, con una mirada que no admitía réplica.
Entré en el coche resignado, con un mal presentimiento, y el poli gordo se acomodó junto a mí. Mientras circulábamos por la ciudad, repasé todos mis movimientos desde que había llegado a Madrid, pero, aparte de la pelea con el Serbio, que esperaba que regresara a Girona y a su negocio cuando le pusieran en libertad, no había cometido más errores. No había sido tan estúpido como para llegarme al poblado de La Cestera ni a ningún sitio donde pudiera encontrarme con algún miembro del clan de los Yébenes, pero sabía que estos tenían ojos y oídos en todas partes y, en cualquier momento, la noticia de mi regreso correría a lo largo del poblado de La Cestera de casa en casa y de chabola en chabola, mezclada con el agua sucia y la heroína, y habría apuestas sobre el día y la hora de mi muerte.
No me quedaba otra que plegarme al sistema y consumirme en mi propio jugo en el asiento trasero de aquel coche, junto a un poli pasado de peso que se hurgaba los dientes con un palillo. Conocía bien el sistema, un animalote perezoso que se arrastra por pasillos interminables, y que deglute a su ritmo a infelices como yo, mientras que las abejitas diligentes que tratan de doblegarlo se ajan y mueren. Hasta que ocurrió algo que no estaba previsto en el sistema. El coche salió de la ciudad, atravesamos un polígono industrial desierto, cruzamos por debajo de un puente de hormigón, dejamos atrás casas de hojalata rodeadas de huertas y estructuras de cemento derruidas e irreconocibles, y entonces las ruedas empezaron a traquetear por caminos de tierra que se perdían en la noche incipiente. La tarde se me había escapado de las manos, diluida entre nubes naranjas y rosas como meadas de ángeles. Sin preámbulos, sin preavisos, sin ganas.
—¿Adónde coño vamos? —pregunté, suspicaz.
A través de la ventanilla solo distinguía el vasto descampado por el que coche, solitario, circulaba con las luces puestas. Era obvio que no íbamos a encontrar ninguna comisaría ni juzgado por allí, y que tampoco habíamos tomado un atajo. Una alarma sorda empezó a latirme en las sienes, pero no me dio tiempo a procesar el peligro. El gilipollas de al lado, sin abrir la boca, me estrelló la cabeza contra el cristal y sentí el crujido del hueso al quebrarse. No era la primera vez que me rompían la nariz, reconocía el dolor del tabique desplazado. Con un poco de suerte, esta vez lo habrían enderezado y volvería a tener la nariz griega con la que mi madre me había parido, pero, más allá del dolor y de la inflamación que sabía que me esperaba, sentí la caricia de un miedo real sobre mi espalda. Ahora no, pensé, no puedo morir ahora, sin saber si Ylenia está bien, sin vengar a Consuelo. De pronto fui consciente de todo lo que me quedaba por hacer y me recriminé mi estupidez. No me había parado a pensar en qué clase de policías serían, y la garra del clan, repleta de dinero, podía hundirse muy profunda en las tripas del sistema.
Me abstuve de hacer alegatos sobre los derechos del detenido y otros recursos legales conocidos, porque era obvio que aquellos dos no sabían ni papa de derecho penal y les importaba una mierda. Un sudor frío se adhirió a mi piel cuando el gordo desenfundó su pistola y se la colocó sobre las rodillas, para que quedara claro que no iba a dudar en usarla. Me quedé quieto, tratando de contener la hemorragia nasal con la manga de una camisa que enseguida dejó de ser blanca.
Al cabo de veinte minutos, nos detuvimos frente a una alambrada que rodeaba un edificio abandonado. El bigotudo se bajó y, a la luz de una linterna, abrió el candado que unía dos grandes puertas de metal. No se molestaron en meter el vehículo. Mi amigo de manos largas me sacó del coche a empellones y me obligó a caminar delante de él, con algún que otro empujón gratuito. En el aire seco, cada vez más frío, flotaba un olor a aceite rancio y gasolina quemada, seguramente más intenso de lo que podía apreciar con mi nariz taponada, que sentía hincharse por momentos. En los laterales del camino se acumulaban las carcasas de coches desguazados, algunos todavía con sus emblemas oficiales, que la luz de la linterna iluminaba de refilón. Evalué con agilidad mis posibilidades de huir, para concluir que eran escasas, con dos tipos armados y un páramo en mitad de la nada. Si aquellos dos venían de parte de los Yébenes estaba jodido.
Entramos en el único edificio del recinto, una mole de cemento alargada con rejas en las ventanas, y caminamos por pasillos donde el eco de nuestros pasos retumbaba al ritmo de los latidos de mi corazón, hasta llegar, por fin, a una oficina helada. El bigotudo encendió un flexo de metal cuya luz parpadeó antes de iluminar el cuarto, que tomó el aspecto de una pecera a la que no hubieran cambiado el agua en mucho tiempo. Una pecera con dos tiburones y un pez payaso. Miré alrededor. Parecía uno de esos archivos oscuros de la democracia, donde solo el tiempo hace amago de pasar y lo hace a regañadientes, custodiando en amarillentas carpetas los antecedentes penales y los secretos de los hombres que hoy profanan el poder. Podía escuchar el ronroneo de las ratas tras los muebles y el siseo del moho negro que ascendía por las paredes. La gente piensa que los secretos están a buen recaudo con sofisticados y complejos sistemas informáticos, pero a veces los secretos siguen donde siempre han estado porque de tanto negarlos incluso sus propietarios se han olvidado de ellos. Por desgracia, aquellos dos no se habían olvidado de mí.
—Siéntate, cabrón —me instó el poli gordo al tiempo que señalaba una silla de madera con un solo brazo.
No me gusta recibir órdenes de los extraños, menos aún de los extraños que dan por hecho que tengo que obedecer. Así que me quedé parado donde estaba, desafiante, más por dignidad que por convencimiento.
—No sé qué queréis, pero no llevo dinero encima. Aunque puedo conseguirlo… —tanteé, por si colaba. El dinero siempre es un buen tema de conversación en estas situaciones.
