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Todos podemos ser escultores de nuestro propio cerebro (si nos lo proponemos) «Nazareth Castellanos te deja claro, casi como si te contara un cuento, que ni sospechamos la relación que hay entre nuestro cerebro y el resto de nuestro cuerpo». Borja Hermoso, La conversación infinita El cerebro es un órgano plástico, que puede ser esculpido con la intención y la voluntad como herramientas. Conocer su capacidad para aprender y adaptarse al entorno es descubrir aquello que nos construye desde fuera. Pero, paradójicamente, es esa misma plasticidad neuronal la que nos brinda la oportunidad de transformarnos desde dentro. En este libro, Nazareth Castellanos se asoma a la filosofía de Martin Heidegger y propone tres pilares fundamentales en los que se sustenta la experiencia humana: construir, habitar y pensar. El relato comienza exponiendo la huella que los ancestros y las relaciones personales han dejado en la construcción de nuestro propio cerebro, para luego adentrarse en la posibilidad de reconstruir la arquitectura neuronal mediante la voluntad, algo para lo que la respiración es una herramienta esencial, pues establece un puente entre el mundo exterior y el interior, entre lo que somos y lo que creemos ser. Siguiendo el trazo anatómico que dejan cada inspiración y cada espiración en el cerebro, pueden definirse las bases neuronales del encuentro con uno mismo. En un ejercicio impecable, en el que aúna humanismo, ciencia y algunas de sus experiencias, la autora recoge diferentes técnicas de respiración para reforzar determinadas zonas del cerebro que nos ayudarán a preservar nuestra salud mental; en esencia, a conseguir un acercamiento a la propia identidad a través de una experiencia amable. «Una prosa impecable que muestra con elegancia cómo ciencia y humanidades pueden y deben volver a darse la mano». Pablo d'Ors «Su lectura es un deleite, su literatura brillante, y nos hace sentir emociones a los más expertos en la materia. La ciencia bien explicada también es bella». El Diario de la Educación «Nazareth Castellanos trata de descodificar las claves científicas de la neurociencia actual para acercarla al ciudadano de a pie». María Fernández de Córdoba, Telva
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Seitenzahl: 333
Veröffentlichungsjahr: 2025
Edición en formato digital: marzo de 2025
En cubierta: Jardín del Paraíso, detalle (ca. 1410-1420), Maestro del Paraíso / Städel Museum, Fráncfort
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Nazareth Castellanos, 2025
© De las ilustraciones, Carlos Baonza
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-10415-54-6
Conversión a formato digital: María Belloso
INTROITO
I BIOSOFÍA
II CONSTRUIR
La construcción
1 La Madre Tierra
2 En el eco de mis muertes
3 Colisión de biologías
4 Museos desordenados
La reconstrucción
5 Un cerebro plástico
6 La confianza en el cerebro
III HABITAR
1 El traslado de A. H. a San Cristóbal
2 Las dos orillas de la experiencia
3 Habitar
4 Las vísceras de la salud mental
5 La respiración
6 Respiración y salud mental
7 Habitar desde el cuerpo
IV EPISTOLARIO DE LA RESPIRACIÓN
Carta 1. Contemplación de la respiración
Carta 2. El baile de la atención
Carta 3. Respirar lento
Carta 4. La palabra respirada
Carta 5. Respirar la montaña
V PENSAR
1 Aprender a pensar
2 Evitar pensar
3 La huella del pensamiento
4 La montaña del pensamiento
5 Anatomía de una montaña
6 El habla silenciosa
7 Merecer la ternura
VI EL PUENTE ES UN LUGAR DONDE HABITAN LAS MARIPOSAS
1 Construir, habitar, pensar y esculpir
2 De Heidegger a Ramón y Cajal
3 El puente donde habitan las mariposas
Referencias
A mi tío Antonio Castellanos:con tu caminar, nos enseñaste a vivir.
Gracias
Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.
ANTONIO MACHADO
o concepto que define el texto que antecede a las obras teatrales del Siglo de Oro; prólogo que explica el argumento de la obra y pide indulgencia al público
«Todos podemos ser escultores de nuestro propio cerebro, si nos lo proponemos», decía don Santiago Ramón y Cajal.
¡Si nos lo proponemos!
Me llamo Nazareth Castellanos. Bueno, en realidad, me llamo Nazareth Perales Castellanos. Aunque tampoco es mi nombre completo. El día de mi bautizo el párroco protestó. No le parecía respetuoso que alguien se llamara como un pueblo, y mucho menos como el pueblo en el que había nacido Jesucristo. Mi madre, agobiada por las prisas de la celebración y cegada por la insignificancia de la discusión, sentenció muy a la ligera que me bautizaran como Pilar Nazareth. Ella se llama Pilar, aunque tampoco es su nombre completo. Así que, según la Iglesia católica y mi pasaporte español, me llamo Pilar Nazareth Perales Castellanos. Sin embargo, siempre fui Naza. Solo cuando mi madre se enfadaba me llamaba Nazareth, y cuando el enfado era superlativo además usaba el apellido paterno. Pero normalmente era Naza. Digo normalmente porque para algunos amigos he sido y sigo siendo Nazita. Para otros Nazoncia, o Nazichi, o doña Naza. También me llamaron Nazi, hasta que un compañero alemán señaló la inconveniencia. En un día cualquiera, cuando llegaba al laboratorio de la universidad, era simultáneamente Nazita, Naza, Nazareth o doctora Castellanos. La mirada de quien me llamaba Nazita no era la de aquel que me nombraba doctora. Así que cuando me preguntan cómo me llamo, no sé qué decir. La respuesta depende de quién pregunta. Soy todas ellas y ninguna.
