No eres mi Romeo - Ilsa Madden-Mills - E-Book

No eres mi Romeo E-Book

Ilsa Madden-Mills

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Beschreibung

Una cita a ciegas en San Valentín y un error que cambiará sus vidas para siempre Elena tiene una cita con un meteorólogo al que no ha visto nunca y, al llegar al restaurante, ve a un hombre solo. Debe de ser él. En cuanto lo saluda, ¡saltan chispas! Jack se queda prendado de Elena y es incapaz de confesarle que él es jugador de fútbol americano y que no es su cita. Tras pasar la noche juntos, Elena descubre la verdad y no quiere saber nada más de él. Pero Jack no piensa rendirse: si es necesario, incluso hará de Romeo en la obra de teatro en que Elena interpreta a Julieta. ¿Acabará con el corazón roto? Una comedia romántica de la autora best seller del New York Times y el USA Today

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No eres mi Romeo

Ilsa Madden-Mills

Traducción de Patricia Mata

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo

Sobre la autora

Página de créditos

No eres mi Romeo

V.1: Abril, 2023

Título original: Not my Romeo

© Ilsa Madden-Mills, 2020

© de la traducción, Patricia Mata, 2023

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2023

La autora reivindica sus derechos morales.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial.

Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Amazon Publishing, www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Literary Agency.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: © Juliatimchenko | Dreamstime

Corrección: Alicia Álvarez

Publicado por Chic Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-17972-93-6

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

No eres mi Romeo

Una cita a ciegas en San Valentín y un error que cambiará sus vidas para siempre

Elena tiene una cita con un meteorólogo al que no ha visto nunca y, al llegar al restaurante, ve a un hombre solo. Debe de ser él. En cuanto lo saluda, ¡saltan chispas! Jack se queda prendado de Elena y es incapaz de confesarle que él es jugador de fútbol americano y que no es su cita. Tras pasar la noche juntos, Elena descubre la verdad y no quiere saber nada más de él. Pero Jack no piensa rendirse: si es necesario, incluso hará de Romeo en la obra de teatro en que Elena interpreta a Julieta. ¿Acabará con el corazón roto?

Una comedia romántica de la autora best seller del New York Times y el USA Today

«Una novela repleta de momentos desternillantes que cautivará a los lectores de Madden-Mills.»

Publishers Weekly

Capítulo 1

Elena

Si fuera fumadora, seguro que ahora mismo me estaría fumando un cigarrillo. O dos.

Pero, como no fumo, me conformo con morderme las uñas mientras aparco el pequeño Ford Escape en el aparcamiento abarrotado del Milano’s. Echo un vistazo a mi alrededor y me fijo en el exterior de piedra y madera de cedro, y en las lámparas de gas que parpadean en la puerta. Es un restaurante de cinco tenedores, uno de los mejores de Nashville, y la lista de espera es de un mes. A pesar de eso, el chico con el que he quedado ha conseguido reservar una mesa sin tener que esperar. Es un punto a favor. 

Suspiro lentamente.

¿Qué clase de persona acepta una cita el Día de los Enamorados?

Por lo visto, yo.

—Es hora de volver al mercado —me digo a mí misma.

He quedado con Greg Zimmerman, el hombre del tiempo de uno de los canales locales de la NBC en Nashville, la ciudad de la música. Al parecer, es un cerebrito, alto, moreno, guapo, y está soltero desde hace poco. Parece perfecto para mí, ¿no?

Entonces, ¿por qué estoy nerviosa?

Por un momento, me planteo decirle que tengo dolor de cabeza para irme, pero no puedo por varios motivos. El primero es que le he prometido a Topher, mi compañero de piso, que no me escabulliría; el segundo es que no tengo nada mejor que hacer, y el tercero es que me muero de hambre. 

Además, solo es una cena rápida, a pesar de lo que diga Topher. Recuerdo lo que me ha dicho hoy en la biblioteca. Llevaba puesta la camiseta de los Grateful Dead y unos vaqueros de pitillo, y ha empezado a cabalgar en medio de la sección de libros románticos.

—Lo tienes que montar como a un pura sangre. Tomas las riendas, le clavas las espuelas y lo montas hasta que se te queden las piernas como espaguetis y no puedas caminar al día siguiente. Machácalo hasta que no pueda ni decir «se avecina una borrasca».

Soplo para apartarme un mechón de pelo que se me ha salido del moño y me lo pongo detrás de la oreja. Nada de caballos esta noche. He venido a cenar tranquilamente. Me encanta la comida italiana y ya me estoy imaginando el plato de pasta y el pan de ajo que me voy a comer.

