Sus ojos eran tan azules - Aarón Goldberg - E-Book

Sus ojos eran tan azules E-Book

Aarón Goldberg

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Beschreibung

Doce Sucesos donde encontrará drama en unos, humor en otros, uno relatado en poema. También el penar de tantos argentinos, en los duros años 2000-2001, relatados con crudeza y dosis de humor satírico, hasta dónde y a qué límites llega un padre desocupado al no disponer de dinero para el medicamento que calme el dolor que sufre su pequeño hijo, y en otro Suceso, el despedido de un mayorista de golosinas que cierra sus puertas e indemniza al personal con mercadería, por lo cual instala un maxikiosco; pero con tan mala suerte que, en lugar de clientes, los que entran, vienen para asaltarlo. Los niños judíos en la Polonia ocupada por los nazis. Una rebelión de Perros que el Ejército no logra reprimir. (Simbolismo de la lucha por la libertad) Un conquistador de 95 años, intentando enamorar a las ancianas del geriátrico. Un enamoramiento de oficina, con final inesperado. Ella y El en un encuentro casual en un viaje en micro de mil kilómetros, y la separación al llegar a destino, conscientes ambos de que no volverán a verse. Hasta qué límites llega el amor de un perro por el hombre que lo recogió y protegió. Sátira y humor en "Ella Rubia y la otra…Negra" Una niñita de ocho años vendiendo flores en la madrugada, en la luminosa avenida Corrientes. Una joven vida triste, un enamoramiento y de pronto... La Sublevación del Ghetto de Varsovia: adolescentes con armas viejas resisten durante 27 días los ataques de todo el poderío bélico nazi. Y en la que, una pareja muy joven, que se ama profundamente, codirigente del Levantamiento, cuando, finalmente vencidos, deciden suicidarse para no morir en la tortura de la Gestapo, en el drama de decidir matarse entre sí, cuando las tropas nazis ya irrumpen en donde ellos se encuentran Foto de la Tapa: No fue tomada por un periodista antinazi, sino por el segundo general de las selectas tropas SS enviado especialmente por Adolf Hitler, para reprimir la sublevación en la que el general enviado anteriormente fracasó, pese a tanta superioridad bélica a su disposición.

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Seitenzahl: 343

Veröffentlichungsjahr: 2017

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aarón goldberg

SUS OJOS ERAN TAN AZULES…

y otros sucesos de la vida

Editorial Autores de Argentina

Goldberg, Aarón

Sus ojos eran tan azules / Aarón Goldberg. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-711-633-5

1. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini

Correo del Autor: [email protected]

“SUS OJOS ERAN TAN AZULES ...

y otros Sucesos de la Vida”

A Elenita, que está tan lejos, pero siento tan cerca,

aunque demore en escribirle.

índice

Sus ojos eran tan azules

Ella y él-Una brisa en el camino

Ella rubia y la otra... negra

Un Abuelo y sus Nietos(1)

Puedo escribir los versos mas tristes

Más allá de la vida

Madrugada, flores y ocho años

El “503” a la estación

Sucedió en el geriátrico

Esto es un asalto

No hay dos, sin tres…o cuatro

El Abuelo y sus Nietos(2)

La rebelión de los perros

Sus ojos eran tan azules

Llegó el día de mi cumple. Y al entrar en los 25 años de mis andares por este planeta que, reconozcámoslo, tan bien no me trataba, esperaba al menos que en mi casa se acordaran. Pero no fue así, ni ocasión tuvieron, porque mamá y papá se dedicaron a insultarse como siempre, hasta que — como siempre — papá, con el acostumbrado alcohol engullido, se lanzó, también como siempre, a golpear a mamá.

Con otro muchacho atendemos un kiosco en el centro y, como a pedido de él habíamos cambiado los turnos, por primera vez a la noche me encontraba en casa. Aunque hubiera sido mejor no haber estado porque, ante la paliza a mi vieja, me interpuse:

— ¡Basta, papá! ¡No le pegues más!

— ¡No te pongas delante, o te doy a vos también!

— ¡Es mi madre!

Como única respuesta, me tomó del brazo y me lanzó con violencia contra la pared.

Al rato se marchó, como siempre, hacia el boliche, y nos dedicó un sonoro portazo de despedida, como para no dejar duda de su enojo.

Al día siguiente, mientras me afeitaba, el dolor en el brazo no me dejaba en paz. Me miraba en el espejo y me preguntaba si vivir como vivía era realmente vivir. Me sentía muy amargado, sin perspectivas. Ni siquiera tuve deseos de cebarme mi infaltable mate matinal. Así, en ayunas, salí para el laburo.

Tan ensimismado me encontraba, entregado a la idea de que, al haber cambiado de horario, todas las noches debería transitar por el mismo espectáculo de papá castigando a mamá — por tratarse de la hora de su inevitable curda — que no reparé en el manto oscuro que recubría el cielo, anunciando una tormenta de las que hacen historia. Cuando llegaba a la parada del colectivo que me llevaría a la capital, comenzaron las primeras gotas.

Mi mirada, hasta ese momento perdida en el infinito, se topó de pronto con una imagen que, de tan bella, parecía irreal: una muchacha que instaba a imaginar surgida del pincel de un gran artista, una silueta como para dejar boquiabierto al más pintado y, lo que más me atrajo, unos ojos... qué digo, ¡ojazos! como jamás había visto en mi perra vida, con un azul intenso que estremecía.

