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¿A qué destino nos conduce este presente que transitamos? Novela de futuro, plena de suspenso. Edificios de tres kilómetros de altura, autos voladores y robots amantes perfectos, femeninos y masculinos a gusto de cada hombre y mujer, donde, mientras enamorarse ya no se estila, los viejos y desocupados son expulsados a un planeta lejano… Hasta que Lucio descubre… Ficción, pero ¿SERÁ FICCIÓN?
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Seitenzahl: 363
Veröffentlichungsjahr: 2016
aarón goldberg
2115
Editorial Autores de Argentina
Goldberg, Aarón
Dos mil ciento quince / Aarón Goldberg. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-711-572-7
1. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:info@autoresdeargentina.com
Diseño de portada: Justo Echeverría y Daniel Goldberg
Diseño de maquetado: Inés Rossano
Ilustraciones de interior: Gabriel Goldberg goldbergg@ciudad,com.ar
Ilustración de Lucio niño: Nicolás Goldberg Barreca
ISBN PRIMERA EDICIÓN 978-987-05-3006-0
Se prohibe la reproducción total o parcial de este libro, a través de medios ópticos, electrónicos, químicos, fotográficos o de fotocopias, como asi mismo su adaptación para cine, televisión, radio o cualquier otro medio, sin la previa autorización por escrito del autor.
agoldberg2115@gmail.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723.
Índice
I - LUCIO
II - BRIOSH
III - LUCIO
IV - BRIOSH
V - LUCIO
VI - BRIOSH
VII - LUCIO
VIII - MARA
IX - BRIOSH
X - PONCIA
XI - JOHN MC.KAY
XII - LUCIO
XIII - MARA
XIV - BRIOSH
XV - PONCIA
XVI - BRIOSH
XVII - CNEL. PRAD
XVIII - LUCIO
IXX - JOHN MC. KAY
XX - LUCIO
XXI - BRIOSH
XXII - CNEL. PRAD
XXIII - PONCIA
XXIV - JOHN MC. KAY
XXV - BRIOSH
XXVI - CNEL. PRAD
XXVII - BRIOSH
XXVIII - LUCIO
XXIX - CNEL. PRAD
XXX - LUCIO
XXXI - BRIOSH
XXXII - PONCIA
XXXIII - BRIOSH
XXXIV - LUCIO
XXXV - BRIOSH
XXXVI - PONCIA
XXXVII - BRIOSH
XXXVIII - LUCIO
XXXIX - JOHN MC. KAY
XL - PONCIA
XLI - BRIOSH
XLII - LUCIO
XLIII - BRIOSH
XLIV - EPILOGO
Me decía que ahí hubo personas, desintegradas por rayos lanzados por los robots neutrónicos, escena repetida en toda la ciudad, donde ya no quedaba vida.
- Ya no puedo creerte, mejor que te sinceres. ¿Cómo planeas matarme? ¿Mientras nos amamos?
Se volvió nuevamente hacia mí, ahora sus ojos no rehuían los míos. Dejó de lado su tono sumiso y me habló así:
- Sos un humano. Yo no, y no me exijas lo que no está a mi alcance. Te sentís traicionado y me odias porque fui programada por quienes ambicionan tu poder de humano. Es cierto, te robé las claves porque con tal fin fui creada.
- Y para matarme. ¿Verdad?
- Ya viviste 150 años, detentaste el poder que nadie tuvo. ¿Disfrutaste ser el más poderoso del planeta? ¿O sufrías sentado sobre esas claves en que apoyabas tu poder, padeciendo el pánico a que te las robaran? Nadie pudo quitártelas. Yo, sí. - Cuando por vez primera te sentaste frente a mí y cruzaste las piernas de manera de insinuarme tu sexo y excitarme, cuando en la primera noche te tuve en mis brazos y me besaste con tanta pasión, ¿ya planificabas la mejor manera de matarme? Tanto me odias…
- No te odio, como no sentimos, no sabemos odiar. Te pensé una muerte dulce. Además, debes reconocerlo, te conduje al éxtasis como ninguna humana hubiera podido hacerlo.
- Me confié enteramente. Creí en tus caricias y en tus promesas de servirme y brindarme felicidad… no sos más que una basura.
- ¡Una basura! Sólo soy una creación de otros humanos, que en nada se te diferencian.
I
LUCIO
Año 2115, febrero 8
TENIA tal expresión de angustia en su semblante, que me estremeció.
- Es nada más que un rumor - traté de calmarlo, pero, en realidad, la preocupación parecía subirme por los pies, continuar por la pantorrilla, invadir mi estómago, posesionarse de mi mente.
- No lo creo - insistió - si fuera un simple rumor, no te hubiera llamado, ni tampoco me hubieran llamado a mí.
- ¿Despidos en Mc.Cormack? No hay empresa más sólida - porfié, tratando de tranquilizarlo, y tranquilizarme.
Pero a través del teléfonovisor veía en la pared su rostro tenso.
No, jamás lograría sosegarlo, ni sosegarme. De pronto lo acometió una risita nerviosa.
- Empresa sólida, sí, es cierto; pero están llegando las supercomputadoras PTA generación 2115 de la filial en la ex Asia, y sobraremos muchos empleados.
“Inclusive jefes sobrarán”, pensé, sin mencionarlo. Yo tampoco estaba seguro, con todo mi cargo jerárquico, no cabía la menor duda.
- ¿Cómo vamos a conseguir un nuevo empleo en apenas diez días? – se lamentó.
Permanecí en silencio, ahora su semblante pasaba del rojo al pálido, del pálido al rojo. Sabía a qué se refería al hablar de diez días. Era el plazo, producido el despido, para lograr el ingreso en una nueva empresa, pues, transcurrido ese lapso, se pasaba a revistar en situación de desocupado, en cuyo caso sobrevenía la expulsión inmediata y sin más trámite de la Tierra, rumbo a lo desconocido, al planeta Alfa, a una muerte que se daba por segura, donde se enviaba a los viejos, a los indeseables, a quien quedaba fuera del sistema, a todo aquel que pudiera considerarse un problema para los demás.
