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Novela ganadora del Premio Lazarillo 2014 Manuel estaba enfermo, tenía fiebre y su padre llamó al veterinario, porque en la isla donde viven no hay médico. Le recetó un jarabe para perros que también le iba muy bien a los niños y será por el jarabe o será por la fiebre, el caso es que Manuel ahora no para de soñar y soñar. Incluso tiene sueños dentro de los sueños. Así conoce a un vendedor de olores de recuerdos, un bar lleno de mentirosos, un dinorrinco y un hipodrilo, un extraterrestre muy preguntón en misión secreta que se mueve por las alcantarillas, y a Alicia, una niña que dice que viene del País de las Maravillas...
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Seitenzahl: 95
Veröffentlichungsjahr: 2015
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Créditos
Esta obra ha recibido una ayuda de la Secretaría General de Cultura de la Consellería de Cultura, Educación y Ordenación Universitaria de la Xunta de Galicia en la convocatoria de ayudas para la traducción del año 2015.
Edición en formato digital: abril de 2015
Título original: O meu pesadelo favorito
Colección dirigida por Michi Strausfeld
© María Solar, 2015
© De las ilustraciones del interior y cubierta, María Sánchez Lires y Editorial Galaxia, S. A., 2015
© De la traducción, Mercedes Pacheco Vázquez, 2015
© Ediciones Siruela, S. A., 2015
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
28010 Madrid
Diseño de cubierta: Ediciones Siruela
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-16396-73-3
Conversión a formato digital: www.elpoetaediciondigital.com
www.siruela.com
Para Aldara e Martín
para miña nai
para Luís
Quérovos infinito + 1
estoy soñando, vengo de mi casa, de la cama de mi habitación.
–¿Y tu habitación huele a algo?
–No. ¿O sí? No sé. A veces. A veces huele al suavizante que mi pa dre le echa a la ropa. O a pintura cuando pinto con las témpe ras. O huele a...
MI PESADILLA FAVORITA
Un niño normal
Manuel se puso malo de la barriga y su padre llamó al veterinario. En toda la isla no había ningún médico, pero había un veterinario que cuidaba de la salud de las vacas, las cabras y del resto de los animales de granja que se atendían tanto o más que a las personas. Vino enseguida. No era raro que acudiese también a las urgencias humanas. Se llamaba Gabriel y tenía cara de perro. Hay muchas personas que tienen cara de animales. En la escuela, Bieito tenía ojos de buey, grandes, lánguidos, que te miraban como pidiéndote algo, y Antón tenía lengua de vaca, una magnífica lengua que podía alargar hasta tocar la punta de la nariz. Era la envidia de todo el colegio, menos de la maestra que no lograba entender qué tenía aquello de interés como para pasar recreos y recreos todos mirando hacia él.
El veterinario examinó a Manuel.
–Saca la lengua, tose, respira fuerte, dame la patita... –Esa última era una broma que le había hecho al niño como si estuviese examinando a un perro, pero Manuel no se dio cuenta y le dio una pierna.
El veterinario sentenció:
–Está un poco atontado por la fiebre.
No era verdad, había sido un acto reflejo.
–Un virus –diagnosticó.
Parece ser que era lo que le producía el malestar y con los virus no había nada que hacer, solo esperar a que pasaran y tomar un jarabe para bajar la fiebre. A Manuel le encantaba el jarabe de la fiebre, siempre lamía y relamía la cuchara; en realidad era para perros, pero el veterinario siempre se lo recetaba a los niños e iba fenomenal. Sabía a fresa y estaba buenísimo, sería por eso por lo que a los perros no les gustaba.
–¿Desde cuándo los perros comen fresas? –había musitado el padre la primera vez que lo vio–. A quien inventó este jarabe para perros se le debió quedar la cabeza descansada. Y, desde luego, estoy seguro de que no tenía perro.
Cuando se marchó el veterinario, Manuel esperó a Alicia. Siempre lo venía a visitar cuando tenía fiebre. Salía del medio de la pared y se plantaba en la habitación. Alicia venía del País de las Maravillas, pero no tenía nada que ver con la del cuento, esta era otra Alicia. Conseguía cruzar la pared solo cuando Manuel tenía fiebre y era una pesada y una besucona. Estaba enamorada de él.
–¡Dame un beso, dame un beso, dame un beso!
A Manuel le daba asco la idea de dar un beso todo salivado.
–¡Puaaaggg!
Y además no quería tener novia. Siempre que Alicia conseguía cruzar se quedaba un par de semanas y le costaba un mundo echarla fuera. Ella decía que con él estaba muy bien porque aquello se parecía mucho al lugar de donde venía.
Parece ser que ese lugar era el Mundo de la Fiebre –pero que ella lo llamaba el de las Maravillas para darse importancia–. Allí las cosas no eran normales. Eran raras. Manuel en cambio vivía en el mundo normal, aunque Alicia insistía en que él también era raro. En realidad no era la única, lo decía ella y muchos más que lo conocían, pero era mentira. Manuel era un niño normal y le fastidiaba que dijesen lo contrario. Así que el resumen era este: Alicia lo incordiaba y por eso no la quería dejar pasar en esta fiebre.
Decidió que para que la niña no entrase no iba a dormir. Ella siempre atravesaba la pared mientras él dormía febril, así que dedujo que si no se dormía no se le podría acercar. Claro que Manuel sabía que no sería fácil, aún más teniendo fiebre, que da sueño, por eso llamó a su hermano para que le hiciese compañía.
–¡¡Ángeeeeeel!!
