Nada que no estés dispuesto a perder - Xavi Pons - E-Book

Nada que no estés dispuesto a perder E-Book

Xavi Pons

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Beschreibung

El sargento Jesús Bernal es un tipo curtido y sensible a la vez. Pierde a su compañero y durante una temporada está fuera de juego, pero su mentora, la subinspectora Clara Gisbert, irá a buscarlo para un caso que él no podrá rechazar. Es más que un asunto de mafias y narcotráficos: supone, tal vez, la oportunidad de redimirse. En  Nada que no estés dispuesto a perder , obra dura y a la vez intimista y reflexiva, el lado invisible de la realidad pasa a primer término con la ciudad de Terrassa como telón de fondo. En sus calles se suceden acción, traición, lealtad, sentido de la justicia y también amor y desamor, como en la vida misma.

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Primera edición digital: agosto 2021 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Irene Pin Maquetación: equipo de Libros.com Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Maite Lecue Santovenia

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Xavi Pons © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18769-10-8

Xavi Pons

Nada que no estés dispuesto a perder

El fantasma de un hombre que no conocí se cobija en mi médula. Soy el legado de todos los que vinieron antes que yo.

 

Dedicado a mis abuelos.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Nada que no estés dispuesto a perder

Mecenas

Contraportada

1

 

«Estoy hecho polvo». Eso es lo que reza el pequeño tronco enterrado en ese bosque escrupulosamente cuidado. Hasta hace dos años no tenía ni la más remota idea de que existiera un sitio como ese, una nueva y revolucionaria manera de confinar los cadáveres incinerados de los seres queridos —quizás en algún caso es solo una manera de nombrarlos— en un recinto natural, donde se encontrarán más a gusto para el resto de la eternidad. Su amigo había sido reducido a un puñado de cenizas, luego introducidas en un cilindro de madera de aproximadamente quince centímetros de diámetro por veinticinco de alto. En la cara superior, la única que se encuentra desenterrada del suelo, además de la macabra frase figuran también la fecha de nacimiento, la de defunción y, obviamente, el nombre del difunto. Héctor Márquez. Su compañero. Su amigo. Su hermano. Ese imbécil al que le gustaba el humor negro hasta el punto de dejar constancia en su tumba, o más bien en su cilindro.

A pesar de la proximidad de las fechas navideñas, el sol luce como si el cielo hubiera decidido mejorar de alguna manera ese día y hubiera enviado a paseo a todas las nubes. O quizás es porque es domingo, el día del Señor. O tal vez simplemente ese Señor quiere ver la escena con más nitidez y luminosidad, quién sabe. Sea como fuere, él, funcionando prácticamente como un autómata, no repara ni un instante en nada de cuanto acontece por encima de su línea visual.

Hace mucho tiempo que ha dejado de llorar, y ese día en el cementerio de Roques Blanques no va a ser diferente. Es 22 de diciembre de 2018. Se cumple el segundo aniversario de la fatídica fecha de la muerte de su compañero. Una leve y fragante brisa de musgo y pinocha lo acompaña en la procesión por ese peculiar camposanto. No ha sido nunca devoto de las ceremonias y los paripés, y menos aún de los religiosos, pero por alguna extraña circunstancia hay algo que lo empuja a hacer acto de presencia en ese lugar. Quizás arrastra un profundo sentimiento de culpa que intenta paliar en vano. Es posible que sea la manera de canalizar su pena y su ira, la forma que ha encontrado de suplir el llanto.

No ha borrado, setecientos treinta días después, ni un solo detalle de aquella fatídica noche de viernes que le arrebató sin compasión a su amigo. 66513. Ese fue el número premiado del sorteo de la lotería de Navidad que se había celebrado la mañana de ese día. Jesús escuchaba de fondo por la radio la retransmisión de las cantinelas añejas de los niños de San Ildefonso mientras acababa un informe que debía entregar al juez instructor antes de las tres de la tarde, ajeno a que su premio gordo saldría horas más tarde. Tenía claro que no se iba a hacer rico gracias al azar y por eso no compraba jamás ni un décimo, pero en el sorteo de aquella noche llevaba todas las papeletas sin saberlo.

Enfrascado en sus pensamientos, no escucha el sonido de su teléfono móvil hasta el tercer o cuarto tono, a pesar de su estridencia. Aunque se encuentra solo en medio de ese bosque meticulosamente cuidado, le parece una falta de respeto atender en ese instante la llamada y cuelga sin siquiera escrutar quién lo reclama. Es en ese momento cuando verdaderamente se percata de la gran cantidad de personas que, como Héctor, yacen perfecta y escrupulosamente alineadas, respetando la distancia entre ellas como si de un cultivo de tubérculos se tratase. Tras enfundarse nuevamente el teléfono en el bolsillo derecho de su chaqueta, se queda inmóvil mirando fijamente otra vez la moderna urna, ladeando ligeramente la cabeza. Segundos después hace un barrido visual, como esperando encontrar alguna presencia entre los compañeros de reposo de su amigo. Finalmente, abre la boca y emite sin apenas energía un susurro —«Lo siento, tronco»— acompañado de unos ojos tristes e intentando forzar una sonrisa cómplice, aunque sin mucho éxito. Con actitud derrotada y la mirada en el suelo, da media vuelta y desanda la senda que un rato antes había recorrido desde donde estacionó su motocicleta. Al llegar al vehículo, sin mirar atrás y como si el tiempo transcurriera ahora a cámara lenta, Jesús se pone el casco y se calza los guantes con extrema parsimonia, y, tras un suspiro, arranca la moto y emprende el camino de regreso.

2

 

Entra en casa y cierra la puerta, empujándola con el pie derecho y las últimas fuerzas que le quedan. Sin desviarse ni un ápice de su camino hacia el sofá, deja caer al suelo todo lo que lleva en las manos —incluido el casco, que después del estruendo se desplaza rodando hasta que una de las patas de la mesa del comedor interrumpe su avance— y, con la chaqueta aún enfundada, se desploma bocabajo en el tres plazas como si lo hubieran arrojado desde un helicóptero. Fuera, en las calles egarenses, sus habitantes aprovechan el inusitado oasis primaveral en medio de un duro invierno para copar las terrazas de los bares; el murmullo jovial de la muchedumbre llega atenuado al interior de la vivienda. En su interior, él, con la cabeza engullida por el cojín, piensa que si no fuera porque la respiración es un movimiento involuntario ya hace tiempo que habría dejado de hacerlo. No le importa nada en absoluto cuanto le rodea. En un arrebato de genio, se recuerda que él no es de esas personas, de esos cobardes, que tiran la toalla al primer escollo en el camino, que abandonan cuando aún no ha acabado la contienda solo porque el viento no les sopla a favor. Pero, a pesar de ese pensamiento, nota que el cuerpo no le responde. Su mente libra desde hace un par de años una batalla consigo misma de la cual no está saliendo airosa. Y fruto de ella, su cuerpo también se resiente de manera palpable.

