No voy a ninguna parte - Rumena Bužarovska - E-Book

No voy a ninguna parte E-Book

Rumena Bužarovska

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Beschreibung

Vuelve una de las indiscutibles soberanas de las letras eslavas, autora de la aclamada Mi marido, con un nuevo libro de relatos que explora las sombras de lo cotidiano y nos invita a mirar de frente las contradicciones y absurdos de la vida moderna.

Un jarrón es el detonante para que Lydia estalle de celos por la vida de su mejor amiga. Vesna, una profesora universitaria que tolera las infidelidades de su marido y la indiferencia de su hijo, se encuentra en un acto de mujeres empoderadas en la residencia del embajador estadounidense. Ellie vuelve al hogar de su infancia con la secreta esperanza de reencontrarse con su antiguo amante. Nadie queda a salvo de la inteligente, hiperrealista y punzante prosa de Rumena Bužarovska, que demuestra en su nuevo libro de relatos la imposibilidad de alcanzar la felicidad para aquellos que escaparon de su país, pero también para los que se quedaron. Un atlas emocional que disecciona las vidas de personajes al límite con una maestría literaria que nos hace reír, estremecernos y reflexionar al mismo tiempo.

Rumena Bužarovska, una de las voces más salvajes y originales de la literatura europea contemporánea, nos ofrece un ácido manual de supervivencia para nuestros días: un conjunto de historias oscuras, mordaces y profundamente humanas que diseccionan las complejidades de las relaciones de pareja, los conflictos de género y las tensiones cotidianas con una lucidez implacable y un humor tan afilado como desestabilizador.

CRÍTICA

«El "género cuento" le viene como anillo al dedo a Rumena Bužarovska» —Silvina Friera, Página 12

«Una de las voces más distintivas de la literatura europea.» —Literary Hub

«El humor de Bužarovska sirve a menudo como forma de resistencia contra las normas opresivas.» —The Guardian

«En las manos correctas, la forma del cuento parece perfectamente adecuada para jugar con el lado oscuro de las relaciones interpersonales. Y Rumena Bužarovska sabe exactamente lo que está haciendo.» —The Berliner

«La Macedonia retratada en los cuentos de Bužarovska es un lugar sombrío. Brutos y vanidosos, los hombres tratan a sus mujeres como criadas insensibles. Asfixiadas por el patriarcado, las mujeres se desahogan entre ellas. Pero aunque sus personajes no creen que sea posible algo mejor, Bužarovska sí lo cree.» —Daniel Petrick, New East Digital Archive

«La prosa breve de Bužarovska tiene un efecto a largo plazo en ti.» —Sloboden Pecat

«Bužarovska pertenece al más alto rango de las escritoras contemporáneas; creo que está totalmente justificado valorarla en el contexto global y situarla codo con codo, por ejemplo con las más renombradas autoras de habla inglesa.» —Teofil Pančić, Globus

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Seitenzahl: 361

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Siempre vendrás a esta ciudad. A otros lugares —ni lo esperes—

no hay barco para ti, no hay camino.

C. P. Cavafis[1]

EL FLORERO

Que les hiciéramos una visita: ese fue el motivo de la llamada de Tania y Kire.

—Nos mudamos la semana pasada y muy pronto tendremos todo el piso acondicionado —declaró Tania en voz tan alta que tuve que apartarme el móvil de la oreja.

Oía a Kire comentar algo en segundo plano. Es una de las malas costumbres de la gente que más me saca de quicio: que haya alguien ladrando a mi alrededor mientras estoy hablando por teléfono, sin que le importe si está molestando. «¡Que vengan temprano, antes del anochecer!», gritó Kire, y enseguida Tania me transmitió sus palabras:

—¡Venid sobre las siete, antes de que anochezca!

Nino estaba sentado a mi lado, haciendo crucigramas. Le di un codazo y puse los ojos en blanco, pero él se limitó a encogerse de hombros, resoplando ruidosamente por la nariz.

—De acuerdo, así quedamos —le respondí a Tania y me apresuré a colgar. Después suspiré—: ¡Uf! Casi me revienta el tímpano. Lo has oído todo, ¿no? —Nino asintió con la cabeza—. Hemos quedado mañana. ¡Dios mío, cómo odio estas cosas! Habrá que comprarles algo.

—Ahora mismo no andamos muy bien de dinero —comentó Nino sin levantar los ojos del crucigrama.

En la punta de la nariz tenía las gafas de lectura que se había comprado en el mercadillo el mes pasado. Solo se las ponía en casa porque le costaba reconocer públicamente que estaba envejeciendo.

—Ya lo sé —repuse, pensando en el billete de mil denares que había guardado en el pequeño bolsillo lateral de mi bolso por si de repente me daban ganas de salir a divertirme o a comprarme algo.

También tengo trescientos euros en el banco, en una cuenta especial. Nunca se sabe. A Nino esas cosas no le preocupan. A veces pienso que seguramente sospecha que tengo un dinerillo a buen recaudo, y que está tan pancho porque piensa que son fondos de los dos, para que los utilicemos en caso de emergencia o si surge algún imprevisto.

—Tendremos que apretarnos el cinturón para llegar a fin de mes —anunció.

Eso quería decir que, para comprarle un regalo a Tania y Kire, nos veríamos obligados a comer guiso de patatas, lentejas o frijoles varios días seguidos y no podríamos salir a tomar un café o una cerveza, ahora que se acercaba el fin de semana. Nos sería imposible recibir invitados en casa, a no ser que trajeran su propia bebida, pero a esas alturas ya nos daba vergüenza pedirles semejante cosa a nuestros amigos. Además, ellos tampoco andaban muy bien de dinero. A veces me daba la sensación de que se limitaban a esperar a que nosotros los invitáramos.

Permanecimos un rato en silencio.

—Bueno, no nos queda otra. Tenemos que comprarles algo.

—¿De verdad es necesario? —preguntó Nino. Su desconocimiento de las convenciones sociales siempre me ha sacado de quicio.