El individuo del bigote de morsa me echó la mirada de un pitbull al que le metieran un palo por el culo, y me sentó en la silla con un amable puñetazo, para después esposarme la mano derecha al único brazo. Joder, aquello empeoraba por momentos. ¿Dónde había aprendido aquel cabrón a sacar así el aire de las costillas? En la academia de policía seguro que no.
—Solo queremos darte la bienvenida a casa, ¿verdad, compañero? —ironizó el achaparrado con una sonrisa torcida.
Para dejar todavía más claro lo jodido de mi situación, me obsequió con un mamporro en plena jeta con una mano que era como un pan gallego. Al menos, pensé con alivio, ahora solo notaba el olor a cobre de la sangre, y no aquellas vaharadas de comida a medio digerir mezcladas con colonia añeja.
—Aunque tal vez más adelante podamos hablar de ese dinero —añadió con un guiño pícaro y otro puñetazo en la boca del estómago que me dejó doblado.
Después de aquello, mantuve la boca cerrada y me centré en buscar, con el único ojo sano, algo que pudiera ser de utilidad si se presentaba la oportunidad de huir. Había una mesa metálica, varios archivadores apoyados en la pared, algunas sillas desvencijadas y, en un rincón, una máquina de escribir polvorienta a la que le faltaban varias teclas. Todavía había colgado un calendario de 1984, con la hoja de diciembre sin arrancar, en el que aparecía una rubia de enormes pechos que ahora estaría muerta o deseando estarlo. Aparte de eso no había nada útil, ni un triste clip a la vista. No fui consciente del tiempo que transcurrió, pero sí de cada una de las veces que el policía bigotudo miró la hora en su reloj. Apostado junto a la ventana, permanecía atento al silencio de la noche y alternaba la mirada entre el exterior y mi triste persona, como un boxeador en su rincón a la espera de rematar la pelea. Esperábamos a alguien, y la espera los estaba poniendo nerviosos, sobre todo a mi amigo, el Gordo Sudoroso, que había empezado a sobarse los papilomas de la papada de forma compulsiva.
Sí, pensé, soy un desgraciado, y así debería figurar en mi epitafio: «Aquí yace el gilipollas más desgraciado o el desgraciado más gilipollas». Por eso estaba esposado a una silla, magullado, muerto de frío y con la sangre coagulándose en las heridas. Por desgraciado y gilipollas, y por olvidar que mi piel vale más sin mi alma colgando. Así que da igual dónde esté ahora ni quién sea el propietario de la mano que hace girar el pomo de la puerta y cuya sombra alargada repta por el suelo hasta la silla. No puedo ir a peor. Hasta la muerte sería ya un alivio. Pero no quiero levantar la mirada por si acaso.
Me cagüen la puta, qué mal había salido todo desde que había regresado a Madrid. ¿Por qué coño había vuelto al hogar, jodido hogar?
Ah, sí. Ylenia. Para salvar a Ylenia.
Conocí a Ylenia al poco tiempo de llegar a Blanes. Cuando salí de la cárcel, mi madre y mi abogado, que sabían cómo funcionaban las cosas en el poblado de La Cestera, me habían instado a que abandonara Madrid cuanto antes. Yo sabía que tenía pocas alternativas.
—A mí me da igual lo que haya dicho el juez, Blanes —había escupido Nicasio Yébenes al pasar junto a mí, todavía en la escalinata del juzgado—. Para mí tú siempre serás el culpable de la muerte de mi hija. Y pagarás por ello de una forma u otra, payo.
Mi abogado, Félix Lloret, sugirió que lo mejor que podía hacer era desaparecer durante un tiempo, mientras él se encargaba de gestionar la indemnización civil. Dijo que algún día los Yébenes me olvidarían, pero ni siquiera él lo creía. Detrás de aquella imagen blanqueada por los medios de comunicación, la asociación fundada por el viejo patriarca y el muro negro de dolor que se había alzado tras la muerte de Consuelo, ambos sabíamos lo que había: gente dispuesta a lo que fuera para granjearse el favor de la familia Yébenes, saldar una deuda o, simplemente, conseguir una dosis de balde. La vida en La Cestera, mi vida al menos, valía menos que el papel con el que te limpiabas el culo.
Había elegido el pueblo de Blanes por una tontería. No había lugar en el mundo lo bastante seguro como para escapar de la ira de Nicasio Yébenes, así que me pareció ingenioso desaparecer en mí mismo: Blanes en Blanes, como una flecha gigante que señalara el lugar que oculta el tesoro, solo que el tesoro es el tipo al que quieres muerto. Con aquella peregrina idea había llegado al antiguo pueblo de pescadores en la Costa Brava, que tenía el encanto de las familias felices. ¿Cómo era aquello que decía Dostoievski, que las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su manera? En mi casa lo habíamos sido, desgraciados, a nuestra manera. Nada que ver con aquel mundo idílico de familias que veraneaban en sus torres heredadas, rodeadas de buganvillas que dejaban las aceras como si hubiera tenido lugar una masacre en cada calle. Me instalé en la zona más turística de Blanes, en un hotel modesto, lejos de aquellas familias «de toda la vida». Pensé que sería más fácil pasar desapercibido entre el constante ir y venir de veraneantes, abuelos del Imserso y jóvenes despendolados que llegaban para celebrar graduaciones o despedidas de soltero.
Una noche, vencido por la soledad, me atreví a acercarme al local cuyas luces de colores distinguía desde la terraza de mi cuarto, más allá de la línea de pinares. Regentaba el club Goran el Serbio, un tipo escuálido con una dentadura falsamente perfecta en la que brillaba un colmillo de oro, y que tenía los ojos separados, fríos y opacos como los de un tiburón martillo. Cada noche, el Serbio se sentaba en la misma mesa, en un rincón de la sala, con una botella de vodka y un cuaderno en el que iba haciendo cuentas, al tiempo que vigilaba el negocio. Nada pasaba en su local sin que él lo supiera, y nunca se metía en nada si había dinero por medio.
