Neurociencia del cuerpo - Nazareth Castellanos - E-Book

Neurociencia del cuerpo E-Book

Nazareth Castellanos

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La neurociencia vive hoy inmersa en una revolución con fuertes implicaciones clínicas, sociales y personales. El redescubrimiento de la influencia de los órganos del cuerpo sobre el cerebro nos traslada a una visión integral de la percepción. En este libro, la autora nos acompaña en un viaje a través del cuerpo para descubrir su impacto sobre las neuronas. Este recorrido nos lleva a reconocer que la memoria, la atención, el estado de ánimo o las emociones dependen de cuestiones como la postura corporal y los gestos faciales, la microbiota intestinal y el estómago, así como el complejo patrón de latidos cardíacos y la manera como respiramos. Las evidencias científicas más novedosas y rigurosas se entrelazan en esta obra con la historia de la medicina en Oriente y Occidente. Acercarse al cuerpo para conocer nuestra psicología.

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Nazareth Castellanos

Neurociencia del cuerpo

Cómo el organismo esculpe el cerebro

© 2022 Nazareth Castellanos

© de la edición española:

2022 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

Primera edición en papel: Septiembre 2022

Primera edición en digital: Septiembre 2022

ISBN papel: 978-84-9988-993-1

ISBN epub: 978-84-1121-046-1

ISBN kindle: 978-84-1121-047-8

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Imagen cubierta: Vitrubio de Leonardo Da Vinci

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.

SUMARIO

BienvenidaI. El cerebroEl bosque neuronalLa gran orquestaPercibir es interpretarAnatomía y funciónMente y cerebro2. Incorporar el cuerpoInterocepciónPropiocepciónTener el cuerpo en menteRecuperar la biología humanista3. El intestinoEl sistema digestivoLa microbiotaDel cerebro al intestinoDel intestino al cerebroMicrobiota y psicologíaLa tierra4. La respiraciónSistema respiratorioLa narizEl olfato, el sentido de la memoriaControl cerebral de la respiraciónEl cerebro respiraRespiración y memoriaRespiración y emociónEl aire5. El corazónSu nacimiento y muerteEl pulso, el lenguaje de la vidaLa puerta de la percepciónNo vemos las cosas como son, sino como somosEl olvido de síEl fuego6. Las entrañas de la experiencia internaLa subjetividadMarco subjetivo neuronalEl agua7. El instrumento de la vidaBibliografía

La neurociencia vive hoy inmersa en una revolución con fuertes implicaciones clínicas, sociales y personales. El redescubrimiento de la influencia de los órganos del cuerpo sobre el cerebro nos traslada a una visión integral de la percepción.

En este libro, la autora nos acompaña en un viaje a través del cuerpo para descubrir su impacto sobre las neuronas. El recorrido nos lleva a reconocer que la memoria, la atención, el estado de ánimo o las emociones dependen de cuestiones como la postura corporal y los gestos faciales, la microbiota intestinal y el estómago, así como el complejo patrón de latidos cardíacos y la manera como respiramos. Las evidencias científicas más novedosas y rigurosas se entrelazan en esta obra con la historia de la medicina en Oriente y Occidente.

El corazón que está en mi pecho no es solo mío

Para Oliver Indri

BIENVENIDA

FUERON MUCHOS LOS DOMINGOS que íbamos a pasear por la Sierra de Tramontana, en Mallorca. Volvíamos a casa cargados de naranjas, aunque en realidad íbamos a ver los olivos. En la Serra, como dicen aquí, hay olivos centenarios. La torsión de sus bizarros troncos es una exhibición de firmeza, a la vez que de adaptación. La riqueza de sus frutos aliña las mesas mediterráneas. Cuenta la leyenda que el dios Poseidón y la diosa Atenea osaban dar su nombre a la recién fundada ciudad de Atenas. Para resolver el combate, Zeus dictaminó que ganaría aquel que la dotara del don más precioso. Poseidón clavó su tridente en una roca de la que salió un salvaje caballo. Atenea golpeó la roca con su lanza, haciendo surgir un olivo. La diosa fue ensalzada como patrona de Atenas y el olivo como el árbol de la paz. Oliver, que en latín significa olivo, es quien trae la paz.

Algunos días, si el viento lo permitía, Oliver practicaba QiGong en las laderas de la montaña mientras nuestra hija y yo disfrutábamos de las naranjas que minutos antes había hurtado. El QiGong es un arte corporal, basado en la medicina china, que representa la fusión entre la postura corporal y la mental. Observando los movimientos de Oliver y saboreando, después, el impacto que habían dejado en su temperamento, una neurocientífica como yo se lamentaba, una vez más, del cerebrocentrismo que impera en la investigación y del destierro al que hemos condenado al cuerpo. Durante los últimos siglos, no muchos, el entendimiento humano se ha estudiado desde lo abstracto de las ideas y su vertiente biológica se centraba, exclusivamente, en la función del cerebro. El resto del cuerpo y el cuerpo en sí eran tan solo su soporte. El organismo y la postura corporal no tenían el más mínimo papel en el escenario de la mente humana.