—Sí, de verdad. Podríamos pasar por la tienda de JYSK mañana, camino de su casa —le dije, a sabiendas de que era un sitio caro. Me moría de ganas de ir y pasar un rato fantaseando que algún día me iba a comprar aquellas almohadas de plumas, aquellos felpudos multicolores, aquellos elegantes juegos de jaboneras y portacepillos que, en ese momento, ni teníamos dónde colgar ni habría manera de colocar sobre nuestro lavabo medio caído.

—¿Se te ocurre qué podrían necesitar? —me preguntó mientras rellenaba el crucigrama con sus torpes y desmesuradas letras que se salían de las casillas y que a veces tachaba con el bolígrafo, apretando tanto que perforaba el papel. El sonido que acompañaba aquella acción me ponía la piel de gallina. Lo mismo que su horrible caligrafía.

—¡Cómo voy yo a saber qué necesitan! Nunca he entendido esa costumbre de tener que llevarle un regalo a la gente cuando se muda. Sería inútil preguntarles qué les hace falta, porque no te lo van a decir. «¡No necesitamos nada!», dirán. ¡La dichosa falsa humildad de los macedonios! —exclamé, enfadada.

—Mmm —murmuró Nino, mirándome por encima de las gafas para indicar que estaba de acuerdo conmigo. Después se las quitó y se quedó pensando—. Sí —añadió, y volvió a callar.

Siempre tardaba un buen rato en decidir lo que iba a decir. Al inicio de nuestra relación, ese comedimiento en cada frase me entusiasmaba, porque era todo lo contrario de lo que yo suelo hacer: las palabras me salen de la boca en el instante mismo en que nacen en mi cerebro. Con los años, sin embargo, esos silencios de Nino mientras le da mil vueltas a lo que va a decir han comenzado a crisparme los nervios.

—Sí —repitió—. ¿Te acuerdas de cuando nos mudamos aquí? Tom y Lydia nos regalaron ese florero.

Los dos a la vez posamos la vista sobre la vasija en cuestión: se la veía desde cualquier punto, dadas las reducidas dimensiones de nuestra sala de estar, cuya pared principal estaba escondida detrás de una mole de pequeños armarios cuadrados de color blanco, con tiradores marrones redondos. Algunos tiradores se habían caído y perdido, dejando al descubierto los pares de agujeros de los tornillos, que parecían hocicos de cerdos. Varias de las puertecillas estaban deformadas y los resquicios dejaban ver hilachas de madera vieja. El arquitecto había diseñado en esa misma pared dos estanterías, en las que habíamos reunido nuestra biblioteca: libros de cuando éramos pequeños, traducidos al serbio, en su mayoría colecciones que cada uno se había traído de su casa. Apenas teníamos libros nuevos. Solíamos decir que se debía a que las traducciones al macedonio eran pésimas y las ediciones serbias, carísimas. En otra época, las estanterías habían estado protegidas por cristales, pero, una vez rotos, el casero se había limitado a quitarlos, creyendo tal vez que tampoco quedaba tan feo. En el centro de la estantería había un hueco profundo, destinado a albergar una tele. La nuestra era pequeña —aun así, más que suficiente en una habitación tan diminuta—, por lo que a su lado habíamos colocado el florero de Tom y Lydia, el objeto más bonito en toda la casa.

Imitaba un ánfora griega de estilo clásico: no de las largas y delgadas, sino más redondeada. Era más pequeña que las de los museos. Además, no era marrón y no presentaba los típicos motivos griegos: de lejos parecía de un verde oscuro muy intenso, pero de cerca se podían diferenciar varios tonos de verde que se confundían entre sí debido a la textura de finos surcos, que daba la impresión de una superficie áspera, casi pétrea. Contemplar ese florero me relajaba. A menudo mi mirada se posaba sobre él mientras veíamos la tele. Siempre que me acordaba de Tom y Lydia, sentía que una ternura muy especial inundaba el espacio entre mi estómago y mi garganta.

Creo que habría que buscar el origen de esta sensación en el recuerdo olfativo asociado a ellos. Sus perfumes no eran fuertes, pero siempre que Lydia se ajustaba el fular o Tom se me acercaba, yo los percibía con nitidez: el de él, un poco más intenso, pero aun así fresco; el de ella, con notas más bien florales que evocaban una crema de manos de las caras. Lydia tenía un olor similar al de todas aquellas mujeres con las uñas pintadas y brazaletes tintineantes que venían a casa cuando yo era pequeña, me acariciaban el pelo y me pellizcaban las mejillas. En cuanto a Tom, no habría sido difícil enamorarse de él: tenía la tez oscura, el iris de los ojos de un verde pálido, enmarcado en un círculo castaño, y piernas largas que solía cruzar de un modo femenino cuando estaba sentado, con total despreocupación, inclinado hacia un lado, con uno de sus brazos fusiformes y musculosos apoyado sobre el brazo del sillón o del sofá y un cigarrillo en la otra mano.

—Jade-coloured —dijo Lydia al sacar el florero de la caja para entregárnoslo.

Jade. Yo no tenía muy claro de qué color era el jade, pero me encantaba el nombre de la piedra, y el hecho de que sirviese para designar un matiz cromático.

—A housewarming gift[2] —añadió Tom con su áspera voz.

—But dis is not our apartment, ve are only renting[3] —dijo Nino en tono de excusa, con su duro acento eslavo del que no se avergonzaba lo más mínimo.

—It’s a start[4] —repuso Lydia, dirigiéndonos una mirada alentadora y entregándome el regalo.

Las sortijas de oro texturizado en sus dedos finos y fuertes, de pianista, hacían resaltar aún más el verde del florero. En mi inglés inseguro y deficiente, que pretendía imitar la impecable pronunciación de Tom y Lydia, consciente de que las vocales me salían demasiado largas y de que a veces confundía el fonema th con d o t, les di las gracias, diciendo que nos habíamos instalado en ese apartamento de forma provisional, hasta que alcanzáramos cierta estabilidad económica y resolviéramos algunos líos de herencias. Comprensiblemente, ellos no comentaron nada al respecto: yo había entrado en un terreno sumamente íntimo en el que dos ingleses tan refinados como Tom y Lydia no querían aventurarse, al menos no en estado de sobriedad. Resulta que fui yo, no Nino, la que más excusas puso, y aunque me sentó mal darme cuenta, seguí justificándome: el piso era demasiado pequeño para nosotros y demasiado antiguo, pero, eso sí, estaba muy bien situado…

—Sí, excelente ubicación —me interrumpió Tom en un intento de cambiar el tema.

