Morir de amor - Aarón Goldberg - E-Book

Morir de amor E-Book

Aarón Goldberg

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Beschreibung

Una historia romántica, plena de poesía, entre un profesor de Literatura, y una alumna, la cual considera inútil esa materia, que terminan enamorándose. Emocionará hasta las lágrimas. La alumna con su ímpetu juvenil de enamorada que no respeta convencionalismos; pero que choca con la actitud del profesor, quien luchando contra sus propios sentimientos por ella, se esfuerza en todo momento por mantener la distancia profesor-alumna, adulto-jovencita. Se produce una situación donde, una sociedad con sus habladurías, provoca la expulsión de la alumna, cuando se encontraba a punto de finalizar el Secundario, y el profesor sometido a Sumario, suspendido y con prohibición de dar clases en escuela alguna, tras de lo cual sobreviene la denuncia por "corrupción de menores" y se lo encarcela. Los hechos se desarrollan vertiginosamente, donde el Rector que tomó esas medidas, convencido de su error, nada hace por repararlo, por no atreverse a enfrentar esas habladurías sin fundamento concreto, originándose acontecimientos dramáticos, muy graves, que impulsarán a meditar sobre cómo procedemos los humanos cuando nos convertimos en monstruos carentes de razonamiento.

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Seitenzahl: 280

Veröffentlichungsjahr: 2016

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aarón goldberg

MORIR DE AMOR

Editorial Autores de Argentina

Goldberg, Aarón

Morir de amor / Aarón Goldberg. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-632-8

1. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Correo del Autor: [email protected]

A mis queridos Chiqui, Salomón y Sergio

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

I

NADIE llamaba nunca al teléfono del profesor.

¿Y quién iba a llamarlo? ¿Acaso un amigo? Si no tenía ningu­no. ¿O una amiga? Menos. ¿O un pariente tal vez? Tampoco.

El profesor no tenía a nadie. Solo en su departamento, en las mañanas de domingo, o en los almuerzos solitarios, o en su cama de soltero. Siempre solo. No, delo por seguro: el profesor no tenía a nadie, lo que se dice nadie, absolutamente nadie. ¿Es de extrañar entonces que jamás sonara la campanilla de su teléfono? Sin embargo, realmente, ¿puede afirmarse rotundamente que no tuviera a nadie?

Cuando los meses del verano se acercaban a su ocaso, cuando las ramas de los árboles comenzaban a ralearse como una cabellera cuyas entradas se pronunciaban día a día, ya no se sentía tan solo, el tan extrañado por él timbre de la escuela daría inicio a su canto sagrado e imperativo, y aunque el teléfono continuaba y continuaría mudo, aunque en las mañanas de domingo y en los almuer­zos solitarios y en su cama de soltero y en sus andares por la vida no se liberaría de las cadenas de su soledad, ya no estaría tan solo, al menos en las horas de clase el profesor tendría sus alumnos. El profesor de literatura Damián Fuentes se encontraría en su elemento y, por momentos, al percibir sobre sí la atención de esos jóvenes, olvidaría su condición de esclavo de la soledad, se vería libre, libre y feliz. Pero, después de clase, otra vez en su departamento, retornaría a su angustiante situación.

Ese mediodía, mientras se afeitaba para asistir al primer día de clases del año, pensaba en que más le valía devolver ese teléfo­no mudo, ahorrarse el abono, si, al fin y al cabo, no tenía quién lo llamara, ni a quién llamar. Se observó en el espejo: unas líneas de plata asomaban en su cabellera morena, se encontraba próximo al cumpleaños Nº 45. Y se sentía triste, muy triste.

Consultó su reloj, tenía tiempo. Se alejó entonces del espejo y se dirigió a su escritorio. Abrió un cajón del mismo y retiró unas poesías, las releyó, cuánto las conocía, y cómo sino, si las había escrito él mismo. Se sentó, tomó una lapicera, y permitió que la misma se desplazara en el papel:

Quisiera huir de esta soledad que me aprisiona,

pero no sé cómo.

Quisiera reír,

quisiera amar,

ser amado quisiera,

unir mis labios a los de la mujer amada

quisiera

pero, lograrlo,

no sé cómo.

Releyó los versos, permaneció pensativo; luego, tras juntar ese poema con los otros, y dejar todo en el cajón, regresó al espejo. “Qué viejo me estoy poniendo”, se dijo, mientras se contem­plaba, melancólico. “¿Toda mi vida será así? ¿Siempre así?” Trató de no pensar más en ello, diciéndose que se le haría tarde para llegar a horario en el primer día de clases del año; por lo tanto, fue en busca de su corbata, del saco, y salió con paso rápido.

