MUSHIN - Alexis Racionero - E-Book

MUSHIN E-Book

Alexis Racionero

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Beschreibung

El camino del Zen y la senda del samurái son formas de sabiduría para transitar nuestra cotidianeidad. En tiempos de cambio e incertidumbre, valores de ética samurái como la devoción o la resiliencia pueden ser muy convenientes. La austeridad y el vacío fértil del Zen nos enseñan a vivir en el presente. Alexis Racionero Ragué nos sumerge en el universo japonés combinando de forma muy amena la filosofía y la espiritualidad con el libro de viajes. A partir de una ruta por Japón, nos introduce en la ética, la estética y la espiritualidad del samurái, el monje guerrero imbuido por el Zen. Su mirada constituye una moderna reinterpretación de este arquetipo que hoy puede encarnar tanto en un hombre como en una mujer. Mushin recorre lugares como el monasterio de Eiheiji, cuna del Soto Zen, la tumba de los 47 ronin, la montaña sagrada del Koyasan, los bosques de Nikko o la fortaleza de Himeji. Paralelamente, aparecen apuntes de cine clásico japonés, referentes contemporáneos como Kill Bill o textos clásicos del Bushido.

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Alexis Racionero Ragué

MUSHIN

Zen y sabiduría samurái para la vida cotidiana

Rutas por Japón

Caligrafías de María Eugenia Manrique

© Alexis Racionero Ragué, 2024, texto y fotos

© María Eugenia Manrique, 2024, caligrafías

© de la edición en castellano:

2024 Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Composición: Pablo Barrio

Primera edición en papel: Mayo 2024

Primera edición en digital: Mayo 2024

ISBN papel: 978-84-1121-246-5

ISBN epub: 978-84-1121-277-9

ISBN kindle: 978-84-1121-278-6

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

«Lo esencial es tener la mente pura, aquí y ahora,

y libre de complicaciones.

En estos tiempos parece que todo el mundo,

en general, está decaído.

El que tiene la mente pura y sin complicaciones

tendrá una expresión alegre».

YAMAMOTO TSUNEMOTO, Bushido, el camino del samurái

«Aprender el Zen es encontrarnos;

encontrarnos es olvidarnos;

olvidarnos es encontrar la naturaleza del Buda,

nuestra naturaleza original».

MAESTRO DOGEN

«No sigo el camino de los antiguos:

busco lo que ellos buscaron».

MATSUO BASHO

A ti, Alicia, que casi naces en Japón

Al maestro Kurosawa; a toda esa generación que nos abrió las puertas de Oriente, y a todos los que vagamos en el Dharma.

Mapa de rutas

Sumario

IntroducciónSamurái: arquetipo y base históricaBudismo ZenSabiduría samuráiÉtica1. Devoción, lealtad y honor2. Vivir sin miedo a la muerte3. Fortaleza y resiliencia4. Liderazgo y disciplinaEstética5. El elogio de la sombra6. «Minimal zen»7. El imperio de los sentidos8. Intuición y espontaneidadEspiritualidad9. Vivir en el presente y «zazen»10. Naturaleza sagrada y espíritus del bosque11. Vagar en el Dharma12. Austeridad y vacío fértilEpílogoSamurái zenMushin, una renovada actitud vitalFin del viajeLibros y films recomendados

Introducción

Mi relación con los samuráis empezó de niño. Como hijo de la década de los setenta, viví marcado por la impronta del cine, un medio que me enseñó a soñar y a creer en una mitología propia, en la que el samurái pronto ocupó un espacio importante.

«Armas nobles para tiempos más nobles» dice Owi Wan Kenobi a su discípulo Luke Skywalker. Estamos en el año 1977, en la oscuridad de uno de aquellos inmensos cines de antaño. La espada láser, que emula las katanas de los samuráis, resplandece en la pantalla grande. Los que fuimos niños, y probablemente seguimos siéndolo, la contemplamos con los ojos como platos. La mística del samurái te atrapa –la filosofía que contrapone luz y oscuridad–, trasciende el habitual maniqueísmo de buenos y malos. El reverso tenebroso de la fuerza debe ser vencido por los hombres nobles de corazón. Los jedi no sólo reinterpretan a los samuráis, sino a la estirpe de los caballeros templarios y artúricos. Kenobi es como Merlín y Yoda es mitad sabio zen, mitad taoísta. Inmerso en el bosque, transmite conocimiento esencial desde la paradoja de los koans japoneses: esa forma de acertijos imposibles que cruzan palabras, cortocircuitando la mente como aforismos de la inmediatez. En El Imperio Contraataca (I. Kershner, 1980), Luke Skywalker va a entrar en la cueva más profunda para encontrarse con su mayor miedo, que se materializa de forma simbólica bajo la efigie de su padre, Darth Vader. Antes de sumirse en la oscuridad de la gruta, pregunta al diminuto sabio: «¿Qué encontraré dentro?». «Sólo lo que lleves contigo», le responde Yoda.

No estamos aquí para hablar de Star Wars, pero me siento en la obligación de contextualizar cómo el cine me llevó a los samuráis y a gran parte de lo que aquí quiero contar. A partir de aquel bautizo iniciático y pueril, llegaron visionados más profundos, como Dersu Uzala (A. Kurosawa, 1975), que casi me cambió la vida con aquello de «el fuego es gente, el agua es gente y el viento también […]. Cuando se enfadan pueden ser muy poderosos». Bases animistas, sintoístas y taoístas expresadas desde el candor del pequeño cazador de la taiga que parece la personificación del maestro Yoda.