—¿Y dónde vamos a poner ese maravilloso florero? —dijo Nino de pronto, desviando la atención al regalo de nuestros invitados.

Fue un paso elegante e inofensivo. En mi fuero interno le agradecí la maniobra, pero el alivio me duró muy poco, porque, acto seguido, los cuatro miramos a nuestro alrededor para comprobar que estábamos rodeados de armarios; el sofá y los dos sillones que ocupábamos estaban cubiertos con mantas para disimular su vejez y disparidad, y la mesita entre ellos tenía los bordes desportillados y estaba cubierta de marcas circulares de vasos. Apenas había espacio donde poner los pies.

—Ya le encontraremos un buen sitio —dije yo.

—Podéis colocarla en vuestra habitación, por ejemplo —sugirió Lydia, ignorando que dicha habitación no existía y que dormíamos en aquel mismo sofá que a duras penas conseguíamos desplegar, por lo que cada noche nos veíamos obligados a desplazar la mesita al rincón, junto a la butaca.

Me resultaba incómodo explicarle que no teníamos dormitorio, de modo que fingí no haberla oído.

—¿Es de Grecia? —le pregunté.

Sí, era de Grecia. Lo habían comprado en una tienda «absolutamente encantadora», en un pueblecito de esos con casitas blancas y postigos azules en las ventanas, con pelargonios colgando de los estrechos balcones, con angostas y tortuosas callejuelas empedradas, con pequeñas cafeterías en plazuelas escondidas donde uno podía pedir un dulce casero y un vaso de agua fría. El florero era obra de una artista local, pero de fama internacional.

—Hay un certificado, lo podéis leer —la interrumpió Tom, cambiando de tema porque quería hablarnos de su viaje en barco por las islas griegas. Del pulpo fresco que habían comido. De los delfines saltando alrededor de su barco velero. De las aguas límpidas en alta mar, en las que uno podía bañarse desnudo y que eran tan saladas que parecían viscosas, como si le lamieran el cuerpo a uno («¡Te hacen el amor!», exclamó Lydia, girando la cabeza con los ojos cerrados, casi eróticamente). De los pueblecitos, de una hermosura mágica. De la bondad de los lugareños. De los platos típicos de la región que habían probado.

—¡Ay, qué musaca! —suspiró Lydia.

—Svetlana hace una musaca para chuparse los dedos —los interrumpió Nino, poniéndose de pie. Llevaban ya diez minutos en casa y todavía no les habíamos ofrecido nada de beber—. Pero hoy tenemos solo cosas para picar, acompañadas de aguardiente frío o vino blanco, ambos de fabricación casera —prosiguió Nino, encorvándose ligeramente mientras ofrecía esas «especialidades caseras», como Tom y Lydia llamaron más tarde a los tomates, los pimientos, el requesón, el queso y el alcohol que mi marido había traído de la aldea de su tío.

—Mientras esté en Macedonia, no quiero oír hablar de whisky ni de pescado —dijo Lydia mientras se llevaba un pimiento a la boca. Hasta los pimientos parecían elegantes entre sus dedos.

Un día fuimos a verla tocar el piano. Llevaba mucho tiempo sin dar conciertos, pero a su paso por nuestras tierras como acompañante de Tom —que era historiador del arte y había venido en calidad de investigador universitario—, accedió a ofrecer un recital. Pese a que vivo con Nino, no entiendo nada de música clásica; en realidad, a él tampoco le gusta tanto, y eso que trabaja en la orquesta de la Ópera y el Ballet Nacional. En aquella ocasión, sin embargo, quedé hechizada por los movimientos del cuerpo de Lydia al tocar el piano: los codos en constante vaivén, los ojos cerrados, la espalda arqueándose al compás de la música, el balanceo incesante, a veces en círculos, la respiración ruidosa por la nariz o las bruscas sacudidas de la cabeza hacia delante, que hacían que sus sedosos cabellos grises le cayeran sobre el rostro. Pero lo más impresionante eran sus dedos: fuertes, huesudos y veloces como patas de araña. Quedé exaltada y entusiasmada hasta tal punto que, en un momento dado, de forma totalmente intempestiva, me puse a aplaudir. «¡Chist!», siseó entre dientes una señora mayor a mi lado, mirándome indignada. Estábamos sentados en la primera fila y es muy probable que Lydia me viera. Por no hablar de Tom. Se me cayó la cara de vergüenza.

También pasé un rato bochornoso el día de su visita a nuestro saloncito lleno de armarios. A Nino parecía que le importaba un bledo. Cada tanto se llenaba la copa de aguardiente, sudando como un puerco porque el ambiente estaba cada vez más cargado. Abrimos la puerta del balcón y la de la minúscula cocina, pero no conseguíamos ventilar la habitación. El aire se caldeó, saturado de humo, pues los cuatro fumábamos; yo más de lo normal, agobiada como estaba por recibir a Tom y Lydia en semejantes condiciones. Intentaba desesperadamente tapar con el pie una mancha en la moqueta que parecía salsa de tomate reseca. No me podía explicar cómo no había reparado en ella antes. Me arrepentí de haber invitado a Tom y Lydia a casa. Pero queríamos mantener nuestra amistad con ellos, pese a que nuestra situación económica dejaba mucho que desear. Nos halagaba que, entre todas las parejas, entre toda la gente de Skopie con la que podían trabar amistad, nos hubieran elegido precisamente a nosotros. Nos halagaba que les apeteciera emborracharse con nosotros y contarnos historias de su glorioso y apasionante pasado. Nos halagaba que quisieran que fuésemos su público. Nos halagaban también su físico y sus perfumes: esbeltos, vestidos con ropa elegante, blanca, que delineaba sus cuerpos musculosos y resaltaba el bronceado de su piel firme y reluciente.