El ostracismo corporal, que así lo llamé, producía en mí un sentimiento de rechazo al conocimiento occidental. Pasé años buscando referencias e inspiración en medicinas de culturas lejanas: aquellas para quienes el organismo y la mente son las dos caras de una misma moneda, y aquellas que reconocían que las posturas y los movimientos del cuerpo influyen en la psicología. Esa visión chocaba con la que debía defender en los laboratorios. Afortunadamente duró poco, y hoy me siento afortunada por poder vivir una revolución científica que comienza a conciliar el cerebro con el resto del cuerpo.

Este libro representa la hoja de ruta de esa reconciliación, donde he sintetizado las conclusiones de los artículos científicos que han marcado y están guiando la revolución actual. Comenzamos el viaje por el cerebro, faltaría más, para conocer el funcionamiento de las neuronas y las áreas cerebrales más destacadas, sobre todo aquellas que van a tener más peso en la relación con el organismo. Emprendemos la reconciliación con el cuerpo desde fuera, desde las sensaciones que nos regala la piel, desde los gestos, y desde la postura corporal. Es ahí donde se inicia nuestra experiencia, en la cara visible del organismo, la referencia emocional, y la postura desde la que se fragua la actitud.

Y, ahora sí, nos sumergimos en las entrañas. De abajo hacia arriba, para conocer cómo el organismo esculpe el cerebro. Si me acompañáis, descubriremos el océano de microorganismos que habita en nuestro intestino y que moldea los factores de crecimiento neuronal, sin los cuales no podría brotar el aprendizaje. Pondremos nombre a los mecanismos de interferencia del intestino sobre la psicología, para resaltar una vez más la importancia de los hábitos del estilo de vida en nuestro bienestar. Seguimos subiendo hacia la cima y llegamos hasta los pulmones. Ahí veremos cómo la influencia de la respiración sobre la actividad neuronal deja su impronta en la atención, en la memoria, así como en la expresión de las emociones. Comprenderemos, científicamente, que la respiración, cuando es voluntaria y consciente, guía la plasticidad neuronal para esculpir o reorganizar la arquitectura cerebral. Seguidamente llegaremos al trono del corazón, el perenne rival del cerebro. Desde la anatomía veremos que el latido cardíaco impacta sobre la actividad de las neuronas de las áreas cerebrales más involucradas en la percepción: la percepción subjetiva, aquella que cada uno construimos de la maleable realidad. Finalmente, integramos. No se podía separar lo que estaba relacionado.

Como ya he dicho, durante años he renegado de la cultura occidental por su fragmentación. Reconocía, por supuesto, sus bondades y, cuando me he encontrado mal, he acudido con acatamiento a sus hospitales. Pero me resistía a aceptar que las diferentes partes del cuerpo obraban con independencia, y que el entendimiento solo usase de mí aquello que reside en la cabeza. Cansada de maldecir el saber de la vieja Europa, durante un paseo entre los olivos de un bosque mediterráneo decidí estudiar la historia de la medicina occidental. Es así como llegué a la medicina del Antiguo Egipto y de la Grecia clásica, la cuna de las medicinas que hoy recorren los pasillos de los hospitales de medio mundo. Desde Imhotep, hasta Hipócrates, Aristóteles o Averroes, todos han defendido una biología integral. La fragmentación o separación de las partes del cuerpo llegó a nuestro saber hace relativamente poco tiempo, unos escasos tres siglos que nos han valido para diseñar un mejor método de exploración, estudio y conocimiento. Gracias a esas lecturas me reconcilié con los orígenes de mi cultura, y he querido compartir un resumen de esa historia para transmitir, a médicos y al público en general, la necesidad de recuperar una visión humanista de la medicina y del ser humano.

Decía George Orwell que lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano.

NAZARETH CASTELLANOS

Mallorca

Marzo del 2022

Capítulo IEL CEREBRO

EL BOSQUE NEURONAL

«Se necesita silencio para contemplar la naturaleza», advirtió la guarda forestal del bosque Piedra Canteada. «Por favor apaguen sus teléfonos, tengan paciencia, no se escondan en pensamientos, eviten la tentación de expresar su asombro y procuren observar en silencio. Sobre todo observar en silencio», nos insistió la ingeniera Diana Morales. Durante los meses de julio y agosto, a las ocho y media de la noche, el santuario de luciérnagas del estado mexicano de Tlaxcala apaga sus luces y el bosque se ilumina gracias a la bioluminiscencia de las luciérnagas. Aquel verano, en el ecuador de mi doctorado, recorría México desde su capital hasta Chiapas. En silencio, observando la coreografía de las luciérnagas me sentía como un ser diminuto que se hubiese colado en el cerebro. El destello rítmico de esa población de insectos me recordaba a lo que semanas antes había medido en el laboratorio de neurociencia, neuronas descargando electricidad, formando una afinada orquesta dirigida por la percepción. Las luciérnagas son unos pequeños insectos que emiten luz gracias a la reacción química de la enzima luciferasa que se produce en su abdomen. También conocidos como gusanos de luz, deben su nombre al origen latino de la palabra lucifer, el que trae luz. En un despliegue de complejidad, las luciérnagas se convierten en faros en la oscuridad del bosque. Alternan momentos de oscuridad con destellos intermitentes y periódicos. Escondidas entre el denso follaje del bosque, su danza de luz recuerda a las auroras boreales de los países escandinavos en invierno. Cuando las luciérnagas acompasan sus impulsos luminosos y crean esta danza de claridad en la oscuridad alertan a las hembras de su presencia, hasta que se produce el apareamiento. Esta historia interminable es la base de la reproducción de estos insectos, sin la cual la respuesta de la hembra caería en más de un 90 %. La belleza del espectáculo no reside en el destello rítmico de una sola luciérnaga, sino en la coreografía de luces que crean miles de ellas. Su belleza y su poder residen en el grupo. La comunidad es más importante que la comunicación. Lo que se observa, cuando el turista está en silencio, no es un conjunto de luces emitidas por las luciérnagas de forma independiente, aleatoria, sino la sincronización de una agrupación de luciérnagas que, acopladas a diferentes ritmos, dibujan con su luz complejos patrones similares a los bailes de las bandadas de pájaros en el aire o los bancos de peces en el mar. Las luciérnagas, los peces o las aves se orquestan, se regulan entre sí. Se dice, en este caso, que se sincronizan.