Opté por finalizar esta conversación. Era suficiente con que me hubiera amargado el día, justamente cuando aguardaba la llegada de Mara. Por lo tanto, pronuncié palabras de compromiso y corté casi bruscamente.
Traté de olvidar el tema y concentrarme en Mara… ¿Sería tal como la imaginaba, tal como la deseaba?, preguntas que rápidamente tendrían la respuesta, me dije, mientras elegía para vestirme el equipo metálico con refrigeración interna, que encontraba muy elegante, acompañado del moño dorado al cuello, haciendo juego. Juzgué acertada la elección, al observar el pronóstico en la pared, anunciando una jornada calurosa. Acto seguido consulté el reloj, ya debía ir saliendo para la oficina, y Mara sin llegar
El sonido de la campanilla musical cortó mi pensamiento. ¡Al fin! Automáticamente me moví en procura del control con intención de desbloquear la puerta de ingreso al departamento, cuando una voz que me sonó a celestial exclamó:
- Abrime, Lucio, estoy impaciente por conocerte.
II
BRIOSH
DE PRONTO, el aviso de Alerta Roja resonó estridente en todo el edificio de mi Residencia Oficial de Jefe de Estado del Planeta.
Tanto el personal humano como los robots de Vigilancia se movían presurosos de un lugar al otro en busca del sitio desde donde provenía el peligro. Y una voz se escuchó:
- ¡Intruso en el edificio! ¡Capturarlo de inmediato! ¡Tarea prioritaria para la totalidad del personal! ¡En instantes se exhibirá su fisonomía!
Quedé intranquilo. El tipo había gestionado la audiencia en la sección respectiva de Presidencia, desde hacía un mes, y la tenía concedida para hoy a las 6 p.m. Se había presentado a la misma como Director de Inversiones de Stanley & Co. para instalar fábricas en varias regiones de la ex Europa y la ex América Latina.
- Excelentísimo Sr. presidente Briosh - me había dicho - nos es necesaria la autorización oficial, solicitada con todos los requisitos hace seis meses, y no hay resolución.
Imbécil. Todavía no entendía que, si no se me ofrecía un buen toco de acciones, la autorización jamás la tendrían. Ya terminarían proponiéndolo. De mi parte no había apuro alguno. Mientras tanto, las que no encontraban obstáculos eran las empresas de mi propio grupo económico.
Como solía ser mi estilo en las audiencias que concedía, estudié a mi visitante con la mirada: elegante, podría decirse que apuesto, y cincuentón. Agregaré que medía unos dos metros, la altura normal para esta época, en que se llegaba hasta los 2,20; en cuanto a mí, con mis 1,80, si bien hace 100 años era considerado alto, ahora, en comparación con las nuevas generaciones, era yo un hombre de muy baja estatura. Debo reconocer que lo odié no sólo por tal motivo, sino también porque, pese a todo mi poder, yo ya no gozaba de su juventud, ya que ese hombre podría ser, por la edad, mi bisnieto, o tataranieto. Es que tengo ciento cincuenta años, no existiendo otro anciano como yo en todo el planeta, ni lo habrá. ¿El motivo para tal situación? Una cláusula, que mis seguidores dejaron asentada al redactar la Constitución en vigencia, estableciendo mi condición de presidente vitalicio y uno de los pocos mayores de 80 años permitidos, porque con los adelantos científicos de este último siglo, no solamente yo, sino los seres humanos en general, podrían vivir hasta los 150 ó 180. De tal manera que, un individuo de 80 años, en realidad, es ahora una persona joven en toda la plenitud de su capacidad física e intelectual, capacidad con que ya se contaba en muchos casos desde hace décadas, con más razón en la actualidad.
Pero hete aquí que la gente joven se negaba a aportar de su sueldo para mantener a sus mayores jubilados, su desprecio por los viejos iba en aumento, y creció mucho la popularidad de mi gobierno al dictar la ley estableciendo que los mayores de 80 años, sin excepción (salvo muy pocas), serían automáticamente expulsados de la Tierra. Y ya se solucionó así el problema de los jubilados, de la misma manera que la otra gran cuestión, la de los desocupados, como también enfermos imposibilitados de solventarse su propia curación. Como decía, soy casi el único anciano de la Tierra. Un equipo de 10 especialistas, los mejores del mundo, se ocupa de mantenerme en pleno goce de mi vida. Sus sueldos son la envidia de mis ministros, pero esos científicos están informados de que hay robots programados para ejecutarlos, de producirse mi muerte antes de cumplir 180 años, cualquiera fuere el motivo de la misma.
El ingreso del jefe de seguridad presidencial, interrumpió mis pensamientos.
- Excelencia,¿cuánto hace que el tipo dejó este despacho?
- Ya se lo dije - respondí fastidiado y sin disimular mi inquietud - calcule…media hora.
- No demoraría más de tres minutos en llegar a la salida, pero no salió. Hace ya veinte minutos que se mantiene el Alerta Roja, sin novedad.
- ¡Cómo puede ser que no lo encuentren! - bramé. Mi preocupación iba en aumento, ya que no podía presagiar nada bueno lo que estaba sucediendo.
- El tipo desapareció, no se encuentra a nadie con esa descripción.
Revisamos hasta el último rincón.
- ¡Nadie desaparece! ¡El hombre está, y es más hábil que ustedes!
Le doy 10 minutos de plazo para que lo encuentre y lo someta a interrogatorio!
- Lo encontraremos, Excelencia, no lo dude.