Tampoco es que nosotros seamos feos. Cierto, nuestra casa es horrible porque no tenemos dinero para comprarnos una nueva, pero, en cambio, tenemos un aspecto impecable, sobre todo yo. Mientras me empeñaba en ocultar la mancha de salsa en la moqueta, me di cuenta de que mis talones eran suaves como los de un bebé, mis pequeñas uñas pintadas parecían fresas silvestres y las sandalias acentuaban de manera perfecta la belleza de mis pies delgaditos. Estaba convencida de que también nuestros perfumes eran agradables y de que, si alguien hubiera entrado en aquel momento en la pequeña habitación, le habría gustado la fresca mezcla de nuestros cuatro aromas y el humo de los cigarrillos. Pero Nino ya estaba comenzando a sudar: una ristra de gotas perlaba su frente, y se habían formado manchas húmedas bajo sus axilas. Estaba borracho y empezaba a preguntar y a hablar más de la cuenta.

—En los próximos años pensamos ahorrar lo suficiente como para poder comprarnos una casa más grande. Nos gustaría tener hijos. Lo estamos intentando —dijo mirándome con sus ojos enturbiados por el aguardiente.

Era verdad, llevábamos ya dos años haciendo el amor sin protección, pero en vano.

En ese momento, Tom también decidió traspasar ciertos límites y hacer una confesión:

—Nosotros tampoco tenemos hijos. No sabemos por qué. Así lo ha dispuesto la naturaleza. No nos hemos hecho pruebas —dijo, dando una calada teatral a su cigarrillo. Después echó la cabeza hacia atrás de forma que se le marcó aún más la nuez—. Siempre hay gente indiscreta que te pregunta a bocajarro cuál es el problema, por qué no tienes hijos. A una pareja especialmente atrevida le contesté con otra pregunta: ¿se refieren a las causas físicas o a las psicológicas?

Todos chasqueamos la lengua en señal de indignación y nos quedamos un rato en silencio. Me di cuenta de que Nino se estaba poniendo demasiado sensible, como siempre que se emborrachaba. Se golpeó las rodillas con las palmas, como si finalmente se hubiera decidido a hacer algo grandioso.

—¿Me permitís que os toque algo?

Tom y Lydia se acomodaron en sus asientos, entusiasmados.

—Por supuesto, ¡cómo no se nos ocurrió antes! Nos encantaría —dijeron.

Nino sacó el violín del estuche que solía dejar detrás de la puerta.

—Un aire tradicional —anunció, dejando el tiempo necesario para que Tom y Lydia suspiraran con satisfacción, y luego empezó a tocar una versión jazz muy suya de la canción popular «Kaži, kaži, libe Stano» mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

La canción era demasiado lenta y triste para mi gusto y, además, el arreglo me parecía excesivamente recargado, por no decir de taberna. Pero eso no les molestó lo más mínimo a Tom y Lydia, que aplaudieron con entusiasmo al finalizar la interpretación.

—It’s about a couple which can’t have kids —se lanzó a explicarles Nino—. De man says to de voman: do you need anytting? Money or clothes? She says: no, I have everytting, but I don’t have child. De man says to de voman: I’m going to go to Greece and get you golden child. She says: golden child can’t call me dear mommy. Very sad.[5]

—Heartbreaking[6] —dijo Lydia, y se llevó a la boca la copa de aguardiente, golpeándose un diente sin querer—. Ouch!

Tom, por su parte, dejó su copa sobre la mesa con más fuerza de la que pretendía y se tapó la cara con sus largas manos.

—O-o-oh! —empezó a gimotear. Todos sabíamos que iba a echarse a llorar, porque era su reacción habitual cuando estaba borracho. Una vez se le saltaron las lágrimas por el tsunami en Indonesia, pero siempre lloraba con más fuerza por la guerra de Bosnia. No podía entender qué le pasaba al género humano. Decía que el mundo se estaba desintegrando y que se acercaba el Apocalipsis—. Things fall apart. The centre cannot hold[7]—dijo. Más tarde supe que se trataba de una cita famosa de un poeta irlandés, no recuerdo el nombre—. To make a child a man, a man a child![8] —gritó varias veces, con solemnidad, como si se tratase de una cita celebérrima e importantísima.

Lydia lo miró comprensiva mientras Nino y yo permanecíamos callados. Ellos dos sabían tantas cosas… Eran gente excepcionalmente culta, viajada, de amplios horizontes. No conocíamos a nadie como ellos. Eso sí, bebían un poco más de la cuenta, pero a Nino y a mí también nos gustaba tomarnos un par de copas de vez en cuando. Lydia se puso a acariciarle el cuello mientras él se agarraba la cabeza con las dos manos, presa de un desconsuelo dulce e inspirador. Daba gusto presenciar semejante rapto de ternura, y aún más contemplar a Lydia acariciando a Tom, ver cómo él se le iba pegando, recostaba la cabeza y frotaba la cara contra su pecho, le pasaba el brazo por la cintura, deslizaba espasmódicamente la otra mano hacia arriba, hasta el otro pecho, y comenzaba a apretarlo, mientras Lydia le despeinaba el espeso cabello rubio ceniza. Frotándose contra sus senos, Tom empezó a desplazar la cabeza hacia arriba y a besarle el cuello entre leves suspiros.

—My darling, my darling, it’s okay[9] —le susurró ella, mordiéndole suavemente la oreja.

Por regla general, me resulta desagradable presenciar muestras de cariño entre otras personas. En aquella ocasión, sin embargo, me excité. Sentí un soplo cálido en mi cuerpo. Nacía en mi regazo y subía en espiral hasta mi tráquea. Era incapaz de articular palabra, tenía la sensación de que me iba a derretir. Entonces, Lydia dijo que tal vez fuera hora de marcharse. Tom pareció despertar y empezó a prodigarnos elogios, aunque con voz llorosa:

—Sois unos anfitriones extraordinarios, de verdad. ¡Lo hemos pasado de maravilla!

—Tenéis que volver —declaró Nino con voz soñolienta.

Por alguna extraña razón no quiso levantarse del sillón. Me indicó que acompañara a los invitados a la salida. Primero Lydia y después Tom se inclinaron para besarle. Fui a despedirlos a la puerta —a cuatro pasos, literalmente—, donde me abrazaron los dos a la vez, transfiriéndome cada uno su perfume. Tom me dejó, además, sus lágrimas en las mejillas, que no quise secarme ni siquiera cuando hube cerrado tras ellos.

