Monarcas - Sébastien Rutés - E-Book

Monarcas E-Book

Sébastien Rutés

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Beschreibung

Augusto Solís, cartelista de cine mexicano, escribe cartas de amor a Loreleï, quien supuestamente vive en París, sin saber que las epístolas las recibe Jules Daumier, un joven repartidor de periódicos. Carta tras carta, se construye una amistad entrañable entre Augusto y Jules, quien se ofrece a buscar a Loreleï. Empieza así una epopeya que los lleva de la Europa en guerra a Hollywood, todo para seguirle la pista a aquella mujer misteriosa. Monarcas es una novela epistolar que posee el carácter trepidante del género policiaco y que recrea varios personajes reales propios de la novela histórica.

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COLECCIÓN POPULAR

767

MONARCAS

Traducción HÉCTOR IVÁN GONZÁLEZ

SÉBASTIEN RUTÉS JUAN HERNÁNDEZ LUNA

Monarcas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en francés, 2015 Primera edición en español, 2019 [Primera edición en libro electrónico, 2020]

Diseño de portada: Miguel Venegas Geffroy

© 2015, Éditions Albin Michel Título original: Monarques

D. R. © 2019 Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6668-0 (ePub)ISBN 978-607-16-6583-6 (rústico)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Nota de Sébastien Rutés para la edición mexicana

Primera parte. Crisálidas

Segunda parte. Migraciones

Tercera parte. Santuarios

Epílogo

Esta novela está dedicada a Julia Andrea y Alan James,así como a Verónica,en México.

En Francia,a Martine y Thomas G., quien estuvo presente cuando hizo falta.

También está dedicada al Chipirón Bonizzoni, en algún lugar entre Guinea, Canadá y Chile.

Finalmente, es para Juan, donde se encuentre o no se encuentre, bebiéndose otra vida y preguntándose cómo será la siguiente.

S. R.

Nuestras osamentas, continuación de los esqueletos de nuestros abuelos.

LÉON-PAUL FARGUE, Haute solitude

No supo si era Zhou quien había soñado que era una mariposa, o una mariposa soñando que era Zhou.

ZHUANGZI

You’ll never know how much I really love you.

You’ll never know how much I really care.

Listen,

Do you want to know a secret?

Do you promise not to tell?

JOHN LENNON Y PAUL MCCARTNEY,Do You Want to Know a Secret

NOTA DE SÉBASTIEN RUTÉS PARA LA EDICIÓN MEXICANA

Al principio, no fue más que un juego, una forma de compartir nuestra pasión común por la literatura, una prolongación natural de nuestra amistad en la vida real.

¡Escribir a cuatro manos!

Estuvimos una noche entera imaginando tramas, creando personajes, consultando libros. Fue en la casa de la calle Fresno. En la pared, citas de Bolaño, Malraux, Paul Auster. Fotos de Carver, Fante, Rulfo. Juan tenía su ron y una botella de refresco de toronja. Yo un tequila blanco y una provisión de limones. Al día siguiente, no nos acordábamos de nada…

Regresé a París. A los pocos meses, Juan me mandó una primera carta de Solís por email. Daumier le contestó. Estuvimos unos meses carteándonos, sin saber adónde íbamos. Parecía un juego de rol a ciegas. A veces nos mandamos instrucciones en unos emails aparte. Chateábamos a la menor duda.

Al año, nos reunimos de nuevo en la calle Fresno. Corregimos la primera parte, hicimos planes para las siguientes. Esta vez, tomando notas, por precaución.

Poco después Juan se enfermó.

No llegaron más cartas de Solís. Tampoco noticias de Juan. Le escribí, llamé a su casa, en vano. Nuestros amigos comunes no sabían nada. Su familia no contestaba. Estuve semanas en vilo, hasta que un día Juan salió del hospital y reanudamos con todo: mensajes, amistad, novela.

Un día, dos años después de empezar, Juan me dejó terminar Monarcas solo. Habíamos hablado por teléfono la semana anterior. De futbol más que nada. Francia iba a enfrentarse con México en la copa del Mundo. “Si gana Francia, se acaba nuestra amistad”, había dicho Juan. México ganó por dos goles a cero.

Estuve un año entero sin tocar la novela. Escribí otra, muy triste, llena de duelo: Melancolía de los cuervos. Al final, cuando me sentí listo, saqué a Solís, Daumier y Loreleï de su cajón.

Ya no tenía sentido darle a nuestra novela la forma que habíamos pensado entre dos, aquel diálogo entre culturas, personalidades, idiomas, estilos. ¿Acaso se dialoga solo? Reescribí la trama, modifiqué la estructura para integrar pedazos de textos inconexos que Juan me había mandado entre dos estancias en el hospital, intenté entender cómo pensaban los personajes que él había creado, sus intenciones, qué era lo que quería expresar. Corregí, a veces en francés, a veces en español, entretejí mis palabras con las de Juan, intenté imaginar cómo él habría corregido sus primeros bocetos.

Lo más doloroso fue sentirme responsable de sus últimas palabras, de su última obra. No como si fuera un ejecutor testamentario, sino un apóstol solitario. Esos textos eran reliquias. ¿Quién se atreve a reescribir los libros sagrados? Fue Mario Mendoza quien me sugirió convertir a Juan en personaje. Así pudimos reanudar nuestro diálogo, aunque fuera con su doble de papel. Juan vivía por la literatura, parece justicia que sobreviva entre las páginas de un libro.

Monarcas se convirtió en una novela de la memoria, en la que cuesta discernir qué es ficción y qué es lo que celebra esos años que conocí a Juan. Anécdotas, amigos y recuerdos comunes irrumpieron en la historia de Loreleï sin pedir permiso. Nuestras obsesiones contaminaron a nuestros personajes, la dificultad que tuvimos para llevar a cabo nuestro proyecto común se convirtió en tema: el descubrimiento del otro, la búsqueda de lo imposible, la transmisión de aquellas cosas que no tienen nombre.

Nuestras palabras se mezclaron tanto que sería difícil determinar a buen seguro quién las escribió. Tuve que traducir las partes en español para publicar la novela en Francia. Ahora se vuelven a traducir al español. Las mariposas monarcas regresan a su punto de partida, después de una larga migración de doce años, sin lugar a dudas muy diferentes de las que eran al emprender el viaje, y sin embargo las mismas.

