Modesta dinamita - Víctor Goldgel - E-Book

Modesta dinamita E-Book

Víctor Goldgel

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Beschreibung

Modesta dinamita es una novela a varias voces que cuenta la historia de Floreal, un imprentero anarquista. La noche de su velorio, con la ciudad inundada, nueve personajes recorren un siglo de luchas a través de relatos íntimos en los que el amor se mezcla con la violencia y el humor negro con la ternura. Anacrónico y potente, Floreal muestra un compromiso con la acción directa que acaso ya no existe, y revive la sensualidad de una Buenos Aires todavía en disputa, cargada de futuro. Popular, festiva y revolucionaria, MODESTA DINAMITA hace hablar hasta a los muertos e invita a los intrépidos a preguntarse qué es la libertad. A fuerza de estilo, erudición y maestría narrativa, los protagonistas arman el relato apasionado y conmovedor de un mundo que podría explotar en cualquier momento y volverse el de los sueños.

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MODESTA DINAMITA

 

 

VÍCTOR GOLDGEL

 

 

 

Índice

CubiertaPortadaDedicatoriaModesta dinamitaSobre el autorCréditos

A los muertos

Me morí a las dos de la tarde. No hubo timbales para anunciar el momento, ni melodías de Bach, ni ángeles tocando esas trompetas largas que tienen. Sólo escuché zumbar una mosca y me acordé de Raimundo. De la estrella negra en su frente.

Era para mí esa estrella. Le tocó a él. Todo efecto tiene su causa, debió pensar, al sentir la detonación, el ruido de su cráneo al romperse. De alguna manera era cierto. Las cosas cambian de a una y los efectos son siempre fieles a sus causas. Martillo, fulminante, pólvora, lanzamiento, hueso, materia gris, la noche: todo eso se dio en orden. Pero en nuestra vanidad, cuando ya sólo es espanto, sentimos que el orden vuelve las cosas previsibles y que lo previsible es garantía de continuación; que el mundo va a seguir y que todavía somos parte del mundo; que no hay misterios eternos; que lo inesperado es una pausa que se toma la razón para emitir un mejor juicio. Algo de esto debió pensar mi hermano mientras un puntazo de once mil newtons le perforaba la frente y lo hacía caer fuera del tiempo.

A mí me tocó vivir otros tres cuartos de siglo y tuve insomnio de sobra para preguntarme por las causas. La cosa empezó junto con el año 24. En los países del norte, uno aprende yendo al cine, el año nuevo llega cuando los días son más cortos y las calles están cubiertas de nieve. Los borrachos se arriesgan a morir congelados, los pibes ya están por volver a la escuela y en las noches de festejo la gente escribe resoluciones. En Buenos Aires llega junto con los calores y en vez de hacer planes pedimos deseos. Con el sol todavía arriba después de las ocho, con todo el verano por delante, refulgente y borroso como el asfalto en la ruta, el tiempo se dilata tanto que se confunde con la fantasía. Es así siempre, pero ese verano austral de 1924 lo fue incluso más.

Era un caos la Argentina. Empezaban los años dorados de la economía, el país crecía más rápido que los Estados Unidos y comíamos carne cuatro veces por semana. Miles de chicos dormían en los baldíos y se alimentaban con basura y limosna. Se acababa de prohibir que los menores de 14 años se ocupasen del servicio doméstico. Al poco tiempo de inaugurarse el servicio aéreo entre Buenos Aires y Montevideo, el teniente Garramendi había cruzado a nado el Río de la Plata. Los senadores nacionalistas eran asesores de la Standard Oil, la Anglo Persian, el Bank of New York y el frigorífico Anglo. Por incitar a la huelga te daban seis años; por resistencia a la autoridad, cuatro; por sabotaje, ocho o nueve. Simón Radowitzky seguía preso. El presidente era un juerguista que había tenido problemas para terminar la escuela secundaria y había sido deportado al Uruguay; su esposa, una soprano portuguesa. De ministro de marina tenía a un paraguayo xenófobo que hablaba japonés. Ya casi no se hacían pogromos en Buenos Aires. Había doscientos mil judíos. Según los nacionalistas éramos dos millones, estábamos complotados con los bolcheviques y hacía falta empezar con los pogromos de nuevo. Las mujeres solas tenían prohibido entrar al país, y lo mismo los menores de quince y los mayores de sesenta. Mamá y papá se habían olvidado de la religión hacía ya mucho: las ficciones de los argentinos les resultaron desde un principio más pasaderas que las judías. Las mujeres con plata usaban grandes escotes en la espalda y (se decía) ropa interior de rayón. Algunas fumaban en público. Uno de cada diez muertos había sido víctima del bacilo de Koch. Uno de cada veinte, de Ford y General Motors. El carnicero de la esquina acababa de comprarse un Ford bigotes.