Se encuentra en el aula, frente a sus nuevos alumnos. Fuera, la tarde es hermosa, un haz de sol atraviesa el ventanal. Les explica cómo se encararán los planes de estudio de Literatura; todo, en cierta manera, es metódico, repite la rutina de los inicios de clase, nada distinto, nada que llame la atención, son muchos años con el mismo cantito, iguales palabras. De pronto, llega un cuchicheo desde los últimos pupitres.

- ¡Silencio! - estalla el profesor, como robot programado para exigir silencio, cuando alguien osa interrumpir la clase. Pero ahí, en el fondo, parecería que no lo oyeran, ya que los murmullos prosiguen.

- ¡Quién está hablando! - ruge entonces, y allá, en el penúltimo de los pupitres del centro del aula, una alumna se pone de pie.

- Fui yo, disculpe.

Se trata de una muchacha delgadita, unos cabellos negros, muy negros, con unos ojos verdes grandes y vivaces que, en ese momento, parecen observarlo con cierta sorna.

- Haga el favor de no interrumpir la clase - responde el profesor, imperativo, indicándole con un ademán que tome asiento, tras lo cual, de espaldas al pizarrón, habla a sus alumnos así

- No admito interrupciones, no son nenes ni nenas de primero, esto es quinto año, y deben ser lo suficientemente responsables. Bueno, ¿en qué estábamos? Ah, sí, les voy a dar la lista de escritores cuya biografía vamos a estudiar, y los libros que deberán leer en todo el período lectivo, empezando por Cervantes. Ustedes saben que Cervantes...

Lo interrumpió el regreso de ese murmullo que tanto lo irritaba, provocándole un nuevo estallido.

- ¡Quién fue ahora! - circunstancia en que, para su sorpresa, otra vez la misma muchacha se puso de pie, en cuyo rostro era evidente el esfuerzo que hacía por contener la risa, aunque sin poder evitar que esa misma risa se expresara en sus grandes ojos verdes.

- ¡De nuevo usted! ¡Su nombre completo, por favor!

- Noelia Fernández, señor, discúlpeme.

- ¡Está en clase, señorita, se lo aclaro, por si se piensa que esto es un boliche!

La muchacha ya no reía, ahora su rostro denotaba la turba­ción que la dominaba.

- Disculpe - repitió.

Pero el profesor se encontraba fuera de sí, ante esa joven que no debería tener más de diecisiete años, y que se atrevía a reírse en su clase, mientras él hablaba a los alumnos, dos veces seguidas en apenas pocos minutos. No, no lo toleraría, jamás. Le pararía el carro ya mismo, o nadie lo respetaría.

- Si usted se porta así, señorita, durante una clase, no entiendo cómo pudo ir aprobando todos estos años hasta llegar a quinto, sinceramente, no lo entiendo.

Ante estas palabras, varios chicos y chicas hablaron a un mismo tiempo.

- No, señor, es muy buena alumna - dijo uno.

- El año pasado tuvo el mejor promedio - agregó otra.

Sorprendido, pero todavía encolerizado, el profesor no iba a darse por vencido tan fácilmente, más aún cuando, contra lo supues­to por él en un principio, y ante la reacción general, debía aceptar que estaba equivocado en su apreciación inicial, por lo cual dijo

- Entonces debe ser, señorita Noelia Fernández, que usted tiene algún problema conmigo, o con mi cara, algo hay que la hace reír, mientras yo, el profesor, hablo para usted y sus compañeros. ¿O es que le divierte burlarse de los demás?

- No, señor, - se defendió Noelia, aún más turbada que antes.

Pero él no podía contenerse,considerando necesario mayor severidad ante una alumna que, mediante sus interrupciones, y en presencia de toda la clase, le faltaba el respeto con murmullos y, lo que era peor, continuando aquella risa que le costaba dominar, con esos sus ojos que habían continuado riendo.

- O le aburre la literatura, ¿es eso, señorita Noelia Fernández?

Ahora los grandes ojos se fijaron en un punto incierto, en dirección al piso, mientras permanecía de pie, junto al pupitre, en silencio.

- ¡Le hice una pregunta, señorita! ¡Contésteme! ¿Le aburre la literatura? ¿O tiene la manía de reírse de los profesores? ¿Nadie le enseñó las reglas más elementales del comportamiento?

Ante este bombardeo sin tregua, los verdes ojos se yerguen, lo miran desafiantes. La clase se mantiene expectante.

- Yo no me reí de usted, es verdad que no presté atención; pero no me reí de usted.