Sin embargo, casi todo el mundo me conoce como Nazareth Castellanos desde 2002. Fue entonces cuando publiqué mi primer artículo científico, un modelo computacional de propagación de la actividad epiléptica. Mi director de investigación, Francisco de Borja, me preguntó: «¿Cómo quieres firmarlo?». Fue un momento memorable, de esos que se tatúan instantáneamente en el hipocampo —adelanto aquí que esta área del cerebro se ocupa, principalmente, del aprendizaje y la memoria—. Hasta ese momento nadie me había dado la opción de elegir. Recuerdo todavía la impresión que la pregunta, y, por lo tanto, el derecho a respuesta produjeron en mi cuerpo: ese empoderamiento que, sin darte cuenta, te hace alzar la barbilla, estirar el cuello, echar los hombros hacia atrás, adelantar el pecho. Abres los ojos y contienes la respiración: «¡¿Puedo elegir mi nombre?!», pregunté, retóricamente, asombrada, con la boca llena por la frase. Con cariño y humor, Paco me respondió: «Sí, puedes firmar como Lola Flores o lo que quieras». «Seré, pues, Nazareth Castellanos», le respondí.
Quería ser una Castellanos. No, esto no es del todo cierto. Había decidido ser una Castellanos. ¿Decidir o querer? Decidir significa cortar, dejar de lado, poner un fin o resolver algo, según su etimología latina. Querer, sin embargo, viene de buscar, de requerir, de pedir o suplicar. Al decidir, estamos dejando atrás alguna parte de nosotros. Al querer, buscamos rellenar el hueco con un nuevo ser. Renacemos, crecemos o aprendemos cuando decidimos queriendo.
Desde que nacemos, y mucho antes, la historia de la vida va esculpiendo nuestra biografía. Para algunos con más fortuna que para otros, pero nadie escapa al impacto de sus circunstancias. Imaginemos dos rocas. No, mejor dos diamantes. Imaginemos dos diamantes que lanzamos desde la cima de una montaña. Esa caída libre, sujeta a la fricción del terreno, les irá dando forma. Uno chocará con un pedrusco puntiagudo que abrirá una grieta en uno de sus lados. El otro puede que atraviese un charco fangoso que lo pringará impidiendo que brille. Si tiene suerte, se encontrará con un riachuelo que lo limpie. Solo si tiene suerte. Esa caída libre, a la deriva, los convertirá en cantos rodados. Ninguno de los diamantes ha tenido la ventura de la intención: no ha podido elegir por dónde bajaba la montaña. Su forma ha quedado en manos de un azaroso entorno. No han podido «decidir queriendo» llegar al valle con todo su brillo.
Todos hemos conocido a bastantes cantos rodados, personas que no han sabido o no han podido servirse de la intención para esculpirse, para buscar ese riachuelo que los limpie o para acercarse a un rosal e impregnarse de la delicia de su olor. Esos cantos rodados sufren. Y hacen sufrir. Las piedras no pueden «decidir queriendo», pero el ser humano sí.
Este es el aliento de este libro: buscar en la filosofía europea y en la neurociencia qué es «decidir queriendo», esa intención de cuidarnos para encontrar una mejor versión de nosotros mismos.
Cuando en 2002 mi director de investigación me dio la oportunidad de firmar aquel artículo como quisiera, elegí mi segundo apellido, Castellanos, en vez del primero, Perales. De pequeña, siendo muy niña, sufrí los bandazos de alguien herido. No entraré a valorar la responsabilidad de quienes dañan por las heridas que causan, porque, a día de hoy, no sé si todo el mundo tiene la capacidad de ser valiente para mirarse hacia dentro. Hay quien muere con los deberes sin hacer. El tiempo no coloca todo en su sitio. Lo colocan las intenciones y las decisiones que hayamos tomado. Elegí llamarme Castellanos para dejar atrás una parte de mí y para aceptar el legado de alguien, mi tío materno, que sí tuvo el coraje de esculpirse y de mostrarse como ejemplo. Valentía y generosidad debieran ir siempre de la mano. Ese alguien aprovechó cada una de las tormentas de su climatología biográfica para aprender y mejorarse.
«Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste, cómo sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro de si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso trata esta tormenta».