Mi fascinación por los samuráis no dejó de crecer a medida que iba consumiendo toda la filmografía de Kurosawa y parte de clásicos como Harakiri (M. Kobayashi, 1962), Samurai (H. Inagaki, 1954) o la magistral Los 47 ronin de Kenji Mizoguchi (1941).

No hubo héroe alguno como Toshiro Mifune, ni mejor senda paralela que aquella que transita del wéstern (Los 7 magníficos, J. Sturges, 1960) al cine de samuráis (Los 7 samuráis, Kurosawa, 1954). Después de ver La fortaleza escondida (A. Kurosawa, 1958), el film que inspiró a George Lucas para crear Star Wars (1977), quedé prendado de la figura del ronin, como samurái errante y vagabundo. Probablemente, mi identificación se debía a que yo también me sentía como un ronin. Los samuráis me dieron la fuerza y el código ético para sobreponerme a la adversidad cuando era niño y me tocó vivir solo y a mi aire.

Hoy, que los tiempos vuelven a ser convulsos, siento la necesidad de recuperar al samurái como figura de resistencia, resiliencia y cambio. En él subyacen muchas ideas y actitudes que pueden contribuir a la estabilidad de nuestra neurosis cotidiana. Coraje, devoción, fortaleza, espiritualidad, respeto por la naturaleza, o estar en el presente, son algunas de las condiciones que precisamos si queremos vivir en este tsunami de principios de un siglo XXI que, finalmente, nos adentra en la Era de Acuario. El modelo de la ambición y el ego se agota y toca saber ser altruistas, además de hedonistas. De esto último, algunos de los samuráis no sabían mucho porque, como orden de caballería, estaban educados en la rectitud y la austeridad, pero Japón es un territorio de sabios y estéticos placeres: desde su gastronomía, a los baños termales, el elogio de la sombra o sus paisajes bellamente cuidados. Pocos lugares son tan civilizados en el planeta como «el país del sol naciente».

El samurái está más allá del estoicismo con su austera moralidad; siempre dispuesto a morir y plenamente entregado al servicio del otro. En este momento presente, el arquetipo samurái zen, mitad monje, mitad guerrero, puede contribuir a sostener dignamente la dificultad, vivir con moderación y seguir defendiendo nuestros ideales. Como un guerrero del arte de la paz y modelo para labrar nuestra propia identidad, no escindida ni polarizada. Conscientes en el presente, con actitud y despiertos; abiertos a lo que venga.

Precisamos creer en ideales, mejorar la situación que nuestros hijos van a encontrarse y sacar la fuerza necesaria para ir más allá de las posibles crisis económicas, el empobrecimiento de la clase media, la polarización social y los problemas e injusticias de género. Son muchas las causas por las que luchar. Podemos hacerlo sin violencia, sin agredir, evitando el lenguaje hiriente, si recuperamos ese sentido del honor del samurái, además del estado mushin.

Mushin es la mente sin mente. Un estado de inmentalidad en el que empatizas con lo que te rodea para tomar decisiones desde otro lugar: más puro, espontáneo y libre. Así nos fortalecemos a nosotros mismos, para desde ahí servir al mundo y a esos ideales en los que creemos. Cada día, meditamos, trabajamos con la mente para que no sea reactiva, ni nos haga vivir de forma compulsiva desde un inconsciente que nos gobierna sin saber cómo. Pulimos el cuerpo con deporte, largos paseos, natación, gimnasia o ejercicios de yoga. Templamos nuestros nervios y nos disponemos a vivir cada día desde el presente, agradeciendo la vida que nos ha sido dada, así como la posibilidad de hacer el bien. Siempre desde el corazón y el alma, no buscando el fruto de la acción. Así lo enseña la Bhagavad Gita, y también el budismo Zen del que beben los samuráis. El samurái es un modelo de disciplina, autocuidado y servicio; también del sentido colectivo y la solidaridad. Valores perfectamente contemporáneos. Como seres individuales debemos cuidarnos y no hay que buscar las respuestas fuera, sino en uno mismo; pero ello no implica vivir aislados, sino formar comunidad, cada uno desde sus aptitudes, para generar un cambio que modele una sociedad mejor. No es que el mundo se dirija hacia el desastre, pero está perdiendo el rumbo, gobernado por unos estamentos que apenas vemos, inculcando unas formas cada vez más mercantilistas, superficiales y de pensamiento único. Sí, Matrix ya está aquí y el imperio del capital gobierna en la sombra. Soy consciente de mi escepticismo, pero, desde finales del siglo XX, entramos en este reino del laisser faire, individualista y narcisista. La sociedad del espectáculo compra experiencias cada vez más banales y sin sentido. Por eso reclamo el retorno del samurái zen como modelo de conducta para despertar del letargo. La mezcla de determinación, disciplina y espiritualidad zen puede ofrecernos el equilibrio, la armonía y la felicidad necesarios. Cada persona busca empoderarse, conectar con ella misma, contemplar su Dharma o propósito vital y ver qué puede hacer por la sociedad. No podemos estar más tiempo viendo pasar la vida o enajenados en mundos paralelos. La película va con nosotros y cada vez es más confusa, hiperbólica y narcotizante. Krishnamurti siempre repetía: «¡Despierta, estate atento! ¡No te pases el día alelado! ¡Aprovecha cada instante de tu vida!».

No podemos seguir siendo zombis obedientes. Sin duda, la obediencia fue una de las condiciones esenciales del samurái, pero también hay que saber pensar por uno mismo y afinar la causa por la que se lucha. Esta es la condición del samurái evolucionado y moderno que propongo, más allá de la imagen tradicional, cimentada durante la Edad Media, basaba en la obediencia a un señor totalitario y dictatorial llamado shogun.

