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Lo que comienza con la muerte de dos mujeres, en apariencia desconectadas, irá tomando caminos paralelos, cuando encuentren en ambos cuerpos evidencias físicas y heridas muy similares entre sí. Aparecerán entonces, más cuerpos, lo que los hará pensar que se enfrentan a un asesino en serie. Las conexiones entre las víctimas llevará a los investigadores hasta la Ciudad de Buenos Aires, donde el caso se transformará en una investigación federal. Y algo que ocurrió hace mucho tiempo atrás, los ayudará a que las pistas vayan encajando como las piezas de un rompecabezas siniestro… Gaston Intelisano nos invita a espiar en la escena del crimen, a meternos en la sala de autopsias y seguir a los forenses a sus laboratorios en una cacería criminal sin precedentes.
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Seitenzahl: 340
Veröffentlichungsjahr: 2013
“Del latín, modo de actuar o de hacer las cosas cuando es característica y reiterada.
Expresión empleada fundamentalmente en criminalística para hacer referencia al modo característico de actuar de un delincuente.”
Intelisano, Gastón
Modus Operandi. - 1a ed. - Don Torcuato : Autores de Argentina, 2011.
268 p. ; 22x15 cm.
ISBN: 978-987-1791-20-0
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título
CDD A863
Director editorial: Germán Echeverría
Diseño y diagramación: Bonsai Group
© 2011 Gastón Intelisano
ISBN: 978-987-1791-19-4
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
E-mail: [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Dedico este libro a mis padres, Leonardo y María Teresa
Los pilares que cimentan mi vida y mi carrera.
Si bien sólo aparece mi nombre en la portada de este libro, fueron mu- chos los que hicieron su desinteresado aporte para que éste fuera más que una historia en mi mente y un sueño en mi corazón.
Agradezco el apoyo y aliento de mis amigas y Médico-Legistas: las doctoras Nora Nigro y María del Carmen Almada. Todo lo que sé sobre autopsias y procedimientos médico forenses lo aprendí de ellas.
A mi tío, el Oficial de Policía José Varela que fue mi enlace con la Po- licía Científica y con todos los que después inspirarían a muchos de los personajes.
A otro de mis tíos, Fernando Intelisano, que con entusiasmo y paciencia me llevó por distintos escenarios que se describen en la novela, como el Tiro Federal, El ComplejoVucetich, el barrio Los Troncos y el Cementerio de la Ciudad de Mar del Plata.
Quiero expresar mi más profunda gratitud y cariño a mis profesores y amigos Eglantina García Pais y Leonardo Capristo, que me ayudaron y acompañaron de todas las maneras posibles. Estaré eternamente agrade- cido con Eglantina, que leyó y corrigió mi novela y sólo tuvo palabras de elogio.
A mi amiga Ana Ghio de Editorial El Ateneo, que leyó mi primer ma- nuscrito, me dio su crítica sincera y aportó ideas muy interesantes.
Y a mi familia, especialmente a mis padres y mi hermana Karina y a mis amigos: Augusto Castroagudín, Alejandro Morán, Glenda Giardina, Carolina Cattanea, Jason Salesansky, Alejandra Verrastro, Roxana Santillán, Gustavo Romero, Luis Campilongo, Eduardo de la Torre, Ariel Toledo, Tomás Del Mármol, Paula Fiscella y a todos los que me dieron el empuje y las fuerzas para terminar la novela y decidirme a publicarla.
Gracias por soportar mis largos silencios y encierros en los que estuve inmerso mientras investigaba y escribía cada uno de los capítulos.
Por último, y no por ello menos importante, a Germán Echeverría, Director de la Editorial Autores de Argentina, por hacer realidad mi sueño de publicar este libro.
Mis agradecimientos a todos y cada uno de ustedes. Lo hemos logrado juntos.
Gastón Intelisano
Buenos Aires, Febrero de 2011
“En la investigación criminal, cuando descartes lo imposible, lo que quede, aunque sea improbable, será la verdad.”
Sir Arthur Conan Doyle. (SherlockHolmes)
“El tiempo es un golfo, igual que los que se
extienden entre las islas y la península, pero el único ferry que puede cruzarlo es la memoria.
Y eso es como un buque fantasma: Si deseas que desaparezca, al final lo consigues.”
Stephen King . (DoloresClaiborne)
Nací en San Martín, Provincia de Buenos Aires, el 16 de Mayo de 1978. A los 23 años me recibí de Licenciado en Criminalística tras haberme sido otorgada una beca universitaria por el Congreso de la Nación Argentina. Durante cuatro años acompañé como pasante universitario a la U.M.F.I.C. (Unidad Médico Forense de Investigación Criminalística, dependiente de Científica de La Policía Federal Argentina) donde pudo observar de cerca el trabajo tanto de Médicos forenses como de Peritos y asistir a numerosas escenas de crímenes y autopsias. En 2008 me recibí de Radiólogo, título que aportaría conocimientos médicos, aplicados a la resolución de investigaciones criminales. Desde 2011 pertenezco al Cuerpo Médico Forense del Departamento Judicial de La Provincia de Buenos Aires. MODUS OPERANDI es mi primera novela..