El sitio contaba con los servicios de cinco chicas, a veces más, a veces menos, que pululaban por el bar en busca de clientes. Ylenia era una de ellas, rubia, delgada, casi transparente, y tan frágil como un ángel con las alitas rotas obligado a caminar entre montañas de basura. Aquella chica me ponía poético, y por eso me gustaba, porque con ella era más fácil asumir mi propia tristeza. Me contó que provenía de un pueblo pequeño de Bulgaria, de nombre impronunciable, y que había recalado en Blanes después de que su novio la dejara tirada en Barcelona, adonde había llegado con la promesa de una vida de rosas de la que solo quedaban las espinas. Otra adolescente enamorada que se había embarcado en una aventura romántica y estúpida, y que ahora estaba atrapada en una vida miserable. Me ofreció varias veces sus servicios, que yo siempre rechacé, aunque me dejaba timar con las bebidas para que se llevara su comisión y el Serbio no pusiera pegas a nuestras conversaciones. No le hacía gracia mi amistad con Ylenia, pero lo dejaba estar mientras no afectara al rendimiento de la chica y yo pagara la abultada cuenta sin rechistar. Una noche que había bebido más vodka de la cuenta, el Serbio se volvió charlatán y me contó que las rubitas del este eran un valor seguro, que la gente probaba otras razas por curiosidad, negras y asiáticas, sobre todo, pero luego volvía a lo que soñaba con tener en su cama en lugar de a la foca de su mujer. Luego se rio de su propio chiste, y me dieron ganas de arrancarle el diente de oro sin anestesia. Era un miserable, uno de tantos que se aprovechaban del flujo de mujeres, natashas, las llamaban, que, tras la caída de la URSS y los países satélites engullidos por el comunismo, llegaban desde hacía décadas a Europa occidental. Todo el este de Europa se había convertido en una cantera inacabable de niñas desdichadas recicladas en putas.
Le cogí cariño a Ylenia. Tenía la melancolía de un campo de amapolas, mientras flotaba entre la barra y las mesas con sus diminutos e ingrávidos pechos expuestos a las miradas lascivas de los babosos. Me daba pena, tan joven, tan dulce, tan sola. El resto de las chicas, mayores y más curtidas, eran conscientes, mientras regateaban el precio, de que solo la muerte podría purificar sus cuerpos castigados y sus almas enfangadas. Ellas ya no soñaban con una vida mejor, sino directamente con otra reencarnación, porque nada en esta vida podría borrar las cicatrices de tanto dolor y tanta humillación. Pero Ylenia todavía caminaba con dignidad, la cabeza siempre alta sobre el esbelto cuello, y los brazos moviéndose como las ramas de un árbol bajo la brisa.
—Es por el ballet —me había confesado una noche con su acento cadencioso, dulce y agotado, con erres que ponían sonido a las burbujas del champán.
Por lo visto en su país el ballet era un acto de fe de la belleza de las cosas. La verdad es que nunca oí a Ylenia tantas palabras seguidas sobre otra cosa que no fuera el baile, como si el tutú y las zapatillas de puntera fueran lo único que extrañara de verdad de su antigua vida. Hasta que no empezó a hablar de ballet, pensaba que su mutismo se debía a su escaso dominio del castellano o del catalán, pero descubrí que las palabras no le suponían ningún esfuerzo, y tampoco el manejo de las estructuras.
—Vuestros idiomas son fáciles —contestó con un encogimiento de hombros cuando lo mencioné—. Prueba a aprender búlgaro.
Si hablaba poco era porque a nadie le interesaba lo que pudiera decir, así que yo la escuchaba hablar de ballet, aunque no comprendía por qué algunas mujeres eran capaces de dejarse los pies como muñones y consumirse de hambre, solo para bailar la muerte del cisne. El tiempo que pasé en aquel exilio, Ylenia lo hizo más agradable, tal vez porque ella pensaba que su vida no era tan mala. Le gustaba el sol, del que disfrutaba siempre que podía, fascinada como solo puede estarlo una persona que ha crecido en el frío inhóspito, aunque detestaba, decía, el olor a pescado que la brisa arrastraba desde el puerto. Arrugaba la nariz y fruncía la boca cuando lo decía, pero yo pensaba que, en realidad, apestaban más los amores y los sueños truncados.
Fue precisamente en el garito del Serbio donde oí hablar de un monasterio ruinoso y falto de fondos, cuyas celdas se alquilaban por un módico precio a gente que se comprometiera a colaborar en su restauración. No podía seguir más tiempo en el hotel, donde siempre había mossos que pululaban por las puertas de las discotecas, pedían documentación o vigilaban a jovencitas que se aventuraban demasiado tarde o demasiado lejos. Además, a partir de octubre, cuando el otoño ya había empezado a deslizarse, rojo y húmedo, hacia el mar, la afluencia de turistas disminuyó y algunos hoteles empezaron a cerrar, y me preocupaba que alguno de aquellos jóvenes y dispuestos policías, ansioso de hacer méritos, empezara a cuestionarse mi constante presencia en la zona.
No perdía nada por probar en el monasterio, y tampoco se me daban mal las tareas manuales. En la cárcel me había apuntado a un par de talleres sobre fontanería y electricidad, y fui bien recibido en la pequeña comunidad, dirigida por una belga que hablaba una mezcla de idiomas ininteligible, bebía vino a morro y restauraba con primor los arcos del claustro medieval. La mayoría de los integrantes del grupo eran extranjeros que trabajaban cada uno en su especialidad y por sus propias motivaciones: hippies trasnochados que me doblaban la edad, jóvenes estudiantes con ganas de aventuras, románticas en cura de desamor y gente que, como yo, se escondía del mundo con mayor o menor éxito. No me costó acostumbrarme. Al fin y al cabo, había estado casi un año en la cárcel, y en el monasterio, al menos, tenía mi propia celda, comía lo que me daba la gana y podía beber vino a morro con la belga siempre que consiguiera quitarle la botella.