Tan embobado quedé, que ni siquiera noté cómo grandes gotas atacaban sin piedad y se volvían cada vez más intensas. El colectivo no daba señales de venir y no podía evitar que mi mirada se encaminara hacia esa muchacha que, menos boluda que yo, había traído su paraguas. De repente, la lluvia largó su ofensiva general, con truenos que eran cañonazos y andanadas de agua que me bombardeaban sin compasión, dejándome tan empapado que a mis pies se formaba un lago capaz de ocultar un submarino. Fue entonces que esos ojos tan azules se posaron en mi acuosa humanidad.

— Ponete abajo del paraguas. A mí no me molesta — La dulzura de su voz parecía propia de un ángel, y su belleza, su belleza...

— Gracias. Me salvás de una pulmonía. Y con el colectivo que no viene.

— Faltan unos minutos todavía. Lo tomo todos los días, así que le conozco los horarios.

— Yo ahora cambié de turno, también voy a viajar a esta hora.

— Tomándolo aquí, se consigue asiento; más adelante se llena ¿Vas hasta Once?

— Sí, ¿vos? — me dije que viajar con ella sería el paraíso.

— Yo también, y vuelvo en el de las seis y cuarto.

Nos encontrábamos pegados el uno al otro, su perfume me envolvía, mientras la embestida de la lluvia ahora se ensañaba con el paraguas. Hablábamos sin parar, me sentía muy a gusto, como si la conociera desde siempre. Finalmente, llegó el colectivo y proseguimos la charla durante todo el trayecto.

Ya en el kiosco, me encontraba de muy buen humor, olvidado de los problemas de casa y de que, hacía unas horas apenas, había considerado una cagada a mi vida. La mañana y la tarde se sucedieron con una rapidez inusitada. Aún debía continuar con mi tarea por largo rato, pero sorprendí a mi socio — y me sorprendí yo mismo — al decirle “Tengo que irme, nos vemos mañana”, y salí disparado.

A las seis y diez llegaba a Plaza Once y, en la parada de la Terminal, la vi. Se había formado la clásica cola, con varias personas entre ella y yo. Nos sonreímos, tuve la sensación de que le alegró verme, o así lo imaginé en mi propia alegría. Al llegar el colectivo, rogué que ninguno de mis antecesores se sentara junto a ella. ¿Sería su mismo deseo? Los hados me protegieron, me ubiqué a su lado. Me hallaba tan a gusto... conversamos durante todo el viaje. Al bajar, mientras caminábamos la primera cuadra, sentí que regresaba a la realidad, recordé las peleas en casa y, de repente, me encontré diciéndole:

— La pasé muy bien con vos, pero ahora me espera lo de siempre: llegar al “dulce hogar” y encontrar a mis viejos sacándose los ojos.

— Es triste lo que decís — respondió — yo también ahora vuelvo a mi casa y me encierro en mi cuarto a llorar...

— ¿Llorar?

— Es que estuve saliendo con alguien. Después me enteré que era casado. Entonces me prometió que la dejaba, que me quería a mí; pero me mintió, porque no la dejó. Lo mandé a la mierda.

En la esquina nos separamos, cada cual para su casa; pero yo pensaba “¿también lo pensaría ella?— que al día siguiente el colectivo nos reuniría nuevamente.

“Ahora, el retorno a los infiernos”, me dije. Cuando llegué, el espectáculo no me sorprendió: mamá tenía las manos en la cara y lloraba. El viejo no estaba, lo que significaba que se había ido temprano para el boliche, y que regresaría más borracho que nunca, emprendiéndola a golpes contra ella. No lo pensé más, crucé el terreno y, en el galpón, di con algo que podía servirme: una gruesa madera, con impresionantes clavos en la punta. Luego me encerré en la habitación e intenté tranquilizarme; pero no transcurrió mucho tiempo hasta que escuché los pasos, las consabidas quejas de papá y, de inmediato, el primer golpe y el grito de mi vieja. En un primer momento, vacilé; pero el siguiente alarido de terror me decidió. Eché mano a la madera y, tomándolos por sorpresa, me interpuse entre los dos, blandiendo mi arma.

— ¡Basta! ¡No le pegues más! ¡Se acabó!

Atónito, él me miró fijo. Observó los clavos y luego a mis ojos donde, sin la menor duda, leyó mi determinación. No dijo una sola palabra, dio media vuelta y se marchó, no sin dedicarnos el portazo de práctica. Mamá lloraba desconsoladamente, yo la rodeé con mis brazos y lloré con ella, como no recordaba haber llorado nunca, ni siquiera de pibe.

Al día siguiente, estuve en la parada antes que la muchacha; pero al minuto la vi llegar, con sus ojos que tenían ese no sé qué, con un vestido rosa y corto y una hermosa sonrisa. Los viajes de ida y vuelta se repitieron hasta transformarse en una dulce y ensoñadora rutina.

Una noche, en que nuevamente se “armó” en casa, y en que volví a enfrentar a papá con mi madera, me sentí Impulsado a la calle. Caminé sin rumbo, dominado por una profunda desesperación. De pronto me detuve, y entonces comprendí que estaba parado frente al chalet que ella me había descripto: su propia casa. La imaginé en ese preciso momento ¿Estaría cenando? ¿O tal vez encerrada en su cuarto, llorando por ese novio al que había plantado? ¿Por qué estaba yo allí? ¿Es que tanto significaba para mí esa dulce chica de los ojos tan azules? Pues debía reconocer que sí, que sólo ella y cada momento en que disfrutaba de su compañía, eran lo que daba sentido a mi vida. Mañana le hablaría, y la invitaría al cine, o a bailar, qué sé yo, le ayudaría a olvidar a ese pelotudo que la engrupió, y entraría en su vida, y ella en la mía. Jamás la haría llorar.

