No basta con un clic - Jorge Oesterheld - E-Book

No basta con un clic E-Book

Jorge Oesterheld

0,0

Beschreibung

Es habitual escuchar que la Iglesia debe cambiar su lenguaje para comunicarse con las personas, que las palabras y las formas que utiliza son anticuadas. Sin duda hay mucho para crecer y todos los esfuerzos que se hagan serán bienvenidos.  

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 146

Veröffentlichungsjahr: 2017

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



PRÓLOGO

Confieso que la lectura de este libro me ha provocado una enorme sorpresa. Agradable, por supuesto.

Me explico: supongo que la única razón por la que se me ha pedido que escriba este prólogo son mis muchos años dedicados a la información en general y a la información religiosa más en particular. He leído, por lo tanto, todos –sin excepción– los documentos magisteriales sobre la materia y conozco al dedillo lo que la Iglesia –la jerarquía más bien– piensa sobre la cuestión. También me he sentido obligado a leer la amplia literatura sobre los medios de comunicación y la Iglesia

Cuando me llegó el libro de Jorge Oesterheld, antes incluso de ojearlo, me pareció que podía ser una más de las obras consagradas al binomio iglesia-comunicación. Las sorpresas comenzaron simultáneamente a la lectura de sus páginas. No, no era lo que se podía esperar (o temer).

Puesto que vamos de confesión en confesión, este libro me ha planteado muchos interrogantes. Me ha obligado a hacerme muchas preguntas a mí mismo sobre el sentido de nuestra misión de comunicadores; me ha desmontado no pocos de los lugares comunes que se vienen repitiendo sobre el impacto de las tecnologías de la información y la comunicación; me ha confirmado en algunos de mis prejuicios sobre la “oficialidad” de no pocos de nuestros colegas; me ha alarmado sobre el peligro de que la Iglesia –siempre la jerarquía– no valore en su justa medida el desafío que se le plantea en este campo o se equivoque en su estrategia por ponerse en las manos de cuatro o cinco desaprensivos con pretensiones magisteriales.

Todo lo que antecede justifica más que suficientemente que recomiende la lectura del libro y que felicite a quien ya lo tiene en sus manos o sobre su mesa de trabajo. Libro que me atrevería a calificar de profético. Si a alguno le asusta el adjetivo, le recordaré que la palabra profeta proviene del vocablo griego “prophetes”, que designa no al que anticipa o adivina el porvenir, sino a aquel que habla “en lugar de” o “en nombre de”. En otras palabras, es alguien que interpreta la historia para enderezar el presente y el futuro. En este sentido, nuestro amigo Jorge nos conduce a través del análisis de la coyuntura mediática a la raíz del problema que nos interesa: ¿cómo comunicar de forma creíble y eficaz la persona de Jesucristo, su Buena Noticia? ¿Cómo evangelizar en un mundo de transformaciones tecnológicas en constante progresión? Y aquí nuestro autor nos da una respuesta: “el Evangelio habita en hombres y mujeres de carne y hueso, no en papeles”.

Mientras leía este libro Francisco publicó su Exhortación Apostólica “La alegría del amor”. Oesterheld nos da algunas claves sobre “su sorprendente protagonismo en todos los medios de comunicación contemporáneos”. “Francisco –escribe un poco más adelante– es eficaz usando la originalidad del lenguaje y los signos que encontramos en el Evangelio… Jesús no era un experto en comunicación institucional, era algo más simple y difícil: era coherente, claro, directo. No tenía nada que ocultar, no había en Él segundas intenciones”.

La conclusión de Francisco es sencilla pero contundente: “el compromiso personal es la raíz misma de la fiabilidad de un comunicador”. Por eso: “él se pone juego a sí mismo –nos dice quien trabajó con el entonces arzobispo de Buenos Aires muchos años–, se arriesga, dice lo que piensa y siente, vuelve sobre sus pasos cuando se da cuenta de que no es comprendido y aclara lo que quiso decir. No elude los temas complejos y los trata con palabras comunes. Huye de los tecnicismos que aportan precisión pero que conforman un lenguaje inaccesible para la mayoría. Prefiere las imprecisiones del lenguaje común, se arriesga a utilizar palabras que puedan ser interpretadas de muchas maneras e incluso a inventar palabras nuevas”.

Al cerrar la última de las páginas del libro que hoy tengo el honor de prologar me dije: “No ha sido tiempo perdido, todo al contrario”. Y bien sabe Dios que no es siempre este el balance que se hace al acabar una lectura.