- Ah, la señorita no se dignó a prestar atención. ¡Claro, la literatura no le importa! Que la estudien los demás, ella no. ¿Verdad, Noelia Fernández? ¿Verdad que mejor hablar de otra cosa? Porque, como acabo de decir, a usted, la literatura, ¡no le importa!

- Le pido disculpas otra vez, señor.

- ¿Le importa, o no le importa estudiar a Cervantes?

Ahora esos ojos se clavan en los suyos, cada vez más desafiantes.

- Yo pienso ser ingeniera, señor, ¿en qué me ayuda estudiar a Cervantes? ¡No, la literatura no me importa! Pero estoy obligada a estudiarla, aunque nunca sepa para qué me sirve. Sí, señor, la verdad, Cervantes me aburre.

Sintiéndose atacado, herido en su amor propio, él se dirige a la clase

- ¿Escucharon a la señorita Noelia Fernández? ¡Cervantes le aburre! ¡La literatura no le importa! ¡Ella piensa ser ingeniera, por lo tanto puede reírse del profesor de literatura! ¿Qué les parece esto? - tras lo cual, desviando ahora su mirada, dominada por el rencor hacia la muchacha, agregó - Ya que no le interesa, retírese de la clase y preséntese en la oficina del jefe de preceptores. En el recreo, pasaré por ahí para firmar mi resolución: ¡tiene diez amonestaciones!

Esos mismos ojos que antes reían, que luego lo miraron desafiantes, ahora echan chispas. El permanece clavado en su sitio, sosteniendo esa mirada, hasta que la joven abandona el aula, en silencio, la frente alta.

En cuanto a él, satisfecho en un primer momento con su determinación, siente de pronto que le resulta difícil retomar la clase, su mirada se dirige hacia los alumnos que tiene más próximos, quienes se mantienen en silencio. ¿Qué pensarán ellos? ¿Actuó bien? ¿Fue justo? La muchacha ya no se encuentra en el aula,sus ojos ya no se ríen; pero, ¿fue justo? Dijo que la literatura no le interesa... ¿pensarán lo mismo esos chicos y chicas que tiene frente a él?, que no dicen esta boca es mía, sin duda por temor a las amonestaciones, pese a que seguramente se solidarizan con ella... ¿Cómo continuar ahora? No puede permanecer así, en silen­cio. Debe proseguir...

- ¡Espero comprendan que no admito interrupciones en clase! - se decide por decir, con gesto admonitorio. Sin embargo, no se siente conforme, algo no encaja, algo anda mal. Pero necesita continuar y, con esfuerzo, lo logra.

- Volvamos a Cervantes, y a lo que será la primera lección para ustedes.

Habló mecánicamente, su mente estaba en esa muchacha, en su mirada desafiante. ¿Acaso podía él tolerar que se le rieran en la clase? Actuó como correspondía, la disciplina era imprescindible. Pero, en realidad, y dejando de lado todas las pamplinas de los reglamentos, ¿actuó bien? Si fuera así, ¿por qué se siente tan mal? Y debe continuar hablando a esos chicos, como si nada hubiera sucedido, cuando la mente de ellos, y la de él, se encuentran acompañando a esa muchacha de los grandes ojos verdes que se dirige a la oficina del jefe de preceptores con diez amonestaciones sobre sus espaldas, aplicadas ¡por él! ¿Por qué no sonará el salvador timbre del recreo de una vez por todas? Pero no, cuando ese timbre trueque el silencio respetuoso de las aulas, por el repiquetear de las voces adolescentes en el patio, él deberá encaminarse a firmar la sentencia de la piba que ahí lo aguardará, tal como el condenado indefenso aguarda a su verdugo.

En cuanto a Noelia, cruza el pasillo masticando su rabia. ¡Linda manera de comenzar las clases! Debía llegar hasta quinto, a punto de finalizar el secundario, para que, por primera vez en todos estos años, le aplicaran amonestaciones. ¿Cómo? De la manera más estúpida y, para ella, injusta. De las aulas le llegan algunas voces; fuera de ello, camina en medio de un silencio sepulcral, tan distinto a las horas de entrada o de salida, cuando todo en ese pasillo es una orquesta disonante de risas, voceríos y timbres imperativos.

Al arribar a su destino, se encuentra con una preceptora muy joven, de pie junto a la puerta de la oficina.

- ¿Qué hacés por acá, Noelia? - se sorprende aquélla.

- Tengo que ver a González.

- ¿Por?

- Me manda el profesor de Literatura. Ese viejo me escrachó con diez amonestaciones.