La sincronización es uno de los principios de la biología, el acto de compartir, de comunicarse. Los insectos, como las aves y los peces, generan dichas coreografías siguiendo un principio de sincronización, que el profesor Steven Strogatz define como sistema complejo autoorganizado. Según este principio, que se aplica desde la escala microscópica hasta las sociedades de distintas especies, incluida la humana, los componentes de un grupo consiguen sincronizarse porque cada individuo es consciente y se contagia de lo que hacen sus vecinos más inmediatos. Normalmente no más de cuatro o seis vecinos. La sincronización de la manada se consigue gracias a la cooperación. Cuando un cierto número de luciérnagas se ha sincronizado, su actividad conjunta y coherente resalta por encima del murmullo desordenado del grupo, produciéndose una amplificación. Algo similar observamos en un estadio de futbol, por ejemplo. Una minoría fiel pero rotunda entona el nombre del equipo, los vecinos contagiados de su ímpetu se unen al coro. Cuando el número de animadores ha alcanzado un número crítico, la expansión es inmediata. En pocos segundos, el estadio entero se une con intensidad al clamor. Este mecanismo de propagación de la información no requiere de la cooperación de todos los componentes, ya que habrá seguidores o luciérnagas que no se incorporen a la coreografía sin que la sincronización resulte dañada. Es más, esos componentes marcan una diversidad que hacen al sistema evolucionar. Sin embargo, la actividad del grupo ejercerá una potente atracción para absorber a cuantos más componentes sea posible.

Al igual que las luciérnagas o los seguidores del equipo de futbol, las neuronas se sincronizan para propagar la información por el cerebro. Sin dicho comportamiento sincronizado no habría nada, tan solo una amalgama de neuronas que actuaría aleatoriamente. Las neuronas, los insectos y los humanos tendemos a sincronizarnos con los seres que nos rodean, sin perder la individualidad. Tendemos a formar una unidad, pero, paradójicamente, para formarla es imprescindible que haya una distancia de separación entre los componentes de la unidad.

Fue precisamente una distancia de la milmillonésima parte del metro lo que marcó el nacimiento de la neurociencia; en concreto, veinte nanometros. Era principios del siglo XX, aproximadamente 1905, cuando don Santiago Ramón y Cajal pudo mostrar que el cerebro estaba formado por neuronas. En aquel momento, reinaba la teoría reticular, que suponía que el cerebro era una masa continua compuesta por cuerpos neuronales y cubierta de ramas tan densas que conformaban una extensa red por la que fluía la información. Sin embargo, el genio navarro insistía en que las neuronas y sus ramas estaban muy juntas pero no llegaban a tocarse. Son árboles en un bosque altamente ramificado, pero árboles al fin y al cabo. Gracias al descubrimiento de una técnica para teñir el cerebro, se pudo observar por primera vez que las neuronas estaban, efectivamente, separadas; en concreto, veinte nanometros. Esa distancia tan pequeña y a la vez enorme se conoce hoy como sinápsis y permite que las neuronas se comuniquen eléctrica y químicamente, permitiendo la propagación de la electricidad que emana de ellas. Es el principio fundamental del procesamiento de la información en el cerebro. La neurona no es lo importante, decía don Santiago, sino su capacidad de dar y recibir, de compartir. La biología es la ciencia de la vida porque se basa en el compartir. Del cuerpo neuronal surgen dos prolongaciones, llamadas dendritas y axones, por las que se recibe y propaga, respectivamente, el impulso eléctrico. De esta forma, cuando la neurona ha alcanzado un cierto nivel de electricidad y emite un potencial de acción o descarga eléctrica, este se propaga por el axón que, según su diámetro, conduce el impulso nervioso como un cable a una velocidad que varía entre uno y cien metros por segundo. Existen neuronas de axón corto, que permiten la comunicación con las vecinas, y neuronas de axón largo, que actúan como embajadoras entre regiones más distantes del cerebro. Dicho impulso de la neurona emisora será recibido por la dendrita de la neurona receptora. Dendrita viene de la palabra griega déndron, árbol, lo que facilita la visualización de la morfología de esta parte de las neuronas. Son las copas receptoras del impulso nervioso que lo conducen hasta el cuerpo neuronal o soma. En un cuento infantil podríamos apuntar que las neuronas hablan por los axones y escuchan por las dendritas. La base del funcionamiento cerebral es ese diálogo, ese compartir.

