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Miedo al olvido Tenía que enfrentarse a su pasado… y a su futuro Cuando se enteró de que el célebre Adam Black iba a convertirse en su jefe, Kiloran Lacey se puso furiosa, estaba demasiado acostumbrada a ser ella la que mandara. Y para empeorar aún más las cosas, Adam era el hombre más atractivo que había visto en su vida... ¡y no tardaron en acabar en la cama juntos! Adam había aprendido a no tener que depender de nadie. Era un increíble amante, pero se negaba a permitirle a Kiloran acercarse a él de verdad. Sin embargo, cuando un accidente le dejó sin memoria, tuvo que confiar en la ayuda de Kiloran para recuperarse... y para enfrentarse a su doloroso pasado. Estaban juntos de nuevo, la atracción era tan poderosa como siempre, pero ¿sería capaz ahora de amarla...? Terreno privado Ella no podía recordar… y él no podía olvidar Gareth Wolff intentaba ocultarse del mundo… hasta que Gracie Darlington se presentó ante su puerta víctima de la amnesia. El huraño millonario conocía bien a esa clase de mujeres. Sabía que ella quería algo, algo que él llevaba toda la vida intentando olvidar. Aun así, decidió no dejar que la sensual intrusa se marchara, al menos, hasta que pudiera saciar con ella su deseo. Sin embargo, cuando Gracie recuperara la memoria, podía ser demasiado tarde. Porque, además de su territorio, ella había invadido su corazón.
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Seitenzahl: 324
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
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© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 91 - junio 2025
© 2003 Sharon Kendrick
Miedo al olvido
Título original: Back in the Boss’s Bed
© 2012 Janice Maynard
Terreno privado
Título original: Into His Private Domain
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-538-4
Créditos
Miedo al olvido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Terreno privado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Si te ha gustado este libro…
Y BIEN, Vaughn? –preguntó Adam Black, con sus ojos grises brillando igual que un mar embravecido.
–Detesto tener que pedirle favores a nadie –contestó el anciano desde su silla de ruedas–. Ni siquiera a ti.
–Y yo detesto tener que hacerlos, pero haré una excepción, en tu caso. ¿Qué ocurre?
–¿Te acuerdas de mi nieta Kiloran? –preguntó Vaughn–. Dirige el negocio, pero me temo que se ha topado con problemas. Grandes problemas.
¿Kiloran?, se preguntó Adam tratando de dar marcha atrás en el tiempo, y recordando al fin a una niña de ojos verdes y dos coletas. Toda una princesita, a pesar de las coletas y los vaqueros. Los Lacey eran una familia rica, tan rica como él pobre, y el poder del dinero parecía adherirse a esa niña como una segunda piel.
–Sí, la recuerdo… vagamente. Aunque en aquella época debía de tener nueve o diez años.
–De eso hace mucho tiempo, ya no es ninguna niña. Ahora tiene veintiséis, y es toda una mujer. Kiloran es hija de mi hija –añadió Vaughn cerrando los ojos y recordando–. Seguro que te acuerdas de su madre; todo el mundo se acuerda de Eleanor.
–Sí, me acuerdo de Eleanor.
Adam permaneció inmutable. Sí, por supuesto, aquel recuerdo en particular surgía claro y definido. Adam había tratado de olvidarlo, igual que había tratado de olvidar muchas otras cosas del pasado. Pero las palabras de Vaughn eran como la llave que abre el baúl de los recuerdos. Eleanor había sido la fantasía viviente de todo adolescente, excepto de Adam. Él entonces tenía dieciocho años, largas y fuertes piernas y piel morena. El verano era tórrido, demasiado caliente como para cargar cajas durante todo el día, pero ese era su trabajo, su forma de salir del largo y oscuro túnel en que se había convertido su vida. Pero de eso hacía tanto tiempo…
En aquel entonces Eleanor debía de tener unos… ¿cuarenta años? Algo más, quizá, o algo menos. Era difícil saber la edad de una mujer, llegada cierta edad. Pero lo que sí sabía Adam era que Eleanor era lo que se llamaba una buscona.
Los trabajadores del almacén dejaban lo que estaban haciendo, conteniendo el aliento con lujuria, cuando Eleanor pasaba. Y solía pasar muy a menudo, buscando excusas para visitar la fábrica con sus pantalones cortos y sus camisetas ajustadas. La bella viuda… aunque podían haberla llamado la Viuda Negra, de no haber sido por sus cabellos dorados.
Adam había oído hablar a los empleados. Buscona, la llamaban. Mirar, pero no tocar. La protegía su posición privilegiada, era la hija del jefe. Eleanor conocía el poder de su sexo, que irradiaba de ella como el calor de una calefacción, alimentando las fantasías de aquellas tórridas noches de verano. Pero no las fantasías de Adam. Para él, ella tenía algo que le hacía dar marcha atrás. Algo en su forma de mirar, descarada, le hacía apartar la vista. Quizá le recordara demasiado a lo que había dejado en su propia casa.
Eleanor había reparado en él, por supuesto. Adam era diferente, inteligente y brillante. Más fuerte, más capaz, y mucho más guapo que cualquiera de los empleados fijos. Y además no le prestaba ninguna atención. Sin embargo a algunas mujeres les gustaban los desafíos. Eleanor había esperado hasta la última semana de trabajo de Adam en la fábrica para… quizá para no aburrirse, quizá para no arriesgarse a suscitar la ira de su padre. Vaughn siempre había sido una persona estricta y conservadora, y un chico de barrio, de mala familia, no era lo que quería para su hija.