- Que se separe del cargo a quien firmó el okay para mi audiencia con este individuo, y que Inteligencia lo investigue.
- Ya lo pensé, me proponía sugerírselo, señor.
- Le repito, diez minutos para que lo encuentren.
Rauch parpadeó, molesto, y ya se disponía a salir de mi despacho, cuando de pronto se volvió:
- ¿A qué empresa dijo representar?
Busqué en mi planilla de audiencias.
- A Stanley & Co., con sede en California. Figura la dirección y el teléfonovisor.
Tomó la planilla y marcó el Nº. Aguardó unos instantes. No había comunicación. Empalideció. Parecía que todo su cuerpo, cuan largo era con sus 2,20 m., temblaba por la tensión.
- Señor, en un minuto constataré lo que sin mucho esfuerzo sospecho.
Escribió en el teclado. Surgió el rostro ya conocido por mí de un oficial de mi servicio de informaciones.
- Pasame todo lo que tengas de una empresa de California: Stanley & Co.
- En seguida lo llamo.
- No. Espero. Quiero la respuesta ya mismo.
Desaparece el rostro redondo del oficial. Al instante, regresa:
- No figura nada registrado con ese nombre.
- En California - insisto, cada vez más inquieto - y con filiales en distintas partes del globo.
Por la expresión que adquiere su cara en el visor, se molesta por considerar que se pone en duda la seriedad con que toma su tarea.
- Si no está registrado, no existe. - Recalca, terminante. Sin embargo, tras pensar un instante, agrega - Lo único que quedaría es consultarlo con nuestra oficina en California, a ver si ellos tienen algo.
- Te doy un minuto. Prioridad total. - resume Rauch.
La figura vuelve a desaparecer, pero, eficiente, resurge ante nosotros a los 30 segundos.
- Confirmado - ratifica con absoluta convicción - Esa firma no existe.
Intercambio una mirada de inquietud con mi jefe de seguridad que, acto seguido, y sin perder un instante más, le dice:
- Te voy a pasar la fisonomía de un hijo de puta que nos madrugó para entrar en la Residencia Presidencial. Todavía lo tenemos aquí, bien escondido, sin que tengamos idea de qué se propone. Averiguame quién es y qué información tenemos del hombre. Dedicate únicamente a esto. Requerí la colaboración del que te haga falta, mejor aún, quiero a todo el personal abocado al tema.
- Comprendido.
Mientras le pasa lo poco que disponemos del tipo, me paseo nervioso por el despacho. Ingresa el Dr. Beaucheff, el jefe de los especialistas a cargo de mi salud.
- Que esto no lo ponga muy tenso, Excelencia. - Me toma la presión, el pulso, en fin, me ausculta tal como lo hace cuando una situación se complica demasiado.
En tanto, Rauch ya se dispone a dejar la habitación. De pronto se vuelve hacia mí:
- Reforzaré su guardia personal.
- Bien.
- ¿Está seguro de que el sospechoso no dejó nada aquí, tal vez en algún momento en que Ud. pudiera haberse descuidado?
- Conversaba con él, y lo tuve siempre ante mi vista.
Mi jefe de seguridad no parece conforme con mis palabras, permanece dubitativo por un instante, y pregunta:
- ¿Dónde estuvo él?
Señalo el sillón en el que el tipo se mantuvo sentado. Rauch se le aproxima, lo examina detenidamente, tanteando en especial los apoyabrazos, el respaldo; lo invierte, lo recorre todo con sus manos, sin descuidar detalle, hasta que un gesto de autosatisfacción se le dibuja repentinamente en el semblante.
- Aquí está - afirma victorioso, complacido por tener la oportunidad de demostrarme su eficiencia. Me lo acerca, se trata de un micrófono tan diminuto que mi poca vista ya no alcanza a distinguirlo, ni siquiera con el auxilio del enorme aumento de mis anteojos.
- Tómese esto, Excelencia - interviene Beaucheff, entregándome una pequeña píldora y un vaso con agua - lo dejará más tranquilo, no descuide su salud, señor, se lo ruego.
“¿Se inquieta por mi salud, o por la de él?”, me digo, mientras ingiero el medicamento; pero noto mi garganta reseca, por la agitación, y vacío el vaso de un solo trago.
Ahora leo la alarma reflejada en la expresión de Rauch, cuando expresa su razonamiento así:
- Si el objetivo del intruso hubiera sido simplemente dejar el micrófono en el despacho presidencial (y todavía no sabemos con cuál fin , ni para quién opera), si sólo eso le hubiera interesado, se hubiera marchado del edificio ni bien lo logró. ¿Me sigue, Excelencia?
- Lo escucho atentamente.
- Pero no se fue, permanece oculto en algún lugar, aquí, entre nosotros. ¿Con qué fin?
- Y no entiendo cómo tanto personal experto no lo encuentra - repliqué molesto, y a un mismo tiempo muy preocupado. Por lo visto, la píldora de Beaucheff no resultaba eficaz.
En el monitor de la pared, sin lograr salir del estupor, que iba en aumento a medida que leía,y releía, y no era para menos, vi las siguientes y helantes palabras:
“PRESIDENCIA DEL ESTADO. DIRECCION DE INTELIGENCIA. DEPARTAMENTO DE ASUNTOS INTERPLANETARIOS. SE LE COMUNICA QUE DEBERA PRESENTARSE EN EL EDIFICIO 42 DE AVDA. 8 PISO 640 , EN EL DIA DE MAÑANA A LAS 10 a.m. ANTE EL CORONEL PRAD. LA NO COMPARENCIA PARA ACLARAR SU SITUACION, LO COLOCARA EN LA CALIFICACION DE ENEMIGO DEL ESTADO, EN CUYO CASO SE PROCEDERA A SU ENCARCELAMIENTO INMEDIATO BAJO EL CARGO DE ALTA TRAICION, A CUYO EFECTO SERA SOMETIDO A JUICIO SUMARISIMO POR CORTE MARCIAL (Artículo 82 Ley de Seguridad Interplanetaria) QUEDA UD. LEGALMENTE NOTIFICADO.”