Me fui a dormir feliz, profundamente feliz. Al día siguiente, cuando nos encontramos, ataqué con todo:

— ¿Qué te parece si este fin de semana vamos a bailar?

— Bueno — respondió sonriendo — a la tarde combinamos.

Yo me sentía en el paraíso, en medio de un concierto de sirenas. Las horas se me pasaron volando... la amaba, y hasta parecía que me correspondía. Cuando llegué a la parada, ella ya estaba, había en su rostro una gran dicha. Deduje que era por mí, pero enseguida comprendí cuán iluso era, ya que me recibió diciendo:

— Tengo una gran noticia, no te la podés imaginar.

— ¿Cuál?

— Gerardo, el flaco del que te hablé, ¿te acordas?, vino a verme a la oficina, salimos a tomar un café, y charlamos...

— ¿Y?

— ¡Se decidió por mí! ¡La deja a la mujer!

— Ah...

— Desde mañana no nos vamos a encontrar más en la parada, porque él me va a llevar en el auto, como antes.

Me veía, de pronto, debatiéndome en una lucha sin igual, con todo en contra. Atiné a preguntarle:

— ¿Y el baile del fin de semana?

— No puedo. Perdoname. Te aprecio, pero a Gerardo lo quiero...

Por la noche, al llegar a casa, con movimientos mecánicos, como un autómata, preparé, como siempre, la madera con clavos para defender a mi vieja de la agresión de papá.

Ella y él

Una brisa en el camino

El taxi lo dejó en la Terminal de Posadas.

— Para Buenos Aires — aclaró en el mostrador, donde entregó la valija.

— ¿A qué hora sale?

—Falta media hora.

— ¿Hay dónde tomar un café? — le indicaron e! lugar.

Se trataba de una confitería cuyas mesas, en su mayor parte, ya estaban ocupadas. Se ubicó cerca de la entrada, consultó su reloj, aún disponía de 25 minutos. Recorrió con la mirada el pequeño local y fue así que, de pronto, sus ojos se cruzaron. Ella se hallaba sola, en una mesa próxima a la de él, junto a un pocillo de café. Un perfume muy peculiar le llegaba, envolviéndolo. El desvió la mirada al acercarse el mozo.

— Traeme un pebete de jamón y una coca. No tardes, por favor, que tomo el de Buenos Aires.

De inmediato, le resultó imposible evitar que sus ojos volvieran hacia ella, que desvió la vista y pareció hundirse en el pocillo, para luego fijarse en un punto incierto. No, ya no lo miraba, por más que los ojos de él buscaran Ios de ella. ¿Qué te atrae en esta mina?, se preguntó, si yo, que soy prisionero de mi timidez ante una mujer, siento de pronto que, esta vez, nada se interpone, y me sorprende mirarla tan insistentemente, ya que jamás me sucedió con chica alguna, qué digo, si no me atrevería, por temor al rechazo,…si en un baile, a pesar de que las minas, al estar ahí, es porque desean bailar, ni me animo a invitarlas, previendo de antemano ese posible rechazo, ¿Será por eso, que con mis 30 años cumplidos, no tuve nunca una novia? Ni la tendré, no me cabe en ese sentido la menor duda.

Como vendedor de libros que soy, arremeto con todo mi impulso y obtengo las ventas, incluso a las mujeres; pero, de no ser para venderle, no pasa nada, nada, y ahora, de repente, me encuentro mirando hacia esta mina sin la menor timidez, buscando con mis ojos sus ojos. Entonces, estaba equivocado, no se trataba de tal timidez, ya que, me digo de pronto, así como cuando me dispongo a vender un libro lo vendo, así también, cual ahora, si la chica me atrae — y cuánto me atrae ésta — me dominan irresistibles impulsos de arremeter con todo.

La deducción le produjo una honda satisfacción, y una inconmensurable confianza en sí mismo le inundó por completo. La miró nuevamente, buscando sus ojos; pero ahora, ella, no le correspondió.

Imprevistamente, la ve llamar al mozo, pagar y marcharse. Sus piernas son tan bellas como su silueta toda y su rostro angelical. Ha salido de la confitería. Y bueno, ¿qué podía esperar yo? Nunca más la veré, así como apareció, se esfumó. Y entonces él también, llama al mozo, paga la cuenta, consulta su reloj, y se encamina hacia el micro con destino a Bs. Aires.

“Asiento 33” leyó, y ya dentro del mismo, con el pasaje en la mano, buscó la ubicación, se sentó junto a la ventanilla. El asiento de al lado, por el momento, se encontraba desocupado. “Son muchas horas de viaje, trataré de dormir, para no aburrirme”, se dijo y, con tai fin, activó el mecanismo para reclinar su respaldo, entornando los párpados. Luego los abrió, para ver a los pasajeros ingresando y ocupando sus lugares; consultó nuevamente su reloj, aún faltaban 5 minutos para la partida. Volvió a cerrar los ojos, fue entonces que el mismo perfume ya conocido por él lo envolvió de nuevo, aunque esta vez lo sintió más próximo. Sumamente intrigado, sus párpados se abrieron instantáneamente, y ahí estaba ella, tan sorprendida como él, intentando en vano disimular la sorpresa.

