Muerto al llegar y otros relatos - Javier Aparicio - E-Book

Muerto al llegar y otros relatos E-Book

Javier Aparicio

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Beschreibung

Tras sus cinco primeras novelas, el autor reúne en su sexto libro once historias asombrosas, hábilmente construidas, que se desenvuelven entre el cuento y la novela corta, y que inducen a transitar por ellas sin darnos cuenta de que bajo la realidad que vemos en primer plano se ocultan situaciones insospechadas, que solo verán la luz al final de cada relato con un inesperado desenlace. Al igual que en sus novelas anteriores, el autor plantea diversas tramas, protagonizadas por toda suerte de pintorescos personajes, en las que no faltan las sorpresas, la ironía y el humor.

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Muerto al llegar y otros relatos

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

© Javier Aparicio

© Éride ediciones, 2022

Éride Ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-15-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Muerto al llegar y otros relatos es el sexto libro del abogado Javier Aparicio Moliné (Madrid, 1967), tras la publicación de El premio (Éride Ediciones, 2020), Los amores desordenados (Éride Ediciones, 2019) y de la serie de novela negra protagonizada por Dante Oliver, de la que forman parte El silencio del asesino (Éride Ediciones, 2014), El eco de un disparo (Éride Ediciones, 2015) y El infierno de Dante (Éride Ediciones, 2017).

En 2003, Javier Aparicio ganó el Premio de Relato Corto Villa de Colmenarejo (Madrid) con el relato Muerto al llegar, y fue finalista en 2012 del XVII Concurso de Relatos Cortos Juan Martín de Sauras (Andorra, Teruel), con el relato El naufragio.

Pienso que es mejor pasar el tiempoen hacer libros que en jugar a los dadoso en hacer otras cosas viles.

Don Juan Manuel

Sé hablar brevemente de cosas largas.

Antón Chéjov

MUERTO AL LLEGAR

A Carmen, que me leyó desde siempre.

1

La fina lluvia formaba un sedoso velo que impedía, desde la estación, distinguir con claridad el campanario de la iglesia de Tierrallana, que se alzaba desa fiante en el brumoso horizonte. Si por algo se caracterizaba el pueblo de Tierrallana era, sin duda, por padecer durante todo el año incesantes lluvias que lo convertían en un inhóspito y fantasmal paraje. Hasta tal punto llovía sobre el pueblo que, de los trescientos sesenta y cinco días del año, podían contarse con los dedos de una mano aquellos en los que el sol se asomaba a la villa. En los años bisiestos, sin embargo, siempre eran seis los días de sol. Este extraño fenómeno climático, sin parangón, no cabe duda, siempre se achacó en el pueblo a Eulogio, el de la vaquería, puesto que en su mano izquierda se daban cita seis dedos y, claro está, él tenía tanto derecho como cualquiera de sus convecinos a contar los susodichos días de sol con los dedos de su siniestra mano, aunque esta estuviera anormalmente poblada.

Desde la ventana de su oficina, Feliciano, el jefe de estación, observaba indiferente el continuo torrente de agua, mientras encendía lentamente, como si de un ritual se tratase, la vieja pipa de caoba, heredada de su padre. Tras apagar la cerilla, aspiró con deleite el humo y echó una distraída mirada al reloj situado a su espalda, sobre la desconchada pared blanca, sin poder evitar un largo y mudo bostezo, pues todavía faltaban cuarenta y cinco minutos para que pasara el tren de las diez de la noche.

Feliciano accedió al puesto de jefe de estación tras la muerte del viejo Anselmo. Y en los dos años que ya llevaba en el cargo, el tren de las diez aún no se había detenido ninguna noche en la estación. Con inquietante puntualidad, el tren pasaba siempre de largo, como un alma en pena, haciendo sonar en la penumbra su desasosegante silbido, mientras las nubes blancas de vapor, que la añeja máquina destilaba, quebraban la oscuridad de la noche.