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Como dice la teoría del caos, hasta el aleteo de una mariposa puede generar un maremoto al otro lado del mundo. Así yo estaba por descubrir que todos los hechos en la vida están conectados. Y que el pasado nos persigue por siempre.
Esa noche eran pasadas las tres de la madrugada y continuaba aún sin dormirme.
Casi agradecía que el Inspector Battaglia me hubiese llamado a esas horas, sacándome de la inquietud del insomnio. Pero su llamado a altas horas de la noche, como en otras oportunidades, no era una buena señal. Más bien era la señal de que algo malo había pasado.
Ni bien terminé de anotar la ubicación de mi próximo destino, me puse uno de mis clásicos pantalones oscuros, una camisa clara con algunas arrugas que esperaba que nadie notara, mis zapatos que reservo para escenas del crimen que están a la intemperie y me dirigí al baño para intentar borrar el insomnio que llevaba grabado en el rostro. Tarea que era muy difícil de lograr con tan poco tiempo. Para una mujer hubiese sido fácil, ya que cuentan con maquillajes, cremas y demás sorpresas que ayudan a ocultar las situaciones o disimular la inexistencia de belleza propia.
Mi calle se encontraba silenciosa; en las ventanas de mis vecinos no habían luces, lo único que rompía con esa impagable tranquilidad era el zumbido del motor de mi auto que con sus faros delanteros cortaba la oscuridad de esa noche como un cuchillo afilado.
Tras hacer varios kilómetros desde mi casa, llegué a la Avenida Martínez de Hoz que bordea la costa de Punta Mogotes. Casi no había tráfico por esa vía y después de pasar por el Faro, cuando tomé la ruta 11 alcancé a divisar a los patrulleros y sus luces destellantes.
Al estacionar al lado de uno de ellos pude ver delante de mí, la clásica cinta amarilla, que en algunos casos era blanca y con letras rojas, que ad- vertía que se estaba frente a la escena de un crimen y que no se permitía el paso.
Pude observar que ya estaba en el lugar la doctora Andrea DeMarco, la Médico Legista, que me saludó con la mano, invitándome a que me acercara.
La doctora De Marco fue la primera persona con la que entablé una amistad al llegar a la Departamental de la Ciudad de Mar del Plata. Apenas conocí a esta mujer de cabellos rubios y ojos tan celestes como el océano Pacífico, supe que nos llevaríamos bien. Aunque me superaba ampliamente en edad, ella bordeando los cincuenta, y yo adentrándome en los treinta, la química entre nosotros fue inmediata. Su amistad me ayudó mucho en mis primeros tiempos de adaptación. El hecho de ser de Capital Federal había generado entre mis nuevos compañeros un grado de hostilidad del cual en ese momento no tenía idea, pero que era visible en sus rostros y actitudes hacia mí.
Supongo que era porque, sumado a lo que ellos llamaban “el porteño”, yo era quien había ingresado a la DMDP, como jefe de la división Rastros. Yo venía a reemplazar al anterior jefe de unidad, que era un tipo muy querido y que había tenido que jubilarse por verse aquejado por la enfermedad de Parkinson, un padecimiento neurológico degenerativo en el que una parte del cerebro deja de producir suficiente dopamina, la sus- tancia que hace posibles las funciones motoras normales.
De Marco me trajo de nuevo al presente con un comentario burlón sobre mi atuendo y de cómo llevaba la almohada pegada al rostro.
Me comentó que había llegado hacía casi una hora y que debido a la locación, sería muy difícil encontrar algún rastro. Me llevó hasta el lugar donde se encontraba el cuerpo. Era a unos veinte metros de la ruta, adentrándose en el bosque que desemboca en la playa, en medio de dos balnearios. Se trataba de una mujer de mediana edad, blanca y de largos cabellos negros. Estaba acostada sobre su brazo izquierdo en donde apo- yaba su cabeza.
No tenía puesto calzado de ningún tipo, lo que me llamó la atención. Su espalda estaba al descubierto, ya que su remera estaba rota; sus panta- lones algo sucios por lo que parecía grasa o aceite. Había sido hallada por unos chicos que volvían de una borrachera que terminó antes, y que se habían detenido a orinar debido a que la zona no estaba cercada, como en los balnerios aledaños.
De Marco comenzó con su examen preliminar del cadáver que fue fotografiado previamente, en tomas generales y de detalle, las que servirían luego para ubicar fehacientemente dónde se había encontrado el cuerpo, así como las lesiones que presentaba.
A medida que ella iba desnudando el cuerpo de la víctima, yo iba colocando sus ropas en bolsas de papel madera identificadas con fecha, hora y número de caso; serían enviadas al laboratorio en busca de posibles rastros del cómo, dónde, cúando y - lo más importante -, quién había cometido ese crimen. Después de que finalizó el examen exterior, así como las to- mas fotográficas de las heridas, que por cierto eran numerosas y de gran variedad, los encargados de la morgue se llevaron el cuerpo de la mujer que por ahora no tenía nombre, o que al menos aún desconocíamos.