Jesús es un hombre atractivo, a punto de cumplir veintiocho, con un cuerpo atlético, consecuencia de la práctica deportiva permanente desde su infancia. Siempre había puesto atención al cuidado de su aspecto personal y le gustaba gustar, cosa que además aprovechaba con habilidad cuando lo necesitaba. Su piel morena, herencia de sus raíces sureñas, y sus facciones angulosas le proporcionan un aspecto racial y serio que solo desmentía —cuando aún la tenía— esa sonrisa de tunante. Pero todo se había desvanecido como una bruma matinal. De eso únicamente queda un muchacho flacucho con ojeras tatuadas bajo esos pequeños ojos afligidos y faltos de vida y una barba descuidada y una cabellera a juego, las cuales son incapaces de reconocer entre ellas si están cada una en su sitio.

Por otro lado, su actitud para con los demás no ha corrido una mejor suerte. Hasta el invierno de 2016, a Jesús Bernal lo conocían en su entorno, y fuera de él, como a un auténtico relaciones públicas. Hacía gala de sus habilidades sociales; era educado, amable, ingenioso y cariñoso con su círculo de amistades. Eso se esfumó también. Ni rastro de ese joven. A raíz de la pérdida de Héctor, la vida se le fue desmoronando como un castillo de naipes expuesto a la intemperie en un día de tramontana. Se había sometido a un juicio sumarísimo por su muerte y se había declarado culpable. Se sentía sin identidad ni rumbo, con el espíritu enmohecido y la sensación de estar siendo devorado por el remordimiento.

Se divorció de su mujer, con la que vivía una relación que se cogía ya con pinzas. Estaba rota de antes, pero, a raíz de los acontecimientos, irremediablemente se constató esa fractura. A partir de ahí, la caída fue en picado. Se quedó solo en casa, sin más compañía que el alcohol. Dormía solamente cuando su cuerpo claudicaba al desgaste neuronal o al alcohol, pero no descansaba ni física ni mentalmente. Sus superiores también decidieron apartarlo del servicio cuando, sin querer hacer nada por evitarlo, se convirtió en un auténtico despojo. Su actitud no ayudó lo más mínimo. Se transformó en un hombre huraño; apenas se relacionaba, y cuando lo hacía era para regalar alguna falta de respeto o cualquier otra perla que dirigía contra algún compañero o superior. Ellos inicialmente toleraban esos desplantes, seguramente siendo conscientes del trágico momento en el que estaba lidiando, pero poco a poco fueron perdiendo la paciencia y la empatía al ver que Jesús se había abandonado a su suerte y el deterioro era cada vez mayor. También la relación con su familia se había resentido sustancialmente. Se había fraguado una distancia que crecía por momentos con sus padres, a quienes cada vez visitaba con menor frecuencia, quizá para protegerlos y no hacerlos partícipes del sufrimiento por el que estaba pasando, pero su familia interpretaba sus ausencias como actos constantes de egoísmo. Era incapaz de acumular más sentimiento de culpa.

No sabría determinar si han pasado unos minutos o varias horas desde que se había abandonado al abrigo del sofá cuando vuelve de su letargo y decide poner todo su empeño en recobrar la verticalidad. Su objetivo no es otro que un vino tinto de Montsant que guarda en el botellero de la cocina, donde tiempo atrás había llegado a albergar una colección de buenos caldos. Coge la botella de Brunus, que, con una destreza inaudita, en cuestión de segundos descorcha, y sirve el vino en un vaso que encuentra en la encimera y que no se molesta en comprobar si está limpio o sucio. Da un trago largo hasta engullir por completo el contenido depositado y, mientras se está volviendo a llenar el vaso, cae en la cuenta de que todavía no se ha quitado la chaqueta. De mala gana y sofocado por el calor añadido del pimple, se quita con cierta torpeza la prenda y se le queda enganchada una de las mangas, de la que se intenta zafar con una sacudida del brazo. Fruto del movimiento acaba deshaciéndose de ella, que a su vez proyecta el teléfono móvil que contenía en su bolsillo derecho; cae acompañado de un estruendo que alerta a Jesús. En ese momento recuerda que había recibido una llamada en el cementerio y, a regañadientes, se levanta del taburete donde se había acomodado para recoger el terminal. Después de escrutarlo y comprobar que sigue funcionando a pesar del percance, observa que en su pantalla aparecen no una, sino cuatro llamadas perdidas de un número que no tiene registrado en su agenda.

Mientras analiza los nueve dígitos que conforman ese número no consignado entre sus contactos, Jesús se debate entre seguir ajeno al mundo exterior o sucumbir a la curiosidad que, como a cualquier investigador, aún le produce el hecho de no saber. Por un momento, piensa en su familia. Hace más de una semana que no tiene contacto alguno con ellos y teme que ese llamante desconocido e insistente pueda ser portador de malas noticias. Mira la hora en la pantalla del móvil mientras lo sujeta con la mano derecha. Son las dos y cuarto de la madrugada. Duda un segundo si es irrespetuoso devolver la llamada a esa hora, pero hace ya meses que ha dejado de tener ese miramiento en el trato con las pocas personas con las que todavía se relaciona puntualmente. Así que desbloquea el terminal con el dedo gordo de la misma mano con la que lo sujeta y con un movimiento adicional pulsa la orden de devolver llamada. Primer tono. Jesús gira sobre el taburete sobre el que permanece sentado. Segundo tono. Se descubre reflejado en una olla que está en el escurridor desde hace varios días y se avergüenza de la imagen deplorable que el cacharro le devuelve. Tercer tono. Nuevo lingotazo de vino. Cuarto tono. A medida que pasan los segundos empieza a frustrarse y decide colgar la llamada. Quinto to…

—¿Sí? ¿Bernal, eres tú? —solicita la voz recién desvelada de una mujer sin excesiva energía.

Por un momento Jesús no articula palabra, mientras su cerebro procesa a toda velocidad la voz e intenta cotejarla con las registradas en su hipocampo. Su sistema límbico, a pesar de la intoxicación etílica, no falla. Se produce un resultado positivo en el análisis en apenas tres segundos.

—Joder, Gisbert, ¿eres tú? ¿Se puede saber qué cojones quieres? —regaña sin consideración a su interlocutora.

La voz al otro lado del teléfono se apaga durante unos instantes, y tras recomponerse mínimamente le responde con evidente ironía y exagerando la entonación:

—¡Usted perdone si lo he perturbado en medio de la noche! ¡Para nada fue mi intención, oh, señor!

Se produce un breve silencio y Jesús recula y, aunque remoloneando un poco, se disculpa. Clara Gisbert es la mejor jefa de unidad que ha tenido, y por encima de todo la considera una buena persona.