Pero Eleanor tenía otras ideas. Una tórrida tarde de aquel verano le llevó a Adam una cerveza. Era la primera vez que él probaba el alcohol. Con tanto calor, la bebida fría resultaba demasiado tentadora como para negarse. El alcohol lo trastornó ligeramente, pero Adam mantuvo las distancias. Sus ojos parecían los de un animal acorralado, cuando Eleanor dio golpecitos sobre el heno, a su lado, indicándole que se sentara.
–Ven aquí.
–Estoy bien donde estoy –respondió Adam.
Pero a Eleanor no le gustaba que la rechazaran, y no quiso captar la indirecta. Sabía lo que quería, y lo quería a él. Aquel día llevaba una camisa estampada, muy ajustada. Cuando comenzó a desabrochársela y se la abrió, sin dejar de mirarlo con sus ojos verdes, Adam se quedó helado.
Quizá ningún hombre hubiera rechazado lo que se le ofrecía, pero Adam no era un hombre cualquiera. Sabía adónde conducía el exceso y la debilidad, ¿y no era su trabajo en la fábrica ese verano producto precisamente del desenfreno?
Adam no pronunció palabra. Recogió su camisa, le dio las gracias por la cerveza y salió al justiciero sol del verano. No vio la mirada de Eleanor, de lujuria frustrada, pero se la imaginó. Era la primera vez que le ocurría algo así, pero no sería la última.
–Sí, me acuerdo de tu hija –añadió Adam mirando a Vaughn con frialdad–. ¿Qué le ha pasado?
–Ha hecho exactamente lo que quería –rio Vaughn–: casarse con un millonario y mudarse a vivir a Australia. Decía que quería una vida mejor, y ya sabes cómo son las mujeres.
Vaughn hizo una pausa, y Adam entonces recordó a la mujer a la que había sacado a cenar en su última noche de estancia en Nueva York. Toda una belleza, pero lo que Adam no sabía acerca de las mujeres podía escribirse en un sello, y sobraba aún espacio. Adam no le había hecho el amor. Su cuerpo lo deseaba, pero no su mente, y él jamás había sido capaz de separar mente y cuerpo. Ella se había echado a llorar. Las mujeres lloraban cuando no conseguían lo que querían. Y por lo general siempre lo querían a él. Adam no era una persona arrogante, simplemente era sincero.
–Sí, ya sé cómo son las mujeres –contestó Adam–. Entonces Kiloran se quedó, ¿no?
–Sí, se marchó, pero luego volvió. Decía que echaba de menos la casa –añadió Vaughn con orgullo–. Ama este lugar tanto como yo. Pero amar una casa no es dirigir un negocio. Fui un estúpido al creer que sería capaz de hacerse cargo de la fábrica. Sí, tenía experiencia en la vida empresarial, pero el proyecto era demasiado grande para ella –sacudió la cabeza Vaughn–. Hace lo que quiere conmigo, ¡con cualquiera! Sabe manejarse. Has dicho que ahora mismo no estás trabajando, así que, en teoría, te sobra tiempo, ¿no?
Adam se quedó absorto mirando el jardín de la mansión de los Lacey, que se extendía infinitamente, más allá de la vista. Cuando era joven, siempre le había parecido que aquel era otro mundo, como una montaña inalcanzable. Pero por fin formaba parte de ese mundo. No había vuelto jamás, desde el día en que se marchó. Ni a aquella mansión, ni a la pobre casa en la que se había criado. Pero finalmente esos dos mundos se habían unido, por decreto del destino. Era extraño, reflexionó. ¿Había sido un error volver?
–Sí, cierto –convino Adam–. No empiezo en mi nuevo empleo hasta el mes que viene.
–Quiero que vuelvas a hacer de Lacey lo que era, Adam –afirmó Vaughn estirándose en la silla de ruedas–. Si hay alguien que puede hacerlo, ese eres tú. Quiero ver la fábrica funcionando y mi apellido en su lugar, antes de morir. Por el bien de Kiloran. ¿Lo harás por mí?
–¿Y qué dirá Kiloran? –preguntó Adam frunciendo el ceño–. ¿Crees que le gustará recibir órdenes de mí? A menos… –Adam observó a Vaughn con cautela– a menos que quieras despedirla, claro. Pero no estás pensando en despedirla, ¿verdad?
–¿Despedirla? –repitió Vaughn silbando–. ¡Antes despediría al mismo demonio!
–Pero si las cosas van tan mal –continuó Adam pensativo–, voy a tener que ponerme muy duro con ella, si es que quieres buenos resultados.
–Ponte lo duro que quieras –sonrió el anciano–. Quizá yo haya sido demasiado blando con ella. Demuéstrale quién manda, Adam, lo necesita… es demasiado cabezota.
Adam asimiló aquella información en silencio. No había nadie más cabezota que él. Quizá por eso Vaughn hubiera recurrido a él. No importaba si Kiloran Lacey era una réplica exacta de su madre y comenzaba a pestañear ante él, tratando de salirse con la suya. Pronto descubriría, igual que Eleanor, que él no era de los que se dejaban manejar. En adelante él diría qué había que hacer, y si a ella no le gustaba… bueno, sería una lástima.