A mis quince años, cuanta más atención prestaba, menos entendía. Los vigilantes que habían matado a mi amigo Fernando en 1919 seguían a cargo del barrio y hasta tomaban mate con los vecinos. Yo, que no me olvidaba, me había dedicado por años a resistir invasiones de indios y jugar a la pelota. Ser adolescente todavía no me llegaba a transformar en otra persona y parecía consistir más que nada en pasar el día dando vueltas por las veredas con más sombra con la excusa de buscar a algún amigo para preguntarle si había visto a algún otro, como si fuésemos parte de un complot sin propósito. La flamante extensión de nuestros huesos, laringes y miembros sexuales nos tenía encerrados en una incertidumbre chillona, de la que buscábamos sobreponernos con sueños nebulosos, que nos encapotaban la cabeza sin resolverse en tormenta, y peleando contra los enemigos más grandes que podíamos encontrar: la sociedad, las injusticias y, sobre todo, nuestra interminable confusión. Como creía en la Fórmula, Raimundo ese problema se lo había ahorrado. Yo por la matemática no tenía mayor interés, pero pensaba mucho en una máquina para fotografiar pensamientos desarrollada por un científico vienés de la que me había hablado el papá de Ivancito. A la noche, en la cama, me apretaba los párpados para hacer placas de los míos. Era un poco como ahora, que veo desfilar los recuerdos. Me los apretaba con el pulgar y el índice y aparecía de todo: los guardabarros brillantes de un coche, una Remington 9 mm, un bote cruzando un arroyo… Algunas figuras solían repetirse y me esperanzaban. Veía una, al rato la veía de nuevo, y después otra vez, en un orden que tenía aire de código secreto y al final se transformaba en un catarro de motor que no quiere arrancar.

Fue jugando, como todos, me imagino, que aprendí mis primeras nociones de poder y violencia. El deporte, decía Kropotkin, se inventó antes que el estado como una forma de entrenamiento para la guerra; nada cuida mejor la llamita destructora que hay en los corazones ni los prepara con tanta minuciosidad para el sacrificio. Para ser un buen arquero, por ejemplo, hay que dejar que te pateen la cabeza las veces que haga falta. A la hora de la siesta salía a buscar a Gregorio y Fortunato para que me tiraran penales contra el portón de la fábrica de galletitas que había sobre Humahuaca. No lo abrían casi nunca porque la entrada principal estaba sobre Agüero. Aunque era demasiado alto, el ancho era más o menos profesional, y además tenía dos mojones de cemento pintados con rayas negras y amarillas que debían ser para que los carros no arruinaran las paredes pero que servían de palos cuando el tiro era rasante. Los penales, en realidad, nunca duraban más que unos minutos, porque con el ruido de los pelotazos contra el portón se vaciaban las casas de enfrente. Un pelotazo y salían los genoveses. Otro y salían los mellizos Mustafá. Otro más y ya habían salido los gallegos y los rusos. Cuando los Mustafá nos hablaban del Desierto de Siria, lo que yo me imaginaba era un largo partido de fútbol a la hora de la siesta; para el que se crio en una metrópolis, los únicos desiertos son las calles sin tránsito, y con una pelota sos Moisés. Las mías picaban más alto porque junto con los trapos viejos les metía una variedad de papeles que iba recogiendo en el taller y porque además pasaba horas golpeando la media para que la esfera después no perdiese la forma. El régimen económico era burgués. La calle era pública, el juego no lo había inventado ninguno de nosotros, los equipos se iban armando al tuntún, de cada cual se esperaban pases según sus capacidades y a cada cual se le perdonaban los errores según sus necesidades, pero el balompié era uno sólo y tenía propietario. El dueño podía seguir jugando hasta cansarse, o hasta que se cansaba Osvaldito Fontana (y en algún momento se cansaba, porque los viejos lo hacían levantar a las tres de la matina para que ayudase en la panadería de Agüero y Lavalle en la que después íbamos a entrar a expropiar con Scarfó). Era un crack Osvaldito, y por eso yo prefería siempre tenerlo de rival. Para mejorar. Daba unos pelotazos rasantes que ni en primera división.

Cuando nos cansábamos del fútbol hablábamos de boxeo, sobre todo si estaba Ivancito Schultz, que a finales del 23 se lució tanto en el arte de representar los seis minutos del match entre Firpo y Dempsey que encontró una profesión. El día de la pelea todo el mundo había ido a Plaza Congreso para ver si la cúpula del edificio Barolo se ponía verde o colorada, pero él y yo la habíamos escuchado más o menos en directo desde los altoparlantes que instalaron en la redacción de Crítica, que iban transmitiendo los cables de Nueva York: ¡Firpo lo tira del ring! ¡Dempsey despatarrado entre los periodistas! ¡El Toro Salvaje de las Pampas saluda a las damas! Ivancito hacía la pantomima y, aunque ninguno sabía boxear, todos se la admirábamos, y más que nada la cara de Firpo al pegar con la derecha, porque había llegado a Norteamérica con el húmero fracturado y con cada trompazo le debía subir el dolor hasta el cerebelo.

