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Esta amena y original colección de minibiografías ilustradas nos revela los momentos más significativos de la infancia de diecisiete grandes artistas. ¡Atrapará a lectores de todas las edades! Olvida los premios, las grandes exposiciones y las obras maestras. Cuando los artistas más famosos del mundo estaban creciendo tenían los problemas típicos de cualquier niño. La familia de Jackson Pollock no dejaba de mudarse: vivió en ocho ciudades distintas antes de cumplir los dieciséis años. Georgia O'Keeffe estuvo siempre a la sombra de su «perfecto» hermano mayor. Y Jean-Michel Basquiat logró dejar atrás la pobreza para convertirse en uno de los artistas más influyentes del mundo. Niños artistas cuenta estas y otras historias acompañadas de vibrantes y coloridas ilustraciones que animan la lectura.
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Seitenzahl: 114
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Índice
Cubierta
Portadilla
Introducción
PRIMERA PARTE. LA LLAMADA DE LO SALVAJE
Leonardo da Vinci: El maravilloso escudo de Medusa
Vincent van Gogh: El chico que adoraba los bichos
Beatrix Potter: Enamorada de la naturaleza
Emily Carr: Salida del bosque
Georgia O’Keeffe: Nacida rebelde
SEGUNDA PARTE. UNA VIDA DURA
Louise Nevelson: La emigración a los Estados Unidos
Dr Seuss: Y pensar que lo vio por Mulberry Street
Jackson Pollock: La eterna mudanza
Charles Schulz: El chico tímido
Yoko Ono: Un revés de la fortuna
Jean-Michel Basquiat: La lección de anatomía
TERCERA PARTE. LA FUERZA DEL EMPEÑO
Claude Monet: El éxito de las impresiones
Pablo Picasso: El niño problemático triunfa
Frida Kahlo: De tal padre, tal hija
Jacob Lawrence: Un niño pequeño, una gran migración
Andy Warhol: Mamá sabe lo que te conviene
Keith Haring: A través de la mirada de un niño
Créditos
N o todos los niños se convierten de mayores en grandes artistas. Pero lo que está claro es que todo gran artista empezó siendo un niño. Los pintores dieron sus primeros pasos dibujando garabatos en la escuela. Los escultores empezaron jugando con el barro en el parque. Y la mayoría de los dibujantes hoy en activo pueden decirte cuáles son su cómic, su videojuego o sus dibujos animados favoritos.
En este libro te contamos historias de diecisiete artistas legendarios. Seguro que reconoces algunos nombres, pero es probable que nunca hayas escuchado detalles tan curiosos sobre la vida de todos ellos. Y eso es porque estas historias suceden antes de que estos pintores, escultores y dibujantes fueran famosos, tiempo atrás, cuando no eran más que niños que hacían deberes, dibujaban en grandes cuadernos y convivían con sus padres y madres, hermanos y hermanas.
No pasa nada si no conoces todos los nombres que aparecen aquí. No es necesario. No hace falta ver las obras de arte de Andy Warhol para comprender cuánto odiaba ir al colegio, hasta el punto de ser necesario que un adulto lo arrastrara fuera de casa dando patadas y gritos…
Por otra parte, seguramente conoces la obra de Dr. Seuss. Y aun así, puede que no sepas que, de niño, sus compañeros de clase se burlaban de él y lo acosaban. Este libro te explica por qué.
Luego está Jean-Michel Basquiat. Su familia tenía poco dinero, así que le tocaba dormir en un pequeño hueco debajo de las escaleras.
¿Y cómo olvidar a Charles Schulz? Divirtió a millones de personas con sus cómics de Carlitos (Charlie Brown) y Snoopy. Pero ¿sabías que el protagonista de su primera viñeta publicada fue el perro que tenía su familia de verdad?
Todos los artistas que aparecen en este libro poseían con un talento particular. Muchos de ellos se enfrentaron también a retos particulares: recuperarse de enfermedades y lesiones, como Frida Kahlo…
… o pasar la infancia con una madre sobreprotectora, como Yoko Ono…
… o sobreponerse a espantosos accidentes en la infancia, como Jackson Pollock…
Todos estos niños aprendieron lo fantásticos que podían ser superando enormes obstáculos. O, en el caso de la pintora Emily Carr, ¡simplemente chapoteando en el barro con los cerdos!
Esperamos que estas páginas te inspiren para dibujar, pintar y escribir tus propias historias. ¡Quizá un día tú también encontrarás tu obra expuesta en un museo o impresa en un libro! Pero incluso si eso no sucede, sabemos que te divertirás mucho simplemente siendo creativo y poniendo a prueba los límites de tu imaginación.
Así es como empezaron todos estos niños. Crearon arte, marcaron una diferencia y acabaron haciendo historia.