En efecto, se me hacía imposible poder creer que esas líneas gélidas y amenazantes fueran reales. Permanecí cual clavado en el piso. ¿Yo enemigo del estado? ¿Qué les sucedía a estos tipos? ¿Acaso el mundo se había salido de sus cabales? ¿La Tierra ya no giraba sobre su eje?
III
LUCIO
LA SENSUALIDAD de su voz resultó suficiente para perturbarme.
- ¿Cuándo abrís? - insistió.
¡Mara! ¡Al fin! Me dirigía a satisfacer su pedido, cuando, de pronto, cambié de idea. Quería conocer su figura aproximándose a mí, busqué en mis bolsillos en procura del control, presioné el respectivo botón y la puerta se destrabó.
Ahí estaba ella, más hermosa de lo que había yo esperado, vestía un conjunto metálico con pollera supermini, destacando sus piernas firmes y bien torneadas, tal si un exquisito artista las hubiera moldeado con refinado gusto; un generoso escote le marcaba la esplendidez de los senos, que incitaban a imaginar el fino dibujo de sus pezones; la cabellera rubia acariciaba los hombros, sus ojos grandes y azules; su nariz, diminuta, y su boca se perfilaba con labios tan sensuales como todo ella, instando al impulso de besarlos. Quedé sin pronunciar palabra, clavado a metros de la puerta, cual figura de cera, más perturbado aún que al escuchar su voz.
Ella todavía permanecía ahí, sin entrar, con cierta timidez, ya que, al fin y al cabo, tal había sido mi deseo. La quería tímida, pero decidida.
- ¿Puedo pasar, Lucio?
- Claro - respondí, finalmente.
Entró, volviéndose para cerrar la puerta. A continuación giró hacia mí y, con una sonrisa, me dijo:
- Enloquecía por conocerte.
- Y… ¿te desilusionaste?
Entrecerró sus grandes ojos, mientras un tono carmín cubría sus mejillas, pero no dijo esta boca es mía. Yo, insistí:
- Por qué no contestás? Entonces… no soy lo que esperabas.
Me miró fijamente.
- Sos mejor de lo que te imaginaba. Voy a estar muy feliz de complacerte en lo que gustes.
Me aproximé al bar.
- Qué te sirvo?
- No, mi querido. Me advirtieron que yo no puedo.
En realidad yo lo sabía, pero suponía que, con los progresos en todos los órdenes, esa circunstancia podía haber cambiado.
- Beber puede resultar muy grave para mí - agregó.
Acaso que con la que transferí, ¿no había sido así? ¡Cómo pude ser tan estúpido!
- Perdoname, Mara, lo tendré en cuenta. - opté por decirle.
- ¿Puedo sentarme?
- Donde gustes; ya sabes que, a partir de ahora, ésta es tu casa.
Se arrellanó en un sillón, frente a mí, y al hacerlo, la supermini se le deslizó hacia arriba, dejando ver su prenda íntima transparente. Desvié mi vista, la excitación que de pronto se apoderó de todo mi ser, era tan intensa, que me resultaba difícil contenerme, en un impulso por entregarme a sus caricias.
- Tengo que ir a la oficina. Hasta la tardecita no vuelvo - le dije, haciendo un esfuerzo por desviar de mi mente esa figura de diosa del amor, tratando, diría que en vano, de concentrarme en mis funciones de jefe de Estadísticas, y de que me encontraba a minutos del horario de entrada a mis tareas. Del llamado telefónico de mi compañero, anunciándome el riesgo de despidos en la empresa y el consiguiente peligro de expulsión del planeta, lo sentía ahora como algo que no llegaría a rozarme, hasta diría que casi ni lo recordaba. En ese momento no me era posible borrar de mi pensamiento que, antes del fin de la presente jornada, esa figura perfecta que tanto me perturbaba, se encontraría en mis brazos. Le pregunté:
- ¿Qué harás en todas estas horas en que quedarás sola?
Miró hacia el piso, tímida; nuevamente el rubor en sus mejillas.
- ¿Qué haré? Pues esperarte, contar los minutos que falten hasta que estés conmigo.
- Pero… algo en que puedas entretenerte…
- ¿Entretenerme? Lucio, solamente tu compañía podrá entretenerme. Ya te lo dije, lo único que ansío es complacerte.
Me dirigí a la habitación cochera para poner en funcionamiento el motor de mi autoaéreo. Mara caminó detrás mío, para detenerse junto a la puerta, y seguir con la mirada todos mis movimientos.
- ¿Puedo acompañarte? - su tono era de súplica, y lo dijo apoyando ambas palabras con un mohín dibujado en su semblante, que me desarmaba. Me volví hacia ella:
- No puedo tenerte conmigo en la oficina. Comprendeme, es mi trabajo. Soy jefe de sección. ¿Qué ejemplo le daría a los empleados a mi cargo?
Pero ella no se daba por vencida. Así era Mara, por lo visto.
- Ni bien lleguemos a la oficina, yo me vuelvo para aquí.
La propuesta era tentadora, pero…
- ¿Sabés volverte?
Contestó mi pregunta con otra pregunta, que me hizo sentir tonto.
- ¿Y cómo te creés que vine? Claro que… me resta aprender las otras calles y todo el centro de la ciudad.
- Casi nada, ¿no?
La que yo había transferido, en mis planes para cambiarla por ella, ignoraba hacia dónde tomar, de quedar sola, a pesar del transcurso del tiempo. Al menos esta nueva evidenciaba sus condiciones para aprender. Evidentemente, las cosas habían progresado con sorprendente rapidez, pero me guardé mis pensamientos.
