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La propuesta del rey Sharon Kendrick ¿Qué es un rey sin heredero? Emerald Baker trabajaba en el guardarropa de un club cuando pasó una noche de pasión con un príncipe. Kostandin había accedido al trono y, cuando Emerald le dijo que había sido padre, su respuesta fue proponerle matrimonio. Y, por el bien de su hijo, ella consideró su proposición. Kostandin no iba a abandonar a su único heredero, pero, a pesar de la química incontrolable que seguía ardiendo entre Emerald y él, ella le dejó claro que el deseo no bastaba para unir a una familia. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ofrecérselo todo? Un acuerdo sin complicaciones Natalie Anderson Ha tenido un hijo mío y no lo he sabido hasta ahora… La camarera Talia Parrish ha estado demasiado ocupada sirviendo a ricos y famosos como para pensar en el amor… De hecho, ni siquiera ha besado nunca a un hombre, hasta que conoce a Dain Anzelotti. El breve encuentro deja a Talia con deliciosos recuerdos… y un precioso hijo. Dain dirige su imperio multimillonario desde Australia. Cuando descubre que tiene un hijo de Talia, le propone un contrato de crianza conjunta. Dain supone que cumplir con ese acuerdo debería ser fácil, sobre todo porque le ha resultado muy natural conectar con su hijo. Sin embargo, cuando la tórrida química que hay entre ellos no se apaga, Dain se arriesga a que el deseo que siente por Talia se convierta en algo mucho más complicado… Compromiso oficial Tara Pammi El anillo era para lucir. El deseo era real… Cuando la dejaron plantada en el altar, lo último que esperaba Monica D'Souza era que su jefe, Andrea Valentini, acudiera en su ayuda. Cuando la reputación de Andrea se vio en entredicho por un video publicado en redes, Monica se convirtió en la única persona que podía salvar su reputación ¡aceptando un falso compromiso! Andrea había pasado años lidiando en el mundo de los negocios; sin embargo, le parecía arriesgado poner a Monica en el centro de los focos. No obstante, descubrir que ella lo deseaba resultó ser embriagador. Rendirse ante su ardiente pasión no podía hacerles daño, pero solo si él ignoraba el deseo de su corazón… Atrapado en sus mentiras Julia James Damos quería ser quien se llevase el gato al agua… ¿pero a qué precio? La tímida arqueóloga Kassia Andrakis, que llevaba una vida tranquila, no podía acabar de creerse que el multimillonario Damos Kallinikos se sintiera atraído por ella. Adentrarse en su mundo era una experiencia embriagadora para ella, y el deseo que veía en sus ojos le daba una confianza en sí misma que nunca antes había tenido. Damos había tenido un claro objetivo en mente cuando había decidido seducir a Kassia: arrebatar un codiciado negocio a su padre, un hombre despiadado y su rival. Sin embargo, la atracción que en un principio había fingido por Kassia se convirtió en algo peligrosamente real, y tenía que decidir qué era más importante para él, si apuntarse un tanto haciéndose con aquel negocio detrás del que llevaba tanto tiempo, o entregarse a la pasión…
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Seitenzahl: 739
Veröffentlichungsjahr: 2025
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E-pack Bianca, n.º 416 - junio 2025
I.S.B.N.: 979-13-7000-575-7
Índice
Créditos
La propuesta del rey
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Un acuerdo sin complicaciones
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Si te ha gustado este libro…
Compromiso oficial
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Atrapado en sus mentiras
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Londres
La luz temprana de la mañana bañaba su cuerpo en oro pálido. Un muslo fuerte abrazaba su cadera con descuido, anclándola al lugar en el que deseaba estar. Con él. A su lado. Y, como había ocurrido varias veces a lo largo de la noche, debajo de él.
Aún llevaba él en el cuerpo el calor que desprendía el placer y Esmeralda lo recorrió con la mirada, maravillada de que un hombre pudiera ser tan fuerte y tan hermoso.
–No estoy dormido.
Su voz de marcado acento resonó en la alcoba, y ella no supo cómo responder, porque nunca había hecho algo así. Aprender la mecánica del sexo era lo fácil. Lo difícil era la parte emocional.
–Ha sido fantástico –suspiró. ¿Estaría bien constatar un hecho irrefutable como aquel?
–Sí que lo ha sido.
–¿De verdad? –quiso que le confirmara, deslizando la mano por su brazo.
–De verdad –respondió, al tiempo que quitaba la pierna de su cadera–, pero deberías habérmelo dicho.
Por un momento pensó en hacer como que no sabía de qué le estaba hablando, pero un viento frío había soplado con sus palabras, y el instinto le sugirió que un hombre como aquel no querría andarse con juegos.
Un hombre como él. ¿Qué sabía ella de hombres así? Prácticamente nada, aparte de lo evidente. Un príncipe. Un millonario perseguido por todas las mujeres del mundo, pero que la había elegido a ella, lo cual era difícil de asumir. Pero a ella no podía importarle menos su estatus cuando él le entregó su exquisito abrigo de cachemir y ella le hizo entrega del resguardo del club de caballeros en el que hacía algunas horas extra. Habían sido sus ojos como zafiros los que le habían hecho perder la cabeza. No lo había dejado entrever, por supuesto. No era tan tonta.
–¿Que era virgen?
–No me iba a referir a la sorpresa que me llevé cuando rechazaron tu tarjeta de crédito, ¿no?
¿Pretendería con esa frase marcar la diferencia entre ambos? ¡Como si fuera necesario! Pero daba igual. Él ya se había ocupado de decirle que aquello no iba a ser el inicio de una relación, a lo que ella le había contestado que no lo esperaba. Incluso había conseguido convencerse de que era cierto.
Pero la magia no ocurría con frecuencia y, cuando se presentaba, había que atraparla al vuelo. Eso era lo que había hecho. Había pasado la noche más maravillosa de su vida, y a continuación iba a tomar la decisión más adulta también de toda su vida: fingiría que no quería volver a verlo.
Northumberland, seis años después
Contemplar su cara le estaba poniendo el corazón patas arriba. En su imaginación, un torbellino de imágenes no deseadas se había desatado al ver sus aristocráticas facciones: piel dorada, cabello negro, ojos como astillas de cristal azul, cortesía de los poderosos griegos que habían invadido su país hacía mil años, aunque su boca de labios sensuales tenía más que agradecer a los italianos que habían llegado después.
Tenía la sensación de haber recibido un golpe en el plexo solar, así que decidió dejar de mirar la pantalla del ordenador justo cuando su hermana entró como una exhalación en la pequeña cocina de la casa que compartían.
–¿Has visto las noticias? –preguntó Ruby.
Emerald suspiró. Tenía delante una taza de té que se había quedado frío, al lado de una tostada sin tocar. Eso tendría que bastar a modo de explicación para una persona como ella a la que le encantaba desayunar.
–Claro que las he visto –respondió con serenidad–. Está por todas partes. Debería apagar el ordenador, pero es que me resulta imposible.
–Eso lo entiendo, pero no es lo que te quería preguntar. Qué vas a hacer al respecto es la pregunta.
Emerald tragó saliva contemplando por enésima vez la imagen de Kostandin y preguntándose si alguna vez llegaría a ser inmune a aquellas increíbles facciones.
–Emerald, ¿me has oído? ¿Qué vas a hacer?
¿Por qué tenía que hacer algo? ¿Es que no bastaba con esconder la cabeza bajo la arena y fingir que nada había ocurrido? Al fin y al cabo, cuando se despidieron, aquella gélida mañana inglesa, Kostandin le dejó bien claro que no tenía intención de volver a verla. No es que hubiera sido desagradable, pero sí meridianamente claro.
–No pierdas ni un segundo de tu tiempo pensando en mí, Emerald. No soy de los que tienen relaciones serias. ¿Lo entiendes?
