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¿Qué es un rey sin heredero? Emerald Baker trabajaba en el guardarropa de un club cuando pasó una noche de pasión con un príncipe. Kostandin había accedido al trono y, cuando Emerald le dijo que había sido padre, su respuesta fue proponerle matrimonio. Y, por el bien de su hijo, ella consideró su proposición. Kostandin no iba a abandonar a su único heredero, pero, a pesar de la química incontrolable que seguía ardiendo entre Emerald y él, ella le dejó claro que el deseo no bastaba para unir a una familia. ¿Se atrevería a correr el riesgo de ofrecérselo todo?
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Seitenzahl: 186
Veröffentlichungsjahr: 2025
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© 2024 Sharon Kendrick
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La propuesta del rey, n.º 3167 - junio 2025
Título original: The King’s Hidden Heir
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370005641
Conversión y maquetación digital por MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Londres
La luz temprana de la mañana bañaba su cuerpo en oro pálido. Un muslo fuerte abrazaba su cadera con descuido, anclándola al lugar en el que deseaba estar. Con él. A su lado. Y, como había ocurrido varias veces a lo largo de la noche, debajo de él.
Aún llevaba él en el cuerpo el calor que desprendía el placer y Esmeralda lo recorrió con la mirada, maravillada de que un hombre pudiera ser tan fuerte y tan hermoso.
–No estoy dormido.
Su voz de marcado acento resonó en la alcoba, y ella no supo cómo responder, porque nunca había hecho algo así. Aprender la mecánica del sexo era lo fácil. Lo difícil era la parte emocional.
–Ha sido fantástico –suspiró. ¿Estaría bien constatar un hecho irrefutable como aquel?
–Sí que lo ha sido.
–¿De verdad? –quiso que le confirmara, deslizando la mano por su brazo.
–De verdad –respondió, al tiempo que quitaba la pierna de su cadera–, pero deberías habérmelo dicho.
Por un momento pensó en hacer como que no sabía de qué le estaba hablando, pero un viento frío había soplado con sus palabras, y el instinto le sugirió que un hombre como aquel no querría andarse con juegos.
Un hombre como él. ¿Qué sabía ella de hombres así? Prácticamente nada, aparte de lo evidente. Un príncipe. Un millonario perseguido por todas las mujeres del mundo, pero que la había elegido a ella, lo cual era difícil de asumir. Pero a ella no podía importarle menos su estatus cuando él le entregó su exquisito abrigo de cachemir y ella le hizo entrega del resguardo del club de caballeros en el que hacía algunas horas extra. Habían sido sus ojos como zafiros los que le habían hecho perder la cabeza. No lo había dejado entrever, por supuesto. No era tan tonta.
–¿Que era virgen?
–No me iba a referir a la sorpresa que me llevé cuando rechazaron tu tarjeta de crédito, ¿no?
¿Pretendería con esa frase marcar la diferencia entre ambos? ¡Como si fuera necesario! Pero daba igual. Él ya se había ocupado de decirle que aquello no iba a ser el inicio de una relación, a lo que ella le había contestado que no lo esperaba. Incluso había conseguido convencerse de que era cierto.
Pero la magia no ocurría con frecuencia y, cuando se presentaba, había que atraparla al vuelo. Eso era lo que había hecho. Había pasado la noche más maravillosa de su vida, y a continuación iba a tomar la decisión más adulta también de toda su vida: fingiría que no quería volver a verlo.
Northumberland, seis años después
Contemplar su cara le estaba poniendo el corazón patas arriba. En su imaginación, un torbellino de imágenes no deseadas se había desatado al ver sus aristocráticas facciones: piel dorada, cabello negro, ojos como astillas de cristal azul, cortesía de los poderosos griegos que habían invadido su país hacía mil años, aunque su boca de labios sensuales tenía más que agradecer a los italianos que habían llegado después.
Tenía la sensación de haber recibido un golpe en el plexo solar, así que decidió dejar de mirar la pantalla del ordenador justo cuando su hermana entró como una exhalación en la pequeña cocina de la casa que compartían.
–¿Has visto las noticias? –preguntó Ruby.