- ¿A vos? Pero si le aplican amonestaciones a una buena alumna como vos, entonces a los demás hay que rajarlos a todos del colegio...¿Qué le pasa a ese solterón? ¿Se volvió marciano, o qué?

- Qué sé yo, debe tenerle bronca a las minas. Capaz que le gustan los hombres. ¡Nunca le tuve tanta bronca a un tipo, como la que le tengo a ése!

- Mirá, Noelia, es solterón; pero no creo que sea maricón, se quedó soltero de puro boludo, es tímido con las mujeres; pero no porque no le gusten. Aparte, tiene su facha.

- ¡Qué va a tener facha! Si es un petiso - estalla Noelia.

- Tan petiso no es, lo que pasa es que vos hablás de bronca. Y

nunca fue malo, ni de aplicar amonestaciones. No entiendo...

- Lo que yo no entiendo es cómo se lo digo a mis viejos. Mi papá me mata cuando le haga firmar la notificación.

- Lo habrás ofendido en algo, al profe, digo, ¿no?

- Qué sé yo, haceme hablar con González, de una vez, que viene en el recreo y, si no me presenté, va a ser peor.

- González salió, pero en seguida vuelve.

- Bueno, espero, no me queda otra.

- Decime, Noelia, ¿lo ofendiste en algo, como para que te aplique las amonestaciones?

La muchacha queda pensativa.

- Le dije que no me gusta la literatura... - deduce al fin - ¿será por eso que se engranó?

- ¡Seguro!

- Esto me pasa por decir la verdad de lo que siento. ¿Te das cuenta? Hay que mentir... Si yo le hubiese dicho a ese viejo boludo “la literatura me gusta un montón”, ahora no estaba aquí.

El timbre dio inicio a su estridencia, anunciando el recreo. Al instante, comenzó a llegar el vocerío desde el patio.

- El tipo ya viene, cómo la va a gozar, me va a dar con todo. Por decir la verdad, que a él no le gustó.

II

Las voces que llegan del recreo, van en aumento constante, algunos chicos cruzan el pasillo; cada vez que oye pasos aproximán­dose, Noelia se dice “Es él, con qué gana viene para escracharme”. Sin embargo, aunque aguarda la aparición de esa figura levemente encorvada, no es así, sino otra persona, y continúa esperando. La preceptora atiende a otros alumnos, ella permanece junto a la puerta.

Los minutos se sucedieron. El profesor no venía. La espera se le tornaba cada vez más insoportable, a medida que tomaba conciencia del revuelo que esas amonestaciones a punto de recibir provocarían en casa. Transcurre otro minuto, en cualquier momento finaliza el recreo, ¿por qué no viene este viejo? Y otro, otro minuto más. Suena el timbre, el vocerío del patio comienza a apagarse, ya nadie queda en esa oficina, salvo ella y la joven preceptora.

- Parece que no viene - se resuelve por decir ésta, como todo comentario, aunque la aclaración, evidentemente, está de más.

- ¿Y ahora, qué hago? ¿sigo esperando aquí?

- Voy a mirar adentro si tiene otra clase para hoy.

Se introduce en el despacho, al momento regresa.

- No, hoy ya no tiene nada, se habrá ido...

Noelia, intrigada, la mira, interrogativamente, no compren­de, ya que el profesor se encontraba tan enojado, al punto de echarla del aula, enviarla para la oficina del jefe de preceptores, para, finalmente, ahora, no aparecer.

Bueno, no te salió tan mal, por lo menos, por hoy, zafaste. Andate para la clase.

Cuando el profesor salió del aula, en lugar de tomar por el pasillo que conducía al despacho de los preceptores, tras vacilar, optó por el lado contrario, o sea rumbo a la secretaría donde firmaría la hora de salida, para luego marcharse. No, no daría curso a las amonestaciones de esa muchacha, al menos hoy, no. Necesitaba meditarlo, se sentía muy mal, totalmente arrepentido, era forzoso reconocerlo, de la manera en que había procedido. Claro, le dolió la confesión de esa alumna de que la literatura no le interesaba, y él actuó como un... autoritario, o un déspota. ¿Acaso que va a imponer a los chicos el amor a esa materia, para él tan amada, a fuerza de amonestaciones? ¿No lograría, con método semejante, el efecto contrario? Así pensaba, mientras ahora se dirigía hacia la soledad de su departamento, donde lo aguardaba la compañía de su teléfono permanentemente mudo, ese aparato inútil del cual de vez en cuando se acordaba, para preguntarse con qué fin lo tenía.