El lugar era incómodo para trabajar. Debido a la espesa vegetación y a las voluminosas ramas de los árboles, se me hacía bastante difícil la búsqueda. DeMarco tenía razón: sería muy difícil hallar algo útil como evidencia. El lugar era muy ventilado por estar tan cerca de la playa y que la noche hubiese sido algo ventosa, no ayudaba. Me puse los guantes de latex y comencé a alumbrar la zona en la que se encontraba el cadáver.
Había mechones de cabello de varios colores, los que recolecté y en- vasé en distintos sobres; pedazos de tela rasgada, un botón que no sabía si correspondía a la víctima o si ya estaba ahí, pero que de todas maneras recolecté. Lo último que tomé del lugar fue un paquete de cigarrillos de marca “Richmond”, en cuyo celofán exterior pude divisar a simple vista, valiéndome de la linterna, la presencia de varias huellas latentes que, aun- que eran parciales, podrían servir para AFIS.
AFIS es, según sus iniciales en inglés, el Sistema Automático de Iden- tificación de Huellas Dactilares. Este programa de computadora compara las huellas dactilares sospechosas con las depositadas en una base de datos que la Policía y las demás fuerzas del orden van actualizando periódica- mente.
Una vez que tomé una muestra de la tierra de los alrededores y de la zona debajo del cuerpo, dí por terminada mi tarea de campo, ahora debía volver al laboratorio. Invité a DeMarco a llevarla hasta la morgue y aceptó, ya que no había venido en su coche particular, sino que la habían traído en un coche patrulla.
Después de dejar a la doctora en la morgue, y siguiendo su consejo de siempre de que me cuidara, me dirigí a casa; quería pasar a desayunar y dejar todo en orden, antes de volver a lo que adiviné que sería una larga jornada de trabajo.
Al llegar a mi entrada vi a Beatriz, la señora que me ayuda con las cosas en casa. Con su rostro sonriente y sus modales educados sehabía ganado mi confianza. Era una mujer dulce y graciosa, que en mu- chos aspectos me recordaba a mi madre.
La conocí casi por casualidad, ya que en una conversación de amigos comenté que estaba buscando a alguien que me ayudara con las tareas hogareñas y una de mis compañeras me dijo conocer a alguien perfecto para ocupar ese puesto. No se equivocaba: Beatriz limpia y ordena, cocina a la perfección y plancha, algo que odio hacer y que mis prendas pedían a gritos antes de conocerla.
Como de costumbre y con su habitual eficiencia, Beatriz había comenzado con el torbellino de orden que empezaba en mi dormitorio y finalizaba en la cocina, pasando por todos los ambientes de la casa. Con su incansable paciencia y su actitud positiva de la vida, daba brillo a mis muebles y a los vidrios, alimentaba a mis peces y volvía a su lugar todo aquello que no lo estaba. Mi gato Alfredo la adora. Cada mañana la espera en la entrada de casa, sabiendo que cuando ella llegue le dará su comida y su bebida diaria.
Mientras terminaba de desayunar, alcancé a hojear el diario, especial- mente la parte que más me interesaba: las noticias policiales.
Esa mañana eran pocas, por suerte. Mar del Plata, a pesar de ser una gran ciudad, no alcanzaría nunca el número diario de muertes que Buenos Aires.
Otra gran diferencia que tenía Mar del Plata con Buenos Aires era la prensa.
En la Capital Federal era casi imposible no contar con la presencia de algún medio televisivo, radial o gráfico, en el caso de una muerte violenta, del cual extraerían hasta el último de los detalles que cuanto más macabros, mejor.
Aún no se había publicado nada sobre la desconocida mujer que habíamos encontrado esa madrugada. Llamé a mi oficina para saber si yahabían identificado a la mujer, pero me dijeron que aún no habían podidohacerlo.
Me despedí de Beatriz y le prometí que, si podía, volvería a almorzar a mediodía. Emprendí mi regreso bajo un sol matinal que apenas se asomaba entre un ejército de nubes y entre personas que como yo, se dirigían a sus labores diarias.
Al llegar a mi oficina, cerca de las ocho, encontré varios mensajes sobre el escritorio. Uno de ellos, escrito en un pequeño papel amarillo, provenía de la morgue policial. En él, la doctora DeMarco me avisaba que la autopsia de la mujer desconocida había sido terminada. Los otros mensajes carecían de importancia, ya que nos habían pedido que demos prioridad al caso de la última noche, con respecto a los demás. Le pregunté a Jorge Parisi, uno de mis compañeros en Rastros, cómo iba el análisis de lo encontrado en la escena del crimen y con el acostumbrado entusiasmo de un Perito recién recibido me dijo que estaría listo en un par de horas.
Como contaba con algo de tiempo hasta que estuvieran listos los análisis de mi unidad, decidí llamar al Inspector Battaglia, para que pasáramos a buscar el informe de la autopsia y nos reuniéramos con DeMarco en la morgue.
Aunque Andrés Battaglia era un policía que llevaba años en la División Homicidios se mostraba renuente cada vez que un caso lo obligaba a en- trar a la morgue policial. Odiaba ese lugar helado y aséptico, en el que el olor a formaldehído impregnaba el ambiente. Pero conocía, a pesar de su desagrado, el importante valor que tenía una autopsia en la investigación de un homicidio.