La naturaleza siempre fascinó a Leonardo, que no solo se convertiría en el Renacimiento en un gran artista, sino también en uno de los científicos más eminentes del mundo. Muchos de sus conocimientos sobre animales y plantas los adquirió en sus largos y solitarios paseos por las colinas de su Toscana natal, siempre con el cuaderno de dibujo a cuestas. Una vez dijo: «Cuando estás solo, eres totalmente tú mismo. Deberías decirte: “Iré por mi cuenta y me separaré de los demás, es el mejor modo de estudiar la forma de los objetos naturales”».
Pero, aunque era fascinante, el mundo natural podía ser también fuente de grandes misterios y terrores. El joven Leonardo aprendió esta lección un día en que caminaba solo por el campo, deseoso de ver la «multitud de formas variadas y extrañas creadas por la naturaleza».
Se encontró ante la entrada de una gran cueva, la más profunda y oscura que había visto nunca. Leonardo merodeó por la entrada mucho rato. Se inclinó para mirar dentro de la cueva, en busca de señales de movimiento. Tenía miedo, pero también una gran curiosidad. ¿Era un monstruo eso que se escondía en su interior?
Leonardo nunca lo averiguó: estaba demasiado asustado para avanzar más. Pero la visión de la criatura de la cueva lo acompañó el resto de su vida, alimentando su deseo de pintar las maravillas del mundo natural y, en una ocasión memorable, también las del mundo fantástico.
En 1466, cuando Leonardo tenía catorce años, su padre lo envió a Florencia a trabajar como aprendiz de un conocido pintor, escultor y orfebre llamado Andrea del Verrocchio. La vida en el taller de Verrocchio a menudo era aburrida. Leonardo se pasaba el tiempo moliendo pigmentos, yendo al mercado y haciendo recados para el maestro. Trabajaba duro y era recompensado con una valiosa formación en las artes del dibujo, la pintura y la anatomía. Pronto se convirtió en uno de los mejores alumnos de Verrocchio y terminó siendo un artista formidable.
De acuerdo con el relato de un historiador del arte del siglo XVI llamado Giorgio Vasari, un día un granjero amigo acudió a ver al padre de Leonardo, Ser Piero da Vinci, con un escudo redondo hecho de madera de higuera y le encargó que se lo decoraran en Florencia. Ser Piero le trasladó el trabajo a su hijo, explicándole que debía pintar una imagen en el frente del escudo.
Buscando inspiración, Leonardo dio muchas vueltas, estrujándose el cerebro para dar con un tema lo bastante terrorífico para decorar el escudo de un guerrero. ¿Qué podía pintar que fuese tan horrible que asustara a cualquiera que se atreviese a mirarlo? Quizá fue entonces cuando Leonardo recordó su experiencia pasada al asomarse a la oscura cueva en busca de un monstruo.
Y de pronto se le ocurrió la idea. Leonardo recordaba la leyenda griega de Medusa, una monstruosa gorgona cuyo cabello lo formaban serpientes venenosas.
Se decía que quien la mirase a la cara se convertiría inmediatamente en piedra. ¿Qué mejor modo de vencer a un oponente que petrificarlo con la amenazadora cabeza de Medusa en tu escudo?
Y eso es lo que Leonardo pintó. Se encerró en su cuarto en el taller de Verrocchio, concentrando todo el poder de su imaginación en crear una espantosa imagen de la mujer con pelo de serpientes saliendo de un salto de detrás de un montón de piedras, escupiendo veneno, echando fuego por la boca y humo por la nariz. Era algo espantoso de contemplar…, y a Leonardo le encantaba.
Cuando terminó el escudo, Leonardo avisó a su padre para que fuera a recogerlo. Ser Piero llegó por la mañana temprano, ansioso por devolverle su encargo al granjero y recibir el pago a cambio. Llamó a la puerta de su hijo, pero Leonardo solo abrió una rendija y le dijo que esperara un momento. Entonces se adentró en su cuarto y cerró bien la ventana, creando una oscuridad total: solo un rayo de luz iluminaba el escudo. Entonces Leonardo hizo entrar a su padre.
En cuanto vio el escudo, Ser Piero retrocedió tambaleándose. Convencido de que una gárgola o alguna otra monstruosidad horrible se había posado en el escudo, se dio la vuelta para huir. Pero Leonardo lo detuvo. «El trabajo responde al propósito para el que se hizo», declaró. «¡Ese era el efecto que quería que produjera!».
Ser Piero rechazó el escudo. No podía soportar la idea de someter a nadie más a la misma macabra experiencia por la cual él acababa de pasar. En su lugar, encontró otro escudo que tenía pintada la imagen de un corazón atravesado por un dardo y se lo llevó a su amigo granjero.
¿Y qué pasó con la Medusa de Leonardo? Según la leyenda, Ser Piero vendió el escudo a un grupo de mercaderes florentinos por cien ducados. Estos a su vez vendieron la obra de arte al duque de Milán por el triple de ese precio. Pero nadie lo sabe a ciencia cierta. El escudo hace mucho tiempo que desapareció, un tesoro perdido de la infancia del viejo maestro que continúa hechizándonos. ¿Quién sabe? Quizá un día alguien descubra el terrorífico escudo sepultado entre los tesoros de una tienda de antigüedades.