Vaughn asintió satisfecho y tocó una campanilla. La puerta se abrió y por ella entró una mujer con dos copas de champán y una botella.
–Ah, Miriam, sírvele una copa al señor Black, ¿quieres?
Adam sonrió disimuladamente. Así que el viejo sabía que aceptaría. ¿Y por qué no?, ¿acaso no estaba en deuda con él por el inmenso favor que le había hecho cuando no era más que un joven con problemas? Adam observó a la sirvienta uniformada. Hacía años que no veía esas antiguas costumbres. Lo cierto era que había estado viviendo en Estados Unidos, donde la sociedad es completamente distinta. De pronto Adam vio un exquisito grabado de Augustus John colgado en la pared. Solo aquella pequeña obra de arte debía de costar la friolera de un par de millones. Adam se preguntó qué más antiguas glorias poseerían, y cómo Vaughn y su nieta se adaptarían a los nuevos tiempos si eran necesarios ciertos recortes económicos.
Adam tomó ambas copas y le tendió una a Vaughn, tras marcharse la sirvienta. Ambos brindaron, y el sonido del cristal chocando fue tan puro como el de la campanilla.
–¡Por el éxito!, ¡por la resurrección de Lacey! –murmuró Adam alzando la copa y preguntándose en qué lío se había metido.
–Mandaré ir a buscar a Kiloran –contestó Vaughn, sonriente.
KILORAN se restregó las palmas de las manos en las caderas. De pronto, inexplicablemente, estaba nerviosa. El pasillo que conducía a la sala de juntas parecía interminable, a pesar de haberlo recorrido cientos de veces. ¿Por qué aquellos nervios?
Su abuelo la había llamado por teléfono a la casa y le había pedido que se reuniera allí con él. De inmediato. Y lo había hecho con un tono brusco, tajante. Aquello había sonado a orden, más que a otra cosa. Era poco propio de él. ¿Acaso iba a comunicarle que no tenía sentido continuar, que debían llamar al banco y pedir un préstamo, que era el final de la empresa, con todo lo que eso significaba?
Al abrir la puerta y ver que su abuelo no estaba solo sintió que un sudor frío la embargaba. Un hombre estaba junto a él, de pie, observándola con el frío aire de un juez. El tipo de hombre por el que cualquier mujer contendría el aliento, en otras circunstancias.
–¿Me llamabas, abuelo? –preguntó Kiloran con cierta inseguridad, volviéndose hacia la silla de ruedas.
–Ah, Kiloran, este es Adam. Adam Black. ¿Te acuerdas de él?
Lentamente, Kiloran fue recordando. Adam Black, por supuesto. Cierto, ella era muy pequeña, pero algunos de los hombres que trabajaban en la fábrica eran inolvidables, y ella estaba en una edad muy impresionable. En aquel entonces leía cuentos acerca de caballeros de brillantes armaduras que salvaban a damas en apuros. Y Adam Black encajaba perfectamente en el papel. A juzgar por los comentarios de las empleadas de Lacey, no era ella la única que lo pensaba. ¿Acaso no estaban siempre buscando una excusa para ir a la zona de carga, y echar así un vistazo al torso desnudo del hombre que cargaba cajas de jabón en los camiones?, ¿no había dicho incluso su madre que era un chico muy guapo?
Kiloran recordó con impresionante facilidad. Resultaba casi molesto, recordarlo tan bien. Volvió la vista hacia él y lo observó. Los años no solo no habían hecho mella en él, sino que parecían haberlo tratado con deferencia. Su cuerpo era esbelto y atlético, y su piel ligeramente morena. Sus cabellos seguían siendo negros como el azabache, espesos y abundantes, con leves toques de gris en las sienes. Sus ojos grises la observaban atentos. No tenía un aire amistoso, pero tampoco abiertamente hostil. Llevaba un inmaculado traje gris, propio de un ejecutivo. Kiloran recordaba haberlo visto solo con unos vaqueros, el torso sudoroso. Resultaba difícil creer que fuera el mismo, con aquella figura de arrogante respetabilidad.
¿Qué hacía él allí?, se preguntó Kiloran con el corazón acelerado, latiendo a marchas forzadas bajo el vestido verde, veraniego, de seda. Enseguida olvidó el encaprichamiento infantil y comprendió. De pronto cayó en la cuenta de por qué su nombre le resultaba tan familiar. Y no era solo porque hubiera trabajado un verano en la fábrica, para su abuelo.
Adam Black, el famoso Adam Black, el hombre al que los periódicos apodaban el Tiburón, ¿en la sala de juntas de Lacey? Tenía fama de frío y calculador. Kiloran había leído cosas acerca de él como cualquier otra persona dedicada a los negocios: artículos en los periódicos, entrevistas. Había visto su foto en las revistas, en las páginas de sociedad. Las cámaras lo adoraban tanto como las mujeres. Tenía reputación de mujeriego.
–¿Recuerdas a mi nieta?, ¿Kiloran Lacey? –preguntó Vaughn.
–Fue hace mucho tiempo –murmuró Adam asintiendo, cortés.
