Narración de la vida de Frederick Douglass, un esclavo americano (Escrita por él mismo) - Frederick Douglass - E-Book

Narración de la vida de Frederick Douglass, un esclavo americano (Escrita por él mismo) E-Book

Frederick Douglass

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Beschreibung

Esta es la historia de una liberación. Frederick Douglass nació aproximadamente en 1818. Nunca supo su edad porque el primer paso para quebrar a un ser humano era romper sus vínculos afectivos. Como tantos otros, fue arrancado de los brazos de su madre y destinado a trabajar en condiciones miserables en una hacienda al sur de Estados Unidos.

Su relato, además de la violencia del hombre blanco, expone la cárcel moral construida para enceguecer a los esclavos: férreos dogmas religiosos justificaban una forma de vida impuesta a latigazos. Pero esta es la historia de una liberación. Si sabemos de ella es porque Douglass escapó. Si sabemos de ella es porque aprendió a leer y su conciencia se expandió a través de la literatura. Para liberar su cuerpo antes tuvo que liberar su mente. La narración de su vida es testimonio de esa progresión.

“El círculo vicioso sigue girando, pero para el esclavo hay una salida: la resistencia. Frederick Douglass parece haber experimentado por primera vez la posibilidad de que un esclavo se vuelva libre, observando a un esclavo resistirse a una flagelación”. Angela Davis.

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Esta es la historia de una liberación. Frederick Douglass nació aproximadamente en 1818. Nunca supo su edad porque el primer paso para quebrar a un ser humano era romper sus vínculos afectivos. Como tantos otros, fue arrancado de los brazos de su madre y destinado a trabajar en condiciones miserables en una hacienda al sur de Estados Unidos.

Su relato, además de la violencia del hombre blanco, expone la cárcel moral construida para enceguecer a los esclavos: férreos dogmas religiosos justificaban una forma de vida impuesta a latigazos. Pero esta es la historia de una liberación. Si sabemos de ella es porque Douglass escapó. Si sabemos de ella es porque aprendió a leer y su conciencia se expandió a través de la literatura. Para liberar su cuerpo antes tuvo que liberar su mente. La narración de su vida es testimonio de esa progresión.

Narración de la vida de Frederick Douglass, un esclavo americano

(Escrita por él mismo)

La Pollera Ediciones

www.lapollera.cl

Table of Contents
Una vileza vigente
Prefacio
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Apéndice

Una vileza vigente

Por Nicolás Medina Cabrera

La esclavitud es una institución execrable que ha existido, tal vez, desde los albores de la humanidad. Alguien podría rebatir esta afirmación, teorizando un edén prehistórico, una época sin propiedad privada o estatal sobre objetos y/o seres vivos. Pero la esclavitud ya aparece en la primeras páginas de la historia. Impuesta a fuerza de temor y hierro, justificada, vestida con diversos atavíos, ha sido ejercida de diversas formas y en casi todos los rincones del planeta. Figura en las mesetas y montes del Antiguo Testamento. Hay constancia de ella en la democracia de Atenas, en los varios siglos de Imperio Romano, en los vastos milenios de China o la India y también, hay que decirlo, en nuestra América, antes y después de las naves de Colón.

En Chile, creo, tendemos a pensar en la esclavitud como un fenómeno lejano, remoto en el tiempo y en el mapa. La Ley de Libertad de Vientres de 1811 y la práctica ausencia de esclavos africanos, patentaron en Chile la existencia de una sociedad ajena a «la institución doméstica», aunque fundada, eso sí, en otras formas basales de sumisión, tales como el inquilinato latifundista, las herencias de las encomiendas coloniales, el genocidio de la «Pacificación de la Araucanía» o el sistema de pulperías salitreras. Porque al decir «esclavitud» no me refiero a esas violencias tan chilenas, que, matices más, matices menos, son también peruanas, argentinas o uruguayas. No me refiero tampoco a la explotación económica del hombre por el hombre o al grosero desequilibrio contractual que se da entre el dueño del capital y el trabajador; una asimetría que coarta, de modo harto evidente, espacios de libertad del obrero. Cuando digo esclavitud me refiero a lo que Frederick Douglass padeció: violencia física y moral; una ausencia de libertad absoluta; una amenaza incesante de tortura o muerte ante cualquier intento de romper sus cadenas; una mutilación intelectual a sus capacidades. La anulación total, en síntesis, de una persona.