Antonio Pelayo

INTRODUCCIÓN

UN LENGUAJE ORIGINAL

Es habitual escuchar que la Iglesia debe cambiar su lenguaje para comunicarse con las personas, que las palabras y las formas que utiliza son anticuadas y que en nuestro tiempo no se entienden. Sin dudas hay mucho para crecer en esa dirección y todos los esfuerzos que se hagan serán bienvenidos. Pero todo parece indicar que la dificultad es más profunda, que no es solamente una cuestión de lenguaje o palabras más o menos adecuadas.

Hay misioneros que apenas conocen la lengua de los destinatarios de sus discursos, consejos u homilías y que, sin embargo, llegan a los corazones y logran transmitir lo más importante del mensaje de Jesús. Hay también excelentes oradores que conocen todas las técnicas y las palabras exactas para llegar a sus auditorios y no logran transmitir lo que se proponen. La diferencia entre uno y otro no se encuentra en ningún curso de oratoria ni en algún entrenamiento para la utilización de los medios. Es necesario ese fuego interior que tiene solamente el que habla desde la experiencia. Es el fuego que movía a los apóstoles después de Pentecostés, es el fuego que Jesús mismo nos dice que ha venido a traer a la tierra “y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49)

La única manera de llegar al corazón del otro es con un mensaje que brota del propio corazón. Es imposible comunicar el Evangelio de otra forma. Sin usar el corazón podemos transmitir chismes de las curias, noticias sobre la Iglesia y hasta enseñar las verdades que contiene el catecismo o la misma Biblia. Pero eso no es evangelizar, eso es algo que puede hacerse sin haber experimentado jamás el amor misericordioso de Dios. La dificultad para transmitir el Evangelio de Jesús radica en que lo que hay que comunicar no es una doctrina religiosa, ni una moral, ni un conjunto de ritos, sino una manera de vivir. Es una experiencia que se va transmitiendo de una generación a otra. Cuerpo a cuerpo.

La Iglesia es la comunidad de los que, desde hace más de dos mil años, domingo a domingo, impulsados por el Espíritu Santo, se reúnen en torno a la mesa de Jesús para alabar al Padre, compartir la Palabra de Dios y alimentarse de un único pan que hace presente al mismo Jesús. Es una comunidad integrada por personas débiles, en su mayoría pobres y que se presenta a sí misma como formada por pecadores que Dios ha perdonado; que defiende la dignidad de cada ser humano y que quiere anunciar a todos los hombres y las mujeres que son hijos de Dios, que Él es un Padre bueno que los ama ¿Cómo se comunica todo esto en la era digital?

No es extraño que naufraguen uno tras otro los intentos de hablar de la Iglesia como si fuera una empresa, o una ONG, o una institución política o de beneficencia. Se trata de una comunidad muy particular que no cabe en las clasificaciones habituales; ahí nace la dificultad de comunicación y ahí nace también su originalidad y su belleza. No es solo una cuestión de lenguaje lo que está en juego cuando hablamos de “Iglesia y comunicación”

La historia de la Iglesia es la historia de una experiencia que se repite y se transmite. ¿Cuál es esa experiencia? ¿Cómo transmitirla en nuestros días? ¿Cómo encontrar las palabras y los gestos adecuados? ¿Por qué tantos en la Iglesia no logran comunicarse y tantas iglesias se vacían? ¿Por qué la presencia en los medios y las redes es poco eficaz? ¿Por qué, en la era de la comunicación, los hijos de la Iglesia apenas balbucean mensajes que muy pocos entienden?

Un lenguaje propio

No se trata de encontrar un lenguaje nuevo sino de redescubrir la originalidad de un lenguaje propio y único. Ese lenguaje propio está formado por signos y palabras transmitidos de generación en generación, que desde hace dos mil años ha puesto en comunicación a los discípulos de Jesús con hombres y mujeres de todas las razas y culturas. Para utilizarlo hoy, es preciso conocerlo y saber ponerlo en contacto con la realidad de cada lugar y en cada momento.

Para redescubrir ese lenguaje siempre sorprendente es necesario un doble esfuerzo. En primer lugar, bucear en el acontecimiento clave de la vida de la Iglesia: el momento de su nacimiento y la experiencia de los primeros discípulos. En segundo, comprender la realidad de la comunicación del mundo en el que vivimos en el siglo XXI.

Ambos pasos son necesarios. En esos días que siguen a la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret nace una forma de comunicación tan única y original como el sorprendente acontecimiento al que hace referencia. Por otra parte, en estos días de transformaciones tecnológicas, aparecen oportunidades nuevas para desplegar ese lenguaje muy antiguo, cargado de historia, y a la vez joven y pleno de belleza.