Por supuesto que lo entendía. Él era un príncipe, y ella, una mera encargada del guardarropa. No se trataba de una pareja equilibrada, precisamente. Y su aventura de una noche iba a ser solo eso. Debería agradecerle la sinceridad. Pero, al parecer, ella era un tanto timorata porque, pocos días después de su apasionada noche, el hermano mayor de Kostandin falleció en un accidente de caza, con lo que el príncipe Kostandin pasó a ser su majestad Kostandin de Sofnantis y contrajo matrimonio, casi al mismo tiempo de ser coronado, con la prometida de su hermano fallecido. Desde entonces, vivían felices y comían perdices.
O al menos eso pensaban ella y el resto del mundo, a juzgar por las fotos para las que posaban acaramelados y que periódicamente inundaban las redes.
Pero no. Las últimas noticias hablaban de otra cosa. El rey y la reina de Sofnantis habían decidido divorciarse de mutuo acuerdo. Pedían a la prensa que respetase su intimidad y no había habido más declaraciones. Esa noticia no tendría mayor alcance para Emerald de no ser porque Kostandin estaba de visita oficial en Londres, lo que lo situaba tentadoramente cerca y no encerrado en su lejano palacio. ¿Acaso no era una oportunidad que le ofrecía el destino para hacer lo que había querido hacer hacía ya tanto tiempo? Lo que su conciencia la empujaba a hacer, aunque le aterrase.
–Si quieres que te dé mi opinión –irrumpió la voz de Ruby–, estoy segura de que ni siquiera querrá verte.
–Seguro, pero eso no es lo importante. La cuestión es que es padre de un niño que no sabe que existe, y tiene derecho a saberlo.
–¿Y tú? ¿A qué tienes derecho tú? ¿Es que tus necesidades no cuentan? Él es rey, uno de los hombres más poderosos del mundo. Y ha demostrado lo insensible que puede llegar a ser comprándose una mujer un par de semanas después de haberse acostado contigo. Si ahora te presentas con un hijo que es su heredero, ¿no crees que podría…? Igual decide quitarte a Alek.
–Las cosas ya no funcionan así –argumentó Emerald, aunque el miedo estaba presente en sus palabras–. A las mujeres ya no nos quitan los hijos los hombres, por poderosos que sean.
–Ah, ¿no? Yo diría que te olvidas de una cosa, Emmy. Es un hombre muy rico, sí, pero hay algo de lo que carece. Lo único que el dinero no puede comprar, y que es importantísimo para un rey: un heredero varón. En cuanto vea a Alek, que es el crío más listo y más guapo del mundo, llegará a la conclusión de que quiere tenerlo y hará lo que sea con tal de lograrlo.
–Te estás adelantando a los acontecimientos –respondió, molesta–. No pienso llevar a Alek conmigo. Quiero ir a verlo y encontrar el mejor modo de decírselo. Y si me parece uno de esos dictadores controladores, daré media vuelta sin decirle ni mu.
–No te habrías acostado con él si fuera un tío inestable.
¿Qué diría Ruby si le confesara que apenas lo conocía cuando pasó una noche inolvidable en sus brazos? Le daba un poco de vergüenza haberse quedado embarazada de un hombre con el que apenas había cruzado unas palabras en el exclusivo club de Londres en el que trabajaba hasta la noche en que la invitó a cenar y el cielo nocturno explotó en un millón de estrellas, lo mismo que su inocente corazón.
Acercarse a él iba a ser la parte más difícil. Kostandin ya no podría moverse con la libertad que lo hacía antes de acceder al trono. Tomó el ratón y lo movió por la pantalla hasta localizar la agenda de sus actos oficiales en el Reino Unido. Un banquete en su honor en Buckingham Palace. Un desfile militar. Ambos con una seguridad endiablada, seguro. Siguió leyendo:
El rey acudirá a una fiesta privada en su antiguo club, en The Strand. El presidente delCollonade Clubha declarado sentirse «honrado y entusiasmado» por que el monarca vaya a volver a uno de sus lugares favoritos.
Rápidamente bajó la tapa del portátil y se lo llevó arriba, lejos de la mirada de su hermana.
La modesta casa que compartía con su gemela y su hijo estaba descrita como de tres dormitorios, pero ni el más optimista la calificaría de otro modo que no fuera una caja de cerillas. Alek tenía el dormitorio más grande, Ruby el siguiente y ella el más pequeño, pero no le importaba. Al fin y al cabo, ella había sido quien había sembrado el caos en sus vidas con su inesperada preñez. Además, confiaba en la ayuda de su hermana para criar al niño, aunque ya era todo más fácil yendo Alek al colegio. Cerró los ojos y se imaginó su cabecita de cabello negro como la tinta inclinada sobre los deberes, pero junto con el orgullo de madre llegó el miedo. La vida de su hijo podía estar a punto de cambiar por completo, y la idea la llenó de inquietud.
En el móvil buscó un número que hacía años que no había utilizado. El primero no se correspondía con ningún abonado y nadie contestó en el segundo, pero una voz femenina conocida le respondió en el tercero.
–¿Emmy? ¿Eres tú?
–¡Pues claro que soy yo! ¿Cómo estás, Daisy?
–Estoy bien. ¿Se puede saber qué te ha pasado? Un día estabas y, al siguiente, ¡desapareciste sin dejar rastro!
Emerald notó cómo se le disparaba el corazón. No quería tener que contestar a preguntas como aquella, y menos en aquel momento. Nadie había sabido que se había quedado embarazada y así quería que siguiera.
–Pues decidí que quería darle la espalda a la vida en la ciudad y mudarme al campo. Mi hermana y yo nos animamos a abrir nuestro propio negocio de catering en Northumberland –explicó, lo cual era cierto–. No seguirás trabajando en el Colonnade, ¿verdad?
–Sí, allí sigo. Pero me han ascendido. Estoy a cargo de los turnos de personal.
–¡No me digas!
–Sí. –Hubo una pausa–. Te echamos de menos, Emmy. Los clientes te adoraban.
Y uno en particular.
–Verás, es que la semana que viene voy a ir a Londres y me encantaría verte, pero ando un poco justa de dinero. ¿Crees que podría haber alguna posibilidad de hacer un turno en el club?
Hubo una pausa.
–Es posible –respondió Daisy, con la inflexión en la voz de quienes van a decirte algo que no deberían decirte–. ¿Te acuerdas de aquel príncipe que estaba como un queso y que era miembro del club antes de que lo coronasen?
Un gesto risueño y un cuerpo de infarto se le materializaron ante los ojos.
–Vagamente.
–Pues va a dar un fiestón en el club. Supongo que para recordar viejos tiempos. Ha invitado a algunos de los miembros, y no nos vendría mal otro par de manos, sobre todo de alguien de confianza.
Una oportunidad así parecía demasiado buena para ser cierta. ¿Habría cambiado su suerte por una vez?
–Te lo agradecería mucho. Te debo una, Daisy.
Kostandin miró a su alrededor. Se había congregado un montón de gente en el salón principal de su antiguo club y todos ellos intentaban llamar su atención. ¿Había sido un error volver en busca de un reflejo, por débil que pudiera ser, del hombre que era entonces? Había sido allí, en Londres, donde había probado la libertad, antes de que las responsabilidades de su cargo le cayeran inesperadamente sobre los hombros.
La clase de vida que llevaba entonces parecía un sueño lejano. Aquellos días embriagadores en los que se podía mover por el mundo en relativo anonimato, disfrutando de los dividendos que la empresa de innovadores motores de inducción que había fundado le daba. Y cuando la gente le preguntaba por qué sentía la necesidad de trabajar tanto, cuando por nacimiento podría llevar una vida mucho más relajada, él se limitaba a encogerse de hombros. La verdad era solo para él: había visto a su padre destrozado por su debilidad emocional y a su hermano corrompido por la codicia y los excesos, y él no quería ser como ellos. Hasta que un giro cruel del destino hizo que el poderoso imán del deber lo atrapase.