Nino seguía arrellanado en el sillón. Cuando pasé a su lado —algo inevitable en una habitación tan estrecha— me agarró, obligándome a sentarme en su regazo: enseguida me di cuenta de que tenía una erección. Me pasó la lengua por el cuello, me quitó la camisa, estuvo un tiempo lamiéndome y apretándome los pechos; luego me derribó sobre el sofá y, con un rápido movimiento, me sacó las bragas y me penetró. Al principio sentí una excitación tan fuerte que me olvidé por completo del mundo que me rodeaba —cosa que no me sucede a menudo—: era toda fluidos, piel, músculos. Al poco, sin embargo, Nino fue ralentizando sus movimientos y su pene perdió algo de su dureza. Se me despertaron los oídos. Percibí el crujir rítmico del sofá, parecido al de un columpio oxidado que amenaza con descolgarse en cualquier momento. Abrí los ojos y vi aquellos armarios con sus pares de agujeros como hocicos de cerdos observándonos a hurtadillas desde todos lados. Justo entonces Nino se detuvo.

—Se me ha agarrotado la rodilla. Uno de los resortes me la está destrozando —se quejó.

Sus palabras me produjeron un leve malestar. Me sentí como en el instituto, cuando hacía el amor en la cama de mi hermano.

—Fóllame en la mesa —le dije, sin saber muy bien de dónde habían salido aquellas palabras. Nunca había hablado de esa manera. Le pedí que me llevara en brazos al pasillo que hacía las veces de cocina, donde había una mesita tan diminuta que no cabían más de dos personas comiendo al mismo tiempo, pero él no consiguió levantarme y tuvimos que caminar los dos hasta allí, semidesnudos.

Me subió a la mesa y seguimos haciendo el amor de esa forma precaria. Aquella vez decidí no abrir los ojos. Tuve la fantasía de que Nino era Tom, y de que Lydia estaba sentada en el sofá, observando el vaivén del culo cobrizo de su marido entre mis piernas.

—¡Córrete!

Otra expresión que nunca utilizo. Sentí una sustancia similar al azúcar henchir mis caderas un instante antes de que Nino eyaculase dentro de mí. Después me pasé toda la noche con ganas de vomitar.

Al día siguiente me di cuenta de que estaba en mis días fértiles. Si nace varón, le pondremos Tomislav, pensé; si es una chica, se llamará Lydia. Se lo dije a Nino. Me miró extrañado.

—¿Por qué? —preguntó. Me percaté de que habíamos vivido dos experiencias totalmente diferentes.

—Son nombres bonitos —mentí, pero Nino no tiene un pelo de tonto.

En cualquier caso, no me quedé embarazada. Ni entonces ni las siguientes veces que hicimos el amor. Los médicos nos aseguraban que, desde el punto de vista físico, estaba todo en orden y no había ninguna razón objetiva para que «no pudiéramos concebir». A raíz de todo eso, desarrollé una suerte de intolerancia hacia las cosas de bebés: me exasperaba cada vez que veía cunas, cualquier tipo de adornos colgantes para ellas o armarios de colores pastel. Los artículos para niños pequeños me recordaban no solo nuestra incapacidad de tener hijos —la principal causa de que el sexo se convirtiera para nosotros en una actividad rutinaria y fatigosa—, sino también el hecho de que aún vivíamos en aquel piso abarrotado de armarios, en el que ni siquiera cabría una cama infantil. De hecho, no había espacio para nada.

Quizá como consecuencia de todo ello, empecé a sentir la necesidad compulsiva de entrar en las tiendas de camas, cojines y otros artículos para cuartos infantiles, y dedicarme a cambiar las cosas de sitio. Era un impulso irrefrenable.

Como no podía ser de otra manera, cuando fui a la tienda de JYSK, me refugié primero donde las almohadas de colores. Allí me sentía más protegida. Había entrado con la intención de comprar un juego de cojines para Tania y Kire: al menos un par, porque no habría estado bien llevar de regalo uno solo. Pero el precio de la unidad (¡un solo cojín!) resultó prohibitivo: seiscientos denares, cuando yo no tenía más que mil. Así que tuve que abandonar el plan de regalarles algo que a mí misma me habría encantado tener. No sufría tanto por no poseer un sofá o sillones normales, sino por los cojines con los que los habría adornado.

Después me fui al departamento de Textil y Hogar, no porque esperara poder comprar un juego de sábanas con almohadas —además de no tener ni idea de las dimensiones del lecho de Tania y Kire, estaba segura de que el precio rebasaría con creces mi presupuesto—, sino porque nuestra propia ropa de cama era feísima. Nino siente una pasión inexplicable por la tela listada y un día trajo a casa unas sábanas de rayas estilo Auschwitz y un pijama a juego para sí mismo.

Al final me llamaron la atención una serie de relojes de pared que estaban de oferta, algunos de los cuales eran de una asimetría que me pareció sumamente original. Pensé que, a nivel simbólico, tal vez no fuera muy conveniente regalarle un reloj a una pareja joven. Si me lo dieran a mí, por ejemplo, lo interpretaría como un mensaje: una insinuación del paso del tiempo y de que estoy envejeciendo. Sería como si les deseara: «¡Que el reloj vaya desgranando los días que os quedan!». Pero también cabía la interpretación contraria: «¡Que paséis un siglo juntos!». Sí, eso era lo que les iba a decir cuando les entregara aquel reloj tan chulo que, por otra parte, no sabía si encajaría con la decoración de su casa.

Me sobraron doce denares: un cambio tan ridículo que decidí gastarlo. Entré en el primer estanco que encontré y me compré una caja de cerillas por ocho denares. La calderilla restante la dejé caer al suelo mientras caminaba.

—¡Señora, señora! Se le ha caído algo —me llamaron dos ciudadanos honestos.

Me giré hacia ellos y les lancé una mirada glacial, señalando con ojos desdeñosos las monedas, como diciendo: «Os las regalo, podéis recogerlas si queréis». Mientras esperaba a Nino delante de la tienda, junto al paso de peatones, fui encendiendo una a una las cerillas, dejándolas caer a mis pies en cuanto se quemaban hasta la mitad. Cuando llegó mi marido, yo estaba en el centro de lo que parecía una pequeña hoguera.