Y así, entre lo divino y lo humano, el monasterio y el burdel, había pasado en Blanes los últimos años, y tal vez hubiera continuado en aquel limbo de no ser por el incidente con Ylenia, que me obligó a salir por patas con ella a cuestas.
Un viernes por la noche, el Serbio me dijo que Ylenia estaba ocupada con un servicio. Entre semana, la clientela se limitaba a camioneros o viajantes que recalaban en el local para un polvo y un sueño. Pero los fines de semana el sitio se llenaba de perdedores en busca de una mujer con la que ajustarle cuentas a la vida, jóvenes enredados en la vorágine de nuevas experiencias, y tipos que se dejaban caer por allí antes de regresar a casa con la parienta y los niños. No había terminado mi copa cuando escuché un estrépito de cristales rotos en el piso de arriba, donde trabajaban las chicas. Pensé que sería otro borracho montando el cirio y que el Serbio, al que no le gustaban los escándalos, y menos aún las noches de más ingresos, se encargaría de poner orden. Pero entonces oí los gritos, y vi a Ylenia bajar las escaleras a la carrera, medio desnuda y perseguida por un hombre de mediana edad en ropa interior que se movía con la torpeza y la furia incontrolada de los tíos con mal beber.
Corrí hacia ella con el Serbio pisándome los talones y, mientras él se encargaba del tipo, yo llevé a Ylenia de vuelta a la habitación. Sangraba por todos los orificios de su cuerpo como si la hubieran descorchado, tenía el labio partido, la respiración dificultosa y le faltaba un mechón de pelo, arrancado de cuajo. Parecía que hubiera sobrevivido al ataque de un oso pardo. Sentí que la mirada se me volvía opaca y roja, al igual que el hilo de sangre que se deslizaba por el cuello de Ylenia, desde su oído reventado. La dejé en el baño con otra de las chicas y bajé al bar, donde el cliente cabrón, ya vestido, arreglaba cuentas con el Serbio, que, seguramente, habría triplicado la tarifa por los desperfectos de la chica y de la habitación. No dije ni una palabra y el tipo ni siquiera vio de dónde le venía el puñetazo que lo tumbó. El Serbio apenas tuvo tiempo de coger la barra de hierro que guardaba bajo el mostrador para casos especiales. Pero fue demasiado lento, como su cliente.
—Eres un gilipollas —dijo desde el suelo, mientras escupía la funda de un canino con un cuajarón de sangre y se agarraba la rodilla, que había crujido bajo mi bota como turrón de Alicante.
—Dime algo que no sepa —repliqué, furioso.
Le arranqué la barra de las manos y la arrojé contra la ventana, que restalló en una estampida de esquirlas de cristal. Luego me limpié los nudillos ensangrentados en los vaqueros y eché un vistazo al otro individuo, que yacía boca abajo, inconsciente pero vivo.
—Ahora mismo me largo de esta mierda de sitio —farfullé, mientras me dirigía a las escaleras para buscar a Ylenia.
—Si te la llevas os encontraré a los dos —resolló el Serbio a mi espalda, como si el muy cabrón pudiera leer mis pensamientos—. Y los dos moriréis, te lo juro. O tal vez solo tú. A ella le irá peor.
Era evidente que no podía abandonar a Ylenia. Sería como dejarla sola en mitad de la jungla, no duraría ni un día. No quería que se convirtiera en la víctima expiatoria de mis pecados y mi tozudez. Eso ya había pasado una vez y lo tenía muy presente cada día de mi vida.
—Si la dejas —me gritó mientras yo subía las escaleras de dos en dos—, tendrás alguna oportunidad de vivir.
Las erres se arrastraron por su lengua como víboras, silbando al pasar por el hueco de su diente. Qué melodramáticos eran estos tipos del este, que hablaban como si recitaran a los clásicos rusos. No me molesté en responder. Algún cliente asustado había llamado a la policía antes de largarse y el viento arrastraba ya el ulular de las sirenas de los mossos. Ylenia se había desmayado, y no fue fácil llegar con ella al coche, a través del aparcamiento, sumido en un silencio fantasmal, donde solo quedaban un par de vehículos estacionados. Solo respiré tranquilo cuando la luz del alba iluminó detrás de mí una carretera que ponía cientos de kilómetros de distancia entre el Serbio y nosotros.
Desde aquel momento me sentía tan responsable de Ylenia como un padre de su hijo recién nacido, aunque era evidente que la había cagado. Creía haber tomado todas las precauciones posibles, a sabiendas de que el Serbio era un animal vengativo que haría lo que fuera por devolverme los golpes y recuperar su activo. Pero no había servido de nada conducir por carreteras secundarias, a veces ni siquiera carreteras, parando lo justo para comer y curar las heridas de Ylenia, que, por suerte, no tenía nada roto salvo el alma. Había vigilado todo el tiempo el espejo retrovisor, atento a cualquier coche que me pareciera sospechoso, y cuando llegué a Madrid busqué un sitio donde pasar desapercibido mientras reponía nuestras pertenencias, buscaba un vuelo a Miami, hablaba con mi excuñada Lexie para ultimar los detalles del viaje y gestionaba un pasaporte para Ylenia con un nombre falso. Y a pesar de todas mis precauciones, el Serbio nos había localizado, porque la delincuencia organizada tenía los tentáculos muy largos. Seguramente habría alertado a todos sus contactos en la provincia, que, a su vez, habrían puesto sobre aviso a los suyos. Podía haberme delatado cualquiera, desde el tipo de la gasolinera hasta la patrona de la pensión.
Por suerte, la ira le había vuelto torpe e impaciente, porque podría haberme esperado a la salida del bar, arrastrarme a un callejón oscuro y molerme a palos hasta que confesara el paradero de Ylenia. Su vuelo a Miami, el primero que encontré a Estados Unidos tras arreglar el asunto del pasaporte, salía antes del amanecer, y si no hubiera sido por aquella oportuna puerta por la que había huido del local, Ylenia, en lugar de estar camino a su nueva vida, estaría otra vez en las garras de esta gentuza o tal vez muerta en alguna parte. Solo de pensarlo sentía tal vértigo que el estómago se me encogía como si fuera a vomitar hasta la primera leche materna. Si todo iba bien, Lexie la recogería en Miami, y luego las dos tomarían otro avión hasta Little Rock, un pueblo de Arkansas, en el centro sudoeste del país, donde mi excuñada coordinaba un programa de intercambio en el colegio baptista, lo cual resultaba paradójico, porque Lexie era la persona menos creyente que había conocido.