Con Ivancito fuimos muy amigos hasta que cumplí los quince, me hice libertario y le dije adiós a los juegos y la farsa. Unos años después, cuando la Sección Especial le cerró la escuela y lo mandaron a Ushuaia, el viejo me contó que lo habían contratado de actor en un teatro del centro. También se llamaba Iván, el viejo, y antes de caer preso estaba ahorrando para irse a vivir a la Unión Soviética. Por la mañana era maestro en una escuela argentina y por la tarde dirigía y enseñaba en ídish en una de las escuelas obreras que organizaba el PC, donde adoctrinaba a los pibes con espíritu internacionalista, odas al Ejército Rojo y fotografías del camarada Lenin. Iván hijo aprendió a leer en castellano con la revista Compañerito y en ídish con la Roiter Shtern, que se imprimía en el mismo taller que La Internacional. Pero además de rojos e idishistas, los Schultz eran lectores de ficción. Cuando terminaban La novela semanal Ivancito me la traía y después, al devolvérsela, intercambiábamos opiniones sobre las mejores partes. Iván padre tenía también completa la colección de Tor, pero esos ejemplares no los prestaba. Los manejaba como reliquias, sin abrirlos nunca más de 90 grados, porque al no estar cosidos era muy fácil que se deshojaran. Los había leído con tanto método que durante los años de Ushuaia nos los pudo contar uno por uno, con un amor por los mundos posibles que era la otra cara de su admiración por los comisarios del pueblo. Porque incluso un Lenin, un Trotsky y otros zares rojos por el estilo, los mismos que se habían vuelto indiferenciables de los monárquicos en su angurria de poder, los mismos que con una firma mataban en una mañana a 20.000 personas como si fueran conejos (a los héroes de Kronstadt, a los majnovistas en Ucrania y a tantos otros mártires del anarquismo), eran dueños de una generosa imaginación libertaria, o literaria, que para el caso es lo mismo. Como ellos, Schultz encontraba en las novelas el consuelo inconfesado a su falta de compasión. Nos juntábamos de a cinco o seis en su celda, expropiadores, anarquistas moderados y comunistas, hasta que se hacía la hora de la cena, y al día siguiente retomaba en el lugar exacto. No había más libros que los que él tenía en la cabeza. La biblioteca del penal la tuvieron cerrada por años y el único texto impreso que teníamos a mano estaba en la capilla y era ese compendio de leyendas hebreas enrolladas en piel de oveja que los cristianos llaman “el libro”. La parte de aventuras, la Torá, fue la que más disfruté, quizás porque ya me había entrado por ósmosis de caminar por el barrio. Años iban a ser de leer solamente la biblia en Ushuaia, y en algún momento me pareció, como a los curas brutos, que no me hacía falta otra cosa. Después de todo, era la gran sanata con la que se dominaba el mundo y por lo tanto también la que había que discutir para liberarlo de la hipocresía de burgueses, chupacirios y demás fariseos. Y discutirla es fácil. Si dios es bueno, la biblia es un libelo. Algunas partes me gustaban tanto que me las aprendí de memoria, inspirado por el método Schultz. Como la pasión del ateo tiene que estar a la altura de la del profeta, me imaginaba recitándolas mientras prendía fuego la capilla y las cabañas de los oficiales.

Con la edad me volví más contemplativo y les empecé a agradecer las obras de imaginación a los hebreos antiguos. Decía Dumas que los primeros cuentos que leyó los encontró en la biblia y, aunque con otras palabras, muchos escritores nacidos en la era de la razón y el progreso dijeron lo mismo. Además, basta con leer media hora a Proudhon para entender que el nuevo testamento es casi un manifiesto anarco-comunista y, por lo menos en esta parte del mundo, no es posible ser orador libertario sin hacer uso de mártires, profetas y promesas de redención. Pero reconciliarme con los hebreos me llevó unas buenas décadas, porque mis primeras lecturas habían sido muy diferentes, con una marcada inclinación por la pólvora, la esgrima y los piratas. Cuando tenía suerte, algún libro de Dumas o Salgari, que me dejaban la cabeza dando más vueltas que la cimitarra de Sandokán. Vas a terminar como el padre de Martín, me decía mamá. El papá de Martín era un tipo que había ido al colegio en Rusia y después a la Universidad de Buenos Aires. Stoliar, Gorodisky y Kaplansky no importaban una sola caja de literatura sin consultar primero con él, hasta que un invierno se sentó a escribir sonetos y no pudo parar. Escribía, se desmayaba de cansancio y al despertarse volvía a escribir. Se lo llevaron al Hospicio de las Mercedes y no lo dejaron salir más.

Pero por más novelines que leyera, o quizás por eso mismo, ese verano de 1924 yo todavía creía que las cosas extraordinarias sólo podían pasarles a los otros. El polvo recalentado por el sol que flotaba sobre las veredas, el silencio de las máquinas en el taller cada vez que bajaba de noche a hacerme la paja y lo inevitable de la polenta, a la que mamá le agregaba unos pedacitos de bofe para darnos el hierro, me habían acostumbrado a sentir mi vida como una calesita que, por más fantasías que me hiciera, iba a seguir dando siempre la misma vuelta. ¿Qué le podía pasar a un pibe como yo? No iba a tener que esperar mucho, sin embargo, para que esa calesita siniestra en la que me había tocado nacer, en la que los caballitos falsos subían y bajaban junto con la arrogancia de burgueses, rojos y camisas negras, me mostrase el resquicio por donde meterme a desatar al pobre caballo de veras que la hacía dar vueltas.