Me encanta Murakami. Pero, con todo mi respeto, no estoy de acuerdo con esta cita. No del todo. No la considero completa. Le añadiría el aviso de don Santiago Ramón y Cajal. Esa nota final de quien reconoce el esfuerzo, la voluntad y la resiliencia. Ese «si nos lo proponemos» con el que acaba su famosa frase. La tormenta no asegura un cambio en la persona si aquel que la atraviesa no se lo propone. Cuando no nos acompaña la intención de aprender de la tormenta, esta solo nos habrá dejado heridos o asustados. Y no creo que de eso se traten las tormentas. Hay que atravesarlas con el coraje de aprender de ellas. Dejar que el trueno te asuste para ver qué quería traer. Además, al acabar el temporal, toca agradecer, reconocer nuestra valentía y nuestra capacidad de crecer, para recordar en el futuro cada uno de los truenos y en qué nos transformaron. Me puedo imaginar a don Santiago sentado en el café Gijón de Madrid, en esas charlas con los intelectuales de la época. Siempre al tanto de las tendencias no solo científicas, sino literarias, apostaría a que hoy habría leído a Murakami. Apostaría también a que cuando don Santiago tomaba un libro lo hacía siempre con un lápiz cerca. No solo para subrayar, sino para añadir sus reflexiones. Apostaría a que habría reescrito así, en un margen, ese párrafo de Kafka en la orilla:
Y una vez que la tormenta termine, debes recordar cómo lo lograste, cómo creciste y agradecértelo. Ni siquiera estarás seguro de si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella, si así te lo has propuesto. De eso trata esta tormenta. De aprender. De esculpir el cerebro.
Todos hemos estado o vamos a estar bajo alguna tormenta a lo largo de la vida. En la jerga clínica o científica las tormentas se conocen como eventos potencialmente traumáticos. Según los investigadores en psicología Lawrence G. Calhoun y Ricard Tedeschi, de la Universidad de Carolina del Norte, existen tres tipos de crecimiento postraumático: en la relación con uno mismo, en las relaciones interpersonales y en la espiritualidad o filosofía de vida; y los tres se sustentan en la capacidad de resiliencia del ser humano. Es decir, en la capacidad para afrontar la adversidad, superarla y ser transformado de forma beneficiosa por ella. Experimentar y expresar la gratitud por nuestra resiliencia, curiosamente, la potencia.
Hace pocos años acudían a alguna forma de terapia solo aquellas personas que se sentían en el borde de un precipicio. Debían estar realmente mal para acudir a un psicólogo o psiquiatra, o para emprender el camino del crecimiento personal, teñido de espiritualidad o no, para sanarse, crecer como seres humanos o conocerse. La verdad es que quedaba bastante mal y te aseguraba alguna mirada reticente decir que acudías a terapia o que le dedicabas tiempo a la introspección. Era sinónimo de persona problemática. Y esto es curioso, porque todos llevamos una mochila cargada de problemas. El que tiene el coraje de buscar ayuda es, tan solo, el que quiere vaciarla. El desconocimiento de que nuestra psique se puede limpiar, cuidar o esculpir nos convertía en cantos rodados desterrados de esa patria de esperanza que es la intención. Se estima que el 8% de la población de Europa y América del Norte acude a alguna forma de terapia. Le damos la vuelta. Más de un 90% de las personas que nos rodean son cantos rodados cuya conducta queda a la suerte de la deriva o que se apoyan en quienes no están preparados para ayudar. Teniendo en cuenta que un 70% de la población mundial ha padecido algún suceso potencialmente traumático a lo largo de su vida, la probabilidad de ser o encontrarse con un canto rodado que sufre o hiere es tan alta que pasa a ser determinante. Todos vamos a sufrir por hábitos que se podrían haber evitado, si nos lo hubiéramos propuesto. Todos vamos a sufrir por los bandazos que otros podrían haber evitado si se lo hubieran propuesto.
De acuerdo con los trabajos del investigador George A. Bonanno, profesor de Psicología Clínica en la Universidad de Columbia, cuando esa resiliencia está operando, es fundamental tener referencias en las que fijarse. Bonanno se adelantó a las investigaciones más recientes al observar que aquellas personas que habían tenido referencias inspiradoras en su vida mostraban un mayor crecimiento postraumático.
Estas referencias pueden ser los padres, los abuelos, los tíos, algún profesor, una amiga, un personaje famoso o una deidad. Cualquiera que represente un faro. Reconocer nuestro impacto sobre los demás y el de los demás en nosotros nos invita a seleccionar a quién nos acercamos y de quién nos alejamos. Pero, en ciertas situaciones, como las tormentas, es de obligado cumplimiento revisar esa selección. Sin embargo, hay veces en que no hemos podido alejarnos de quien nos daña porque aún éramos niños, porque no veíamos la herida que se iba abriendo o porque la vida es más compleja de lo que parece. Hay quienes nos destruyen y hay quienes nos construyen. Los agravios o las caricias que transitan una relación no solo toman forma de palabra, gesto o acto.
También nos comunicamos con los demás a través de los hilos invisibles de la biología. Cuando prestamos atención a alguien, se establece una correspondencia entre la actividad de los cerebros y los corazones de esas personas, que tienden a sincronizarse. Y es en ese enlace visceral donde se produce un intercambio de información que solo ahora empezamos a conocer científicamente, pero que ya sabemos que modula la capacidad de aprendizaje del cerebro. Los mecanismos de ese cableado sutil que une nuestro cuerpo al del otro cuando le prestamos atención también construyen nuestra personalidad. Cuando le prestamos la atención a alguien no nos la devuelve intacta. ¡Cuidado!
«Aprender, y aprender de quienes saben», decía Kavafis. Pero esto requiere humildad. Una humildad que comienza por reconocer que somos una tierra sembrada de muy diversas semillas. Albergamos las de las malas hierbas, pero también las de las flores. Crecerá aquella que más reguemos.
