Mi marido - Rumena Bužarovska - E-Book

Mi marido E-Book

Rumena Bužarovska

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Beschreibung

Uno de los grandes fenómenos de la literatura europea reciente. Un afilado análisis de la vida conyugal en el que la intimidad de la pareja queda al descubierto.

Un poeta sin talento, un ginecólogo con aires de artista, un padre opresivo, una pareja impotente, un muerto… Y sus mujeres. Once narradoras se convierten en la cámara oculta de sus matrimonios y reflexionan sobre sus maridos, sobre sí mismas y sobre su debatible decisión de esperar a que la muerte los separe. La autora busca lo grotesco en lo cotidiano y arroja su luz estroboscópica sobre los misterios de la vida en pareja. Sueños y esperanzas; desganas y derrotas; autoengaño, vanidad y autodestrucción forman y deforman complejas relaciones que muestran la cara más hilarante y terrible de los roles de género. La autora desgrana quiénes somos y quiénes queremos ser en un análisis en primera persona de la vida conyugal que juega con la frontera entre parodia y tragedia.

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MI MARIDO, POETA

Conocí a Goran en un festival de poesía. El cabello había empezado ya a encanecerle; ahora lo tiene completamente blanco, y él alberga la ingenua esperanza de que eso forme parte de su «flamante sex-appeal», según me comentó una vez. Lo dijo en broma, claro, pero tengo la sensación de que lo piensa de verdad. En aquella ocasión me dieron ganas de preguntarle si también formaban parte de ese «flamante sex-appeal» el pelo raleado o el cuero cabelludo teñido, con un brillo de cera derretida y solidificada, pero me contuve: él no soporta las críticas. Se cabrea con facilidad, y cuando está cabreado se vuelve intratable durante varios días, y hay que dar una muestra de humildad para que deje de ser insoportable, como por ejemplo recitar de forma «espontánea» algún verso suyo.

Hace poco se enfadó conmigo porque me negué a leer los poemas que él había compuesto la noche anterior.

—Ahora no tengo tiempo, dejémoslo para mañana —le dije.

—¿No tienes tiempo para leer tres poemitas? —Percibí la ira en su voz y en seguida me arrepentí de haber rechazado complacerlo. Pero ya era tarde. Cualquier cosa que hubiera dicho habría sido un error. Por eso guardé silencio—. ¡Anda, vete a empollar! —gruñó, y salió con un portazo.

«Empollar» es la palabra que suele utilizar al verme preparando mis clases para el día siguiente. Es decir, en su opinión, si yo realmente supiera de historia, no necesitaría prepararme las clases. «El que sabe, sabe», sentenció un día, mirándome con insolencia a los ojos.

En cuanto a sus poemas, malditas las ganas que tengo de leerlos, y mucho menos de oírlos, pero a veces no me queda otra que pasar por el aro. Cuando todavía estábamos enamorados y no teníamos hijos, a veces, después de hacer el amor, mientras yacíamos sudorosos y jadeando, él me susurraba sus versos al oído. En ellos siempre hablaba de flores, de orquídeas —porque le recordaban «a coños»—, de vientos del sur, de mares, pero también sacaba a colación ciertas especias y tejidos exóticos, como la canela o el terciopelo. Cosas como que yo tenía un sabor a canela, la piel de terciopelo y los cabellos con aroma de mar. Esto último no es cierto: lo sé porque un día mi madre me confesó que mi pelo olía mal. No obstante, en aquellos momentos sus palabras me excitaban muchísimo. Yo ardía en deseos de hacer el amor otra vez, pero a menudo él no podía corresponderme en seguida, de manera que me veía obligada a evocar más tarde las imágenes generadas por sus palabras para reavivar la pasión.

Ahora ya no hace esas cosas, gracias a Dios. Estoy tan harta de su poesía que no me quedan ganas de leer ni un solo verso suyo, y mucho menos de oírlo recitar. Desgraciadamente, lo último no lo puedo evitar, mal que me pese, porque, como ya he dicho, Goran se enfada con facilidad y las peleas con él no me hacen ninguna gracia, sobre todo si se producen delante de nuestros hijos. Desde que dejamos de hacer el amor con tanta frecuencia, le dio por leerme sus poemas en voz alta en lugar de dármelos para que los leyera por mi cuenta. Viéndolo de pie en medio del salón, bajo la intensa luz de la araña que le acentuaba la nariz bulbosa y la tez desaseada, poco a poco me fui dando cuenta de que, en realidad, su poesía no era tan buena. Muchas veces no se refiere a otra cosa que no sea el proceso de la propia escritura. Creo que eso lo excita muchísimo. Hasta sexualmente.