En la recepción preguntamos por la doctora De Marco quien se encontraba en su oficina atendiendo un llamado telefónico.
Esperamos en una sala contigua cuyas paredes habían sido reciente- mente empapeladas en tonos pastel y que hacían juego con la alfombra que era del mismo tono. En una mesa ratona de vidrio que se encontraba en el medio de la sala, estaban apiladas varias revistas policiales de años anteriores.
Mientras pasaba las hojas de una de las revistas que tomé y leía sus no- tas, en las que abundaban las historias de criminales famosos del pasado, alcances de las distintas disciplinas forenses y nuevos métodos periciales utilizados en el mundo, fue como regresar mentalmente a mis años de Universidad, en donde el entusiasmo se percibía en el aire y nuestro silen- cio era el mejor compañero de una clase apasionante, precedida por un profesor experto en Criminalística.
Volví al presente al escuchar los pasos que resonaban en el piso de mármol lustrado. Efectivamente, era la doctora DeMarco quien traía en sus manos el informe de la autopsia.
- Inspector Battaglia, no esperaba verlo acá.- dijo ella con una sonrisa.
- Agradézcaselo a Soler; si era por mí esperaba el reporte en la Di- visión.- le respondió Battaglia, a quien le caía muy bien nuestra médico legista.
La doctora me miró, y yo sólo pude encogerme de hombros, admitien- do la culpa.
- ¿Quieren ver el cuerpo?- preguntó.
- Si no hay otro remedio, qué va...- respondió Battaglia.
Seguimos a DeMarco por un pasillo de un monótono blanco que se combinaba con unos azulejos muy claros de un color que no llegué a dis- tinguir cuando entramos en la sala de autopsias.
Adentro, el olor a formol era penetrante y dulce, y entonces volví a comprender por qué Battaglia, a pesar de sus años de servicio, aún odiaba ingresar en el depósito de cadáveres.
En la sala, que no era muy grande, se podían ver tres mesas de metal planas y con pequeños orificios circulares por los que se drenaban los líquidos corporales que exudaban los cuerpos que allí eran examinados. El repiqueteo del agua en las piletas era una constante en el lugar, así como los frascos con distintas sustancias químicas y el instrumental metálico.
En la mesa ubicada en el sector derecho de la sala, se encontraba el cuerpo de la mujer desconocida que habíamos hallado la noche anterior. Se encontraba desnuda, cubierta por una sábana blanca desde los pies hasta la pelvis.
Desde su cuello y hasta la zona superior a sus hombros, se podía ver la sutura que encerraba la incisión toracoabdominal, que se practica desde hace cientos de años en la autopsia de un cadáver.
Recordé en ese momento que en los comienzos del siglo XVI - a pesar de los embates de la Iglesia Católica- se estableció el procedimiento para presentar en los tribunales pruebas médicas: abundaban por ese entonces los crímenes con abusos corporales e infanticidios. El Obispo Bamberg ordenó en 1507, alarmado por la situación, un Tratado que proponía que en todo caso de violencia fuera llamado un médico. Su función sería la de examinar las heridas, tomar nota detallada de ellas y extraer conclusiones para presentar al Tribunal.
Recordé a Ambroise Paré en Francia y a Fortunato Fidelis y Paolo Zacchia en Italia, quienes fueron tres investigadores que marcaron los progresos de la medicina forense por aquellos años.
Paré estudió cuidadosamente los órganos vitales de las víctimas de ase- sinatos (corazón, hígado y pulmones, en especial), además de describrir los efectos visibles de los crímenes sexuales.
Zacchia observó las heridas de bala, de cuchillo y las distintas clases de asfixia, abortos, infanticidios y efectos de aberraciones mentales.
Fidelis se dedicó a los casos de personas ahogadas.
Todos ellos encontraron dificultades en el camino: vencer la aversión hacia la investigación posmortem no era fácil. Al recordar todos estos datos pensé en DeMarco y sentí que ella sería una gran amiga de todas estas eminencias, si aún vivieran, por supuesto.
La mujer del acantilado, como empezaban a llamarla quienes trabajaban en el caso, tenía varios golpes asestados con un objeto contundente que podría haber sido algo como un palo de amasar ó, en el más extraño de los casos, un bate de baseball.
Presentaba, además, quemaduras de cigarrillo en sus muñecas, como si se la hubiese obligado a permanecer despierta mientras se daba rienda suelta a su tortura. Era obvio al observar el cuerpo de esa pobre mujer, que había sido obligada a soportar una larga cadena de abusos. Psicológicos y físicos.
“El asesinato es un juego peligroso que suele vivir en la mente de un asesino, pero a veces, éste permite que se escape, tomando la vida de un inocente para satisfacer sus retorcidas fantasías”. No recordaba en ese momento quién lo había dicho, pero cuánta razón tenía.
Al volver a mi oficina, Parisi, mi entusiasta y joven compañerome tenía listo el resultado de los análisis realizados a los rastros encontrados en el lugar.