Hoy es su primer día de clase del año, y el profesor se siente muy amargado, al decirse que, debe reconocerlo, sus alumnos seguramente consideran a Literatura la materia más inútil de todas, tal vez la única a la que encuentran tan inútil. Pero sabe que no es así. ¿O va a terminar por dejarse convencer él también? Sin embargo, si no es así, ¿cómo lograr lo comprendan ellos? Esa alumna... Noelia Fernández, con planes para ser ingeniera, ¿cuál la manera de hacerle entrar en la cabeza de muchachita que sólo debe estar pensando en el baile, o en el novio, que el conocimiento de la literatura le dará una cultura general indispensable para cualquier curso que encare en su vida? Pero no lo entienden, y es muy difícil conseguir que lo entiendan.

Ingresó en su departamento, se quitó el saco, la corbata, dispuesto a prepararse unos mates. Mientras abría la alacena en busca del paquete de yerba, continuaba entregado a sus pensamientos. Es que si asistir a clase, sentirse rodeado por sus alumnos, resultaba para él tan reconfortante en medio de su soledad, asumir el hecho de que la materia por él dictada no les interesaba, lo empujaba a considerarse un inútil, y lo hundía más, precisamente, en esa soledad.

Al servirse el primer mate, ante la bombilla tapada, lo dominó un repentino impulso de arrojarlo a un costado, impulso tan profundo que no le fue posible contener, y así lo hizo, desparramando la yerba y el agua sobre la mesada, mientras el mate golpeaba con estrépito y la bombilla besaba el piso. ¿Qué me está pasando?, se preguntó. Es que, de pronto, ante una realidad que lo zahería cual si una filosa daga lo desgarrara por dentro, sumergiéndolo en la consciencia de esa su vida que, de repente, encontraba totalmen­te vacía, carente de sentido alguno, lo exasperó, acometiéndole incontenibles impulsos de destrozar cuanto objeto encontrara a mano, porque nada ya tenía entonces, para él, razón de ser. Y haber procedido con esa muchacha de la manera en que lo había hecho, le producía una molesta sensación, al tiempo de sentirse no solo el más injusto, sino también el más despreciable de los docentes.

Pero lo difícil de sobrellevar, y nada posible de tolerar, lo constituía el resignarse a aceptar la “inutilidad” de la Literatura como materia de estudio en el secundario, o sea su tarea, su vida, su único vínculo con sus semejantes. ¿Qué hacer? ¿Acaso resultaba factible “hacer” algo? ¿Acaso sólo restaba entregarse sumisamente ante una realidad contra la cual nada se podía? ¿”Nada” se podía? ¿Darse por vencido, que para él equivalía a dejarse morir? ¿Tanto así? ¿Rendirse? ¡No! ¡Jamás! Fácil decirlo, pero cómo encarar el objetivo de revertir esta situación, tal el dilema, la meta, tal vez, imposible. ¿Imposible? ¿La enseñanza de Literatura no significa todo para él, no es, acaso, el propio sentido de su vida el que se encuentra en juego? ¿No debe, entonces, “luchar” por “su vida”? Conclusión: ¡A luchar! A enfrentar cuanto contratiempo se le ponga delante.

Y retornó a la pregunta del millón: “¿Cómo?” ¿Cómo? Pues a rebanarse el cerebro, a buscar la manera, cualquier cosa, menos rendirse, es decir, luchar. Comienza a sentirse de mejor ánimo, aunque aún carece de la respuesta al “¿Cómo?”, pero ya encarará la concreción de su objetivo con menos pesimismo.

Podría tomar como símbolo, lo sucedido esta tarde con la alumna... Noelia Fernández. ¿Se propone ser ingeniera, y considera de poco interés, o ninguno, a la literatura? Pues si triunfa con ella, vencerá a todos. Sesuda deducción, se dice; pero continúa faltando la respuesta al “¿Cómo?”. No obstante, a lanzarse a la campaña, que todo vendrá sobre la marcha.

Al tiempo que así pensaba, aunque aún no tenía nada en claro, se dedicó a seleccionar varios libros de su biblioteca, terminando por apartar “Rimas”, de Gustavo Adolfo Bécquer, sin­tien­do de pronto que la experiencia a encarar resultaría de sumo interés, además de, en cierta forma, audaz y, a todas luces, reconfortante para él, reconociendo, por otra parte, y para since­rarse consigo mismo, que había procedido de la manera más injusta con esa muchacha, y en tal sentido no se sentiría tranquilo hasta que no repara­ra su error.