Pero que el tren de las diez no se detuviera cuando pasaba por el pueblo era, al fin y al cabo, algo habitual. De Tierrallana solo se marchaban los parroquianos para acudir al hospital o a la cárcel de la capital. Y se volvía, si era el caso, una vez purgada la enfermedad o la condena. De hecho, el último en abandonar el pueblo fue Anselmo cuando, más muerto que vivo y solo acompañado por la sombra de la muerte, subió al tren que lo llevó al hospital, donde falleció a los dos días de ingresar, víctima de la tuberculosis.

2

Por ello, cuando Feliciano recibió el télex enviado por Valeriano, su colega de la estación de Montearroyo, que siempre estaba enterado de todo, haciéndole partícipe de que el tren de las diez sí se detendría aquella noche en Tierrallana para que descendiera un pasajero, de nombre Rogelio Cascales, al que escoltaban dos Guardias Civiles, el jefe de estación salió tan precipitado en dirección a la acogedora cantina que se hallaba junto a su oficina, que se olvidó incluso de echar mano, como siempre hacía, del impermeable amarillo que antaño perteneciera al viejo Anselmo.

En la cantina, como cada noche, se reunían los cuatro hombres más notables del pueblo, los cuales siempre se sentaban en la mesa central para jugar a las cartas. Frente a la puerta, don Leopoldo, el cacique; a su derecha, don Basilio, el juez de paz; a su izquierda, don Esteban, el párroco; y enfrente suyo, don Luis, el alcalde.

Tras la barra, Emeterio, el jocundo cantinero, servía anises y coñacs a diestro y siniestro a los parroquianos, mientras por la radio se escuchaba el acontecimiento del día: ora toros, ora fútbol, ora nada, si así lo disponían las impertinentes interferencias.

Feliciano, chorreando agua, entró en la cantina y se dirigió hacia los dominios de Emeterio.

—Pareces un bobo —bromeó el cantinero, nada más verlo aparecer, haciendo gala, orgulloso, de su extensa cultura palmípeda.

El jefe de estación se acodó en la barra, sin molestarse en replicar al engreído cantinero.

—Dame un orujo de hierbas, haz el favor —solicitó Feliciano, sacudiéndose como un perro mojado.

El cantinero, ante la mesura de su amigo, obedeció sin chistar y sirvió con presteza el orujo verde.

—¿Y bien? —interrogó curioso Emeterio, ante la súbita aparición del jefe de estación.

—El tren de las diez se detendrá hoy en el apea dero —le comentó Feliciano, al tiempo que le tendía el teletipo con la noticia anunciada por el siempre enterado Valeriano.

Emeterio se colocó las gafas para ver de cerca y leyó dos veces el comunicado; la segunda de ellas, con verdadera aprensión. Demudado, devolvió el papel al jefe de estación, le arrebató la copa y, de un trago, se bebió el orujo de hierbas recién despachado.

—¿No reconoces el nombre del pasajero? —le preguntó el cantinero con voz ronca, más por la impresión causada por la lectura del telegrama, que por los vapores etílicos propios del orujo.

Feliciano volvió a leer el mensaje y negó con la cabeza.

—Claro, cuando ocurrió todo aquello, hará ya más de quince años, tú ni siquiera vivías en el pueblo

—sopesó el cantinero.

—Ya sabes que yo vine hace dos años para cubrir la vacante de Anselmo.

—¿Y nunca te contó nadie nada?

—Pues no.

—Ya.

—Emeterio, déjate de misterios y habla de una vez —le pidió intrigado el jefe de estación—. Que me tienes en ascuas.

—Baja la voz, insensato —le recriminó el cantinero en un susurro—. Será mejor que vayamos a tu oficina, si quieres que te lo cuente —le propuso este, mientras abandonaba la barra ante las aguardentosas protestas de Cristino, el matarife, que con su único ojo sano miraba desolado el vaso medio vacío que tenía ante sí.

3

Feliciano siguió sumiso al cantinero, que ya se dirigía por el resbaladizo andén hacia la diminuta oficina ferroviaria. El jefe de estación iba tan ensimismado, que a punto estuvo de tropezar con Damián, el corcovado, que salía de Dios sabe dónde.