Mucho, mucho tiempo. Ciertamente, la imagen que guardaba en su memoria de aquella niña con coletas no se parecía en nada a la mujer sentada frente a él, de ojos verdes. Sus largas y bien formadas piernas se dibujaban bajo la tela de seda pero, por magníficas que fueran, no eclipsaban el volumen de sus pechos, perfectamente destacados.
Recordaba que era rubia, con coletas, pero no que su cabello tuviera un tono dorado tan puro como el oro. Lo llevaba recogido en un moño. Eran los cabellos de su madre, pensó. Y los ojos de su madre o, al menos, del mismo color. Porque los ojos que le devolvían la mirada eran fríos e inteligentes, no voraces ni lascivos, como los de Eleanor. Pero cada mujer se ponía una máscara, ¿no era cierto? ¿Y quién podía saber qué tipo de persona era Kiloran Lacey?
Desde luego por fuera era perfecta. Su piel era pálida como la nieve, contrastando vívidamente con el verde profundo de los ojos. Tenía ese tipo de belleza natural que, en otra época, cualquier pintor habría querido retratar. Sus labios eran sensuales, seductores, y parecían esbozar una leve expresión de desagrado al mirarlo, como si creyera que él no tenía derecho a estar allí. Pero esa expresión de desagrado lo excitaba increíblemente. O quizá fuera su seriedad. Adam estaba acostumbrado a que las mujeres respondieran de inmediato a sus encantos y, por primera vez en la vida, eso no ocurría.
–Me alegro de verte –dijo él, escueto.
–¿Quiere alguien decirme qué está ocurriendo aquí? –preguntó Kiloran sonriendo educadamente–. No comprendo qué hace usted aquí, señor Black.
–Llámame Adam –sonrió él–. Por favor.
Algo en su forma comportarse, de un modo excesivamente confiado y arrogante, la puso de mal humor. ¿Cómo se atrevía a mantener ese aire dominante, como si tuviera todo el derecho del mundo a dar órdenes en Lacey? Kiloran respiró hondo tratando de controlarse.
–Adam, qué sorpresa.
–Le he pedido a Adam que calcule la suma total del desfalco –intervino Vaughn.
El desfalco, esa era la cuestión. La palabra sonaba fatal, pero lo peor de todo era que era acertada. Era un hecho. Kiloran había caído en la trampa de un sutil contable, muy convincente a la hora de contar mentiras.
–¡Pero si yo misma he estado calculándola! –objetó Kiloran–, lo sabes muy bien.
–Pero tú estás demasiado implicada –repuso Adam–. Me temo que las cosas no son tan sencillas.
–¿Estás tratando de sugerir que he robado dinero de mi propia empresa? –preguntó ella, atónita.
–¡Por supuesto que no! –respondió Adam sacudiendo la cabeza–. Tú no eres culpable del desfalco pero, a diferencia de mí, no tienes una visión imparcial del asunto.
–Creo que me subestimas.
–Bueno, os dejo a los dos en paz –se apresuró a intervenir Vaughn manipulando el mecanismo de su silla de ruedas para dirigirse a la puerta.
Kiloran apenas se dio cuenta de que su abuelo se marchaba. Respiraba entrecortadamente, mientras su pecho subía y bajaba, agitado. Adam deseó poder ordenarle que se pusiera una chaqueta pero ¿qué razón podía darle?, ¿que la visión de sus pechos lo distraía?, ¿que su cabello era demasiado luminoso y brillante, y sus labios positivamente provocativos?, ¿que su piel era tan blanca que era un crimen cubrirla con otra cosa que no fueran los labios de un hombre? Adam sonrió irónico. La gente que lo conocía habría dudado del significado exacto de las palabras que, acto seguido, pronunció:
–Tu abuelo me ha pedido que revise vuestra situación, y he estado echándole un vistazo preliminar.
–¿Y?
–Sospecho que es peor aún de lo que él cree –contestó Adam con voz de acero y ojos impenetrables. Adam hizo una pausa para que ella tuviera tiempo de asimilar la noticia y continuó–: Me temo que vamos a tener que hacer unos cuantos cambios porque, a no ser que ocurra un milagro, vuestra empresa se hunde, Kiloran.
NO EXAGERAS un poco?
Adam observó la mirada fría y casi altiva que ella le dirigía, y por un momento estuvo tentado de borrar aquella expresión orgullosa de su rostro, pero finalmente sacó un montón de papeles de la cartera y dijo:
–Siéntate. Así que crees que exagero, ¿no? –continuó Adam tomando asiento a su lado–. Dime, ¿has leído estos papeles?
–¡Por supuesto que los he leído!
–Entonces no te puede caber absolutamente ninguna duda.
–¿Crees que soy estúpida?
–Acepta un consejo, cariño: no hagas nunca preguntas tan directas como esa. Me estás dando la oportunidad de contestar que sí.
–¡Pues dilo! –exclamó Kiloran–, no me da ningún miedo.
Adam suspiró, ocultando apenas su impaciencia. Kiloran estaba bellísima cuando inclinaba la cabeza de aquel modo; sus ojos hechiceros brillaban como el fuego. Pero ese era el tipo de cosas que ocurrían cuando se trabajaba en una empresa familiar, que la gente se comportaba como si fuera el dueño del lugar. En realidad, así era. De haber sido Kiloran Lacey una empleada cualquiera, Adam le habría dicho que se callara, que le estaba haciendo perder el tiempo.