Para él, aquel club era más que un lugar neutral en el que poder reunirse sin llamar la atención. Era el lugar en el que la había conocido a ella: una mujer que le había volado la cabeza y el cuerpo, empujándolo a comportarse de un modo muy poco habitual en él. Antes de Emerald, solo se relacionaba con mujeres de un estrato social similar al suyo. Así era más fácil. Pero dejó que aquella atractiva empleada del club pusiera patas arriba su vida, rígidamente compartimentada hasta entonces, ofreciéndole la noche más increíble que podía recordar. La rubia menuda que increíblemente resultó ser virgen. ¡Virgen!
Su cuerpo reaccionó al rememorar su maravilloso encuentro. Ella ofreciéndole su delicioso cuerpo con un fervor tan dulce como nada que él hubiera conocido. Le había advertido acerca de los límites que no iba a poder cruzar, y ella los aceptó solemnemente. El hecho de haberle arrebatado su inocencia lo había perseguido brevemente, aunque quizás aquella repentina picazón de la conciencia fuera un modo de justificar un comportamiento tan raro en él. Pero el recuerdo de su delicioso y curvilíneo cuerpo había permanecido, haciéndole desear otra noche de sexo sin ataduras. ¿Acaso no era esa una de las razones por las que había elegido aquel lugar?
Su secretario personal le hizo una observación.
–Miles Buchanan y su esposa están allí, Su Majestad, y sé que están deseando conocerle. Recordará que han hecho una cuantiosa donación a su fundación.
–Cierto, sí –respondió, intentando no parecer impaciente. ¿Qué sentido tenía organizar una fiesta si no era capaz de controlar el aburrimiento?–. Pídeles que se acerquen.
–Enseguida, Majestad.
Kostandin lo vio abrirse paso entre la gente para llegar junto a la pareja que tomaba una copa en un rincón mientras él seguía perdido en sus pensamientos, hasta el punto de que no oyó a la persona que le hablaba a la espalda.
–Disculpe, Majestad. –Oyó por fin.
Componiendo una expresión severa, la máscara que había adoptado desde que la noticia de su divorcio se había hecho pública –las mujeres a la caza de un marido de la realeza eran de una determinación sorprendente–, se volvió dispuesto a rechazar la atención de la persona que había roto el protocolo para acercársele. Pero las palabras murieron en sus labios al encontrarse con aquellos ojos verdes. En un primer momento creyó que era una mala pasada que le estaba jugando la imaginación, pero reparó en la melena de aquel matiz sorprendente, a medio camino entre el maíz y los rayos del sol, recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Aunque él lo recordaba mejor desparramado sobre su pecho, accesible a sus manos…
–Tú –dijo sin pensar, lo cual era extraño en él, que medía cada palabra.
–Buenas noches, Majestad.
Portaba una bandeja con copas y se la ofreció, pero él no prestó atención ninguna a la bebida, cautivado como estaba por la inmaculada blusa blanca y la falda negra y estrecha que abrazaban su cuerpo menudo y que no podían disfrazar la sensual curva de sus pechos o la feminidad terrenal que exudaba, a la que su cuerpo estaba respondiendo con el clamor de un apetito que llevaba demasiado tiempo negándose.
–Emerald –susurró.
–Recuerdas mi nombre –se sorprendió, aliviada.
–No es difícil –respondió, intentando controlar el asalto del deseo–. Llevas una chapa de identificación.
–Ya –reconoció, sonrojándose.
–Es un nombre poco corriente.
–También Kostandin lo es.
Era una violación del protocolo llamarlo por su nombre en público, lo que vino a recalcar la razón por la que se sentía con derecho a hacerlo. Lo mejor sería despedirla con toda la delicadeza posible. Ya no era el hombre que flirteaba con ella cada vez que la veía en aquel pequeño cubículo del guardarropa, y menos aún el que le había quitado las bragas con los dientes, haciéndola reír. Quizás necesitase que le recordase, suave pero firmemente, que las cosas eran muy distintas ahora que era rey.
«Seguramente yo lo necesito tanto como ella».
No podía estar a merced de sus sentidos, pero, inesperadamente, todas sus reservas se redujeron a polvo. ¿No había pasado ya demasiado tiempo negándose lo que otros hombres daban por sentado, en pos de una forma arcaica de deber? ¿Por qué no podían verse, ponerse al día sobre sus vidas, hablar de los viejos tiempos?
–Me sorprende que sigas aquí –observó–. ¿No querías irte a Londres?
–Sí, eso quería –dijo, y parpadeó apagando y encendiendo aquellos ojos increíbles–. Me sorprende que lo recuerdes.
–Te sorprendería lo mucho que recuerdo, Emerald –contestó con suavidad–. ¿Y tú?
Vio que se oscurecían sus iris, que entreabría los labios, trayéndole a la memoria cosas que mejor haría en olvidar. El tacto de su piel y el modo en que lo lamió hasta que acabó derramándose en su boca. La sensación incomparable de estar dentro de ella mientras la oía gritar su nombre. Con ella, el sexo había sido muy distinto, y no conseguía saber por qué.
–Estoy segura de que podría recordar tan bien como tú si fuera el caso.
–Ah, ¿sí?
Un fuego cómplice ardió en sus ojos y el pulso de Kostandin le golpeó en las sienes, y comenzó a urdir excusas por lo que estaba a punto de hacer. No podía pasarse la vida como un siervo de su destino. A pesar de su estatus, Emerald Baker había demostrado ser tan discreta como deberían ser todas las mujeres y nadie había sabido de la noche que compartieron. Ni una palabra había aparecido en las páginas de cotilleos, deseosos siempre de cualquier historia relacionada con la monarquía. Había sido la candidata perfecta para una aventura breve y muy satisfactoria.
La boca se le quedó seca.
Qué sencillo sería ver si quería repetir… sin promesas. Sin corazones rotos. Dos adultos que sabían lo que querían. Por el rabillo del ojo vio que Lorenc caminaba hacia ellos y supo que tenía que actuar con rapidez.
–Emerald…
–¿Le apetece una copa, Majestad? –dijo, acercándole la bandeja, como si de pronto hubiera recordado lo que se suponía que estaba haciendo allí.
–No. Ahora no –contestó y, alzando mínimamente un dedo, hizo saber a su secretario que no debía acercarse–. Y, desde luego, aquí no. Había olvidado lo malo que es el vino de este club.
–El comité se llevaría un disgusto si te oyeran decir eso.
–Pero podríamos vernos después –continuó–. ¿Te apetece? ¿O tienes otros planes?
Vio el placer brillar en aquellos extraordinarios ojos suyos, pero atemperado por algo más. Algo que no pudo identificar.
–Me encantaría –contestó–. De hecho…
Con un gesto impaciente de una mano la interrumpió.
–Hay personas con las que tengo que hablar. ¿A qué hora terminas?
–A las once.
Kostandin miró el enorme reloj que presidía la recepción del club. Desde luego, no iba a quedarse a esperar. Nunca había esperado a una mujer y no iba a empezar en aquel momento. Podía reservar la biblioteca de la planta de arriba y ocuparse de parte del papeleo pendiente mientras ella terminaba su turno. Matar dos pájaros de un tiro.
–Mi coche estará esperando en la parte de atrás del edificio. Intentemos mantener un perfil bajo. No queremos anunciar nuestros planes, ¿no te parece?
–No, claro que no –contestó ella, pero las copas que llevaba sobre la bandeja entrechocaron al darse la vuelta como si le temblasen las manos.