¡Cuántas cosas han cambiado desde aquella tarde en la calle Fresno! Nada sigue igual, la gente, mi vida. Es un alivio saber que esos sentimientos de los que soy ahora el último guardián están a salvo entre las páginas de una novela…

PRIMERA PARTECRISÁLIDAS

Quise volver únicos los actos cotidianos. JUAN CARLOS MARTELLI, El Cabeza

Ciudad de México, 23 de octubre de 1935

Amor mío:

La soledad no es buena para las almas. Vuelvo a insistir, lo seguiré haciendo; sabes bien lo terco que soy. Aquí está una carta más que cruza el Atlántico, el océano que no sé por qué siempre imagino duro y fuerte y frío. Los dos primeros adjetivos son estúpidos. No puede ser duro, pero es el sentimiento que me causa su indiferencia a mis penas.

En cuanto a su fuerza, no lo sé… Tal vez porque se opone a mis deseos de cruzarlo para encontrarte. El Atlántico debe ser muy resistente, atenazado de una costa a otra en medio de países tan diferentes, desde siempre un remolino de visiones del mundo surcado por las estelas de los barcos de guerra…

¿O serán diferentes maneras de disfrutarlo?

En fin, una vez más te escribo con la esperanza de obtener respuesta. Si estás enferma, si necesitas algo, sabes que puedes recurrir a mí como durante tu estancia en México, esos pocos meses que para mí resultaron eternos en su maravilla y su desasosiego.

La semana pasada acudí al preestreno de Más allá de la muerte, en el cine Palacio. ¡Cuán impaciente estaba de volver a ver tu rostro, aunque sólo fuera en una pantalla! Salí de la sala de cine en el momento en que Chucho Monge empezaba a cantar Si regresas. ¿Te acuerdas cómo escuchábamos a su orquesta ensayar, abrazados en secreto en el camerino de Adela Sequeyro? Cuántos recuerdos…

Recuerdos…

Vuelvo a verte…

La primera vez que te me apareciste en el escenario, con tu sombrero de lazos color miel, tu vestido temeroso, tu corte de pelo de muchacho y tus guantes blancos para no ensuciarte las manos al entrar en contacto con este mundo…

La asistente de Laura Faure…

Una extra.

Una desconocida…

Nadie…

¡Tan hermosa!

Tú acababas de llegar de Los Ángeles ilusionada por hacer carrera en México donde la industria cinematográfica está en pleno apogeo.

¿Qué andaba haciendo yo ahí? Lo de siempre, acaso, invitado por alguno de los productores para que les hiciese un cartel de propaganda basado en el manierismo del Chango Cabral.

No te preocupes, ese cartel no fue censurado. ¿Cómo iban a darse cuenta semejantes filisteos de que eras tú quien posó para el retrato de la mujer lánguida que se supone representa a Yolanda Montenegro, la esposa abandonada? Ésta es nuestra venganza: ¡Cada vez que el público crea estar viendo a Adela Sequeyro, estará admirando a Loreleï Lüger!

Disculpa, siempre me pierdo en estas digresiones buscando robarte una sonrisa, queriendo que me respondas por fin. Soy una voz en el desierto y el dolor por tu silencio es infinito pues no hay eco en el desierto. En el desierto sólo hay espejismos. Y cuando la mente se cansa de pensar tanto, surgen las imágenes. Los recuerdos de ti me sobrecogieron de golpe, nítidos, intactos, desde el primer día hasta que te embarcaste rumbo a Saint-Nazaire. Este último no es realmente un recuerdo, no me dejaste acompañarte a Veracruz porque decías que no querías afectar mi economía, y, sin embargo, va conmigo a todas partes, lo he enmarcado entre las más bellas imágenes de ti: tus cabellos rubios, tu extraña chaqueta tirolesa y tu valija, saludando desde la cubierta a este país que dejabas para irte a atender a… esa tía… ese padrino… ese hijo… ese amante… que necesitaba de tu ayuda en París, si es que era verdad, y que no podías abandonar a su suerte.

Desde entonces, no tengo más que esta dirección donde envío religiosamente cartas que ni siquiera suenan a reproche por haberte ido; el amor es así, el amor es volátil y debe ser libre para ser amor. Lo único que busco con estas palabras es intentar saber si estás bien.

Por los periódicos sé que las cosas no marchan del todo sanas en Europa. Alemania se está rearmando desde hace algunos meses. Sé lo que piensas del Diktat de Versalles, me has contado de la humillación de tu pueblo, de su orgullo y de su grandeza. Yo creo en la grandeza de los pueblos pero no en el honor de las naciones. Las violaciones al tratado de paz me preocupan, no sé cómo van a responder Francia y Gran Bretaña. En el fondo no me importa: daría mi vida porque nada te pasara, porque estuvieras aquí a mi vera y yo con el pecho como escudo para protegerte.

¿Novedades? Muchas y pocas.

Acá hay una nueva afición compitiendo con el teatro de carpa y con el cine, que se volvió sonoro para sorpresa de todos; es algo que llaman lucha libre. ¿Puedes creerlo? Son luchadores que se suben a un ring como de boxeo, y en vez de apañarse con los puños crean piruetas.

Empujado por algunos amigos fui a una función por el rumbo de Peralvillo. Te mando un cartel junto con esta carta para que te hagas una idea del espectáculo.

Si el público le agarra gusto pronto quizá sea más rentable para mí dibujar luchadores en calzoncillos que actores. Saldría ganando con este cambio, pues mi ocupación me obliga a estar rodeado de fanfarrones y divas. ¡Ah, la demasiada vanidad! Sin embargo, es la misma que me ha dado sustento y en estos últimos tiempos, tras haber diseñado el cartel de La bestia de oro, el trabajo me ha sobrado y he debido subordinar parte de éste a algunos dibujantes que trabajan para mi peculio. Todavía no llega el éxito, pero ya me he hecho de un nombre. La gente dice que mis ilustraciones son concisas y expresivas, que mi paleta cromática es innovadora, mi estilo revolucionario, y esta palabra es un salvoconducto que abre todas las puertas en este país. También dicen, el único reproche que me han hecho, que todos mis personajes femeninos se parecen.

¿Cómo podría ser de otra manera?

Te he dibujado tanto…

Alguna vez, jamás se me olvidará, reprochaste mi malvivir, mismo que no quisiste llamar pobreza. En esta enésima misiva quiero decirte que tal situación ha cambiado. No vivo en la abundancia, pero he comprado un hermoso piso de apartamentos en Santa María la Ribera. Mi amigo Manuel Álvarez Bravo me contó de la propiedad en venta. ¿Te acuerdas de él? ¿El fotógrafo del set? Esta colonia le fascina, tanto así que abandonó la abstracción de sus comienzos para fotografiar las vitrinas, las fachadas y los techos. Algunos de sus clichés se expusieron el año pasado en Nueva York junto a obras de Cartier-Bresson. Nos cruzamos a menudo en la calle. El joven es carismático y cultivado, aunque un poco insufrible a veces. Para él todo es un pretexto para sacar una fotografía, puede pasar horas bajo el sol con el aparato preparado, esperando que se produzca algo que valga la pena inmortalizar.