En cuanto a Mara, ya reiniciaba la carga, repitiendo su mohín que la hacía tan femenina: - ¿Y… amor…? ¿Puedo acompañarte?
¿Acaso alguien podría resistirse?
- …Está bien, subí, apurate, que no llego a tiempo.
Se ubicó en el asiento del acompañante, mientras yo lo hacía frente al tablero de comando. Al poner en movimiento al vehículo, un enorme ventanal se desplazó, dejando disponible una abertura lo suficientemente grande para su paso. A continuación lo detuve sobre la plataforma de lanzamiento y, a una orden mía en el tablero, las aletas comenzaron a desplegarse, quedando listo para el trayecto. En tanto esta operación tenía lugar, Mara, en un impulso, se volvió hacia mí; sus piernas desnudas se apoyaron sobre mis muslos, me besó largamente en los labios. Fue el beso que obró el milagro de que me olvidara ya por completo, al menos por ese mágico momento, del riesgo en que me hallaba de perder el empleo y, con tal circunstancia, el derecho a permanecer en la Tierra; pero, olvidarlo, no significaba que la realidad hubiera cambiado.
¡¿ Quién … anda ahí ?!
Sólo respondía un silencio tenso.
¡Soy el presidente! – rugió - ¡Contéstenme!
Se sobresaltó. Estaba consciente de que buscaban ¡las claves!
IV
BRIOSH
HE QUEDADO solo en mi despacho. Me paseo nervioso por el mismo, no alcanzo a comprender, y eso es lo que más me inquieta, porque, como bien señalara Rauch, si el tipo logró su propósito de ubicar y disimular el micrófono en mis propias narices, ¿por cuál causa no se marchó, por qué se ha quedado en la Residencia Presidencial?¿Qué se propone ahora? La falta de respuesta a estos interrogantes es lo que me tiene mal. Tales ideas se sucedían en mi mente, se incrustaban en mi piel, recorrían mis venas agitando la sangre; al sentirme cansado, me senté. De pronto observé que me encontraba en el mismo sillón donde había estado el intruso; por una reacción que no entendía, ni sentido alguno tenía, me incorporé de un salto, me dirigí apresurado hacia la puerta, abriéndola, para cerciorarme de que me hallaba bien protegido. En efecto, el pasillo se encontraba ocupado por muchos hombres de mi guardia personal, armados como para una guerra, amén de los robots especializados, ubicados en ambos flancos, prontos para detectar cualquier señal de probable peligro en ciernes. Vi acercarse al Dr. Beaucheff, seguido por dos de los científicos a sus órdenes.
Ingresaron en el despacho y me efectuaron una minuciosa revisión del estado de salud. Observo al Dr. Beaucheff, cardiólogo de renombre mundial: llegado hace 10 años desde la ex Francia en consulta, lo dejé en la Residencia Presidencial, a mi disposición. El tipo ronda los 75 años, por lo tanto, al cumplir 80, será expulsado del planeta, y yo no hago excepciones con nadie, ni lo haré con él (como ya mencioné, la única excepción somos yo y unos pocos privilegiados). Va llegando el momento de despedirlo, pues al aproximarse a la edad límite, y constatar él que no podrá contar con compasión alguna de mi parte, no confiaría yo en continuar a su cuidado. La situación a plantearse al echarlo es que, al estar cerca de los 80, pese a su prestigio, ninguna institución lo tomaría a su servicio, o sea que, al revistar como desocupado, sería expulsado de la Tierra a los 10 días, a partir del momento de ser despedido por mí. Deberé hacerlo, sin duda, y cuanto antes, mejor. Pero ahora me preocupa el intruso en mis narices, el peligro inminente que me acecha. ¡Y estos inútiles que no lo encuentran…!
Me encolerizo, ordeno a los médicos que desaparezcan de mi vista, provocando con ello que salgan del despacho más que volando (¡quién en la Residencia no tiembla ante mis ataques de cólera!). Vuelvo a pasearme de una pared a otra, como fiera en su jaula. Pienso ahora que, si el turro obtuvo éxito al dejar el micrófono (momentáneo, es cierto, gracias a la sagacidad de Rauch), en el propio corazón de mis reuniones más confidenciales, y sin embargo no se fue, entonces se propone, pese a lo que estima ya logrado, un segundo objetivo de máxima: ¿MATARME? ¿Asesinar al jefe de estado del planeta, el mayor magnicidio de todos los tiempos? ¿Qué otra cosa, sino? A no ser que… ¡LAS CLAVES! Cómo no lo pensé. Quien posee las claves, domina al mundo, y YO LAS POSEO. La clave para impartir las órdenes a todos los robots policía que por millones se encuentran ubicados en ciudades, pequeños poblados, campos, naves marítimas, aéreas o espaciales. Cual asimismo, junto a otras, la clave para poner en movimiento a los robots neutrónicos que, al recibir la instrucción correspondiente, en instantes borran la vida en cualquier región que se ponga en enemiga. Cómo no lo pensé antes. El intruso busca ¡LAS CLAVES!
Me urge dirigirme a mis aposentos privados, aunque, siendo necesario conservar el secreto para no tentar a ningún enemigo presente o futuro, no deberé demostrar mi preocupación bajo ninguna circunstancia, pues nadie sabe, ni debe saberlo, dónde oculto esas claves.
Impartí la orden de que Rauch se presentara ante mí de inmediato. Mientras lo aguardaba, en segundos que me parecían horas, volví a pasearme por el despacho, dominado por los nervios y una inquietud in crescendo ante la sola idea de que sujeto tan hábil pudiera hacerse de mi secreto tan guardado. ¿Quién era este tipo? ¿Qué se proponía? ¿Para quién trabajaba? ¿Por qué, con todo mi poder, resultaba burlado por alguien como él? Muchos interrogantes, ninguna respuesta.