Todos los días, los vecinos veían a Vincent van Gogh bajar la colina. Salía por la puerta del jardín hacia los campos que había detrás de su casa en busca de los esquivos escarabajos acuáticos que le fascinaban. Llevaba un frasco de cristal y una vieja red de pescar, lo mejor para capturar los bichos en la superficie del arroyo.
Vincent se pasaba horas sentado en la orilla, esperando en silencio a que apareciera un brillante bicho negro. Cada uno era único. Algunos tenían unas patas plegadas que sacudían cuando él los sacaba repentinamente del agua. Otros tenían unas largas antenas de aspecto temible.
Vincent conocía el nombre de todos los tipos de insectos. Cuando capturaba uno, lo echaba en su frasco para que no se dañara durante el largo camino de vuelta. En casa, en su buhardilla, los colocaba en la que sería su última morada. Con mucho cuidado, clavaba los escarabajos dentro de diminutas cajitas. En cada una pegaba una etiqueta con el nombre en latín de su queridísimo inquilino difunto. A veces les enseñaba los bichos a sus hermanas antes de meterlos en las cajas. A ellas les horrorizaban.
Pero a Vincent le daba igual lo que los demás pensaran de sus aficiones. A él le gustaba la naturaleza, coleccionar cosas y ser él mismo. En los días de verano recogía ramos de flores silvestres de los prados; se decía que había memorizado los escasos lugares donde florecían las especies menos habituales.
Otras veces se pasaba horas observando pájaros, estudiando sus movimientos. Se convirtió en un experto en migración aviar. Cuando las aves se marchaban hacia el sur para pasar el invierno, salía en busca de sus nidos y los añadía a su colección de objetos naturales.
La madre de Vincent compartía su amor por la naturaleza, pero le preocupaba que su hijo pasara demasiado tiempo solo en el campo. Intentó convencerlo para que se aficionara a otra cosa, como el dibujo. Le dio libros de arte, lápices y cuadernos para dibujar, y lo animó a reflejar en papel las imágenes que veía en los cuadros.
Pero Vincent se aburrió enseguida de copiar y de nuevo salió a las praderas, aunque esta vez para dibujar su visión de la naturaleza. Sin embargo, no le gustaban sus dibujos y raramente se los enseñaba a nadie. Más adelante diría que eran «rayajos sin más».
Solo una persona consiguió cambiar las costumbres solitarias de Vincent: su hermano menor. Theo era completamente distinto de Vincent: alegre, sociable y amante de la diversión, le encantaba estar con gente. No tenía la tendencia tristona de su hermano ni compartía ninguna de sus excentricidades. Mientras que a Vincent le gustaba estudiar a los pájaros y coleccionar nidos, Theo prefería silbar con sus cantos.
Durante un tiempo, a Vincent se le contagió la alegre personalidad de Theo. Aunque se llevaban cuatro años, compartían habitación, jugaban juntos y no se separaban para nada. Vincent le enseñó a Theo a jugar a las canicas e inventaba complejos juegos para ellos. En verano, hacían castillos de arena en el jardín de su casa. Cuando llegaba el invierno, patinaban en el estanque o arrastraban los trineos por la nieve. Si hacía demasiado frío para salir, se quedaban jugando a juegos de mesa junto a la chimenea.
Pero pronto Vincent cayó en un pozo de tristeza. No ayudaba mucho su sensación de que Theo era el favorito de sus padres. También a los chicos de la ciudad les gustaba Theo, lo que no hizo sino empeorar la rivalidad entre hermanos.
Vincent estaba cada vez más resentido. Los que fueran los mejores amigos empezaron a discutir cada vez más. Vencido por la tristeza, Vincent se apartó y de nuevo buscó consuelo en la naturaleza. Cuando se cruzaba con Theo en su camino hacia el arroyo para recoger insectos, lo ignoraba.
El comportamiento de Vincent —y su aspecto— era cada vez más estrafalario. Paseaba por la ciudad con la cabeza gacha, mirando a los vecinos con el ceño fruncido bajo la ancha ala de un sombrero de paja, evitando los caminos más transitados y dando largos rodeos por el campo.
Para consternación de sus padres, a Vincent le gustaba salir de casa por la noche, especialmente cuando se avecinaba una tormenta. Una vez desapareció durante varias horas y acabó en una ciudad a casi 10 km de su casa. Cuando regresó en mitad de la noche, llevaba la ropa desgarrada y apenas se veían sus zapatos bajo el barro.
En casa, Vincent se volvió peleón y tendente a las rabietas. La sirvienta de la familia se quejaba de que era el niño más desagradable de los Van Gogh. Lo llamaba oarige, en holandés, que significa «bicho raro».