Niña y Basurero - Grimanesa Lazaro - E-Book

Niña y Basurero E-Book

Grimanesa Lazaro

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Beschreibung

Niña y Basurero está compuesto por dos novelas breves. En la primera, una madre educa a su hija en un pueblo del norte argentino; el padre es trabajador golondrina y no interviene en la crianza de la niña. Un relato duro en el que no faltan el amor y los cuidados. En "Basurero", unas voces son testigos de un crimen de odio contra un joven gay. En estas páginas no hay lugar para la piedad y a los personajes se los admira por su inteligencia para adaptarse a las condiciones más hostiles. La vida y la muerte son narradas por voces despegadas que al poner distancia exponen las peripecias novelísticas ateniéndose a técnicas narrativas antes que a sentimentalismos. Con Niña y Basurero, Grimanesa Lazaro ofrece un debut literario cargado de potencia.

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Niña y Basurero

 

 

Grimanesa Lazaro

 

 

 

Índice

CubiertaPortadaNiñaBasurero1234567891011121314Sobre la autoraCréditos

Niña

Todos los años, a partir del quince de diciembre, me sentaba con mi hija Lucero a estudiar. Aprovechábamos las vacaciones para repasar lengua y matemática. No era por sugerencia de ninguna maestra. Yo quería que le fuera mejor en la escuela, no para que brillara, sino para que pasara desapercibida y que nadie hablase de ella.

Después de la entrega de diplomas en el acto de fin de año la dejaba dormir y jugar dos semanas de forma ininterrumpida. Luego, antes de la navidad, abríamos los cuadernos por la tarde. El mejor momento del día era cuando caía el sol. Durante la siesta era imposible, hacía mucho calor. Si comenzaba a llover tampoco podíamos. El ruido del agua sobre el techo de chapa de nuestra casa impedía que pudiéramos escucharnos.

La iniciativa de la escuela en casa comenzó cuando Lucero terminó primer grado y me advirtieron que no había aprendido a escribir. Sólo copiaba algunas palabras del pizarrón. Entonces me pasé todo el verano enseñándole a escribir su nombre.

—Poné Lucero.

A veces se lo pedía hasta tres veces antes de que se dispusiera a cumplir la orden. Ella agarraba la lapicera con la mano derecha, toda torcida. No sé cómo podía escribir en esa posición. Escribía “lcerol”.

—Está mal. Lu, U. Como muuu de la vaca. Y la primera es con mayúscula, si es tu nombre, ¿o sos un perro?

—Sí sé mamá.

No se reía mucho y le costaba concentrarse. Le gustaba quedarse mirando objetos pequeños con la boca abierta como moscas o gotas de jugo sobre el mantel de plástico. Otra cosa difícil era retenerla. La sentaba alrededor de la mesa en una silla alta con las piernas colgando y no dejaba de moverse. Contorneaba las piernas o bien simulaba andar en bicicleta. Tenía seis años y no podía dejar la cola fija sobre una superficie dura.

Siempre moviéndose, así la recuerdo. Varias veces la había tratado contra los parásitos sin éxito. Nunca me gustó retarla por el movimiento, pero era difícil que pudiera escribir o pintar en el libro de animales de la granja. Mi papá me aconsejó agarrarla con una sábana, así que la ataba al respaldar de la silla con la esperanza de que no se deslizara para abajo. Tampoco podíamos comer o tomar algo mientras estudiábamos. Volcaba los vasos en los cuadernos.

Después de dos horas de repaso me daba pena que no hubiera tomado líquido y la dejaba libre. Salía corriendo como un bicho. Ágil, con la huida planificada desde tiempos inmemoriales. Nadie me diría que ella no era inteligente. Escapaba de mí como un cachorro mamífero en peligro de una carnicería e inclusive del canibalismo que yo pudiera ejercer contra ella.

—Escribí de nuevo. Luuuuuceeeero. Escribí bien una vez y te vas.

Inmediatamente había puesto “lucreli”.

—Lucero no lleva letra I. Y la primera es con mayúscula. ¿Sos niña o perro?

Yo no sé cómo aprendí a leer. No me acuerdo. Mi papá tampoco sabe. No fue él quien me enseñó. Cree que volví sabiendo de la escuela. En mi casa no había libros y el diario sólo lo dejaban los domingos. Todo lo que consumía eran fotocopias de canciones que regalaban en la iglesia y los cuadernos de la escuela.

Lucero va a la misma escuela que fui yo. Veinte años pasaron demasiado rápido. El edificio y lo que sucede en el aula se modificó un montón. Nosotros copiábamos todo del pizarrón. Me acuerdo de que las señoritas eran alérgicas a la tiza. Mi papá una vez al año se ofrecía y repasaba las pizarras con pintura negra para que no tuvieran que remarcar.