Mi propiedad de la calle Fresno está dividida en seis pequeñas viviendas. Yo ocupo una y tengo la intención de alquilar las otras. Lo digo en caso de que decidieras volver por sorpresa: aquellos tiempos de penuria, hospedada en un hostal del centro de la ciudad, esperando una oportunidad en el cine, no volverán a ocurrir. Jamás. Lo mío es tuyo…

Ésta es la carta dieciséis que te escribo. Sólo dame una señal de que existes, de que fuiste real, de que puedo seguir soñando con alguna vez haberte tenido en mis brazos. Pero volver a abrazarte, ni siquiera me atrevo a imaginarlo…

Tu Augusto

París, 7 de diciembre de 1935

Señor:

Esta carta no es la que usted esperaba.

Me resulta tanto más molesto al recordar mi propia decepción el día que recibí la primera de las suyas, sin darme cuenta de que no iba dirigida a mí. Recibo pocas cartas, por no decir que ninguna, sin duda porque yo no las escribo. ¿Para quién? Mis amigos viven en la colonia, escucho sus voces resonar en el patio los días de verano, me los cruzo cada mañana antes del trabajo. ¿Para qué les escribiría? La mayor parte de ellos no sabe leer. No fui a la escuela tanto tiempo como para aventar la primera piedra. Escribir es una tortura para mí. No he escrito diez renglones cuando ya me duele la muñeca y eso sin mencionar las manchas de tinta en mis dedos.

¡Entonces, una carta de México!

Debido a mi emoción olvidé revisar quién era el destinatario. Desde el principio, los timbres me llevaron de viaje: en el de setenta y cinco centavos figura un avión sobrevolando una plantación de nopales, con volcanes cubiertos de nieve en el fondo; en el de veinte pesos, una muchacha vestida con prendas extravagantes frente a una piedra redonda grabada con símbolos…

Pero no era mi nombre el que estaba escrito en el sobre.

¿Mi nombre?

¡Se me pasaba! Olvidé presentarme. Me llamo Jules Daumier y desde hace cinco meses vivo, junto con mi madre, en la dirección a la cual usted envía sus cartas con una perseverancia digna de admiración a una mujer que el portero asegura fue la habitante anterior. Según mamá, que nunca olvida nada, nos cruzamos con ella una vez en la escalera. Tengo el recuerdo de una mujer elegante con el cabello rojo y corte de muchacho, vestida de blanco, de la cual me pregunté qué podría buscar en este cuchitril. Ahora que me entero de que es una artista del cine que vivió en Los Ángeles y en México, ni le cuento.

Desafortunadamente, ya no vive aquí. Me hubiera gustado decírselo con más consideración, pero no era posible volver a empezar este textillo que ya tachoné diez veces. En esta casa, el papel es un bien preciado que sirve para comunicarme con mamá, que es sordomuda de nacimiento.

Intenté hacer llegar sus cartas, pero la señorita se dio a la fuga sin decir esta boca es mía. Las he guardado como un tesoro en caso de que ella viniera a buscarlas, pero nunca se ha asomado por aquí. Finalmente, en contra de la opinión de mamá, decidí abrir la última para pedir a la vecina que la tradujera. La señora Fernández es una española de ésas un poco bigotonas, vestida constantemente de negro, para la cual todo es buen pretexto para ofrecer chocolate con churros mientras cuenta su vida. De nada sirve que haya vivido treinta años en Francia, su francés no es todavía bueno, pero es mejor que mi español. Además, no le importa puesto que tiene la intención de irse a la España republicana para llevar a buen puerto la revolución proletaria, a sus casi setenta y cinco abriles. La amable anciana me ha hecho jurar que le aconsejaré olvidarse de Loreleï Lüger. ¿Desconfianza de abuela o instinto de mujer?, le comunico su opinión sin compartirla, ya que me ha causado una buena impresión la joven. Pero ciertamente sólo me crucé con ella en la penumbra de una escalera, y usted y la señora Fernández que la conocieron mejor deben tener una opinión más informada al respecto.

Esto es, estimado señor, lo que le tenía que decir. Envío junto con esta carta todas las anteriores, en las que me tomé la libertad de retirar los timbres postales para mi colección (mi favorito es el de diez pesos, con una mariposa preciosa con las alas estriadas en negro sobre un fondo de árboles cubiertos de miles de sus semejantes). También me tomé la libertad de guardar el cartel de la lucha. Espero que no le moleste, le hubiera gustado mucho a mi difunto padre, razón por la cual lo pegué en la pared de la sala junto a las fotos con dedicatorias de sus ídolos de juventud: Raoul el Carnicero y Paul Pons, los más formidables luchadores de la preguerra. Sin duda los conoce usted.

Lamentando ser el mensajero de estas malas noticias, le envío mis saludos cordiales (como mamá dice que debe terminarse una carta).

Jules Daumier

P. D.: Los timbres que escogí son de este año. El azul de un franco representa el trasatlántico Normandie, que desde hace seis meses conecta Francia con América; pensé que era un timbre perfecto para esta carta; el rojo que lleva la divisa “Para el arte y el pensamiento” es en beneficio de los intelectuales desempleados, no sé por qué lo elegí, ¿tal vez porque al escribir por primera vez una carta me siento algo poeta?

Ciudad de México, 2 de enero de 1936

Estimado señor Jules Daumier:

Ojalá contara con alguien como la señora Fernández para no morir de sorpresa y de felicidad al recibir una carta dirigida a mi nombre y dirección desde las mismas tierras donde mi Loreleï se ha perdido.

Me encontraba trabajando en la pequeña habitación que he acondicionado como mi estudio cuando escuché el silbato del cartero. Me asomé por la ventana y al ver que se dirigía a mí un vuelco atacó mi corazón.

Una carta en un sobre blanco con un marco azul y rojo. Sólo podía provenir del extranjero, ¡solamente de Francia! Loreleï respondía, estaba viva, no había sido una ilusión. Sin leer remitentes ni otra cosa corrí al interior para poder leerla. ¿Qué cosas me diría mi Loreleï, qué pretextos habría de poner por su silencio? ¿Me seguía amando? ¿Me extrañaba? ¿Regresaría pronto? ¿Cuándo? ¿Dónde?

Ya preparaba mi maleta para ir a recibirla al puerto de Veracruz…

Y entonces abrí la carta…

Loreleï no estaba en ella. Nada de ella.