Aunque, oficialmente, los samuráis se extinguieron con la reforma Meiji, en las postrimerías del siglo XIX, su figura se ha mantenido viva en la cultura popular con la literatura, el cine, el cómic o los videojuegos. En el imaginario popular, nunca se extinguieron y, hoy, todavía poseen ese halo mágico que confiere la condición legendaria. Como el cowboy o llanero solitario con el que parece emparentado, su carisma ha transitado la historia del siglo XX como modelo de lealtad y bravura. Convertido en héroe trágico, incluso por una industria de Hollywood que le dedicó El último samurái (E. Zwick, 2003) con su estrella Tom Cruise, para recordarnos cómo estos cayeron luchando contra armas más poderosas que no podían vencer. Los rifles y cañones contra la katana representaban algo así como la bomba atómica contra una población civil indefensa, aquello que, por desgracia, se repitió en la historia de Japón, un país dado al sufrimiento y la resiliencia.

Los samuráis fueron abatidos en Satsuma sin que tuvieran miedo a morir. Creían en unos ideales y preferían abandonar este mundo que renunciar o doblegarse ante ellos. Es la misma fortaleza que lleva al sepukku, o suicidio ritual, cuando uno siente que ha caído en el deshonor. En el código samurái, los valores son lo más importante, no algo que despreciar o modificar según la conveniencia propia. De esto, también podemos aprender porque andamos faltos de integridad en muchos momentos de nuestras vidas. La zona de confort nos confunde, el ego nos enreda y nos acomodamos frecuentemente a lo que nos es más fácil.

En este mundo de marcas, mercancía, narcisismo y ambición, el samurái se presenta como una imagen romántica de rebelión. Gentes del pasado, de una Edad Media que, como hicieron los románticos, idealizamos para recuperar todo aquello que escapa a los designios de la razón. Nos atrae la mística del pasado, lo inaprensible. Desde el día en que descubrimos que la razón produce monstruos, intuimos que algo falla en nuestra civilización. La tecnología ha avanzado hasta llevarnos al metaverso y el ciberespacio, pero vivimos alienados, fuera de nuestro centro. Es necesario regresar a la base, conectar con la tierra y, desde la plena vacuidad del estado mushin, volver al fondo de la persona que somos.

Algo no encaja en esta civilización tecnocrática de la opulencia narcisista. Por eso volvemos la mirada hacia figuras arquetípicas, buscando que ejerzan de héroes o mentores al rescate. Soy consciente de que este es un tema recurrente en mis escritos, desde Darshan (Kairós, 2017) a El viaje del héroe (Kairós, 2021), pero así es como lo siento. Me niego a claudicar y permitir que el lector se rinda fácilmente. Todos tenemos derecho a decidir en qué mundo queremos vivir. El samurái zen presenta un modelo de inspiración, tanto para los hombres como para las mujeres, a partir de la más absoluta libertad de género y como condición para alentar la lucha por todo aquello en lo creemos. Integridad, disciplina y coraje para transformar nuestras lagunas cotidianas o acabar con ese estado entre deprimido y hastiado que nos ronda.

La mente mushin aporta la naturalidad de disfrutar de la vida en el presente, consciente del regalo que es despertar cada día. El primer precepto del Hagakure o camino del samurái nos recuerda que la muerte es el vivir. No hay que pensar tanto. Vivamos más intensamente, cultivando el cuerpo y en el camino de la intuición. El pensamiento único narcotiza, el Zen despierta. ¡Date cuenta de lo que sucede y no vayas por la vida alelado! Vive en la atención plena que reclama el mindfulness, tan directamente hermanado con el budismo Zen y hoy muy integrado en nuestra sociedad. No debemos claudicar ante el pensamiento único o la desidia de una clase política cada vez más endeble. Alejémonos de lo banal, superficial y mediatizado. Seamos como el ronin, ese samurái errante que no se casa con nada mientras busca ponerse al servicio de una buena causa. Como nuestros afables Quijote y Sancho, seres nobles, ingenuos e ilusos, altamente bondadosos en su búsqueda de causas por las que luchar. No es la batalla el objetivo, sino llevar el idealismo por bandera. Este mundo necesita de la imaginación y de los héroes o heroínas para ser impulsado. Expandir la mente, vagar por otros mundos y reacondicionar el nuestro propio.

En mi imaginario samurái reina la figura del gran Miyamoto Musashi, al que tomo como ejemplo de arquetipo esencial, aunque fue el desconocido Issai Chozan (seudónimo de Neko no Myoujutsu) quien más habló de la técnica mushin que da título a este libro. También soy fan del moderno Ruori Kenshin. Al final, cada lector puede escoger a su ídolo o modelo de inspiración. Si conviene recuperar una imagen actualizada del samurái, es para dejar de quejarnos y comprender que la vida es cambio y entrega al presente. Es bueno activar la capacidad de sostener más allá de la mente dispersa y la experiencia inmediata placentera. Integridad, honor, coraje y disciplina como motores vitales de la no queja. La postmodernidad líquida nos ha hecho frágiles, quejicas y apesadumbrados. Es necesario un nuevo aliento que compense la desidia contemporánea. Mushin nos da una vía para despertar, empoderarnos y tomar las riendas de nuestra vida. No es cuestión de ir cortando cabezas y dejar víctimas por el camino, fruto de nuestra impotencia, las heridas mal sanadas o la más fría y cerebral de las mentes. La senda del samurái, al igual que el viaje del héroe, es un camino iniciático basado en la espiritualidad. Se nutre de prácticas como la meditación o todo aquello que nos lleve a formas de introspección. El destino es descubrir quién somos y conectar con nuestro ikigai o propósito vital. Este es un viaje físico, simbólico, cultural o filosófico. Si queremos, puede ser todas las cosas juntas o tan sólo parte de ellas. En mi caso, aproveché un proceso de cambio vital para emprender esta vía del samurái. Necesitaba sostener, hacerme fuerte y no dejarme arrastrar por la corriente del victimismo. Recuperé la idea de este libro que venía de años atrás y decidí volver a Japón.