El nombre de Frederick Douglass es reconocido ampliamente en Estados Unidos y este libro es material de lectura escolar (en colegios con directores sensatos y ajenos a la idiotez del supremacismo blanco). Esperamos que esta traducción contribuya a difundir su figura en el ámbito chileno y sudamericano. Deseamos que este recuento vital llegue a la mayor cantidad de lectores posibles. Y no actuamos con el propósito militante de erigir un héroe, sino con la certeza de que Douglass describe su arduo camino a la libertad como una verdadera metamorfosis que sondea, a fondo, tanto de aquello que nos hace humanos. Su recuento, asimismo, sirve para comprender la historia norteamericana y sus heridas fundacionales. Heridas que, por cierto, no han cicatrizado del todo en un país donde la segregación entre negros y blancos rigió, en diversos estados y ámbitos, hasta los años sesenta del siglo pasado.

Se debe recordar que la esclavitud persiste. De modo clandestino, sombrío, vinculado principalmente a la trata de personas, la explotación sexual y el trabajo forzado. La OIT, en 2017, informó que existen 40 millones de «esclavos modernos». La denuncia de Douglass no es agua pasada. Sigue vigente ante una vileza que persiste enquistada en el mundo.

Prefacio

En agosto de 1841 asistí a una convención antiesclavista celebrada en Nantucket, donde tuve el agrado de conocer a Frederick Douglass, el escritor de la narración que a continuación se presenta. Era un desconocido para casi todos los asistentes de la convención. Sin embargo, recién fugado de la prisión esclavista del sur y curioso de comprobar los principios y medidas de los abolicionistas (de quienes había escuchado una vaga descripción cuando todavía era un esclavo), Douglass fue inducido a presentarse en la ocasión aludida, aunque en ese momento fuera residente de New Bedford.

¡Afortunada, la más afortunada ocurrencia! ¡Afortunada para sus millones de hermanos engrillados, aún deseando un rescate de su espantosa servidumbre! ¡Afortunada para la causa de la emancipación negra y la libertad universal! ¡Afortunada para la tierra donde nació, por la cual ya había obrado en demasía, en pos de su salvación y bendición! ¡Afortunada para un amplio círculo de amigos y conocidos, cuya simpatía y afecto ya se había granjeado Douglass a través de los padecimientos soportados, a través de los rasgos virtuosos de su personalidad y a través de su sempiterna evocación de los que todavía yacen encadenados, tal como si él mismo estuviese atado a ellos! ¡Venturosa para los ciudadanos de varios puntos de nuestra república, cuyas mentes han sido ilustradas por él sobre el tema de la esclavitud, y cuyos ojos se han aguado en lágrimas ante su sufrimiento! ¡Dichosa para quienes se han emocionado, justamente indignados por su elocuencia, por su estremecedora oratoria dirigida en contra de los esclavizadores de la humanidad! ¡Bienaventurada ocasión también para él, porque una vez posicionado en el campo de la utilidad pública, Douglass «dio al mundo la seguridad de un hombre», agitó las energías dormidas de su alma y se consagró a la gran misión de quebrar la vara del opresor y liberar al oprimido!