Eran las dos de la tarde, escuché zumbar una mosca y ahora he aquí un aprendiz de muerto tratando de acomodarse en lo eterno, o por lo menos de hacer un poquito las paces con lo que dejó atrás. El parentesco podrá ser una forma de organización reaccionaria, pero es bastante eficaz. Empezá por estos que tenés más cerca, te indica, y después ocupate de los que vayan apareciendo. Los favoritismos, la patria, el linaje, toda esa serie de enredos que inventó el mono sapiens cuando le dio miedo lo extenso nacen de la predilección salvaje por la propia sangre. Y a mí se ve que una vida entera de anarquismo no me alcanzó para ser del todo moderno, porque todavía me siento en deuda con ellos.

Lo que más quería Fermín, lo que más quiso después Violeta, era entender mi juventud. El comienzo. Lógico. Suelen ser lindos los comienzos. También son los señuelos con los que nos engaña el final. Pero yo siempre les tuve respeto a los señuelos. Bastante arte se necesita para armar uno que funcione. Tiene que ser vistoso, así no pasa desapercibido, aunque no tan extraño como para causar sospecha. Por eso la mejor artesana de señuelos sigue siendo la naturaleza. La historia le pisa los talones, y después venimos los obreros del texto, por lo menos desde la Edad Media, cuando los amanuenses empezaron a dejar en blanco el espacio donde tenía que ir la primera letra de un capítulo para que la pusiesen los crisógrafos y los iluminadores, que eran los únicos que las sabían componer. En las ediciones de lujo esas primeras letras eran más orladas que la imaginación misma; podían tener flores, santos, dragones y hasta paisajes enteros, porque para hacer entrar al lector hacía falta llamarle la atención con todos los colores del mundo. Después los tipógrafos tuvimos que hacerles frente a problemas parecidos, y ante todo al de cómo alinear la inicial con el texto. Cuanto más bonita la inicial, más importante es encontrar el punto justo. Una majestuosa pero aislada del resto es tan mal señuelo como una asfixiada por las líneas.

Toda la vida sentí que daba vueltas sin ton ni son por un laberinto, y ahora que por fin salgo veo que con cada paso mordía un poco más el anzuelo, incluso al final, demente, y también muy al principio, cuando por primera vez asomé la bocha al mundo y sentí el aire y el olor a leche y sobaco. La teta, los juguetes, las certezas: me dejé cautivar, de eso no hay duda. Pero también es cierto que alguna vez tuve coraje, me amotiné y en vez de mordisquear los de otros fundé uno o dos comienzos.

 

En el que, entre otros coloridos episodios de la Buenos Aires de los radicales y la General Motors, se relata cómo fui reclutado por el famoso anarquista expropiador Arcángel Vidigal y la manera en que, a pesar de los desaires inicialmente sufridos en las reuniones de la Agrupación Respuesta, sellé con él una camaradería que no por fugaz sería parca en consecuencias.

 

 

Aunque para conversar sobre anarquismo en mi familia siempre habían sobrado voluntarios, fue recién durante ese verano de 1924 que acepté lo que muy pocos aceptan: que a los explotadores solamente se los puede derrotar a través de la acción directa. Quien quiera oír que oiga, dice el cristo quince veces, y hasta el día de hoy hay quienes por suerte siguen sin darle bolilla. Pero hay que reconocer que tiene algo de verdad el refrancito. Yo, por ejemplo, a Vidigal ya lo había oído sin prestarle la menor atención. Los domingos la familia de papá venía a comer latkes a casa. Eran unos ocho, la mitad nacidos en Buenos Aires y la otra en el imperio ruso. Vidigal estaba juntado desde hacía casi un año con mi tía Eliana, que era la prima más joven de papá, y aunque no abría mucho la boca, me habría bastado con prestarle atención una vez para notar su desacuerdo con casi todas las opiniones que se solían proferir durante esas comidas. El último domingo de enero, sobre el final del almuerzo, el tío Abel discutía con papá acerca de la Agrupación Voluntad, que acababa de ser excomulgada por los editores de La Protesta. Hacía ya un tiempo largo que La Protesta se había moderado, así que en realidad recibir una excomunión de parte de ellos podía ser un motivo de orgullo, pero en el caso de Voluntad la cosa era un poco más debatible porque en el último atentado que se habían atribuido, el del Banco Nación, había muerto una muchacha de 19 años que justo pasaba caminando por la vereda al explotar la bomba. Para todos, esa muerte, aunque accidental, era un error grave.

—La sangre se paga con sangre —interpuso Vidigal, medio bajito, entre un bocado y el siguiente.

Duró el silencio. Todo el mundo estaba esperando que clarificara. Por ejemplo, que dijese a qué sangre se refería, si a la de la muchacha, a la vengada con el atentado o a una distinta. Pero él sólo parecía interesarse en el medio latke que le quedaba en el plato. El tío Abel fue el primero en perder la paciencia y le preguntó.

—En este mundo la única moneda que corre es la sangre —se explayó Vidigal.

—Ojo por ojo —dijo Abel, con un relincho de sarcasmo—. ¿Eso vos proponés?

Medía un metro noventa, Abel, y hablaba con voz de sargento. Cada vez que había que anunciar algo en las manifestaciones de la FORA lo mandaban a buscar y lo subían a un cajón de fruta.

—Yo no soy de proponer —contestó Vidigal—. Yo las cosas las hago.