La estructura del libro se divide en tres bloques: ética, estética y espiritualidad. Cada uno de ellos se compone de cuatro capítulos que quieren proponer un aprendizaje y un territorio vinculado a este, así como una ficción cinematográfica u obra literaria relacionada. La selección de los lugares y de los referentes culturales es propia. Evidentemente, podrían caber muchos otros lugares o películas, pero esta es mi senda samurái, camino de alcanzar la mente mushin. De los lugares que he visitado, muchos me han conmovido y algunos me han decepcionado, pero en general la mítica de Japón es abrumadora. Su sentido estético, armónico y civilizado está fuera de lo común. No puedo olvidar la primera mañana en el templo de Eiheiji, la ascensión al Koyasan, los bosques de Nikko o una sesión de meditación en Daisen-in. No obstante, por encima de lo físico y las experiencias de un viaje, lo que permanece es la transformación personal. Por eso animo al lector a trazar su propia geografía; sea mediante un viaje real a Japón o desde su conciencia. Se puede viajar simbólica y culturalmente, dándose un baño de budismo Zen o de sabiduría samurái. Lo importante es cambiar el estado mental, vaciarse de carga y, como relata un bello cuento zen, sentir que la mochila es un saco de esparto por cuyos orificios cae todo aquello que no necesitamos. Ahí es donde el estado mushin va apareciendo y nos revela quién somos o qué precisamos para vivir más tranquilos.

En el libro, también he querido dar mucha importancia a los espacios naturales. Esto es una de las claves de la transmisión del taoísmo chino hacia la evolución del budismo para alcanzar el Zen. El carácter y la geografía japoneses se han imbuido de este respeto por una naturaleza que se contempla como algo sagrado. Por ello, en estas páginas aparecen bosques, montañas, cuevas y jardines zen. También nos acercamos a históricos desfiles, como el que recuerda el entierro del gran líder Tokugawa. Me hubiera gustado llegar hasta la antigua región de Satsuma donde se vivieron los últimos días de la historia samurái, pero el tiempo no alcanzó.

En cuanto a las ideas o contenidos, no es mi intención hacer una historia del Zen o los samuráis, sino tomar diferentes valores y esencias de ambos con objeto de construir un ensayo para todos los públicos. Espero no ofender a los expertos en el tema por mi posible superficialidad. Mi intención es abrir todo este conocimiento a un amplio espectro de lectores con la voluntad de ensalzar este trasfondo filosófico y cultural que para muchos de nosotros tiene tanto valor. En lo cinematográfico, me he ido a referentes clásicos que reivindicar sin obviar referentes más actuales como Kill Bill. Siento haber dejado el manga de lado, por desconocimiento y voluntad de acotación. También en ese universo del videojuego soy un inculto, aunque me sigue entusiasmando Legend of Zelda (S. Miyamoto-T. Tezuka, Nintendo, 1986/2023).

Mucho de lo que aquí trato, lo mastiqué durante años de cinefilia y progresiva fascinación por lo japonés, desde la atracción por Kurosawa, la caligrafía, los haikus, El elogio de la sombra de Tanizaki (1933), El crisantemo y la espada de Ruth Benedict (1946), las lecturas de todo D.T. Suzuki o los comentarios de Gary Snyder y tantos otros.

La pretensión de este libro es la de entremezclar la realidad de un viaje físico que realizo por Japón, durante dos semanas, con esos espacios fílmicos, simbólicos y filosóficos. Espero que para algunos sea una bella re-visitación nostálgica y para otros, un descubrimiento.

El bloque inicial introductorio, así como las enseñanzas del bloque central del libro, se redactaron antes de ese viaje de un par de semanas, y han servido para aportar los detalles más precisos. La propuesta de Mushin es dejarse llevar de forma libre. Mi función es tan sólo guiar al lector para compartir esta admiración por los samuráis y el budismo Zen como forma de sabiduría perenne que traer a la cotidianeidad.

Además de esto, queda la magia inherente al territorio nipón o ese viejo Japón tradicional en el que la naturaleza y sus gentes parecen vivir en su estado esencial. A mí, al igual que a mi venerado Joseph Campbell, también me pasó aquello de quedarme en shock al llegar a la India y alucinar con la armonía japonesa. El gran mitólogo norteamericano cuenta en sus memorias de viaje, Baksheesh & Brahman y Sake & Satori, la dualidad entre estas dos experiencias de viaje. En mi caso, debo confesar que la India me encanta por su caos y desorden y el Japón, por todo lo contrario. En mi opinión, el país del sol naciente tiene algo que te atrapa, probablemente por esa mezcla de modernidad y tradición. Su combinación es perfecta, y quedas prendado de su atmósfera. El ciberpunk en las calles de Shibuya; el Zen en los templos de Kioto; trenes bala entre naturaleza sagrada; silencios esculpidos en la tinta de una caligrafía ancestral, cuyo gesto expresa lo esencial: nada en Japón es gratuito, sino perfectamente calibrado. El adorno manierista es aniquilado por el don de la austeridad. Palabras breves, gestos contenidos pero sinceros y verdaderos. Educación extrema, a veces incluso excesiva. Pudor y contención que contrastan con la explosión sensorial de su cocina. Miradas que no siempre se encuentran, bajo un respeto mutuo, por mucho que tú seas el extranjero que vino de la tierra en la que se pone el sol. Creo que existe un Japón idealizado, en mi cabeza y en la de cada uno de los lectores, tanto en aquellos que ya conocen el país como en los que ansían descubrirlo.