— Estás en mi lugar — alcanzó ella a decirle, y su voz fue una melodía para él.

— Disculpá, no sabía — buscó su pasaje — yo tengo el “33”

— La ventanilla es el “31”, fijate.

— No te hagás problema, la ventanilla es todo tuya — tras de lo cual se incorporó.

— Gracias — dijo ella, le dedicó una sonrisa que le pareció un sueño, y se sentó en su lugar, ubicándose él a su lado. Creyó notar que sus mejillas se ruborizaban, ¿No me pasará lo mismo a mí?, se preguntó, manteniéndose en su asiento, tan próximo a ella, que ahora el perfume lo sumergía en las telarañas de un hechizo ensoñador, mientras el vehículo se ponía en movimiento.

Los ojos de ella buscaron refugio en el piso, cual si pretendieran atravesarlo y huir de la mirada de su imprevisto compañero de viaje, temerosa de que la expresión de su rostro proclamara la alegría interior que la embargaba, preguntándose intrigada el por qué de la misma, ante la sorpresa de que ese muchacho que la mirara tan insistentemente en la confitería, ahora se encontraba a su lado, y por muchas horas, en ese prolongado trayecto hacia Bs. Aires, reprochándose, además, su agrado ante la inesperada situación, ya que se sentía culpable, ¿Culpable? ¿Por qué? ¿Cómo por qué?, se decía, sos una mujer casada, tenés dos niños pequeños, estás viajando a la capital para visitar a tu suegro, internado en un sanatorio, ¿Y qué? Yo no provoqué la situación, ni hago nada indebido. Por otra parte, ¿qué puedo decir de Mauricio, mi “adorado” esposo? Sé que tiene una amante, él sabe que lo sé, y parece no preocuparle mucho, si no fuera por mis hijos, esos dos angelitos, ¿continuaría con semejante marido? Yo lo elegí, es cierto, era el más buen mozo del grupo, mis amigas estaban impresionadas, cómo deseaban encontrarse en mi lugar. Ahora es un político con un seguro porvenir, para dentro de un año seguramente será diputado; pero yo no puedo sentir satisfacción por mi matrimonio, cuando se burla de mi inclinación por escribir poesías, me relega a la condición de “sirvienta” de la casa, y, lo que es peor, me hace sentir tan mal, tan despreciada, y humillada, al salir de joda noche tras noche, con la excusa de las “reuniones del partido”, variando de mujeres y, ahora, con amante titular. ¿Qué le significo yo? ¿Y voy, entonces, a reprocharme porque me produce un inquieto y desconocido bienestar que este muchacho que tanto me miró en la confitería, ahora esté sentado a mi lado?

El vehículo ya circulaba por las afueras de Posadas, cuando él, en un intento por romper el silencio imperante entre ellos, le preguntó

— ¿No sabes a qué hora llegamos a Bs. Aires?

— A las 9 tenemos que estar en la Terminal de Retiro, por lo menos, es el horario, ¿Vos bajás ahí?

— No, en la Panamericana.

— Es un viaje largo…

— Y, son mil Kilómetros...

Comenzaron a hablar animadamente. El notó que se encontraba muy cómodo y sin la menor timidez, como si la conociera desde siempre. Ella se sentía a sus anchas. El le habló de su trabajo como vendedor de libros, ella se explayó describiendo a sus hijos y, observó sorprendida, no tuvo temor de provocar sus burlas cuando le mencionó su vocación de poeta.

— No me hago la menor ilusión de que me publiquen, escribo porque un impulso interior me incita, aunque mi marido se burla y se queja de que pierdo el tiempo en estupideces, que sólo sirvo para lavar los platos.

“¿Por qué le cuento mis intimidades?”, se preguntó, “¿por qué le menciono todo aquello que jamás mencioné a nadie, ni a las amigas, y ni siquiera a mis padres? ¿Por qué? ¿Qué me sucede? En cuanto a él, pensaba “se merece ser feliz, es una gran mina; pero con el esposo que tiene...

— ¿Traés aquí algo escrito por vos?

— ¿Te interesa?

— Claro, si te lo pido…es lo que más me interesa en este momento.

— AquÍ no tengo nada, muchas cosas las tiré, de tanto que me las desmerece, otras las escondí.

— ¿Te acordás algún poema de memoria?

— A ver…Sí, ahí va “Estoy rodeada de personas,

pero me siento muy sola,

no me entienden, no las entiendo,

cual si hablaran en otro idioma.

Estoy sola, sola...”

— Así empieza, no me acuerdo de memoria cómo sigue.

— Me gustaron estos versos, pero son muy tristes

— ¡Soy triste! ¿..No te burlás?

— ¿Burlarme? ¿De tus sentimientos? No soy tan bestia... tu poema es grandioso, pero deduzco que tu soledad es muy profunda.

— Me interpretaste bien, te diré que mi único refugio son mis hijos…

Las luces se han apagado, el micro ya dejó atrás las afueras de Posadas y se desplaza por la ruta, los pasajeros dormitan, ella y él no dejan de hablar, ahora en voz baja. Así continuaron un largo trayecto. Cuando el chofer anunció la primera parada, descendieron para ingresar en una confitería, ubicándose, esta vez, en la misma mesa. Vivían la sensación de conocerse desde siempre, ambos sorprendidos de sentirse uno el complemento del otro, un solo ser.