Estimado señor Daumier, he leído su atenta carta una y otra vez hasta lograr comprender la mayor parte. Esta que le envío como respuesta es la primera que escribo en este año que inicia con los peores presagios, al menos para mí al saber lo que me cuenta. Tal vez no escriba nunca otra más…

Confieso que por mi parte hubo un arranque de frustración, de pena, incluso de ira por saber que usted había leído las palabras destinadas a mi amada. Sin embargo, luego entendí las buenas intenciones suyas y le agradezco que me haya regresado mis cartas. Saber que Loreleï ya no vive en la dirección que me había dejado me deja absolutamente en el desasosiego, en una tristeza imposible de clasificar entre todos los tipos de tristeza que he sentido desde su partida.

Cualquier asunto sobre Loreleï acrecienta mi tristeza así que tampoco quiero convertir mis misivas en un mar de lágrimas. Los mexicanos somos machos y eso no hay que olvidarlo, aunque usted tiene pruebas de lo contrario al haber leído mis cartas.

Sorprendido y todo, deseo en esta misiva que usted reciba mis parabienes, no sin antes agradecerle por los timbres que escogió. Aunque prefiero los carteles, en los que me parece que la imaginación puede expresarse más libremente que en estas minúsculas promesas de viaje, de las que aprendí a detestar la hipocresía, los guardaré celosamente. Las mariposas son monarcas, se encuentran en la región en la que nací. El timbre postal no le hace justicia al color naranja encendido de sus alas. En mi época art decó lo usé como un elemento característico de mi estilo, una especie de firma que tuve que abandonar desde que trabajo en el cine. Los productores son gente seria, nada sensible al romanticismo algo infantil de mis mariposas. Mientras su industria florezca y mi cuenta de ahorros siga su suerte, ni hablar de poner reparos.

No conozco a sus luchadores franceses, pero permítame decirle que, desde mi última carta, he desarrollado una afición tremenda por este nuevo deporte popular llamado lucha libre, a tal grado que no existe fin de semana que no acuda a alguna de las múltiples arenas que hay por toda la ciudad, esta ciudad que cada día crece más y más.

Curiosamente, han comenzado a aparecer una serie de luchadores encapuchados. Me sonrío cuando le escribo esto. Hay luchadores con apodos maravillosos como Murciélago Velázquez, Torbellino Blanco o Sombra del Mal, y hay quienes aseguran provenir del extranjero y tienen apelativos con reminiscencias irlandesas u orientales. Y es ahí que resulta que uno de los más famosos es sin duda un paisano suyo, un tal Ángel Francés, que de ángel no tiene nada. Al contrario, mantiene una faz absolutamente siniestra que le ha valido reportajes en periódicos sensacionalistas. Se dice que sufre de acromegalia, la enfermedad que deforma el cráneo y las manos. Lleva luchando en México tan sólo unas semanas pero sus fotografías ya se venden a mansalva a las afueras de estas nuevas arenas que han surgido por toda la periferia. Incluyo una junto a esta carta.

Y perdón por excederme en mi misiva. ¿Es cierta una posible guerra en Europa? ¡Qué terrible! No sale uno de unas para entrar a otras. Todavía recuerdo las escaramuzas en el pueblo donde yo vivía cuando ocurrió la Revolución. Tiempos terribles, de hambre y miseria, tiempos de esconderse en cuevas en los cerros o entre los maizales, escuchando balaceras, y luego el paso por la presidencia de ese ladrón llamado Plutarco Elías Calles. Y ahora viene la esperanza con ese otro general salido de la Revolución. Se apellida Cárdenas. Dicen que tiene ideas de izquierda. Vaya usted a saber.

Debo confesar que vivo apartado del mundo de la política. Soy un eremita que pasa la mayor parte del tiempo encerrado en su taller, trabajando en los carteles y propagandas que le piden. Entiendo la angustia de no tener papel. Es mi materia prima, por ello incluyo en esta carta un buen paquete de papel para cartas, que espero le sea útil.

Y regresando al asunto Loreleï, ¿qué puedo hacer? En todo caso seguir el consejo de los viejos que aseguran que las mejores amistades se cultivan después de los treinta años, así es que, si esta correspondencia sigue su curso, tenga la seguridad de haber encontrado un amigo en mí.

Dejo de abrumarle con mis preocupaciones y le envío afectuosos saludos.

Suyo,

Augusto Solís

París, 28 de enero de 1936

Estimado señor Solís:

Estaba en el bistró tomando mi café de las mañanas cuando el cartero, que había venido a la barra para echarse una copita, me entregó su carta. Con seguridad puede sentir orgullo de haber despertado el interés del Envenenador y de haberme hecho vivir unos cuantos minutos de gloria. Desde el barrio de Ménilmontant, México parece tan lejano como la Luna. Me disculpará, pero fuera de cantar la Sérénade près de Mexico, el “bello canto de amor que entonan los gauchos”, que Tino Rossi puso de moda, no hay ocasión para hablar de México casi nunca. Incluso me pregunto, mire usted, si de verdad hay gauchos en México…

Riton, el patrón del Envenenador, envió a su mujer a buscar en su casa el mapamundi de su hijo para enseñarlo a los clientes que me asediaban con sus preguntas y se apiñaban a mi alrededor para ver los bellos timbres que usted escogió.

“Es pequeñito”, dijo un zapatero armenio antes de que le enseñáramos el tamaño de su país a comparación. “Y todo rosa”, dijo un trabajador acerero que ya llevaba varios tragos. Nunca había visto un mapa en su vida, se le tuvo que explicar lo de los colores. Francia, en cambio, aparece azul: ¡Espero que pronto sea roja!

Inmediatamente, todos quisieron hacerse los interesantes afirmando cualquier cosa. Pero no hay que tomárselos a mal: además de los extranjeros (armenios, griegos y judíos alemanes que pululan desde las leyes de Núremberg), la mayoría no viajó más allá del barrio de Charonne en el tren de la Petite Ceinture. Hay unos que salen de vez en cuando de la zona, pero es un caso muy raro si alguno llega a conocer otra cosa de París que el camino de las marchas que va de la Bastilla a la Plaza de la Nación. En el mejor de los casos, tienen referencias sacadas de fotos borrosas de periódicos viejos, de hace veinte años: revolucionarios con grandes sombreros, bigotes largos, trenes, desiertos… En el peor: los gauchos de Tino Rossi, ¡y confundir a Emiliano Zapata con Achille Zavatta, el exitoso payaso Augusto del Circo de Invierno!

Por fortuna, el padre Hipp nos ha contado acerca de su papá, que desapareció en la Intervención francesa. Tenía diez años en esa época y no se le ha olvidado una sola línea de las cartas que su viejo le escribió desde Puebla. Durante casi una hora, con llanto en las mejillas, recordó las maravillas de su país y nos hizo llegar tarde al trabajo.