Vidigal todavía se estaba sirviendo un poco de soda cuando Abel, que ya había dado la vuelta a la mesa en cuatro zancadas, le quitó la boina y se la tiró al piso. Vidigal se paró y para mirarlo a los ojos tuvo que inclinar la cabeza unos 45 grados. Abel se había convertido en un pulpo epiléptico, con brazos que trataban de sujetarlo desde varias direcciones, y que él sacudía para arriba y abajo y los costados mientras vociferaba insultos en castellano, en ídish y en ruso, todos con el mismo olor a vino y cebolla. Vidigal levantó su vaso, se terminó la soda y salió sin despedirse, sin la mujer y sin la boina.

—No te hagas mala sangre —me respondió papá cuando le saqué el tema más tarde—. Ya hablé con Eliana y le dije que no lo traiga más.

No atiné a decir nada. Me parecía una injusticia, porque Vidigal no había hecho más que mostrar su convicción en una casa donde se rendía culto al librepensamiento. Pero sobre todo me quedó dando vueltas eso de que las cosas hay que hacerlas. De hecho, creo que nunca estuve tan dispuesto a la acción como los días que siguieron a esa pelea. Cada vez que alguien me pedía algo, ya fuese barrer el piso, ir a comprar un poco de azúcar o empujar un carromato atascado en el barro, me ponía manos a la obra con el orgullo de ser alguien que las cosas las hace.

Cuando empezó febrero, se incendió medio barrio. De eso, como salió en todos los periódicos, no creo que haga falta decir mucho, salvo que nunca se supo cómo empezó el fuego y que la misma mañana en que nos abrimos camino a paso de cortejo entre los escombros y los charcos negros, ayudando a rescatar primero los cuerpos, después las ollas, las baldosas y los armazones de hierro de los catres, Vidigal arregló con una agrupación de albañiles para que vinieran el domingo. Llegaron unos cien. Vidigal era herrero y junto con Astor Felipelli, que también se dedicaba a la construcción y estaba en Respuesta, tenía ya diseñado el plan de trabajo. A la gente del barrio la pusieron a mover los escombros y limpiar el hollín en las casas de material, que eran las menos, mientras los albañiles iban preparando los encadenados y las vigas para los terrenos donde hasta unos días antes se habían levantado las de madera. A la tarde los pozos ya estaban llenos de hormigón y empezaban a atisbar paredes. Entre quienes se enteraron leyendo La Antorcha, que era la única publicación en la que todavía le daban espacio a Respuesta, y quienes conocían a alguien que había venido ese primer domingo, el fin de semana siguiente llegaron tantos voluntarios que hubo que rechazar a los que no tenían oficio. Comieron seiscientas tortas fritas, preparadas en las veredas con harina incautada.

Un martes a la tardecita, después de darle muchas vueltas, decidí ir a ver a Vidigal para devolverle la boina y hacerle saber mi opinión. Me abrió la puerta Eliana, que todavía tenía puesta la ropa con olor a vainilla y sándalo que usaba en la perfumería de Gath & Chaves. Vidigal estaba en la cocina, en camiseta y calzoncillos largos, tomando mate sobre unos papeles. Me ofreció una silla. Me preguntó por mis ideas políticas y si yo también me ocupaba de la imprenta. Al final me invitó a los mitines de la agrupación, que se hacían los viernes a las diez de la noche en el taller de Gómez Velázquez.

Cuando llegó el viernes inventé algo en casa y fui. Estaban terminando de redactar la lista con los nombres y las direcciones de los carneros de la huelga general. Eran unas doce personas, acomodadas entre las máquinas. Esa noche aprendí que Vidigal no necesitaba levantar la voz para intercalar razones, porque adivinaba los instantes de silencio. Otro don que tenía, el más letal, era que sus conclusiones eran indistinguibles de sus premisas. Era, si se quiere, un soberbio, pero nunca fue vanidoso. A diferencia de los cobardes, no buscaba engañar a nadie, y mucho menos a sí mismo. Su mano derecha, Benito Scarfó, me llevaba tres años. De él me hice amigo a mediados de marzo, cuando al pibe que lo ayudaba en las panaderías, el Ruli Kaflún, le rompieron las piernas. Fue por culpa de un calabrés, que era espía de la Brigada Ideológica y en las reuniones se hacía pasar por ladrillero. Cuando nos dimos cuenta lo cagamos bien a trompadas, pero en la reunión siguiente entraron veinte vigilantes con perros y nos cagaron a palos a nosotros. El Ruli fue uno de los que más ligó. Como yo había quedado más o menos entero, y además era ágil, a Vidigal se le ocurrió que iba a poder trepar por los techos y alcanzarle las bolsas a Benito. La única vez que nos agarraron fue en la de los Fontana. Habíamos ido a las doce de la noche pensando que a esa hora estarían durmiendo, pero resultó que al día siguiente se casaba la hija de un almacenero y habían hecho un encargo importante. Vimos aparecer al papá de Osvaldito en la esquina. Se nos vino al humo. Benito sacó veinte pesos, le pagó las bolsas, le dijo que respetase el precio máximo y se dio vuelta para irse. Fontana lo agarró de la muñeca y recién ahí le cambió algo en los ojos, como si hubiese necesitado tocarlo para darse cuenta de que no éramos nenes de pecho. Una cabeza le sacaba Benito.