—Bueno, si no es tan importante el motivo de tu llamada ya hablamos en otro momento. Te dejo —apostilla él.

—Espera un momento —pide ella apresuradamente, ante la sospecha de que él está a punto de colgar—. Ya que me has tocado las narices a estas horas, vas a tener que compensármelo. Mañana a las ocho de la tarde te espero en el Syrah. Tengo algo que te va a gustar.

Cuando aún el sonido de la última palabra pronunciada iba de camino al oído de Jesús, ella interrumpe de manera brusca la comunicación, a cosa hecha. Hace tiempo que se conocen. Ella sabe perfectamente cómo tratarlo y cómo captar la atención del que había sido su subordinado.

—La madre que la… —Jesús se queda mirando el teléfono con una sonrisa de medio lado y con la sensación de haber sido retado.

La rabia y el interés se mezclan a partes iguales. Deja el teléfono en la encimera, rebaña de un sorbo el vino que queda en el vaso y deja para mañana la decisión de acudir o no a la cita, aunque de antemano sabe que es la primera vez en muchos meses que alguien ha infundido una brizna de motivación a su funesta existencia.

3

 

Seis y cuarto de la tarde. Jesús está acabando de acicalarse. Después de varias semanas sin ver una cuchilla, aseándose lo justo y evitando el peine a toda costa, está a punto de salir de casa hecho un pincel. Aunque está lejos de su mejor versión —esa que murió días después de que dispararan a su compañero—, en una ojeada rápida en el espejo del recibidor antes de salir, Jesús vuelve a reconocerse.

Está claro que Gisbert lo conoce a la perfección. Había conseguido levantarlo del fango como si le hubiera instalado un resorte con tan solo dos frases lanzadas en una noche en duermevela. Con premeditación y alevosía, además, lo había llamado con un número distinto del que él conocía, probablemente para así evitar que la ignorara a conciencia, como tantas veces había hecho en ocasiones anteriores durante los meses siguientes a la muerte de Márquez. Sabía perfectamente que con ese cebo él picaría el anzuelo como el más tonto de los peces. Además, por si todavía así guardara alguna reticencia, de manera muy astuta lo citaba en uno de sus locales favoritos.

El Syrah es un bar de vinos ubicado en una de las calles peatonales del centro histórico de Terrassa. Su decoración pulcra y el equilibrio justo entre sofisticación y desenfado confieren al local un ambiente familiar y acogedor. Todo ello, unido a una buena oferta de vinos y una extensa carta de montaditos y platillos, sirve de reclamo cada tarde a los paladares más sibaritas de la ciudad. No es casual que el establecimiento fuera uno de los puntos de reunión más habituales para Jesús; cuando tenía esas reuniones, claro. Hacía meses que no pisaba el Syrah. De hecho, en muy contadas ocasiones en estos dos últimos años ha frecuentado algún lugar donde se desarrollara actividad social. Sin embargo, son las siete y cuarto de la tarde y ya está sentado en el bar, con una copa de Abadía Retuerta que el camarero le ha llenado con generosidad. Minutos antes, el gerente del local lo ha recibido como si realmente lo hubiera echado de menos durante su prolongada ausencia, con esa actitud del que tiene claro que es fundamental hacer sentir querido al cliente para el buen devenir del negocio. Después de la fiesta de su recepción, Jesús tomó asiento en el taburete de una de las mesas altas y alargadas que se combinan a lo largo de la sala con otras de contornos y alturas más comunes.

Los siguientes cuarenta y cinco minutos se los pasa analizando de manera minuciosa a todas las personas que se hallan en el local, escrutándolas y analizando su disposición en la sala, su atuendo, su lenguaje verbal y también el gestual, incluso prestando atención a detalles tan nimios como qué comen o el tipo de zapatos que calzan. Siempre lo ha hecho, pero su profesión ha provocado inevitablemente que desarrolle esa destreza —o tara— con mayor intensidad.

Faltan dos minutos para las ocho de la tarde cuando Jesús ve aparecer tras la puerta la cabellera cobriza de Clara Gisbert. Al entrar, y aunque el local ya empieza a estar abarrotado, no deja indiferente a los presentes, que en porcentaje elevado orientan su atención hacia la recién llegada. La subinspectora no acostumbra a pasar desapercibida. Es una cincuentona de complexión poco atlética, aunque de aspecto y vestimenta juvenil. El pelo aliñado, trazando rizos y tirabuzones y con un volumen imposible, crea fundadas dudas sobre si aquello es en realidad su cabello natural o algún tipo de mascota peluda que se le haya encaramado. Le gusta vestir con colores vivos, al contrario de lo que marca el manual del investigador, el cual condena su indumentaria estrictamente a colores que pasen desapercibidos, lo que llaman en el gremio «perfil gris». En todo el tiempo que trabajaron juntos, Jesús se percató enseguida de que Gisbert no es lo que se considera una tía operativa. No es de calle. No es astuta y capaz de pensar como un delincuente. Al contrario, es de esas personas que apuestan incondicionalmente por la bondad humana y predican con su propio ejemplo. Pero para lo que Clara Gisbert sí está sin duda tocada por un don natural es la gestión de grupos. De carácter afable y sonrisa que arropa, con habilidades sociales para aburrir y una dialéctica capaz de desarmar al más ducho charlatán, Clara Gisbert es una persona peculiar, con personalidad propia. Le encanta estudiar los aspectos relacionados con lo espiritual de la existencia humana, y planifica como mínimo una vez al año un retiro en soledad para descubrir lugares inhóspitos y meditar.

Jesús no se molesta en hacer gesto alguno para facilitarle su localización a su cita, pero la subinspectora enseguida lo ubica en la sala y enfila hacia la mesa. Durante el breve instante que su compañera tarda en recorrer el trayecto que los separa, Jesús la escanea de arriba abajo con una leve sonrisa pícara. Aunque jamás se lo ha hecho saber de manera explícita, le guarda una profunda estima. Le resulta entrañable y jamás olvidará lo mucho que lo cuidó y protegió cuando él era un novato en el Cuerpo y aterrizó en la Comisaría de Barcelona. Allí, ella, ya como jefa de una Unidad de Investigación de distrito, se encargó de intentar encauzar ese ímpetu con el que Jesús llegó cual pollo sin cabeza. Como apostillaba un antiguo spot publicitario de neumáticos, la potencia sin control no sirve de nada. Y eso es lo que trató con ahínco de hacerle entender. No se sabe exactamente por qué curiosa circunstancia, la extraña pareja fraguó una buena relación que iba más allá de los roles de jefa y subordinado. En realidad, se asemejaba más a una relación maternofilial. Llegaron a tejer un vínculo de confianza tremendamente sólido. Clara Gisbert era consciente que Jesús no siempre llevaba las investigaciones con un estricto cumplimiento de la legalidad y los procedimientos. Ciertamente, Jesús no era el paradigma de la buena praxis, pero conocía perfectamente dónde estaban los límites, y, por otro lado, los resultados que obtenía eran incontestables. Ella siempre sacaba la cara por él si era necesario, y en algunas situaciones le proporcionaba la parte de serenidad que necesitaba. Así que formaban una buena alianza, en la que cada uno aportaba sus fortalezas y talentos al servicio de un bien común y a la vez se respetaban sus discrepancias. Únicamente la muerte de Márquez agrietó esa relación, dejándola como un púgil en medio del cuadrilátero, a punto de besar la lona.