—Buenas —saludó, escueto, el contrahecho—. Prisa llevas, rapaz, que por poco me atropellas —regañó el chepudo.

—Lo siento, Damián, pero tengo que hacer —se excusó Feliciano, aliviado por no haber impactado con el cheposo.

Porque Damián, a diferencia de los jorobados suertudos, atraía el mal fario como la miel a las abejas.

De ahí que en el pueblo cuando algún vecino tenía la fatal ocurrencia de cruzarse con el chepudo, se encomendaba a Dios o al primer santo que le rondare por la cabeza, a fin de evitar la inminente desgracia.

Es más; si alguien cometía el nefasto desliz de tocar su prominente y ladeada joroba, aunque fuere levemente, entonces corría como ánima en pena hasta la iglesia y, antes siquiera de persignarse ante el altar, sumergía la pecaminosa mano en el agua bendita, dejándola en remojo en la pila, hasta que era reprendido por el señor cura, quien, a pesar de estar convencido de que Belcebú habitaba en aquel deforme ser, no podía consentir que la casa del Señor se convirtiese en un lavatorio público.

Por eso, Feliciano, que nada más ver al chepudo, se había encomendado a San Pancracio, y ya estaba presto a marchar, quedó varado cuando el jorobado, agarrándolo por el brazo, le anunció sombrío:

—He visto la muerte rondando al pueblo. Si no, al tiempo.

Ante la aciaga profecía del jorobado, un escalofrío tal recorrió la columna vertebral del jefe de estación, que le nubló la vista e hizo que el santo se le fuera al cielo, pero cuando recuperó el aliento y pudo acogerse de nuevo a San Pancracio, Damián, el corcovado, ya había desaparecido, silencioso, en la opacidad de la lluviosa noche.

—Maldito loco —se dijo Feliciano en la oscuridad del andén, al tiempo que, estremecido, se encaminaba a su oficina, donde aguardaba impaciente Emeterio, quien, con sus trancos largos, se había distanciado tanto de Feliciano, que ni siquiera se enteró de la aparición del jorobado.

—¿Te pasa algo? —interrogó alarmado el cantinero, cuando vio entrar al jefe de estación sin apenas color en el rostro—. Oye, ni que hubieras visto al mismísimo diablo —consideró Emeterio.

—No andas desencaminado, por cierto —contestó su amigo, aún tembloroso, a pesar de la gruesa camisa de franela que vestía.

4

—Bueno, Feliciano, a lo nuestro.

—Te escucho.

—Bien. Pues no sé si tú conocías que don Leo poldo tenía una hija.

—La verdad es que no.

—Elvira, muy hermosa por cierto —recordó con aire solemne el cantinero.

Feliciano asintió en sepulcral silencio, al tiempo que se sentaba en una silla de mimbre a medio pintar.

—Y por culpa de Rogelio Cascales, lo cierto es que todo acabó de la peor manera posible —explicó Emeterio, mientras desempañaba con la manga de su remendado jersey la única ventana de la oficina.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Feliciano con inquietud.

—Aunque solamente lleves dos años en el pueblo, tú sabes tan bien como yo cómo se las gasta don Leopoldo.

—Ya lo creo.

—Bien. Pues cuando don Leopoldo se enteró de que Rogelio tonteaba con su hija, le ofreció un dineral para que se marchara del pueblo, pues no le consideraba digno de ella. Además, ya había acordado entregarla en matrimonio a Justo, el hijo de don Basilio, que era un chico bien parecido, que por entonces estudiaba para juez en la capital.

—¿Y qué tenía de malo Rogelio? —quiso saber Feliciano.