Emerald sentía batir el pulso al salir por la entrada de personal a la parte de atrás del club. Una limusina oscura esperaba allí, aparcada en las sombras, con otro coche detrás que seguramente estaría ocupado por los guardaespaldas de Kostandin.
La indecisión había sido pura agonía mientras se quitaba el uniforme, preguntándose si debería haber accedido a aquel encuentro o si debería haberle pedido que se vieran a la luz del día. ¿Y dónde habrían podido verse? ¿En una cafetería anónima, en un pub? Sus guardaespaldas no lo habrían permitido nunca.
Mejor acabar cuanto antes y no distraerse. No estaba allí para flirtear, por fácil que hubiera resultado. Tenía que recuperar la calma. Pero tenía la boca seca, y los tacones de aguja que su hermana se había empeñado en que llevase no ayudaban mucho a mantener el equilibrio. A ponerse uno de sus vestidos se había negado. Su hermana se arreglaba mucho y ella no, y era importante no sentirse más impostora de lo que ya se sentía. Siendo madre trabajadora, solía vestir prendas cómodas y se recogía la melena en un moño, aunque aquella noche se lo dejó suelto, siguiendo las instrucciones de su hermana.
–Es tu mejor rasgo, Emmy. Trabájalo un poco.
Pero en aquel momento, con su mejor falda, un jersey y el pelo suelto a merced del viento frío, se diría que iba a una entrevista de trabajo.
A pesar de todas sus reticencias, la noche había salido mejor de lo que esperaba. Había sido el rey quien había sugerido que se encontrasen. No había tenido que lanzar ninguna indirecta, o peor aún: que no la reconociera. Ese había sido su peor temor. Que no tuviera ni idea de quién era. Aun así, seguía teniendo miedo: miedo de lo que pudiera decir, de cómo reaccionaría ante lo que estaba a punto de revelarle. Incluso tenía miedo de cómo la hiciera sentirse. ¿Cómo era posible que un cuerpo al que no había hecho ni caso en aquellos últimos seis años hubiese cobrado vida así, de repente? Los pechos no habían dejado de dolerle desde que Kostandin bajó la mirada para leer su nombre en la chapa de identificación. ¿Cómo era posible que la hiciera sentirse así con unas cuantas palabras y unas miradas?
Al verlo entrar en el salón, se había hecho un silencio sepulcral. Hombres y mujeres lo miraban con apetito o curiosidad, y ella no había podido evitar pensar que parecía distinto. El mismo, pero irreconocible a un tiempo. En reposo, su mirada era fría y apretaba los labios. Era como si estuviese encerrado en un exterior crispado que lo mantenía alejado del resto del mundo.
Atravesó el empedrado y subió al coche, cuya puerta le había abierto el chófer. Aquello parecía irreal. En realidad, lo era. Estaba a punto de informar a un rey de que tenía un hijo. Debía elegir el momento con cuidado.
–Has venido –comentó él.
–¿Pensabas que no me iba a presentar?
–No. –Sonrió.
–Supongo que las mujeres no suelen rechazar una cita con un hombre como tú, ¿no?
–No era consciente de que esto fuera una cita –declaró, burlón–. Me refería al hecho de que la gente es bastante predecible cuando está tratando con un miembro de la familia real. Y que rechacen una invitación es algo que nunca pasa, sinceramente.
Emerald asintió, intentando tranquilizarse.
–¿Debo sentir lástima por ti? –bromeó.
–Puedes sentir lo que quieras, Emerald –respondió con una sonrisa lenta–. Los dos lo sabemos.
Por lo visto, seguían encajando verbalmente. Qué gusto. Cerró los ojos un instante. Las noches después de su affaire, se había preguntado si no habría sido cosa de su imaginación, o un afán por embellecer lo que había habido entre ellos para sentirse mejor.
En cualquier caso, se estaba distrayendo, y aquel momento podía ser tan bueno como cualquier otro.
–Kostandin…
La voz del chófer la interrumpió. Hablaba por el interfono en un idioma que ella no comprendía.
–Demonios… –murmuró Kostandin.
–¿Qué ocurre?
–Los paparazzi nos están esperando.
–No debería sorprenderte. Los periódicos han publicado los detalles de tu agenda.
–Lo que no esperaba era llevar una acompañante, y menos una preciosa y desconocida rubia con la que la prensa puede volverse loca.
Preciosa. La había llamado preciosa.
–¿Y qué vamos a hacer? ¿Me bajo y tomo el autobús?
–No seas ridícula. Con que te agaches, basta. Si te tumbas en el asiento, no te verán las cámaras, pero si la idea no te apetece, podemos separarnos ahora. Uno de mis otros coches podrá llevarte a casa. O también podemos ceñirnos al plan original y que te vengas a la embajada de Sofnantis a tomar una copa de champán –sugirió con una sonrisa–. Depende de si te apetece mi compañía.
Su compañía le apetecía, pero nunca podría imaginarse por qué.
–Bueno, vale –contestó, como si de verdad se hubiera planteado si aceptar o no su proposición, aunque el brillo de triunfo de su mirada parecía querer decir que no había conseguido engañarlo.
Lo vio dar dos golpecitos en el cristal que los separaba del conductor.
–Despístalos –le pidió al chófer y se volvió hacia ella–. Considéralo como un juego. Es el único modo de sobrevivir a la vida tan rara que llevo.
–¿Quieres decir que nunca te la tomas muy en serio?
–Es más complicado, pero hay que divertirse como se puede. ¿Preparada?
–Claro –contestó, sabiendo que habría podido convencerla casi de cualquier cosa–. ¿Por qué no?
Lo curioso es que de verdad estaba siendo divertido, y eso que era lo último que esperaba, dadas las circunstancias. Además, estaba más acostumbrada al trabajo duro que a las frivolidades. Los últimos cinco años los había pasado ahogada en pañales y rutina, más veces preocupada que tranquila, entre recortes, ahorros y cuidados de su pequeño. Cocinaba por las noches, haciendo malabares con sus recursos, siempre arrastrando sueño. Ahorraba hasta el último céntimo para su hijito comprándose la ropa en tiendas de segunda mano. A veces incluso se sentía como si tuviera más años de los que el calendario le decía, así que aquel juego del escondite para adultos le estaba haciendo gracia.
Doblada sobre sí misma para camuflarse, vio las luces de las cámaras, oyó el griterío de los periodistas y sintió cómo el coche cobraba velocidad.
–¿Estás cómoda? –le preguntó él.
–De maravilla. No he estado más cómoda en mi vida.
Kostandin se rio.
–Enseguida podrás levantarte.
–Menos mal –suspiró–. ¿No les llamará la atención ver que hablas cuando se supone que no hay nadie más que tú en el coche? Igual piensan que estás ensayando un discurso.
–No suelo ensayar discursos a estas horas en el asiento trasero del coche. Y deja de distraerme, haz el favor, que me ha entrado un mensaje de uno de mis ayudantes y tengo que contestar.
Estaba distinguiendo el olor a cuero y a madera de sándalo que siempre había asociado con él, pero por encima de todo era tremendamente consciente de su cercanía. Se había adiestrado para no recordar la intimidad que habían compartido porque el recuerdo le resultaba demasiado agridulce, pero en aquella situación le era imposible mantener las imágenes bajo control. Qué peligrosamente fácil era recordar el roce de su piel, la firmeza de su miembro dentro de su cuerpo, el modo en que la había hecho llegar al éxtasis una y otra vez.
Y nada había cambiado. Seguía deseándolo, pero no podía perder el foco. Tenía que mantenerse centrada y no olvidar por qué estaba allí. Cerró los ojos y permaneció inmóvil hasta que él le rozó un hombro.
–Ya puedes incorporarte, Emerald.
Se incorporó y se apartó el pelo para mirar por la ventanilla, pero cuanto pudo ver fue una ristra de luces rojas y blancas. El tráfico lento de Londres, coches pegados los unos a los otros.