Como después de expropiar no nos podíamos dormir por la adrenalina, dábamos vueltas y hablábamos de fútbol. Cuando nos poníamos más ambiciosos tratábamos de entender las peleas entre las organizaciones, que se remontaban a mucho antes de que hubiésemos nacido, y él de vez en cuando me hablaba de sus trifulcas con los Fasci di Combattimento en los muelles de Nápoles, su nostalgia de Benevento y su plan maestro para asesinar a Mussolini.

—Allá los muchachos no tienen más fe —se quejaba.

A mí me parecía que lo mismo pasaba en Buenos Aires. Anarquistas en serio, por lo menos, quedaban muy pocos. Los que no se habían pasado al comunismo habían empezado a votar o a afiliarse a sindicatos.

Nos volvimos mejores amigos, y hasta me pagó una papirusa. Me llevó a un pesebre grande, bien amueblado, en el que había cinco polacas cenando, y me dijo que eligiera. Hice un gesto con el mentón apuntando hacia la más modosita, pero la que se levantó fue la de al lado, una grandota, quizás porque era la única que ya había terminado de comer, o porque se dio cuenta de que a mí iba a hacer falta educarme. Mucho no lo disfruté, pero por lo menos pude dejar de decir que era virgen. A lo que sí le fui agarrando el gusto fue a comer afuera. Fue también gracias a la subvención de Benito, porque yo el sueldo que ganaba en el Club Alemán se lo pasaba entero a mis viejos, y él, que había aprendido el oficio de fontanero en Nápoles, a veces ganaba unos doscientos o trescientos pesos por mes. Expropiábamos juntos, cenábamos en restaurantes y nos hablábamos la vida. Así y todo, yo me daba cuenta de que había cosas que no me contaba.

El único otro que me prestaba atención era un urso de casi dos metros al que le decíamos Chiquito porque era el menor de cinco hermanos. Para él se había hecho el refrán ese de que cuando no estaba preso lo andaban buscando. Ya lo habían retratado dos veces, una por incitación a la huelga y la otra por golpear a un vigilante. Era muy activo, por lo estrecho; como todo le parecía simple, lo resolvía de inmediato, y entonces le quedaba tiempo para tomar a todo el mundo por el churrete. Me cuesta un poco criticarlo porque al poco tiempo lo mataron, pero prefiero ser honesto. Si algo aprendí a lo largo de mis noventa y dos años es que la mentira es ladrona y te roba los sueños.

—¡Pucha que estás flaco! —me empujaba el Chiquito cada vez que me tenía a tiro—. ¿Hoy no te dieron la lechita?

En junio descubrí que si la mayoría de nosotros tenía dos vidas, la del sometimiento al orden burgués durante el día y la de la organización y la protesta durante la noche; la de sodero, canillita o lavadora (o lo que fuera que te hubiese tocado en la lotería del hambre) y la de socialista, maximalista o anarquista (o lo que fuera que hubieses elegido para revertirlo), la segunda de Vidigal se desdoblaba en una tercera, conocida por muy pocos. La Agrupación Respuesta era la antesala a la que se asomaba los viernes a la noche para elegir los colaboradores de confianza que esa vida secreta le requería.

—Floreal —me llamó después de una las reuniones—. Te quiero consultar por un asunto de imprenta.

Como la única lámpara encendida, una de carburo, le había quedado detrás, tenía la cabeza hecha una bola negra.

—Vos sabés que tu papá me ha quitado el saludo —la voz le salía de los ojos—. Y yo ando necesitando un tipógrafo.

Estuve a punto de decirle que iba a volver a hablar con papá para hacerlo entrar en razones.

—Discutir con moderados —me adivinó el pensamiento— es como arar en el mar. Prefiero que de esto nos ocupemos nosotros.

Como decía Bakunin, no somos hijos de nuestros padres sino del futuro.

Goteo de Floreal. Le chorreo entre las células, atraído por los trillones de toneladas de hierro y níquel que tenemos debajo, y voy abriendo caminitos hasta que me doy contra un hueso, un cartílago o la piel, que todavía aguanta. Como en el asunto de hablar siendo inerte él todavía es neófito, y como su amor por el folletín y su melancolía por el hermano lo distraen de lo eterno, pero también de lo importante, me permito interrumpir para poner esto en escala. ¡Atiendan, atorrantes! Llegó el momento de aplaudir a los seguidores de Gutenberg. Celebren, si saben leer y escribir, cada aniversario de aquel invierno en que el alemán le pidió prestada al cuñado la prensa de las aceitunas y los tipos móviles se sentaron alegremente sobre la alfombra mágica del pensamiento. Sí, ya sé. Escritura ya había, y aunque palmen todos los imprenteros va a seguir habiendo. ¿A mí me lo van a explicar? ¿Cómo se dice lápiz en alemán? Palito de plomo. ¿Con qué escribían los antiguos sobre la cera y sobre los papiros? Con estilete de plomo. ¿Y de qué otro metal, si no de mí, estaban hechas las tablillas de maldición sobre las que griegos y romanos grababan sus pedidos a doña Perséfone, don Hades y demás burócratas del inframundo? Hace miles de años que soy experto.