—No te preocupes —me había tranquilizado Lexie cuando le hablé de Ylenia—. Ningún capullo va a cruzar el mundo para buscar a una chica que puede sustituir con diez dando una patada al suelo.
Y menos, había añadido con una carcajada, para llegar a Little Rock. Tuvo que explicarme el chiste. Little Rock era la cuna de los derechos civiles desde el año cincuenta y siete, cuando el comité escolar del Little Central High School se vio obligado a acatar la decisión del Supremo de permitir a los negros estudiar en los colegios de blanquitos, y la Guardia Nacional escoltó a clase a los primeros nueve estudiantes. A Lexie, que se consideraba la nueva línea de flotación del racismo contra los latinos en Estados Unidos, le parecía gracioso liderar la lucha desde el mismo lugar que había sido el germen contra la segregación racial de los negros. No sabía por qué recordaba ahora esa historia. Tal vez porque antes de colgar Lexie me había dejado claro que estaba más preocupada por mí que por Ylenia, como si presintiera que nada bueno podía ocurrirme en Madrid.
—No deberías haber vuelto. Pero ya que lo has hecho —había dicho—, por lo menos ten la cabeza de largarte cuanto antes.
No la había tenido y ahora era demasiado tarde. Me sentía como el puto árbol del desierto del Teneré, el único árbol en miles de kilómetros, esperando, impotente, a que una furgoneta conducida por un libio borracho lo derribara.
Cuando la puerta volvió a cerrarse, fueron tres las pisadas que se acercaron hasta mí, las de mis dos guardianes, pesadas y planas, y el repiqueteo cantarín de unos tacones de mujer. Al parecer nuestra invitada ya había llegado. ¿O era yo el invitado de honor?
Vaya, pensé cuando por fin me atreví a alzar la mirada, ahora es cuando empieza la fiesta de verdad.
Bienvenido a casa, Blanes.
La mujer se paró antes de llegar a mi altura y, por un momento, a contraluz, el corazón se me sobresaltó con el recuerdo de mi pequeña bailarina de camas ajenas. No podía quitarme a Ylenia de la cabeza.
El flexo zumbó como si fuera a estallar y la luz sucia tembló ligeramente para volver a brillar, hiriéndome como una puñalada en el ojo sano. Parpadeé para conjurar las punzadas de mis sienes y enfocar a la mujer, que me evaluaba como si quisiera decidir de qué forma merecía morir. Contuve el impulso de alargar la mano libre para comprobar si era real. Porque igual solo estaba soñando, igual había muerto y aquella mujer de color marfil era la encargada de trasladar mi alma al infierno. Pero no. Cuando se cansó de mirarme, se dirigió al escritorio de metal, donde el policía achaparrado se apresuró a acercar una silla para sus reales posaderas, con un gesto tan servil que solo le faltó limpiarla con la lengua. A una inclinación casi imperceptible de su cabeza, el esbirro del bigote de morsa me soltó la mano, no sin antes retorcerme brazo, el muy capullo, para recordarme que no hiciera tonterías. Hay gente que simplemente tiene mal fondo, como si bajo la piel, adherida a cada músculo, cada fibra y cada hueso de su cuerpo, llevara una capa de ponzoña.
Moví los dedos para deshacerme del incómodo hormigueo, y me froté la piel enrojecida. Al principio no había sentido el dolor de los golpes, solo un gran hastío y el deseo de que todo acabara lo antes posible para dejar de deambular por el limbo en el que llevaba años atascado. Pero en aquellos momentos, cuando empezaba a ser consciente de nuevo de mi cuerpo, las heridas me dolían todo lo que no me habían dolido mientras me zurraban. Bigote de Morsa se quedó detrás de mí, marcándome, mientras su compañero se plantaba junto a la puerta para bloquear la salida. Era curioso ver a aquellos dos elementos achantarse ante aquella mujer y cumplir sus órdenes con presteza. No presagiaba nada bueno.
Todos guardamos un silencio tenso. Los dos policías, tan machotes ellos, ahora tenían la mirada gacha y la postura enhiesta, mientras yo hacía un esfuerzo para mantener la compostura, pese al dolor de costillas.
—¿Sabe quién soy? —preguntó la mujer con voz áspera y dulce.
Di un respingo y las pulsaciones se me aceleraron. Si hubiera oído la voz de Dios como Juana de Arco no me habría sentido ni la mitad de impresionado. No sé, tal vez me imaginaba una voz más melindrosa. O tal vez hasta entonces no había acabado de creer que fuera real, y no una alucinación provocada por los golpes.
—¿Debería? —repliqué.
Me toqué con la punta de la lengua el colmillo de arriba. ¿Se me movía? Como el gordo me hubiera jodido un diente y me dejara con vida lo iba a lamentar el resto de la suya. Soy un tipo listo, nunca olvido una cara ni un nombre, recuerdo más cosas de las que me gustaría. Pero mi cerebro estaba acorchado por la falta de sueño y la incertidumbre, y los últimos días había gastado toda la adrenalina que debería mantenerme alerta el resto del año por lo menos. La verdad era que podía haberme casado con aquella mujer en Las Vegas y ser padre de cuatro hijos con ella, que ni me acordaría. Aunque si me la hubiera tirado recordaría su olor, eso seguro. Era como si oliera desde dentro. Un aroma de frutas de verano muy tenue, higos maduros, campo mojado y brotes tiernos, tan fino como esas rayas de luz llenas de polvo que se cuelan por las ranuras de las persianas. Algo caro sin duda, porque se te pegaba a la nariz cada vez que se removía, incluso cuando pasaba una página del expediente abierto sobre la mesa. ¿En qué coño estás pensando?, me recriminé. Céntrate, Blanes.