–De ser culpable de algo, eres culpable de dirigir mal la empresa –dijo Adam–. Para ser estúpido es necesario además desoír un buen consejo, y supongo que tú no lo has hecho. ¿O sí? –preguntó Adam alzando una ceja, arrogante–. ¿Te advirtió alguien que tu contable estaba desviando fondos hacia una cuenta suiza, Kiloran?
–¡Claro que no!
–¿Y no te diste cuenta?
–No, evidentemente –reconoció sintiéndose como una estúpida.
–Bien –convino Adam pensativo, observándola sin prisas–, entonces, ¿qué pasó?, ¿no miraste siquiera las cuentas?
Adam la hacía parecer una estúpida, pero Kiloran sabía que no lo era. Sabía que había fallado, pero no estaba dispuesta a ver cómo aquel pretencioso hombre la juzgaba sin conocerla siquiera.
–Rebosa usted preguntas, señor Black…
–Creía que ibas a llamarme Adam –repuso él notando lo experta que era dando evasivas, y preguntándose si tendría algo que ocultar.
–Si insistes…
–Sí, insisto –respondió Adam.
La impenetrable expresión de Adam se relajó momentáneamente, adoptando entonces cierto aire burlón. Kiloran tragó, nerviosa. Era una sensación curiosa. Por lo general ningún hombre la hacía sentirse así. Ni siquiera un hombre tan extraordinariamente guapo como él, aunque Kiloran jamás había conocido a ningún hombre como Adam Black. Un aura de poder y éxito irradiaba de él, pero no se iba a dejar acobardar.
–Quizá sea el momento de que tú contestes también a unas cuantas preguntas –sugirió Kiloran.
Adam alzó las cejas escéptico. De modo que ella reivindicaba su categoría de directiva. ¿Acaso no se daba cuenta de la gravedad de la situación?, ¿no comprendía la cantidad de puestos de trabajo que estaban amenazados?, ¿o solo pensaba en sí misma? Adam decidió tomarle el pelo. Quizá, si le daba cuerda, se colgara ella solita.
–¿Y qué es exactamente lo que quieres saber, Kiloran?
–¿Por qué te ha llamado mi abuelo?
–Creía que era evidente; quiere que te ayude a salir del apuro que tú…
–¿Que yo misma he creado?
–Que has colaborado a crear –se corrigió Adam.
–Por favor, no trates de dirigirme…
–¿Dirigirte? –repitió Adam perdiendo la paciencia–. Escucha, el día en que te dé una orden, te aseguro que lo notarás –advirtió, inclinándose hacia delante y arrepintiéndose de inmediato al oler la fragancia a flores que emanaba de ella. Adam se echó atrás y añadió–: ¡Sabes perfectamente por qué me ha llamado!
–Ah, sí, por tu reputación. Pero eso no explica que hayas condescendido a venir a Lacey, a hacerte cargo de algo de tan escasa importancia.
–Cierto –convino Adam con ojos brillantes–, yo tampoco acabo de comprenderlo, pero si te parece que Lacey tiene tan poca importancia…
–¡No era eso lo que quería decir, y tú lo sabes! ¡Retuerces todo lo que digo! –exclamó Kiloran–. Me refería a que sueles enfrentarte a problemas mucho más graves.
–Quizá me apetezca cambiar –comentó Adam admirando el maravilloso jardín por la ventana y reparando en el crujido de la seda, al cruzar las piernas Kiloran–. Un cambio de escena, un poco de aire campestre.
–¿Y cuánto te va a pagar mi abuelo? –preguntó Kiloran notando cómo admiraba el paisaje y sintiendo que él invadía su terreno, en más de un sentido.
–Eso no es asunto tuyo –respondió Adam adivinando sus sentimientos. Kiloran seguía considerándolo un pobre chico de barrio, indigno de sentarse a la misma mesa que ella. Sin embargo hizo caso omiso del insulto implícito, respondiendo con voz de seda–. Es un asunto entre tu abuelo y yo.
–Pues yo creo que sí es asunto mío.
–Lo siento –sacudió la cabeza Adam, negándose a confesarle que no iba a cobrar nada. Prefería que ella pensara lo que quisiera–. Ya te he dicho que es un asunto privado entre tu abuelo y yo. Y mientras yo esté al mando, seguirá siéndolo.
–¿Al mando?, ¿quieres decir que… que voy a tener que responder ante ti?
–Me temo que sí –se encogió de hombros mientras Kiloran abría los ojos inmensamente, atónita. Adam sintió lástima–. Es lo que suele ocurrir, en situaciones como esta.
El poco control que le quedaba a Kiloran pareció evaporarse. Se sentía terriblemente herida, hundida. ¿Por qué no había hablado su abuelo con ella antes de contratar a aquel individuo?, ¿por qué no le había advertido de nada, ni se había molestado en averiguar si la ofendería? Kiloran esbozó una expresión de estudiada calma. Tenía que demostrarle a Adam que cometer un error con respecto a un contable no significaba que no fuera una profesional.
–Bien, ¿y por dónde empezamos?
–¿Por qué no empiezas por contarme primero algo sobre ti? –contestó Adam, inesperadamente.
–¿Como qué? –inquirió Kiloran, pensando que la pregunta sonaba excesivamente personal.