Odio viajar en nuestro coche. Cuando vamos de vacaciones a Ohrid, el trayecto es una auténtica tortura: dos horas y media interminables, durante las que me da la sensación de ir montada sobre un tubo de escape descolgado. Hay un ruido de mil demonios, entran corrientes de aire por todas partes, las vibraciones te sacuden hasta las vísceras y, además, apesta a plástico barato. Nuestro coche parece de juguete, como si no estuviera diseñado para adultos.

Nino acababa de salir de un ensayo en la Ópera. Tenía un aire pensativo mientras conducía hacia la casa de Tania y Kire.

—¿No te interesa saber qué regalo he elegido? —le dije con tono mordaz, casi gritando para hacerme oír en medio del fragor de nuestra chatarra ambulante, cuyos temblores se convertían en sacudidas violentas cada vez que topaba con alguno de los incontables baches de las calles de Skopie.

—¿Eh? —se sobresaltó Nino, como despertando de un sueño—. Sí, perdona. ¿Qué les has comprado?

Se había disculpado, pero ya era tarde. Me habían entrado ganas de castigarlo. Ni siquiera había reparado en la pequeña hoguera que me rodeaba cuando había pasado a recogerme. Tendría que haberse dado cuenta.

—Como es un regalo de parte de los dos, sería una vergüenza que no supieras lo que hemos comprado.

—Sí, tienes razón —dijo, tratando de apaciguarme.

—Que no me hayas acompañado a la tienda todavía te lo dejo pasar, pero que encima te traiga sin cuidado lo que he elegido ya es el colmo. —Me estaba pasando un poco, pero quería tantear hasta dónde podía llegar.

—Venga, dime qué has comprado, de verdad que me interesa —dijo Nino con su dulce voz.

Miraba hacia delante, de manera que yo lo veía de perfil. Tiene una nariz muy grande, aguileña, que, cuando nos conocimos, me parecía atractiva. Ahora le da un aire demasiado bonachón y a veces me pone de los nervios.

—Un reloj. Un reloj excepcional. Espero que no desentone con la casa. Si no, que se lo regalen a alguien. La verdad es que no sabía qué comprarles.

—Un reloj está bien. El regalo en sí no tiene tanta importancia, lo que cuenta es el gesto. El detalle. Ahora están emocionados por la mudanza. Ya sabes cuánto tiempo han tenido que esperar para dar este paso —comentó Nino con un tono apacible, como si nosotros no nos hubiéramos visto obligados a esperar toda una eternidad, sin movernos del punto muerto—. Ya estamos, creo que este es el portal —dijo mientras aparcaba delante de un edificio algo antiguo, probablemente de los años setenta, con varias entradas.

Está bien, pensé, no es un bloque nuevo. Los hay muy bonitos, recién construidos, con portales y puertas de entrada muy cuidados, con porteros automáticos, barandillas y escaleras de mármol, con muros que huelen a nuevo. Por otro lado, los edificios más recientes se suelen deteriorar con mayor rapidez y, en caso de terremoto, pueden colapsar, matando a sus moradores. De modo que quizá sea preferible vivir en un edificio antiguo, de los que parecen resistentes a simple vista y no se desmoronan con facilidad.

Mientras subíamos las escaleras, me alegré de que en el portal oliera a orina. A medida que avanzábamos y me iba quedando sin aliento, me regocijé por la falta de ascensor, que los obligaría a cargar en brazos el carrito de bebé y, más tarde, a la niña cada vez más grande, junto con todas las bolsas de la compra y las botellas de agua mineral, imprescindibles en Skopie, pues el agua del grifo sabe a hierro oxidado. Cuanto más alto es el piso, más barato. El nuestro no sería así. Solo necesitábamos que se muriera la madre de Nino. Ojalá la palmara cuanto antes.

—Aquí es —anunció Nino, pulsando el timbre al lado de la flamante puerta blanca con una placa donde ponía Trpeski.

Mírala, pensé, mi amiga la feminista, que a las primeras de cambio sustituye voluntariamente su identidad por la de su marido. Si su apellido de soltera fuese vulgar, la entendería. Pero no. Lo había trocado por otro aún más vulgar.

Los dos nos recibieron en la puerta con sonrisas amplias, cordiales, radiantes. Me llegó a la nariz el olor a bebé: había impregnado el pasillo, lo mismo que a los dos anfitriones.

—¿Dónde está la pequeña? —pregunté. La había visto una vez, hacía poco más de medio año, cuando nació.

—Está durmiendo —repuso Kire, casi susurrando—. Pasemos al salón para no despertarla. Pero primero os pediría que os quitaseis los zapatos, porque la pequeña ya anda a gatas por el suelo.

No nos quedó más remedio que descalzarnos. A Nino eso no le hizo mucha gracia, porque sus calcetines casi siempre tienen agujeros en los talones y, para colmo, suelen olerle los pies. Por fortuna, nos ofrecieron pantuflas, pero, como se apresuraron a pasar al salón, no les dio tiempo de enseñarnos el pasillo en todo su esplendor. En nuestra casa ni siquiera había pasillo. Disponíamos de un «recibidor», es decir, un espacio donde amontonábamos los zapatos unos sobre otros frente a la entrada de nuestro diminuto baño, en el que teníamos la lavadora (comprada por nosotros mismos) y un calentador de agua enorme, viejo y oxidado, cuyo termostato se estropeaba cada seis meses y que, cuando estaba encendido, hacía un ruido similar al de un estómago vacío.

En el pasillo de Tania y Kire cabían sin problema cuatro personas: podían quitarse los zapatos sin estorbarse mutuamente y admirar las baldosas verdes con motivos circulares, como las que yo había visto en la Casa de las Flores de Tito en Belgrado. Había un perchero, un pequeño armario zapatero con una fila de cajones en la parte de arriba y, encima de él, un recipiente de piedra lleno de calderilla, como la que yo había tirado en la calle hacía un rato. Sobre las monedas, una gruesa llave de automóvil con un mando a distancia. Había asimismo un espejo grande que te devolvía una imagen más delgada que la real.