—¡Por fin consigo verte, maldito idiota! —reprocha la mujer a la vez que con una sonrisa sincera y un abrazo se lanza directa a Jesús, convertido momentáneamente en un espantapájaros.

Sus mejillas se rozan y suenan los besos.

—No estamos empezando de la mejor manera, me parece —alega él con una mueca de falsa indignación por el insulto e intentando disimular de manera chapucera que el encuentro le produce cierta emoción—. Qué elegante te has puesto para la cita —bromea con socarronería.

Ella hace oídos sordos a la provocación y toma asiento en el taburete que la aguarda paciente, deja el bolso en un rincón de la mesa y se despoja de un chaquetón de paño de color verde oliva, lo pliega hábilmente por la mitad utilizando su antebrazo izquierdo y lo deposita junto a su Misako. Antes de que acabe de acomodarse, el camarero advierte su presencia y aguarda solícito junto a la mesa la petición de la mujer. Después de encargar una copa de Didó blanco se repantinga en el asiento, suspira y focaliza la mirada en Jesús, que observa entretenido toda la secuencia de movimientos de su acompañante.

—¿Cómo estás? —le demanda aprovechando el rebufo del suspiro.

—Pues bien, voy haciendo —miente él. Va contra su religión mostrar debilidad ante nadie. Tiene auténtica fobia a la sensación de proyectar en los otros el más mínimo atisbo de pena—. Esto de la excedencia es una bicoca. Te dedicas a hacer lo que te place sin tener que dar explicaciones a tu jefe —añade, dedicándole un guiño cómplice que, a juego con su forzada expresión de satisfacción, resulta palpablemente impostado—. Y cuéntame, ¿tú que tal estás? Ya me llegó que te habían mandado a la unidad de investigación de mi pueblo. Me alegro. Hacía falta alguien competente en Terrassa —suelta de carrerilla, con la ambigüedad en la entonación propia del que quiere desconcertar a su interlocutor.

—Mira, Jesús, no me voy a andar con rodeos —espeta ella, haciendo caso omiso al discurso provocador—. Quiero que vuelvas a trabajar conmigo. Y qué mejor sitio que tu ciudad. Si Mahoma no va a la montaña… Mírate, estás que da pena verte. Y entiendo que te importe un carajo, y en realidad a mí también —miente—, pero no creo que sea justo que tires por la borda tu valía como policía. Además, no creo que puedas vivir de renta el resto de tu vida, así que en algún momento vas a tener que volver a trabajar. Y, sinceramente, creo que hemos venido a este mundo a ayudar a los demás en aquello que mejor sabemos hacer, aportando nuestro don, nuestro talento. Así que no solo te estás fallando a ti mismo, sino también a tus familiares, amigos y a todos tus conciudadanos. Creo que no hay mejor momento para sacudirte toda esa mierda que llevas encima y volver a la vida.

—Menos sermoncitos y monsergas, Gisbert, que ya no soy el niño al que acogiste en su día. Sinceramente, me la sudan mis conciudadanos y la madre que parió a mi don. —Ahora miente él—. ¿Sabes dónde estuve ayer? —sin esperar la respuesta, prosigue—. En el puñetero cementerio. ¿Y sabes quién estaba allí? —pregunta airadamente—. Márquez. ¿Lo recuerdas? Ese chaval al que hace dos años un maldito hijo de puta le pegó dos tiros y lo mandó al hoyo. Así que, ¿puedes decirme por qué iba a ser buen momento ahora? ¿A santa Clara le apetece salvar una causa perdida para entretenerse y sentirse mejor?

La subinspectora ha abierto la caja de Pandora, y ahora gran parte del aforo del local mira con más o menos disimulo hacia la mesa de Jesús, quien poco a poco ha ido alzando la voz. Gisbert, con su gestualidad, deja patente que no quiere entrar en ningún enfrentamiento dialéctico, y espera a que Jesús acabe de vomitar su rabia. Deja pasar en silencio unos segundos que, con la tensión del ambiente, se antojan horas. Pasada la pausa, y con una tranquilidad pasmosa, abre la boca tomándose su tiempo para emitir sonido, y tras un leve suspiro clava sus ojos en los de él y se incorpora reclinándose hacia adelante.

—Sé perfectamente qué día fue ayer. Deja de autocompadecerte, que ni eres el centro del universo ni tampoco el único que lo ha pasado mal. ¿Sabes por qué no podría haber un momento mejor? Porque ese hijo de puta del que hablas está aquí, en Terrassa, más cerca de lo que nunca ha estado en estos dos últimos años. ¿Y qué piensas hacer tú? ¿Encerrarte en casa a llorar metido en la ducha en cuclillas y estrujando la esponja mientras Vargas sigue traficando y asesinando gente en tu ciudad?

4

 

No había dado una respuesta. Gisbert lo había dejado con los pantalones hasta los tobillos y caminando como un pingüino sin rumbo. Han pasado tres días desde su encuentro y Jesús sigue con la cabeza embotada y los nervios a flor de piel. Se cuestiona si realmente es cierta la información que le soltó a bocajarro y que lo dejó noqueado. Se resiste a pensar que la que fue su jefa —y llegó a considerar amiga— sea capaz de jugar con eso para engañarlo de manera tan ruin. Le viene de manera recurrente la imagen mental de Gisbert haciendo un ejercicio perfecto de gimnasia rítmica acabado con un salto mortal con doble tirabuzón en el aire, aterrizando magistralmente con pies juntos y paralelos. Ejecución de diez. Y mientras, Jesús, con su expresión facial paralizada, permanece petrificado con la boca abierta y sin pestañear. Aquello, más que una cara, parecía la Bocca della Verità. Quizás incluso, tal y como la propia leyenda de la máscara de mármol romana cuenta, podría haber hecho introducir a Gisbert la mano en su boca para contrastar que no mentía en su afirmación.