Joan Mascaró fue un filólogo mallorquín que llegó a ser profesor en la Universidad de Cambridge y uno de los orientalistas y estudiosos de la mística comparada más reputados. Su origen humilde le habría impedido acceder a la educación que le convirtió en quien fue. Sin embargo, su encuentro con una de las familias más adineradas de la isla le dio la oportunidad de formarse en la prestigiosa universidad inglesa. Desde allí, y en sus viajes a Asia, buceó en el pensamiento más elevado, se inspiró en aquellos que convirtieron el amor en su guía y divulgó el saber de los que practican el pacifismo. Por cierto, y a modo de anécdota, Joan Mascaró fue quien acompañó a los Beatles en su viaje a India, convirtiéndose en un maestro para George Harrison.
Bueno, pues cuentan que en su despacho tenía dos fotografías: una era la del señor March —cuya ética ha quedado manchada por su incontenible avaricia—, el banquero que le financió los estudios como pago por la tutela de su hijo; la otra de Gandhi. Con ambas, Joan Mascaró se recordaba a sí mismo que el ser humano puede ser uno u otro. Si se nace o se hace, no lo sé. Pero tampoco me importa mucho ahora. Lo que siempre me ha intrigado es qué hacer con lo que ha nacido, con lo que nos ha ocurrido.
En 2015 comencé a estudiar la neurociencia de la meditación y la interacción entre el cerebro y el resto de los órganos del cuerpo. Después de más de una década analizando cómo la demencia y otros golpes a la psique destruyen el cerebro, decidí que era el momento de estudiar cómo podemos construirlo. Tras diez años de experimentos, artículos, libros y congresos, sigo sin saberlo, pero he ido compartiendo mis descubrimientos.
¿Cómo se llevan a la práctica del laboratorio, con qué experimentos, mis investigaciones? Midiendo los campos magnéticos del cerebro y, simultáneamente, los campos eléctricos del corazón, del estómago y del intestino, junto a la presión del aire que entra y sale por cada fosa nasal.
Para ello se reclutó a un grupo de personas agrupadas según su experiencia en la práctica de la meditación: algunos eran meditadores de larga trayectoria, meditar formaba parte de su vida diaria; otros nunca habían meditado. (Conocí a personas asombrosas en ambos grupos que hoy tengo el honor de llamar amigos). El objetivo del experimento era observar que la práctica de la meditación moldea la comunicación entre el cerebro y el cuerpo. Queríamos medir científicamente el impacto biológico que supone contemplarnos a nosotros mismos. Queríamos localizar en el cerebro las áreas que se transforman cuando ello ocurre y mostrar cómo la respuesta del cuerpo ante una emoción puede ser reeducada por la fuerza de la voluntad.
En lo más profundo de mí, confieso que con aquellos experimentos quería estudiar la neuroanatomía del aviso de don Santiago: «Si te lo propones». Buscaba la huella neuronal de la voluntad. Confieso también que este libro es una explicación de su famosa frase: «Todos podemos ser escultores de nuestro propio cerebro, si nos lo proponemos», cuyo objetivo es compartir lo que he investigado acerca de cómo se esculpe y de cómo esculpimos nuestro cerebro, si nos lo proponemos. Es un viaje por el paisaje neuronal que nos llevará a la plasticidad del cerebro, a los hábitos, a la respiración y al pensamiento. Nuestro vehículo, el filósofo Martin Heidegger.
«El aliento del camino de campo solo habla mientras existan hombres que, nacidos en su aire, puedan oírle».
MARTIN HEIDEGGER
En el año 2022 me invitaron a impartir una conferencia en el Colegio de Arquitectos Técnicos de Madrid. Muy agradecida por la confianza, respondí que me sentía incómoda hablando en un lugar que no alcanzaba a imaginar qué tenía que ver con mi trabajo. Ante mi sorpresa, el organizador me propuso una reunión previa para explicarme sus razones. Un hombre elegante y erudito me habló por primera vez en mi vida del impacto de la estética y de la arquitectura en nuestra salud mental. Aquello me fascinó. Había estudiado el impacto que el entorno personal tenía sobre nuestro cuerpo, pero había excluido el entorno urbano. Así que acepté la conferencia. Fue allí cuando escuché a este hombre citar un texto que se ha convertido en mi compañero de viaje durante muchos meses: Construir Habitar Pensar, de Martin Heidegger, un filósofo al que muchos estudiosos consideran el pensador más destacado del siglo XX.
Nació en un pueblo de la Selva Negra alemana en 1889, en una familia profundamente católica. Cuando tenía poco menos de veinte años, el arzobispo de Friburgo le entregó un texto de Franz Brentano, filósofo y psicólogo compatriota suyo, sobre Aristóteles y provocó en él la curiosidad por la filosofía. Sin embargo, años más tarde, entró como novicio en la Compañía de Jesús, y desde entonces cabalgó un péndulo que oscilaba entre la teología y la filosofía, cuyo vaivén estaba marcado por su débil salud. Al final ganó la filosofía, y se convirtió en discípulo de Edmund Husserl, desarrollando gran parte de su labor académica y teórica en la Universidad de Friburgo.