He aquí una muestra:

Ella trae

aromas de otoño

disueltos

como gotas de lluvia en los ojos

las palabras

hacen mía

esta canción

Tal vez no sea el mejor ejemplo, pero es el único que me sé de memoria, puesto que los últimos versos —«las palabras / hacen mía / esta canción»— son los que a veces le recito «espontáneamente» para que se le pase el enfado. O, mejor dicho, los canturreo, lo cual le resulta particularmente halagüeño, porque siempre acarició el sueño de que algún compositor le pusiera música a sus versos. No es capaz de entender que sería una empresa imposible. A sus poemas les falta ritmo y, muchas veces, hasta sentido. No son más que frases huecas, borroneadas en versos sin pies ni cabeza, con el único objetivo de que el ignorante, al encontrarse con palabras exóticas como canela o terciopelo, los considere el no va más.

¡Dios mío, qué tonta fui! ¡Parece mentira! Es que no me lo puedo perdonar. Me refiero a cómo nos conocimos. Ya he mencionado que sucedió en un festival de poesía. Yo estaba allí en calidad de traductora, ya que, antes de llegar a profesora de Historia, de vez en cuando hacía traducciones para ganar algo de dinero. Una noche, en el vestíbulo del enorme hotel donde estábamos alojados todos los poetas y traductores, nos reunimos para cantar. Ahora sé que todos aquellos poetastros se daban ínfulas: querían demostrar que no solo sabían escribir poesía y que eran unas almas sensibles, sino que, además, entendían de música tradicional, tenían muy buen oído y sabían cantar. Fue allí donde hizo su aparición nuestro Goran. A tono con el espíritu de la noche, llevaba una camisa blanca bordada con motivos tradicionales. Debo reconocer que le quedaba muy bien. Al fin y al cabo, Goran era muy atractivo. Pensándolo bien, sobre todo por eso me enamoré de él. Tenía el pecho como el de una estatua muy bien esculpida, unos hombros, unos brazos fuertes y peludos… que daban ganas de que no te soltase, de que te abrazase todo el tiempo y te llevase a algún lugar apartado. Bueno, pues Goran no estaba sentado con los demás, sino que permanecía de pie, un poco a un lado, apoyado en una pared, observando con la cabeza ladeada. De pronto, aprovechando un instante en que todos guardaron silencio, se irguió y entonó una canción popular (estoy segura de que era «More sokol pie», porque ahora ya sé que no conoce otra). Voceaba de una manera tan teatral, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la nuez moviéndosele arriba y abajo en la garganta, que me pareció un gallo haciendo quiquiriquí. Me dio risa, pero al mismo tiempo le miraba los brazos y el pecho, y me lo imaginaba dándome un achuchón. Cuando dejó de hacer quiquiriquí, recibió un aplauso y me miró. Tenía los ojos ligeramente húmedos, probablemente como resultado del esfuerzo que había supuesto su canto de gallo. En aquel momento me parecieron llenos de tristeza. En seguida me dieron ganas de consolarlo. Eso hice por la noche, en su habitación, y así empezó todo.

Nunca dejó de frecuentar los festivales de poesía: asiste a uno cada vez que se lo permiten sus obligaciones laborales, que, por cierto, está descuidando mucho. Puedo imaginarme lo que hace en esos festivales. Para empezar, lleva media maleta llena de sus delgaditos libros de poesía con feas tapas de plástico. Muchos de ellos los tiene traducidos al inglés y a varias lenguas balcánicas, para que los extranjeros puedan entender mejor sus desvaríos. A mí hasta ahora no me ha pedido que le haga traducciones —gracias al cielo—, porque yo no domino ninguna lengua que le interese y, además, me considera una negada para la poesía, cree que no la entiendo debido a que últimamente doy muestras de un claro desinterés por su labor. En cuanto a las traducciones de sus poemas, son horribles. Y no me refiero al contenido —a todas luces inexistente en sus textos—, sino a que están plagadas de incoherencias gramaticales. Todo esto es consecuencia de su tacañería. Quiere que le traduzcan los poemas, pero, de ser posible, sin tener que pagar. Siempre se las ingenia para encontrar a alguna que otra pobre muchachita —a la que probablemente seducirá con su maduro «sex-appeal»— que le hace las traducciones gratis o a cambio de una mísera paga. Varias veces lo he oído regatear con ellas, ofreciéndoles como recompensa una decena de ejemplares del libro. Todo esto me hace sentir vergüenza ajena, pero qué se le va a hacer.