Fue durante el almuerzo, antes de dirigirse a la escue­la, que Noelia se decidió, ya que, desde que había llegado a su casa, ayer por la tarde, que no había dejado de preguntarse si no sería conveniente ir “preparando” a los padres, desde ya, para cuando se presentara el momento de enfrentarlos para requerir su firma debajo de la notificación de las amonestaciones, circunstan­cia que, no lo dudaba, vendría acompañada de sermones de alto voltaje, amenazas de castigos y demás halagos por el estilo, trago amargo a que la sometía ese viejo estúpido metido a profesor, que le daba con un hacha nada más que por haber sido sincera en la manifestación de su pensamiento. Se había propuesto ir preparando el terreno durante las amables charlas familiares de la cena; pero, al aparecer el papá de mal humor, lo había dejado para mejor oportunidad, diciéndose que provocar la tormenta ahora, para evitar la tormenta después, no tenía sentido práctico, en fin, había concluido, para qué apurar lo desagradable. Y al día siguiente, durante el almuerzo, a solas con la madre, decidió llevar a cabo lo que había quedado pendiente de ayer.

- Ma, en Literatura me tocó un profe bastante rayado.

- Ay, nena, vos siempre criticando a todos.

- No, ma, preguntale a las chicas... Vos sabés que estudiar Litera­tura es perder el tiempo. ¿Para qué me sirve?

- Qué sé yo. Apurate, que vas a llegar tarde. Vos estudiá, y dejate de hablar pavadas que, si te aplazan, aunque sea en Literatura, no tenés el diploma.

- Ma, ¿no repetís siempre que hay que decir la verdad?

- Sí, claro.

- Bueno, por decir la verdad, el rayado ése me quiere escrachar con diez amonestaciones. Parece que piensa distinto que vos, ¿no? Le gusta que le mientan, que le digan “¡Cuánto me copa la literatura, señor!”

- ¡Diez amonestaciones! ¡Que no te oiga papá!

- Ma, andá diciéndole de a poco, preparalo, sé buena.

- ¡Papá te mata! Si nunca tuviste amonestaciones... y, en quinto año, justo ahora, te venís con eso...

Se marchó para la escuela, maldiciendo a la literatura, al profesor, y al momento en que se le ocurriera abrir la boca en la clase, con las consecuencias que ahora debía enfrentar. Ingresó en el aula; en la primera hora tenía Matemáticas, intentó concentrarse en el análisis de un teorema, y no pensar en el viejo estúpido cuando, de pronto, vinieron a buscarla.

- Fuentes te espera en la sala de profesores.

- ¿Fuentes? ¿Quién es?

Así preguntó, pero, antes de que le contestaran, ya sabía la respuesta.

- El de Literatura.

III

Dejó la clase, y recorrió el pasillo masticando bronca y dejando salir, entre dientes, todo el repertorio de insultos por ella conocido, dedicado a ese profesor retarado que, bien segura se sentía,le aplicaría las amonestaciones con la actitud del que levanta una masa para hacerla caer sobre su cabeza, sin la menor misericordia.

Al llegar a la sala de profesores, vio al destinatario de sus improperios sentado junto a la larga mesa, el portafolios sobre la misma y, a un costado, un libro. No había nadie más, pues los docentes se encontraban impartiendo sus clases. Noelia permaneció de pie, junto a la puerta, sin decir palabra alguna, ni siquiera saludar, solamente hablaban sus verdes ojos a través de las chispas que parecían emanar.

En cuanto al profesor, al verla, vaciló en un primer momento, finalmente dejó la silla, disponiéndose a dirigirse hacia ella; pero, de pronto, cambió de idea, volvió a sentarse, y le dijo

- Buenas tardes, Noelia Fernández, pase.

Esta obedeció, mecánicamente.

- Tiene sillas de sobra, siéntese.

Así lo hizo, mientras sus ojos no dejaban de penetrarlo hondamente, cual si quemaran.

- Tenía necesidad de hablar con usted. - comenzó él.

Al escucharlo, Noelia no pudo evitar decirse para sus adentros “ahora va a versearme con que lamenta escracharme, pero, que la disciplina está para cumplirla, y me recaga con las diez amonestaciones”. Tal, en efecto, lo que pensó, hasta que, de improviso, sus ojos se abrieron más grandes de lo que eran, a medida que él continuaba:

- Antes que nada, le pido disculpas, yo estuve muy mal. El que se merece las amonestaciones, si es que alguien se las merece, soy yo, por mal profesor.

Aún la muchacha no atinaba a pronunciar palabra alguna, ahora sus labios se habían entreabierto por el asombro, y así permanecía, totalmente enmudecida, mientras él proseguía hablándo­le, hundiendo su mirada, ora en la superficie de la mesa, ora en sus ojos.