- Hay algunas novedades- me dijo, y en sus ojos pude ver lo mucho que le gustaba su trabajo.
- Soy todo oídos- le respondí.
- Primero lo más importante: identificamos las huellas parciales del celofán del paquete de cigarrillos. Son de la mujer. Todas. Esto nos permitió conocer su identidad. Su nombre. Su vida.
Se llamaba Eva Altamirano. Tenía 42 años, soltera, profesora en un colegio secundario de Palermo, en Buenos Aires.-
- ¿No vivía acá, en Mar del Plata?- pregunté, algo asombrado.
- No, por lo visto alquilaba una casa desde hace varios años, en la costa, siempre para esta misma época. Homicidios ya está investigando lo demás.
- Si la mujer es de Buenos Aires, vamos a tener que pedir ayuda a la gente de allá. Tengo varios amigos en la Policía Federal; debería hablar con Battaglia.-
- ¿Qué hay de lo demás?- pregunté.
- Dos de los cabellos que encontraste son de ella, los de color negro. Hay dos o tres de color rojizo que no le pertenecen, pero en apariencia, serían también de mujer. Nos basamos en el índice medular para hacer la diferenciación.
El Indice Medular expresa el diámetro de la medula, que es el canal central que corre a través del cabello, comparado con el diámetro total del mismo. En el cabello de hombre, el índice medular tiene valores promedio de 0,25 a 0,35, cuando en la mujer son casi siempre por debajo de 0,20.
- La ropa tenía una gran variedad de pelusas y pelos de animal, como
de perro y gato, fibras de alfombra color gris, algodón, basura, etc. Por loque observé te diría que esta mujer estuvo en un lugar muy sucio.
- Tal vez estuvo en un sótano, o la transportaron hasta el lugar que la encontraron en el baúl de un auto.
- ¿Pudiste determinar qué es lo que ensuciaba sus pantalones?
- Sí, hidrocarburos, aceite de motor y grasa.
- Eso no nos dice mucho.- me pregunté en cuantos lugares podría ha- ber aceite para motor y grasa sólo en la ciudad de MDP y la respuesta no me entusiasmaba.
- ¿Algo más de importancia? -
- El botón que encontraste no parece pertenecer a ninguna de las pren- das de la víctima. Podría pertenecerle al homicida.- postuló Jorge, a lo que yo le respondí:
- O a otra víctima...-
Cuando volvía a casa el tráfico era algo pesado.
Los autos se apiñaban uno detrás de otro esperando el cambio de se- máforo, listos para salir a la carrera en cuanto la luz verde se encendiera. Yo los miraba, pensando en cuántos potenciales pacientes podría tener el servicio de emergencias esa misma tarde.
Al llegar a la entrada de mi casa, y mientras esperaba que el portón se abriera, pude ver a través del vidrio de la ventana una silueta que charlaba con Beatriz, en el interior de mi casa.
Me alarmó por un momento el hecho de que Beatriz hubiese dejado entrar en mi casa a un desconocido. No esperé que el portón se terminara de abrir y me bajé del auto, dispuesto a saber quién era la persona que hablaba con la mujer a quien yo personalmente, le había confiado la segu- ridad de mi hogar.
Fue justo en ese momento, en el que una bella mujer blanca de cabello largo y castaño, abría la puerta de entrada y me recibía con una hermosa sonrisa.
- ¿Angela?- dije sorprendido.
Angela Soler es mi única hermana. Aunque nació dos años después que yo, siempre había sido como mi hermana mayor.
Se había graduado varios años antes como periodista deportivo, y con sólo ventiocho años, ya había cubierto como enviada del diario Clarín, dos campeonatos mundiales de fútbol, cuatro de tennis, e infinidad de torneos provinciales y nacionales. Era reconocida por sus pares y compañeros de la prensa gráfica, y por jugadores de todos los deportes, a quienes ella, personalmente, había entrevistado.
Me sorprendió encontrarla en Mar del Plata, ya que por su trabajo siempre se encontraba de viaje por el interior del país o en el exterior. No nos veíamos desde el Día de la Madre, ocasión en la que yo me había acer- cado hasta la casa de mis padres que todavía viven en Buenos Aires.
Me pareció verla radiante y su abrazo fuerte y sincero me llenó de felicidad.
Cuando entramos, Beatriz nos había preparado limonada, algo que sa- bía que a ambos nos encantaba. Mientras bebíamos, nos pusimos al co- rriente de nuestros asuntos, y tímidamente me confesó que salía hacía un tiempo con un compañero del trabajo.
Me contó de sus planes a futuro y que estaba concursando por el puesto de Jefa de Redacción.
Estuvimos charlando por un rato largo, hasta que me comentó el mo- tivo de su visita: mis padres querían que pasara con ellos la navidad en Buenos Aires.
Yo sabía que el caso en el que trabajabamos no me permitiría darme ese lujo, pero en el fondo de mi alma quería estar con ellos. La navidad era muy importante para mi familia.
Esa noche tuve un sueño perturbador.