Tania no necesitaba un espejo que la hiciera más delgada. Estaba estupenda para una mujer que había dado a luz hacía menos de un año. No tenía aquellas ojeras de cansancio de las madres primerizas. La examiné mientras nos conducían al salón. Ni siquiera se le habían ensanchado las caderas. En nada se le notaba que acababa de tener una niña.

Abrieron la puerta del salón. No pude disimular mi entusiasmo. Nino tampoco. Hasta él, que había tenido el mal gusto de comprar las sábanas y el pijama a lo Auschwitz, se daba cuenta de lo bonito que era. En medio de la espaciosa habitación había una mesita cuadrada turquesa y, en torno a esta, dos sofás y dos sillones con brazos de madera al estilo antiguo, con cojines de color albaricoque para sentarse o apoyarse. En el centro de la mesita había una vela aromática naranja pálido. Una de las paredes estaba cubierta por un enorme cuadro rectangular abstracto en tonos pastel.

—Es una de nuestras cosas favoritas de esta casa: un cuadro de Nevena Maximovska —declaró Tania. El nombre no me sonaba de nada. Asentí con la cabeza, como si supiera de lo que se trataba, pero Nino no reaccionó—. Lo encargamos para cubrir la pared, pero resultó ser una obra maestra.

—Sí, encaja muy bien con el mobiliario —le dije a Tania, a sabiendas de que mis palabras no le agradarían—. Tal vez el regalo que os hemos traído no sea muy adecuado para esta habitación, pero lo podéis poner en otra —añadí, entregándole la caja del reloj envuelta para regalo.

—¡Ay, pero si no hacía falta! —exclamó Tania, mirando a su marido con una sonrisa.

Yo quería que desenvolvieran de una vez el maldito reloj, que iba a estar completamente fuera de lugar en aquel salón y que, en comparación con todo lo que nos rodeaba, parecía salido de un mercadillo de baratijas.

—¡Un reloj! —dijo Tania—. ¡Muchas gracias, es maravilloso! Buscaremos un buen sitio donde ponerlo.

Se me olvidó por completo decirles lo que tenía pensado sobre el tiempo y la eternidad: me quedé allí sin decir palabra, con una sonrisa estúpida. Fue Nino quien me sacó de aquella incómoda situación al expresar su admiración por la estantería situada junto al cuadro, que llegaba hasta el techo.

—Ah, sí, la hicimos por encargo —nos dijo Tania, dejando el reloj sobre la mesita. Después se acercó a la estantería y la acarició—. Madera MDF —añadió, como si todo el mundo tuviera la obligación de saber lo que era eso.

—El piso es muy luminoso —comentó Nino, por decir algo.

—Esa es su mayor ventaja —declaró Tania, girando sobre sí misma como si estuviese enseñando la vivienda a posibles compradores, para terminar señalando el ventanal frente a la estantería. La parte delantera del salón daba a un pequeño balcón con baldosas verdes idénticas a las del pasillo—. Y aquí podéis admirar la gran obra de Kire —dijo, mostrando las macetas con grandes plantas en flor alineadas sobre repisas o colgando de la barandilla.

—¡Eres un auténtico floricultor, macho! —bromeó Nino, dándole una palmada en su enorme espalda. Todo en él era enorme, de hecho. A nadie se le ocurriría pensar que se dedicara a la floricultura.

—Y haber colocado la mesa del comedor aquí también me parece muy buena idea —intervine yo, mirando el espacio semicircular delante de las ventanas, donde la mesa quedaba perfectamente situada.

—Por la mañana, la luz entra a raudales y se puede desayunar en compañía del sol —dijo Tania, mostrando la ventana con un amplio gesto de la mano, como una azafata que enseñara las salidas de emergencia del avión.

«Desayunar en compañía del sol», qué tontería, pensé. Tania siempre ha tenido esa tendencia a la poetización cursi. Cuando empezó con Kire, incluso le escribía poemas de amor. No puedo dejar de admirar la paciencia de él. Pero, como Tania siempre ha sido una mujer muy atractiva, Kire se tuvo que tragar todas esas efusiones sentimentaloides. Del desayunador soleado nos hizo pasar a la cocina.

—Tiene su propia despensa y ventilación natural —dijo Tania.

—Di un balconcito, no hables como una agente inmobiliaria —la corrigió Kire, y todos nos reímos.

—La cocina nos salió bastante económica. Pequeña, funcional, de buena calidad, sin lujos innecesarios —prosiguió Tania en el mismo tono.

Efectivamente, la cocina no era nada del otro mundo. De color blanco como cualquier otra, pero todo lo que había allí era nuevo. El fregadero y el grifo resplandecían. El grifo de nuestra cocina ya no estaba reluciente, sino enverdecido por la cal y las bacterias. Yo no tenía la menor intención de cambiarlo o limpiarlo. El casero nunca invertía en nada. Esperaba que nosotros arreglásemos las cosas que se iban estropeando. Era un estafador empedernido. Aprovechaba su bizquera para hacerse el tonto: nunca se sabía con certeza hacia dónde estaba mirando, y cuando le preguntabas algo callaba, como aturdido. «No puedo discutir con él, le falta un hervor», solía decir Nino, y acababa comprando él mismo un termostato nuevo para el calentador destartalado o lo que hiciera falta.

—Tenemos dos habitaciones más —dijo Tania—, pero, como Anfisa está durmiendo, hay que verlas rápido y sin hacer ruido.

Anfisa Trpeski, qué combinación de nombre y apellido más original y moderna, pensé.

—¿Por qué no las dejamos para otra ocasión? No quiero que despertemos a la niña —le sugerí. Ya no tenía ganas de ver nada más. Ni siquiera me había fijado en las baldosas de la cocina. Si hay algo que me entusiasma de verdad, son unas buenas baldosas. Eso y las camas grandes, espaciosas. Si resultaba que tenían una cama de matrimonio bien ancha, con un cobertor bonito, no creía que fuera a ser capaz de contener las lágrimas.