–¿Dónde se han metido? –quiso saber, intentando distinguir a los paparazzi en el exterior.
–Les hemos dado esquinazo. Mis guardaespaldas han puesto en marcha un cebo. Les hemos hecho creer que íbamos en otro coche. No es difícil confundir a la prensa.
Emerald lo miró un instante sin decir nada.
–¿Siempre es así? –preguntó.
–Este trabajo mío es raro y solitario –alzó los hombros–, y últimamente particularmente malo.
–¿Por el divorcio?
–Claro.
Emerald pensó que, en cuanto le dijera lo de Alek, ya no podrían volver a tener conversaciones despreocupadas. El futuro la intimidaba. Sus intercambios pasarían a ser todos civilizados, en territorio neutral. Mejor irse haciendo a la idea.
–¿Ha sido muy duro?
–No quiero hablar de ello.
–No, claro. Lo entiendo. No es asunto mío.
–Cierto. No lo es –espetó en un tono duro y hostil.
¿Estaría sufriendo por la separación? ¿Le habría roto el corazón esa mujer? El dolor emocional era el peor, y ahora ella iba a decirle algo que tenía el potencial de destrozar su mundo todavía más.
El coche tomó una de las carreteras más tranquilas del entorno de Regent’s Park y una cancela de hierro alta y negra se abrió y se cerró tras ellos, franqueándoles el paso a un camino bordeado de árboles con algunas luces aquí y allá. En la oscuridad brillaron también los ojos de algunos perros.
–Bienvenida a la Embajada de Sofnantis.
Emerald bajó del coche y contempló la impresionante mansión palladiana.
–¡Vaya! –exclamó.
–¿Te gusta?
¿Y a quién no? Era enorme. Elegante. Otro universo. No se le ocurría un escenario más impresionante en el que darle la noticia que tenía para él.
–¿Hay… tienes servicio? –preguntó.
Se sentía completamente fuera de su elemento.
–Depende. Si quieres que lo haya, puedo tener todo un regimiento a tu disposición, con toda la pompa y la ceremonia que te apetezca. –Sonrió–. Solo tienes que pedirlo.
–Creo que paso, si no te importa –respondió, arrugando la nariz.
Kostandin ocultó bien la sorpresa. A la mayoría le encantaba la parafernalia de su título, los palacios, las joyas y el poder. El mayor afrodisiaco. Pero Emerald no era así. Sabía que era un príncipe, sí, pero lo trataba como a cualquier otro hombre. La noche que pasaron juntos llegó sin planear, y no le había costado mantenerla en secreto. Su habitación en el Granchester Hotel era básica, seguramente porque fue ella quien la reservó. De hecho, aquel fue el único pequeño incidente que tuvieron durante su breve encuentro: Emerald le confesó que habían rechazado su tarjeta de crédito porque no tenía suficientes fondos para hacer frente al pago. Recordaba perfectamente su expresión cuando sacó la suya y se la acercó: pensó que se la iba a rechazar.
Subió delante la escalinata de mármol y fue su ayudante personal quien les abrió la puerta y quien se quedó mirando un segundo a Emerald. ¿Qué opinión le merecería? ¿Le disgustaría que fuera despeinada por haber tenido que ir agachada o sacaría quizás la conclusión de que el rey había estado acariciándola? ¿Le disgustaría su jersey barato o los zapatos de tacón tan alto?
–Lorenc –dijo–, te presento a Emerald…
–Baker –añadió ella rápidamente–. Emmy.
–Su cara me resulta familiar –respondió el secretario.
–Le he servido una copa hace un rato en el Colonnade Club. Un zumo de tomate, si no recuerdo mal. Me dijo que no bebía alcohol estando de servicio.
Kostandin estuvo a punto de echarse a reír al ver la cara que se le quedó a su secretario porque, como a casi todos los diplomáticos, detestaba que los desconocidos se tomaran confianzas.
–Encantado de conocerla, señorita Baker –la saludó con toda formalidad.
–Encárgate de que nos lleven una botella de champán a la suite Plavezero, ¿quieres? –intervino Kostandin para que la presentación no se alargase más–. ¿Tienes hambre, Emerald? –preguntó, y al volverse se encontró con que su invitada estaba oliendo uno de los enormes ramos de lilas que adornaban la entrada.
–Eh… no, gracias –respondió, sorprendida al oír que la llamaba por su nombre de pila.
Kostandin se preguntó si sería consciente de lo encantadora que estaba cuando las mejillas se le coloreaban como en aquel instante. Le hacía recordar el maravilloso descubrimiento de su inesperada inocencia y cómo la incredulidad había dado paso al placer más intenso que había disfrutado nunca. ¿Con cuántos hombres se habría acostado Emerald a lo largo de los años? ¿Y de dónde salía aquel asalto de celos que lo dejó anonadado? Su historial sexual era irrelevante. Lo importante era el presente, y pensaba disfrutar de él explorando todas sus posibilidades.
Llegaron a la suite Plavezero, llamada así en honor de la capital de su reino, unas habitaciones lujosamente amuebladas con piezas que empleaban la exótica madera negra que crecía en el norte de Sofnantis. Resultaba un lugar de innegable belleza, en particular cuando se encendía la chimenea como aquella noche, aunque él nunca se había deslumbrado con los aderezos de la vida palaciega. Ni siquiera de niño. Especialmente de niño.
Recordar el caos del pasado le dejó un regusto amargo en la boca. Él había aceptado ser proclamado rey porque no le había quedado otro remedio, a pesar de lo cual se había tomado su deber muy en serio, abrazando el concepto de servicio, y Sofnantis había entrado en una nueva era dorada, ya que él era un hombre que no aceptaba nada que no fuera el éxito.
Pero el depósito se le había quedado vacío ya y no tenía nada más que dar. Había interpretado el papel de soberano poniendo lo mejor de sí en él, pero su corazón no estaba en la tarea. Muchos de los retratistas de su país lo inmortalizaban serio y casi triste, y no podía estar en desacuerdo con ellos. Por eso las cosas iban a cambiar, y pronto. Había pensado en su primo para el cargo. ¿Acaso no se merecía el pueblo de Sofnantis un gobernante que disfrutase siendo rey, en lugar de otro para el que el puesto era una carga?
Esos planes eran para otro día. Aquella noche iba a quitarse todo aquello de la cabeza y a centrarse en Emerald Baker. Un camarero entró en la habitación con una bandeja y salió sin hacer el menor ruido. Con un gesto, invitó a Emerald a que se acomodara en uno de los sofás, pero ella contestó que no con la cabeza. Su expresión se había vuelto seria y tensa.
–Sé que esto resulta un poco excesivo y entiendo tu incomodidad.
Emerald, que se había vuelto un instante para recomponerse, rompiendo todo protocolo para con un miembro de la realeza, se volvió a mirarlo.
–Kostandin…
–Pocas personas me llaman ya por mi nombre. Y menos con el tono dulce y suave que usas tú.
Emerald se sonrojó.
–Lo dijiste así la primera vez, justo antes de que yo te besara –añadió él, sonriendo.
–Ah, ¿sí? Es… curioso que lo cuerdes.
–Recuerdo muchas cosas de aquella noche –respondió–. También me miraste entonces como me miras ahora.
–¿Cómo? –susurró casi sin voz.
–Como si quisieras que te acariciase. Como si quisieras acostarte conmigo.
Emerald respiró hondo y de golpe, como si sus palabras la hubieran sorprendido, aunque el mayor sorprendido fuese él mismo.
–¿O es que estoy equivocado?