Su obra, Ser y tiempo, publicada en 1927, es uno de los pilares de la filosofía universal. Aunque la escribió con las prisas de quien tiene que optar a una plaza universitaria, recoge sus reflexiones sobre el ser como aquello que convierte la esencia del hombre en existencia, lo que da sentido a nuestras decisiones. Heidegger sustituyó «vida humana» por «existencia», relegando la biología a un humilde sostén de la naturaleza.
El filósofo alemán es tan admirado como detestado. George Steiner lo definió como «el más grande de los pensadores y el más pequeño de los hombres». Se sabe que votó y se afilió al Partido Nazi y que aceptó el cargo de rector de la Universidad de Friburgo pocos meses después de la llegada de Hitler al poder. Aunque algunos historiadores han aportado datos que defienden su imagen, su figura sigue vinculándose a una de las épocas más sucias de la historia. La contradicción vivía en él. Se debatía entre lo que consideraba dos formas de pensamiento opuestas: la religión y la filosofía. Acató una ley antisemita de destitución de funcionarios, pero estaba locamente enamorado de la filósofa judía Hannah Arendt. Según cuenta su biografía, una de las frases que más influyó en su pensamiento es la sentencia aristotélica «el ser se dice de muchas maneras». Creo que él la comprendía bien.
En verano de 1951, la ciudad alemana de Darmstadt, al sur de Fráncfort, acogió un congreso que reuniría a gobernantes, inversores, arquitectos e ingenieros. El objetivo era establecer una planificación urbanística para reconstruir una Alemania devastada por la guerra. La tormenta bélica había dejado más de un millón y medio de toneladas de bombas esparcidas por las calles, algunas sin detonar, barriadas cubiertas de escombros, calzadas desdibujadas, canalizaciones obstruidas, y edificios que se mantenían en pie a la espera de que una simple brisa los derrumbara sin previo aviso. La cuestión central que allí se debatía era dónde realojar a los millones de personas que habían sido desplazadas de sus hogares. Para sorpresa de muchos, el 5 de agosto un filósofo, Martin Heidegger, daba una conferencia en el conocido como «Segundo Encuentro de Darmstadt». Se esperaba de él que hablase sobre la escasez de vivienda, la metafísica de la estética o la naturaleza del espacio. Pero no: Heidegger habló sobre el significado de habitar.
Fruto de esa conferencia es el libro Construir Habitar Pensar, Bauen Wohnen Denken, en alemán. Lo que se ha considerado como un ensayo filosófico sobre urbanismo, que lo es, para mí se convirtió en un ensayo sobre la plasticidad cerebral que me ayudaba a comprender lo que estudiaba en el laboratorio. Apenas iniciado el verano de 2024, tomé un vuelo desde Palma de Mallorca a Zúrich, y desde allí un tren a Friburgo. Quería saborear el lugar donde Heidegger había trabajado. Sabor y saber tienen la misma raíz.
El profesor Amador Vega, que realizó su tesis en la Universidad de Friburgo, me recomendó hospedarme en el hotel Oberkirch, una antigua taberna de 1738 convertida en hospedería y restaurante. Desde mi minúscula y sencilla habitación, escuchaba cada hora el tañido de las diecinueve campanas de la torre de la catedral; sonido que comenzaba a las seis de la mañana, por cierto. Las vistas a la plaza principal de Friburgo, Münstermarkt, eran tan evocadoras como románticas y, sin duda, invitaban al estudio de la filosofía de uno de sus habitantes más ilustres. Pero yo prefería zambullirme en el lugar donde Heidegger había desarrollado su pensamiento, la Facultad de Filosofía. Cada día subía su escalinata flanqueada por las estatuas de Homero y Aristóteles: poesía y filosofía dan la bienvenida al estudiante. Fue precisamente Heidegger quien ordenó durante su rectorado instalar dichas estatuas.
El profesor Vega me había recomendado que visitara el Instituto Ramon Llull, que conserva una de las más completas bibliotecas de mística mediterránea medieval. Llamé a la puerta y un germánico profesor me recibió apresurado ante una reunión inmediata. Esas prisas, o «la magia del compromiso», que diría Goethe, hicieron que pudiera estar a solas durante casi una hora en el que fue el despacho personal de Martin Heidegger.
Tiene razón, herr Goethe: «En el momento en que uno se compromete, también interviene la providencia. Ocurren entonces todo tipo de cosas positivas que de otro modo nunca se habrían producido. Una serie de acontecimientos derivan de esa decisión, poniendo a favor de uno incidentes fortuitos, encuentros y apoyo material que ningún hombre podría haber soñado con lograr». ¡En el momento en que uno se compromete! Una vez más: ¡si uno se lo propone!
Cada mañana acudía a la universidad y me sentaba en alguna mesa de sus austeros pasillos o en algún aula vacía. Es verdad que a pocos metros tenía la inmensa biblioteca universitaria, un mastodonte moderno, que me parecía espantoso. Enclaustrada en la Facultad de Teología, invertía un buen número de horas diarias en traducir el ensayo urbanístico de Heidegger a mi humilde ensayo neurocientífico. Pero no buscaba solo una descripción biológica de su filosofía: la curiosidad intelectual y sobre todo la necesidad personal me llevaban a rastrear cualquier gota de sabiduría que naciese de la alquimia de mezclar ciencia y filosofía. Buscaba una biosofía, sabiduría a partir de la biología. Necesitaba que mi ciencia me ayudase cuando más lo necesitaba. De no ser así, juré que la abandonaría.