Al volver del festival de turno, siempre me enseña fotos hechas con su cámara digital, que él suele entregar a alguien del público para que lo inmortalice. De esta forma ha ido acumulando un montón de imágenes en las que se le ve recitando poesía, de pie delante de un atril con micrófono, sosteniendo en las manos alguno de sus feos libritos. En todas esas fotos sale con su «cara de poeta», como le digo abiertamente, ya que por algún motivo se lo toma como un halago: las dos cejas ligeramente levantadas, una más que la otra, como si estuviera preocupado y conmovido a la vez. Sacando pecho. El cabello siempre recién lavado y, con no poca frecuencia, ondeando al viento de una ciudad costera, cuyos festivales le resultan particularmente atractivos. Hay también fotografías en las que a menudo aparece con mujeres (de hecho, muy raras veces se ven hombres). Las azafatas del festival —chicas jóvenes— no me preocupan. Dudo que les guste, porque debe de ser demasiado viejo y ridículo a sus ojos. Creo que ahora resulta atractivo para otra categoría de mujeres: un poco más corpulentas, con grasa en la cintura y bajo las axilas, donde el sostén se les incrusta en la piel. Llevan blusas rojas o negras muy ceñidas. La mayoría tienen el pelo negro y los labios pintados de rojo. No es raro que lleven sombreros extravagantes. Joyas grandes y brillantes adornan sus dedos y cuellos gruesos. Pretenden irradiar una feminidad madura, un aire de misterio y un aroma de canela, intentan que su voz suene aterciopelada. Allá ellas. Tal vez Goran pueda ayudarles. A mí me importa un bledo.

Pero a veces, de noche, se arrima a mi cuerpo, susurrándome: «¡Orquídea, ábrete!», y yo me abro.

SOPA

Me levanto por la mañana y mi mirada se detiene en el cazo cafetero que él usaba para calentar agua. Justo al lado del bote con azúcar moreno está su caja de té verde. La abro y veo que quedan tres bolsitas. Voy a gastarlas, pienso. Y después, no sé qué voy a hacer. No sé ni siquiera si tirar la caja o dejarla allí, porque es su caja de té verde.

El té tiene un sabor amargo y no me gusta. Sé que hay que tomarlo sin azúcar, como era su costumbre. Si fuera un día normal, me lo tomaría dulce. O no, más bien me haría un café, como cada mañana hasta hoy. Pero ahora me tengo que tomar su té, que es amargo e insípido. En este momento, no he de probar nada sabroso. Caliente y amargo, el té es justo lo que me hace falta.

A eso del mediodía viene a verme mi amiga María. Me levanto para abrirle y, cuando volvemos al salón, ella se sienta en mi silla, como siempre. Nunca se le pasa por la cabeza que yo podía haber estado sentada justo ahí. Nunca percibe el calor del asiento bajo su culo, ni se le ocurre preguntarse: «Espera un momento, ¿no estaría sentada aquí mi amiga, no le estaré quitando el sitio?». Así es María. Nunca se hace preguntas. Ahora lleva una minifalda negra, medias finas negras, botas con tacones altos, una chaqueta, una blusa roja a juego con las uñas, se ha puesto pintalabios, rímel, delineador de ojos, purpurina en los párpados, los pendientes le brillan de forma llamativa y se balancean al menor movimiento de cabeza. Viene de la peluquería. Se ha hecho la manicura. Huele a un perfume agresivo, intenso y amargo que me provoca náuseas. Pero es necesario que yo sienta ese malestar, así que tomo asiento cerca de ella.

—Te he traído sopa —me dice María.