Pese a las inyecciones diarias para mantener mi energía en óptimas condiciones, los 150 años me pesaban, por lo que, agotado, debí regresar a mi asiento, momento en que Rauch ya ingresaba.
- Tengo hombres distribuidos en todos los rincones, los robots están cargados con la descripción del intruso.
- Deduzco de sus palabras la confesión de ¡su fracaso en encontrarlo!
- Es verdad, no sabemos dónde se metió, pero por ahora, sólo por ahora. Mientras tanto, con el operativo montado, le será imposible moverse, cualquiera sea su propósito.
No sé de dónde me surgieron energías, salté de mi silla como si tuviera 20 años:
- ¡Por ejemplo, que su propósito sea MATARME!
- Excelentísimo Sr.presidente, lo que acaba de mencionar es lo que más tengo en cuenta. Pero para acercarse a Ud., tiene que pasar por sobre el personal que lo custodia. Y no podrá.
- Rauch, si me pregunta si sus palabras me tranquilizan, le diré que no.
- Lo sé, señor… Sin embargo el tipo no hubiera pasado el control electrónico al ser recibido por Ud., de haber venido armado.
- Pero algún probable cómplice dentro de la Residencia, puede proveerlo de un arma.
- También lo sé, y el personal permanece alerta. No hay manera de que el hijo de puta tenga posibilidad de asomar las narices para dispararle.
Pensé en las claves, pero no me era conveniente mencionarlo, ni siquiera a él: cualquiera podía ser tentado con una fortuna por quien ambicionara mi posición. Me encontraba solo, dueño absoluto de todo el poder; sin embargo, solo, y sin confiar ni en mi entorno más próximo. En mi vocabulario personal, la palabra “confianza” me estaba prohibida, so pena de perderlo todo, y no había llegado hasta aquí, a la cima, para cometer un error y que me pasaran por encima. ¡Nunca jamás!
Pero el peligro por que me robaran las claves me aguijoneaba, esa sensación de sentirme al borde de la catástrofe no se apartaba de mi mente, y no podía ahora darme el lujo de quedarme quieto en mi muy custodiado despacho, cuando imaginaba a ese tipo tan hábil revolviendo todo, tal vez, en mis habitaciones privadas. No, no lo aguantaba; sin embargo, me dije, debía yo obrar con la mayor cautela ante mi personal.
- Me siento cansado - se me ocurrió decir - necesito un poco de reposo.
Y escuché de Rauch, precisamente, lo que contaba con escuchar:
- Lo hago acompañar por una escolta. Recuéstese en su dormitorio, Excelencia. Yo lo tendré al tanto.
Salí inmediatamente del despacho. Mi jefe de seguridad impartió órdenes. Los hombres, con armas listas, caminaron conmigo, ubicándose de tal manera que, si alguien me disparara, le daría a alguno de ellos; pero nunca a mí. De pronto pensé que, si el único lugar donde la guardia no buscó eran mis aposentos privados, el tipo, posiblemente, y tal como yo lo imaginaba, podría estar, precisamente, en mis habitaciones personales, buscando frenéticamente.
- Rauch - dispuse - venga Ud. también.
- Como guste, Sr.presidente.
No obstante, impaciente, quise salir de dudas.
- ¿Controlaron en mis aposentos si el intruso no se oculta ahí? Porque si han buscado en todas partes, menos…
- Le aseguro que personal de la guardia presidencial no se mueve de ese lugar.
Yo no estaba conforme. El tipo no podía haberse esfumado por arte de magia, y, para mis adentros, cada vez me convencía más de que su objetivo eran LAS CLAVES. Una inquietud irrefrenable se apoderó de todo mi ser, me quemaba interiormente, me instaba a apurar el paso; se me hacía difícil disimularlo. No pude evitar el imprimir un ritmo más vertiginoso a mi andar, el esfuerzo me agotaba; pero la impaciencia por cerciorarme de que la llave de mi poder continuaba a buen recaudo, me incitaba a no aminorar la marcha, y me resultó imposible contener la fatiga que se apoderó de mi cuerpo exhausto.
- Que venga el Dr. Beaucheff - y mi orden era un pedido, un clamor.
A una señal de mi jefe de seguridad, un hombre partió raudamente en busca del médico. Me urgía una de sus inyecciones, tal vez con refuerzo en la dosis, eso lo decidiría él. Pero ahora, imprevistamente, sentí la casi seguridad de que, al ingresar en mis habitaciones privadas, me toparía con el intruso.
- ¿Nos matarán?
- No estoy dentro de la mente de esos tipos.
- Te agradezco que no me mientas, prefiero la verdad, aunque me corra un escalofrío por el cuerpo.
Unos golpes a la puerta fueron un principio de respuesta a nuestros interrogantes.
V
LUCIO
- ¿Nos quedamos en casa? Puedo darte tanta felicidad…
Ahora sus rodillas se encontraban pegadas a las mías, su voz era tan sensual… cómo la deseaba… Debí luchar contra mis impulsos más perentorios para retirar esos delicados y tentadores brazos que cual tenazas se aferraban a mi cuerpo, con esa vehemencia que constituía su sello, en arduo intento por contenerme y regresar mis manos al tablero de comando.
- Llegaré tarde, Mara, comprendeme…
Finalmente, pude poner en marcha el autoaéreo, despegando de la plataforma de mi departamento en el piso 982 de uno de los miles de edificios que cubrían totalmente la ciudad, todos de mil pisos de altura. Mientras avanzábamos entre esas enormes moles que nos flanqueaban a ambos lados, ella insistía en pegarse cada vez más a mi cuerpo, provocándome una excitación ininterrumpida.
- ¿Falta mucho, mi amor?
Me hablaba casi en un susurro.