Adam hubiera querido saber cómo era su cabello dorado cuando se lo dejaba suelto, cayendo sobre los generosos pechos. Hubiera querido saber si ella gritaba al llegar al orgasmo. Hubiera querido…
–¿Pues qué va a ser?, tu currículum laboral, por supuesto.
–Fui a la Universidad, tuve un primer empleo durante tres años, y luego trabajé para Edwards, Inc. hasta que el abuelo cayó enfermo. El resto ya lo sabes. La rutina habitual.
Adam permaneció en silencio. Quizá aquella fuera la rutina habitual para los privilegiados como Kiloran Lacey, pero no tenía nada que ver con la dura escalada que había tenido que hacer él.
–Comprendo. Bien, es evidente que tienes cierta experiencia…
–¿Te sorprende?
–Tendremos que calcular con exactitud la suma del desfalco, claro –continuó Adam sin hacer caso–. Después habrá que desarrollar alguna estrategia para resolverlo. ¿No te parece, Kiloran?
A Kiloran le costaba mantener la calma bajo el escrutinio de aquellos ojos grises. Y no ayudaba mucho el hecho de que él la hiciera sentirse como una incompetente, o que fuera tan irresistiblemente atractivo. Adam la hacía sentirse excesivamente consciente de sí misma en un sentido que era totalmente nuevo para ella. ¿Desde cuándo se le hinchaban los pechos solo por el hecho de que un hombre se hubiera fijado accidentalmente en ellos?, ¿y por qué de pronto se avergonzaba de no llevar nada bajo del vestido, excepto un ridículo tanga? El pulso le latía acelerado, le martilleaba en las sienes.
–¿Qué… qué es lo que quieres saber?
–Podrías ir contándome unos cuantos hechos.
–¿Como cuáles? –continuó preguntando Kiloran.
–Cuéntamelo todo acerca de Eddie Peterhouse, el contable: cuánto tiempo llevaba trabajando para Lacey, ese tipo de cosas.
–Trabajó para la empresa durante cinco años…
–Y tú comenzaste… ¿cuándo?
–Hace dos años.
–Más o menos cuando él comenzó a robar –concluyó Adam.
–¿Qué estás sugiriendo? –preguntó Kiloran ofendida.
Adam no respondió, o al menos no lo hizo de inmediato. Prefería que ella sacara sus propias conclusiones. En lugar de ello preguntó:
–¿Cómo era él?
–¿Y qué tiene eso que ver? –preguntó a su vez Kiloran, sacudiendo la cabeza.
Aquel movimiento sacudió la tela del vestido de Kiloran, presionando sus pezones contra ella. Las eróticas ideas que surgieron entonces en la mente de Adam le hicieron muy difícil concentrarse. Pero que muy difícil, recapacitó sintiendo que su cuerpo reaccionaba ante tanto atractivo. No le gustaba nada lo que le estaba ocurriendo. No le gustaba ni lo más mínimo.
–La policía necesitará una descripción…
–Pero tú no eres la policía –objetó Kiloran.
–¿Vas a responder a mi pregunta o no, Kiloran? Te he preguntado cómo era Eddie Peterhouse.
–Alto –respondió ella escueta, tras respirar hondo.
–¿Podrías concretar un poco más?, ¿cómo de alto?
–No tanto como tú –respondió Kiloran sin pensar, horrorizada.
–Pocos hombres son tan altos como yo –sonrió Adam cínicamente–. Te lo repito, ¿podrías ser más específica?
–Debía de medir algo más de metro ochenta, supongo. Pelo rubio, ojos azules…
–Continúa –la alentó Adam, expectante–. ¿Estaba en buena forma?
–Lo normal –contestó Kiloran encogiéndose de hombros, como si jamás se hubiera fijado, lo cual era cierto–. Bebía demasiada cerveza, pero muchos hombres beben demasiada cerveza.
–¿Lo encontrabas atractivo, Kiloran?
–¿Qué has dicho? –preguntó ella atónita.
–Ya me has oído. ¿Te lo parecía?
–¡No, por supuesto que no! ¿Por qué tienes que hacerme una pregunta tan extraña y tan insultante?
–Ni se puede dar nada por supuesto –afirmó Adam–, ni la pregunta es extraña o insultante. La naturaleza humana es siempre la misma, es predecible. Es el escenario clásico, me temo. Un hombre halaga a una mujer hasta hacerle pensar que está enamorado de ella, y de pronto ella es una muñeca en sus manos. ¿Fue eso lo que ocurrió, Kiloran?, ¿te sedujo?, ¿te halagó con sus bonitas palabras y sus piropos?, ¿te llevó a su cama, quizá?, ¿te sentiste dispuesta a dejarlo todo en sus manos, sin molestarte en controlar las cuentas? Porque eso es lo que ocurre a veces, cuando una mujer cae bajo el poder de un amante.
La cruda forma de hablar de Adam tenía consecuencias desastrosas para Kiloran. Sentía que las palmas de las manos le sudaban, al oírlo mencionar cosas como la cama. ¿Por qué le latía el corazón a tanta velocidad?, ¿acaso porque se lo imaginaba a él, en la cama? Entonces se puso en pie, mirándolo deliberadamente por encima del hombro, y contestó:
–¡No tengo por qué seguir escuchando una sola palabra más!
–¡Siéntate!