A mí me encantaba salir del aula, ir a tomar agua al patio, pasar por la dirección y elegir los colores de tiza que nadie quería. Verde y amarillo. Volver y copiar con esas tizas en el pizarrón. Tenía la letra grande y copiaba sin errores. Ni idea de dónde aprendí las reglas ortográficas. Después me dolía la muñeca porque si no marcaba fuerte se quejaban de que el amarillo no se leía. Y no quería que me prohibieran usar ese color, así que apretaba hasta causarme una tendinitis.

Ahora hay fotocopias. Mi papá junta las monedas que le piden a Lucero todos los días. Hasta una biblioteca hay. Los chicos pueden elegir un libro y traerlo a casa por un fin de semana.

Me di cuenta de su problema de adicción conmigo desde que nació. En la panza misma quizás. La niña no se movía mucho. No necesitaba comunicarse conmigo, pero sí tenerme cerca. De bebé no le gustaba estar con nadie más. Ni siquiera los animales le inspiraban confianza.

Esa puede ser una de las causas de que el padre se haya ido a trabajar a otra provincia. Con mi cría nunca dejamos de ser la misma persona. Pegada a mí, así es su historia. Apoyada en el pecho de la madre creció, con y sin teta. No era comida lo que necesitaba para vivir, era a mí.

Comemos juntas, dormimos juntas, vamos juntas a comprar. La llevé cargando a la escuela desde que iba a jardín de infantes y la retiré a upa también. Los primeros años me tuve que sentar todos los días en la puerta del aula porque si no, no quería quedarse. Debía mirarla y sonreír. Transmitirle paz. Era muy callada, no hablaba con otros chicos. Se contorneaba también en el banco del aula y, a diferencia de mí, la maestra sí la retaba.

Cuando servían el mate cocido, no lo quería. Me tocaba darle yogur de frutilla en la boca con una cuchara durante el recreo. Pero no era por fina. De verdad era como si no pudiera comer otra cosa que yogur y algunas frutas hervidas. Las texturas de las galletas le molestan y no las soporta dentro de las fauces. Me dijo “siento como un puñado de hojas de árbol adentro de la boca”.

Al principio en el jardín me ofrecían mates. Yo ayudaba con alguna función maternal, como acompañar a los niños al baño o limpiarles la nariz si estaban resfriados. Pero cuando Lucero pasó a primer grado las señoritas me pidieron que me fuera. Dijeron que no le hacía bien para su desarrollo. Entonces todos los días era siempre la misma secuencia. Hablaban conmigo y yo me iba. Luego mi hija comenzaba a gritar, a patear y a simular que no estaba respirando. Los demás no podían seguir la clase. Una nena era muy sensible y lloraba con ella. No entendía que era en vano, que Lucero la veía y lloraba más fuerte.

Lucero tenía que crecer y no sabíamos cómo ayudarla. Un día decidieron llamar a la directora. Alguien con más experiencia.

—¿Lucero, por qué llorás? —le preguntó la vieja mujer—. Tu mamá tiene que ir a hacer las cosas de la casa, no puede quedarse con vos.

Creo que nadie se había detenido a preguntárselo antes.

—Si mi mamá se va, se puede morir —dijo Lucero, y me conmovió.

Siete años y lo único en lo que pensaba mi hija era en mi muerte precoz, en su abandono, en una situación de duelo. La muerte, lo único para lo cual no tengo explicación. Desde los siete años la veo dilatar ambas pupilas como un felino, agarrar mi pierna con la mano izquierda y el lápiz con la mano derecha. Con la mano torcida ella sólo escribe “mi yamo uclerooL”.

La panza me apareció recién a los ocho meses, como un rayo. Antes había sido una embarazada sin antojos, sin manchas en la cara ni retención de líquido en los tobillos. Tuve al principio poco aumento de peso. Pero a mediados del tercer trimestre, reforzando la idea de que la naturaleza arrasa con fuerza, no me entraban ni los vestidos más holgados. Me levantaba desesperada de noche para tomar agua y comer naranjas y me faltaba el aire cuando lavaba el piso.

En ese momento lo que entonces no me parecía normal en mi cuerpo era paradójicamente naturalizado por todos a mi alrededor. Ellos decían entender mis síntomas. A veces siento que la mayoría de las personas hasta se alegraron cuando por fin empecé a quejarme de las manchas y los edemas. Se sintieron felices de verme la panza cuadrada y de enterarse de que tenía que dormir sentada para poder respirar.

En las tres ecografías que me hice Lucero tenía un crecimiento normal. En la primera descansaba horizontal. Me hizo acordar al dibujito del niño acostado sobre la luna, pescando. Vi la silueta de la cara y las patitas flotando en su colchón de líquido. En la segunda reposaba con la cara hacia mi ombligo. En la última, antes del parto, la escondía entre sus brazos y no se dejaba ver.