¿Cómo se va forjando ese lenguaje original propio de la Iglesia? Para averiguarlo es necesario mirar atentamente cómo fueron esos primeros pasos en la transmisión del mensaje cristiano y cómo fue evolucionando a lo largo de los siglos.

Los primeros cristianos estuvieron en contacto directo con Jesús de Nazaret y ese encuentro con Él cambió para siempre sus vidas. Ellos comenzaron a vivir de una manera nueva, que llama la atención, genera una inquietud entre quienes los conocen. En contacto con esos hombres y mujeres transformados por su encuentro con Jesucristo otros fueron a su vez transformando sus vidas y viviendo una experiencia similar a la de aquellos primeros testigos.

Pasado el tiempo desaparecieron los que habían visto al Señor con sus propios ojos y lo habían tocado con sus manos; entonces comienza una etapa completamente diferente, la transformación de los nuevos cristianos se producía por su contacto con aquellos que habían sido transformados por los apóstoles y los miembros de la primera comunidad. Luego se da un tercer paso: ya no se experimentaba un contacto físico y directo con Jesús, ni tampoco con los que habían estado con él. Se conoce a Jesús por el contacto con comunidades que tenían su origen en la experiencia de alguno de los primeros testigos.

En ese clima se escribieron los evangelios, pero fue mucho más tarde que esos evangelios llegaron a todos. A los primeros cristianos lo que los transformaba en nuevas criaturas no fueron los textos sino la vida de los que habían sido transformados. Hay que tener en cuenta un dato: transmitir los textos no era fácil y casi todos eran analfabetos o casi analfabetos. La clave entonces no fue el contacto con los textos sino el encuentro con las personas que habían vivido la experiencia que los había transformado.

A medida que fue pasando el tiempo los textos fueron llegando a más personas, pero es importante recordar que, mucho más tarde, la difusión fue verdaderamente masiva. Recién en el siglo XX el mundo superó significativamente el analfabetismo y las palabras impresas estuvieron al alcance de todos. Hasta entonces los textos eran escuchados, no leídos, muy pocos accedían a ellos habitualmente. La transmisión de la fe no fue hecha a través de textos sino de personas. El Evangelio habita en hombres y mujeres de carne y hueso, no en papeles.

La difusión progresiva de los textos tuvo una consecuencia muy positiva, aumentó el número de personas que conocieron el mensaje de Jesús. Otra consecuencia no tan buena: fueron multiplicándose aquellos que sabían los textos pero no tenían la experiencia. Surgió una nueva población, la de los que conocían el mensaje y procuraban llevarlo a sus vidas a través de la práctica de aquello que descubrían en los textos, pero sin haber experimentado lo mismo que los que habían visto al Señor y sin haber entrado en contacto con personas que habían experimentado la transformación que ese contacto producía.

En ese contexto hay que analizar el tema de la comunicación entre la Iglesia y la sociedad. La prensa y los medios multiplicaron hasta el infinito los textos pero no la experiencia del encuentro con el Señor. La transmisión de los textos no es suficiente; solo prepara el camino, invita, despierta la inquietud; pero solamente hasta ahí llega su fuerza. Falta el paso decisivo, el encuentro personal de cada uno con Jesús, el Galileo que transformó la historia y cambia las vidas de los que se acercan a Él.

I

DESAFÍOS INESPERADOS

Dispositivos que cambian el mundo

Las actuales tecnologías de la comunicación han generado una transformación cultural de dimensiones y consecuencias incalculables. Algunos quieren ver en estos cambios solo una moda pasajera, algo que dentro de un tiempo solamente servirá para afirmar, una vez más, que nada importante ha cambiado. Otros no piensan así; están convencidos de que los cambios apenas han comenzado y de que el momento que vivimos es tan prometedor como desafiante.

Adhiero a esta segunda posibilidad. Creo que, con nuestras computadoras y teléfonos celulares, debemos parecernos a aquellos propietarios de los primeros automóviles que seguramente estarían deslumbrados por el instrumento novedoso con el que contaban, pero no podían imaginar entonces lo que llegaría a ser la industria automotriz y, menos aún predecir lo que sería con el paso de los años el automóvil como objeto transformador de la vida cotidiana. Es probable que se sorprendieran al percibir las ventajas prácticas que tenían esos inventos tan asombrosos, que hacían tanto ruido, eran tan caros, y resultaban bastante peligrosos; pero no creo que pudieran ni siquiera sospechar las transformaciones culturales, económicas y políticas que esos extraños carros con motor estaban a punto de provocar. Nadie por entonces hubiera relacionado esos prácticos descubrimientos con, por ejemplo, las monstruosas guerras que se avecinaban por el control de los países con petróleo.