Emerald suspiró. Tenía delante una taza de té que se había quedado frío, al lado de una tostada sin tocar. Eso tendría que bastar a modo de explicación para una persona como ella a la que le encantaba desayunar.
–Claro que las he visto –respondió con serenidad–. Está por todas partes. Debería apagar el ordenador, pero es que me resulta imposible.
–Eso lo entiendo, pero no es lo que te quería preguntar. Qué vas a hacer al respecto es la pregunta.
Emerald tragó saliva contemplando por enésima vez la imagen de Kostandin y preguntándose si alguna vez llegaría a ser inmune a aquellas increíbles facciones.
–Emerald, ¿me has oído? ¿Qué vas a hacer?
¿Por qué tenía que hacer algo? ¿Es que no bastaba con esconder la cabeza bajo la arena y fingir que nada había ocurrido? Al fin y al cabo, cuando se despidieron, aquella gélida mañana inglesa, Kostandin le dejó bien claro que no tenía intención de volver a verla. No es que hubiera sido desagradable, pero sí meridianamente claro.
–No pierdas ni un segundo de tu tiempo pensando en mí, Emerald. No soy de los que tienen relaciones serias. ¿Lo entiendes?
Por supuesto que lo entendía. Él era un príncipe, y ella, una mera encargada del guardarropa. No se trataba de una pareja equilibrada, precisamente. Y su aventura de una noche iba a ser solo eso. Debería agradecerle la sinceridad. Pero, al parecer, ella era un tanto timorata porque, pocos días después de su apasionada noche, el hermano mayor de Kostandin falleció en un accidente de caza, con lo que el príncipe Kostandin pasó a ser su majestad Kostandin de Sofnantis y contrajo matrimonio, casi al mismo tiempo de ser coronado, con la prometida de su hermano fallecido. Desde entonces, vivían felices y comían perdices.
O al menos eso pensaban ella y el resto del mundo, a juzgar por las fotos para las que posaban acaramelados y que periódicamente inundaban las redes.
Pero no. Las últimas noticias hablaban de otra cosa. El rey y la reina de Sofnantis habían decidido divorciarse de mutuo acuerdo. Pedían a la prensa que respetase su intimidad y no había habido más declaraciones. Esa noticia no tendría mayor alcance para Emerald de no ser porque Kostandin estaba de visita oficial en Londres, lo que lo situaba tentadoramente cerca y no encerrado en su lejano palacio. ¿Acaso no era una oportunidad que le ofrecía el destino para hacer lo que había querido hacer hacía ya tanto tiempo? Lo que su conciencia la empujaba a hacer, aunque le aterrase.
–Si quieres que te dé mi opinión –irrumpió la voz de Ruby–, estoy segura de que ni siquiera querrá verte.
–Seguro, pero eso no es lo importante. La cuestión es que es padre de un niño que no sabe que existe, y tiene derecho a saberlo.
–¿Y tú? ¿A qué tienes derecho tú? ¿Es que tus necesidades no cuentan? Él es rey, uno de los hombres más poderosos del mundo. Y ha demostrado lo insensible que puede llegar a ser comprándose una mujer un par de semanas después de haberse acostado contigo. Si ahora te presentas con un hijo que es su heredero, ¿no crees que podría…? Igual decide quitarte a Alek.
–Las cosas ya no funcionan así –argumentó Emerald, aunque el miedo estaba presente en sus palabras–. A las mujeres ya no nos quitan los hijos los hombres, por poderosos que sean.
–Ah, ¿no? Yo diría que te olvidas de una cosa, Emmy. Es un hombre muy rico, sí, pero hay algo de lo que carece. Lo único que el dinero no puede comprar, y que es importantísimo para un rey: un heredero varón. En cuanto vea a Alek, que es el crío más listo y más guapo del mundo, llegará a la conclusión de que quiere tenerlo y hará lo que sea con tal de lograrlo.
–Te estás adelantando a los acontecimientos –respondió, molesta–. No pienso llevar a Alek conmigo. Quiero ir a verlo y encontrar el mejor modo de decírselo. Y si me parece uno de esos dictadores controladores, daré media vuelta sin decirle ni mu.
–No te habrías acostado con él si fuera un tío inestable.