—Nada —le contestó Emeterio, encogiéndose de hombros—. Pero era el hijo de Ambrosio Cascales y, por entonces, las relaciones entre ambas familias no eran muy amigables que digamos. Pleitos de tierras y servidumbres, entre otras querellas ancestrales, ya sabes. Por eso, don Leopoldo trató de apartar a Rogelio de su hija, pero este no solo rechazó el generoso ofrecimiento pecuniario que se le ofrecía por desaparecer del pueblo —Los Cascales siempre fueron muy orgullosos—, sino que le anunció a don Leopoldo la decidida intención que tenían ambos de casarse.

—Ya. Y al no obtener la bendición paterna, supongo que Elvira ingresó en un convento para conseguir que se le marchitara el amor que sentía por Rogelio.

—No, hombre, no seas tan novelero —le achacó el cantinero—. Si no te pasaras el santo día escuchando la radio…

—¿Y qué quieres que haga aquí metido tantas horas? ¿Escribir poesía?

—Feliciano, no te acalores, que no te sienta bien.

—Es que tienes unas cosas... Anda, sigue.

—Como te decía… Parece ser que una noche, Justo, el hijo del juez, que siempre estuvo enamorado de Elvira, presa de los celos y muy borracho, abusó de la pobre chica, además de propinarle una soberana paliza.

—No entiendo entonces...

—Deja que concluya —amonestó severo Emeterio—. Rogelio, denunciado por don Leopoldo, fue detenido y acusado de aquel lamentable suceso. Trasladado a la cárcel de la capital, fue más tarde juzgado y condenado a quince años de presidio.

—Pero si Rogelio era inocente… —murmuró, sorprendido, el jefe de estación.

—Bueno, él siempre se proclamó así. Y, la verdad, en el pueblo nunca se le consideró culpable.

Rogelio era un buen muchacho, incapaz de hacer tamaña tropelía. Además, la noche en que aquello ocurrió él tenía una…

5

—… ¿Cómo lo llaman los picapleitos?

—Coartada.

—Eso es. Rogelio, muy seguro de sí mismo alegó desde un principio que tenía una coartada tan convincente, que le habría de exonerar de aquella acusación infame.

Feliciano se frotó las manos y, tras sentir un escalofrío, encendió la estufa.

—Según declaró Rogelio —prosiguió Emeterio—, la noche en que Elvira fue violentada, él no estaba siquiera en el pueblo, porque se había ido a cazar torcaces.

—No me jodas… —susurró Feliciano antes de mordisquearse nervioso las uñas.

—Y que saliendo del pueblo se encontró con Damián, el jorobado, fumaron unos cigarros y se echaron unos tragos de aguardiente que Rogelio llevaba en la cantimplora. Pero cuando los guardias, días más tarde, que es lo que les llevó dar con el paradero del chepudo, le preguntaron si aquella noche se había encontrado con Rogelio, lo cierto es que Damián, que siempre está en la inopia, no supo concretar la fecha del encuentro.

—Qué fatalidad —se vino abajo el jefe de estación.

—En cualquier caso, de poca ayuda le hubiera servido a Rogelio el testimonio de Damián, porque, teniendo en cuenta que le falta un tornillo, su declaración la hubiera hecho trizas hasta un fiscal tartamudo.

—Pero, Emeterio, hay algo que no comprendo.

El cantinero se lio un cigarrillo, lo prendió, dio una larga calada y expulsó el humo con la fuerza de un volcán en erupción.

—¿Qué no comprendes, muchacho? Oye, que me tengo que volver a la cantina antes de que me reclamen.

—Pues si quien abusó de Elvira fue Justo, el hijo del juez, ¿por qué se libró entonces de ser acusado?

Emeterio fulminó el cigarro con dos profundas inhalaciones, dejó caer al suelo la colilla y respondió:

—Verás, Feliciano, la verdad es que don Leopoldo siempre supo que Rogelio no fue quien abusó de su hija Elvira, porque ella así se lo diría, pero el hijo del juez era para don Leopoldo más que un yerno; siempre lo apreció como el hijo que nunca tuvo, y por ello consideró que lo ocurrido no fue sino un desgraciado accidente, achacable al intenso amor que el joven profesaba por su hija. De ahí que el juez, para proteger a su vil hijo, y don Leopoldo, porque, al fin, vio la posibilidad de deshacerse de una vez por todas de Rogelio Cascales, mantuvieran la componenda necesaria para acusar al pobre muchacho y que así se pudriera en la cárcel.