Ramón y Cajal describió las neuronas como «las misteriosas mariposas del alma, cuyo batir de alas quién sabe si esclarecerá algún día el secreto de la vida mental». El navarro descubrió la arquitectura cerebral gracias a una técnica que permitía visualizar una baja proporción de neuronas, aquellas que destacaban en el frondoso bosque neuronal, y solo así puedo demostrar que el bosque está formado por árboles. Él, que pasaba «horas y horas en solitarios bosques, trepando árboles y tratando de averiguar el curso de los ríos», revivió su niñez cuando el Consejo Municipal de Valencia le regaló un microscopio Zeiss en agradecimiento a su generosa labor clínica durante la pandemia de cólera y tuberculosis de 1885. Con este instrumento en sus manos, Ramón y Cajal mostró al mundo cómo son los árboles que forman el bosque cerebral y los ríos que lo bañan: así sentó las bases de la histología del sistema nervioso.

Don Santiago Ramón y Cajal nació en el año 1852 en Petilla de Aragón, a poco más de cien kilómetros de Zaragoza, en cuya universidad su padre era profesor de anatomía. De espíritu curioso y más bromista que juguetón, destacaba en su juventud por su habilidad como dibujante, un talento que marcó la historia de la neuroanatomía, que se ha valido de sus dibujos para describir la estructura de las neuronas y el sistema nervioso. Estudió medicina en la Universidad de Zaragoza y compaginó sus estudios con lecturas sobre filosofía y largas horas de gimnasia. Después de un tiempo en la Universidad de Valencia se trasladó a Madrid, en 1887, donde conoció al profesor Luis Simarro, neurólogo, psiquiatra y psicólogo, que le enseñó la técnica de tinción que le permitiría describir el bosque neuronal y sus árboles. Ese año fue nombrado catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona, donde desarrolló la etapa más fértil de su carrera, alcanzando el reconocimiento internacional. En 1906 fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina, que compartió con Camilo Golgi por su invención de la técnica de tinción que permitió a Cajal descubrir la arquitectura del sistema nervioso. Ese mismo año, el pintor Joaquín Sorolla retrató al genio, envuelto en una elegante capa española, delante de uno de sus dibujos del cerebro. Sorolla pintó a don Santiago mirando fijamente al espectador, como queriendo expresar que la neurociencia habla de nosotros mismos.

LA GRAN ORQUESTA

Matemáticamente se define a las luciérnagas, y a las neuronas, como osciladores. Emiten electricidad de forma intermitente, a diferentes ritmos, en una percusión eléctrica. Cada una de las 86.000 millones de neuronas que componen nuestro cerebro tiene la capacidad de emitir un impulso eléctrico, también llamado disparo neuronal o potencial de acción, que es transmitido por el axón de la neurona emisora y recibido por la dendrita de la neurona receptora. Así como las luciérnagas están un tiempo a oscuras, hasta que la reacción química de su abdomen se completa, las neuronas pasan un tiempo en silencio eléctrico hasta que su cuerpo neuronal alcanza un cierto nivel de electricidad y, entonces, al igual que las luciérnagas, emiten una descarga que en el caso neuronal se manifiesta en forma de descarga eléctrica. Al igual que las luciérnagas, los disparos de las neuronas se emiten de forma periódica, no lo hacen al azar. La prodigiosa coreografía de luz dibujada por las luciérnagas en el bosque de Piedra Canteada se observa también en la superficie del cerebro. Las descargas eléctricas de las neuronas oscilan, las neuronas son también osciladores ya que exhiben un comportamiento rítmico. Se han identificado cinco ritmos neuronales o formas en las que las neuronas oscilan o emiten descargas eléctricas. También se conocen como lenguajes o idiomas neuronales, ya que representan un código de comunicación entre las células nerviosas. Similar al código morse. Hay ritmos rápidos y otros lentos, y normalmente todos están presentes de forma simultánea y en tareas muy diversas. Se dice que el cerebro es multilingüe a un mismo tiempo. Cuanto más rápido sea un ritmo menor será su alcance. Los ritmos rápidos son útiles, por tanto, para comunicar a las neuronas vecinas. Al contrario, cuanto más lento sea un ritmo mayor será su capacidad de llegar más lejos.

El estudio de la dinámica eléctrica de las neuronas ha observado que los ritmos oscilatorios están acotados en frecuencias y se han establecido cinco bandas espectrales siguiendo un curioso orden del alfabeto griego: delta (0,5-2 Hz), theta (3,5-6 Hz), alfa (8-12 Hz), beta (18-30 Hz) y gamma (> 45 Hz). Pone que Hz es una medida de frecuencia, de forma que 8 Hz supone 8 disparos eléctricos por segundo. Es una medida de la rapidez y perioricidad con la que una neurona se activa eléctricamente. Este comportamiento oscilatorio de las neuronas encierra un secreto tan bello como práctico. La relación entre las frecuencias centrales de cada banda espectral es igual al número áureo phi, (1 + √5)/2 ~~ 1,61803. Tan importante en las matemáticas como en la estética, este número se encuentra presente en la naturaleza, desde los caracoles a la disposición de los pétalos de las flores, pasando por el grosor de las ramas y tronco de los árboles. El lenguaje neuronal está centrado en el número áureo. La frecuencia media de una banda espectral neuronal se puede calcular multiplicando la frecuencia de la banda anterior por el número de oro. Desde un punto de vista de optimización computacional se hubiera esperado que las frecuencias de las diferentes bandas siguieran una relación natural, y no un número que no es racional. En el año 2010 se publicó un estudio donde se proponía una respuesta. Si la relación entre las bandas fuera natural, por ejemplo, que una frecuencia fuera el doble o triple que la otra, el cerebro podría entrar en un estado de sincronización total y quedaría perpetuamente en una actividad cuya inflexibilidad lo inutilizaría. Esto sucede, por ejemplo, en un ataque epiléptico donde la hipersincronización de una vasta región cerebral impide su funcionamiento. Sería como una empresa donde todos los trabajadores hacen exactamente lo mismo todos los días. No parece muy útil. Sin embargo, si la relación entre las frecuencias es irracional, se favorece la sincronización, pero se deja la puerta abierta a una posible reorganización. Esto permite que el cerebro pueda alternar estados de sincronización y estados de ruptura del acoplo. Esta propiedad se conoce como metaestabilidad cerebral. Tan importante es saber entrar como saber salir.