Ángel era su mellizo. Tenían cierto parecido como todos los hermanos, pero no eran idénticos porque habían crecido en dos placentas distintas. Además no habían nacido el mismo día. Manuel nació una semana más tarde. Ya sé que puede parecer raro, pero es posible. A ellos les había pasado. Un día había nacido uno y el otro una semana después, siendo mellizos. De todos modos, semana arriba o abajo tampoco se notaba tanto; era la gente la que se extrañaba, no ellos.
Ángel y Manuel eran hijos de Ramón, a quien todos llamaban el Topo porque era técnico tunelador, es decir, conducía una tuneladora, una máquina que horadaba montes y montañas, hacía enormes agujeros para construir carreteras a través de ellos. Cuando los niños eran pequeños, Ramón había tenido mucho trabajo. Había agujereado aquí, había agujereado allá, había agujereado un poco más allá. Casi toda la isla era rocosa y estaba llena de montañas, así que hubo mucho túnel que hacer para cruzarla de carreteras. Pero un día el trabajo se acabó. Toda la isla estaba perforada ya como un queso. Por aquel entonces la gente ya lo apodaba el Topo, como esos animalitos que hacen agujeros y agujeros y construyen galerías poniendo patas arriba todos los jardines y las huertas. Pero un día Ramón se quedó sin trabajo. No había ni un solo túnel más que hacer, además, como duran para siempre tampoco había expectativas de volver a trabajar. De modo que tuvo que buscar un oficio nuevo, aparcó la inmensa tuneladora en el jardín y se sentó en el salón de la casa a pensar qué sabía hacer. Pasó tres días allí sin comer, pensando, hasta que se decidió por una nueva profesión. Cuando salió de su encierro, traía una sonrisa en los labios y comunicó su decisión a toda la familia, que esperaba ansiosa. Desde aquel día se dedicó a hacer quesos con agujeros.
La verdad es que también estos agujeros se le daban muy bien. No había en el mundo queso con agujeros como los de él, así que la gente no le cambió el apodo, les venía de perlas llamarlo Ramón el Topo porque poco importaba si los agujeros eran en la tierra o en el queso; el caso es que hacía agujeros.
Ramón se especializó como nunca en el mundo un quesero había hecho. Tenía completamente estudiadas las bacterias que hacían agujeros dentro del queso, de manera que llegó a dominar el asunto con tal precisión que vendía los quesos por la medida de los agujeros interiores. Tenía quesos de dos, tres y cinco. Era el diámetro de los agujeros: dos, tres o cinco centímetros. De cuatro no los fabricaba porque a Ramón nunca le había gustado el número cuatro, que era el que tenía de pequeño en la camiseta del equipo de fútbol y nunca había metido un gol. Así que el cuatro no le gustaba y no hacía quesos del cuatro, y punto pelota. Solo del dos, del tres y del cinco. Como él sabía muy bien cómo lo llamaba la gente, puso en las etiquetas «Quesos El Topo».
Ángel asomó la nariz por la puerta entreabierta de la habitación de Manuel, con un paño de cocina tapándose la nariz y la boca, como los vaqueros de las películas.
–¿Qué quieres?
–Ven aquí, ven a hacerme compañía, anda...
–¡Qué dices! ¡Si estás todo lleno de virus, que lo dijo el veterinario!
–¿Y qué? ¡También los quesos de papá están llenos de bacterias!
–¡Sí, y ya ves cómo apestan!
–Anda, hombre..., ven un ratito.
Ángel seguía en la puerta sin meter ni un centímetro más la nariz dentro de la habitación.
–¡Que noooo, que me contagias...! No me vayas a comparar las bacterias con los virus, todo el mundo sabe que los virus son mucho más atravesados. Si entro me voy a poner malo, ¡así que ahí te quedas!
Y se marchó.
A Manuel no le dio tiempo ni de suplicarle que se quedase para que no entrara Alicia. Así que decidió resistir solo sin dormir hasta que pasasen los virus.
Aquel mediodía no durmió.
Ni por la tarde.
Ni al anochecer.
Ni por la noche.
Alicia había detectado la fiebre de Manuel y estaba deseando atravesar la pared. Era evidente que el niño se resistía. Cuando Manuel fue al baño a hacer pis, vio en la mancha de humedad del techo la cara de Alicia, allí dibujada entre el moho gris, y cuando su padre lo metió en la bañera (un privilegio reservado a los enfermos), en la espuma del gel apareció la cara de Alicia. Incluso por la mañana, después de toda la noche aguantando sin dormir cuando le trajeron el desayuno a la cama, los grumos del cacao de la leche, antes de removerla, formaron en la superficie la cara de Alicia. No era la primera vez que lo hacía, usaba ese tipo de trucos, que pueden ser o no, que uno ve una cara y otro mira lo mismo y ve un camión o no ve nada. Alicia le recordaba a Manuel que estaba allí para que soñase con ella y así poder atravesar la pared de una vez.
Una pesada.
La enfermedad del niño iba a peor, seguramente por no dormir. Se encontraba fatal y le subía tanto la fiebre que hubo que volver a llamar al veterinario, que vino por la mañana.
–Este niño tiene muy mala cara, está consumido, mire qué ojeras –le dijo al padre–. Va a haber que controlar mejor la fiebre. Si usted ve que le sube antes de seis horas entre jarabe y jarabe de perros, déle a las tres horas este otro de gatos que también le va muy bien a los niños.
Y así fue como atiborraron a Manuel con jarabes: el de perros, que sabía a fresa, y el de gatos, que sabía a comida para gatos, un líquido repugnante difícil de tragar para los humanos que en cambio les encantaba a los gatos. Que era lo normal.
Las medicinas dan sueño.
Los virus dan sueño.
No dormir da sueño.
Y no se puede estar despierto para siempre.
ZZC5
Cuando uno tiene fiebre tiene sueños raros.