Solo tienes que saludar, ser simpática y volver a casa.

Además, siempre va bien conocer gente nueva.

Ajusto el retrovisor para verme en el espejo. Estoy pálida como un fantasma. Busco en el bolso y cojo el pintalabios rojo. Me pinto los labios y me los difumino un poco con un pañuelo de papel. Suspiro, me vuelvo a mirar y me coloco bien el colgante de perlas y los pendientes a juego. No soy una chica espectacular. Tengo la nariz un pelín demasiado afilada y soy muy bajita: mido, para ser exactos, un metro sesenta y uno. Ese último centímetro es esencial. Estoy en el límite entre las chicas bajitas de verdad y la altura estándar. La ropa siempre me queda o demasiado grande o demasiado pequeña, y, si quiero algo que me quede bien de talla, me lo tengo que hacer yo.

Me vuelvo a mirar en el espejo y vuelvo a suspirar.

Espero no decepcionar a Greg. 

Salgo del coche y me dirijo hacia la preciosa puerta doble de roble pintado. El portero, vestido con un traje negro, me sonríe y me abre la puerta. 

—Bienvenida al Milano’s —murmura.

Me armo de valor para entrar al recibidor y entrecierro los ojos para acostumbrarme a la falta de luz del interior.

Vaya.

Estoy muy nerviosa.

No entiendo por qué insistí en no ver ni una foto de Greg antes de la cena.

Supongo que porque quería que fuera una sorpresa. Cuando tienes una vida tan aburrida como la mía, son este tipo de nimiedades las que la hacen más interesante. Como cuando me pido un café con leche y un toque de menta en lugar de mi café de siempre. Qué temeraria. O como cuando decido hacerme un moño despeinado en lugar del moño en la nuca de cada día. Menuda rebelde. En lugar de buscar una foto de tu ligue, ve a la cita y busca a un chico con una camisa azul. En aquel momento, me pareció algo emocionante, pero, mientras echo un vistazo por el restaurante, me maldigo a mí misma. No hay nadie esperando en el vestíbulo. Le he mandado un mensaje para decirle que llegaría tarde por el tráfico, pero no me ha respondido. Puede que me esté esperando ya sentado. 

La camarera acompaña a una pareja muy acaramelada hasta una mesa al otro lado del restaurante y me deja sola e inquieta. Me paso las manos por la falda de tubo negra para ponérmela bien y pienso que a lo mejor me tendría que haber puesto algo más coqueto. Tengo el armario a rebosar de los vestidos ajustados que me dio mi abuela…

No.

Yo soy así. Y si no le gusta lo que ve, que le den. 

Soy quien soy.

Han pasado cinco minutos y la camarera todavía no ha regresado. Cada vez estoy más nerviosa, he empezado a sudar un poco y me noto la nuca húmeda. ¿Dónde ha ido? ¿Se ha ido a hacer un descanso?

Me siento en un banco largo, saco el móvil del bolso y le mando otro mensaje.

«Estoy en el vestíbulo». Envío el mensaje.

No responde.

Bastante molesta y movida por el hambre, decido buscarlo por mi cuenta. Finjo la seguridad que me falta y dejo el recibidor del restaurante para dar una vuelta por el salón. Después de unos minutos, no puedo evitar sentirme como una acosadora que espía a los clientes, así que me quedo en el hueco oscuro que hay al lado de los lavabos y, desde allí, busco a hombres que estén solos el Día de San Valentín.

Topher debería haber organizado la cena otro día, sobre todo teniendo en cuenta las malas experiencias que suelo tener el Día de los Enamorados. Cuando fui al baile del instituto, Bobby Carter, mi acompañante, bebió tanto alcohol que vomitó y me manchó el vestido blanco. Mi novio de la universidad pensaba que el mejor plan para una noche romántica era pedir sushi a domicilio (porque era su comida favorita) y jugar a videojuegos en línea con sus amigos. En mis veintiséis años de vida, no recuerdo ni un San Valentín algo decente. 

De repente, veo a un chico alto y con el pelo oscuro que lleva una camisa azul remangada hasta los codos. Está en una de las esquinas, apartado de todos, como si se escondiera. Su mesa está entre varias mesas vacías y me sorprende que haya conseguido privacidad en una noche como la de hoy. Un camarero le deja la comida en la mesa. Hago una mueca.

«¿No me espera para comer?».

Veo que tiene el teléfono sobre la mesa. ¡Qué morro tiene! ¿Por qué no me ha respondido a los mensajes?