El ritmo principal del cerebro es alfa, estado en el cual las neuronas emiten entre ocho y doce descargas eléctricas por segundo. Su frecuencia media es de 10 Hz, y a partir de ella y multiplicando por el número de oro se obtienen las oscilaciones promedio de las demás bandas espectrales. Se le denominó con la primera letra del alfabeto griego, alpha, no por ser el primer ritmo, sino por ser el más abundante en el cerebro y, por tanto, el primero que se identificó. La presencia de ondas alfa crece desde la infancia a la adolescencia, después comienzan a desaparecer. Una manera de aumentar las ondas alfa en el cerebro y provocar un coro de neuronas disparando a tal frecuencias es, por ejemplo, cerrando los ojos. Es en ese estado cuando se detectan las ondas alfa con más fuerza, especialmente en la parte trasera del cerebro o corteza occipital. Un simple parpadeo rompe el coro y disminuye la presencia de este ritmo. Por ello, muchas veces se ha identificado a alfa con estados de relajación. Sin embargo, su presencia está estrechamente vinculada a funciones cognitivas como, por ejemplo, prestar atención. Detengámonos aquí un instante. Para que el lector lea estas líneas, su principal aliado es la atención. Decía William James que la atención es la toma de posesión de la mente y, por tanto, nos permite seleccionar nuestra realidad. Un maestro de meditación comparó la atención con la lámpara del minero, que ilumina solo aquello que enfoca dejando lo demás a oscuras. Atender aquí supone desatender todo lo demás. Para una lectura atenta de estas líneas hay que ocultar el resto del mundo. En este momento, el cerebro del lector está luchando por sostener la atención en su lectura frente a la constante oleada de pensamientos, sensaciones o emociones que buscan protagonismo. Este continuo bombardeo se conoce como interferencias de la percepción; las famosas distracciones. La dificultad en el control de la atención reside, precisamente, en la disputa entre lo atendido y lo desatendido, un combate que suele perder el objeto de la atención ya que reconocerá el lector que no sería la primera vez que se deja seducir por pensamientos mientras lee un libro, dialoga con un amigo o trabaja en la oficina. Decía Pablo d’Ors que la oscuridad es una luz que busca ser observada. Mantener en la oscuridad lo que no es relevante es obra de las ondas alfa.

Cuando un área del cerebro está envuelta en una tarea que conlleva el mantenimiento de la atención, las ondas alfa se encargan de inhibir aquellas zonas que no están involucradas en esa tarea para impedir que se produzcan interferencias o distracciones. El principal enemigo de la atención es la distracción y su excesiva naturaleza viajera. El estado eléctrico en el que entran las neuronas al emitir descargas al ritmo alfa impide que la atención sea seducida por pensamientos, emociones y sensaciones de origen interno principalmente. Se ha estimado que el 80 % de las distracciones que nos secuestran surgen en casa, no fuera. La práctica habitual de la meditación nos ayuda en ese combate. Cuando comenzamos a controlar la atención, gracias a la meditación, a los pocos días se produce un aumento del número de neuronas que oscilan en la frecuencia alfa. Ese esfuerzo está relacionado con el que realizamos cuando, sentados en el cojín, nos batimos en un combate con nosotros mismos. La constancia que acompaña a cada intento por practicar la meditación tiene como fruto el fortalecimiento del ritmo alfa, comenzando por la parte posterior del cerebro y acabando en las áreas frontales. Podemos entender el trabajo que supone reorientar una y otra vez la atención hacia el objeto de observación si somos conscientes de la ardua labor fisiológica que está teniendo lugar dentro de nuestro cerebro. Cada intento por atender al momento presente y observar la respiración, por ejemplo, supone la cooperación de millones de neuronas que sincrónicamente oscilan en ritmo alfa generando una barrera de contención de la información que se crea en el cerebro de forma involuntaria y que hemos estimado en ese momento como irrelevante; todo ello sin que seamos conscientes de tal batalla. El cerebro del meditador novato se ve desbordado ante una avalancha de distracciones que hasta ahora acampaban libremente. A la vez que la persona adquiere experiencia y poco a poco va controlando su atención, se refuerzan simultáneamente los mecanismos de aprendizaje neuronal en la oscilación alfa, generándose patrones de contención de las distracciones más eficientes. El proceso de aprendizaje de la meditación supone un incremento significativo de las ondas alfa cerebrales. Cuando el meditador ya ha alcanzado el grado de muy experto, las ondas alfa se retiran. Ya no hay interferencias que detener. Para ello ha debido acumular más de diez mil horas de meditación. Los demás nos conformamos con una barrera de oscilaciones alfa que protege la atención de las constantes distracciones.