En el periódico, donde les conté de usted a mis compañeros mientras cargaba en mi bicicleta los paquetes para repartir, fue distinto. Claro que en L’Humanité hay interés por México desde la Revolución, aunque recientemente se habla más bien de Alemania y del conflicto entre China y Japón en nuestra sección “Del mundo entero”. Los voceadores y los repartidores se mantienen bien informados. Hay que decir que todos sueñan en secreto con convertirse en periodistas. La mayor parte del tiempo van al bistró por las noticias y tienen retazos en exclusiva de conversaciones sustraídas de la sala de redacción. Como es normal, los periodistas nos ignoran, excepto Pierrot Bouillane, responsable de los destacados, quien a través de nosotros se entera de los chismes de la calle. ¿Saben que los admiramos? Porque finalmente, ¿existe oficio más apasionante? No me refiero a los editorialistas tediosos ni a los segundones de la sección de nota roja. Me refiero a los reporteros: aquellos exploradores modernos, buscadores que no buscan oro sino información, aquellos cartógrafos del progreso, aquellos aventureros de la verdad. ¿Se puede desear un destino más noble que descubrir algo y darlo a entender?

No leo mucho, señor Solís, cosa que lamento. Leo algunas novelas de folletín que nunca termino y sobre todo las tiras cómicas. Las estadunidenses llegan a Francia desde hace algunos años, y Popeye el Marino le dejó lugar en mi corazón a una joven con ropa muy corta: ¡Betty Boop! Tan seguido como puedo me escapo al fondo del bistró de Riton para leer a escondidas Mickey Mouse Magazine que le regala a uno de sus hijos cada vez que saca una buena calificación. ¡Sólo falta que mis amigos me descubran leyendo las bufonadas del Pato Donald o las aventuras del padre Lacloche, aquel vagabundo feliz de serlo!

Señor Solís, mi cultura no da para más. Para justificar mi pereza tengo los pretextos del tiempo y del deber: debo cuidar a mamá, comienzo a trabajar antes del amanecer, todos los días doy varias vueltas a París en bicicleta… A pesar de todo, no me he perdido uno solo de los reportajes de Albert Londres en el Petit Parisien desde su viaje al Congo (ciertamente lo prefiero al insípido de Tintín, el cual pasea por el mundo el anticomunismo de su autor y el colonialismo de los curas que publican Le Petit Vingtième yCœurs Vaillants, esas revistas de propaganda para ñoños). Apenas tendría yo catorce años. No hay duda de que sus historias, conmovedoras hasta las lágrimas, tienen algo que ver con mi anticolonialismo. Mi rechazo del antisemitismo debe mucho a su estancia en Palestina. El esclavismo, las deportaciones, los trabajos forzados, la trata de blancas, no existe injusticia que no haya denunciado. ¡Ése es mi modelo! Cómo me gustaría seguir sus pasos, ir adonde él fue, ver lo que vio y retomar sus luchas donde las dejó… En mayo se cumplirán cuatro años desde que chupó faros en el incendio del Georges-Philippar en el golfo de Adén. El día que desapareció colgué su profesión de fe en la pared, cerca de mi cama: “No poner tu nombre en la puerta; no tener más que una cama, una mesa, un sillón; una chimenea para llenarla con libros, un sillón para apilar los periódicos, una caja de las Galerías Lafayette en la que se guardan y se revuelven las cartas que nunca hay tiempo de leer; y pilas de libros para sentarse, libros como descansabrazos, libros para colocar el sombrero. Dormir con el suave sarape de viaje a manera de edredón y cada mañana pisar al amanecer el cuero de la querida valija de piel de cerdo. No acomodar el traje en un armario, sino encontrarlo en la mañana dormitando en una maleta abierta. ¿Acaso no sea la única manera de estar siempre en paz, siempre en camino, en el corazón mismo de París?”

Siempre en camino, en el corazón mismo de París: ¿No es así como deberíamos estar?

¿No debería ser ése nuestro ideal si no estuviéramos tan preocupados por ser buenos hijos, buenos trabajadores, ciudadanos honestos?, ¿si no estuviéramos tan ocupados en sobrevivir?

Por mi cuenta he aplicado algunos de estos preceptos a pesar de mí: no soy tan rico como para tener más de una mesa y creo que nunca voy a tener un traje. La aventura llega como puede…

Mis compañeros de L’Humanité no saben quién es Albert Londres. Sus ídolos son más cercanos, separados por unos cuantos pisos nada más. Después de México, hemos llegado a hablar de la Revolución y del Frente Popular, que se formó el pasado julio y tiene buenas posibilidades de lograr la mayoría legislativa en las elecciones de mayo. Mi amigo Léon, quien me acompaña a hacer las entregas porque los Camelots del rey atacan a los repartidores solos, piensa que una vez que el Frente Popular esté en el poder, buscará el apoyo de los gobiernos de izquierda, en España y en México, y que ya no habrá que angustiarse a causa de los fascistas. Habrá que ver…

Basta de palabrería, no quería hablarle de política sino de Raoul Paoli, un amigo de papá y una figura importante del deporte francés. Juzgue usted: fue varias veces campeón en Francia de lanzamiento de bala, campeón de box en la categoría de pesos pesados, medalla de oro en lucha grecorromana en las Olimpiadas y tres veces seleccionado en el equipo nacional de rugby. Con mi papá eran compañeros en la melé en el Estadio Francés antes de la Guerra y hubieran estado juntos en el equipo de Francia si la noche previa a su primer partido papá no se hubiera puesto tan borracho que perdió el tren, lo cual marcó el final de su carrera deportiva y el comienzo de sus problemas con el alcohol. Paoli viene a veces a visitar a mamá. ¡Imagínese a este coloso de ciento veinticinco kilos escribiendo torpemente palabras de consuelo a una viuda!

Con papá no lo unía solamente el rugby, sino también su pasión común por la lucha grecorromana. Paoli fue quien introdujo la lucha en el Velódromo de Invierno hace tres años, incluso propuso que mi padre trabajara ahí para ayudar en la futura federación. Papá, ya bastante enfermo, no había querido renunciar a su empleo de estibador en el mercado de vinos, el cual le costó la vida, y Paoli se siente responsable de no haber sabido persuadirlo.

Lo que sucedió fue que aquel incansable mil usos también pasó a ser un actor de cine al que América le abrió las puertas: la adaptación francesa de The Big Trail de Pierre Couderc o wésterns como Amours indiennes tuvieron tanto éxito que lo han llevado de Broadway hasta Hollywood, y se me ha ocurrido preguntarle por Loreleï Lüger. Le presento, en resumen, nuestra breve conversación:

“—¿Por qué te interesas en ella?