¿Qué diría Ruby si le confesara que apenas lo conocía cuando pasó una noche inolvidable en sus brazos? Le daba un poco de vergüenza haberse quedado embarazada de un hombre con el que apenas había cruzado unas palabras en el exclusivo club de Londres en el que trabajaba hasta la noche en que la invitó a cenar y el cielo nocturno explotó en un millón de estrellas, lo mismo que su inocente corazón.
Acercarse a él iba a ser la parte más difícil. Kostandin ya no podría moverse con la libertad que lo hacía antes de acceder al trono. Tomó el ratón y lo movió por la pantalla hasta localizar la agenda de sus actos oficiales en el Reino Unido. Un banquete en su honor en Buckingham Palace. Un desfile militar. Ambos con una seguridad endiablada, seguro. Siguió leyendo:
El rey acudirá a una fiesta privada en su antiguo club, en The Strand. El presidente delCollonade Clubha declarado sentirse «honrado y entusiasmado» por que el monarca vaya a volver a uno de sus lugares favoritos.
Rápidamente bajó la tapa del portátil y se lo llevó arriba, lejos de la mirada de su hermana.
La modesta casa que compartía con su gemela y su hijo estaba descrita como de tres dormitorios, pero ni el más optimista la calificaría de otro modo que no fuera una caja de cerillas. Alek tenía el dormitorio más grande, Ruby el siguiente y ella el más pequeño, pero no le importaba. Al fin y al cabo, ella había sido quien había sembrado el caos en sus vidas con su inesperada preñez. Además, confiaba en la ayuda de su hermana para criar al niño, aunque ya era todo más fácil yendo Alek al colegio. Cerró los ojos y se imaginó su cabecita de cabello negro como la tinta inclinada sobre los deberes, pero junto con el orgullo de madre llegó el miedo. La vida de su hijo podía estar a punto de cambiar por completo, y la idea la llenó de inquietud.
En el móvil buscó un número que hacía años que no había utilizado. El primero no se correspondía con ningún abonado y nadie contestó en el segundo, pero una voz femenina conocida le respondió en el tercero.
–¿Emmy? ¿Eres tú?
–¡Pues claro que soy yo! ¿Cómo estás, Daisy?
–Estoy bien. ¿Se puede saber qué te ha pasado? Un día estabas y, al siguiente, ¡desapareciste sin dejar rastro!
Emerald notó cómo se le disparaba el corazón. No quería tener que contestar a preguntas como aquella, y menos en aquel momento. Nadie había sabido que se había quedado embarazada y así quería que siguiera.
–Pues decidí que quería darle la espalda a la vida en la ciudad y mudarme al campo. Mi hermana y yo nos animamos a abrir nuestro propio negocio de catering en Northumberland –explicó, lo cual era cierto–. No seguirás trabajando en el Colonnade, ¿verdad?
–Sí, allí sigo. Pero me han ascendido. Estoy a cargo de los turnos de personal.
–¡No me digas!
–Sí. –Hubo una pausa–. Te echamos de menos, Emmy. Los clientes te adoraban.
Y uno en particular.
–Verás, es que la semana que viene voy a ir a Londres y me encantaría verte, pero ando un poco justa de dinero. ¿Crees que podría haber alguna posibilidad de hacer un turno en el club?
Hubo una pausa.
–Es posible –respondió Daisy, con la inflexión en la voz de quienes van a decirte algo que no deberían decirte–. ¿Te acuerdas de aquel príncipe que estaba como un queso y que era miembro del club antes de que lo coronasen?
Un gesto risueño y un cuerpo de infarto se le materializaron ante los ojos.
–Vagamente.
–Pues va a dar un fiestón en el club. Supongo que para recordar viejos tiempos. Ha invitado a algunos de los miembros, y no nos vendría mal otro par de manos, sobre todo de alguien de confianza.
Una oportunidad así parecía demasiado buena para ser cierta. ¿Habría cambiado su suerte por una vez?
–Te lo agradecería mucho. Te debo una, Daisy.
Kostandin miró a su alrededor. Se había congregado un montón de gente en el salón principal de su antiguo club y todos ellos intentaban llamar su atención. ¿Había sido un error volver en busca de un reflejo, por débil que pudiera ser, del hombre que era entonces? Había sido allí, en Londres, donde había probado la libertad, antes de que las responsabilidades de su cargo le cayeran inesperadamente sobre los hombros.