—¿Y Elvira? —se interesó Feliciano—. ¿Acaso no declaró ante el tribunal?

—No. Desde aquella fatídica noche estuvo ingresada, por orden de su padre, en el sanatorio mental que hay en la capital. Y a los jueces les sirvió como prueba de cargo bastante la palabra de don Leopoldo, quien expuso ante ellos lo que, supuestamente, le había contado Elvira; o sea, que Rogelio Cascales fue el único culpable de la afrenta perpetrada.

—Comprendo.

—Y cuando le dieron el alta, el juicio ya había concluido y Rogelio sentenciado. Entonces la chiquilla se enteró de lo que a él le había sucedido, y se quitó la vida. Su cuerpo apareció colgado de uno de los ciruelos del huerto de Obdulio.

6

Feliciano suspiró.

—Al final, me parece a mí, que no resulté tan novelero.

—Quizá no —esbozó una tibia sonrisa el cantinero.

—¿Y qué fue del hijo del juez? —quiso saber el jefe de estación.

—En cuanto a Justo, al conocer la muerte de Elvira, se embarcó al Brasil y nunca más se supo de él.

—¿Quién conoce esta historia, además de ti?

Emeterio se encogió de hombros.

—En el pueblo pocos creyeron que Rogelio fuese capaz de abusar de la muchacha. Pero nadie habló.

El padre de Rogelio, que siempre defendió la inocencia de su hijo, sufrió un infarto que lo llevó a la tumba, y el suceso se fue olvidando poco a poco, como si nunca hubiese ocurrido. Sin embargo, hubo más gente que conoció y encubrió el crimen.

—¿A quién te refieres? —preguntó Feliciano.

—Verás, por aquel tiempo, yo aún no tenía la cantina en propiedad, sino solamente arrendada, y como siempre andaba apretado de cuartos, no me quedaba otra que hacer alguna que otra chapuza de carpintería para ganarme un dinerillo extra, ya me entiendes. Pues bien, el día después de que se diera a conocer la sentencia que condenó a Rogelio, yo me encontraba en la iglesia barnizando algunos bancos.

—¿Y?

—Que aunque él no me vio, porque estaba arrodillado barnizando los primeros bancos, yo sí que le vi a él.

—¿A quién te refieres?

—Joder, Feliciano, pues a Justo me refiero. ¿A quién demonios si no?

—Ah.

—El chico iba con rostro macilento, ojeras notables y barba de varios días. Realmente, se le veía muy desmejorado y muy nervioso.

—Ya.

—Entonces se dirigió al confesionario, donde don Esteban, entre confesión y confesión, se echaba algún que otro sueñecito.

—¿Y tú que hiciste?

—Lo que nunca debí haber hecho.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que dejé de barnizar el jodido banco y me acerqué sigilosamente al confesionario.

—Y escuchaste la confesión de Justo…

—Claro, Feliciano, escuché perfectamente tanto su confesión culpable de lo que le hizo a Elvira, como el perdón celestial concedido por don Esteban, nuestro querido párroco. Bien sabes que yo de oído siempre anduve cojonudamente. En fin, que así fue como conocí la historia de lo que pasó realmente, pero que nunca fue contada públicamente. Incluso, el alcalde estuvo al corriente de los hechos desde un principio, pero prefirió callar, a cambio de recibir favores políticos y no tan políticos.

—¿Y por qué no acudiste a la Guardia Civil? —indagó Feliciano.

Emeterio se rascó pensativo el mentón.

—¿Para qué? Hubiera sido solamente la palabra de un don nadie como yo, y hubiera sido rechazada categóricamente por el propio Justo y desa creditada por don Esteban, al amparo del secreto de confesión.

Ten en cuenta que aquí, en Tierrallana, la única palabra que vale es la de don Leopoldo —sentenció Emeterio.