Todos cruzamos —de puntillas, naturalmente— otro pasillo, en cuya pared izquierda había un armario empotrado con puertas de espejos. Íbamos uno detrás del otro, como un trenecito: Tania al frente, erguida, ufana, contentísima de enseñarnos el fruto de sus esfuerzos, vestida con un sencillo blusón blanco y caro; detrás de ella, su esposo, como un guardaespaldas; después Nino, delgado como un palillo en comparación con Kire, y, finalmente, cerrando la fila, yo.

—Este cuarto está vacío, todavía no hemos acabado de acondicionarlo. Será de Anfisa cuando crezca un poco —susurró Tania. Abrió la primera puerta del pasillo y, al encender la luz, vimos unas paredes rosáceas—. Y ahora, el dormitorio. ¡Chist! —nos advirtió antes de abrir la puerta de al lado.

El olor a bebé había ido aumentando a medida que avanzábamos por el pasillo, pero cuando abrió la puerta del dormitorio nos dio en plena cara como una ola cuya fuerza subestimas hasta que la tienes encima. La habitación era muy amplia, con suficiente espacio para la lujosa cuna de Anfisa y todos los juguetes que colgaban encima. En un rincón, sobre una mesita baja, había una lámpara con una discreta luz anaranjada.

Tras estirar el cuello como un pavo para ver a Anfisa, Nino retrocedió («Para que no nos apiñemos todos», susurró).

En el fondo, los niños le traen sin cuidado: no reacciona por muy mona que sea la criatura que tiene delante. «Mira qué ricura», le digo a veces, señalándole a algún bebé. Él se limita a asentir con la cabeza y forzar una sonrisa. Nada más.

—¿De verdad quieres que tengamos hijos? —le pregunto cada tanto.

—Sí, quiero —me contesta con tono impasible. Nunca me da respuestas como: «No te imaginas cuánto me gustaría. Ah, si tuviéramos un peque ahora mismo, lo acostaríamos entre nosotros dos y le daríamos un achuchón».

Qué tonta soy, pienso. ¿Cómo podríamos acostar a un niño en ese sofá nuestro que desplegamos cada noche? Qué diferente de la enorme cama de Tania y Kire, en la que caben tres personas sin problema. Seguramente Anfisa dormirá entre los dos cuando crezca un poco.

Kire también salió del dormitorio. Dentro quedamos solo Tania y yo.

—Déjame que la mire un ratito —susurré, tratando de no fijarme en el cubrecama ni en las dos capas de almohadas con diferentes motivos estampados.

No le quitaba los ojos de encima a Anfisa; procuré calmarme un poco, inclinar la cabeza —mal que me pesara— sobre esa nubecilla que era la bebé y cerrar los párpados en la penumbra sin que Tania se diera cuenta.

Pero ella se situó a la misma altura que yo, invadiendo mi campo visual con su cabeza. En vez del olor a bebé, percibí su perfume agresivo, vi con el rabillo del ojo su pendiente largo y brillante que centelleaba al balancearse. «Quítate de ahí, mujer», quería decirle, pero en ese momento ella me tocó la espalda con su mano tibia, una muestra de simpatía que me provocó náuseas.

—Es una maravilla. —Saqué fuerzas de flaqueza para decirlo con tono natural, enderezándome con la intención de salir de la habitación.

—Y aquí está el baño —siguió susurrando Tania después de cerrar silenciosamente la puerta del dormitorio detrás de sí.

Ya que de todas formas tendría que ir en algún momento, pensé que no era necesario entrar ahora para verlo con ella, como si se tratase de un logro extraordinario del interiorismo. Albergaba la secreta esperanza de que fuera un baño común y corriente, nada del otro mundo. Pero resultó sorprendentemente espacioso, con una flamante lavadora y una enorme bañera en la que había otra más pequeña, de plástico, para Anfisa; los magníficos azulejos de color turquesa traían reminiscencias marinas, y el aire olía a jabón de bebé.

—Fenomenal —murmuré, mirando la jabonera y el vaso para los cepillos y el dentífrico—. ¿Dónde los has comprado? —pregunté, incapaz de contenerme.

—Todo esto, en IKEA —repuso Tania en voz baja—. Las cosas de IKEA están carísimas últimamente. Qué digo: no es que estén caras ahora, es que por nuestro nivel de vida no nos las podemos permitir. Para mi bolsillo, por lo menos, fueron un palo. Pero sí, son una pasada —convino conmigo, pasando la larga uña pintada de su índice por el borde longitudinal de la jabonera.

En el salón, Nino y Kire ya estaban tomando whisky. En la mesa había una botella, dos vasos y una cubitera de cristal llena de hielo.

—Tenéis una casa superchula —comenté.

—La verdad —dijo Nino. Seguramente habría suscrito cualquier juicio mío, pues no tiene ni idea de esas cosas. Aunque lo llevara a una choza, diría que se siente a gusto.

—Es admirable cómo la habéis acondicionado. Con gusto, creando un espacio funcional y acogedor —proseguí, esta vez con una afectación un poco excesiva.

—Todo es gracias al ama de casa —dijo Kire.

El rostro de Tania se iluminó, pero, como era de esperar en una mujer bien educada, enseguida trató de quitarle importancia a sus méritos:

—Qué va. Cualquiera puede hacer esto. Simplemente tuve la suerte de disponer del tiempo necesario para dedicarme al piso. Para empezar, en la inmobiliaria nos lo encontraron muy rápido. Nada más entrar, ya sabía que quería vivir aquí. Justo aquí —subrayó, tomando a Kire de la mano. Me dio la sensación de estar viendo un anuncio en la tele para un crédito hipotecario.

—Os costará trabajo cargar el carrito por las escaleras. —No me pude contener.

—Bueno, sí, este piso tiene sus inconvenientes, no lo voy a negar —reconoció Tania. Sabía cómo arruinarte la diversión en un pispás. Era una experta en eso.

—Pero ¡qué van a ser inconvenientes! Subir a diario cinco plantas sin ascensor es la mejor manera de tener un culo firme. Mira el de tu amiga, que ha vivido siempre en áticos. ¿Verdad que sí? —dijo Nino. Se estaba vengando de mis palabras de hacía un momento.

—Cierto, las escaleras ayudan a mantenerse en forma, no cabe duda —bromeó Kire como un imbécil.