En él, tres de mis antiguos compañeros de facultad y yo trabajábamos en el caso de un homicida que en cada uno de sus crímenes dejaba una rosa al lado del cadáver. Comenzábamos, entonces, a recibir día tras día ramos de rosas con una tarjeta que rezaba: “de un admirador secreto”.
En un principio, lo habíamos adjudicado a algún admirador de nuestras dos compañeras mujeres del laboratorio, pero pasaban los días y los ramos continuaban llegando.
En el sueño, yo volvía a casa del trabajo y me iba a dormir.
A la mañana siguiente, al despertarme, me encontraba en mi cama ro- deado de los mismos ramos que habían llegado al laboratorio.
Eso me daba a entender que el asesino que buscábamos no sólo había entrado en mi casa, sino que también había tenido tiempo suficiente como para acomodar las rosas alrededor de mi cama. Comprendí también que habría tenido tiempo de asesinarme.
Me desperté agitado y sin saber dónde me encontraba, ni qué hora era. El teléfono estaba sonando. Lo miré como si fuese la primera vez que lo hacía; lo tomé y contesté.
- ¿Santiago? – preguntó la voz del Inspector Battaglia.
- Sí, soy yo, ... ¿qué hora es?-
- Las dos y veinte. Apuráte Soler...-
- ¿Por qué? ¿qué pasa?....-
Hubo un incómodo segundo de silencio, luego del cual Battaglia dijo:
- Apareció otro cuerpo.-
La víctima de un asesinato suele decirnos mucho acerca del asesino. Hayrazonespara todo lo que le han hecho. Uno tiene que observar en qué forma se encuentra el cadáver.
Si el asesino lo ha cubierto, quizás esté demostrando algún remordi- miento; podría estar dando muestras de una estrecha relación. Si el cadáver aparece sin cubrir, indica que el asesinato fue cometido por alguien com- pletamente ajeno a la víctima. Por alguien que no se preocupó.
Si el cadáver queda flagrantemente expuesto, entonces el asesino podría haber pensado en la persona que primero llegaría después a la escena... ha querido impresionar o lastimar a quien más posibilidades tuviera de encontrar el cadáver.
La víctima de esa noche- en realidad, ya era de madrugada – confirmólo que temía: se trataba del mismo asesino.
Tenía en su cuerpo la misma serie de traumatismos y heridas que la primera víctima. Había sido encontrada ya avanzada la noche, en una de las cuevas que se forman en la playa del puerto por inmensos bloques de piedra. Un bañero que ejercitaba tarde en el lugar acudió al percibir una silueta entre las piedras. Pensando que podría ayudar, se acercó, pero al hacerlo se percató de que la persona ya estaba muerta. Caminó entonces hasta el estacionamiento que está en la entrada de la playa, y desde allí, se comunicó con la policía.
Mientras me dirigía a la playa, la escena del crimen, me volvió a la mente la pesadilla y me pregunté qué significado podría haber tenido.
Por lo general, se dice que las pesadillas son miedos muy profundos que se encuentran reprimidos y que a veces afloran desde el subconciente, disfrazados como personajes espeluznantes o lugares terroríficos.
La finalidad de los sueños no se conoce. Se sabe que todas las personas sueñan, aunque no todas pueden recordar lo que soñaron. Yo lo recordaba perfectamente. Y eso me inquietaba.
Traté de poner la mente en blanco y concentrarme en el caso, ya ten- dría tiempo para analizar mi pesadilla más tarde.
Aunque el daño que se había desatado sobre la mujer que se encontró esa madrugada era prácticamente el mismo que habíamos observado en la víctima anterior, era evidente que la furia de su atacante se había incre- mentado.
Su rostro aparecía desfigurado. Su cráneo había sido duramente gol- peado con el mismo tipo de arma contundente. Al verla me pregunté qué pudo haber hecho esta mujer para haber recibido tan cruel castigo. Quizás nada. De todas formas, aunque hubiese cometido el peor de los crímenes, no merecería una muerte tan penosa.
- Este no es el lugar donde se produjo la muerte, estoy casi segura- me dijo DeMarco.-
-No hay manchas de sangre, restos de masa encefálica, astillas de hue- sos, nada. Si ésta hubiese sido la zona de muerte, debería haber alguno de esos elementos.-concluyó.
Mientras ella continuaba con el examen externo del cadáver, comencé a observar detenidamente el espacio que rodeaba a la víctima. El olor a muerte se percibía notablemente.
Hay diversas formas de manejar el olor en una escena de homicidio. El tabaco, desde luego. Muchos policías de homicidios se meten filtros de cigarrillos en las narices.
El olor también se disfraza con café.
Battaglia me había contado cómo enfrentaba los olores de la muerte cuando aún era un novato: llevaba con él un frasquito con su loción favo- rita para después de afeitar.
Embebía con ella un par de algodones y se los metía en la nariz antes de entrar.
La mujer se encontraba recostada en la misma posición que la anterior, apoyada sobre su brazo izquierdo, su cabeza de cabellos rojizos mezclados con sangre reseca. Su blusa rasgada en la parte trasera y su pollera algo manchada con el mismo tipo de aceite que ya habíamos visto.