Emerald respondió con un silencio a la pregunta de Kostandin. A pesar de que la increíble química que había entre ellos seguía palpitando, no se esperaba que lo reconociera así, sin más, como si hablar de sexo fuera tan corriente como hablar del tiempo. Le estaba planteando un desafío al que ella sabía exactamente cómo debía responder: rechazándolo de plano y de inmediato. Era un error aceptarlo, y su secreto seguía como un ascua ardiendo, taladrándole un agujero en el corazón. Había ido a verlo para hablarle de su hijo y esa era su prioridad.
Pero cuando la miraba así… Él también había sugerido que la coronación lo había sumido en el aislamiento. De hecho, en la fiesta en el Colonnade, ella había reparado en que parecía remoto y ajeno a todos, lo mismo que en aquel magnífico edificio de su embajada.
Eso sí: las olas de deseo que irradiaba su cuerpo eran casi tangibles, hasta el punto de que a ella le costaba respirar y el calor que se le había encendido en el vientre no la dejaba pensar con claridad. Los pezones se le habían endurecido bajo la blusa y él se había dado cuenta, porque tenía la mirada clavada en el movimiento de su respiración, que hacía subir y bajar su pecho.
¿Tan mal estaría dejarse llevar? ¿No le facilitaría la tarea que tenía por delante si estaban tan cerca como podían estarlo un hombre y una mujer, antes de que las palabras que tenía que dirigirle cambiasen la vida de ambos? Si podía recordarle el placer que habían compartido, ¿no sería más fácil hablarle del maravilloso e inesperado regalo que había resultado de la apasionada noche que compartieron?
–No, no estás equivocado.
Kostandin no se movió. Parecía cincelado en mármol, y Emerald se preguntó si estaría lamentando sus palabras o incluso preparándose para dar marcha atrás. Pero una sonrisa lenta le sugirió lo contrario.
–Ven.
En la excitación de aquel momento, fue como si el pasado y el presente se mezclasen. Como la mantequilla y el azúcar lo hacían al preparar la masa de un bizcocho. Y de pronto se encontró en aquel lugar en que eran iguales, en que ambos podían responder para alargar aquel momento hasta lo imposible, por mucho que su cuerpo pidiera a gritos que corriera a sus brazos.
–¿Y si no voy?
–Si no vienes…me veré obligado a acercarme yo y enseñarte lo mucho que te deseo.
Emerald parpadeó varias veces. Era la declaración de macho alfa más descarada que podía haberse imaginado, y su excitación subió un par de puntos más. Era un rey, pero en aquel momento hablaba como un cavernícola, y el contraste resultaba irresistible. Quizás debería dejarse aconsejar por la prudencia y hablarle antes de lo que tenía que saber, pero es que cuando te has negado el placer durante tanto tiempo como ella, que los pensamientos discurrieran de manera racional no era sencillo. Más bien resultaba prácticamente imposible si el cuerpo estaba en llamas.
–Adelante –lo retó, irguiéndose–. No voy a impedírtelo.
Kostandin se acercó a ella despacio, con la gracia de un felino de la jungla, mirándola fijamente.
–¿Verdad que no? –murmuró, abrazándola–. De hecho, la luz que me has encendido en este momento es tan verde como tus ojos.
Volver a sentir el contacto de sus labios cuando estaba convencida de que nunca volvería a ocurrir la aturdió. «Porque se casó con otra», le lanzó su cerebro a duras penas. «Ha estado estos cinco años viviendo en un palacio de oro con Luljeta, su preciosa reina de sangre azul, seguramente besándola como te besa ahora a ti».
Pero ni siquiera esa zambullida de razón logró hacerla retroceder mientras la lengua de Kostandin saboreaba su boca.
–Mm… –gimió.
–¿Te gusta?
–¿Tú qué crees?
–Esto es lo que creo –respondió, apretándola más contra su cuerpo.
–¡Oh! –exclamó al notar su erección a través del tejido de su traje, y sus pulsaciones subieron todavía más. El cuerpo se le estaba volviendo líquido de necesidad, y él debió notarlo porque dejó sus labios para mirarla sonriendo.
–Dime qué quieres, Emerald –le ordenó con voz ronca–. Dímelo.
–A ti. Te deseo a ti –declaró.
Sus manos cobraron una urgencia inesperada y acariciaron sus pezones mientras se asomaba primero por el escote de la blusa y agarraba sus nalgas a continuación.
–Eres tan pequeñita –murmuró cuando comenzaba a desabrocharle la blusa, a lo que ella respondió con un gemido de aprobación. Siguió con la falda, y cada vez que la rozaba con las manos, Emerald temblaba. Debería haber sentido vergüenza al quedarse con su sencilla ropa interior ante él, pero el modo en que la miraba, como si su hambre de ella fuera salvaje, la hacía sentirse llena de poder. Y con ese poder iba aparejada una idea de la que no podía librarse: que quizás aquello estaba destinado a ocurrir.
¿Sería posible, se preguntaba mientras lo veía quitarse la ropa, que recibiera la noticia que tenía que darle con agradecimiento? Estaba muy solo como rey, y todo podría cambiar cuando supiera de la existencia de Alek. Ruby tenía razón. Necesitaba un heredero. ¿Por qué no podían ser una familia? Los cuentos de final feliz existían a veces, ¿no?
–Vamos a quitarte esa lencería –dijo él.
Esa frase no aparecía en ningún cuento que hubiera leído, pero ¿qué más daba?
Kostandin le desabrochó el sujetador, que dejó de contener sus magníficos senos para que reposaran en sus manos como fruta madura. Se llevó a la boca un pezón ya endurecido y la oyó gemir. Un instante después, ella hacía lo mismo por él. Se lo permitió un momento, pero cuando sintió su mano bajar hacia el vientre, se encabritó como un caballo salvaje. Si lo acariciaba allí, no podría controlarse.
Con dos movimientos se deshizo de los calzoncillos y liberó su erección, y Emerald contuvo la respiración. Solo por ello deseó penetrarla de inmediato, pero algo que nunca olvidaba, por intensa que fuera la provocación, era la protección. En ningún caso traería hijos al mundo.
Del bolsillo del pantalón sacó un preservativo y lo dejó al alcance de la mano antes de tomarla en brazos.
–Esta noche.
–¿Qué… qué pasa esta noche?
–Tú lo sabes, ¿verdad? Sabes que, por muy increíble que resulte, es solo físico. Igual que la última vez. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Lo entendía bien, pero estaban en un punto en el que ya no había marcha atrás. Sentía los senos pesados y doloridos y el vientre húmedo. Era lo que llevaba años deseando, en los raros momentos en los que el deseo la asaltaba inesperadamente, recordándole que era una mujer además de una madre trabajadora.
–Sí, lo entiendo –gimió cuando sintió su mano entre las piernas.
–Estás mojada. Es miel. Es crema batida –ronroneó, hundiendo la mano en su carne resbaladiza.
–¿Sí?
–Mm… –gimió–. Y quiero hundirme en ti.
–Yo también lo quiero –susurró, vagamente consciente de que estaba abriendo el preservativo mientras ella modificaba la posición de las caderas para recibirlo. Aquella vez no hubo dolor. Solo un placer abrasador.
Kostandin la besó en la boca al oír su gemido de placer. ¿Sería por los guardaespaldas, que igual los escuchaban desde fuera? Fuera como fuese, era una delicia sentir cómo la hacía callar con aquel beso, cómo se movía despacio dentro de ella y cómo dejó de ser consciente de cuanto había a su alrededor para rendirse al orgasmo más increíble de su vida.
El cielo empezaba a clarear cuando se despertó, y de inmediato fue consciente de que estaba en un sitio desconocido. Abrió los ojos. Era el suelo del salón de baile de la embajada.