Lo veo sentado en el lujoso asiento de cuero y me parece más alto de lo que había imaginado. Un momento. Sí que me suena su cara, igual que cuando ves a alguien pero no sabes cómo se llama. Mamá y la tía Clara siempre tienen la televisión encendida en el salón de belleza, así que puede que lo haya visto en las noticias.

Cojo las gafas de ojo de gato blancas y me las pongo para verlo mejor. El corazón me da un vuelco y siento mariposas en el estómago. De ninguna manera. No puede ser él. Es… es guapísimo, pero no es una belleza corriente, no. Parece una estrella de cine: tiene el pelo ondulado y oscuro con algunos reflejos cobrizos y, aunque lo lleva apartado de la cara, unos mechones suaves y brillantes le caen sobre las mejillas. Para mi gusto, tiene el pelo muy largo para un presentador de noticias, pero ¿qué más me da a mí, que ni siquiera tengo televisión?

Se peina el pelo hacia atrás con la mano y no puedo evitar fijarme en los músculos de los antebrazos y los bíceps, que hacen fuerza contra la tela de la camisa, y esos hombros imposiblemente anchos que se juntan en el torso.

Madre mía.

Tiene que ser él, ¿no?

Este es el restaurante en el que hemos quedado. Está solo y lleva una camisa azul. Tiene el pelo oscuro. Sería mucha casualidad. Normalmente la explicación más simple es la correcta, así que tiene que ser él.

El chico se gira para mirar por la ventana y muestra impaciencia dando golpecitos con los dedos en la mesa; yo aprovecho para mirar su perfil. Tiene la nariz alargada y recta, las cejas oscuras, pobladas y arqueadas, y la mandíbula angulosa y definida. Tiene unos labios muy bonitos y el inferior es especialmente carnoso. Es una belleza perversa, de esas que hacen que no puedas dejar de mirar a la persona para asegurarte de que no es un espejismo. En la Universidad de Nueva York había chicos como él, los típicos tipos guapos y atléticos que hacen deporte. Pero nunca se fijaban en mí. Los veía entrenar en el gimnasio y siempre se les acercaban chicas preciosas y esbeltas, que ni siquiera sudaban, para adularlos, llevarles toallas y botellas de agua y hacerles propuestas indecentes. Yo, en cambio, intentaba sobrevivir en una de esas máquinas de ejercicio despiadadas que parecen una mariposa.

Sin embargo, no está demasiado fuerte, no es uno de esos tipos fornidos que tienen el cuello como un tronco y la cara roja. Se nota que está en forma y musculado, pero no de una manera exagerada. Es un chico tonificado y fuerte…

«Que sí, que te gusta su cuerpo, pasa página ya, Elena».

Da un trago a un líquido ámbar y sujeta el frágil vaso con los dedos largos y morenos mientras mira por todo el salón. Busca por el restaurante como si examinara a todo el mundo y siento un cosquilleo a pesar de la distancia que nos separa. Un escalofrío me recorre la espalda. Este chico emite una energía animal y su lenguaje corporal grita: «Soy el macho dominante, ven a por mí». Me doy cuenta de que algunas de las chicas lo observan e incluso algunos hombres se giran para mirarlo. La gente susurra. Vaya, parece ser que todo el mundo ve las noticias.

Recorre la habitación con la mirada, pero no se fija en mí.

No me sorprende.

Vuelvo a esconderme en las sombras.

Maldita sea. Cierro los puños con fuerza. Quería un chico majo y un poco rarito, no esta… bestia sexy.

Tiene cara de estar enfadado. La vida es demasiado corta para amargarse, compañero. Además, ¿por qué está molesto? ¡Me tiene delante de sus narices!

Topher me dijo que me había visto en una foto.

«Bueno, ya, pero a lo mejor no quiere conocerte. O quizá espera que no te presentes». 

Empiezo a dar golpecitos en el suelo con el pie. Debería irme. De verdad que sí.

Tengo un montón de tareas pendientes en casa: tengo que coser, acurrucarme con Romeo…

Me llega el delicioso olor de las especias del restaurante y el estómago me ruge sin piedad. Cambio el peso del cuerpo a la otra pierna. Todos los restaurantes que hay hasta llegar a Daisy estarán llenísimos, aunque también podría pasar con el coche y comprar comida para llevar de camino a casa…, pero me parece ridículo comer una hamburguesa con patatas fritas el Día de San Valentín. Por no hablar de que mañana tendré que dar explicaciones a toda mi familia. No han hecho más que hablar del tema:

«Bueno, bueno, Elena ha quedado con el hombre del tiempo. Pregúntale si lleva el barómetro en el bolsillo o es que se alegra de verte». Esa es la perlita que me soltó mi tía Clara. Si me echo atrás, se me caerá el pelo porque, aunque intente fingir que no me importa, todos saben que llevo una temporada bastante mala.