La universidad de Birmingham alberga uno de los departamentos más prestigiosos en el estudio de las ondas alfa y su papel en la atención. Simbolizan con gran acierto el ritmo alfa cerebral como una señal de STOP. Precisamente por lo que acabamos de ver, por su papel de contención de las distracciones para favorecer la localización de la atención. Para el cerebro, tan importante es estimular como frenar, es decir, activar como inhibir. En un intento de abortar un error, el cerebro incrementa la presencia de ondas alfa hasta en un 25 % justo antes de cometer una equivocación. Este mecanismo de defensa o protección de una buena ejecución se ve atenuado cuando hacemos algo de forma automática, popularmente dicho como «en piloto automático». La importancia de alfa es evidente para el cerebro, sin embargo, no debemos confundir lo óptimo como lo máximo. Existe un fenómeno llamado «intrusión de alfa» donde las neuronas oscilan a esta frecuencia en vez de hacerlo en aquella que se precisaba. Esto es especialmente relevante a la hora de dormir. Sabemos que el sueño requiere de oscilaciones cerebrales lentas, delta o theta, donde las neuronas van ralentizando su actividad para desconectarse del exterior. Si justo antes de ir a la cama estamos muy activos mentalmente, incrementamos la presencia de ondas rápidas. Por ejemplo, meditar potencia el ritmo alfa durante más de una hora después de haber finalizado la práctica. Ver las pantallas también propaga los ritmos rápidos en una vasta extensión neuronal. Ritmos que no cesan al apagar la pantalla, que se quedan reverberando durante un tiempo en nuestro cerebro. Cuando decidimos ir a dormir, no siempre con sueño, damos por hecho una respuesta neuronal obediente e inmediata, pero no es así. Nuestro cerebro sigue inundado de ondas más rápidas de las que requiere para consolidar el sueño, porque hemos estado más activos de lo que debiéramos. Al aparecer alfa en vez de delta se produce una interrupción, que se ha relacionado con fibromialgia y algunos desórdenes mentales. Cuidar la calidad del sueño pasa por aprender a preparar el sueño. El cerebro no es un sistema inmediato, las transiciones son muy importantes.

El ritmo delta, con una emisión de descargas eléctricas neuronales entre 1 y 4 Hz, está asociado principalmente al sueño. Son las ondas más lentas pero de mayor amplitud del cerebro. Las neuronas cantan muy despacio pero muy alto, la relación es siempre inversa. El proceso del sueño se produce de forma continua. El cerebro se va durmiendo poco a poco a medida que las neuronas dejan de responder a los estímulos que llegan de los sentidos. Este silencio se va propagando por el cerebro hasta que, alcanzada una masa suficiente, caemos dormidos. En esa propagación, el cerebro se puede encontrar con áreas que permanecen muy activas, debido a los estímulos recientes y la intrusión del ritmo alfa, que dificultan la propagación del silencio y, por tanto, la consolidación del sueño, como hemos visto. A medida que avanza el sueño, las neuronas comienzan a oscilar en el ritmo delta. Cuando más del 50 % de las neuronas descargan en delta pasamos a las fases más profundas del sueño. Un ejemplo extremo es la anestesia, donde se mide la presencia de estas ondas como indicador del estado de inconsciencia. Las ondas delta son predominantes en los niños, desde el nacimiento hasta los cinco años de promedio, y comienzan a decrecer en la adolescencia. El proceso de maduración se mide también por las variaciones en el ritmo delta: a medida que el niño madura las ondas delta van decreciendo. La tendencia de estas ondas es la de desaparecer a lo largo de la vida, siendo prácticamente ausentes en el cerebro anciano. Sin embargo, las personas con daño cerebral adquirido o neurodegenerativo experimentan un enlentecimiento de la dinámica neuronal, propio de la vejez patológica. La presencia de ondas lentas no debe asociarse tan solo al sueño o a la patología, se ha observado su implicación en procesos como la toma de decisiones, la observación del entorno, la búsqueda de recompensa y el control autónomo del cuerpo. El objeto de las ondas depende de la tarea cerebral en la que están implicadas. El significado de un lenguaje es su uso, decía el filósofo Kierkegaard.