–¡No, no pienso hacerlo! –exclamó ella permaneciendo de pie para poder seguir mirándolo desde arriba, con cierta superioridad–. ¿Sabe mi abuelo a qué tipo de interrogatorio me estás sometiendo?, ¿crees que le parecería correcto?
–Adelante, ve y pregúntaselo –respondió Adam encogiéndose de hombros.
–No creo que le gustara, señor Black. Te echaría de aquí en menos que…
–No lo creo –la interrumpió Adam–. Me ha dado plena libertad, y estoy decidido a usarla. Necesito saber si has dejado que tus emociones te nublen la mente, Kiloran. Eso es todo.
Kiloran estuvo a punto de gritarle que ella jamás dejaba que nada nublara su mente, pero antes de hacerlo se dio cuenta de que habría sido una contradicción. Ella jamás gritaba. Jamás reaccionaba. Era una persona serena y fría… pero entonces, ¿qué le estaba ocurriendo? Justamente todo lo contrario. Desde el momento en que había visto a Adam no había hecho otra cosa que reaccionar. Ante él. Y había llegado el momento de impedir que siguiera sucediendo. Kiloran se sentó, respiró hondo y trató de calmarse.
–Para tu información, no. No lo encontraba atractivo.
–¿Encantador, quizá?
–No es que careciera de encanto, desde luego –admitió Kiloran, cauta.
–¿Bien parecido?
–No especialmente.
–Entonces, ¿cuál dirías que era su característica más importante?
–Parecía saber lo que hacía. Tenía confianza en sí mismo.
–Como todos los estafadores, por eso la gente se cree sus mentiras –afirmó Adam.
–¿Clasificas siempre a todo el mundo?
–Siendo la naturaleza humana como es, casi siempre funciona.
La forma de pensar de Adam era fría, calculadora. Parecía un ordenador en lugar de una persona. Kiloran se preguntó cómo la habría catalogado a ella, pero decidió no darle vueltas. Sonrió con calma y preguntó:
–¿Y no crees que preguntarse cómo ocurrió es una pérdida de tiempo? Lo hecho, hecho está. ¿No sería mejor dedicar nuestro esfuerzo a solucionarlo?
Al fin, pensó Adam. Por fin encontraba un poco de sentido común en una mujer, en lugar de su habitual lógica enmarañada e incomprensible.
–Sí –afirmó Adam, con ojos brillantes–. ¿Te sientes capaz, Kiloran? El trabajo será duro.
–Jamás me ha asustado el trabajo.
Adam la observó y lo dudó. Parecía la típica mujer que no se preocupaba de otra cosa que su crema hidratante o sus vestidos. Sin embargo respondió:
–Me alegro de oírlo. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos. Estaré aquí el lunes a primera hora de la mañana –terminó Adam, recogiendo sus papeles y dando por terminada la conversación.
Kiloran lo miró confusa. Adam le había dado órdenes, la había interrogado y la había crucificado, pero ella seguía sin saber nada de él. ¡E iba a ser su jefe! ¿Quién era Adam Black?
–Tú eres de por aquí, ¿verdad? –preguntó Kiloran.
–Sí –respondió él mientras recogía. Adam se preguntó qué sabría Kiloran de él, y cuánto le habría contado su abuelo. Y se preguntó qué podía importarle lo que opinara una niña mimada–. Sí, soy de por aquí.
–¿Sigues teniendo familia aquí?
–No, ya no –continuó Adam burlón, disfrutando al ver a Kiloran sentirse poderosa, y sabiendo que llevaba las de perder–. Me temo que tengo que marcharme. Nos vemos el lunes por la mañana. Adiós, Kiloran.
KILORAN guio a Adam a la salida y observó su potente coche derrapar en la gravilla, en el camino de la propiedad que conducía hacia la carretera. Luego, fue en busca de su abuelo. Lo encontró en la biblioteca.
–Kiloran –sonrió él.
–Abuelo, ¿cómo has podido…?
–¿Cómo he podido qué, cariño?
–¡Pedirle ayuda a ese… arrogante megalómano!
–Puede que sea arrogante, pero no es un megalómano. Los hombres como Adam Black no necesitan fantasear con la grandeza, su éxito habla por sí mismo. Tenemos mucha suerte de contar con él.
¿Suerte?, se preguntó Kiloran. Adam Black le producía deseos de arrojar algo, de aplastar algo. Su mirada de censura la hacía sentirse como una incompetente. Aunque quizá el problema era que ella no se sentía capaz de enfrentarse a la verdad. ¿No se trataba simplemente de que no podía soportar oírla de su boca?
–Bueno, y si es tan maravilloso… ¿qué hace aquí? –preguntó Kiloran–. ¡Seguro que hay miles de sitios mejores donde demostrar la superioridad de sus conocimientos!
–Adam me está haciendo un favor –declaró Vaughn.
–¿Por qué?
–Es lo habitual, en los negocios. Así funcionan las cosas –afirmó el abuelo. Algo en su forma de responder la hizo retroceder. Por primera vez en la vida, Kiloran se sentía excluida, como si estuviera entrometiéndose en un mundo de hombres–. Tranquilízate, Kiloran. No podríamos estar en mejores manos.