Me intento animar:

«Espabila, chica. No puedes pasarte la vida sin hacer nada. A veces tienes que salir y coger el toro por los cuernos. ¿Qué más da que esté más bueno que el pan? ¿O que tenga cara de que te va a causar problemas? Te mueres de hambre. Hazlo por la pasta».

Has quedado con él, así que adelante.

Me armo de valor, me giro hacia él y empiezo a caminar.

Capítulo 2

Jack

—Eres tú, ¿no? —Ríe nerviosa—. ¿El chico?

Dejo de mirar el vaso de whisky y observo a la chica bajita de pelo caoba que se ha plantado enfrente de la mesa mientras intento disfrutar de la comida, cosa que se ha vuelto imposible desde que salgo en todos los medios de comunicación. Toda la gente del restaurante me está mirando o bien me gira la cara con arrogancia.

Lleva una camisa abotonada hasta el cuello, una falda de tubo negra y zapatos de tacón bajo. Miro a la intrusa a la cara y me fijo en su pelo repeinado y en las grandes gafas blancas.

—Sí, soy yo —respondo. Mi rostro dice: «¿Se puede saber qué quieres?».

Parpadea con rapidez y las pestañas oscuras le acarician la piel clara. Parece que intenta calmarse. Tiene el rostro delicado, pero hace una mueca de resolución. Traga saliva y, antes de que pueda decirle nada, se sienta delante de mí.

Pestañeo. 

Suspira y dice:

—Menos mal. Lo he sabido por la camisa azul, bueno, y también porque estás solo. —Me recorre el pecho con la mirada y se detiene en mis hombros un instante—. Me alegro de haberte encontrado y disculpa la tardanza. Le he hecho una sesión de fotos a Romeo, que tiene bastantes seguidores en Instagram, y luego había mucho tráfico en el centro.

«¿Me acaba de pedir perdón por llegar tarde?».

Dice que ha tenido una sesión de fotos con Romeo; ese nombre me suena. A lo mejor es un deportista nuevo de la liga.

—Em… —Doy un trago a la bebida para intentar esconder mi confusión, pero la sigo mirando con recelo. Lawrence, mi relaciones públicas, mencionó que había una bloguera del mundo de los deportes que se había solidarizado conmigo después de mi última pelea con los fans y que quería escribir un reportaje positivo. 

Pero sabe que odio a los periodistas.

Además, ¿por qué no me ha avisado?

Siempre hace las cosas sin consultarme una mierda.

Por un momento, pienso en llamarlo para confirmar la identidad de la chica, pero…

—¿Así que tú eres la chica del blog?

Abre los ojos de par en par y empalidece.

—Tengo un blog, sí.

—Mmm.

Me mira durante unos segundos y niega con la cabeza.

—Grrr. Me voy a cargar a Topher, no sé cómo se le ocurre contarte eso. Claro, él piensa que se lo tendría que decir a todo el mundo, pero es que no sabe cómo son los pueblos pequeños y mucho menos Daisy. Aquí, cuando se enteran de tus secretos más privados, ya solo piensan en eso cuando te ven por la calle. Aunque lo peor de todo son los susurros.

La miro con ojos entrecerrados y la evalúo. No conozco a ningún Topher y no entiendo por qué querría ocultar que tiene un blog. Puede que no sea la chica que comentó Lawrence. No es nada raro que se me acerquen las mujeres, sobre todo las que intentan cazar a deportistas. Hace tiempo, cuando iba a la universidad y empecé a jugar al fútbol americano a nivel profesional, me daba igual. Elegía a las más guapas y aceptaba sus proposiciones, cogía las llaves de sus habitaciones de hotel y los papelitos con los números de teléfono y las llevaba conmigo a las fiestas privadas. Pero esta chica no parece una de esas. No lleva un vestido ceñido, casi no va maquillada y parece una empollona.

Sigue hablando:

—Te juro que mi tía Clara hace que su novio entre por la puerta de atrás para que la gente del pueblo no lo vea. Él aparca detrás de la iglesia y va a su casa caminando. Y mi tía tiene cuarenta años. Pienso que debería anunciar a los cuatro vientos que se ha enamorado del cartero —comenta con una ceja arqueada—. Scotty es diez años más joven que ella y un partidazo.

—Ya veo. —Esta chica habla por los codos y no precisamente de fútbol americano.