- Ya nos estamos acercando al microcentro.
De pronto nos topamos con un enorme cartel que decía:
“POR NECESIDAD POLICIAL, ZONA MOMENTANEAMENTE VEDADA PARA CIRCULACION CIVIL. DESCIENDA DE INMEDIATO Y CONTINUE POR AVENIDAS. EL NO CUMPLIMIENTO SERA SEVERAMENTE CASTIGADO POR OBSTRUIR CONTROL DEL ORDEN PUBLICO”
Dejé escapar una puteada, a Mara le causó gracia mi repentino enojo.
- ¿Ves, mi querido? No llegás a tiempo, mejor volvamos a casa, a disfrutar los dos juntitos.
La propuesta no dejaba de tentarme sobremanera, pero en la oficina me aguardaba la solución de varios asuntos que dependían de mi intervención directa, por lo cual ordené al tablero el descenso vertical, comenzando el vehículo la operación, lentamente. Al imprimirle yo mayor velocidad, adquirió una repentina rapidez, causándome la misma sensación que el elevador del edificio cuando avanza veloz 500 a 800 pisos sin escala. A 50 metros de la avenida, mediante la presión del botón correspondiente, fue aminorando, para quedar planeando hasta que la distancia de los vehículos que circulaban por la avenida me permitió posarlo suavemente, e incorporarlo a la marcha general. Los altos edificios que se sucedían uno tras otro a ambos flancos, no nos permitían estar enterados de si en ese momento el día se encontraba nublado o soleado. La velocidad autorizada por los reglamentos era de 300 Km.por hora, pero el incesante tránsito, de cualquier manera, lo tornaba imposible, aunque las calles transversales se hallaran a distinta altura.
De pronto nos encontramos con todo el tráfico detenido. Frené maldiciendo entre dientes, mientras a mi izquierda, en otro vehículo, con las manos aferradas al volante, los labios de un tipo dejaban salir mis mismas palabras, con tanta bronca, que sus ojos parecían despedir fuego, en tanto su rostro se contraía en una mueca de incontenible rencor.
- ¿Qué pasa? - inquirí, aunque, antes de que me contestara, comprendí que mi pregunta era ridícula, puesto que, si el hombre recién llegaba, al igual que yo, no estaría en condiciones de aclararme nada, y su respuesta no pudo haber sido otra que:
- No tengo la menor idea, y si esto no se despeja en seguida, se me complicará todo.
Y qué podía decir yo, ante la evidente perspectiva de llegar tarde a la oficina, dejando a la sección Estadística a la deriva, justamente cuando el fantasma de los despidos sobrevolaba amenazante por encima de nuestras cabezas.
Varios conductores descendían de sus vehículos, impacientes por enterarse de qué estaba sucediendo, con cuyo fin avanzaban por la vereda, sin respetar los carriles movibles para peatones de desplazamiento rápido o lento, los que de cualquier manera se encontraban detenidos, desconociéndose la causa. No menos fastidiado que ellos, yo los imité, seguido por Mara, empeñada en no apartarse de mi lado.
No debimos alejarnos mucho para observar que los senderos móviles para caminantes se hallaban trabados en distintos lugares mediante obstáculos insertados deliberadamente, maderos, etc., con el fin de impedir su funcionamiento.
- Es una manifestación - afirmó alguien - con corte del tránsito.
- No vamos a poder pasar - concluyó otro - y la policía nos prohibe elevarnos.
- De aquí no salimos más - se lamentó un tercero.
- Llegaré tarde al trabajo, por culpa de estos vagos de mierda.
- Yo también.
- Y yo.
Nos estamos aproximando, pues ya los gritos de numerosas personas al unísono, llegan nítidamente:
- ¡¡Necesitamos trabajar!!
- ¡¡Somos jóvenes!!
- ¡¡No queremos que nos echen de la Tierra!!
- ¡¡Nos negamos a que nos manden a una muerte segura!!
- ¡¡Trabajo, sí!! ¡¡Al planeta Alfa, no!!
Y a nuestro alrededor, se sucedían los comentarios de los conductores impedidos de circular, debido a la imprevista manifestación:
- Son los desocupados. ¡Por su culpa llegaré tarde!
- ¡Dónde están los robots policías, que no los muelen a palos!
Me aproximé más, siempre con Mara a mi lado, hasta toparme con la multitud frente a nosotros, momento en que de pronto me dije que podría sobrevenir un tumulto, y ser separado bruscamente de ella, que se cayera, siendo en tal caso, probablemente, pisoteada por las consiguientes corridas de los demás, o que se perdiera. Así pensaba, mientras mi bronca iba en aumento, impulsándome a sumarme a la queja general:
- ¡Llegaré tarde a la oficina! ¡Estos tipos perjudican a la gente que trabaja!
En cuanto a Mara, se encontraba muy intrigada, sin entender qué estaba sucediendo ante sus ojos:
- ¿Por qué gritan todas esas personas?
Le expliqué que, habiendo perdido su empleo, si en un plazo de diez días no lograban otro, serían expulsados de la Tierra, rumbo a Alfa, un planeta inhóspito, de donde jamás regresarían. Repentinamente recordé que, de ser despedido en Mc.Cormack, yo también me vería en la situación de ellos y, tal vez, formando parte de quienes le obstruían el tránsito a los demás, los indiferentes, en un intento desesperado por llamar su atención. Al imaginarme en tal situación, un profundo estremecimiento me recorrió por completo.
Observé que, por encima de nuestras cabezas, sobrevolaban los vehículos policiales. Alguien gritó:
- ¡Viene la brigada antidisturbios!