”—Ella vivía aquí antes que nosotros. Me gustaría darle algunas ropas que olvidó.

”—¿Loreleï en este cuchitril? Me cuesta trabajo creerlo…

”—Entonces usted la conoce…

”—Un poco. Es una mujer difícil. Peligrosa.

”—¿Peligrosa?

”—Olvidémoslo.

—¿Sabe dónde podría encontrarla?

”—Tienes algo en mente, muchacho. Tu padre tenía la misma mirada. ¿No será que estás enamorado?

”—¿Yo? Apenas y me he cruzado con ella.

”—Escucha, lo único que te puedo decir es que le da por aparecerse en el Velódromo de Invierno los días que pelean luchadores alemanes. Prueba tu suerte…

”—¿Cuándo es la siguiente pelea?

”—Hans Kämpfer en tres días. Georg Pöhlsen la próxima semana. Kurt Hartmann dentro de un mes.”

Como puede ver, tenemos una pista. Aunque la señora Fernández —quien me tradujo de nuevo su carta y le manda saludos cordiales— me aconseja no hacerlo, he decidido intentar encontrar a Loreleï Lüger. Mamá es de la opinión que le debo al menos eso por el papel para cartas que nos ha enviado. Por fin podemos platicar sin temor de que se acabe el papel. Ella está encantada, yo no tanto: ¡no se imagina el tiempo que consumen las banalidades que se dicen todos los días si se ponen por escrito! Me duele la muñeca desde antes de ponerme a escribir. ¿Qué le vamos a hacer? Es mi madre, ¿no es cierto? Se siente tan sola…

Espero tener pronto buenas noticias para usted y, por mi parte, le envío mis mejores deseos de Año Nuevo.

Jules Daumier

P. D.: Treinta años todavía no. Tengo veinticuatro, la edad a la que Raoul el Carnicero estiró la pata por una meningitis. Parece un pensamiento macabro. Es cierto que recordar a papá me entristeció…

Algunas líneas garabateadas en papel para cartas (1)

Otra vez pude ver desde la ventana cómo la hija del florista te miraba esta mañana cuando te ibas en tu bicicleta.

¡No empieces con eso de nuevo!

A tu edad hay que empezar a pensar en sentar cabeza. La política no lo es todo. Fíjate en tu amigo Léon y su Louise.

Mamá, no tiene que ver con la política: la hija del florista es bizca.

*

¿Dónde te pusieron ese ojo morado?

En el Barrio Latino.

Me habías prometido que serías prudente.

Es culpa de Léon. Tenía que ver a Louise durante el descanso. Para llegar más rápido a los almacenes Printemps, pasamos frente a la Facultad de Derecho. Unos canallas del rey (es así como Léon les llama a los Camelots del Rey) salían en ese momento. Vieron las pilas de periódicos en nuestros portaequipajes y nos rodearon; iban con sus flores de lis en el ojal y empuñando un bastón. Como pago del ojo morado dejé a dos en el suelo. Con eso tendrán para no regresar.

¡Eres tan imprudente como tu padre!

*

¡Mamá, casi matan a Blum!

¿Los comunistas?

No nos cae bien, pero tampoco para echárselo. En fin, no creo. Son los de las ligas.

¿Qué pasó?

Fue en los funerales del historiador Bainville. Toda la Acción francesa se había reunido en el bulevar Saint-Germain para seguir el cortejo. El Citroën del pobre Blum que salía de la Asamblea no podía avanzar a causa de la muchedumbre. “Muera Blum”, gritaban, “mátenlo”. ¡Vaya con el recogimiento cristiano! Hay que subrayar que Bainville ni siquiera tuvo derecho a un entierro religioso. Solamente tuvo una misa clandestina con un cura insurrecto, que desafiaba la condenación del papa. Los lobos se devoran entre ellos.

No hables así del papa.

Los canallas del rey rompieron los cristales, sacaron a Blum y al diputado Monnet del coche y les dieron una paliza. Blum tenía el rostro ensangrentado. Lo salvaron unos trabajadores que bajaron de un andamio a rescatarlos.

Esto va a terminar mal.

Habrá una manifestación pasado mañana. Pero no me sorprendería que esta tarde los camaradas organicen una expedición de represalia en el Barrio Latino. ¡Alguien pagará los platos rotos!

Tú no vas a salir, ¿verdad?

*

¿Qué es esta cosa espantosa que trajiste?

¿Cuál cosa espantosa?

Eso.

Es un receptor superheterodino. El invento de Lucien Lévy. ¿No viste los anuncios en el periódico?

¿Para qué sirve?

Con esto podemos escuchar Radio Moscú sin interferencia.

¡Qué bueno que soy sorda!

Ciudad de México, 17 de febrero de 1936

Querido Jules:

Todo indica que acaso ésta sea la relación epistolaria más extraña del planeta. Un día me veo enviando cartas amorosas a Loreleï y ahora me veo inmerso en este ir y venir de misivas.

Nada bochornoso, nada molesto, todo lo contrario, ha llegado el momento en que ansío recibir una misiva suya y ver la manera no sólo de traducirla sino además de responderla en los términos que corresponden.

De cualquier manera mi francés mejora; lo explicaré.

Resulta que donde acostumbro almorzar es un restaurante llamado Café Salvador, un local que ha pertenecido a dos generaciones de chinos llegados a México. Y es curioso porque sirven toda la comida mexicana posible pero ningún platillo chino, es como si hubieran olvidado sus raíces.

Ese lugar es el punto de encuentro de las colegialas de una institución católica que se encuentra al final de la calle, la cual lleva como una de las materias el aprendizaje de la lengua francesa. Por lo que aproveché la hora del intercambio de clases y a las colegialas les señalé los párrafos que me parecían difíciles de leer hasta que la providencia vino a mí: cuando la maestra de francés supo que en el dicho Café Salvador había una persona que siempre requería que le tradujeran algunas palabras, se presentó para ofrecerme su ayuda. Desde entonces cuento con la asistencia de mademoiselle Garant, asistencia que incluye un generoso escote y un atisbo de piernas bajo sus faldas que prometen ser mejores en la parte de arriba.

En fin, no le hago el cuento más largo, de ahora en adelante, si hay alguna dificultad, ella me traducirá.

¿Qué clase de vida tiene Loreleï en París?