Poco a poco fue aclimatándose a la luz pálida que entraba por el cristal de las ventanas cuyas contraventanas no habían cerrado. El fuego de la chimenea debía haberse apagado hacía tiempo porque hacía fresco en la habitación. ¿Cómo no? Ambos estaban completamente desnudos y en el suelo, acurrucados el uno contra el otro. Menos mal que por lo menos se habían cubierto con una fina manta de cachemir. Debieron echarle mano antes de caer en la inconsciencia y dormir como no lo había hecho nunca desde hacía años.
Se volvió a mirarla. Las sombras que tenía bajo los ojos y en las que había reparado el día anterior debían obedecer a la falta de sueño, a la vista de cómo dormía. Aunque, cómo no, el sexo como el que habían tenido ellos también tenía un precio. La primera vez había sido lenta y perfecta, pero la segunda, aún mejor. Se estiró, perezoso. Su melena rubia estaba extendida sobre la alfombra como si fuera un echarpe de seda dorado. Respiraba tranquilamente, tenía las mejillas ligeramente arreboladas y su cuerpo…Dios, qué cuerpo. La lujuria lo golpeó de nuevo. Un pezón sonrosado asomaba bajo la manta y no pudo resistirse a acariciarlo con la yema del pulgar. Reaccionó endureciéndose, lo mismo que su pene.
–Mm… –ronroneó Emerald cuando él se rindió al deseo de lamerlo.
Su miembro palpitó de deseo, lo cual no era sorprendente porque llevaba en ese estado desde que la vio aparecer con su uniforme de camarera y, dado que lo suyo iba a ser por un tiempo muy limitado, ¿no deberían aprovecharlo al máximo? La abrazó y su cuerpo menudo se fundió con el suyo. Un suspiro de satisfacción salió de sus labios. Se sentía libre, deliciosamente libre, y gloriosamente saciado.
El recuerdo no había falseado nada. Emerald Baker, que era como había descubierto que se llamaba, seguía siendo la mejor amante que había tenido, además de la más discreta. ¿Sería eso lo que lo hacía desear inexplicablemente despertarla y contarle lo que estaba pensando? Confiar en ella de un modo que sería imposible con cualquier otra persona. Ni siquiera con sus consejeros más próximos.
«Emerald, estoy planteándome abdicar y pasarle la corona a mi primo. Quiero dejar esta vida». El pulso se le aceleró. Bastaba siquiera con plantearse a sí mismo la idea para que le pareciera que estaba cometiendo una traición. Últimamente su descontento se empeñaba en hacerse patente constantemente, y sabía que algo tenía que hacer al respecto. Pero no en aquel instante, con la tentación a su lado. ¿Por qué malgastar el tiempo en especulaciones cuando podía volver a perderse en ella antes de llamar a un coche que la devolviera a su casa?
Deslizó la mano entre sus piernas y pasó la yema de un dedo por su clítoris, engordado ya. Seguía medio dormida, pero gimió al notar sus caricias en aquel delicioso ritmo que la hacía temblar. El orgasmo no se iba a hacer esperar.
–Kostandin –musitó, acariciándole los hombros–. Por favor.
No necesitó más. Se colocó un preservativo y, posicionándose sobre ella, la penetró y comenzó a moverse. Su predicción sobre lo cerca que estaba el orgasmo fue acertada porque, en apenas unos segundos, sus músculos comenzaron a cerrarse en torno a su pene, el cuerpo se le tensó como la cuerda de un arco y los espasmos de placer la sacudieron. Él no pudo contenerse. Nunca se había sentido tan vacío y tan completamente lleno al mismo tiempo.
Perdido en el dulce postcoito como nunca antes, acarició su pelo mientras intentaba hacer llegar el oxígeno que sus pulmones le exigían. Entonces ella abrió los ojos y, por un momento, se quedó desconcertado, porque su expresión no era la que podía haber anticipado en aquel momento de transparencia emocional que siempre llegaba cuando una mujer se sentía saciada de placer. Una nube oscureció sus facciones y dejó caer los brazos antes de salir de debajo de su cuerpo. Había algo en su rostro que no reconoció. La piel se le erizó, como si estuviera nerviosa.
–Ha sido maravilloso –murmuró.
–Sí –corroboró ella.
Pero parecía tensa, a años luz de la mujer que había demostrado el deseo que sentía por él. La única queja que le habían expresado sus amantes era que no hablaba con ellas. ¿Sería eso?
–La verdad es que no esperaba encontrarte anoche en el club –comentó con un bostezo–. Pero allí estabas aún, con ese uniforme negro y blanco. A veces resulta reconfortante ser consciente de lo poco que cambia la vida. Sobre todo después de que la mía haya cambiado tanto que es casi irreconocible.
–Sí –respondió, y se aclaró la voz–. Pero lo cierto es que ya no trabajo allí.
–Pero…
–Me las arreglé para que me dieran un turno extra.
Frunció el ceño y vio aparecer una extraña incomodidad en el fondo de sus ojos verdes.
–¿Porque sabías que yo estaría allí?
–Sí –reconoció tras una larga pausa.
Kostandin sonrió. Claro. Sentía vergüenza. Lo que había hecho era muy atrevido. Así que lo estaba asediando. ¿O debería tomarse su descaro como un cumplido?
–Me siento halagado –contestó–. Más que eso. De hecho, es una pena que no vayamos a poder pasar más tiempo juntos, pero tengo que tomar un vuelo a París esta tarde. –Hubo una pausa–. Podríamos programar algo para otra ocasión. Volveré a Londres a fin de mes, y podríamos encajar otra cita en la agenda. Si es que a ti te apetece, claro –añadió con una sonrisa perezosa.
Pero la disposición inmediata que esperaba no llegó a materializarse. Emerald negaba con la cabeza, como alguien que hubiera estado conduciendo en piloto automático y acabara de darse cuenta de que había tomado la salida equivocada de la carretera.
–Mira… tendría que haberte hablado de ello antes. –Tragó saliva–. Y no hay modo sencillo de decírtelo.
–No te preocupes, Emerald –respondió, ácido–. No me sorprendería que te negases, y no me vas a romper el corazón.
Emerald se sentó y la melena le cayó a la espalda como oro líquido. Parecía una diosa, aunque su modo de morderse los labios…
–Tienes un hijo, Kostandin.
Sus palabras no tenían sentido. De hecho, lo había pillado tan desprevenido que estuvo a punto de decirle la verdad: que él nunca iba a tener hijos. Esa decisión era la tarjeta que lo libraba de la cárcel. ¿Para qué servía un rey sin heredero?
–Te equivocas de hombre, preciosa. Me has debido confundir con otro.
Pero la angustia de su expresión, la culpa… Sí, era culpa, sin duda.
El corazón comenzó a batir de un modo irreconocible. Se levantó, se metió los pantalones y los abrochó de espaldas a ella en un gesto deliberado que pretendía marcar distancia –y la erección que se empeñaba en no abandonarlo–, de modo que, cuando se volvió hacia ella, había recuperado su control habitual.
–¿De qué narices estás hablando?
Emerald intentó no encogerse al enfrentarse a su mirada de hielo. La miraba como si fuera una desconocida o, peor, el enemigo, y la culpa era solo suya. Había debilitado su posición acostándose con él. ¿Por qué narices lo habría hecho sin hablar antes?
Pues porque no había podido resistirse a él. Nunca había podido.
–Tienes un hijo –se limitó a repetir, subiendo más la manta. Había ensayado aquel diálogo mil veces, pero nunca imaginándose que iba a estar desnuda en una elegante embajada ante un hombre que la miraba como si hubiera salido de debajo de una piedra–. Tiene cinco años, se llama Alek y es un niño precioso que…
–¡Basta! –la cortó–. ¿De verdad crees que puedes presentarte en mi vida y soltarme una incongruencia como esa? ¿Con quién te crees que estás tratando, Emerald?
Intentó mantener la calma.
–Sé que no te debe resultar fácil asimilar que eres padre, pero…
–Es que no lo soy. Nos acostamos una vez y usamos protección –la interrumpió–. Siempre lo hago.