En aquel momento —uno de los peores años de mi vida necesitaba saber qué significaba decidir queriendo. Me urgía saber qué parte de mí dejar atrás y cómo darle paso a un nuevo ser. De forma inesperada, Heidegger y su ensayo urbanístico se convirtieron en una guía.
Respetando el orden del texto heideggeriano, comencé por explorar qué significa construir.
Una de las preguntas que con más intensidad me hacía en aquella época era «¿cómo he llegado hasta aquí?»; fue gracias a ella que llegué al estudio de la herencia transgeneracional epigenética, un campo científico emergente que investiga cómo las experiencias que han vivido nuestros ancestros dejan una huella en nosotros. Y después me adentré en el impacto biológico de aquellos con los que compartimos la vida. Estos estudios me hicieron comprender que la construcción de un ser humano no solo depende de él: también somos construidos. La pregunta obvia, entonces, era «¿qué puedo hacer con aquello que ya está construido?». Respuesta: la plasticidad cerebral, que nos permite la reconstrucción y el aprendizaje.
La parte central del texto de Heidegger se centra en habitar. Dice el filósofo que es dejar libre nuestra esencia y que solo así se puede construir. Pero ¿cómo se aprende a habitar la vida, señor Heidegger? Solo encontré una respuesta: en la experiencia consciente de la respiración. Al menos es lo que encontré en mis experimentos y en los artículos científicos, pero mucho antes lo había encontrado sentada en el cojín. Ahí encontré la calma, «aquella que asegura el auténtico crecimiento», dice Heidegger.
El texto acaba con sus reflexiones sobre qué significa pensar. Cualquiera que haya atravesado la tormenta ha escuchado los truenos incesantes de su pensamiento. Y así llegué a la exploración de las redes cerebrales que acompañan al pensamiento consciente y al involuntario diálogo interior, para acabar con una invitación al tono tierno y amable de nuestro lenguaje más íntimo, aquel que nos dirigimos a nosotros mismos. Construir, habitar y pensar fueron los tres pilares sobre los que dibujé mi particular «decidir queriendo» y que hoy, con humildad y cariño, comparto.
A un lado, el texto de Heidegger; al otro, mi ordenador con artículos científicos. La pregunta era la misma que se debatió en 1951: ¿cómo reconstruirse después de una guerra?
El Molinar, Palma de Mallorca, verano de 2024
Regiones cerebrales.
«Debemos insistir, por más evidente y claro que pueda parecer, en que el conocimiento aislado obtenido por especialistas en un campo limitado del saber carece en sí de todo valor. Su único valor posible radica en su integración con el resto del saber y en la medida en que nos ayuda a responder a la más acuciante de las preguntas: ¿Quién soy yo?».
ERWIN SCHRÖDINGER
Antes de sumergirnos en el ensayo de Heidegger y en la neurobiología, me siento casi obligada a explicar mi forma de comprender el conocimiento, o, al menos, cómo intento desarrollarlo en mi vida profesional y personal, que yo no separo.
Siempre he buscado en los estudios comprender algo sobre la mente humana. A decir verdad, no sé si es eso lo que busco. Es curioso andar buscando algo que no sabes ni lo que es, y cuando lo descubres, parece que lo hubieras tenido claro siempre. De esto tratan las búsquedas. Como investigadora, acumulaba títulos universitarios que dejaban en mí una sensación de vacío, hasta que una tormenta me enseñó que es posible estudiar de otra forma. Que el conocimiento, por muy técnico que sea, puede ser también una fuente de sabiduría. Y fue entonces cuando recomencé a estudiar la neurociencia desde la mirada de quien busca comprender más que aprender.
Un día, paseando por el barrio judío de Praga, vi un café de nombre Biosofía. Inmediatamente me detuve delante. Era un local pequeño, decorado con estructuras de hierro pintado de verde, con un gran ventanal a través del que veía cuatro pequeñas mesas con manteles de ganchillo. Todo muy austero. Pero su nombre se convirtió en mi bandera. Nunca había escuchado ese término. Por la noche busqué en internet su significado, esperando encontrar todo un movimiento filosófico, cientos de libros que, por supuesto, iba a devorar, y un marco intelectual en el que encuadrar mi investigación. Pero no: sorprendentemente, encontré muy poca cosa.
Parece que fue un tímido movimiento iniciado por el filósofo Baruch Spinoza en el siglo XVII, y que se definía como el arte de una vida inteligente basada en la conciencia y espiritualidad. O, al menos, no encontré nada más, o nada que me pareciese interesante. Ahora sé que mi impresión al leer la palabra biosofía se debe a que proyecté en ella mi sentir, y en una milésima de segundo mi búsqueda había quedado concentrada en ese sustantivo. Biosofía, etimológicamente hablando, significa «la sabiduría de la vida». Pero para mí, es la sabiduría que se encuentra en el estudio científico del organismo. Sí, la ciencia también puede ser fuente de sabiduría, no solo de conocimiento o de información.