A mí me fascina esa visión fantasmagórica de Mizoguchi y Los cuentos de la luna pálida (1953), o esos relatos de Lafcadio Hearn recogidos en Kwaidan (1904). Venero Las sendas de Oku (1702) de Basho y esa idea de ser errantes vagabundos del Dharma por un país casi mágico.

Tampoco rechazo la humana y naturalista cotidianeidad de las películas de Ozu, ni las más modernas fantasías animadas del maestro Miyazaki. No olvido El viaje de Chihiro (2001) ni La princesa Mononoke (1997), como visionados iniciáticos de un padre que aprendió a serlo gracias a ellas. Cada cual puede tener su senda cultural trazada, pero lo que nos une a todos es esa llamada de Japón como territorio imaginario en las antípodas. A quienes no estén en ese punto, espero poder despertar su ansia de vagar en estas páginas.

La mayor victoria no es tener la fortaleza de un samurái ni el temple de un maestro zen, sino vivir sabiendo que el mayor triunfo es alcanzar el templo más sagrado de tu ser. Sin la conciencia de uno mismo, nada puede tener sentido. Este es un libro para todos los viajeros de la conciencia, para mitómanos, soñadores y guerreros del arte de la paz.

Desde lo más íntimo, no puedo dejar de recordar que, cuando quise ser padre, fui a Japón en busca de un milagro. Mi pareja había pasado una seria enfermedad que lo impedía. El destino estaba en manos del universo y el regalo de una bella hija nos fue gratamente concedido. Hay algo mágico en aquella tierra, y también algo heroico, que nos conecta a todos los que padecimos y luchamos para labrar este presente esperanzador.

Los samuráis resurgen para decirnos que todo es posible si creemos en un código de honor y defendemos unos valores alineados con la naturaleza y el espíritu del ser humano. El tiempo de los grandes señores shoguns ya pasó, las férreas estructuras piramidales cayeron, pero el alma del samurái permanece como arquetipo de resistencia para recordarnos que vale la pena luchar por las libertades y aquello en lo que creemos.

Enso, círculo zen.

Samurái, arquetipo y base histórica

El samurái es una casta guerrera que vivió su esplendor en el Japón medieval. Sus andanzas se vinculan con periodos de conflictos armados, con tiempos de paz y con la forja de un carácter especial, basado en la disciplina y la lealtad a su señor.

Los samuráis fueron monjes guerreros que integraron bases filosóficas del budismo Zen y el sintoísmo con el arte de la guerra. Todo ello aderezado con bases morales procedentes del confuncianismo, un dictado de civilidad que, al igual que el Zen, se propagó desde la China.

Como arquetipo tiene curiosas afinidades; algunas más evidentes, como su relación con cualquier otro caballero medieval, en especial los templarios, que también poseían esa mezcla de civilidad, armas y espiritualidad. Sin embargo, el samurái nunca sirvió a un dios o participó en guerras religiosas. Se debía a un señor feudal o daimio, entendido como líder de un clan. Por encima de ellos quedaba el shogun o comandante del ejército, designado directamente por el emperador. Esto fue así hasta el siglo XII, cuando el shogun se convirtió en el gobernante o cabecilla del país, más allá de su superior. El shogun puede contemplarse como un rey absoluto o dictador que marca las normas y decisiones de todo un país a su antojo. Así, los samuráis eran los caballeros armados que obedecían a sus comandantes, quienes, a su vez, estaban subyugados a la voluntad del shogun. Los posibles conflictos y desavenencias provocaron tremendas guerras civiles en el periodo Sengoku, que abarcó desde 1467 hasta 1615 aproximadamente. La paz llegó durante el reinado del gran líder Tokugawa, que se extendió hasta 1868, cuando, durante la reforma Meiji, se unieron los dominios de Satsuma y Choshu para acabar con el shogunato de Tokugawa y devolver el poder al emperador. En este proceso, en el que se vivió una oligarquía de daimios, quedaron abolidos los derechos de los samuráis. Al mismo tiempo, Japón había vuelto a abrirse al mundo desde 1853. La decisión del emperador de restar poder a los samuráis provocó que estos se rebelaran contra él. Fue un enfrentamiento fratricida entre la «policía» del emperador, compuesta por samuráis a su servicio, y los que mantenían su condición rebelde. El feudalismo del shogunato de Tokugawa se había clausurado y el samurái, que en aquellos tiempos de paz debió convertirse en ronin o caballero errante, veía ahora que perdía todo sentido dentro de la sociedad. Al final, incluso las tropas hans de antiguos samuráis al servicio del emperador dejaron de existir en detrimento de un ejército moderno. El gobierno llegó a imponer el servicio militar obligatorio.

Pese al ocaso del estamento samurái, su filosofía y actitud siguieron vigentes como un latido subconsciente que impulsaba el alma del país en guerras futuras, como la terrible Segunda Guerra Mundial. En el contexto de la reforma Meiji, los samuráis quedaron integrados dentro de la nobleza sin título (shizoku). La relación maestro-esclavo que dio sentido a la vida del samurái se clausuró.