—No estoy enferma para que me traigas sopa —le respondo. Sé que sueno maleducada, pero es que acaba de morir mi marido.

—La he hecho hoy para ti. Tendrías que comer más. No vaya a ser que enfermes.

Guardo silencio. No se habrá arreglado tanto para visitarme a mí. Enciendo un cigarrillo.

—Abre un poco las ventanas —me dice como si el piso fuera suyo—. Huele raro aquí.

—Tú sí que hueles raro.

María suspira.

—Tengo cosas que hacer. Volveré mañana.

Sus palabras me suenan como una amenaza.

Me acerco a la ventana para verla partir. Al caminar sobre sus tacones altos, menea el culo a la izquierda y a la derecha. Busca algo en el bolso con sus delgados dedos y sus largas uñas pintadas. Seguramente se oirá un ruido de llaves, cosméticos, paquetes de clínex aromáticos, chicles. Saca la llave y la dirige hacia su coche brillante, recién lavado. Los intermitentes se encienden y el vehículo emite un breve grito, como si estuviera encantado de que María se disponga a entrar en él y conducirlo. Se levanta un cálido vientecillo de primavera y se le mete en el pelo antes de que ella suba al coche. Las hojas nuevas y las pequeñas ramas de los árboles se ponen a murmurar. Como si todas le susurraran: «¡Adiós, María!». Ella sale del aparcamiento y se dirige a algún lugar donde seguramente se reirá como tonta, mostrando sus blancos dientes, bromeando, siguiendo su vida. La calle todavía está inundada de la fresca luz del sol cuando ella desaparece, después pasan rápido un chico y una chica. Van cogidos de la mano. Ríen a carcajadas. La chica besa al chico en el cuello. Detrás de ellos caminan dos adolescentes. Hablan en voz alta, riéndose. Todos llevan poca ropa. El sol les contrae las pupilas de los ojos y les resalta los lunares en los blancos rostros. Cómo no les dará vergüenza, pienso. La vida sigue, salvo para Sveto, que yace bajo tierra. En estos momentos estará empezando a descomponerse. Su cuerpo estará frío, como sacado de una nevera: esa fue la sensación que tuve al tocarlo en el ataúd. La tierra pesará sobre el cajón. Dicen que a los muertos se los comen los gusanos. ¿Cómo entrarán en el féretro?, me pregunto. ¿Surgirán de la nada en el cadáver? ¿Será posible que surjan de la nada? Frente al edificio se detiene un coche con la música a todo volumen. La melodía es alegre y desagradable. Me alejo de la ventana.

Enciendo un cigarrillo y contemplo la sopa de María. Es de pollo, como si estuviera yo enferma. Yo misma solía prepararle sopa de pollo a Sveto. Le encantaba. Se la hacía en una cacerola grande y él se comía tres platos, dos veces al día: en el almuerzo y en la cena. A veces, hasta le daba indigestión con tanta sopa. Preparas la mejor sopa del mundo, me decía. Un día, D. me pidió que le llevara algo de comer. Sveto estaba en la oficina. Puse un poco de su sopa en un bote. Se la llevé a D. Hicimos lo que hicimos. Al volver a casa, vi que me había enviado un mensaje, diciendo que la sopa estaba riquísima. Pero que la próxima vez le llevase un poco más, porque aquel día le había parecido insuficiente para un hombre corpulento como él. Pasó una semana, volví a prepararle sopa a Sveto. En esa ocasión hice más y le llevé la mitad a D., repartida en dos botes. Otra vez me has traído poca sopa, me escribió por la noche. Te pido que la próxima vez me hagas una cacerola entera. Empezó a repetírmelo cada semana. Y así pues, un día, cuando Sveto estaba trabajando, preparé sopa en una cacerola grande. Llené cuatro botes, quedó muy poco en la cacerola. Cuando regresé a casa, por la noche, Sveto me estaba esperando en el salón.

—Cariño, la vamos a tener —me dijo—. ¿Por qué has preparado tan poca sopa?

Llaman por teléfono: es mi madre. Sé que querrá venir a casa para fastidiarme con sus tonterías. Siempre que me visita, procura distraerme de una u otra manera, alejar mis pensamientos de lo que me sucede: me comenta no sé qué cosas de sus amigas, de los nietos —los hijos de mi hermano—, y a veces hasta de política. Eso me saca de quicio. A pesar de todo, cojo el teléfono y accedo a que venga a visitarme. Tal vez así por fin se dé cuenta de que no quiero verla, ni a ella ni a nadie.