El ritmo theta, con una banda espectral de entre cuatro y ocho descargas eléctricas por segundo, es un ritmo lento pero con fuertes implicaciones en la cognición. Está presente principalmente en el hipocampo, la estructura cerebral más involucrada en la memoria. Se conoce como ritmo theta hipocampal. Se relaciona con la formación de memorias, la actualización de información nueva y el aprendizaje, y es clave para la organización espacio-temporal de los acontecimientos. Dado su protagonismo en la capacidad para aprender y memorizar, hoy se dedican grandes esfuerzos a diseñar dispositivos artificiales que incrementen la presencia de estas ondas en personas con daño cerebral o enfermedad de Alzheimer. Las ondas theta son fundamentales para que el cerebro conozca nuestra posición corporal y el lugar en el espacio. El ritmo theta establece una estrecha relación entre la memoria y nuestro lugar en el espacio. Es habitual referir el lugar en el que estábamos cuando recordamos un hecho. «Yo estaba en la biblioteca de la universidad cuando me enteré de los atentados de Nueva York», suelo referir en cada aniversario del ataque. Y recordar el lugar donde estábamos nos ayuda a recordar el hecho. Esta función la llevan a cabo las «neuronas de lugar» del hipocampo, que generan un mapa mental con la posición que ocupamos en el espacio y diseñan la estrategia de movimiento si fuera necesario. La primera parte del ciclo de theta está involucrada en calcular la posición que ocupamos en el momento presente y la segunda parte, en estimar o planificar cómo será nuestra trayectoria. Dicho descubrimiento mereció un premio Nobel en el año 2014. Así que, en cada momento, el cerebro está procesando nuestro lugar en el mundo, la posición de nuestro cuerpo, y diseñando futuras posiciones. Esa información será fusionada con la memoria de la experiencia que estemos viviendo. La postura de nuestro cuerpo es parte, para nosotros invisible, de los recuerdos. Una técnica para reforzar las ondas Theta es una práctica de meditación que consiste en ser conscientes del lugar que ocupamos y del espacio que nos rodea. Nuestra posición, movimiento, memoria y aprendizaje se fusionan en las ondas theta. Al igual que las ondas delta, las oscilaciones theta también decrecen con la edad, siendo un marcador del neurodesarrollo.

El ritmo beta es una oscilación que ocurre en el rango de 12 a 30 Hz. Al igual que les sucedió a las ondas alpha, las oscilaciones beta fueron consideradas un ruido innecesario en el cerebro y se desechaban de los estudios sobre este lenguaje neuronal. Diferentes experimentos en la década de los noventa cambiaron el rumbo de la neurociencia y reconocieron un papel funcional a ambos ritmos. Las ondas beta son uno de los ritmos, junto a theta, más involucrados en el movimiento. Toda aquella tarea que requiera un control motor debe implicar una desincronización en beta, es decir, debe romperse el patrón neuronal sincronizado en dicho ritmo para poder ejecutar el movimiento. Debe romperse la rigidez. Su presencia en la corteza motora se asocia a las contracciones de los músculos, desapareciendo antes y durante el movimiento.

El ritmo gamma, el más rápido del cerebro, cubre entre las treinta y cien descargas eléctricas por segundo. Puede llegar a 150 Hz. Es un ritmo fuertemente implicado en la atención. La diferencia entre realizar una tarea de forma atenta o presente o hacer lo mismo con menos recursos atencionales, o piloto automático, es la cantidad de oscilaciones rápidas que evoquemos. Los ritmos altos de gamma, hasta los 50 Hz, están involucrados en procesos de percepción y memoria, mientras que los ritmos muy altos de gamma, cercanos a los 100 Hz, se observan cuando procesamos información de alto nivel, como la observación de uno mismo o metacognición, la empatía, la compasión o meditaciones exigentes. Curiosamente, el ritmo gamma muy alto es también epileptogénico, precede a los ataques epilépticos. Basándose en esta relación clínica, algunos autores se han aventurado a afirmar que las experiencias místicas podrían ser explicadas como sucesos epilépticos. Aparte de este reduccionismo, la literatura científica alienta a ser prudente en la práctica de la meditación en personas con propensión a la epilepsia. El cerebro en esta enfermedad es un sistema muy tendente a la sincronización, por tanto, los hábitos que promueven la presencia de oscilaciones fuertes serían desaconsejables. El ritmo gamma está implicado también en la percepción del tiempo. Dada la rapidez de sus descargas actúa como una suerte de reloj con un paso de tiempo fino y preciso. Aquellas experiencias que vivimos con atención plena tienen una mayor presencia de ondas gamma, lo que conlleva una mejor estimación de los tiempos y mayor finura o detalle en las memorias registradas. Dada su relación con las ondas theta del hipocampo, gamma es también fundamental para la memoria. Al contrario, cuando vivimos una experiencia en el estado de «piloto automático» o sin consciencia de lo vivido se produce un descenso de las ondas gamma que dificultan la consolidación de la memoria, fenómeno conocido como «amnesia por lo automático». Esta precipitada niebla afecta principalmente a la memoria autobiográfica, muy dependiente de las ondas gamma. Según el profesor Schacter, de la Universidad de Harvard, la guillotina del olvido cae antes sobre la memoria episódica, aquella referente a nuestras vivencias, que sobre la memoria semántica, los datos. Será más fácil recordar donde estuve que cómo me sentí allí.

PERCIBIR ES INTERPRETAR

¡Qué extraño es vagar en la niebla!En soledad piedras y sotos.No ve el árbol los otros árboles.Cada uno está solo.Lleno estaba el mundo de amigoscuando aún mi cielo era hermoso.Al caer ahora la nieblalos ha borrado a todos.¡Qué extraño es vagar en la niebla!Ningún hombre conoce al otro.Vida y soledad se confunden.Cada uno está solo.