—Mi nombre es Elsa Palacios —declaró al fin la mujer, con calma, como si tener frente a sí a un tío con la cara como un pan fuera lo más normal del mundo.
El nombre pugnó por abrirse paso en mi cabeza dolorida. No, no la conocía personalmente, pero sabía quién era y estaba seguro de no haberla ofendido jamás, al menos en esta vida. No me caracterizo por ser un tipo popular; de hecho, tengo tantos cadáveres en el armario que más que un armario parece un panteón. Pero siempre, o casi siempre, me he portado bien con las mujeres. No me había acostado con Elsa Palacios, no me había casado con ella en Las Vegas y no teníamos cuatro hijos en común, eso seguro.
—Soy fiscal —añadió ante mi confundido silencio—. Aunque nunca hemos coincidido, por si se lo preguntaba.
Ya no. Me daba igual quién fuera, pero ¿qué hacía una fiscal con aquellos individuos? Más aún, ¿qué hacía una fiscal allí conmigo?
—Pues mucho gusto, señora. Supongo que no es necesario que yo me presente. A menos que se hayan equivocado de hombre —aventuré, esperanzado.
Elsa Palacios sonrió, pero sin alegría. La costilla derecha me dolía al respirar y el cerebro me palpitaba como si estuviera a punto de apagarse. Dios, esperaba no tener un pulmón perforado. ¿Me habrían provocado aquellos dos gilipollas un derrame cerebral? No podía perder la consciencia. Me obligué a respirar despacio para alejar el miedo, y el olor de la fiscal volvió a confundirme.
—No, señor Blanes —atiné a oír entre dos respiraciones cautelosas—. Creo que tenemos al hombre correcto. Llevo esperándole mucho tiempo, créame.
No me gustó cómo sonó aquello. Tenemos. Afronté la mirada de la fiscal Palacios con el ojo bueno, como un escolar a punto de mearse ante su director pero que quisiera mantener el tipo.
—Se crio usted en el poblado de La Cestera —leyó—, pero lleva mucho tiempo lejos de casa, más de diez años sin pisar Madrid.
—En los pisos de al lado, en el barrio de El Palomar —maticé recordando a mi madre, que odiaba La Cestera y estaba orgullosa de habernos sacado de allí, aunque apenas nos separara un kilómetro—. En La Cestera solo vivimos unos años.
La fiscal siguió con el relato de mi propia vida, como si no me hubiera escuchado: hijo de Juan José y Magdalena, un hermano, Arturo, que reside en Estados Unidos, mal estudiante, problemas con la autoridad, acusado de asesinato. Episodios que en su voz lánguida sonaban como si le hubiera pasado a otro. Pero no. Era mi vida y me jodía que hablara de mí como si hubiera muerto y en lugar de hacer un panegírico estuviera en una clase de Historia del Crimen.
—Por su expresión deduzco que nada de esto le interesa, señor Blanes.
La fiscal me miró con superioridad, visiblemente molesta con mi actitud.
—Deduce bien —corroboré, enfurruñado—. Oiga, conozco mi vida mejor que nadie, no es gran cosa y no es necesario que la cante como una niña de San Ildefonso en Navidad. Así que ¿le importaría decirme qué coño hago aquí?
Y no me diga que voy a morir, pensé, porque no es buen día. Tenía muchas cosas pendientes y mi muerte no serviría a ninguna causa. Elsa Palacios golpeó distraída con el bolígrafo sobre la mesa. El ruido metálico retumbó en el silencio del cuarto o en mi propio pecho, no estaba seguro. Todo mi cuerpo era una caja de resonancia.
—Se ha arriesgado mucho al regresar a Madrid.
—Asuntos personales —gruñí, y hasta a mí me pareció que sonaba más descortés de lo que pretendía y me convenía.
—Sus asuntos personales siempre acaban en problemas —cabeceó la fiscal—. Pero es un tipo con suerte.
—No hay más que verme —ironicé con una sonrisa de medio lado que también me dolió—. Tocado por la varita de Dios.
La boca me sabía a metal, pero las palabras me supieron amargas. Si hubiera sido un tipo con suerte ya habría muerto en alguna de las muchas oportunidades que me había dado la vida. Pero las había desaprovechado todas, y ahora estaba allí, en la casilla de salida, porque como no había podido salvar a Consuelo me había empeñado en jugar al caballero andante con Ylenia.
—Cualquier otro en su caso estaría muerto —continuó, como si no me hubiera oído o no le importara—. Y, además, nunca le declararon culpable por lo de aquella chica, Consuelo Yébenes, ¿no es eso tener suerte?
Me levanté tan bruscamente que la silla cayó al suelo. No había dado ni un paso hacia la fiscal cuando Bigote de Morsa, más ágil que su compañero, ya me había asestado otra hostia que me había devuelto al sitio. Me encogí cuando hizo amago de volver a golpearme, pero la fiscal le detuvo con un gesto de la mano, que cortó el aire como el cuchillo de un carnicero. Concéntrate, Blanes, capullo, me recriminé mientras recuperaba el aliento. Había sido un estúpido. Elsa me había provocado y yo había entrado al trapo, y ahora la fiscal me miraba fijamente, mientras evaluaba mi reacción con una sonrisa complacida. Había encontrado mi punto débil, lo cual no era bueno, nada bueno, porque la fiscal era la clase de mujer que podía destrozarme la vida con un parpadeo de vagina. Llevaba toda la vida huyendo de mujeres así y tropezando con ellas.
Tuve que contenerme para no lanzarme contra los dos ceporros y que me descerrajaran un tiro allí mismo. Tendrían que cavar un hoyo en aquel sitio de mierda para deshacerse de mi cuerpo, un peso muerto de casi metro ochenta. Sudarían como cerdos. Con-cén-tra-te.
—Nunca fui culpable —objeté al fin, sin mucho entusiasmo.