De regreso, en el micro, continuaron conversando, convencidos tanto ella como él de que esta noche, en ese viaje, no se permitirían dormir ni por un momento siquiera, sino que beberían ávidos de cada minuto, cada instante en que se encontraban juntos, y le recitó partes de otros poemas, que él elogió con entusiasmo.

Fue cuando descendían en la parada siguiente, para “estirar las piernas”, caminando unos minutos, en que ella, mirándolo fijamente, se oyó decirle, en un espontáneo arranque de sinceridad

— ¿Por qué no te conocí antes de casarme?

No le respondió. Podría decirle tantas cosas…como, por ejemplo, la honda impresión que ella le causaba, y que se acentuaba momento a momento. Finalmente, optó por preguntarle

— Si no sos feliz con tu esposo, ¿por qué no lo dejás?

— ¿Sabes cuántas veces lo pensé? Pero es imposible. Si lo hago, se va a vengar quitándome los chicos.

— ¿Te parece? Los jueces dan la tenencia a la madre...

— No siempre, no en este caso, en que él, con sus influencias, tendría todo de su lado, y yo no podría ni verlos, a lo sumo unas horas los domingos... No, mientras necesiten de su madre, no les fallaré.

Una vez en el micro, en tanto éste circulaba ya por rutas entrerrianas, él se decidió por decirle, en un arranque tan espontáneo como el anterior de ella.

— Vamos a llegar a Buenos Aires, ¿y después, qué? ¿No nos vemos más? Yo no puedo olvidarte, no me será fácil continuar mi vida como si nada hubiera ocurrido. No verte, no sé, será como no respirar.

— Qué lindo lo que me decís, y qué triste, porque nada podemos hacer. Ni bien llego, dejo la valija en el hotel, y salgo para el sanatorio donde está internado mi suegro. Ahí me encuentro con mi marido, que después tiene unas reuniones políticas, y nos volvemos en auto para Posadas…

— Vos sabés que yo viajaré seguido a Posadas por mi trabajo, puedo llamarte cuando llegue...

— ¿Te olvidás que, me guste o no, soy una mujer casada?

Todo en él se rebelaba ante la idea de aceptarlo, no era posible que se evaporara así, como en un sueño, dominado por la sensación de que, a partir de la llegada a Bs. As., no sentirla más a su lado, equivaldría a sumergirse en una profunda desesperación, — Podés necesitar mi ayuda, te dejaré mi teléfono — optó por decirle.

— ¡No! Por favor, no me dejes nada, ¡No puedo! No me es tan fácil hablarte así, cómo quisiera poder encontrarme con vos, aunque acabamos de conocernos, te siento como... un gran amigo; pero no son solamente los mil kilómetros los que nos separan, ¡Estoy casada! ¿Entendés?

¿Cómo entenderlo? ¿Resignándose? ¿Dándose por vencido?, insistió; pero ella no cambió de parecer y, al pasar el micro por una estación de servicio, al penetrar por la ventanilla un rayo de luz que, por un instante, rasgó la oscuridad interior, pudo ver las lágrimas surcando ese rostro que tanto lo había atraído, y lo encontró más hermoso que nunca. Ella lloraba, por su situación, porque lo había conocido y porque no volvería a verlo, a él, y se sintió el hombre más feliz de la Tierra por haber alcanzado, a su lado, el paraíso.. y también el más desdichado porque felicidad semejante no se repetiría jamás, hundiéndolo para siempre en la más angustiante soledad. Aún insistió, mil veces insistió, y suplicó. Y exigió. Ella no aceptó su ofrecimiento de ayuda, ni el teléfono, ni nada, no dejando de repetir su condición de mujer casada.

— Aunque se me destroce el corazón — le oyó decir — me refugiaré más en mis hijos, y trataré de no pensar en este viaje a Buenos Aires, porque sos lo más bueno de la vida que conocí, y aunque sé que no voy a olvidarte, para no torturarme, trataré de no pensar en tu cara de muchacho noble que siempre estará presente, por la tristeza que me dará haberte dicho “no”, cuando todo en mi gritaba por decirte que sí.

Continuaron conversando, si bien, por momentos, se entregaban, tanto él como ella, a un profundo silencio, silencio que hablaba más que las palabras. De pronto, notaron que ya circulaban por la Panamericana, que la luz del día penetraba ahora a raudales en el micro.

— ¿Te bajás aquí? — preguntó ella.

¿Bajar? No, él quería prolongar por un rato más la maravillosa sensación, que no se repetiría, de permanecer a su lado.

— Sigo hasta la Terminal — se limitó a responderle.

Cuando llegaron, cuando todos se agolpaban para descender, ellos se mantuvieron en silencio, sin moverse, los hombros se rozaban, como si desearan permanecer así por siempre, sintiéndose...hasta que, finalmente, fueron los últimos en abandonar el micro. Mientras aguardaban el equipaje, él insistió con dejarle su teléfono, repitiendo que lo hacía por si alguna vez necesitaba ayuda; pero ella volvió a rechazar la oferta. Y así se marcharon, cada uno por su lado.

Ella, por un instante, se volvió con la mirada, para verlo por última vez, convencida como estaba de que su imagen no la abandonaría jamás. De pronto, mientras apuraba el paso hacia el taxi, se asombró de que ni siquiera conocía su nombre. Para ellas sería, simplemente, él.