La clase de vida que llevaba entonces parecía un sueño lejano. Aquellos días embriagadores en los que se podía mover por el mundo en relativo anonimato, disfrutando de los dividendos que la empresa de innovadores motores de inducción que había fundado le daba. Y cuando la gente le preguntaba por qué sentía la necesidad de trabajar tanto, cuando por nacimiento podría llevar una vida mucho más relajada, él se limitaba a encogerse de hombros. La verdad era solo para él: había visto a su padre destrozado por su debilidad emocional y a su hermano corrompido por la codicia y los excesos, y él no quería ser como ellos. Hasta que un giro cruel del destino hizo que el poderoso imán del deber lo atrapase.
Para él, aquel club era más que un lugar neutral en el que poder reunirse sin llamar la atención. Era el lugar en el que la había conocido a ella: una mujer que le había volado la cabeza y el cuerpo, empujándolo a comportarse de un modo muy poco habitual en él. Antes de Emerald, solo se relacionaba con mujeres de un estrato social similar al suyo. Así era más fácil. Pero dejó que aquella atractiva empleada del club pusiera patas arriba su vida, rígidamente compartimentada hasta entonces, ofreciéndole la noche más increíble que podía recordar. La rubia menuda que increíblemente resultó ser virgen. ¡Virgen!
Su cuerpo reaccionó al rememorar su maravilloso encuentro. Ella ofreciéndole su delicioso cuerpo con un fervor tan dulce como nada que él hubiera conocido. Le había advertido acerca de los límites que no iba a poder cruzar, y ella los aceptó solemnemente. El hecho de haberle arrebatado su inocencia lo había perseguido brevemente, aunque quizás aquella repentina picazón de la conciencia fuera un modo de justificar un comportamiento tan raro en él. Pero el recuerdo de su delicioso y curvilíneo cuerpo había permanecido, haciéndole desear otra noche de sexo sin ataduras. ¿Acaso no era esa una de las razones por las que había elegido aquel lugar?
Su secretario personal le hizo una observación.
–Miles Buchanan y su esposa están allí, Su Majestad, y sé que están deseando conocerle. Recordará que han hecho una cuantiosa donación a su fundación.
–Cierto, sí –respondió, intentando no parecer impaciente. ¿Qué sentido tenía organizar una fiesta si no era capaz de controlar el aburrimiento?–. Pídeles que se acerquen.
–Enseguida, Majestad.
Kostandin lo vio abrirse paso entre la gente para llegar junto a la pareja que tomaba una copa en un rincón mientras él seguía perdido en sus pensamientos, hasta el punto de que no oyó a la persona que le hablaba a la espalda.
–Disculpe, Majestad. –Oyó por fin.
Componiendo una expresión severa, la máscara que había adoptado desde que la noticia de su divorcio se había hecho pública –las mujeres a la caza de un marido de la realeza eran de una determinación sorprendente–, se volvió dispuesto a rechazar la atención de la persona que había roto el protocolo para acercársele. Pero las palabras murieron en sus labios al encontrarse con aquellos ojos verdes. En un primer momento creyó que era una mala pasada que le estaba jugando la imaginación, pero reparó en la melena de aquel matiz sorprendente, a medio camino entre el maíz y los rayos del sol, recogido en un moño en lo alto de la cabeza. Aunque él lo recordaba mejor desparramado sobre su pecho, accesible a sus manos…
–Tú –dijo sin pensar, lo cual era extraño en él, que medía cada palabra.
–Buenas noches, Majestad.
Portaba una bandeja con copas y se la ofreció, pero él no prestó atención ninguna a la bebida, cautivado como estaba por la inmaculada blusa blanca y la falda negra y estrecha que abrazaban su cuerpo menudo y que no podían disfrazar la sensual curva de sus pechos o la feminidad terrenal que exudaba, a la que su cuerpo estaba respondiendo con el clamor de un apetito que llevaba demasiado tiempo negándose.
–Emerald –susurró.
–Recuerdas mi nombre –se sorprendió, aliviada.
–No es difícil –respondió, intentando controlar el asalto del deseo–. Llevas una chapa de identificación.