Sólo había algo que diferenciaba a la anterior escena del crimen de ésta: sobre la saliente de una de las piedras del fondo, detrás del cuerpo, se podían ver varias velas de color negro y rojo, consumidas casi hasta la mitad, así como también una variedad de plumas y lo que parecía una pata de gallina. También una cadenita que advertí a simple vista que era de fantasía, y una estampa de una deidad desconocida que se había quemado al caer sobre una de las velas.
Al divisar todos éstos elementos, pensé para mis adentros que el caso podría tomar un camino distinto del que creía en un principio. ¿Eran estos crímenes obra de una secta, de algún tipo de culto? ¿Las víctimas serían parte de estas sectas?, ¿era ésto lo que uniría a ambas muertes?.
Las preguntas se siguieron amontonando en mi cabeza que no alcanza- ba a procesar todo lo que estaba recibiendo.
Después de los procedimientos habituales, de fotografía y planimetría de la ubicación del lugar y del cuerpo, la ropa fue envíada al laboratorio cuidadosamente envasada y etiquetada, como también los otros elementos encontrados que serían posteriormente analizados.
En el momento que retiraban el cadáver, se acercó a mí el Inspector Battaglia. Con su acostumbrada diplomacia me saludó, ya que cuando yo había llegado, él se encontraba interrogando a testigos.
-Otra más...- dijo secamente. En su rostro vi el cansancio de varios días que se venía acumulando.
Al observar su cabello corto y entrecano y sus ojos que podrían ha- blar de todo lo que había visto en su vida profesional, me percaté de que había estado tratando de dormir hasta que lo llamaran momentos antes.
-No encontramos documentación de ningún tipo, por lo que vamos a tener que recurrir a sus huellas.- dijo con aire desesperanzado.
-Voy a hacer la autopsia, pero antes de tenerla en la mesa, ya puedo decirles que murió a causa de los politraumatismos que sufrió.- aseguró DeMarco.
-Esto se está complicando. Lo único que espero es que sea la última.
-Y que no se entere la prensa, morirían por algo como esto.-
El escenario de la segunda muerte no nos aportó demasiados datos. Mientras miraba las fotografías del lugar del hecho, no ví nada más que grandes rocas de cemento en las que más de una vez había jugado en miniñez.
Lo que ocupaba mi atención era el elemento religioso que había apare- cido en ésta última víctima.
Debería averiguar qué significado podrían tener las velas de color rojo y negro, y la extraña estampita que con algo de paciencia pude reconstruir.
Ya sabía que investigar hechos concretos del caso no era mi trabajo, pero todo lo que llevara a aclarar quién cometió esos crímenes, sí lo era, por lo cual era mi deber hacerlo.
Recordé que era común encontrar velas y demás simbología ritualista en las cuevas de esa playa.
Reiteradas veces, en las vacaciones de mi infancia, en las que salíamos a caminar con mis primos y nos adentrábamos en alguna cueva, encontrá- bamos esa clase de elementos. Cosas que los adultos decían que “nunca deberíamos tocar”...
La severidad de las palabras y el tono en que lo repetían una y otra vez cuando comentábamos lo que habíamos visto, nos advertía de que en realidad, era algo con lo que no se debía jugar, algo que no había que tomarse en broma.
Gracias a ello crecí con una visión bastante negativa de las religiones. Aunque cursé en un colegio religioso, llegado a una edad cercana a la adolescencia, comencé a cuestionarme todo lo que había aprendido. Iniciéa partir de allí lo que se podría llamar mi etapa de ateo.
Cuando empecé a leer libros de ciencia y me rodeé de preguntas y ex- plicaciones que le daban respuestas, me parecía mucho más difícil creer en lo que escuchaba cada domingo en misa.
Fui ampliando mi espectro de conocimientos y una pregunta me llevaba a otra y éstas a buscar respuestas.
Me comencé a interesar por la Biología y la Medicina, al mismo tiempo que por la Astronomía, que me permitía viajar a un espacio que nunca terminaría de conocer.
A medida que más iba aprendiendo más me iba alejando de la religión que me parecía una ciencia que me daba las respuestas a medias. O que por alguna razón que desconocía, no quería dármelas.
Eso de creer ciegamente, no era para mí. Yo quería saberlo todo.
-Deberíamos averiguar si la primera víctima formaba parte de alguna secta o culto religioso, quizás sea lo que la uniera con la víctima de ano- che.- comenté a Battaglia cuando lo llamé, cerca de las nueve de la mañana cuando llegue a la División.
- Están buscando sus huellas en AFIS, para poder identificarla. Cuando sepamos quién es, podremos saber mucho más de ella.-
- Battaglia, se lo oye cansado... ¿por qué no duerme un par de horas?- le sugerí.
- Con todo lo que hay para hacer, imposible; ya descansaré cuando agarremos a este hijo de puta.- dijo con un tono muy convencido.
- A propósito Santiago, iba a llamarte para preguntarte si querías acompañarme a Buenos Aires. Hay que ir a inspeccionar la casa de la primera víctima. ¿Te acordás que vivía en Bs As? Y pensé en llevarte para que hagas la búsqueda de rastros. Es tu especialidad..., ¿o me equivoco?- bromeó.