Los samuráis habían sido como los caballeros del rey Arturo en un sentido más amplio y menos romántico. Gentes austeras y guerreras, bajo unas formas marcadamente machistas. La mujer no tenía derecho a combatir y no era más que la extensión complementaria del hombre (algo que no nos vale para retomar la figura del samurái hoy). El moderno samurái debería tener una condición de género abierta, hombre o mujer, libre de aquellas ataduras propias de la Edad Media. Pero entonces, la mujer se sacrificaba como hija por su padre, como esposa por su marido y como madre por sus hijos. Estaba condenada a una vida de renuncia a sí misma. El papel de la mujer era ser la naijo o ayuda interior del samurái. Según cómo se entienda, era una renuncia en cadena: la mujer renunciaba a sí misma por su esposo, el samurái lo hacía por su señor y este debía obedecer al cielo. La mujer como esposa de un samurái tenía menos libertad que en cualquier otra clase social. Otra condición era la de tolerar las relaciones extramatrimoniales, y las concubinas eran tratadas como personal doméstico a cargo de la mujer. De otra parte, la homosexualidad estaba muy extendida en la corte y entre los samuráis que residían en la ciudad.

Aunque suene contundente al decirlo, el verdadero amor del samurái era su espada. Como es sabido, esta tenía una condición muy especial. Se ha llegado a decir que la espada es el alma del samurái: objeto talismán y defensa que da sentido a su vida. La más común es la katana, de tamaño intermedio, pero hay muchas otras. La daito sería la más larga y la tanto o aikuchi las más cortas. Gracias a Kill Bill (Q. Tarantino, 2003), podemos saber aquello de «era una espada de Hattori Hanzo», en referencia a la importancia que tenían sus fabricantes, como especie de artistas místicos tocados por los dioses. Su taller era como un santuario y no eran considerados artesanos. Todos los días empezaban su tarea con una plegaria y una ceremonia de purificación antes de ponerse a «esculpir» una nueva espada.

Hanzo fue un personaje real que vivió entre 1541 y 1596 en la antigua ciudad de Edo (Tokio). Fue un valiente guerrero que llegó a salvar la vida al shogun Tokugawa y uno de los más poderosos ninjas de su tiempo. Los ninjas eran los guerreros en la sombra; especialistas en el sigilo y en no ser descubiertos. Protagonistas en asaltos y emboscadas; obtenían información o asesinaban sin dejar rastro alguno. Tarantino reconvirtió al personaje en forjador de espadas para su saga de Kill Bill.

La espada de un samurái era sagrada y estaba muy por encima de su caballo o armadura. Era lo último que el samurái se permitía perder; formaba parte de su honra e identidad. Era considerada un símbolo de estatus y expresión material de una actitud moral y espiritual. Como explica Miyamoto Musashi en El libro de los cinco anillos (1645), la espada representaba la mayor fortuna en la vida de un samurái.

En cuanto a la condición arquetípica sería bueno clasificar tres estadios posibles del samurái.

El samurái puro y clásico alcanza su sentido en tiempo de guerra. Su fortaleza es luchar, aunque la mejor victoria sea la que se obtiene sin derramamiento de sangre.

En tiempos de paz, durante el periodo Edo, el samurái se queda sin el conflicto bélico que da sentido a su condición de guerrero. Entonces, debe reconvertirse en ronin o samurái errante que vaga por el mundo en busca de nuevas misiones, o bien adquiere cargos en la administración y se apoltrona.

En ese periodo, como apunta Jonathan López-Vera en su Historia de los samuráis (Satori, 2017), ellos mismos, samuráis acomodados sin mucho que hacer, se encargan de construir una visión idealizada de ellos que igual ni tan siquiera existió. Por tanto, nos llega la imagen del mito samurái para construir esta imagen arquetípica de un guerrero noble y dotado de rasgos espirituales. Esto es posible gracias a la aparición tanto del Hagakure (Yamamoto Tsunemoto, 1716) como del Bushido (Inazo Nitobe, 1900), los dos textos fundamentales sobre la condición samurái.

Armadura samurái con piel de oso. Museo samurái de Berlín.

Si atendemos de nuevo a la visión histórica del samurái, vemos que sus orígenes se remontan a agricultores armados llamados kume que realizaron pequeñas incursiones militares en tierra enemiga o defendiendo la suya propia. Estos grupos empezaron a crecer entorno al siglo VI y llegaron a participar en expediciones a Corea. A partir del siglo X, ya en el periodo Heian, puede identificarse a los samuráis como estamento diferenciado en lo social, económico y militar. Se precisaba defender la capital, los territorios que el feudalismo iba delimitando, la defensa ante los «bárbaros» del norte y sus acometidas, etcétera. Los samuráis se agruparon en federaciones o bushidans, siguiendo un orden jerárquico. Estas podían contener entre cien y mil guerreros. Unos podían estar al servicio de funcionarios provinciales, otros se encargaban de recaudar impuestos y llevarlos a buen puerto, algunos se dedicaban a proteger de los bandidos… Mientras, los samuráis iban tratando de acrecentar la extensión de sus tierras como señores.

Durante los siglos XI y XII, los samuráis, como cuerpos de defensa de funcionarios provinciales o señores feudales, pudieron acceder a pequeños puestos de poder en la administración y heredar alguna tierra, ganando poder e influencia en las provincias. Su imagen, no obstante, no era muy bien vista. Cuando en el siglo XII crecieron las disputas entre regentes y señores feudales, estos ya no pudieron prescindir del servicio de los samuráis como guerreros a sus órdenes. Así llegamos a la guerra de Genpei como suceso constituyente y consolidador de la clase samurái. Dos familias luchaban entre sí, pero incluso dentro de los clanes guerreros hubo confrontaciones por la soberanía. La guerra se prolongó durante dos años. Su carácter cruel y fratricida dio pie a narraciones legendarias como el Heike Monogatari. En ese tiempo surgieron héroes como Yoritomo, jefe de los Minamoto, y su hermano menor Yoshitsune, un brillante estratega muy querido por el pueblo, al que Basho dedicó unas líneas quinientos años después de su muerte:

De los sueños

del guerrero,

sólo quedó hierba seca.