En el hospital no pudieron imprimir fotos de ninguna de las tres porque no tenían papel, así que sólo yo la conocí en su feliz estado fetal. Alimentada en vivo por los nutrientes de mi placenta. Dormida a treinta y siete punto cuatro grados, que fue la temperatura de la mayor parte del verano, respirando un poco de carbón por la quema de caña.

Así se desarrolló Lucero. Escuchando mi corazón arrítmico, siempre supe que una de mis válvulas funcionaba mal por la fiebre reumática que me había dado de chica, y que yo no debía quedar embarazada. Pero ahí estaba. Cargando los tres kilos y medio rosados de carne y huesitos de una niña y los seis kilos de placenta y líquidos.

Rompí bolsa a la madrugada. Me fui inmediatamente al hospital. Mis amigas me advirtieron de esperar unas horas en casa, pero por tener el corazón fallado entendí desde antes de concebirla que había riesgos. Que tenía que nacer por parto porque mi cuerpo no toleraría una cirugía. Para mi marido también estaríamos más seguras en el hospital. Le impresionaba la sangre y tenía miedo de no poder ayudar si mi casa se volvía una sala de parto.

Al comienzo de todo, la niña me revolvía las entrañas, hacia arriba. Empujaba con sus pies la base de mi pelvis e intentaba llegar hasta mi corazón. Si lo encontraba, ¿se agarraría de él?, ¿ese bofe tendría olor a sangre?, ¿latería distinto durante el trabajo de parto?, ¿lo arreglaría esta niña santa?

En el hospital mi médica no estaba ni iba a estar. Había viajado a un congreso, así que la reemplazaba otra médica. La chica me saludó cuando llegué y me puso la mano sobre la panza. Después se hizo cargo una partera que me revisaba cada dos horas mientras me daba algún consejo. Si bien estaba sola en el cuarto, no lo vi como algo cómodo. Tenía miedo en serio, pero no dejaban entrar a nadie. “Recién cuando vaya a nacer vamos a llamar a tu marido”. “Ahora dormí”. “Aprovechá”. Yo quería estar con mi marido, con la vecina o con la quiosquera. Necesitaba que alguien me hablara. Que me trajera de vuelta de mis pensamientos de catástrofe inminente y de muerte segura al norte de Argentina.

A las tres de la mañana del día siguiente la partera gritó que veía una piernita. Yo también la sentí. La pata acarició todo alrededor: las telas esterilizadas, los labios de mi vagina y la superficie de la camilla. La partera comenzó a gritar y vino la misma médica del día anterior. Apareció corriendo y me revisó. No vio la pata. Yo también dejé de sentirla. Introdujo su dedo por la carne viva de mi vagina y le dijo a la partera que era imposible, que tocaba la cabeza del bebé.

La médica me preguntó cuántas horas llevaba ahí. Le dije que dieciséis y puso una cara que no me gustó. Me abrió el goteo del suero y desde entonces todo me dolió mucho más. Estoy segura de que desde ese momento todo dolió más. Parece que apartaron a la partera del sector, porque no regresó. En cambio dejaron pasar a mi marido. Pasamos el resto de las horas en silencio. Deberíamos haber llevado una radio.

Lucero nació a las pocas horas, cuando comienza el día pero todavía no se ve el sol. Dudé en ponerle Alba, Solange, Clara. A la hora de enseñarle a escribir me gustaría haberle puesto Ana. Algo más fácil de aprender y de internalizar.

La bebé gritó y abrió los ojos llenos de grasa. Negros y redondos como los del padre sobre un fondo pálido. Me preguntaron ¿cómo le vas a poner? Dije Lucero. “Lucero, vení con mamá”, pero no me miró. Hasta el día de hoy no responde por su nombre. La llamás y no entiende que te dirigís a ella. No entiende que aunque no le guste la bauticé así, que tiene identidad y se llama Lucero.

Con Alejo, mi reciente marido, pensamos el mejor lugar donde vivir durante todo el embarazo. Analizamos opciones como los adultos responsables que nos tocaba ser. Fuimos a ver un par de alquileres, regateamos precios, medimos distancias. Nos costaba aceptar que hasta que él no consiguiera un mejor trabajo, lo mejor que podíamos hacer era vivir en mi casa.

Cuando me embaracé sólo vivíamos mi papá y yo. Mi mamá había fallecido dos años antes por cáncer de pulmón. Mi hermano trabajaba en la ciudad. Mi hermana acababa de cumplir diecinueve y vivía con su novio a dos cuadras. Casi no la veíamos porque de lunes a viernes era empleada cama adentro en otra localidad. Todo por decisión propia. Nadie la obligaba a trabajar. Supuestamente quería juntar plata para viajar.