En la niebla, de Hermann Hesse

Cuando Hermann Hesse pasea por el bosque, presumo de la Selva Negra alemana, la imagen de los árboles se desplaza fugazmente hasta los receptores de la retina de sus ojos. Son el primer impacto entre el mundo y nosotros. También lo son los receptores de la piel, el oído, el olfato y el gusto. El árbol, transformado ya, en el ojo, en una onda electromagnética biológica, viaja silencioso por el nervio óptico hasta llegar al receptor principal del cerebro, el tálamo, situado en su centro. Desde ahí, la información se distribuye por los sistemas de memoria, el hipocampo, y de emoción, la amígdala. Todas estas estructuras son subcorticales, es decir, están por debajo de la corteza cerebral y procesan, por tanto, información de la que no somos conscientes. Se sigue aceptando de forma general que solo cuando la información toca la parte superficial del cerebro, su corteza cerebral, somos conscientes de dicha información; el resto permanece en la niebla. En su recorrido desde los receptores, los ojos por ejemplo, hasta la corteza, dicha información es para nosotros no consciente. Gran parte del tiempo, el mundo pasea en la niebla. Desde que la imagen del árbol ha llegado a la retina de Hesse hasta que ha sido desglosada por los sistemas límbicos han pasado unos 100 milisegundos, siempre en la niebla. La percepción comienza su vagabundeo en una niebla que retrasa la experiencia consciente. Siguiendo en la niebla, los sistemas límbicos o emocionales informan al hipotálamo para que traslade su veredicto al cuerpo, a las vísceras y a las sensaciones. Hesse, sensible y sensitivo, sentirá en su piel la elegancia de un majestuoso abeto, aun sin ser consciente de haberlo visto. Vida y soledad se confunden. Las sensaciones del cuerpo ante la experiencia anteceden al acto consciente. El cuerpo sabe lo que la mente aún no se ha dado cuenta, repito sin cesar. Una vez procesada la información en los sistemas no conscientes o subcorticales, el abeto, por fin, llega a la corteza. En ese mágico instante, Hesse es consciente del abeto, casi medio segundo después de haberlo visto sus ojos. Pero para nosotros, ha sido instantáneo. Al caer ahora la niebla, los ha borrado todos.

El abeto ha llegado a la corteza visual primaria, en la parte trasera u occipital del cerebro. En esta región cerebral, una de las más extensas, existen circuitos neuronales que procesan las características de la imagen vista. Un grupo de trabajo de neuronas procesará la forma, otro el color, otro su posición, y así con un sinfín de detalles. En el cerebro, como en el intestino, todo se descompone. Cada grupo de neuronas especializado en un atributo de la escena guarda con sigilo su secreto, no ve el árbol los otros árboles, hasta que se hace consciente.

Cada persona tiene en su cerebro doce veces más neuronas que habitantes hay en la Tierra. Sin embargo, a pesar de tan magna población se observa una majestuosa organización. El cerebro, lejos de ser un cúmulo de células, es un sistema con capacidad para autorganizarse y dar lugar a enrevesados comportamientos. El principio que rige dicha organización es la sincronización, es decir, la formación de equipos o circuitos de neuronas que se organizan para desempeñar una tarea concreta. Decimos que las neuronas estañan sincronizadas cuando se comunican entre sí. En ese caso, dichas neuronas hablan en el mismo ritmo y sus actividades eléctricas están relacionadas. Donald Hebb, pionero en el campo de la biopsicología, llegó a decir que «las neuronas que disparan juntas permanecen juntas». El funcionamiento cerebral se basa en la formación y disolución de dichos circuitos neuronales, así como la sincronización de las luciérnagas facilita el apareamiento de los insectos del bosque de Tlaxcala. En el cerebro, la sincronización neuronal facilita la percepción. Cada circuito neuronal, formado generalmente por millones de neuronas, tendrá la misión inicial de codificar un aspecto de la escena percibida. Como decíamos, en el cerebro de Hesse un circuito neuronal procesará la forma, otro el color, otro su posición, y así con un sinfín de detalles. La información debe ser segregada, como primer paso, antes de ser integrada. Este es el principio de la percepción propuesto en los años noventa por el profesor Wolf Singer en Alemania, y que hoy se sigue aceptando y se conoce como teoría de «binding», unión, integración. La percepción se basa en la dicotomía segregación e integración. Hace unos años trabajé en el laboratorio de Neurociencia del Instituto Max Planck de Fráncfort, dirigido por Wolf Singer. De aquellos días recuerdo con especial admiración las reuniones de los lunes por la mañana, a las nueve en punto. El profesor Singer aparecía en la sala ante sus cincuenta trabajadores y preguntaba: «¿De qué queréis que hable hoy?». El profesor Singer, un hombre de unos 70 años, alto, siempre elegante, de espalda erguida y tono pausado, improvisaba una exquisita conferencia colmada de conocimientos. Años después me reencontré con él en la isla Frauen del lago Chimsee, al sur de Alemania. Ambos asistíamos, él como conferenciante y yo como alumna, a un congreso sobre Budismo y Ciencia. Fruto de esos diálogos, Wolf Singer escribió un libro con el monje tibetano Mathieu Ricard, llamado Cerebro y meditación. Cierto día, mi compañero Raúl, también español, y yo compartimos un viaje en el ascensor con él. Al salir, el profesor Singer sujetó la puerta para detener el tiempo, nos miró y en su excelente inglés nos dijo: «Whatever yo do, be happy». Hagas lo que hagas, sé feliz. Murmuramos un sentido «olé».