Sonríe con timidez.

—Aunque seguro que tú ya sabes lo que es intentar pasar desapercibido e intentar mantener tu vida privada en secreto.

Pues sí. Ya no puedo ni disfrutar de un vaso de un buen whisky en público sin desconfiar. Convierto todo lo que hago en un titular: «Jack Hawke vuelve a beber. ¿Supondrá esto otra condena para el quarterback por conducir bajo los efectos del alcohol?». Ya hace cinco años de la maldita condena; fue en mi segundo año en la liga de fútbol, pero siempre lo mencionan. Por aquel entonces, salía mucho de fiesta porque pensaba que la fama y el dinero me harían invencibles. Menudo idiota. 

—Sí, valoro mucho mi privacidad. —Me llevo un poco de pasta a la boca, mastico y trago sin dejar de mirarla. Observo que tiene los hombros rígidos y la respiración entrecortada, lo que me hace pensar que no está disfrutando de la situación.

Mierda. Puede que no sea cierto que está de mi lado.

A lo mejor es una estratagema para sacarme información.

Pasamos unos segundos en silencio. Ella se remueve en la silla sin dejar de mirarme. Me parece de mala educación seguir comiendo, pero no voy a dejar de hacerlo porque haya una reportera o bloguera o una persona cualquiera…

Se muerde los labios rojos y voluminosos como si estuviera enfadada. Tiene los labios gruesos, muy carnosos y de un tono carmesí oscuro. Qué traviesa.

Me sostiene la mirada durante unos segundos desde detrás de esas gafas blancas y grandes. Tiene los ojos de color azul verdoso y los lleva delineados de negro y las pestañas muy densas. Veo que me observa con ferocidad.

—Me parece de muy mala educación que hayas empezado sin mí, sobre todo porque te he mandado un mensaje para avisarte de que llegaría tarde.

—No he visto el mensaje y tenía mucha hambre, disculpa —respondo sin un ápice de arrepentimiento en la voz mientras me encojo de hombros con despreocupación.

El camarero se acerca corriendo a la mesa y se pone bien el traje.

—Señor. —Mira rápidamente a… quien quiera que sea la chica y me vuelve a mirar a mí—. Siento que se haya colado. Como ya sabe, es la noche más concurrida del año. Discúlpeme, por favor. ¿Quiere que llame a seguridad?

Ella pasa de ser un manojo de nervios al enfado. Fulmina al camarero con la mirada y le dice con indignación:

—Le he oído. Además, estoy donde se supone que debo estar. Esto estaba planeado, es una cita.

Abro los ojos de par en par. Espero que quiera decir una cita por trabajo.

Se endereza y mira mi plato de pasta con deseo.

—Quiero que me traigas lo que sea que está comiendo él con extra de pan —pide mientras señala mi plato de boloñesa medio vacío— y una copa de vino tinto. No, mejor un gin-tonic bien cargadito con una rodaja de pepino. Es más, me harías un favor si nos fueras trayendo bebidas toda la velada. Gracias.

Tiene un ligero acento sureño, por lo que todo lo que dice suena amable y, a la vez, tan firme que casi hace que se me tensen los labios. Me recuerda al caniche que tenía mi madre, siempre dispuesta a protestar cuando algo le parece injusto.

El camarero la mira perplejo y se gira hacia mí con una expresión de súplica en el rostro.

—De verdad, señor, lo siento muchísimo. 

Casi de manera impulsiva, le hago un gesto con la mano para que se vaya e intento no pensar en las veces que una situación así me ha causado problemas.

—No se preocupe. Tráigale a la señorita lo que ha pedido, ¿de acuerdo?

El camarero se inclina hacia mí y se va raudo. Dirijo la mirada a la chica una vez más.

Esta vez, observo sus facciones con detenimiento y les presto más atención que con el vistazo rápido que le he echado hace unos minutos. No es guapa como las mujeres que salen en las portadas de las revistas, pero tiene algo especial. Puede que sea por la ropa aburrida y conservadora que cubre las curvas suaves de su cuerpo. A lo mejor son los labios. Sí, definitivamente son los labios. Y, ya sea de forma intencionada o accidental, los está usando a su favor frunciéndolos y mordiéndoselos todo el rato.

Como soy uno de los mejores quarterbacks de la liga, se me da muy bien leer las expresiones y tics de los jugadores en el campo. Por eso, me doy cuenta de que ella me mira como si fuera alguien corriente. Sus ojos no muestran ni la más mínima emoción, no pestañea con nerviosismo ni parece ser consciente del peso que conlleva mi nombre. Me parece fascinante.