- Cómo voy a castigarla por decir la verdad, aunque esa verdad a mí me duela, y cómo no va a dolerme, que a mi alumna no le interese mi materia.

- Yo...

- Déjeme terminar lo que sentía necesidad de decirle. Que usted no manifieste interés por la literatura, no es su culpa; pero mi deber es hacerle entender lo equivocada que está, al pensar así.

- Yo...

- Eso es lo difícil para mí.

Noelia titubeaba, sin reponerse aún de su estupor, hasta que le escuchó decir

- Le propongo un trato.

- ¿Cuál? - atinó ella, ahora, a preguntarle.

Es que la joven, recuperándose de a poco de su sorpresa, notaba de repente que, todo cuanto antes sintiera de animosidad y rencor hacia él, inesperadamente se trocaba en admiración y respe­to, además de sentirse intrigada por el “trato” que el profesor se disponía a proponerle a ella, la alumna.

Como él guardaba silencio, sin duda buscando las palabras apropiadas, Noelia se escuchó repetir

- ¿Cuál trato?

ante lo cual, ya más decidido, acompañando sus palabras con una sonrisa, que en vano intentaba disimular una repentina timidez, le planteó

- Muy sencillo: yo me olvido de las amonestaciones, y usted...

- ¿..y yo...?

- Usted me perdona.

- ¿Yo? ¿Perdonarlo? ¿A usted?

- Se lo pido, por favor.

Noelia no vaciló ni un solo instante.

- Trato aceptado - respondió, en el acto.

Para su asombro, sin embargo, él aún no se conformaría, ya que, de inmediato, agregó

- Pero todavía hay más.

- ¿Más?

Y, entonces, aunque sin lograr liberarse de esa timidez reflejada en la expresión de su mirada, que ahora enfrentaba sus grandes ojos verdes, él consideró llegado el momento de sincerarse ante ella, con la manifestación del objetivo que se había trazado:

- Me propongo convencerla de que, la lectura de libros, la ayudará en la vida.

Ahora, la joven reía, con franqueza, no tardando en resumir, en una sola palabra, su pensamiento ante semejante intención:

- Difícil.

- ¿Lo cree?

- Como que me llamo Noelia Fernández.

Sin embargo, él se encontraba muy resuelto, y parecía, por lo visto, que nada lo detendría, ya que se expresó así:

- Ya veo, le parece difícil... ¿puedo pedirle otro favor?

- Ay, ¿cuál?

- Déjeme intentarlo. Y aquí viene la otra parte del trato.

Ella continuaba con la risa franca, que destacaba esos sus grandes y expresivos ojos.

- Me intriga. - se sinceró.

Es que, repentinamente, se sentía dominada por una sensación que no entendía, pero que le agradaba, ante la presencia de esa personalidad que, de pronto, encontraba fascinante; las chispas que, antes, emanaran de su mirada, ahora eran destellos de luz que inundaban el ambiente de honda simpatía.

En cuanto a él, hablaba ya con la convicción de que, su propuesta, no dejaba de resultar lo más natural que imaginarse pudiera mortal alguno.

- ¿Así que le intriga? Pero si no hay de qué intrigarse, se trata de algo muy simple. Yo la ayudo para que usted sienta amor por la lectura y, usted, me ayuda a ayudarla.

Sus manos fueron en busca del libro que se hallaba junto al portafolios, el cual le entregó, diciéndole

- Abra cualquier página al azar, léala, y dígame si le interesaría continuar leyéndolo.

Noelia fijó en él sus ojos, dominados ahora por una gran curiosidad, luego los posó en el libro, al cual abrió en su parte central, para volver a mirar hacia el profesor, limitándose éste a pedirle, con esa cierta timidez que, notó ella, le era tan peculiar

- Lea, por favor.

Entonces su vista regresó a la página que tenía delante, comenzando la lectura en voz alta y, a medida que lo hacía, una emoción en aumento le cambiaba levemente la voz:

“Al ver mis horas de fiebre

e insomnio lentas pasar,

a la orilla de mi lecho,

¿quién se sentará?

Cuando la trémula mano,

tienda, próxima a expirar,

buscando una mano amiga,

¿quién la estrechará?”

Detuvo la lectura, su mirada dejó el libro, para fijarse en su profesor.

- Es muy triste - le dijo, ante lo cual él se limitó a responderle, a su vez, con una pregunta:

- ¿Le interesa?

- Sí.

- Entonces, continúe.

En sus verdes ojos asomaba una lágrima de emoción, cuando se volvieron hacia la página, para proseguir, con voz trémula:

“Cuando la muerte vidrie

de mis ojos el cristal,

mis párpados aún abiertos,

¿quién los cerrará?