Si me tomo el trabajo de recordar al camarada Gutenberg es porque tengo una deuda especial con el gremio imprentero, que tantas glorias me ha prodigado y al que tanto le debe la causa anarquista. ¡Cómo!, se rascan la capocha, ¿el plomo anarquista? ¿No era Saturno el de la órbita lenta? ¿No era bastión de estabilidad y estructura? ¡Está el mundo patas para arriba! ¿Pero saben qué pasa? Que en algún momento me harté de dormir en la galena y me convertí en saboteador. ¡Viva la dinamita! No hay buen pan sin levadura, ni joie de vivre sin sabotage. ¡Ah!, ¡ah!, ya escucho los grititos, ¡que alguien llame a la comisaría! Pero a ver, usen un poco el marote: ¿dónde estarían hoy ustedes sin el sabotaje de imprenta: sin las tesis de Lutero, sin periódicos, sin panfletos revolucionarios? Tirando de un arado feudal estarían. Es cierto, ya los alquimistas tenían claro que soy la primera materia, y que al sol hay que ponerle límites porque es un guachito arrogante, pero fueron los científicos de la imprenta quienes supieron usarme mejor. La mezcla de palabras puede ser tan eficaz como la de sustancias. La era de las luces, la llaman, y la llaman mal. Luz ya había; una luz monocorde, arrasadora, de mediodía en el desierto; una claridad atroz que no dejaba ver. Cuando se empezaron a hacer libritos de a mil, el mundo se llenó de duda. ¿Y qué es la duda? Dinamita. Los Floreales y los Gutenbergs, saboteadores como yo, encendían las mechas y hacían estallar lo uno en perspectivas.

A Floreal me le metí antes que nada por los pulmones de la madre, que en su afán obseso de encerrar el polvo en un tacho de lata barría el taller todas las mañanas, haciendo volar miles de partículas tan grávidas de mí como ella de su feto. Una vez parido, lo seguí intoxicando a través de unos soldaditos que le hizo el padre con una caja de mayúsculas gastadas, y que él succionaba con el mismo ímpetu de su madre al barrer. Pero fue recién cuando tuvo permiso para bajar al taller que empezó a ingerirme en cantidades respetables, al pulir las matrices o limpiar con bencina los tipos. Y ya ven, a pesar de la anemia vivió noventa y dos años. Pero incluso los tipógrafos y linotipistas de escasas temporadas murieron con la frente en alto, sabiéndose mártires de una de las pocas invenciones relevantes del austero genio humano. Como los patriotas por la patria, los imprenteros mueren por la imprenta; mueren, por extensión, como apoderados míos. Así que sépanlo, si es que siguen sin saber: cuando aplauden a Floreal, cuando aplauden a los libros, me están aplaudiendo a mí. A su mecenas. A su veneno.

El techo es muy alto y el viento hace entrar las gotas. Caen sobre el parabrisas del furgón, le arruinan el peinado a mamá, le hacen brillar el saco a Tomás, me golpean la nariz, la frente, los ojos. Con el agua hasta las rodillas, en lo que vendría a ser la vereda, una mujer abre un paraguas. Los refucilos amarillean las nubes y una bolsa de nylon se mueve en el aire sin orden, acribillada por la lluvia: cae, sube, vuela hacia la izquierda, la para un semáforo sin luces. Juan B. Justo es un río. Del otro lado, los autos que llegan por Corrientes se agarran a los bocinazos con los que no se animaron a cruzar y vuelven en contramano. Rojas, blancas, inhumanas, las luces de los faros se reflejan en lo líquido. Un camión de escombros arremete con alas de espuma y nos damos vuelta para mirar la hazaña. Se sumerge hasta el paragolpes en lo que vendría a ser Juan B. Justo. Se le hunden las ruedas, vuelve a formarse completo y al pasar frente a donde estamos y ver que la gente lo mira toca la bocina dos veces.

Tuvo suerte que no le entró agua por el caño de escape, nos dice, con el abuelo atrás, el chofer del furgón.

Tomás llamó para avisarnos que estaba empezando a inundarse y que iba a ser un quilombo llegar hasta la biblioteca, pero mamá tiene razón, está bueno hacerlo en un lugar que haya sido parte de la vida de él. Pasamos casi toda la tarde sentadas, sin hablar, y cuando llegaron los tipos a mamá se le ocurrió que íbamos a necesitar café, azúcar y vasitos de plástico, así que me fui corriendo a un supermercado, y cuando volví ya lo estaban bajando por la escalera. Fueron solamente diez cuadras en el furgón, pero íbamos medio dobladas para no golpearnos la cabeza contra el techo, y la lluvia caía fuerte. Tomás se ve que nos vio llegar porque cruzó desde la biblioteca. Para acompañarnos. Es medio raro estar acá con él. Las otras veces que vine no estaba, así que no nos veíamos desde que terminó el colegio. Se puso un saco de lana y tiene olor a desodorante y caramelos Halls. Habla con mamá. Me mira y cuando lo miro deja de mirarme.

De las rejillas que rodean la Esso, por donde se debería ir, sale el agua a borbotones. Acá, junto a los surtidores, estamos más alto. Podríamos habernos quedado sentadas, pero hubo que saludar a Tomás. Ahora soy yo la que mira para otro lado, porque no tengo ganas de conversar. Los dos tipos siguen adentro, con el motor apagado y las ventanillas bajas. Hay otra docena de autos amontonados debajo del techo. Tienen miedo de que vuelva a caer granizo. Mamá se acerca al chofer, le pregunta algo. Debe ser de antes de que yo naciera el furgón: el tapizado celestito, el cenicero, la palanca de cambios que sale del volante.