—Y ahora, después de tanto tiempo, regresa Rogelio Cascales.

—Ojalá no fuera así y que el tren, como siempre, pasara de largo.

Feliciano recordó las premonitorias palabras de Damián, el chepudo, y solo acertó a murmurar:

—Hay regresos que nunca deberían volver.

7

El cantinero, meditabundo, se rascó el mentón mal afeitado.

—Feliciano, hay algo más que no te he contado.

—Emeterio, no sé si quiero que me cuentes más. Hasta hace media hora yo tan solo era el aburrido jefe de una estación de ferrocarril por la que apenas pasan trenes. Pero desde que alumbraste ante mí todos esos recuerdos, ya me convertiste en encubridor de tus silencios culpables.

—Razón de más para decirte que cuando Rogelio fue condenado, juró que, si algún día volvía a Tierrallana, lo haría para ajustar cuentas. Y me temo que viene precisamente a eso —profetizó el cantinero.

—¿Y por qué te has decidido a contarme ahora todo lo que pasó entonces? Hubiera preferido seguir ignorante al respecto —confesó con sinceridad el jefe de estación.

—Feliciano, he cargado con este secreto durante demasiados años. ¿Crees que ha sido fácil?

El jefe de estación dio un abrazo a su amigo y le respondió:

—Doy por hecho que no. Aunque menos difícil hubiera sido si lo hubieras compartido conmigo cuando hubieras considerado que nuestra amistad ya se merecía algo así.

—Supongo que tienes razón, Feliciano. Yo ahora solo espero que Rogelio demuestre su inocencia. Si no, ¿a qué viene presentarse en el pueblo, después de tanto tiempo? —se preguntó Emeterio.

—Por cierto, tan solo quedan quince minutos para que aparezca el tren —observó Feliciano tras consultar el reloj de la pared.

—Pues yo me vuelvo a la cantina cagando leches. Y mejor será que tú también hagas lo mismo y entregues el mensaje a quien ya sabes —aconsejó el cantinero antes de partir sin despedirse.

Feliciano leyó una vez más el telegrama y, tras dudar unos segundos, siguió los pasos de su amigo.

8

Al entrar en la cantina, Feliciano buscó con la mirada a Emeterio, quien, con la vista baja, secaba los vasos con inusual violencia. El jefe de estación, temeroso, se acercó acto seguido hasta la mesa central y carraspeó para llamar la atención de los cuatro jugadores de cartas que, ajenos a todo, continuaban su partida, tan diferente como igual a la de todas las noches.

—¿Se puede saber qué demonios haces ahí, parado como un pasmarote y haciendo tanto ruido? —le abroncó don Leopoldo, visiblemente irritado por la marcha del juego.

—Verá, señor, es que me ha llegado el aviso de que el tren de las diez hoy sí parará en la estación —consiguió articular Feliciano, antes de tenderle al cacique el manoseado teletipo.

Don Leopoldo, tras leer varias veces el mensaje, se aflojó el nudo de la corbata y, pálido como el nácar, se lo entregó al alcalde.

—¿Puede saberse a qué carajo aguardas, muchacho? —espetó fuera de sí el cacique—. ¿Acaso esperas propina?

—No, señor.

—Lárgate entonces a esperar a ese maldito tren.

El jefe de estación no se hizo de rogar y abandonó la cantina como alma que lleva el diablo.

Un tenso silencio embargó entonces la mesa, hasta que los cuatro presentes hubieron leído el mensaje.

—Me marcho —anunció con voz trémula el juez—. No pienso esperar aquí sentado a que me detengan. Conozco muy bien cómo se las gasta la Guardia Civil —sentenció, sombrío, el togado, sabedor de haber pronunciado su último fallo.

—Estoy de acuerdo contigo —apoyó el alcalde, al tiempo que, dubitativo, se ponía en pie, intuyendo haber dictado su último bando—. ¿Y usted qué hace, padre?