En cuanto a él, también con su valija, detuvo su marcha un instante: la vio alejarse presurosa y se dijo que esa figura y ese perfume lo acompañarían por siempre. También descubrió, imprevistamente, que ignoraba su nombre. Para él sería, simplemente, “ella”.

Ella rubia y la otra... negra

POR DISPOSICION JUDICIAL: Prohíbese esta lectura a cualquiera pasible de infartarse o escandalizarse. Firmado: Dr. Cipriano Chanti Leyes, Juez del Recontrajuzgado de Alzada y Bajada.

CARATULA DEL JUICIO: “Ella Rubia y la otra…Negra”

Conste en Actas: Yo, Dr. Benigno Pleitos y Líos, Fiscal de Primera Instancia, rechazo en nombre del Juzgado toda responsabilidad ante eventuales demandas de las señoras, si sus maridos salen corriendo hacia…

LA QUERELLA: Su Señoría:

Usted se va a escandalizar mucho cuando lea estas líneas. Yo no quería meterme en este desagradable asunto que me asquea. Sin embargo, cuando llega a mancillar mi propia hono­rabilidad y hombría de bien, estoy obligado a intervenir. Pero no voy a marearlo, señor juez, sino que trataré de sobreponerme a mi indignación y efectuar mi relato de manera ordenada:

Mis vecinos del consorcio del edificio en que habito, cuyo domicilio adjunto a usted por separado, me habían pedido que, interpretando el sentir general y en mi condición de letrado, me hiciera cargo de la denuncia por vía judicial, luego de no haber sido toma­dos en serio en la comisaría, ante la actitud cómplice de la policía que solicito inves­tigar.

Fue lo sucedido esta mañana lo que me impulsó a no dejar pasar un minuto más. En efecto, me hallaba yo desayunando con mi señora esposa, cuando dio en llamar el portero eléc­trico. Ella se levantó y al preguntar quién era, una voz de hombre bastante grosera dijo

— ¿Sos la rubia o… la negra?

Comprenderá, señor juez, el estupor de mi esposa, que no alcanzaba a comprender y supu­so haber entendido mal por lo que, ingenuamente, preguntó:

— ¿Cómo dice?

Pero lo que la voz dijo a continuación nos dejó fríos. Es que mi esposa, profesora en la facultad de Derecho, rectora del colegio de señoritas “Dr. Ético Morales”, debió sopor­tar escuchar no es reproducible; aunque debo hacerlo como parte de mi denuncia; la voz dijo:

— Dale, deschavate, no te hagás la mina engrupida. ¿Sos la rubia o… la negra?

— Señor... — alcanzó a balbucir ella.

Pero el otro insistió:

— Quiero la negra. Si sos la negra, decime cuánto me cobrás. Nunca lo hice con una negra.

Mi mujer, señor juez, estaba fuera de sí. No atinaba a pronunciar palabra alguna. Fue ahí que yo salté de mi silla y tomé el tubo:

— ¡Señor, no moleste! — dije tratando de contener mi indignación — usted está llamando al 6ºB

— Yo llamo por el aviso en el diario — respondió la voz.

— Fíjese bien en el aviso — aclaré procurando con esfuerzo no insultarlo — Usted tiene que llamar al 7° B. Este es el 6° B. Está hablando con una casa decente, señor.

Colgué el tubo de tal manera que casi hago pedazos el aparato. Mi esposa se sentía tan humillada y estaba tan ofendida que no dijo esta boca es mía por bastante rato. Por mi parte, prorrumpí en tantas maldiciones que no voy a repetir, señor juez, por respeto a la justicia y a su persona. Era el colmo, tener que hacerle de “secretario” a esas dos inmorales y anunciar a sus “clientes” a qué departamento debían dirigirse, con tal de que no nos siguieran molestando a nosotros. Hasta, señor juez, se me escapó un comentario involuntariamente, imagínese, delante de mi esposa, tan humillada la pobre.

— Parece que la negra tiene más seguidores que la rubia — dije sin pensarlo, para en se­guida arrepentirme de mis palabras.

A los efectos de que usted proceda en consecuencia, debo continuar con mi relato, pese a lo desagradable y vergonzoso de toda esta lamentable situación. Por desgracia estamos un piso más abajo del 7° B, donde esas dos mujeres ejercen su “comercio”. No sé con qué palabras expresarme para no herir la susceptibilidad de su investidura, al decirle que no hay día, en medio del silencio del edificio y hasta cuando tenemos visitas, que no se escuche un monótono e irritante chirrido a elástico de cama en movimiento, anunciando sin ambages a los cuatro vientos lo que sucede en ese departamento. No hay día que no nos topemos con alguno de esos intrusos atraído por el aviso en el diario de las dos muje­res, sea en el ascensor, sea en las escaleras. Están por todas partes.

Somos muchas las familias de bien que habitamos en el lujoso edificio. Es en nombre del con­sorcio todo que, por su mandato, solicito de usted, Su Señoría, una intervención rápida, efectiva y ejemplificadora, procediendo a desalojar y procesar a esas dos mujeres que perturban la paz de gente honorable. SERA JUSTICIA.