Jamás olvidaré su primer discurso en la convención. La conmoción extraordinaria que encendió en mi mente; la impresión poderosa que creó en un auditorio abarrotado y completamente tomado por sorpresa; los aplausos que fueron siguiendo a sus comentarios asertivos, desde el comienzo hasta el final. Creo que nunca odié tan intensamente la esclavitud como en ese momento. Mi entendimiento dimensionó con certeza, como nunca antes, la enorme atrocidad infligida por ella a la naturaleza divina de sus víctimas. Allí estaba uno de ellos: imponente y exacto en estatura y proporciones anatómicas, ricamente dotado en intelecto, prodigio innato de elocuencia, su alma manifiestamente «creada apenas inferior que la de los ángeles»… y sin embargo era un esclavo. ¡Ay, un esclavo fugitivo! ¡Temblando por su seguridad! ¡Creyendo a duras penas que en tierra americana hubiera una sola persona blanca capaz de darle amistad frente a cualquier peligro, motivada tan solo por el amor a Dios y la humanidad! Apto de grandes logros como ser moral e intelectual, sin ninguna otra necesidad que una porción relativamente pequeña de educación para convertirlo en un valioso elemento de la sociedad y en una bendición para su raza. ¡No obstante, en virtud de la ley, la voz del pueblo y el código de esclavitud, él era solo un pedazo de propiedad, una bestia de carga, un servidor doméstico!

Un amigo querido de New Bedford persuadió al señor Douglass para que se dirigiera a la concurrencia. Subió a la palestra vacilante y avergonzado; los espectadores estaban frente a una mente sensible puesta en una posición nueva, en el desconocido trance de hablar al público. Después de disculparse por su ignorancia y de recordar a la audiencia que la esclavitud era una mala escuela para el corazón y el intelecto humano, procedió a relatar algunos de los hechos de su propia historia como esclavo; y en el transcurso de su alocución dio realce a muchos pensamientos nobles y emocionantes reflexiones. Apenas volvió a tomar asiento, me puse de pie, y declaré que Patrick Henry (un revolucionario de fama) nunca pronunció un discurso más elocuente para la causa de la libertad que el mensaje que acabábamos de oír de los labios de aquel fugitivo. Eso creí en aquel instante y eso creo todavía. Le recordé a la audiencia los peligros que rodeaban a este joven hombre autoemancipado en el Norte, aun en Massachusetts, la tierra de los Padres Peregrinos, entre la progenie de los padres de la revolución. Y le pregunté a los oyentes si permitirían que fuese acarreado de regreso a la esclavitud, con o sin ley, con o sin constitución. «¡No!», fue la respuesta. «¿Lo socorrerán y protegerán como un hombre hermano, como a un residente del viejo Bay State?». «¡Sí! », exclamó la masa congregada, con una energía tan deslumbrante, que acaso hasta los tiranos despiadados al sur de la línea de Mason y Dixon pudieron oír aquel estallido de sentimiento, y reconocerlo como el juramento de una determinación invencible, un compromiso de los asistentes; la promesa de nunca traicionar a quien erraba por los caminos, ocultar al paria y enfrentar estoicamente las consecuencias del acto.

Repentinamente se asentó en mi mente la idea de que si el señor Douglass fuera persuadido de consagrar su tiempo y talento a la promoción de la cruzada antiesclavista, esta tomaría un ímpetu poderoso, y al mismo tiempo infligiría un asombroso golpe a los prejuicios norteños respecto a los individuos de color. Por ello me dediqué a infundir esperanza y coraje en su cabeza, con el afán de que se atreviera a desempeñar una vocación tan anómala y responsable para una persona en su situación; y fui secundado en este esfuerzo por amigos de buen corazón, especialmente por el difunto Agente General de la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts, el señor John A. Collins, cuya apreciación a este respecto coincidía enteramente con la mía. Al principio, el señor Douglass no consiguió animarse; con genuina desconfianza, expresó su convicción de que él no era el indicado para cumplir con una tarea de tanta relevancia. No existía un camino señalado y temía, de forma sincera, hacer más daño que bien. Aun así, después de mucha deliberación, consintió hacer una prueba. Y desde aquel entonces ha ejercido como orador itinerante bajo los auspicios de la Sociedad Antiesclavista Americana o bien al alero de la Sociedad Antiesclavista de Massachusetts. Su faena ha sido enorme y su éxito en combatir prejuicios, en ganar prosélitos y en agitar las mentes del público ha sobrepasado por lejos las expectativas más optimistas depositadas en él durante el comienzo de su brillante carrera. Se ha comportado con gentileza y mansedumbre, pero también con verdadera hombría en su carácter. Como orador público sobresale en pathos, agudeza, comparación, imitación, fuerza de razonamiento y fluidez de lenguaje. Existe en él aquella unión de seso y corazón indispensable para la iluminación de las mentalidades y para ganarse el corazón de otros. ¡Que su fortaleza persevere hasta su día postrero! ¡Que continúe creciendo en gracia y en el conocimiento de Dios, con tal de incrementar su utilidad para la causa de la humanidad sangrante, tanto en casa como en el extranjero!