–No sé si se te ha olvidado, pero tuvimos sexo más de una vez.
Pero él no la estaba escuchando. Movía la cabeza como quien responde a una pregunta que se ha hecho a sí mismo.
–Entonces, lo de anoche solo ha sido un montaje.
–¿Cómo dices? –preguntó, con los ojos muy abiertos.
–Preparaste un elaborado montaje para acercarte a mí y…
–Nada de elaborados montajes, Kostandin. Solo tuve que hacer una llamada.
–Venías con intención de seducirme, ¿no? Esperabas que recibiera tu anuncio de otro modo si acabábamos de acostarnos, ¿verdad?
–No tergiverses todo, por favor –espetó, olvidando el intento de mantener la calma–. Aquí nos hemos seducido el uno al otro, que yo no te he bailado la danza de los siete velos desnuda. Fuiste tú quien propuso que viniéramos aquí y quien pidió la botella de champán. Y, si no recuerdo mal, el que empezó con los besos. –Respiró hondo–. Pero da igual. Lo único que importa ahora es qué piensas hacer respecto a Alek.
–Es que no tengo que hacer nada.
–No, claro que no. Eso lo decides tú.
Se levantó de la alfombra, y la dignidad que intentaba imprimir a sus palabras quedó un poco comprometida por el modo torpe en que intentaba cubrir su desnudez con la manta mientras recuperaba la ropa.
Rápidamente se vistió. Ojalá llevara unas deportivas en lugar de aquellos zapatos de tacón imposible que le había prestado su hermana.
–Está bien. –Respiró hondo–. Olvidemos que hemos tenido esta conversación. Hasta ahora me las he arreglado perfectamente como madre soltera y puedo seguir haciéndolo. Nadie tiene que saberlo porque a mí no me molesta. No te necesito para nada, Kostandin –resumió, encogiéndose de hombros, pero con una tristeza tan honda que temió se reflejara en su mirada–. Eres tú el que sale perdiendo, y te compadezco, pero al menos ya lo sabes.
Recogió el bolso y él, como si de pronto hubiera recordado que tenía el torso desnudo, se puso la camisa y abrochó los botones con manos ligeramente temblorosas.
–Si todo lo que dices es cierto, ¿por qué has elegido este momento para decírmelo? ¿Por qué no antes?
–No me puedo creer que me hagas esa pregunta –respondió, sin atreverse a decirle que se había dejado un botón sin abrochar–. Cuando nos acostamos, sabía que no había intención de que fuera otra cosa que una aventura de una noche. Me lo dejaste bien claro. Y yo lo acepté. –Aunque a regañadientes, porque ella sí que habría querido volver a verlo. Obviamente no se lo iba a confesar–. Poco después falleció tu hermano. Lamenté tu pérdida, y te habría escrito, pero es que no me pareció… no sé… apropiado.
–¿Por qué? ¿Por si parecía que utilizabas la excusa para ponerte en contacto conmigo? Muchas mujeres lo hicieron.
Desde luego, podía resultar odioso. Mejor que Alek no tuviera a un hombre tan arrogante en su vida. Ni Alek ni ella.
–Supe que estaba embarazada un par de semanas más tarde –continuó–. Pero con lo de la coronación y todo lo demás, no me pareció el mejor momento para acercarme a ti. Supongo que nunca es buen momento para algo así.
Respiró hondo intentando no mostrar el dolor y la humillación que sintió al saber que todo lo que él le había contado sobre que no quería fundar una familia era mentira. Una mentira enorme. Su boda de cuento fue una puñalada, lo mismo que comprobar el arrobo con que miraba a su esbelta princesa de melena de ébano.
–Luego saltó la noticia de que te casabas, con lo cual, en cualquier momento tendrías un heredero legítimo y no habrías querido saber nada de un hijo nacido fuera del matrimonio.
Contra toda esperanza, esperaba que mostrase cierta dosis de arrepentimiento por acostarse con otra mujer apenas unas semanas de haberlo hecho con ella, pero cuanto vio fue un endurecimiento de su mirada.
–Pasaron casi cuatro meses entre las dos cosas –puntualizó–. Tuviste todo el tiempo del mundo para decírmelo.
Tenía razón, pero no iba a admitir que lo que la empujaba aquellos días era un miedo cerval a que un hombre tan poderoso como él se hiciera con el control de la vida de su hijo.
–Durante el primer trimestre de embarazo me encontraba bastante mal, y no habría podido digerir un drama.
Kostandin se alejó de ella. Era un maestro a la hora de controlar las emociones, de escondérselas a sí mismo y a los demás, pero por primera vez le costó trabajo no mostrarlas. Emerald Baker parecía saber cómo pulsar las teclas correctas. La bomba que acababa de soltarle podía poner en peligro sus planes de futuro. No quería creerla. No podía. Y, al mismo tiempo, no podía darle la espalda hasta estar completamente convencido de que mentía.
–Quiero verlo –dijo, volviéndose a mirarla–. Ahora –añadió.
–Eso no es posible.
–¿Por qué no? ¿Es que tienes miedo de que te pille en una mentira, Emerald? Igual no tengo ese hijo que dices. A lo mejor es simplemente que soy el más rico y útil de tus amantes.
–¿De verdad piensas que puedo ser tan mercenaria, Kostandin? ¿Desde cuándo te has vuelto tan desconfiado? –espetó y apretó los labios–. ¿O lo has sido siempre y yo no me di cuenta?
Prácticamente lo había sido desde siempre. En cuanto descubrió que nada era nunca lo que parecía. El mundo de la monarquía era todo humo y reflejos, y nadie decía nunca la verdad. Solo te decían lo que querías oír. O lo que pensaban que debías oír a fin de protegerse ellos mismos. Había sido ese lento goteo lo que lo había vuelto tan cínico, aunque había logrado mantenerlo oculto durante el tiempo en que pudo escapar de Sofnantis y el corsé de la vida de un monarca. Como empresario podía comportarse como le diera la gana. Trabajando duro había conseguido ganar una fortuna y tenía casas en San Francisco, París y Kahala, en Hawaii. Pero el destino quiso que lo convocasen en la tierra que lo vio nacer para ocupar el trono, y fue entonces cuando se dio cuenta de que la frivolidad no era un rasgo apropiado para un monarca. Fue su coronación lo que le permitió ocultarse en ese aislamiento emocional en el que nadie podría tocarlo.
–Vamos a dejar claras unas cuantas cosas, ¿vale, Emerald? Lo has organizado todo para tener ocasión de hablar conmigo, pero deliberadamente me has ocultado el anuncio que pensabas hacerme hasta después de acostarte conmigo, de lo cual solo puedo deducir que pretendías que yo me encontrase en una posición… ¿cómo decirlo? Más… maleable, lo cual no es nada más que un intento de manipularme. Y ahora dices que no puedo ver al niño. ¿Por qué has venido entonces? ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Dinero?
El desconsuelo que percibió en su mirada le hizo desear poder retirar la acusación.
–No quiero tu maldito dinero –espetó–. De hecho, me habría gustado no volver a verte la cara, pero es que esto no tiene nada que ver conmigo, sino con Alek. No voy a impedirte que lo veas, pero es que no es tan fácil, y no puede ser en este mismo momento. –Volvió la mirada hacia la ventana. El sol salía por la esquina este del jardín–. Para empezar, no vivimos en Londres. Mi hermana y yo nos mudamos a un lugar más barato.
–¿A dónde? –preguntó con impaciencia.
–A Northumberland.
–¿La zona de Newcastle?
–¿Lo conoces?
–¿Es que piensas que nunca he consultado un atlas? –espetó–. Sé que está al otro lado del país, pero eso no es problema. –Consultó el reloj–. Iremos en helicóptero.
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