Dr. Cabrero Sánchez Pura Bronca

Adherido a la demanda, hay una nota manuscrita por el juez, dirigida a uno de sus secretarios, que dice: “Dr. Litigio, préstele la debida atención, constitúyase en la comisaría sospechada y hágame un informe”

Informe del secretario Dr. Litigio, al Juez:

Debo comenzar, Su Señoría, por decirle que ni bien me constituí en la comisaría obrante en autos, cada oficial con el que hablaba manifestaba desconocer el caso, nadie sabía sobre una denuncia contra dos prostitutas en ese edificio de la alta sociedad porteña; pero fue especialmente a uno de ellos, el oficial Confección Sumario, a quien encontré más nervioso y sospechosamente evasivo. Consideré por ello conveniente insistir con él, para dar con la verdad de lo sucedido. Lo llevé al bar de la esquina a tomar un café y fue en ese amistoso clima de confianza que logré mi propósito.

El oficial se sentó frente a mí muy inquieto, a tal punto que ni siquiera se dio cuenta de que el mozo estaba a su lado esperando la orden, hasta que yo me dispuse a despacharlo encargando dos cafés.

— Usted comprende, oficial Sumario, que, si yo no salgo de aquí con la verdad de la participación que tuvieron ustedes con esta denuncia, el juez citará al comisario por memorándum y todo se va a complicar. ¿Prefiere eso?

A medida que yo hablaba, el oficial se ponía cada vez más pálido. Se trata de un muchacho de no más de veinticinco años, delgadito y muy alto, con unos bigotes que semejaban dos líneas rectas. Lo que transcribo a continuación es, palabra más palabra menos, el relato que me hizo:

— No quiero problemas con la justicia. Contaré todo lo que pasó y, si después de eso su juzgado considera que esto es tan grave como para perjudicar mi carrera, uste­des verán.

— Hablá de una vez — lo tuteé para que tomara confianza — si veo que decís la verdad, te doy una mano.

— Vos sos hombre y comprenderás lo que son dos minones como ésos — susurró, bajando tanto la voz hasta el punto de que apenas pude oírlo.

— Explicate — le dije, mientras le ofrecía un cigarrillo.

Esta actitud mía le dio más confianza. Pidió fuego, encendió y dejó salir una bocana­da de humo. Luego comenzó. Agárrese, Su Señoría:

— Me tocó atenderlas a mí: Eran tres señoras del edificio que venían a hacer la denuncia de que uno de los departamentos estaba ocupado por dos mujeres que hacían la vida y molestaban a todos. Traían un recorte del aviso que publicaban en los diarios. Ese aviso decía algo así como que eran una rubia y la otra… negra, para pasar una hora de película. To­mé nota del domicilio y les dije a las señoras que investigaría y que después las citaría para firmar la denuncia, junto con mis conclusiones. Esa misma tarde fui.

“La sorpresa que me llevé fue tremenda. De verdad una era rubia bien rubia, y la otra… más que negra recontranegra, negra lo que se dice negra de verdad y qué cuerpos. La ru­bia tenía puesto una blusa transparente, donde se le resaltaban las dos manzanas — perdón, señor juez, recuerde que transcribo las palabras del oficial — en un corpiño negro también transparente. Y la negra., bueno, decir que tenía dos enormes pomelos negros ofreciéndose, y unos labios tan sensuales como nunca vi en mi vida, es quedarme corto.” ¿Y qué pasó? — interrumpí, deseoso de que se dejara de tanta descripción y abreviara. Volvió a la ceremonia del cigarrillo, echó otra bocanada de humo, pareció vacilar por un momento, pero al fin continuó así:

— Me presenté como oficial de policía. Aclaré que no era cliente, sino que estaba ahí por una denuncia en su contra de sus vecinos de edificio. Primero, las dos se miraron, bastante perturbadas; pero en seguida decidieron valerse de sus encantos, porque la negra se me acercó casi pegándose a mí, apoyando los dos pomelos negros en mi pecho, y preguntándome si la creía tan mala como para merecerse una denuncia. Yo no sabía para dónde agarrar, comprendeme.

— ¿Y la rubia, qué hacía? — le pregunté con perdón de usted, señor juez, bastante interesado en el relato, quiero decir, para profundizar la investigación.

— La rubia, se me vino por detrás. Pegó su carita a la mía y me habló casi al oído; “Vamos a mostrarte que hacemos felices a los hombres”, dijo, “que fuera de eso no nos metemos con nadie”.

— ¿Y entonces?

El oficial volvió a su cigarrillo, dio una larga pitada y me miró, dando a entender que mi pregunta estaba de más.

— Necesito saber por qué no se cursó la denuncia, hechos, no insinuaciones.

— Te daré los hechos: La rubia me susurró al oído “Yo soy Lilí” y la negra dijo, entornando los párpados “Yo soy Lulú”. Mientras eso decía, me agarró las dos manos y las apoyó en sus pomelos negros. Yo luché, no me rendí tan fácil, ¡lo juro! ¡Quise quitar de ahí esas manos, quise gritar “¡Más respeto!” “! ¡Yo soy la ley!”, pero mis manos no se movían, mi ascendencia francesa puso en ebullición mi sangre romántica y ardiente ¡de veras! quise decir “¡Soy un oficial!”; pero mi boca sólo se abrió para exclamar en una exhalación

Oh mon dieu

La la

Lilí...Lulú…

¿quién de las dos

sos vos?

“Así hablaron mis labios, con los ojos clavados en esos pomelos negros y las manos presionando cada vez más, mientras la rubia me soplaba en el cuello y me desprendía los botones.”

Señor juez, el oficial permaneció por un momento fumando en silencio, parecía entregarse a recuerdos que lo embelesaban. Luego me miró fijamente y preguntó

— ¿Hacen falta más detalles?

— No, es suficiente — le respondí, para acto seguido volver al meollo de la cuestión.