Lo cierto es que ni él le pidió más información ni ella le comentó mucho más. Recomponiéndose como pudo, y después de un largo silencio disimulado por el bullicio que ya reinaba en el Syrah, se dedicó a responder seco y escueto a la demanda que le había hecho la subinspectora, alegando que lo pensaría. Se hizo nuevamente el silencio, y con un pacto implícito decidieron cerrar radicalmente el tema y abrieron nuevas vías de diálogo hacia asuntos más banales. Gracias a eso, consiguieron hacer la situación algo más cómoda y acabaron incluso degustando algunos de los montaditos que ofrecía el establecimiento. Pero, aunque en ese momento a Jesús le pareció buena idea adoptar la táctica del avestruz y meter la cabeza bajo tierra para evitar afrontar la situación, no había hecho más que retrasar el momento.

Jesús baraja todos los escenarios posibles. Le revienta pensar en volver a afrontar y revivir todas las miserias, los recuerdos y las situaciones vinculadas ya para siempre a lo que le ocurrió a su amigo. Le da pavor el momento en que tenga que volver a empuñar un arma.

Por otro lado, cree que cabe la posibilidad de que los astros se hubieran alineado de alguna manera en un curioso capricho del destino para regalarle una segunda oportunidad. Se lo debe a su amigo. Se lo debe a él mismo también. Y, a juzgar por la rabia que le recorre el cuerpo cada vez que lo piensa, la decisión, por mucho que se resista a asumirlo, ya está tomada. En realidad, y su subconsciente lo sabía de sobra, la decisión estaba tomada desde el momento en que el nombre de Vargas salió de la boca de Gisbert. Cierra los ojos con fuerza y se los frota enérgicamente con los dedos índice y pulgar.

—¿Cuándo empezamos? —pregunta Jesús nada más percibir que ella descuelga el teléfono.

—Mañana a las ocho de la mañana, en comisaría. Sé puntual, que nos conocemos. Ya tienes todos los trámites hechos para la revocación de tu excedencia —contesta ella, con la sensación de tenerlo todo bajo control y obviando que su interlocutor se ha saltado las normas más elementales de cortesía y educación que rigen los contactos sociales—. Me alegro de tu decisión. Sabía que no fallarías.

Y, sin esperar respuesta, cuelga.

5

 

Más de año y medio sin pisar una comisaría de policía y Jesús se sorprende en el reflejo de la mampara de cristal de la pecera —que es como gran parte de sus compañeros acostumbran a llamar a la recepción— accediendo con sentimientos encontrados. El primer gesto que le sale de manera automática al encontrarse con la mirada del agente que custodia el control de accesos es el de llevarse la mano al bolsillo trasero de su vaquero, buscando una credencial que tuvo que entregar cuando solicitó la excedencia. Al no encontrarla y caer en la cuenta, chasquea la lengua, e intentando disimular continúa caminando hasta llegar al mostrador y saluda cordialmente a su compañero uniformado. Le explica que tiene una reunión con la subinspectora Gisbert, y el agente, tratándolo de usted, le pide amablemente que aguarde un instante y enseguida lo comunica a la jefa de investigación.

ABP. Esas son las siglas de Área Básica Policial. Es la unidad de territorio más elemental que abarca por completo un partido judicial y que dispone de una unidad de investigación con competencia en todo ese ámbito territorial. Esas áreas básicas, en algunos casos en que la dimensión de la zona a cubrir por una única dependencia es excesiva para garantizar un óptimo tiempo de respuesta de las patrullas y de atención al ciudadano, se refuerzan con unas comisarías más pequeñas, a las que se dota de los servicios imprescindibles de seguridad ciudadana. No es el caso del partido judicial de Terrassa, donde, con la única comisaría, situada en la carretera de Matadepera, se da servicio no solamente al municipio egarense, sino a una gran cantidad de poblaciones cercanas del Vallés occidental que comparten sede judicial.

La comisaría es, como prácticamente la totalidad de las dependencias policiales de toda Catalunya, un amasijo de planchas prefabricadas de color blanco, azul y rojo colocadas de manera acelerada y de forma que simula algo parecido a un edificio de dos plantas. Es curioso que una construcción que contiene y refugia a quien debe aportar seguridad a la ciudadanía dé esa sensación de inconsistencia. Su apariencia es más propia de la casa de paja del cuento de los tres cerditos que de un cuartel general de un cuerpo de policía. Su ubicación: en el límite entre los barrios del Pla de Bonaire y Can Tusell, al norte de la población y a escasos metros del término municipal de Matadepera, justo en las faldas del parque natural de Sant Llorenç del Munt i la Serra de l’Obac. La montaña de La Mola observa imperial la comisaría desde sus algo más de mil cien metros de altitud, vigilando a los que vigilan.

Son las ocho y dos minutos de la mañana, y Gisbert, con una sonrisa que hace sentir bien a Jesús, abre la puerta que hace de barrera entre el paso desde la sala de espera de los denunciantes y el interior de la zona de seguridad del recinto, y, con un movimiento de cabeza, le pide que pase con ella y la acompañe. Una vez ya en el interior, ella cierra la puerta, saluda con dos besos a Jesús y le hace un comentario punzante sobre la sorpresa que le ha causado la puntualidad británica —e inaudita— de él. Sonríen, e instado por ella Jesús la acompaña por las escaleras hasta el primer piso, donde se encuentra la sala de reuniones de la Unidad de Investigación. Ella le abre la puerta, lo invita a pasar y una vez dentro cierra nuevamente y saluda a las tres personas que aguardan en el interior de la sala, un recinto de paredes color ceniza, totalmente aséptico y que rezuma un manifiesto olor a falta de ventilación, con la única decoración de un escudo, colgado, del Cuerpo policial, de dimensiones considerables, y una gran mesa ovalada que ocupa la mayor parte del espacio de la estancia.

—Buenos días, señores. Antes que nada, hagamos las presentaciones —se dirige a los tres hombres que momentos antes esperaban sentados y ahora permanecen de pie, escrutando a Jesús—. Este que me acompaña es el sargento Bernal, un excelente profesional con el que trabajé durante algunos años en Barcelona. Posiblemente sea él quien termine dirigiendo este grupo operativo especial que estamos intentando crear y del cual ustedes pueden acabar formando parte. —Ahora se vuelve a Jesús, quien permanece sin apenas mostrar movimiento en la musculatura de su rostro y tieso como una vela. Solo cuando Gisbert empieza a nombrar a los tres agentes que tiene enfrente, el sargento sale de su marasmo y se dirige a estrecharles la mano con corrección—. Estos son los agentes Ríos, Salvadó y Fernández.