Es un hecho muy notable que uno de los mejores abogados de la población esclava sea, hoy ante el público, un esclavo fugitivo, encarnado en la persona de Frederick Douglass; también que la población negra libre de los Estados Unidos sea igualmente bien representada por uno de los suyos, Charles Lenox Remond, cuyos elocuentes llamados han obtenido el aplauso más sonoro en multitudes de ambos costados del Atlántico. Permitamos que los calumniadores de la raza negra se menosprecien a sí mismos por su carencia de fundamentos y su estrechez espiritual, y que de aquí en lo sucesivo dejen de hablar acerca de la inferioridad natural de aquellos que no requieren nada más que tiempo y oportunidades para alcanzar la cima de la excelencia humana.

Tal vez sea justo preguntarse si otra fracción de la población terrestre (distinta de los afrodescendientes) hubiera podido soportar las privaciones, sufrimientos y horrores de la esclavitud, evitando una degradación mayor que la efectivamente sufrida, un descenso mayor en escala de la humanidad. Ninguna cosa ha dejado de hacerse con tal de lisiar sus intelectos, oscurecer sus mentes, viciar su naturaleza moral, obliterar todas las trazas de su relación con la especie humana. No obstante, ¡cuán asombrosamente han aguantado la carga de la servidumbre más atroz, gimiendo por siglos bajo ese peso enorme! En aras de ilustrar los efectos de la esclavitud en el hombre blanco (con el fin de demostrar que no posee un poder de resistencia, en esas condiciones, superior al de su hermano negro), Daniel O’Connell, el distinguido vocero de la emancipación universal y el campeón más fuerte de la prosternada pero no conquistada Irlanda, relató la siguiente anécdota, en el discurso que pronunció en el Conciliation Hall de Dublín, ante la Loyal National Repeal Association, el 31 de marzo de 1845: «No importa bajo qué términos engañosos se disfrace», pronunció el Sr. O’Connell, «la esclavitud persiste siendo horrorosa. Tiene una tendencia natural e inevitable a embrutecer cada facultad noble del hombre. Un marino americano, naufragado en la costa de África y sometido como esclavo por tres años, fue hallado, tras ese periodo, en un estado de estupidez y brutalidad tal que había perdido toda facultad de razonamiento; desmemoriado de su lengua nativa, solo murmuraba una jerigonza salvaje que alternaba el inglés y el árabe, que nadie podía comprender, y que incluso al náufrago le costaba pronunciar. ¡Esa es la influencia humanizadora de La Institución Doméstica!». Aun admitiendo que el ejemplo referido es un caso de deterioro mental extraordinario, este sirve para probar, al menos, que el esclavo blanco puede hundirse, puede rebajarse tanto como el cautivo negro en la escala de la humanidad.