Atada a un arco metálico incrustado en el piso, cerca de la esquina, hay una soga que cruza Juan B. Justo. Va bajando muy de a poco hasta tocar el agua, a medio camino. La corriente la empuja hacia la derecha. También debe estar atada a algo allá del otro lado, pero no llego a ver porque me encandilan los autos. Para los costados, en cambio, está todo negro y los troncos de los árboles se confunden con el agua. Por el ruido que hace el motorcito pareciera que el bote anda por ahí, a la altura de la biblioteca, donde apenas se distinguen, a través de la lluvia, dos o tres luces. De golpe, entre dos troncos, veo una más grande, algodonosa; más bien un resplandor. Se mueve despacio, a la misma velocidad que el ruido. Recién veo que es el bote con la luz de un auto que no se anima a cruzar Juan B. Justo y pega la vuelta. De a poco empiezo a diferenciar figuras. Tres. Las que van sentadas adelante tapando a la de atrás, que tiene un piloto amarillo. Enfilan hacia una parada de colectivos donde esperan dos o tres personas. Ya casi no llueve, pero de vez en cuando se escucha un relámpago.

Mamá empieza a caminar hacia la parada. Se va volviendo petisa. Se mezcla con el fondo oscuro del agua. El del piloto amarillo, el capitán, todavía está sentado. Del cuello le cuelga una linterna de tubo fluorescente que le ilumina partes de la cara: la pera, los labios, las aletas de la nariz. Con un brazo se ocupa del motor y con el otro se agarra del caño de la parada de colectivo. Mamá le habla con el agua hasta las rodillas y él levanta la cabeza para mirarla. Apaga el motor, o se le apaga, y con la mano libre se masajea la nuca. Dice algo y mamá le contesta, pero todo se disuelve en el murmullo de los árboles. Empiezan a subir los nuevos pasajeros. Mamá se da vuelta y camina hacia acá, cada paso un afán, los brazos abiertos para darse equilibrio y las piernas cada vez más largas. Detrás de ella, a medida que se sientan, los pasajeros se aclaran a la luz de la linterna. El capitán se pone en cuclillas. Sostiene el motor con una mano y con la otra levanta una cuerda y pega un tirón para encenderlo. Es un movimiento brusco, casi de alarma, como si el aparato, que hace un bufido y se calla, fuese una bestia capaz de devorarle los dedos. Prueba de nuevo con un tirón más largo y lo pone en marcha. El ruido del motor extiende su renuencia, como si la misma obstinación que había puesto en no arrancar la pusiese ahora en ser solícito.

Dice que en el próximo viaje nos lleva, anuncia mamá. Primero a mí con el cajón, y después vuelve a buscarlos a ustedes.

Yo puedo cruzar caminando, le contesto, y me hace que no con la cabeza.

Para la gente del barrio es un día más. Salieron a hacer las compras. En la puerta de un edificio, una mujer con un changuito se arrodilla para arremangarle los pantalones al hijo. Sombras de clientes manchan el ámbar de la casa de quesos y el blanco efervescente, como de farol a gas, de la panadería. La verdulera, con delantal morado, usa una linternita para dar el cambio mientras un adolescente esmirriado, probablemente su hijo, sacude el agua de una lona de plástico verde. En la puerta del minishop de la Esso uno de los empleados explica que sin electricidad no se puede cargar combustible. A su derecha, junto al freezer, varias personas hacen cola para comprar bolsas de hielo.

Tengo ganas de hacer pis. Al lado del minishop está la puerta del baño, pero yo sin luz ahí no me meto ni loca.

Arranca el furgón al lado nuestro y me hace vibrar los huesos. A través de la ventanilla semiabierta veo al chofer bajar la palanca y volver a apoyar la mano en el volante. De los faros se levanta un vapor. La luz, mucha, fuerte, detalla las superficies. Con una lentitud triste o prudente, el furgón se va metiendo en el fluido negro que corre por la avenida. Caminamos. Cuando se acaba el techo, las pocas gotas que todavía caen se estrellan en mi cara. Me hacen achicar los ojos, pero igual llego a ver cómo refulgen los troncos y cómo los litros de lluvia acumulada en las copas chorrean por las cortezas y se pierden en la inundación. Bajo el peso de las ruedas, el agua hace shhhh. Cada vez más agua, cada vez menos ruedas. Mamá y yo vamos unos pasos atrás, enrojecidas por los faros. Aunque son cosas de las que seguramente no vamos a hablar, sentimos el trabajo en las piernas, las convulsiones del agua, los destellos, las salpicaduras. No es muy larga la marcha, pero dura un tiempo en el que caben varias ideas que me distraen de la situación y me hacen sentir culpable: que no debería haber traído la cámara, que tengo ganas de hacer pis, que en Alemania ya es viernes.

El furgón llega a la parada. Se apagan el motor y las luces. Mojándose las piernas por primera vez, los dos tipos caminan hasta la puerta de atrás. La abren. Vemos muy poco. El que no es el chofer se sube chorreando, en cuatro patas. Gatea por un costado hasta el fondo. Desengancha el cajón. Lo empieza a empujar hacia afuera.