- No, no se equivoca, y sí , será un gusto acompañarlo. – ¿Cuándo sali- mos para allá?- pregunté, mientras una oleada de entusiasmo me recorría el cuerpo-.
- ¿Qué te parece esta misma noche? Cuanto antes estemos, mejor.
- ¿Le parece a las diez?
- A las diez te paso a buscar por tu casa-
Apenas terminé de hablar por teléfono con Battaglia, llamé a mi ma- dre para avisarle que al día siguiente estaría en casa, de vuelta en Buenos Aires.
La alegría que pude notar en su voz era tangible. Ella quería tenerme cerca siempre, pero yo ya era un adulto, y al crecer, los hijos se marchan. Es una ley natural. Una ley a la que se tuvo que adaptar toda mi familia, ya que nos veíamos muy pocas veces al año.
Cuando terminé de hablar con mi madre, me dirigí a la oficina de Hue- llas. En la Departamental no contábamos con un Sistema AFIS propio, por ello envíabamos los datos encontrados a la ciudad de La Plata en don- de se encuentra la gran mayoría de los equipos complejos.
La especialista en Huellas que se encontraba en el lugar, llamada Victoria, me confirmó que la huella parcial encontrada en la estampita habíasido comparada en AFIS, pero no se había encontrado su corresponden- cia. Seguramente, la persona a la que correspondía esa huella, no tendría antecedentes criminales. Hasta ese momento, nuestra base de datos de AFIS sólo contenía huellas de personas que habían tenido problemas con la ley.
Algo desesperanzado volvía a mi oficina, cuando pensé en ir a ver a la doctora Virginia Molina de la Oficina de Apoyo Psicológico. Quería ha- blarle del caso en que trabajabamos y del sueño que había tenido.
Por ello, bajé y en mesa de entradas avisé que me encontraría enfrente, en el edificio anexo al nuestro.
Muy pocas veces me cruzaba hasta el edificio de concreto liso , prolijo y de aspecto moderno que se erigía en la vereda de enfrente, sobre la ave- nida Independencia, rodeado de locales comerciales. En él se ubicaban las nuevas oficinas que habían sido inauguradas dos años atrás. Los amplios ventanales espejados con los que contaban cada una de ellas en sus seis pisos le daban un aire distinguido, y a la vez privacidad a sus ocupantes. Yo esperaba que algún día trasladaran nuestra División hasta allí, ya que sus oficinas eran más cómodas y espaciosas.
En la entrada, el agente encargado de la recepción atendía un llamado, pero me saludó con su mano libre al verme llegar. Después de colgar, me volvió a saludar, preguntando en qué me podía ayudar. Le respondí que buscaba a la doctora Molina y que quería saber si me podría atender en ese momento. Me dijo que aguardara un minuto y volvió a tomar el teléfono.
Consultó el número de interno de la doctora y lo marcó. Tras unos momentos de silencio, se comunicó con ella y le dijo que yo me encon- traba allí.
Mientras el agente hablaba por teléfono, no pude resitirme a recorrer con la vista el lugar. No había dudas de que se trataba de una construcción moderna y que allí se había invertido una buena suma de dinero.
El dinero había sido aportado, como en otras ocasiones, por gente rica de la ciudad, en Cenas de Beneficencia organizadas por la Policía.
En esas reuniones se les hablaba de la importancia de las tareas de- sarrolladas por la fuerza, así como de la necesidad de aportes privados para llevar adelante nuevas obras que le darían a la ciudad una policía más avanzada y eficiente.
Yo había asistido repetidas veces a esas aburridas veladas en los tres años que habían pasado desde mi llegada a la ciudad.
Mis superiores me elegían para representar al personal de los gabinetes científicos ya que, según ellos, yo era un tipo simpático que sabía cómo comprar a la gente rica.
Un momento después, el agente me confirmó que Molina se encontra- ba en su consultorio y me estaba esperando.
Tomé las impecables escaleras de hierro con sus escalones tapizados con alfombra que enmudecían el sonido de mis pasos al subir.
Llegué hasta un hall de paredes color pastel y pisos cerámicos del mis- mo tono claro, que armonizaban con las grandes plantas ubicadas en sus dos rincones laterales. El ambiente se coronaba con unas guardas de mo- tivos escoceses en colores verde y rojo, que recorrían todas las paredes en su parte media.
Se notaba que la decoración del lugar había estado a cargo de una per- sona joven de buen gusto, dejando atrás aquellos colores fríos y apagados que poblaban los edificios de las fuezas de seguridad.
A la calidez reinante se le sumaba la presencia de un alto árbol de Na- vidad, de luces parpadeantes y coloridas que compartía la pared con una cantidad respetable de cuadros que retrataban a antiguos Jefes.
Desde el centro del hall, divisé a mi izquierda, la oficina de la doctora Molina.
En su puerta, una corona de muérdagos y esferas navideñas de un rojo furioso deseaban a todo el que entrara una feliz navidad y un próspero año nuevo.
Unos segundos después de golpear, una voz conocida me invitaba a pasar.