Biosofía es la sabiduría que nos concede la biología; no es una forma de proceder, sino de mirar. Es cuando leo un artículo científico y me ha convertido en mejor persona; cuando diseño un experimento de biotecnología al servicio de lo humano y no al revés; cuando creo que un poema de pocas líneas dice tanto o más que la descripción de un mecanismo neuronal; cuando me acuerdo de un párrafo de una novela al leer un estudio científico, y al revés; cuando recurro a la filosofía si no alcanzo a comprender las leyes materiales del organismo; cuando reparo en mí al leer una estadística; cuando comparto el conocimiento científico de la neurociencia con la intención de ayudar a crecer a otros.Cuando me inspiro en el cuerpo para guiar mi conducta.
Biosofía es la unión indisoluble de saberes. Para ser biósofo no hace falta ser científico ni licenciado. Biosofía es, al fin y al cabo, la mirada humilde del que busca esculpir su cerebro apoyándose en el estudio científico de la biología.
Pero la biosofía, o ser una biósofa, requieren de una curiosidad que vaya más allá de las especializaciones. Hay algo en las lupas que nos aleja del paisaje. Muchos de los más prestigiosos biotecnólogos no saben nada de humanidades, y muchos eruditos humanistas no sabrían describir una neurona. Esto nos lleva a un viejo debate que parecía haberse jubilado, pero que, dados los tiempos que corren, habría que recuperar: la relación entre las ciencias y las humanidades.
Seis de abril de 1922, París; Europa bajo la resaca de la Primera Guerra Mundial. Un alemán, Albert Einstein, fue invitado a la capital francesa para debatir sobre el concepto del tiempo con uno de sus mejores filósofos, Henri Bergson. Einstein, por aquel entonces, era ya un prestigioso y famoso físico que, con su teoría de la relatividad, proponía un tiempo dependiente de la velocidad y que puede medirse: «el tiempo del universo». Bergson, el filósofo de la memoria, era en ese momento un pensador, convertido en fenómeno social en Francia, que proponía hablar de duración en vez de tiempo, de recuerdos y de sueños; es decir, del «tiempo de nuestra vida».
El encuentro tenía como excusa debatir el significado físico y filosófico del tiempo, pero había algo más profundo: se debatía el lugar de la filosofía ante una ciencia que engullía a las demás formas de conocimiento. Bergson defendía la subjetividad; Einstein, la objetividad. Bergson defendía un universo en constante cambio y, por lo tanto, impredecible; Einstein aspiraba a encontrar las leyes que rigen y predicen el universo. Bergson no podía comprender una ciencia que excluyese el papel de la conciencia humana en el universo; Einstein buscaba la unidad de un universo inmutable. Bergson abrazaba la complejidad y la incoherencia; Einstein, la coherencia y la simplicidad. Así lo resume con erudición y elegancia la historiadora Jimena Canales.
Hubo un momento del debate que pasó a la historia. Después de un vaivén de reflexiones entre el físico y el filósofo, Bergson sentenció que la teoría de la relatividad era tan solo una teoría física, y que, por lo tanto, la filosofía no quedaba excluida. Einstein respondió con una frase que contribuyó a cambiar el rumbo del conocimiento: «El tiempo de los filósofos no existe».
Se refería, literalmente, a que el tiempo, tal y como lo conciben los filósofos, no tiene lugar en el estudio científico. Pero su intención era más bien otra. Con esa potente y desgarradora respuesta, daba por finalizado el papel de la filosofía en la ciencia. Muchos historiadores consideran ese debate, o más bien la tajante respuesta de Einstein, como punto de partida para que las facultades de ciencias dieran por bueno prescindir de la filosofía en sus departamentos. El término científico era, y sigue siendo, sinónimo de verdad, y sustituía al concepto de filosofía natural. A partir de la mitad del siglo XIX, el tiempo de los filósofos se había acabado y comenzaba el reinado de la ciencia, que aporta avances, descubrimientos, que avala o sentencia la validez de cualquier propuesta. Su poder ha alcanzado cotas peligrosas.
Afortunadamente, después del encuentro entre Einstein y Bergson, la ciencia sufrió una nueva revolución que puso todo patas arriba de nuevo: la llegada de la física cuántica. Eso es algo que me fascina de la historia de la ciencia y que todos los que nos dedicamos a ella deberíamos recordar: cuando pensamos que ya lo sabemos todo, llega una nueva teoría que nos arroja al suelo. Siempre he defendido que las carreras científicas deberían incluir en sus programas académicos Historia de la Física, Historia de la Medicina, o Historia del Pensamiento Científico. Se acabaría con mucha soberbia e ignorancia. Uno de los ejemplos más ilustrativos al respecto lo encontramos en una anécdota de Max Planck.
Considerado uno de los mejores físicos de la historia, Planck descubrió la cuantización de la energía que dio lugar al nacimiento de la física cuántica. Nació en Kiel en 1958, en el seno de una familia profundamente «académica»: bisabuelo, abuelo, padre y tíos —entre ellos, el padre del Código Civil alemán— fueron profesores universitarios de Teología y Derecho. En este ambiente de estudiosos, Max Planck compaginó sus estudios con la música, y su carrera profesional fue motivo de presión y de preocupación en una familia que pretendía mantener impecable su prestigio intelectual.