Es algo que me pregunto a menudo, y ninguna de las respuestas que concibo es optimista. Ella era así, arriesgada, extraña y fuerte como el risco en el Rin que me enseñó una vez en una postal y de donde dice que viene su nombre. La Loreleï era una ondina, o el fantasma de una joven muchacha que murió de amor lanzándose al río. A menudo, cuando mi ondina me acariciaba la cabeza en la tarde, tarareaba una cancioncilla que hablaba de una joven peinándose los cabellos de oro sobre el risco y cuyo canto conducía a un barquero hacia los escollos.

Me parece recordar que la melodía es de Friedrich Silcher. Es una melodía que lamentablemente a mí también me ha embrujado…

Las citas con mademoiselle Garant mitigan de alguna manera mi melancolía, así como los pésimos pensamientos que provocan las chiquillas con sus faldas cortas y sus calcetas y su aroma a jabón y criatura nueva alrededor de nosotros.

Ah, querido Jules, ¿cómo puedo estar contándole estas cosas mientras usted hace todo lo posible por encontrar a mi Loreleï? Y lo peor aún está por venir… Ni modo, no creo poder escapar: la opinión que usted se haga de mí será sin duda la que me habré merecido.

Ha de saber que desde hace un mes ya cuento con dos inquilinos (aunque ésa no es la palabra correcta, pues jamás les he cobrado centavo alguno) que habitan en la parte de arriba, porque así lo pidieron y para mí es mejor ya que así tengo la planta baja prácticamente para mí solo.

En uno de los departamentos vive una chica llamada Evangelia, que es demasiado extraña, oscura, distante y agria a veces. Apareció una noche en la acera de enfrente, conteniendo las lágrimas y con moretones en los brazos. No tuvo que pedir ni explicar nada.

A veces, esta chica extraña y agria me pide acompañarla a su habitación. Sonrío y lo hago.

Y sí, estuvimos en su cama.

Y no, no creo que sea prostituta, es una de estas extrañas nuevas mujeres que se manifiestan en un México que sale de la Revolución, tras años de sosegamiento. No son muchas, tengo suerte de encontrarme con una de ellas y que me brinde su amistad y más allá que me invite a tomar una copa en su cuarto y trasnochar abrazados en la tibieza de su cama.

Todas las mujeres son sirenas, querido Jules, incluso si en mi caso una voz cubre las demás, más allá de la distancia y del tiempo.

Respecto a la lucha libre, aquel otro deporte que todo indica que nos apasiona de manera igual, no he dejado de ir a las arenas que han surgido por todas partes en esta ciudad, desde Peralvillo hasta la Condesa, pasando por el centro de la ciudad. En la zona ferroviaria de Nonoalco, en la colonia San Rafael y en la Lagunilla incluso se han celebrado funciones al aire libre. Al final de una de ellas conocí a un hombre. Bueno, no era exactamente un hombre. O mejor dicho, sí era un hombre o medio hombre. ¿Cómo decirlo?

Es un enano.

Lo encontré llorando en la escalinata del ring. ¿Su tristeza? Querer pelear y la negativa de los organizadores. No aceptan enanos en las luchas.

Él es ahora mi segundo inquilino. Mi edificio se convirtió en el arca de Noé de las almas en pena. Si no detestara a los animales sólo me faltaría recoger a los perros callejeros de la colonia.

Fue una noche de copas. Jamás pensé que fuera divertido tomar alcohol con un enano. Éste sabe contar chistes, a veces demasiado irónicos y al mismo tiempo graciosos. Entre dos ocurrencias, me contó de su llegada a la capital, sus esperanzas frustradas, cómo hace para ganar algunos centavos dando piruetas en las encrucijadas y cómo duerme por la noche en las vías del tren de Nonoalco debajo de un toldo. Quién sabe cómo lo logra, pero siempre termino carcajeándome de sus desgracias.

Le dije que tenía habitaciones disponibles, que podía prestarle un departamento durante unos días, que no tenía problema al respecto. Él protestó que primero quería organizar la primera función de lucha libre de enanos y con ello sufragar los gastos de donde se hospedaría. Era cuestión de orgullo.

Le dije que se dejara de idioteces, que yo no le cobraría en lo absoluto sino hasta que su situación monetaria se equilibrara. Fue entonces que aceptó.

Bien, me dije, es mi aporte a la humanidad, ayudar a otro menesteroso. Había olvidado cuán ingrata es la humanidad.

Ayer, al volver, escuché en la parte de arriba ruidos altisonantes, extraños y consabidos de cuando dos personas se dan gusto en el arte de masajear un cuerpo contra el otro.

Sólo por distracción subí las escaleras y minutos después vi surgir al Enano del departamento de Evangelia con su sonrisa extraña en la cara y un zurrón debajo del brazo. Entendió a la primera mi encabronamiento y como si todo lo explicara me sonrió y dijo que lo disculpara porque hacía tiempo atrás maniobraba una nueva teoría relacionada con el placer sexual.

Tenía una botella de mezcal en mi casa. ¿Su teoría merecía algunos tragos?

Ya apoltronados en la tranquilidad de mi sala, el Enano me mostró lo que contenía el extraño zurrón: créeme o no, querido Jules, era un frasco de vidrio en cuyo interior habitaban varios caracoles. Gracias a mademoiselle Garant sé que para ustedes, los franceses, los caracoles son un manjar exquisito surgido de la pobreza pero que su talante culinario los llevó a convertir en plato sumamente refinado. El caso es que el Enano, orondo, en mitad de la sala, me mostró aquellos caracoles y comenzó a explicarme cómo alrededor del mundo existen más de dos mil especies distintas, cuyo nombre aproximadamente científico vendría siendo moluscosgasterópodos, y me habló de cómo están provistos de una concha espiralada que recubre y protege sus blandos cuerpos y que además crece junto con ellos.

“Al género helix se le puede encontrar en aguas dulces y saladas así como en la tierra, sobre todo en climas húmedos. Generalmente, estos gasterópodos son apreciados por su sabor, sin embargo, y aunque menos difundidos, también pueden ser motivo de otros exquisitos placeres. En la Edad Media —prosiguió— se conocían ciertas propiedades afrodisiacas de este animalito, compartía mesa con la belladona y el beleño. Las hechiceras ungían su ardoroso cuerpo con una mezcla de baba y ortigas y así, a la noche, se despertaban los demonios del cuerpo insatisfecho.”

Me explicó que aún hoy en día sucede algo parecido en algunos burdeles clandestinos del Japón, donde se utiliza la estimulación con caracoles embadurnados de distintos tipos de caramelos y masillas dulces mezcladas con algunos opiáceos. El estado que alcanzan los clientes es tan fuerte que, libres de endorfina, pueden lograr las más viriles y depravadas hazañas sexuales con sus hinchados sexos y ansiosas lenguas.