Llega al anochecer. Reconozco sus pasos cuando entra en el portal. Camina como un soldado. Sus pisotones podrían despertar a cualquiera, si no de la muerte, del sueño más profundo. En el entierro caminó de la misma forma, como un militar: ni siquiera en ese momento supo comportarse. Llama a la puerta varias veces, queriendo anunciarme que es ella. El timbre suena breve, entrecortado, agresivo. Decido no levantarme en seguida del sofá. La dejo esperar un rato delante de la puerta, ojalá se percate de que no es bienvenida. Vuelve a sonar el timbre y, para evitar que siga crispándome los nervios, termino por levantarme para abrirle.

—Aquí apesta a tabaco —observa nada más entrar, y va abriendo una tras otra las ventanas y la puerta del balcón.

—Déjalo —le digo, a sabiendas de que mis palabras no tendrán ningún efecto. Siempre que viene, se comporta como si estuviese en su casa: traslada mis cosas de un lugar a otro, pone orden, abre puertas y ventanas.

—No deberías fumar tanto —se vuelve hacia mí después de dejar abierto todo lo que se puede abrir. El apartamento queda inundado por los fulgores anaranjados del sol, que va camino del ocaso. Entra un aroma a tilos en flor. También la naturaleza sigue su vida, sin importarle que Sveto esté en la tumba, pienso indignada.

—Haré lo que me dé la gana —le respondo, encendiendo otro cigarrillo.

Se sienta a mi lado con un suspiro.

Se pone a hablar de su amiga Mira, de lo mal que la trata su jefe: durante un buen rato se resistió a darle un día libre, aunque ella se lo estaba pidiendo para asistir a la boda de su hijo. Al final el jefe cedió, pero sin reconocérselo como un día pagado, y cosas por el estilo. No la escucho, como siempre. Mis ojos se detienen en las arrugas de sus labios. Fumó durante muchos años y le han quedado surcos de tanto chupar los cigarrillos. Son particularmente visibles en el labio superior, cuando lo contrae para pronunciar las vocales «o» y «u». Ahora tiene los surcos llenos de un pintalabios naranja que le queda fatal porque le resalta la tez amarillenta. Cuando abre más la boca para pronunciar las vocales «e» y «a», le veo la lengua de anciana, recubierta de una sustancia blanca, como si estuviera enferma, como si le apestase el aliento, aunque no le apesta (y debería). Veo que tiene roto uno de los colmillos del maxilar superior. Del resto de sus dientes, los que son naturales los tiene amarillentos, y aquellos que llevan una corona lucen ennegrecidos cerca de las encías en estado de incipiente retroceso. Estas también se ven viejas y malsanas.

—Deberías ir al dentista —la interrumpo.

Mi madre se mira las manos juntas en el regazo, las manchas de la vejez que ya han aparecido en ellas. Calla.

—Y cómprate un pintalabios de mejor calidad. Este se te corre entre las arrugas. Si te vieras la boca… —le digo. Siento que soy cruel, pero me importa un comino que sea mi madre.

Sigue mirándose las manos avejentadas. Veo que se ha puesto lápiz en los ojos y que también este se le ha corrido en las arrugas. Me dan ganas de decírselo.

—¿De dónde voy a sacar tanto dinero ahora, hija? —me dice y levanta la mirada.

Creo que tiene lágrimas en los ojos. ¿Qué derecho tiene ella a llorar?, pienso, y vuelvo a mirarle las manos. Me doy cuenta de que tiene un agujerito en la manga y de que su blusa está raída. Sin decir nada enciendo otro cigarrillo.

—¿Has comido hoy, hija? —pregunta con una voz suave que no le conocía antes del entierro de Sveto.

Hago un gesto desdeñoso con la mano.

—¿Quieres que te prepare algo? Podría salir a comprarte cualquier cosa. Debes alimentarte, cariño —me dice, y me coge de la rodilla. Del contacto con su mano se me eriza la piel. Estoy harta de ella y de la tristeza que se supone que he de sentir. Porque soy cruel.

—María me ha traído sopa.