Al acabar la formación básica y tener que plantearse su trayectoria universitaria, a Max le tentaba la filosofía clásica, aunque se inclinaba por la física, así que pidió consejo a uno de sus profesores en esta última materia, Philipp von Jolly, quien le respondió que la descartase porque ya estaba todo inventado. Años antes, el decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Harvard había declarado que a la física solo le quedaban por afinar algunas constantes, pues lo fundamental ya estaba descubierto. ¡Toma ya! No critico el error de predicción de estos profesores, sino el pensamiento que subyace: somos capaces de saberlo todo.
Por suerte, las pretensiones de Max Planck eran muy humildes y le respondió que no ambicionaba descubrir nada nuevo, sino aprender las bases de la física. Treinta años después nació una de las teorías más rompedoras de la historia del pensamiento.
La biografía de Planck es una enciclopedia de la grandeza y la torpeza humanas; como muestra, una anécdota más de las muchas que contiene. Cuando le comentó a su padre su intención de dedicarse a la investigación, este, sorprendido, le recordó que ya estaba todo inventado. Su sorpresa fue aún mayor cuando le confesó el tema de su tesis: estudiar por qué un cuerpo negro cambia de color cuando se calienta. Planck lo relata con mayor elegancia en su biografía, pero yo me puedo imaginar a ese catedrático de Derecho blasfemando al pensar en qué demonios era semejante tontería. Atónito, le aconsejó que reconsiderase su carrera profesional, pero Max, como ese héroe olvidado que vence en las más épicas batallas sin enterarse, continuó con sus estudios sobre la radiación de los cuerpos negros. Años más tarde, obtuvo el Premio Nobel de Física.
La ciencia también tiene ese toque sarcástico que obliga a aterrizar cuando nos creemos constructores del pensamiento más elevado.
En el cuarto curso de la carrera de Física realicé un proyecto para la asignatura de Cosmología que se centraba en el tiempo de Planck; es decir: qué sucedió en el universo desde la gran explosión hasta los 10-43 segundos, momento en el que cuatro fuerzas de la física —nuclear fuerte, nuclear débil, electromagnética y gravitatoria— comenzaron a ser válidas. Recuerdo entre risas la cara de mi madre y su tono cuando me preguntó: «¿Realmente dedicas tantas horas a estudiar lo que ha pasado en la historia durante un tiempo que dura mucho menos que un segundo?». No supe qué responder, pero el humor me recordó que, al final, el estudio es también un laberinto de pretensiones.
Algo similar sucedió años después en el ascensor de su casa. Mi tesis doctoral se centró en el estudio de la interacción de los campos electromagnéticos del cerebro, que suena tan complejo como en realidad es. Pero, al iniciar el proyecto de la interacción entre el cerebro y los órganos, comencé con el estudio de la microbiota intestinal y la influencia que tiene en ella nuestro estilo de vida. Cuando le conté a mi madre que, para analizarla, necesitamos las heces de las personas, se quedó perpleja y exclamó: «Hija, quedaba mejor decir que estudias los campos eléctricos del cerebro que contarles a los vecinos que ahora analizas heces» (por cierto, no dijo heces). Esto de asociar prestigio científico a la seriedad es una broma que debiéramos superar.
Volvamos a Planck. Los descubrimientos que realizó durante su carrera le dieron un papel protagonista en la historia de la ciencia que él hubiera preferido no representar. Tuvo que enfrentarse a las burlas de aquellos que defendían el anterior paradigma, someterse al escrupuloso examen de quien propone una nueva perspectiva y, finalmente, saborear las delicias del nacimiento de una visión renovada. Tal vez los innumerables callejones sin salida en los que se debió ver Planck en su vida le llevaron a pronunciar una de las más humildes frases que he leído y que, a mi parecer, debería presidir los laboratorios universitarios: «La ciencia avanza de funeral en funeral».
Antes de desviarme con las anécdotas de Planck, decía que el debate entre las ciencias y el humanismo revivió con la revolución cuántica, y lo hizo de la mano de otro maestro de la física, Erwin Schrödinger. En 1950 participó en el ciclo de conferencias «La ciencia como elemento del humanismo», patrocinadas por el University College de Dublín. En ellas alertó de que los logros prácticos de la ciencia, como la ingeniería y la tecnología, pueden ocultar su auténtico sentido. Nos solemos olvidar de sentir cuando podemos medir. Ya lo advirtió Bergson en su debate con Einstein: no confundamos el tiempo del reloj con la experiencia del momento.
Este tema está especialmente vigente hoy, que disfrutamos de las comodidades de la industria y la medicina, por lo que tendemos a concluir que ese es el objetivo de la ciencia e infravaloramos la investigación básica o «inútil». La ciencia debe conservar su carácter idealista y hasta utópico. Pero, por encima de esto, Schrödinger nos invita a apoyarnos en ella para reflexionar sobre la condición humana, como hacían los griegos que él tanto admiraba. Para él, «la finalidad de la ciencia, y su valor, son los mismos que los de cualquier otra rama del conocimiento humano. Ninguna de ellas por sí sola tiene finalidad y valor. Solo los tienen todas a la vez». Y concluye su exposición con la confesión de que cualquier forma de conocimiento, por abstracta o materialista que sea, debe seguir la máxima de Delfos: «Conócete a ti mismo».