Mi viejo había cumplido cincuenta y tres. No hacía ruido. Era ordenado, todavía tenía algunas amistades y trabajaba día por medio. No le di muchas explicaciones. Le conté del embarazo y que Alejo iba a hacer una pieza de material en el terreno. Lo más probable era que se mudaría con nosotros cuando naciera el bebé. Creo que, a diferencia de mis otros dos hermanos, mi papá nunca pensó que me iría de su lado. No le generó sorpresa que me quedara y hasta se alegró que nos quedáramos viviendo con él.

Alejo invirtió en una ampliación pequeña. Contrató a dos hombres para que construyeran una habitación de material con baño. Algo sencillo, amplio para que entrasen la cuna y la cama matrimonial, acorde con el resto de la casa. Las ventanas y el piso se comprarían más adelante.

Los hombres trabajaron un mes para levantarla. Era época de lluvia y el camino de tierra desde la entrada hasta el fondo de la casa no ayudó en la construcción. La carretilla dejó todo el patio con pozos que después se llenaron de sapos. Estábamos inundados de barro y mosquitos. Mi papá limpiaba de noche. Había que baldear con agua limpia, barrer y sacar los escombros. Correr las alimañas. No me puedo olvidar del olor a humedad, del cemento ni del ruido del pico sobre el ladrillo. Estaba embarazada y me daban jaquecas y náuseas.

Durante la construcción Alejo todavía siguió viviendo en la casa de su mamá. Pasaba a la mañana a ver la obra. No entendía nada ni le ponía mucha onda. Sin mi papá todo hubiera quedado chueco. Mal encuadrado. Tampoco me ayudaba a sacar el polvo. No se daba cuenta, o no sé. No era del todo un hombre atento. Había cosas que le daban impresión. Cuando mi mamá estaba enferma no quería entrar a verla. Es cierto que no tenía buen aspecto, pero un par de veces preguntó por él y lo mismo no quiso saludarla. Decía que lo ponía mal.

Mi vieja había sido morocha y si tomaba sol se ponía dorada. Su piel quemada era bella. Como un manto que combinaba distintos matices tierra y que relucían si se iluminaba en ciertos ángulos. Cuando estaba mojada tenía cierto resplandor y se le posaban catas verdes en el hombro. No sé. Ella nunca fumó. No entendemos por qué tuvo cáncer de pulmón. A los tres meses del diagnóstico estaba esquelética y transparente. Podías seguir cada vena de su cuerpo. Palpar el borde de todas sus costillas que, lamentablemente, se quebraron una por una cada vez que le agarraba un ataque severo de tos. Su color dorado cambió por azul.

Consultó un día cualquiera en la salita del CAPS porque le dolía la panza. Me dijo el médico que no la veía respirar bien. Ninguna de las dos se había dado cuenta. Tampoco sabíamos que existía una forma correcta de respirar. Le hicieron una radiografía y la derivaron en ambulancia al Hospital Padilla. Quedó internada para hacerle un ciclo de quimioterapia. Todos eran amables, pero se puso muy mal. No aguantó. Tosía, vomitaba. Se ahogaba con la comida. Le dio diarrea con sangre. Todo junto. Ella no quería estar ahí. Firmamos unos papeles y la dejaron libre. Pagamos un auto particular para que la trajera hasta acá. Viajó con pañales.

Los pocos meses que vivió la atendí con gusto. Yo tenía veinticuatro años. Miriam seguía en la escuela secundaria y no queríamos que se impresionara. Martín se había ido hacía poco a la ciudad, ¿para qué iba a volver?

Después de ver a mi mamá con decenas de ataques de falta de aire no pasó mucho hasta perderle el miedo a la muerte, por lo menos a la mía. Igual sí me da miedo matar. Todos los saben.

La primera noche que dormimos en la habitación nueva, Lucero tenía tres meses. Aunque a la habitación la habían terminado hacía mucho, esperamos a que hiciera calor para mudarnos por la falta de una ventana sólida que protegiera del viento.

Esa noche una cucaracha intrusa salió del inodoro. Era marrón, reluciente. Medía seis centímetros, sin exagerar. La vi a las tres de la mañana cuando me levanté para ir al baño. Tendría que haberla matado en ese momento, pero entonces comencé a sentir mi fobia con matar. La culpa. Arañas, cucarachas, ratones y sapos. No podía exterminar a ninguno sin sentir que estaba acabando con la paz de un ser vivo inofensivo que no había elegido terminar así.

La dejé con vida. Era un hermoso bicho, feliz de existir. Pensé que al otro día la encontraría boca arriba, muerta por no poder girar su eje sobre sí misma. Muerta por haber comido las migas de mi piso hasta reventar. Un monstruo con gula.