—Llevas una camisa con un estampado de… ¿pequeños cerdos voladores? —pregunto mirando con los ojos entrecerrados la camisa blanca abotonada hasta el cuello.

—Sí. Compré la tela hace un mes a una diseñadora de Nueva York. Me pareció tan chula que hasta le hice un cojín a Romeo.

—¿Le hiciste un cojín al nuevo receptor de los Saints? ¿Al tío al que reclutaron el año pasado?

Ladea la cabeza.

—No, a mi cerdo vietnamita. Es un lechón. Lo rescaté y es adorable. Bueno, vale, no es tan majo, pero no pude evitar acogerlo cuando lo encontré abandonado delante de la peluquería enfrente de mi casa. Estaba a punto de morirse. El mes pasado, alguien dejó una caja llena de gatitos en mi porche con una nota para mí. ¿Qué te parece? Como saben que yo me ocuparé de ellos… Les he encontrado casa a todos menos a uno de los machos. ¿Quieres un gatito? Es negro y gris, cuquísimo, y sabe usar el arenero, te lo juro. 

Río indignado. Qué tía.

Si Romeo es un cerdo y no un jugador de fútbol americano, ¿de qué va todo esto?

—Paso.

—A los hombres os va muy bien tener gatos. Os vuelven más amables.

—¿Acaso tengo que ser más amable?

—No te iría nada mal. Aunque, en tu caso, puede que necesites más de uno. Pareces… —dice moviendo las manos— un poco tenso.

No lo sabe bien.

—Ya.

—¿Eres más de perros? —me pregunta.

—No tengo tiempo para mascotas.

Hace una mueca. 

—Bueno, si cambias de opinión, te recomiendo un gato. No tengo nada en contra de los perros, pero es que quieren a cualquiera. Los gatos son más selectivos, y los hombres que tienen gatos de mascota saben apreciar la mala leche y los caracteres fuertes, punto clave en las relaciones de pareja. Además, los gatos son muy graciosos. ¿Sabes cuántos vídeos de gatos hay en internet? Una infinidad. ¿No te parece flipante?

Ella sí que es para flipar. ¿Quién narices es?

Pero aquí estoy yo, escuchándola con atención, abriéndome a ella poco a poco y sintiéndome cada vez más… interesado.

—Antes has mencionado la tela. ¿Te has hecho tú misma la camisa?

Se sube las gafas por la nariz.

—Las tiendas no tienen nada que me guste ni que me vaya bien. De hecho, la mayoría de la ropa está diseñada por gente que ni siquiera sabe qué queremos las mujeres como yo. Aunque, bueno, si ya sabes lo del blog… —Se ruboriza—… Entonces ya sabes que mi especialidad es la ropa interior. 

¿La ropa interior? Esto cada vez se complica más.

Tamborileo con los dedos en la mesa. Esto ya no me parece tan interesante. ¿Es que acaso quiere que financie su proyecto? Una vez, salí con una chica que quería que promocionara su línea de maquillaje. La gente siempre acaba encontrando una manera de usarme.

Ahora lo entiendo.

A la estrella de fútbol americano Jack Hawke le gusta que sus novias lleven lencería de la marca como se llame. 

Un camarero le trae la bebida y ella se la bebe de un trago, deja la copa en la mesa y suelta un largo suspiro.

—Madre mía, necesitaba la bebida desde el mismo momento en que he entrado a buscarte.

Sorprendentemente, siento una simpatía hacia ella que eclipsa mis dudas.

—¿Has tenido un mal día?

Ríe a carcajadas.

—Un mal año, diría yo. Desde que regresé de Nueva York y me mudé a Daisy, hace dos años, ha sido un mal día tras otro. Las cosas no me han ido muy bien ni con la familia ni en el trabajo ni en el pueblo. 

Dejo el tenedor.

—Yo también he tenido una semana horrible.

Asiente.

—¿Qué te parece si empezamos de cero? Háblame de ti. ¿Te gusta ser el hombre del tiempo?

Estoy dando un trago a la bebida cuando oigo la pregunta, y no puedo evitar escupir y toser antes de taparme la boca con la servilleta.

—¿Estás bien? —Tiene los ojos enormes y brillantes, del color del mar.

—Sí —contesto casi sin poder hablar.

Piensa que soy… el hombre del tiempo.

La madre que me parió.

Niego con la cabeza y entiendo el comentario sobre el mensaje y sobre la camisa azul, además de su enfado con el camarero. Ahora todo encaja.

Ha dicho que era una cita. Esta claro que ha venido a una cita a ciegas.