Es que, ante las protestas que crecían por la resistencia - inútil hasta ahora - de los desocupados y los ancianos a ser expulsados del planeta, se hablaba de un decreto del presidente Briosh, creando una brigada especial, llamada “antidisturbios”, con
robots elaborados y programados para tal menester. Por lo tanto, consciente de lo que se avecinaba, recomendé a Mara:
- No te separes de mi lado.
Entre los que nos hallábamos en el corrillo que se había formado en derredor nuestro, alguien no apartaba sus ojos de ella. Al cruzarse la mirada del curioso con la mía, el hombre me dijo:
- No es que quiera meterme, pero… - no se atrevía a continuar, hasta que finalmente se decidió - es peligroso para… este… ¿la chica es un robot, no?
Mara, su figura, resultaba tan perfecta que, intrigado, pregunté a mi vez:
- ¿Cómo se dio cuenta?
- Fácil, no existe humana con rasgos y cuerpo tan hermosos en todos los detalles… si me permite la sinceridad, se la envidio, aunque no debió haberla traído aquí.
- Yo no la traje, me acompañaba hasta mi trabajo; pero no esperaba encontrarme con el corte.
- Estos robots están programados para ser amantes, nunca para verse, de repente, en medio de un tumulto como el que se viene.
¿Acaso teníamos manera de salir de ese lugar? Hacia adelante no se podía avanzar, hacia atrás largas hileras de vehículos, todos en la misma dirección, impidiendo intento alguno de retroceder.
El grito se repitió:
- ¡¡La brigada antidisturbios!!
Los vi llegar por la vereda- ya que el ancho de la avenida estaba ocupado por los coches detenidos- sin que fuerza alguna pudiera detenerlos. Dos brazos por delante, dos a su izquierda, otros dos a la derecha, munidos todos con sendos barrotes, y que se movían a diestra y siniestra, repartiendo golpes a todo aquel que se encontrara a su paso, provocando que los alcanzados, con quejidos de dolor, cayeran desvanecidos. Tales brazos se extendían automáticamente, atraídos por la temperatura de los cuerpos, tornando dificultoso el intento de eludirlos. A su retaguardia, robots con cuatro brazos se encargaban de levantar a los caídos por esos golpes, cargándolos en las cajas de camionetas aéreas, las que de inmediato levantaban vuelo, conduciéndolos arrestados.
Los humanos, indefensos ante semejante embestida, echamos a correr en distintas direcciones, confundiéndonos transeúntes y curiosos con manifestantes, todos seres despavoridos intentando desesperado escape sin rumbo fijo, y arrastrando a los rezagados. Mara resultó empujada por la multitud, unto a otros que caían, para ser pisoteados; alcancé a verla trastabillar, alejándose cada vez más de mí, que era impulsado en dirección contraria. Aún la vi cuando lograba sostenerse sin caer, el pánico y la incomprensión enseñoreados de su semblante, gritando aterrada mi nombre, ya más lejana, hasta que desapareció de mi vista.
- ¡¡No dejaré de buscarte, Mara!! - le grité con todas mis fuerzas, un grito más confundido con los quejidos de dolor de los que caían y los alaridos de espanto de quienes corrían, empujando, empujando, y consciente de que ya no existía manera de que pudiera oirme.
- ¡ No me manden a Alfa ! ¡ Soy joven ! ¡ Quiero vivir ! – clamó el desocupado. Pero el robot policía, ante la resistencia, lo arrastraba con su enorme fuerza, hacia lo que todos veían como el horrible destino que, tarde o temprano, los aguardaba.
VI
BRIOSH
- Un minuto, Excelencia, por favor.
Llegábamos ya a mis aposentos privados, y Rauch acompañó sus palabras con una señal a mi escolta para que nos detuviéramos.
- No le haré perder tiempo, Sr. Presidente, sólo permítame constatar que no hay peligro alguno, antes de que Ud. quede solo en sus habitaciones.
Retiró de la cintura el temible arma reglamentaria de la guardia presidencial (el disparo provocaba la casi desaparición del cuerpo impactado). Yo le alcancé el control y, ni bien la puerta se destrabó, se introdujo con los debidos recaudos en mis aposentos, mientras yo, rodeado por mis hombres, permanecí aguardando, ¿minutos? ¿horas? No lo podría precisar. Finalmente, regresó.
- Todo tranquilo, Excelencia, puede entrar.
Lo hice, trabando de inmediato la puerta. Me urgía dirigirme al lugar donde ocultaba las claves, y constatar que todo se hallara en orden; pero, me advertí de pronto, ¿y si el intruso, siendo tan hábil como demostraba ser, hubiera dejado alguna cámara, tan diminuta como el micrófono, que registrare mis movimientos? Por lo tanto, y por si acaso, de ninguna manera debía lanzarme impaciente a verificar lo que tanto me preocupaba. En consecuencia me detuve, permanecí de pie, calculando mis próximos movimientos, en tanto lo recorría todo con la mirada: a primera vista, no encontraba nada que me llamara la atención, o sea me hiciera sospechar que alguien hubiera estado buscando las claves. En efecto, todo se mantenía tal como yo lo había dejado. Sin embargo, precisamente, tanto orden, me hizo dudar, ya que los robots de la limpieza se hallaban programados para no mover papeles, etc., por lo cual, parecería, más bien, que quien hubiera husmeado en procura de ese mi secreto tan vital, se encargó de dejar las cosas de forma de no despertar sospecha alguna, o sea que, probablemente, pudiera ser que su intención fuera proseguir la búsqueda.
Juzgué conveniente continuar mi representación para el caso de que estuviera siendo filmado o controlado desde otro sitio, razón por la que me quité el saco metálico refrigerado, justificando mis movimientos hacia los áureos placards ubicados en el dormitorio, mientras observaba con disimulo hasta el más mínimo detalle. Fue así que algo llamó mi atención, pues recordé que había dejado sobre el escritorio unos informes del gobernador de la zona africana, que ahora no se hallaban ahí.
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