—Afrontaré lo que Dios quiera que sea —pronunció, probablemente, su último sermón el anciano párroco—. Recordad que yo conocí los hechos a través del secreto de confesión y, por ello, nada he de temer.

Los tres que habían hablado sin levantar siquiera la vista del tapete, observaban ahora, expectantes, a don Leopoldo, quien, tras manosear unos segundos las cartas, apuró el coñac que le quedaba en la copa.

—Tengamos o no tengamos nada que temer, lo mejor será que, antes de que llegue el tren, nos reunamos en la iglesia, para concertar lo que debemos hacer y decir —afirmó con serenidad don Leopoldo, mientras con sus fríos ojos grises escrutaba a los otros tres.

El corregidor y el juez asintieron con un silencioso movimiento de cabeza y abandonaron la cantina a un tiempo. El cacique, tras pedir otro coñac y dar cuenta apresurada de él, salió en dirección a la iglesia, sin despedirse de nadie y dejando la cuenta sin pagar.

El párroco, sin embargo, permaneció sentado una vez que se quedó a solas. Rezaba en voz baja, sin apenas mover los labios, mientras retorcía, inquieto, su desgastado rosario.

9

En el andén, Feliciano, con el impermeable amarillo puesto que había ido a recoger a su oficina, la bandera roja en una mano y la linterna en la otra, esperaba nervioso el tren que traía a Rogelio Cascales de vuelta quince años después de su salida forzosa. Cuando en la oscuridad de la noche el pitido del tren de las diez divulgaba su llegada, hizo acto de presencia Emeterio.

—¿No pensarías que te iba dejar solo en este envite?

—Hubiera sido feo por tu parte.

—Tranquilo, Feliciano, que, al fin y al cabo, en esta guerra a ti no te dieron ni la bayoneta para combatir.

—Ya está entrando en agujas —repuso Feliciano con gesto descompuesto, antes de avanzar lentamente por el encharcado andén hacia la locomotora que iba menguando su velocidad, hasta que se detuvo por completo.

Feliciano, tras saludar con la mano al maquinista, avanzó hasta el último vagón, cuya puerta acababa de abrirse, y desde la cual un bigotudo sargento de la Guardia Civil saltó con agilidad y saludó marcialmente a Feliciano, como si de un superior se tratase.

—¿Es usted el jefe de estación? —interrogó el suboficial.

Feliciano, cagado de miedo, respondió que sí, aunque lo hizo con voz tan de eunuco, que ni siquiera él se escuchó.

—¡Hable más alto, hombre! Es que durante la guerra cayó un obús a diez metros de mi trinchera, y me dejó más sordo que una tapia.

—Yo soy el jefe de estación —proclamó Feliciano, esta vez con la voz firme que debe presuponerse en un cargo de responsabilidad, por muy pequeña que esta fuera y por muy cagado que estuviera.

—Bueno, hombre, tampoco hace falta que grite tanto.

—Disculpe, mi sargento. Feliciano Capacete, para servirle.

—¿Y usted?

—Emeterio Buenosvinos.

—¿Es usted cantinero y así le apodan en el pueblo?

—No, sargento, es mi apellido paterno, lo cual no quita que sea también el cantinero.

—Qué casualidad —masculló el suboficial, mesándose el bigotón—. Y con lo poco que a mí me gustan las casualidades.

—Ya te podías haber quedado en la cantina, Emeterio —le susurró asustado Feliciano—. Al final, me la lías.

—¿Qué cuchicheos se traen ustedes? A mí no me confabulen —advirtió el sargento.

Los dos amigos, aterrados, guardaron prudente silencio.

—Bien, bien. Feliciano, supongo que ya conoce el motivo de habernos detenido esta noche en este pueblo perdido de la mano de Dios.

—Tengo entendido que viene con ustedes un pasajero llamado Rogelio Cascales —recitó el aludido.