— ¿Qué hiciste cuando dejaste ese antro de la felicidad, perdón, la inmoralidad?

— Volví a la comisaría, un poco debilitado.

— Me refiero a la denuncia.

— No hice nada, ¿qué esperabas? Cuando esas viejas vinieron a reclamar, lo llevé a la larga: lo reconozco: no cumplí con mi deber. ¡No hice nada!

Hasta acá, Su Señoría, la confesión del oficial Confección Sumario. Antes de dar fin a este informe, quiero decirle que estaba analizando si no sería conveniente ahondar la investigación, visitando yo mismo ese departamento de la lujuria para verificar in situ... pero, señor juez, no pensará…cómo puede creer que yo, el Dr. Litigio…

Advertencia: A quienes se disponen a salir corriendo en busca del aviso, les informamos que las exitosas señoritas, tienen todos los turnos otorgados hasta dentro de seis meses. Apenas si pudieron hacer una excepción con Su Señoría, pero, a ver si piensan que nada menos que el señor juez.. No, Su Señoría se constituyó en el lugar de los hechos obrantes en autos, en cumplimiento de sus altas funciones, y para verificar en persona si el ruido del elástico de la cama, mencionado por la querella, podía ser utilizado como prueba, según lo establecido por la ley secreta N° 3, inciso 15.348, para la indagatoria pertinente, y la constancia en actas. Creerlo.. SERA JUSTICIA.

Un Abuelo y sus Nietos(1)

- Abuelo, contanos una historia.

- Les hablaré de algo que tiene mucha relación con ustedes, más digo, de la existencia misma de cada uno.

- ¿De la existencia? ¿De nosotros?

- Es una historia triste, una etapa negra en el curso del devenir de la condición humana; pero, aunque duela, aunque hiera los sentimientos de cada uno, no debe dejar de mencionarse, en particular para las nuevas generaciones, como ustedes, todos deben conocerla, y no olvidarla jamás, para impedir su repetición, no permitiendo la discriminación ni el fomento del odio contra ningún pueblo, ni raza, cualquiera sea el color de la piel, o el origen o la religión en que crean, o porque no crean.

Hoy, reunida nuestra familia en el almuerzo dominguero, los fui mirando, para brindarme un baño de felicidad, a ustedes, a sus mamis y tías, a sus papis y tíos que — como saben — estos últimos son mis hijos, asaltándome de repente un pensamiento que me estremeció.

- ¿Qué fue, abuelo?

- Les cuento. Somos dieciséis. Estábamos todos, en animada charla…

- No digas que te estremeciste por eso. En todas las reuniones familiares se charla.

- Dejame continuar, no te adelantes a sacar conclusiones, primero escuchá, después sí, es muy bueno que opines.

- ¿Y por qué tuviste un estremecimiento?

- Porque, mirándolos a todos ustedes, que son lo mejor de mi vida, se me ocurrió de golpe pensar…

- ¿Qué pensaste?

- Si me interrumpís, cómo querés que siga. Repito, primero escuchen, luego sí, pregunten y opinen…Continúo, lo que me dije, de repente, fue: qué hubiera pasado si mis papis — sus bisabuelos — en lugar de venirse a nuestra querida tierra argentina, como inmigrantes, en los años veinte, se hubieran quedado en Polonia ya que, en ese caso,…en vez de ser un niño argentino, hubiera sido un niño polaco.

Cuando los nazis invadieronese país, desatando así la Segunda Guerra Mundial, en 1939, yo era un pibito de ocho años.

Lo primero que hicieron esos racistas, en su objetivo de exterminar un pueblo, fue comenzar por su futuro, o sea los niños, y de éstos, iniciando con los que podrían destacarse como científicos, talentosos pintores o escritores — lo que desmentiría que se trataba de un pueblo de ratas inmundas — y, con ese fin, recorrían las escuelas, preguntando por los alumnos que más se distinguían por su inteligencia o talento, seleccionando a los de origen judío, y dejando dicho para sus padres que los llevaban para desarrollar sus vocaciones en las mejores escuelas especializadas de Alemania, que en pocos días recibirían una carta, informándoles dónde podían visitarlos cuando quisieran, con los gastos a cargo del gobierno alemán. No había nunca más noticias de ellos, ni llegaba la carta ni, al ir a preguntar, nadie sabía nada.

A medida que se organizaban para sus matanzas en masa, se llevaban a todos.

En ese sentido, me contaba una prima polaca que, en un hospital de niños, donde ingresaron los alemanes en busca de los internados de origen judío, al correr la voz en el vecindario, los familiares más que volaban hacia ahí y que, desde los pisos del mismo, a través de las ventanas, las enfermeras preguntaban

- ¿De quién es este bebé?

Al contestar alguien

- Mío.

Se lo arrojaban, y había que atajarlo, lo cual, causaba pánico, puesto que, débiles como se encontraban por lo poco con que podían alimentarse, temían no lograrlo y que se estrellara contra el pavimento; pero, esas enfermeras que arriesgaban su vida salvando niños, o procedían así, o nada más podían hacer.

Después, una vez finalizada la construcción de los campos de exterminio, se iban llevando por millares a las familias completas, con el engaño de que se los conduciría a campos de trabajo, amontonados peor que el ganado, encerrados en trenes de carga, y al llegar, con el mismo argumento para evitar que se resistieran, los recibían con orquesta (prisioneros músicos), y un gran cartel que decía: “El Trabajo te Hará Libre”