Tras los formalismos más elementales, la jefa invita a todos los presentes a tomar asiento y les pide que aguarden un par de minutos a que llegue el sargento Romero. Aclara, con una mueca de desaprobación, que tiene que estar al caer. Unos cinco minutos después, que los reunidos invierten en romper el hielo charlando e intentando encontrar compañeros y otros nexos profesionales en común, cruza la puerta sin previo aviso y agitado un hombre de pelo rubio abundante, bien afeitado, delgado, con aspecto de keniata maratoniano, aunque desgarbado y algo más joven que Gisbert. Se disculpa a la vez que la subinspectora lo espolea con gracia para que no retrase más la reunión. Antes de sentarse a la mesa y mientras intenta protocolizar el saludo a los presentes, al rezagado se le cae al suelo una ristra de folios que llevaba bajo el brazo derecho, el mismo con el que pretendía dar la mano a sus colegas.

La jefa resopla resignada, con los ojos en blanco dirigidos al techo, buscando quizás ayuda divina. Jesús mira divertido la escena. Conoce al papanatas que está dando ese espectáculo cómico que, por otro lado, hace que la situación se torne más distendida. No había caído en la cuenta, cuando la subinspectora había mencionado al sargento Romero, de que se trataba de Antonio Romero, con el que había coincidido en su día en el curso de formación de sargentos. Allí, en el Institut de Seguretat Pública de Catalunya, todos cuantos trataron con él se preguntaban de qué manera lo hizo para superar el proceso de selección y formación con éxito. Pero lo superó. Nadie comprende cómo es capaz de subirse la bragueta del pantalón sin dejar heridos en el camino, pero consiguió que lo nombraran sargento. Jesús no había tenido una mala relación con él durante el tiempo que compartieron aula, pero rápidamente marcó una distancia en la interacción. Le resultaba graciosa la torpeza de Romero, pero a la hora de trabajar no soporta la incompetencia y ya procuró no tener que despachar con él.

Cuando Romero acaba de recoger los papeles esparcidos por la sala, se reincorpora y, tras unos segundos, reconoce a Bernal, al que saluda con una amplia sonrisa de alegría por volver a verlo y un abrazo que Jesús devuelve descolocado y de manera algo torpe.

—¡Vamos! Vayan tomando asiento, señores, que ya hemos perdido suficiente tiempo y tenemos mucho trabajo —insta a los presentes Gisbert con cierta impaciencia.

Se sientan a la mesa ovalada que preside la sala de briefing de la comisaría de Terrassa. La subinspectora pide a Romero que anote por escrito los aspectos más importantes que se traten en la reunión. Agradece la asistencia a todos los que la acompañan y, ahora sí, en medio de un silencio sepulcral y con la evidente atención de los presentes inicia su intervención. Empieza haciendo un breve repaso de quién es cada uno de los presentes. Se ahorra su propia presentación, ya que todos en la mesa la conocen. Explica que Romero es el sargento asignado a la Unidad de Policía Judicial de Terrassa, y es el responsable de dirigir y comandar la totalidad de los grupos operativos en el día a día, distribuidos por temáticas delictivas. Jesús en ese momento piensa, aunque no lo dice, que Romero y responsable en una misma frase es un oxímoron. Combinan peor que el agua y el aceite, aunque intuye que eso la subinspectora ya lo sabe. De Bernal narra brevemente que es un sargento especialista en delitos de narcotráfico, que lleva una temporada en periodo de excedencia para resolver algunos asuntos personales y que esperan contar con él para comandar la investigación de los delitos contra la salud pública de esta comisaría, y principalmente de un grupo delictivo que se ha instalado recientemente en la ciudad. Gisbert no detalla mucho más ni de la figura de Bernal —cosa que él le agradece en silencio— ni del grupo delictivo que acaba de señalar. A continuación, la jefa se dirige a los tres agentes convocados. Les explica que ellos son algunos de los elegidos de entre todos los efectivos disponibles para formar parte de este equipo encargado de poner entre rejas a ese grupo de delincuentes al que hacía referencia hace unos segundos. Habla de Javier Ríos, un veterano policía que ha prestado servicio en gran cantidad de comisarías del territorio catalán y, aunque siempre ha estado destinado en la Unidad de Seguridad Ciudadana y tiene poca o nula experiencia en unidades de investigación, es un hombre con mucho bagaje en la labor policial, conoce perfectamente la ciudad e incluso cuenta con confidentes que le aportan valiosa información que en ocasiones ha facilitado a la Unidad de Investigación de la comisaría. Llama la atención de su aspecto un frondoso y recio pelo negro que campa a sus anchas sin orden alguno en ese cuero cabelludo. Y bajo ese agreste pelaje, una tez seca y castigada, plagada de marcadas arrugas por una vida intensa y de excesos. El agente desprende una sensación de despreocupación absoluta.

Ales Salvadó es el segundo de los agentes sentados a la mesa. Es un joven alto y espigado, con extremidades infinitas y andares bailongos que le confieren una sensación de hipotonía muscular que recuerda a algún personaje de dibujos animados. Con toda probabilidad ese sea el motivo del apodo con el que lo conocen en comisaría: Goofy. Lleva el pelo corto y perfectamente arreglado previo paso rutinario por su barbero de cabecera cada semana y media exactamente. Dos ojos claros focalizan la atención en su rostro, adornados con unas largas pestañas. Su piel fina e imberbe, y aun así siempre perfectamente rasurada, le confiere una cara de adolescente a pesar de sus treinta. Gisbert comenta de él que lleva poco más de un año en la Unidad, siempre investigando delitos contra el patrimonio. Es extremadamente metódico, competente, comprometido con el trabajo, ordenado y con buena capacidad de combinar y analizar datos.

La subinspectora centra la atención ahora en el último de los hombres, que está apoltronado en la silla, mostrando una relajación inusitada. Lejos de interpretarlo como una desconsideración, Gisbert continúa como si nada hablando de Miguel Fernández, y al caer este en la cuenta, por iniciativa propia da un respingo y se recoloca con ímpetu en su asiento. Castaño claro de pelo fino peinado al estilo de los antiguos monjes franciscanos, veintiocho años y barriguita incipiente. A juzgar por su aspecto y su cara de buena persona, alguien podría pensar que resultaría fácil tomarle el pelo. Nada más alejado de la realidad. Esa cara afable esconde una viveza y una picardía fraguadas en las calles desde su infancia. Una poblada barba también oculta, en parte, pequeñas marcas de viruela que el paso de los años ha ido erosionando. Su apariencia y su porte pachorra no hacen más que exteriorizar la tranquilidad con la que opera en todo lo que hace. En el vestir tiene un sello propio, mezclando pinceladas de estilo hippie y surfista con pequeñas reminiscencias casi imperceptibles de su origen arrabalero.

Después de repasar la alineación del equipo, sobre todo para poner en situación a Jesús, la subinspectora entra propiamente en materia y empieza a abrir el melón objeto de la convocatoria de esa mañana de finales de diciembre.