—En cierto modo, puede decirse así. Aguarde un momento —dispuso con indiscutible autoridad el sargento, antes de introducir la cabeza en el vagón débilmente iluminado y reclamar la presencia de su compañero—. ¡Cabo! —ladró—. Haga el favor. Que no tenemos toda la noche. Llame al revisor y que le eche una mano.

El ferroviario, ignorante de lo que acontecía, optó por permanecer callado.

—¿Tiene usted lumbre? —le preguntó el mostachudo sargento mientras sacaba de debajo de su capa un generoso puro.

—Tenga. Se las regalo —le obsequió Feliciano, entregándole la caja de fósforos que llevaba en un bolsillo.

—Gracias. Por cierto, antes de que se me olvide, fírmeme el recibo. Ya sabe, que luego, siempre hay problemas.

En ese instante, apareció el cabo, que, no sin apuros, saltó al anegado andén. Tras unos minutos, Mariano, el revisor, se asomó a la puerta del vagón y saludó a Feliciano.

—Por fin paró mi tren en tu estación.

—Pues casi mejor que lo hubieras dejado para nunca.

—Vamos, vamos, déjense de tertulias, que no están ustedes de asueto en el casino.

—Perdone usted —respondieron a un tiempo los dos contertulios reprendidos.

—¿Y bien? ¿Bajan la caja de una vez? ¡Por los clavos de Cristo, cabo, no se quede ahí parado y eche una mano, coño! —ordenó el sargento, a quien parecía darle una enorme satisfacción mezclar lo humano con lo divino.

—A sus órdenes —contestó bienmandado el enclenque guardia.

Ante el estupor de Feliciano, entre el revisor recién llegado y el enjuto cabo lograron bajar una caja de pino de uno ochenta de largo y depositarla en el andén.

—¿Pero qué significa esto? —preguntó aturdido el jefe de estación.

10

El sargento de la Benemérita se pasó un pañuelo del tamaño de una sábana por su empapado bigote antes de echar a Feliciano una mirada de hiena.

—Pero, señor mío, ¿es que no ha leído usted el recibí que le acabo de entregar para que lo firme?

—La verdad, con la impresión…

—¿No querrá que se lo lea yo?

—Me pongo a ello, sargento —repuso el jefe de estación, quien, tras una lectura acelerada, murmuró—: No irá a decirme…

—Sí, hombre, sí. No me cuente que no les habían avisado.

—Para ser sinceros... —balbuceó desencajado Feliciano.

—Bueno, bueno, firme de una vez, a ver si nos podemos ir antes de que cante el gallo —exigió el sargento, ansiando terminar de una vez aquel funesto encargo.

El jefe de estación firmó el recibo y se lo devolvió al sargento.

—Gracias, caballero. Y en cuanto a usted —se dirigió a Emeterio—, ya me dejaré caer otro día por aquí para comprobar si hace honor a la excelencia de su apellido.

—Cuando desee, sargento —respondió trémulo el cantinero, pues sus vinos, para qué mentir, no eran ni de lejos los mejores de la comarca—. Está invitado, por supuesto.

—Haciendo gala de mi sordera, haré que no le he oído. Porque por sobornos de menos enjundia, he comandado pelotones de fusilamiento.

—¡Jesús! —se santiguó el cantinero.

—En buena hora apareciste, Emeterio —le reconvino por lo bajini su amigo—. Y todo por curiosear.

Tras despedirse reglamentariamente, el sargento de la Guardia Civil trepó al tren, que ya arrancaba con parsimonia, dejando el ataúd del finado Rogelio Cascales sobre el empantanado andén.

Entonces Feliciano, histérico, comenzó a reír sin poder refrenarse.

—Por el amor de Dios, muchacho, tenga un poco de respeto por los que ya no están con noso tros —amonestó el párroco don Esteban, que se había acercado hasta ellos sin que nadie se apercibiera de su presencia.

—Perdone, padre, pero no lo pude evitar —se disculpó avergonzado Feliciano, ante la irreverente reacción sufrida.

—Volvamos a la cantina —pidió Emeterio a Feliciano, al tiempo que le cogía del brazo—. Te invito a un coñac.