Aunque algunas mujeres han intentado toda clase de trucos para colarse en mi cama. Un día, cuando iba a la habitación del hotel, me encontré a una chica desnuda en el armario. Tuve que llamar a los de seguridad para que la sacaran mientras gritaba «¡Te quiero, Jack!» una y otra vez. 

—¿Me has visto alguna vez en las noticias?

Se avergüenza.

—Pues no. Las noticias me angustian mucho. Además, casi no veo la tele.

Me rasco el cuello.

—Entonces, ¿aceptaste la cita sin siquiera verme la cara? Es bastante… arriesgado.

Por primera vez, la veo sonreír de verdad.

—Me van las emociones fuertes.

—¿Y te gusta el fútbol americano?

—¿Que si me gusta ver cómo hombres en pantalones ajustados se empujan y pelean por una pelota? Es de trogloditas. Yo soy más de leer y escuchar podcasts, ¿y tú?

Contemplo su rostro inexpresivo. «Vaya».

Nos pasamos unos diez segundos mirándonos.

Siento un cosquilleo de emoción. Al principio es suave, pero luego se apodera de mí. No tiene ni puñetera idea. ¡No sabe quién soy! Quiero abrazarla e incluso me planteo adoptar al gato. Es broma.

Es la primera vez que me río esta semana. Me siento como si estuviera en un universo paralelo en el que puedo empezar de nuevo. Joder, es como hacer borrón y cuenta nueva. 

Aunque…

Jack, no puedes ocultarle quién eres…

Si cree que soy el chico con el que ha quedado, debería ser sincero con ella y contarle la verdad. La acabaría avergonzando si alargo la situación.

Aunque…

Tampoco tengo motivos para volver a casa, ya que nadie me está esperando, solo mi propio rostro en los canales deportivos. 

Además, la chica es atractiva de una manera sutil, con esa camiseta abotonada hasta arriba de la que parece estar esperando que alguien la libere.

Recorro la camisa rápidamente con los ojos y me fijo en las curvas reprimidas en su interior.

Los pechos me vuelven loco.

Dile la verdad. Abro la boca, pero ella empieza a hablar:

—¿Qué es lo que más te gusta de hacer la previsión? Las tormentas de nieve deben de estar bien porque sabes que todo el mundo te escucha con atención para saber si tienen que ir a por leche o pan. 

Usa el tenedor y la cuchara para enrollar la pasta que le ha traído el camarero y se la lleva a la boca. Eso me da unos segundos para pensarme una respuesta:

—Emm… me gustan las nubes. Y la lluvia. Es muy… húmeda.

Me mira con rapidez y se limpia la boca con la servilleta. Me fijo en sus finísimas muñecas y en sus movimientos elegantes. Una vez, hace mucho tiempo, cuando solo era un niño en Ohio, me habría deleitado dibujando sus manos tan delicadas. Parece que se fuera a romper al cogerla…

—¿O sea que te gustan las nubes?

—Sí, sobre todo los cúmulos esos tan esponjosos. —No tengo ni idea de lo que estoy diciendo—. Son… blancos. 

—Ya veo —dice frunciendo el ceño—. Es por mí, ¿no? Hablo demasiado, he llegado tarde y he sido maleducada con el camarero y no lo estás pasando bien.

—¿Elena? ¿Qué haces aquí? —pregunta un hombre bajo y fornido con el pelo marrón y bien vestido que se ha detenido delante de nuestra mesa. Me mira y se queda boquiabierto. Sí, en efecto, me ha reconocido.

Observo a Elena (menos mal que ha dicho su nombre), que se ha quedado pálida y no para de juguetear con el collar de perlas. Frunzo el ceño y los miro primero a él, y luego, a ella para intentar adivinar de qué se conocen.

—Estoy en una cita, Preston, ¿es que no es evidente?

El chico balbucea, pone los ojos como platos y nos mira.

—¿Esta noche? Pensaba que estarías… en casa.

Ella se endereza y responde:

—Tampoco me voy a quedar en casa sufriendo.

Preston se alisa la corbata con la mano y añade tenso:

—No, claro que no. Si hubiera sabido que estarías aquí, no habría venido con Giselle. —Sin dejar de mirar a Elena, señala hacia el centro del restaurante con la cabeza—. Acabamos de llegar y estamos sentados allí. Iba hacia el bar a pedir otra bebida y te he visto de casualidad…

Veo un destello de dolor en los ojos de Elena.

—Pues olvida que me has visto y vuelve con Giselle.