—Bien, ahora que ya nos conocemos todos, vamos al turrón. El motivo de esta reunión, como ustedes saben, es la creación de un grupo operativo para la investigación de los delitos contra la salud pública que se perpetren en nuestro partido judicial. Tras arduas e intensas negociaciones con el jefe de la comisaría y, a pesar de lo escasos de plantilla que andamos, finalmente ha aceptado, con ciertos preceptos y limitaciones, que podamos destinar efectivos y recursos a la investigación del tráfico de drogas. Le hemos hecho evidente con estadísticas que tenemos en la ciudad un aumento significativo en los últimos meses de delitos relacionados directa o indirectamente con los estupefacientes. Para combatir esa problemática con la que nos encontramos, el intendente ha autorizado que destinemos tres agentes, de cualquiera de los servicios y unidades de esta comisaría, a ese grupo. Además, he solicitado a la Comisaría General que nos autorice a tramitar una comisión de servicios de un mando encargado de capitanear el proyecto. Como ustedes habrán podido deducir con facilidad, están entre los seleccionados para formar parte del grupo. Únicamente hay un par de premisas que son innegociables: compromiso y disponibilidad total. Si alguno de los presentes tiene alguna objeción, cree que no puede hacerlo o simplemente no le apetece, ahora es el momento de que sea honesto y abandone la sala para que los profesionales sigan trabajando. Respetaremos su decisión y tan amigos.

Gisbert recorre con la mirada en modo aspersor el espacio que Bernal y los tres agentes ocupan en la mesa, ignorando por completo la figura de Romero, que permanece a su izquierda haciendo anotaciones en un folio de papel reciclado. Deja un breve espacio de tiempo prudencial, a la espera de que alguno de los hombres decida intervenir con respecto a su aportación hasta el momento. Ninguno lo hace. Permanecen expectantes y, a excepción de Ríos, que apenas muta su cara impasible, piden con la mirada que continúe nutriéndolos de datos. La subinspectora, solícita, prosigue.

—Bien. Pues entonces, caballeros, les daré algunas pinceladas para que tengan idea de a qué nos enfrentamos. —Su rostro toma ahora un rictus de seriedad.

La superior detalla a grandes trazos la información previa de la que disponen relativa al clan colombiano de los Vargas, que Jesús conoce bien. Explica someramente que, a raíz de los mecanismos de información y de algunas identificaciones de los patrulleros, se han obtenido fundadas sospechas que apuntan a la instalación de Fabio Vargas y su organización en territorio vallesano desde hace unos meses, coincidiendo con el incremento sustancial de los delitos y requerimientos policiales vinculados al narcotráfico que les había mencionado anteriormente. Se ahorra comentar el contacto que ella y Bernal tuvieron ya con Vargas en la investigación que acabó en tragedia. No quiere remover la mierda, al menos todavía. No es momento. Ni tampoco quiere correr el riesgo de que el resto de los presentes puedan plantearse su renuncia si desvela más datos de la cuenta.

—… y de momento eso es todo, señores. No los vamos a entretener más. Para hacerse una idea ya tienen información suficiente. En caso de que sean ustedes finalmente asignados al grupo, nos veremos el día 2 de enero, les facilitaremos toda la información que deben conocer y empezaremos a trabajar. Por mi parte, nada más que darles a todos las gracias por su predisposición. Sargento —se gira hacia Romero con gesto ladino y le da paso—, ¿quiere añadir usted alguna cosa?

Romero, que estaba ensimismado en sus cosas, se queda descolocado y balbucea como puede para exteriorizar lo que finalmente interpretan los demás como una negativa. Gisbert despide a los convocados y, mientras se dirigen a la salida, pide a Jesús que se quede un minuto. Una vez la puerta vuelve a cerrarse, con el resto de los hombres ya fuera de la sala, la subinspectora, con un gesto cómplice, cabeceando de manera enérgica de abajo arriba, parece demandar la opinión de él.

—¿Se puede saber de dónde has sacado a estos tres tíos? —le lanza a bocajarro y tapándose la cara con la mano abierta en gesto de desesperación—. ¿De verdad no has encontrado nada mejor o lo has hecho adrede para joderme? Y no te digo nada de tu sargento, porque ya lo conocía y sé que todavía puede dar más momentos gloriosos. Vaya equipazo te has agenciado, Clara —añade con una expresión mezcla de mofa y desamparo.

—No hay gente, Jesús. Bastante me ha costado conseguir lo que ves. Vamos muy cortos de personal en todo el Cuerpo. Te recuerdo que mientras tú estabas llorando en tu casa, aquí estábamos ocupados haciendo frente a un atentado en la Rambla de Barcelona, desmontando un grupo terrorista y, por si fuera poco, intentando navegar en un proceso independentista con referéndum incluido. Todo eso ha provocado un desgaste físico y anímico del que costará reponerse.

A Bernal, el comentario, en lo que se refiere a él, le produce una punzada en su orgullo, pero admite que está en lo cierto y no tiene margen para debatir esa verdad mayúscula. No estuvo en todo ese año. Ni para la Policía ni para nadie. Se dedicó simplemente a languidecer. Y por mucha rabia que le dé, Gisbert tiene razón. Se muerde el interior de los carrillos antes de responder:

—¿Pero no hay posibilidad de hacer una selección un poco más minuciosa? No te digo que tengan que ser la élite de la comisaría, pero ¿de verdad tenemos que trabajar con estos tres? —implora incrédulo.

—No hay nadie más, Jesús. Hasta ahora yo les he hecho creer a ellos que son parte de los seleccionados, pero es que no hay otros. El intendente no acepta de ningún modo remover piezas clave en según qué servicios de la comisaría, y del resto de la plantilla no hay voluntarios. Esto ya no funciona como antaño, cuando la gente se daba de puñetazos por entrar en una unidad de investigación. El que puede no quiere, y el que quiere tiene familia y obligaciones que no se lo permiten. Así que Ríos, Fernández y Salvadó son los únicos con los que contamos. Vas a tener que conformarte con ellos y te va a tocar a ti convertirlos en unos buenos investigadores. De ello va a depender el éxito.

Jesús suspira resignado y afronta el siguiente escollo.

—¿Y qué se supone que pinta el mendrugo de Romero en esto? Ya te avanzo que como en algún momento se le ocurra meter el morro en el caso, yo me voy a casa. Y eso sí que no es negociable.

—No te preocupes por eso. Su función es meramente testimonial. No me queda otra que incluirlo en cuantas reuniones y temas laborales se traten. Pero no creo que tengas problema con eso. Él ya tiene trabajo de sobra con el día a día del resto de grupos de la Unidad, y huye de las responsabilidades como un gato escaldado del agua fría.

Bernal, que lleva un rato con el entrecejo arrugado escuchando las explicaciones de Gisbert, relaja la expresión tras unos segundos. Se acerca a ella, acaricia su hombro sin pararse al pasar por su lado y al llegar a la puerta gira el pomo.