Para entonces, el Enano y yo habíamos consumido la mitad del mezcal y me enteré que la colocación del caracol en lugares sensibles del cuerpo como las articulaciones, los labios y los genitales es increíble: el caracol, al intentar moverse, pone en acción múltiples bandas de músculos, cuya contracción seriada hace que su pie resbale provocando una exquisita sensación que estremece todo el cuerpo, placer que puede durar incluso horas dada la velocidad del artrópodo.

“Algunos gustan de untarse sustancias extras que agraden al caracol, sobre todo en el clítoris o el glande para que, al buscar alimentarse, el molusco frote su rasposa lengua con las pequeñas y duras salientes que tiene para triturar su comida. Todo su cuerpecito se sujeta con firmeza en el sexo y la voraz boca succiona y muerde decididamente, arrancando pequeñísimos pedazos de piel.”

Y luego, con una mirada pícara agregó: “Por si fuera poco, la baba quitinosa del caracol es excelente para… ya sabe a qué me refiero”. Y bajó la mirada.

Creo haber aprendido todo sobre el uso de un caracol en el cuerpo humano y la tarde siguió entre bebida y enseñanzas nunca antes tan lúbricas: “Uno debe tener cuidado en el uso de estos animales, sobre todo cuando se colocan en la cara ya que, como es bien sabido, entre sus alimentos preferidos se encuentran los ojos, y cuando el caracol ha logrado aferrarse al globo ocular, es casi imposible hacer que lo suelte y no lo devore”.

Tuve que salir a la tienda por otra botella.

“Cerca del recto también es un gran peligro, nada mejor para la hibernación. Esos moluscos sellan el orificio con un mucus espeso y, en el peor de los casos, depositan sus huevecillos que se alimentarán en los intestinos del portador inclusive los seis u ocho años que dura su vida.”

Querido Jules, el Enano se quedó dormido de borracho en la sala de mi apartamento y yo, con lo que restaba de la segunda botella, subí al departamento de arriba y toque a la puerta.

Una joven somnolienta abrió y me recibió con tremenda y dulce sonrisa: “¿Trajiste los caracoles?”

—Claro —respondí mostrando el zurrón con el frasco de vidrio.

El Enano ni siquiera se había dado cuenta.

Y pasé.

Los caracoles parecían nerviosos…

Augusto Solís

París, 6 de marzo de 1936

Estimado señor Solís:

¡Ha cometido el error de subestimar el pudor de las viejas españolas, por muy revolucionarias que sean! Mientras me leía su carta, la señora Fernández se puso más roja que su bandera. De inmediato se rehusó a seguir traduciendo. No fue difícil entender los epítetos con los que le llamó. Como me parece que estaba fuera de sus cabales, no considero necesario repetirlos. No obstante, me llamó la atención un último comentario que pronunció con una sonrisa mientras me conducía hacia la puerta sin dejarme terminar mi chocolate: “No me sorprende que se refocile con la Lüger…” ¿Qué quiso decir?

Todavía no sé qué es lo que hace el inquilino enano con sus caracoles. Lástima, pues abundan en los parques, y a mamá le quedan deliciosos los que los muchachos del barrio recogen para ganarse un poco de dinero. Me daría gusto que tuviera un día la oportunidad de probarlos. ¿Quién sabe?

No se preocupe, señor Solís, el incidente con su vecina no cambia mi opinión respecto a la naturaleza de sus sentimientos por Loreleï. A pesar de mi corta edad, puedo reconocer el amor, y también que el cuerpo tiene a veces necesidades que la razón ignora…

No he dejado de buscar, aunque por el momento infructuosamente. Como quien no quiere la cosa, me he convertido en un verdadero experto del mundo de las luchas. Raoul Paoli me presentó en el Velódromo de Invierno a la crema y nata de este deporte, de los luchadores a los entrenadores, pasando por los organizadores y los reporteros. Ya no queda ningún secreto en las reglas que no conozca, puedo distinguir a simple vista a un peso semipesado de un peso semicompleto, y también sin chistar entre una plancha japonesa y una doble Nelson. Les grito “¡Fraude!” si parece que una pelea está arreglada; “¡Árbitro pendejo!” si interfiere con el espectáculo; y exclamo junto con el público “¡Duro!, ¡duro!” durante los levantamientos y los puentes. He visto tantos luchadores alemanes peleando que incluso me sé los rudimentos de su lengua y sería capaz de insultarlos en su dialecto, lo cual siempre podría ser útil considerando los tiempos que corren.

¡Pero de Loreleï, nada todavía!

Tengo que decirle cómo es el Velódromo de Invierno. Imagínese una estación de trenes monumental donde el estruendo de los motores lo produce el clamor de la muchedumbre extasiada. Una fábrica repleta de todos los huelguistas del barrio de Grenelle y cuya estructura parecería diseñada por Gustave Eiffel. Un astillero donde se hubiera podido construir el Normandie sin que faltara espacio. Una catedral en cuya nave habría un vitral majestuoso para que la luz celeste ilumine la exhibición de los apóstoles de la moderna fe del deporte. ¡El Velódromo de Invierno es todo esto a la vez! Las gradas de ladrillos en dos niveles para los miles de espectadores congregados como fieles en las bancas de una iglesia, un anillo de duela de doscientos cincuenta metros, mil bombillas eléctricas para iluminar la pista de las maravillas, los gritos del público transpirando bajo las lámparas de arco, las pancartas de publicidad, las sillas de lámina en las que se salta con los pies juntos o que se avientan a veces, el ritmo de los tacones sobre las barandillas, el acordeón de la orquesta escupido entre anuncios por las bocinas de mala calidad, el olor de salchicha al ajo, el delirio… Un ambiente que le encantaba a papá, para quien el deporte era religión y los atletas profetas que no tenían igual salvo unos viejos revolucionarios como Jules Guesde, a quien se debe mi nombre (antes de que el viejo socialista le diera la espalda a la Sección Francesa de la Internacional Comunista en el congreso de Tours).

Papá nunca se perdió una sola edición de los Seis Días de Ciclismo en el Velódromo de Invierno. El torneo le apasionaba todavía más que el Tour de Francia. “Dos ciclistas, qué digo, dos héroes, que trabajan juntos y se adaptan durante seis días y seis noches para vencer la fatiga, la debilidad, los adversarios, los escollos de las curvas que se acercan y se acercan sin cesar a medida que uno intenta alejarse de ellos: una alegoría de la vida del ser humano.” Para ese momento, ya había renunciado al rugby y creo que se sentía solo.

De todos modos no me llevaba con él. Los récords de resistencia en patines de ruedas, el espectáculo acuático de Johnny Weissmüller, las carreras de cochecitos, las orquestas, la Môme