Aquella última frase resultaba irónica. No era solo una burla, sino que además la excitaba. Kiloran no podía dejar de imaginarse en las manos de Adam, literalmente hablando. Y ese era el problema. Adam no era de ese tipo de hombres a los que se podía mirar con indiferencia. Dominaba el ambiente de tal forma, que cuando se marchaba dejaba un vacío. ¿Cómo cooperaría con él, cuando no podía pensar en otra cosa que en lo atractivo que era?
¿Era esa una de las razones de su éxito? Kiloran recordó su expresión impenetrable al preguntarle si su familia seguía viviendo en los alrededores. ¿Qué sabía realmente de Adam Black, aparte de que era un ejecutivo de éxito? Nada, absolutamente nada. Y su abuelo tampoco parecía dispuesto a hacerle confidencias.
La fiesta a la que tenía pensado asistir aquella noche de pronto pareció perder atractivo, pero estaba demasiado alterada como para dormir. Era como si algo en ella hubiera despertado, algo que no sabía siquiera nombrar o reconocer, y que desaparecía al abrir los ojos. Kiloran dio vueltas y más vueltas en la cama, despertando y descubriendo que aún no había amanecido. Para cuando bajó a desayunar, tenía un fuerte dolor de cabeza.
Sabía que la empresa iba mal, pero la actitud crítica de Adam hacía que pareciera aún peor. Quizá su abuelo no hubiera debido dejarle jamás dirigirla. Consumida por las dudas, observó el colorido jardín. ¿Qué podía compararse con aquellas vistas? Londres no, desde luego. Kiloran había vuelto al campo precisamente por todo lo que esas vistas representaban: una vida tranquila y serena, mucho más serena que en la ciudad. En aquella mansión los verdaderos valores parecían mejor enraizados, y siempre había tiempo para las cosas que sabía disfrutar. Placeres sencillos, lejos del mundanal ruido: cabalgar, jugar al tenis, reunirse con personas de gustos y pasiones parecidas…
Quizá la palabra «pasión» estuviera mal elegida. La pasión implicaba arrebato, una emoción incontrolable, y Kiloran jamás habría podido ser acusada de albergar una emoción así. La suya había sido una infancia insegura, a causa de la caprichosa actitud de su madre, que buscaba la felicidad en brazos de un hombre detrás de otro, hasta dar por fin con un millonario y volver a casarse. Kiloran, en cambio, no pedía otra cosa que paz y equilibrio espiritual, prometiéndose a sí misma no buscar nunca la felicidad en otro, como su madre. La encontraría por sí misma.
Pero la vida que siempre le había inspirado confianza y seguridad parecía de pronto amenazada, provocándole otras sensaciones, excepto la de paz. Y no solo porque la empresa estuviera en peligro, no. Adam Black había hecho una aparición súbita en su vida e, igual que un huracán, dejaba secuelas. Estaba derrumbada. Y desorientada.
Adam permaneció bajo la cascada de agua de la ducha, en su apartamento de Londres, enjabonándose las piernas. Había tratado de borrar de su mente la imagen de Kiloran Lacey, repitiéndose a sí mismo que una atracción física no deseada no podía ser una buena base para la colaboración en el trabajo. ¿Pero qué otra alternativa tenía? No esperaba tener que enfrentarse a aquella actitud fría e indiferente por parte de Kiloran. Y esa actitud lo había sorprendido.
Hacía mucho tiempo que no le ocurría algo así. De hecho, jamás le había ocurrido algo así. Y menos aún con alguien con quien trabajaba. Ella estaba fuera de su alcance, se repitió una vez más.
Adam siguió enjabonándose, pero las caricias del agua no sirvieron sino para despertar aún más ciertas emociones que prefería olvidar, así que salió de la ducha y se secó. Se puso unos vaqueros y una camisa y revisó los mensajes del contestador. Había ocho, nada menos. ¿Cómo podía haberle dado su número de teléfono a tanta gente? Llevaba solo un mes en Inglaterra, y sin embargo parecía el invitado obligado de todas las fiestas. Lo cierto era que los solteros eran más escasos que las vírgenes, pensó.
Ninguna de aquellas invitaciones lo tentó. No sentía deseos de dejarse domar por ninguna de aquellas bellas mujeres, que resultaban tan espléndidas como accesorio para un hombre. Ese tipo de mujeres siempre lo observaba con curiosidad, admirando su elevado estilo de vida y preguntándose cómo era posible que siguiera soltero, para inmediatamente ponerse manos a la obra y remediar su situación. Ni tenía ganas de rechazar cortésmente las atenciones de ninguna anfitriona, casada e insatisfecha, en busca de una aventura. Atrás quedó la época en la que reunirse con gente parecía la solución a todos sus problemas. Quizá se debiera a que entonces luchaba por una meta pero ¿qué hacer, cuando ya la había alcanzado?
Un nuevo desafío, se dijo. Como Lacey. Una pequeña empresa, chapada a la antigua, un pequeño navío vagando por el mar de tiburones del mundo de los grandes negocios. Adam sonrió burlón ante la imagen, a pesar de que inmediatamente apareció Kiloran Lacey atada al mástil, mientras las olas mojaban su ropa, pegándosela al cuerpo. Adam gruñó, al verse embargado por el deseo. Y contestó al teléfono de inmediato, tratando de huir, en lugar de dejar que el contestador recogiera el mensaje.
–Adam, soy Carolyn.
–Carolyn –murmuró Adam tratando de recordar su rostro–. Me alegro de oír tu voz.