No dije nada más. Era evidente que la fiscal ya tenía una idea preconcebida sobre lo ocurrido, y yo estaba harto de defenderme por un crimen que no había cometido, si bien el hecho de que no fuera culpable no implicaba que no me sintiera culpable cada día de mi miserable vida, ni que no pasara las noches en vela rebobinando la historia en mi cabeza, preguntándome si hubiera podido hacer o decir algo diferente para alcanzar un final diferente.
—Ni se imagina la de veces que habré oído eso… —se burló con condescendencia.
De reojo vi que Bigote de Morsa también sonreía. O eso pareció por la forma en la que el bigote se removió en su rostro, elevándose ligeramente por el lado derecho. El puto bigote parecía tener vida propia.
—Pero la verdad es que me da igual —añadió—. Porque tengo una proposición para usted.
La fiscal se incorporó, rodeó la mesa y apoyó el culo en el borde, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Pensé, estúpidamente, que Elsa Palacios estaba buena. No era mi tipo, pero tenía su morbo, con aquella falda apretada de la que se escapaban dos medias transparentes, y la impecable chaqueta sastre que marcaba la cintura y el comienzo de un culito respingón y unas caderas rotundas.
—¿Una proposición? Qué bien. ¿Puedo llamar a mi abogado para negociar? ¿No tengo derecho a una llamada?
¿Es que no podía estarme callado? Como si tuviera alguna garantía constitucional. Aquella entrevista no iba de ese palo, y todavía estaba por ver si pintaban bastos o copas. Aunque me inclinaba por los bastos.
—No necesita abogado, señor Blanes —se rio la fiscal—. Está usted con amigos.
—Claro, yo siempre acababa igual con mis colegas del barrio, con la nariz partida y sangrando a chorros.
Elsa Palacios sacó de su bolso una cajetilla de tabaco y un mechero barato de Bic y me ofreció un cigarro antes de encenderse otro. Si aquello fuera una película antigua, reflexioné, ella sería la mujer fatal y yo el tipo que muere de un balazo en el segundo fotograma. La penumbra creó en sus pómulos cremosos un juego de contrastes, y sus ojos destellaron con el azul vibrante de las luces de un coche de policía en la noche. Su ojo, percibí asombrado. ¿Era cosa mía o sus ojos eran de distinto color? No, el otro tenía matices avellana alrededor del iris, una heterocromía que solo se percibía en las distancias cortas. El tabaco me supo bien, aunque el solo gesto de aspirar el humo me provocó un espasmo de dolor y una tos seca, como la primera calada del primer cigarro. La nostalgia era acre, y dejé que se consumiera como la brasa anaranjada.
—¿Qué es lo que quiere? —pregunté.
La señora fiscal se mordió el labio inferior en un gesto que la vería hacer muchas veces cuando buscaba las palabras precisas. Apenas iba maquillada, pero los labios destacaban en su piel nacarada, gruesos, jugosos, rosados y levemente hendidos.
—Voy a ofrecerle una opción. Una buena opción, en realidad —dijo al fin.
No sabía muy bien si quería oír lo que a ella le parecía una buena opción. Tengo un sexto sentido para saber cuándo una mujer va a traerme problemas. Era el mismo instinto que me había avisado con Consuelo y luego con Ylenia, y al que no había hecho caso. Como no dije nada, Elsa entendió por su cuenta que era todo oídos.
—Necesito a alguien que se encargue de ciertos asuntos delicados, una persona de confianza, y creo que usted es el hombre adecuado. De esta forma no tendría que ir a la cárcel.
—¿Y por qué tendría que ir a la cárcel? —repliqué, ofendido—. Que yo sepa no me he metido en ningún lío. Soy un buen ciudadano.
Casi un buen ciudadano.
—Que yo sepa, los buenos ciudadanos no van por ahí metiéndose en peleas en los bares.
Vaya. Al final mi nombre sí que había salido a relucir. Pero ¿quién va a la cárcel por una pelea de borrachos en un bar? Joder, si hay tipos que quedan en libertad con cargos después de cargarse a su padre y a su abuela con el cuchillo jamonero.
—No se preocupe —se apresuró a aclarar Elsa—. Ya lo hemos arreglado. Las diligencias se han traspapelado. Pero igual que lo arreglamos podemos desarreglarlo y añadir un par de cositas. No sé si me explico.
—A la perfección —bufé contrariado—. Pero la cárcel no estuvo tan mal, buena comida, estudios, gimnasio… Una vida sin preocupaciones.
Era un farol muy malo, pero es otro de mis problemas: esa afición por forzar la cuerda para ver hasta dónde aguanta mi peso, aunque acabe con la lengua morada colgando de la boca. La cárcel no estaba bien. Todavía resonaban en mi cabeza los llantos en mitad de la noche y los gritos de aquellos que habían tenido la mala suerte de tener un compañero de celda muy cabrón. Ahogué aquellos recuerdos en las aguas de la memoria. Las celdas no son tan seguras como parecen, y a los guardias les daba igual que nos moliéramos a palos o apareciéramos ahorcados en la celda. Un día, en el patio, otro preso me había dado una hostia delante de un guardia, que había mirado para otro lado mientras yo babeaba en el suelo con el labio partido. En el parte de enfermería pusieron que había tropezado y caído de bruces, y, como los presos somos por naturaleza patosos, nadie cuestionó una mierda. Creo que si no me mataron entonces, mientras esperaba el juicio, fue porque Nicasio Yébenes prefería esperar a lo que la justicia tuviera que decir sobre la muerte de su hija antes de mancharse las manos.
—Eso es porque no ha probado la oferta especial de la casa, señor Blanes —dijo la fiscal, entrecerrando los ojos—. La cárcel que usted conoce no es la misma que yo puedo ofrecerle. La mía está llena de gente que hace lo que sea por un trato de favor.
Me sonrió con dulzura y sentí el miedo corretear por mi espalda, aunque igual solo era un reguero de sangre enfriándose sobre la piel. No, no quería volver a la cárcel, y aquella gente podía devolverme allí cuando quisiera y tirar la llave con la misma impunidad con la que me habían secuestrado y apaleado. Podían hacer lo que les diera la gana. Al menos la primera vez tenía la esperanza de que alguien sumara dos y dos y encontrara al asesino de Consuelo.