Antes de que el mundo comenzara a llenarse de automóviles, había empezado, con el invento de la máquina a vapor (otro aparato), lo que hoy llamamos “la revolución industrial”. La combinación de fábricas, ferrocarriles y electricidad al principio era tan solo una forma más rápida y cómoda de producir y desplazarse, pero de ahí nació un mundo nuevo. Surgieron ciudades, se modificaron fronteras. Lo novedoso de los aspectos técnicos fue rápidamente superado por otro tipo de fenómenos. Por ejemplo, en ese contexto nacieron las doctrinas económicas liberales, y como reacción a ellas las diversas variantes del marxismo; y, a su tiempo, como reacción a ambas, aparecieron muchas otras teorías y puntos de vista sobre el hombre y la sociedad. Incluso la Iglesia Católica desarrolló su propia Doctrina Social.

Simplificando un poco podemos decir que el mundo tal como lo conocemos hoy es fruto de esos aparatos, esos artefactos, inventos humanos que se plasmaron en cosas que modificaron la vida. Es obvio que la historia no comenzó con esos artilugios, y que ellos mismos son, a su vez, fruto de siglos de pensamientos y trabajos. Pero, también es verdad que la aparición del resultado técnico concreto de la investigación, eso que estamos llamando familiarmente “el aparato”, la cosa palpable, llámese locomotora, coche, teléfono o computadora, repito, la aparición de “eso” desata un vendaval de novedades insospechadas.

Repentinamente la historia cambia de rumbo, la economía se trastoca, aparecen corrientes filosóficas nuevas, la educación deja de ser lo que era y hasta se desatan nuevas guerras. La lista de novedades puede ser muy larga y es bien conocida.

Ahora manipulamos computadoras, tabletas y todo tipo de dispositivos electrónicos, sin saber lo que la aparición en escena de estas sorprendentes creaciones del ingenio humano están provocando y, mucho menos, lo que significarán en el futuro.

Sin embargo, hay una diferencia importante entre los inventos que generaron la revolución industrial y las tecnologías que ahora nos asombran. Aquellos afectaban la producción, el trabajo, los desplazamientos; lo que ocurre ahora apunta más al corazón de hombres y mujeres y toca fibras mucho más fundamentales: las nuevas tecnologías modifican la manera en la que nos comunicamos y al tocar ese punto lo transforman todo. La comunicación afecta lo más esencial de cada ser humano y de la sociedad. Se está modificando la comunicación a nivel planetario, a nivel local, y también la comunicación con los amigos y la familia; está cambiando nuestra comunicación con las generaciones pasadas y con las futuras; y, lo más importante: estas tecnologías modifican nuestra manera de pensar y de sentir, afectan la comunicación con nosotros mismos y con las comunidades a las que pertenecemos. Modifican nuestra relación con aquello en lo que creemos, en lo que apoyamos la vida.

Futuro

¿Hacia dónde van esos cambios? ¿Cómo será ese mundo que rápidamente se acerca? Esas son las primeras preguntas que se nos ocurren. En realidad son preguntas viejas, mejor dicho, anticuadas. Son las preguntas hijas de la ansiedad de los que siguen viendo el mundo con el paradigma anterior. Probablemente lo más sorprendente de estas nuevas tecnologías es que están eliminando este tipo de interrogantes por un motivo tan simple como estremecedor: no tiene sentido la pregunta porque ya no hay futuro, al menos, con el significado que esa palabra tenía hasta hace poco.

La noción del tiempo, y con ella la incertidumbre por lo que va a ocurrir, se está transformando. La misma dinámica de los acontecimientos va haciendo desaparecer el tiempo como secuencia antes-después y por lo tanto la idea de causa y efecto. Ahora los hechos que inciden en el futuro ocurren simultáneamente, todo es causa y efecto de todo; no tiene sentido distinguir entre el huevo y la gallina. Poco a poco va desapareciendo aquella idea simple de progreso según la cual el pasado es causa del presente, y éste a su vez del futuro, de una manera lineal y secuencial. Ahora infinidad de sucesos ocurren simultáneamente, y se generan y modifican unos a otros sin que sea posible establecer un encadenamiento lógico.