—Nos vemos el miércoles, jefa. —Se despide sin mirar atrás y mientras cruza la puerta.

6

 

Primer día de 2019. Jesús, a regañadientes, ha ido a la comida que cada día 1 de enero, con escrupulosa rigurosidad, sus padres celebran en casa para reunir a la familia. Aperitivo, primer plato, segundo plato, tercer plato para los más descerebrados, postre, café, copa, turrones, bombones, mantecados, alfajores, frutos secos, vino y cava hasta reventar, como si fuera la última oportunidad de probar bocado. Todo es parte de un ritual satánico para empezar el año nuevo poniendo a prueba la resistencia del organismo. Tras el tradicional brindis posterior a los cafés, con los turrones recién puestos en la mesa, él se excusa alegando un compromiso y, después de despedirse de sus padres, hermanos y sobrinos, sube a su motocicleta y emprende el retorno a la calma de su hogar. Está deseoso de que llegue el día de mañana y ponerse a trabajar de nuevo. Tiene más presente que nunca a Héctor Márquez, pero el sentimiento que recorre ahora su cuerpo es diferente al que había experimentado los meses anteriores. Ha decidido apartar esos sentimientos que lo habían lastrado durante los últimos meses y dejar el rencor y el remordimiento durmiendo en el desván. Se siente vigoroso y está ansioso por dar caza a Vargas. Sabe que nadie conoce y ha investigado tanto esa organización como él. Incluso después del juicio por el caso del Port Olímpic,Bernal viajó a Colombia. La Audiencia Provincial de Barcelona condenó a parte del clan, pero los pocos indicios que la investigación consiguió reunir contra el capo no sirvieron para sentarlo a él en el banquillo. Por otra parte, y a pesar de que removió cielo y tierra después de la noche en que se produjo la muerte de su compañero, Bernal no consiguió obtener dato alguno sobre el paradero del narco. Así que, ya formalizada su excedencia y con el juicio visto para sentencia, decidió viajar a la zona del eje cafetero colombiano en busca de Vargas y, sobre todo, de respuestas. Estuvo algo más de seis semanas alojado en una pequeña hacienda llamada El Llanerito de Irra, en la capital del departamento de Amazonas. A pesar de la energía, paz y tranquilidad que desprendía el territorio, Jesús no consiguió encontrar su descanso y volvió de allí con las manos vacías y una decepción mayor que con la que se fue.

Estaciona su motocicleta, se quita los guantes, coloca la pinza antirrobo en el disco de freno delantero y, sin detenerse a quitarse el casco, entra en el portal de casa. Sube los escalones de dos en dos como si lo persiguieran, mientras busca las llaves en los bolsillos de su chaqueta. Jesús está impaciente por llegar y ponerse a repasar una vez más todos los documentos de la investigación de los colombianos. Entra en casa, y todavía con el casco puesto, coge el ordenador portátil del segundo cajón del mueble del comedor y pulsa el botón de encendido, para que el aparato vaya haciendo el proceso de puesta a punto mientras él acaba de acomodarse. En apenas minuto y medio ya está listo (él, porque el viejo ordenador tarda un poco más); se sirve una copa de vino en la cocina y se acomoda en el sofá, dispuesto a repasar todos los pormenores y datos que se recogieron en el año y medio que dedicaron a la investigación del clan en Barcelona. Y eso es lo que hace durante toda la tarde, con el foco puesto en intentar analizar cada detalle. Cuando se da cuenta, son pasadas las once de la noche. Tiene un ligero mareo, quizá mezcla de toda esa información analizada y de las tres copas de vino que lleva ingeridas. En un arrebato de cordura sin precedentes temporales cercanos, Jesús apaga la computadora, recoge la copa de vino —que deposita en la fregadera de la cocina— y, previo paso por el lavabo, se mete en la cama.

A las siete y media de la mañana, a pesar de haber dormido poco y mal, Jesús ya aguarda impaciente la llegada del jefe de la oficina de Administración de la comisaría. Gisbert le dijo, cuando hablaron por teléfono hace un par de días, que era este quien debía devolverle su arma reglamentaria, su credencial de policía y su tarjeta de identificación profesional. También le avisó de que no acostumbraba a llegar antes de las ocho de la mañana, pero, aun así, y ya que la adrenalina con la que convive desde hace unos días no le deja pegar ojo, Jesús ha llegado con antelación. A las ocho y diez aparece, aún desperezándose, un hombre canoso, de alrededor de cincuenta y cinco años, con una prominente barriga y caminando con un movimiento pendular característico. Al verlo llegar por el pasillo que conduce al despacho de Administración, Jesús lo observa con curiosidad. De lejos, la figura de ese hombre le recuerda a la de un tamborilero en una procesión de Semana Santa. La ternura que le produce ese señor, junto con la cordialidad con la que este lo saluda, hace que se le olvide el enojo por su demora.

En diez minutos de reloj, el sargento ya ha recuperado sus efectos de dotación y oficialmente está y se siente de nuevo en activo. Se toma lo que se supone que es un café de la máquina del comedor (aunque un análisis en un laboratorio desmentiría radicalmente esa publicidad engañosa), y veinte minutos antes de la hora acordada ya está en la sala de reuniones repasando algunas notas. Cinco minutos antes de las nueve de la mañana llega Gisbert, con su sonrisa perenne, acompañada de Salvadó. Dos minutos después aparece Miguel Fernández, que entra en la sala mientras se está acabando de colocar el material policial en el cinturón que, acto seguido, oculta bajo la ropa.

Más de diez minutos pasan de la hora de la convocatoria cuando irrumpe en el despacho Javier Ríos, que llega atándose los botones de la camisa del uniforme y con los cordones de los zapatos sin atar. El resto de los policías se lo quedan mirando perplejos, mientras él, ajeno a las miradas de sorpresa y pidiendo disculpas por el retraso sin apenas vocalizar, se sienta junto a Fernández. Gisbert se sujeta la cabeza con la mano por la frente, con el brazo apoyado en la mesa, sin dar crédito a lo que está viendo, mientras Ríos sigue a lo suyo, acabándose de vestir. La subinspectora, para no retrasar más la reunión, decide obviar tanto el retraso como la indumentaria del agente e inicia el parlamento. Hace una breve introducción formal, agradeciendo la implicación a los presentes y dándoles la enhorabuena por formar parte del grupo que inicia hoy su andadura. Enseguida le cede el turno de palabra a Bernal, que es quien debe aportar la información más técnica de los aspectos relacionados con la investigación encomendada. El sargento, después de un silencio de dos segundos, inicia su intervención sin ambages. De entre los papeles e informes de los que dispone, saca una ficha policial que contiene una fotografía y una serie de datos de filiación y de la cual reparte, a cada uno de los asistentes, una copia a color.