En el siglo XIII se rechazaron las invasiones mongolas, y la era Kamakura (1185-1392) supuso la primera con un gobierno militar en el país. En este momento, se consolidan las bases del arquetipo samurái con la influencia del budismo Zen, la ceremonia del té o el suicidio ritual o seppuku. Con el shogunato de Muromachi (también llamado de Ashikaga), la guerra se convierte en régimen de vida. Guerras como la de Onin (1467), que duró once años, redujeron ciudades como Kioto a ruinas. Los daimios ocuparon la cima de la nueva élite militar y la guerra se recrudeció. Estos daimios echaron a los señores feudales para ocupar su lugar y se establecieron como terratenientes autocráticos. El «periodo de las provincias en guerra» fue un siglo caótico lleno de luchas, pese a que esta era, Sengoku, fue también un periodo de modernización. Se construyeron muchos castillos y los ejércitos se hicieron cada vez mayores. La victoria ya no dependía tanto de la lucha cuerpo a cuerpo, sino de factores tácticos más sofisticados. Por otra parte, los misioneros portugueses introdujeron el mosquete en 1543, así que algunos ejércitos pasaron a contar con su infantería. Un tiempo después, a partir de 1607, se limitó la producción y tenencia de armas de fuego; hecho que benefició a la clase samurái cuya valentía resultaba inoperante ante estas nuevas armas. Estas ya no desaparecieron de Japón, pero quedaron bajo custodia de quienes gobernaron el país en los siguientes trescientos años, durante el denominado periodo Edo o shogunato de Tokugawa (1603-1868). Hasta entonces, los samuráis habían logrado alcanzar la cima de la élite militar y social. A partir de ese momento, tuvieron que recolocarse al servicio del shogun o como vasallos de los daimios, sin el apremio de ninguna contienda por delante. Básicamente, se trataba de proteger el bandidaje y poco más. Tokugawa gobernó desde un estado centralista neofeudal. Al llegar al siglo XVII se empezaron a sentir síntomas de decadencia y algunos eruditos reaccionaron contra la decadencia tanto económica como moral que vivía la clase samurái. En ese tiempo se publicó el Bushido de Inazo Nitobe, que trataba de ubicar al samurái como modelo educador y garantizador del orden público en tiempos de decadencia. Al fin del shogunato y la entrada de la reforma Meiji, los comerciantes se habían enriquecido y los samuráis, empobrecido; habían dejado de ser un estamento poderoso. El último coletazo fue la revuelta entre 1874 y 1877. Por fortuna, su desaparición fue progresiva, gracias a medidas de compensación y protección: se les dieron tierras en la periferia de grandes ciudades o en la isla de Hokkaido.

La honradez, valentía, lealtad y autocontrol de los samuráis sirvieron como modelo para generaciones futuras. En cuanto a Japón, se construyó una estrecha y simbólica relación entre ellos y los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra Mundial. En el Bushido está la máxima de aprender y honrar a los antepasados. En este sentido, los samuráis son como las raíces de Japón.

El cine de samuráis

El cine de samuráis se conoce como chambara y remite a historias que se desarrollan normalmente entre los siglos XV y XVII y que implican guerras, honor, lealtad y a ese arquetipo solitario, o ronin, que sirvió de inspiración al wéstern norteamericano. Esta conexión, sumada al occidentalismo de Akira Kurosawa, que en distintas películas suyas adaptó a su admirado Shakespeare (Trono de sangre/Macbeth – Ran/El rey Lear…), estrecharon puentes entre Oriente y Occidente. El cine de samuráis se dio a conocer con tres Óscars consecutivos a mediados de los años cincuenta. Rashomon (A. Kurosawa, 1950) que ya había ganado el festival de Venecia (1951) ganó en 1952. La puerta del infierno (T. Kinugasa, 1953) lo hizo en 1955, y Samurái (Miyamoto Musashi, 1954), de Inagaki Hiroshi, volvió a ganar en 1956. En 1941, Kenji Mizoguchi, maestro en el plano secuencia y la composición, había rodado Los leales 47 ronin, antes de filmar sus hipnóticos Cuentos de la luna pálida (1953), otra película de repercusión internacional con premios como el León de plata de Venecia.

Masaki Kobayashi es el otro nombre importante en el cine de samuráis. Después de participar en la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en un declarado pacifista. Su espléndida Harakiri (1962) es una película antibelicista ambientada en el shogunato de Tokugawa. Pone en tela de juicio el código samurái y la crueldad del feudalismo japonés. Todo lo contrario a lo que sucedía en 1941 con Los 47 ronin, que se considera una película patriótica, a favor de la venganza, que el gobierno provisional norteamericano prohibió por moralidad indebida. Entre los años 1945 y 1949, el ejército de ocupación americano prohibió los films de samuráis con temáticas relacionadas con deseos de venganza y los férreos ideales de la Edad Media. En general, los cineastas japoneses sufrieron una estricta censura durante este periodo.

Durante los años cincuenta, la aportación de Kobayashi fue El intendente Sansho (1954), un intenso drama íntimo sobre un hijo y su madre en plena época Heian (siglo XII). El film también ganó el León de Plata en Venecia.