–Ya –reconoció, sonrojándose.
–Es un nombre poco corriente.
–También Kostandin lo es.
Era una violación del protocolo llamarlo por su nombre en público, lo que vino a recalcar la razón por la que se sentía con derecho a hacerlo. Lo mejor sería despedirla con toda la delicadeza posible. Ya no era el hombre que flirteaba con ella cada vez que la veía en aquel pequeño cubículo del guardarropa, y menos aún el que le había quitado las bragas con los dientes, haciéndola reír. Quizás necesitase que le recordase, suave pero firmemente, que las cosas eran muy distintas ahora que era rey.
«Seguramente yo lo necesito tanto como ella».
No podía estar a merced de sus sentidos, pero, inesperadamente, todas sus reservas se redujeron a polvo. ¿No había pasado ya demasiado tiempo negándose lo que otros hombres daban por sentado, en pos de una forma arcaica de deber? ¿Por qué no podían verse, ponerse al día sobre sus vidas, hablar de los viejos tiempos?
–Me sorprende que sigas aquí –observó–. ¿No querías irte a Londres?
–Sí, eso quería –dijo, y parpadeó apagando y encendiendo aquellos ojos increíbles–. Me sorprende que lo recuerdes.
–Te sorprendería lo mucho que recuerdo, Emerald –contestó con suavidad–. ¿Y tú?
Vio que se oscurecían sus iris, que entreabría los labios, trayéndole a la memoria cosas que mejor haría en olvidar. El tacto de su piel y el modo en que lo lamió hasta que acabó derramándose en su boca. La sensación incomparable de estar dentro de ella mientras la oía gritar su nombre. Con ella, el sexo había sido muy distinto, y no conseguía saber por qué.
–Estoy segura de que podría recordar tan bien como tú si fuera el caso.
–Ah, ¿sí?
Un fuego cómplice ardió en sus ojos y el pulso de Kostandin le golpeó en las sienes, y comenzó a urdir excusas por lo que estaba a punto de hacer. No podía pasarse la vida como un siervo de su destino. A pesar de su estatus, Emerald Baker había demostrado ser tan discreta como deberían ser todas las mujeres y nadie había sabido de la noche que compartieron. Ni una palabra había aparecido en las páginas de cotilleos, deseosos siempre de cualquier historia relacionada con la monarquía. Había sido la candidata perfecta para una aventura breve y muy satisfactoria.
La boca se le quedó seca.
Qué sencillo sería ver si quería repetir… sin promesas. Sin corazones rotos. Dos adultos que sabían lo que querían. Por el rabillo del ojo vio que Lorenc caminaba hacia ellos y supo que tenía que actuar con rapidez.
–Emerald…
–¿Le apetece una copa, Majestad? –dijo, acercándole la bandeja, como si de pronto hubiera recordado lo que se suponía que estaba haciendo allí.
–No. Ahora no –contestó y, alzando mínimamente un dedo, hizo saber a su secretario que no debía acercarse–. Y, desde luego, aquí no. Había olvidado lo malo que es el vino de este club.
–El comité se llevaría un disgusto si te oyeran decir eso.
–Pero podríamos vernos después –continuó–. ¿Te apetece? ¿O tienes otros planes?
Vio el placer brillar en aquellos extraordinarios ojos suyos, pero atemperado por algo más. Algo que no pudo identificar.
–Me encantaría –contestó–. De hecho…
Con un gesto impaciente de una mano la interrumpió.
–Hay personas con las que tengo que hablar. ¿A qué hora terminas?
–A las once.
Kostandin miró el enorme reloj que presidía la recepción del club. Desde luego, no iba a quedarse a esperar. Nunca había esperado a una mujer y no iba a empezar en aquel momento. Podía reservar la biblioteca de la planta de arriba y ocuparse de parte del papeleo pendiente mientras ella terminaba su turno. Matar dos pájaros de un tiro.
–Mi coche estará esperando en la parte de atrás del edificio. Intentemos mantener un perfil bajo. No queremos anunciar nuestros planes, ¿no te parece?
–No, claro que no –contestó ella, pero las copas que llevaba sobre la bandeja entrechocaron al darse la vuelta como si le temblasen las manos.
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