El Sr. Douglass, muy acertadamente, ha decidido escribir su propia narrativa, con su propio estilo y en conformidad a sus mejores destrezas, en vez de emplear a otro escritor. Se trata de una producción íntegramente suya. Si se considera cuán larga y sombría fue la carrera que afrontó como esclavo (y cuán escasas oportunidades tuvo para cultivar su mente desde que rompió sus grilletes de hierro), la obra resulta, según mi criterio, altamente elogiable en cuanto a emoción e inteligencia. Quien pueda leerla detenidamente sin un ojo lloroso, una carga en el pecho o una aflicción de espíritu (sin sentir un aborrecimiento indecible a la esclavitud y a sus cómplices, animándose con determinación a conseguir la abolición inmediata de ese sistema execrable); quien pueda leer este testimonio sin temblar por el destino de este país en las manos de un Dios virtuoso (que siempre está del lado de los oprimidos y cuyo brazo no se acorte para salvar) debe de tener un corazón de piedra y está calificado para desempeñar el rol de un traficante de esclavos y almas humanas. Confío en la veracidad esencial de todos los hechos relatados y en que nada ha sido descrito con malicia; que nada ha sido exagerado ni obtenido de la imaginación; que el texto se queda corto en la descripción de la realidad y que no magnifica un solo hecho respecto a la esclavitud tal como es. La experiencia de Frederick Douglass como esclavo no fue peculiar; su situación distó de ser especialmente dura y su caso puede ser considerado como un muy buen ejemplo del tratamiento que reciben los esclavos en Maryland, un estado donde son mejor alimentados y tratados con menor crueldad que en Georgia, Alabama o Luisiana. Numerosos esclavos han padecido de modo incomparablemente superior, y muy pocos en las plantaciones han sufrido menos que él. Sin embargo, ¡cuán deplorable era su condición! ¡Qué terribles escarmientos infligían a su persona! ¡Qué atrocidades todavía más traumáticas fueron perpetradas contra su mente! Con todas sus nobles facultades y aspiraciones sublimes, recibió el trato que se les da a los animales, ¡incluso de parte de aquellas personas que profesaban poseer, dentro de sus cráneos, la misma mentalidad de Jesucristo! ¡A qué espantosas cargas era continuamente sometido! ¡Cuán desposeído estuvo de socorro y consejo amistoso, aun en sus circunstancias extremas! ¡Qué lastrada de tristezas transcurría su medianoche, ahogando con tinieblas el último rayo de esperanza, y colmando el porvenir de espanto y pesadumbre! ¡Qué anhelos de libertad se apropiaron de su pecho! Y cómo crecía proporcionalmente su sentimiento de miseria, en tanto se empinaba su intelecto y su capacidad reflexiva, demostrando así que un esclavo feliz es un hombre extinto. Cómo pensaba, razonaba y sentía bajo el látigo del negrero, con las cadenas apretando sus extremidades. ¡Cuáles peligros halló en sus intentos de escapar de su horrible destino! ¡Y cuán ilustre su rescate y supervivencia en medio de una nación de enemigos inmisericordes!

Esta narración contiene numerosos incidentes estremecedores, abundantes pasajes de gran elocuencia y poder, pero estimo que el más emocionante de todos estriba en la descripción que Douglass hace respecto a los sentimientos que lo embargaron a orillas de Chesapeake Bay. Allí, mientras divisaba las naves erigía un soliloquio acerca de su destino y las posibilidades convertirse en un hombre libre; escrutaba aquellos veleros que se alejaban y parecían volar en lontananza, abriendo sus alas blancas a la brisa como si fueran propulsados por el espíritu de la libertad. ¿Quién puede leer aquel extracto y no sentir su patetismo y sublimidad? Esos párrafos condensan una biblioteca de Alejandría completa de razonamientos, emociones y sentimientos. Se halla, en forma de protesta, crítica y ruego, todo lo que puede y necesita ser apremiado y expresado en contra del mayor crimen entre los crímenes: ¡transformar a un hombre en propiedad de otro hombre! ¡Oh, cuán condenado está aquel sistema que sepulta la razón divina del hombre, anula su imagen sagrada, reduce al nivel de los cuadrúpedos a criaturas que la providencia coronó de gloria y honor, y ensalza al traficante de carne humana por sobre todo aquello que llamamos Dios! ¿Por qué su existencia debiera prolongarse siquiera una hora? ¿No es algo malvado, exclusivamente malvado, y jamás dejará de serlo? ¿Qué implica su existencia, sino la ausencia total del temor a Dios? ¿Qué implica, sino la desconsideración del prójimo, por parte del pueblo de los Estados Unidos de América? ¡El cielo acelera su derrocamiento eterno!