Cuando la campana suene

(si suena en mi funeral),

una oración al oirla,

¿quién murmurará?”

Sus ojos enfrentaron ahora los de él, sendas lágrimas le dificultaban una visión clara.

- ¿Por qué interrumpe? ¿Le aburre?

- ¡No!

- Mire que Gustavo Adolfo Bécquer, su autor, es tan español como Cervantes y, a usted, Cervantes le aburre.

Un ligero rubor se extendió por sus mejillas; aún lo miraba fijamente, cuando lo escuchó decirle

- Si lo prefiere, no lea ni un verso más, y me devuelve el libro. O, si quiere, puede terminar el poema, quedan dos estrofas.

- Me gustaría terminarlo, ¿puedo?

- Para eso se lo traje, ¿no? ¡Adelante!

Y ella, de inmediato, continuó, sin lograr disimular la emoción que la dominaba:

“Cuando mis pálidos restos

opriman la tierra ya,

sobre la olvidada fosa,

¿quién vendrá a llorar?

¿Quién en fin al otro día,

cuando el sol vuelva a brillar,

de que pasé por el mundo,

¿quién se acordará?”

Noelia levantó la vista de la página, para fijarla nuevamente en él, momento en que sus ojos se encontraron, produ­ciéndose un largo silencio, hasta que le escuchó preguntarle

- ¿Le gustó?

- Sí, mucho - respondió ella, sin apartar su mirada.

- ¿De veras?

- Sí, pero qué triste, ¿verdad?

- El autor debería sentirse muy solo en ese momento. Sin embargo, en la mayoría de sus poesías, y en ésta también, es un romántico nato. Ya lo comprobará usted, si es que le interesa llevarse el libro, para seguir leyéndolo.

Ella misma se sorprendió de la alegría que la dominó.

- ¿Puedo?

- No la obligo, mire que el autor, le repito, es tan español como Cervantes - acotó sonriendo - y, si mal no recuerdo, a usted, Cervantes le aburre, ¿verdad?

Noelia se ruborizó tanto como antes.

- Vea que no me perdona, eh.

- No, por favor, no tengo de qué perdonarla.

- Gracias.

- Si siente que le agradaría leerlo, se lo presto, no la obligo, y no espere por esto ni un diez, ni un cero.

- Me gustaría...

- Está bien, lléveselo, y ahora, regrese a su clase.

- Gracias, muchas gracias.

Noelia salió casi corriendo, presa de una gran alegría, mientras su mano derecha permanecía cerrada, apretando el libro. El se quedó sentado, junto a la mesa; no se explicaba la causa, pero se sentía bien, muy bien, como nunca. Y la imagen de esa muchachi­ta, emocionada con la lectura del poema de Bécquer, no se despegaba de su mente cuando abrió su portafolios, tal si buscara algo, aunque, en realidad, no sabía qué.

La estridencia del timbre, cortó la quietud de la sala, anunciando lo que vendría a continuación, y así fue, ya que la invadieron los profesores, quienes ingresaron uno tras otro; alguien le habló del tiempo y le ofreció un café, él se sentía en un mundo distante, y no se explicaba, no se explicaba por qué.

En el patio de recreo, un grupo de compañeros rodeó a Noelia.

- ¿Te encajó las amonestaciones ese viejo tarado? - le preguntó alguien.

Y nadie salió de su estupor, cuando le oyeron responder, terminante y firme en su convicción

- ¡No es ningún tarado!

Luego, en la clase de Química, mientras la profesora se encontraba de espaldas a los alumnos, anotando fórmulas en el pizarrón y explicándolas, más allá, en el penúltimo pupitre del centro del aula, ella, manteniendo el libro sobre su falda, con el mayor disimulo posible, leía con avidez, circunstancia que no dejó de llamar la atención de su compañera de asiento.

- ¿Qué estás leyendo? - quiso saber, hablándole con la voz más baja de que pudiera valerse, ante lo cual, de la misma manera, Noelia respondió

- Son poesías de... a ver - consultó en la tapa - ah, sí, de Gustavo Adolfo Bécquer, un español... como Cervantes - para, a continuación, retomar la lectura, ausente de todo, de las fórmulas del pizarrón, de la profesora, de la compañera de pupitre, en fin, de cuanto la rodeaba.

Permaneció en su sitio durante el recreo siguiente y, en el silencio del aula desierta, leyó, cual si absorbiera en su ser cada palabra

“Despierta, tiemblo al mirarte,

dormida, me atrevo a verte;

por eso, alma de mi alma,

yo velo mientras tú duermes.”