—¿Por qué yo? —quise saber.
—No sea modesto —objetó Elsa con un mohín—. Un coeficiente intelectual mayor que el de Einstein, Blanes. ¿Le parece un motivo irrelevante?
En realidad, aunque se da por hecho que Einstein tenía un coeficiente intelectual de 160, y que algunas voces más generosas lo sitúan entre 170 y 190, lo cierto es que no hay forma de saberlo. ¿A quién le importaban entonces esas cosas? Seguro que consideraban a Einstein poco más que un viejo chalado. Hubo un tipo, William J. Sidis, al que se estimó un coeficiente de 275. Decían que a los dieciocho meses leía el periódico como un jubilado en un casino, y que dominó veinticinco idiomas. Eran casos evidentes y puntuales, pero ahora hay psicólogos que catalogan a la gente en normal, superdotada o de inteligencia superior, según su coeficiente. Las pruebas a las que me sometió el doctor Arnedo en prisión habían revelado que el mío era superior al del mismo Hawking, pero había contestado mal adrede muchas preguntas de aquellas ridículas evaluaciones, supuestamente confidenciales.
—Es usted un genio, Blanes —continuó Elsa con un deje de admiración que estaba harto de percibir cada vez que alguien se refería a mi supuesto coeficiente—. Un genio desaprovechado, pero un genio. No ha sido fácil dar con alguien con sus… cualidades, y me gustaría contar con ellas.
Su tono adquirió un matiz pensativo. Cuando se abstraía parecía una virgen renacentista con un toque promiscuo, maligno e inquietante.
—No me deja mucho donde elegir —reconocí con la mandíbula apretada por la rabia—. Me tiene cogido por los huevos.
Elsa hizo un gesto melindroso al oír mi selecto vocabulario, y me lo tomé como una pequeña e inútil venganza.
—Puede elegir qué tipo de infierno quiere —apostilló la fiscal con una sonrisa—. Es mucho más de lo que tienen otros.
Claro, discurrí para mí, será estupendo no volver a tener miedo a las serpientes más pequeñas. Me pregunté si habría tíos que, por negarse a colaborar, se pudrían ahora en los maleteros de los coches que había visto fuera. O por fracasar. En cualquier caso, seguro que el marrón me lo comía yo solito.
—Dígame qué quiere que haga —accedí, cansado. Solo quería volver a la pensión, tomar una ducha y dormir.
La fiscal recogió su bolso, se alisó la falda mecánicamente y se puso la chaqueta. Podría pasar por la señora de un médico o de un notario, de esas que toman el sol en el club después de un partido de pádel, sin más ocupación que hacer a sus maridos, o tal vez a sus amantes, felices. Nada en ella hacía sospechar sus aptitudes para el crimen organizado. No es que pensara que todos los fiscales y los jueces fueran ciudadanos probos y ejemplares, pero tampoco esperaba descubrir que algunos jugaran a ser capos de la mafia. Y menos que ninguno Elsa Palacios, que parecía una diosa justiciera. Yo jamás lo habría sospechado y, como ella había dicho, soy un tipo listo.
—Todo a su tiempo, señor Blanes. Dentro de unos días recibirá instrucciones de García.
Tomó aire para decir algo más, pero luego apretó los labios. La observé mientras jugueteaba con otro mechero, que había encontrado dentro de un bolsillo. Tenía la expresión confusa de un entrevistador que de pronto se replanteara la decisión de contratar a un candidato que hasta entonces, sobre el papel, le había parecido ideal. No iba descaminada esta peregrina impresión.
—¿Cuál es García? —pregunté para sacarla del trance.
—Los dos son García. —La fiscal me miró perpleja, como si se diera cuenta por primera vez de la coincidencia. No se sabía ni sus nombres de pila—. Ellos se ocuparán de todo, no se preocupe. Estarán siempre cerca.
Como si aquello pudiera tranquilizarme. ¿Acaso no era de aquellos idiotas de quienes tendría que preocuparme después de que me hubieran dejado la cara como una pulpa y el esternón pegado a la columna vertebral? Los golpes de Gordo Sudoroso eran bastos y rabiosos, mientras que los de Bigote de Morsa me habían parecido menos brutales, pero más dolorosos, porque sabía dónde dar para causar el mayor daño sin cansarse. Pese a sus diferentes estilos, en algún momento de sus vidas, ambos tenían que haberla cagado de lo lindo para acabar como escoltas de segunda división. No, no me tranquilizaba en absoluto tenerlos cerca.
—Es solo para que no se le ocurra intentar desaparecer —añadió, consciente de mi desazón.
—Por nada del mundo me perdería esta oportunidad de reinserción social —repliqué con solemnidad, como si jurara la Constitución.
—Seguro que no.
De verdad que a veces me tenía ganadas las hostias. Pero ¿adónde podía ir? Ya conocía el infierno y el purgatorio, y no me habían gustado. Tal vez aquella mujer fuera mi única oportunidad para dar esquinazo al clan de los Yébenes hasta que encontrara el valor de enfrentarme a ellos. A lo mejor los García actuaban como elemento disuasorio.
—No soy mal tipo —me justifiqué, no sé por qué—. Es solo que no he tenido las cosas fáciles.
No es que la vida me hubiera dado malas cartas. Es que la muy puta me había dado una carta de menos y las estaba pasando canutas solo para mantener el culo en la silla durante la partida. Había que ser muy buen tahúr para ganar con esas cartas pinches, y, aunque era un tipo listo, más listo que la media de hecho, no era un buen gestor ni un buen jugador. Hubiera podido cagarla con una escalera al infierno y veinte ases en la manga. Pero Elsa ya había alcanzado la puerta, que Gordo Sudoroso había abierto para ella servicialmente.
—Una última cosa —dijo la fiscal antes de salir, sin volverse—, aféitese esa barba. Parece un delincuente.
El silencio que dejó su súbita ausencia fue todavía más inquietante que su súbita llegada.