En general, el cine chambara, junto con el cine realidad del maestro Ozu, sirvieron para dar a conocer el mundo japonés a Occidente. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, se hizo un cine más abiertamente propagandístico, y los cincuenta y sesenta fueron los años de esplendor del cine de samuráis. Además de la narración de acontecimientos históricos, estas películas presentaban héroes sumidos en el conflicto de hacer el bien por los demás y ceñirse a la noble causa o dejarse llevar por sus deseos más básicos y humanos.

En lo cinematográfico, el samurái cumple con el arquetipo de héroe inquebrantable; un ser solitario al que no le importa prescindir de todo para vivir en la austeridad. Esa es la imagen que se forjó en mi memoria a partir de la de Toshiro Mifune, un actor superdotado por su fortaleza y carisma. Se trata de un John Wayne japonés, más humano, con más matices, dotado de una solitaria y romántica soledad que en Yojimbo (1961) le llevó a construir el primer ronin antihéroe. Ya antes, los samuráis de Kurosawa eran pobres, sucios y descuidados, pero en su creación del personaje de Sanjuro, se mostró a un ser humano con todas sus debilidades e imperfecciones. Kurosawa volvía a tender puentes entre Oriente y Occidente, dado que la película es una adaptación de la novela Cosecha roja (1929) de Dashiell Hammett. Al año siguiente, se estrenó la secuela Sanjuro (1962). Estrechando los lazos entre el chambara y el spaguetti western, Sergio Leone confesó que su Por un puñado de dólares (1964) era un homenaje a Yojimbo. Como no había pagado los derechos de autor, se inició un conflicto con Kurosawa que se resolvió a favor del japonés.

No hay una película en la que Mifune no esté bien. Pese a la gesticulación propia del teatro no japonés, sabe ser contenido en ocasiones y divertido en otras. Siempre dotó a sus personajes de una digna moralidad e integridad que casan perfectamente con la imagen idealizada que tenemos del samurái. Entre su filmografía destacaría Rashomon (Kurosawa, 1950), Samurai (Inagaki, 1954), Trono de sangre (Kurosawa, 1957), Yojimbo (Kurosawa, 1961) o El samurai rebelde (Kobayashi, 1967).

En mi mitología cinematográfica particular, me cuesta concebir una película de samuráis sin Toshiro Mifune, quien obviamente estaba en la popular Los siete samuráis (Kurosawa, 1954). También debo reconocer que mi aprendizaje del mundo samurái se lo debo básicamente a Kurosawa, un director japonés que para todos aquellos que estudiamos cine representa una obligación por su calidad técnica. Además de por sus historias, el maestro Kurosawa enamoró a discípulos como Scorsese o Lucas por su capacidad de mover la cámara o por unos recursos de montaje prodigiosos. El arranque con el paseo por el bosque del carpintero en Rashomon, rodado cámara en mano y a contraluz, o la secuencia de la batalla en el barro de Los 7 samuráis, son auténticas lecciones de cine. Rashomon es una película de construcción avanzada a su tiempo, con un incidente que se revela desde distintos puntos de vista, de forma fragmentada, anticipando lo que, por ejemplo, hará Tarantino en los años noventa. Kurosawa sabe tratar el conflicto interno y que la acción revele el alma de sus personajes. El hombre enraizado en la naturaleza, como esa lluvia que siempre aparece en los momentos climáticos de su cine. Los samuráis, que durante la reforma Meiji habían quedado desacreditados y casi olvidados, fueron recuperados por Kurosawa desde una visión bastante imparcial y poco heroica. No los reverenciaba ni los ridiculizaba, pero algunos, como es mi caso, los idolatrábamos por su entereza y valor.

Los 7 samuráis eran como los caballeros de la mesa redonda, dotado cada uno con un carácter humano propio, conteniendo esa esencia de humanidad que Kurosawa aprendió de Shakespeare. Uno lacónico, otro exaltado, el siguiente sereno y cada uno diestro en distintas formas de combate. Con esta película, Kurosawa relanzó el chambara dándole enérgicas secuencias de acción que luego siguieron otros, como Tomo Uchida en Miyamoto Musashi (1964). Los duelos filmados por Kurosawa en Sanjuro también eran muy realistas, además de vigorosos. El maestro japonés había estudiado kendo de niño y conocía el camino de la espada, no en balde él mismo era descendiente de samuráis. Cinematográficamente, Kurosawa rodaba estas batallas o duelos con diversas cámaras y, después, hacía alarde de su dominio del montaje. Los 7 samuráis es una película perfecta en su sentido del ritmo y calidad narrativa. Como es sabido, después fue adaptada por Hollywood en Los 7 magníficos (J. Sturges, 1960) con un reparto propio del star system. Esta es otra película que marcó la educación cinematográfica y vital de muchos.

Entre las películas clásicas de samuráis que más me impresionaron está Harakiri (1962), de Kobayashi, autor de la sorprendente y experimental Kwaidan (1964). Este director siempre se muestra crítico tanto con las costumbres feudales como con la sociedad contemporánea.

La belleza de los planos y la depurada estética zen, con grandes espacios vacíos y en blanco, contrastan con la dureza de la acción propia del suicidio ritual. Así, comprendemos la muerte como un absurdo, al tiempo que hay un respeto reverencial hacia ella.

En todos estos films, los samuráis se muestran como una casta guerrera, un clan repleto de individuos que aúnan dignidad, fortaleza, aptitudes para el combate y para la vida, desde una apreciable vulnerabilidad. Al menos, esta es la imagen que transmitió Kurosawa con su poderosa influencia.

Los últimos chambaras del maestro japonés son