Él se mete las manos en los bolsillos y dice:

—No quería hacerte daño…

—Pero lo hiciste. —Señala el plato—. Oye, estoy intentando cenar y ya sabes lo mucho que disfruto de la comida. ¿O ya no te acuerdas?

Preston abre la boca para responder.

—Lárgate —digo en un tono más brusco de lo que pretendía.

Pero el tío no se va y no aparta la mirada de mi… acompañante. Le da un repaso de arriba abajo y pone cara de desaprobación. 

—No puedo creer que te guste este tío —dice en voz baja. Se me tensa el cuerpo y se me contraen los hombros. Da un paso hacia ella y sigue—: Todos queremos que pases página, pero este tío no es…

Me levanto. Parece que se le había olvidado que mido más de metro noventa; además, soy más alto de lo que parezco en la televisión. Cierro los puños. La semana de mierda que he tenido está a punto de hacerme estallar. Suelo controlarme, porque sé que la gente mira con lupa todo lo que hago, pero no pienso dejar que le hable como a una niña.

—Si no vuelves a tu mesa, pediré que te echen —murmuro—. El restaurante es mío.

Levanta las manos como si quisiera protegerse y dice:

—¿Lo ves, Elena? Es un tío problemático.

Ella se encoge de hombros.

—A lo mejor es lo que necesito, Preston. Un poco de riesgo.

El chico me fulmina con la mirada y se apresura hasta su mesa, donde lo espera una mujer rubia.

Cuando me siento en la silla, veo que le brillan los ojos.

No, por favor, no llores. Siempre que veo a una mujer llorando me acuerdo de mi madre, que lloraba mucho y sonreía poco. Eso hace que quiera ayudarlas…

—¿Estás bien?

Elena asiente y se recompone, se aclara la garganta y dice con la mirada fija en la mesa:

—Gracias por echarlo. No sabía que vendría.

—De nada —respondo bruscamente.

—¿El restaurante es tuyo?

Me encojo de hombros.

—Es para diversificar un poco. No es que quiera ser cocinero ni nada por el estilo, pero parecía un buen negocio y lo compré.

—¿Por qué ha dicho que eres problemático? —pregunta sin levantar la vista mientras unta mantequilla en un trozo de pan.

Me quedo callado un momento.

—Cuando eres famoso, la gente o te adora o te odia. —El camarero se lleva mi plato y le trae otro gin-tonic—. Era tu exnovio, ¿no? —digo al final—. Y, deja que lo adivine, ¿todavía no lo has superado?

—Es una historia muy larga. —Suspira. 

Sigue sin mirarme y me está poniendo de los nervios que quiera que me mire. La gente siempre me mira, ¿por qué ella no?

Me la imagino en el ático, tumbada en la cama y con el pelo cobrizo suelto…

Mierda.

¿A qué ha venido eso?

No la conoces, Jack.

La acabas de conocer.

Tranquilízate. 

Capítulo 3

Elena

Bueno.

Bueno.

Bueno.

No puedo dejar de mirar a hurtadillas al chico espectacularmente guapo con el que he quedado. ¿Quién habría pensado que los hombres del tiempo podían estar tan buenos? Y tiene un rostro de una belleza clásica. Parece un dios griego, pero a lo bestia. Ahora entiendo que tenga tanto éxito en la televisión. Es el tío más atractivo que he visto en mi vida y, además, tiene rollo de malote. Me emociono solo de pensar cómo se ha puesto con Preston: imponente, pero refrenado. Se notaba que intentaba mantener la calma. Creo que nunca me había pasado que dos hombres estuvieran en desacuerdo por mi culpa y mucho menos mientras me atiborraba de comida como si fuera mi última cena.

Me aclaro la garganta.

—Topher mencionó que habías roto con tu pareja. ¿Has probado ya las páginas de ligues, rollo Tinder? Yo todavía no me he atrevido.

Frunce el ceño.

—No me fío mucho. No uses Tinder, a no ser que busques solo sexo. Bueno, ni así. Es peligroso.

Llevo ruborizada toda la noche, pero de repente me siento las mejillas incluso más calientes. Me toco una con la mano. Efectivamente, arde.

—Ya, bueno… supongo que no estaría mal. «Sé bueno y estarás solo».

Arquea una ceja.

—¿Mark Twain?

Siento un interés repentino.

—¿Te gusta leer clásicos?

—¿Por qué te sorprende? —Me mira a la cara y sus ojos se detienen un instante en mis labios—. ¿Qué tipo de libros lees tú?

Me quedo en silencio. Creo que es mejor no contarle que leo muchísimas novelas románticas subidas de tono, así que no me complico:

—Soy bibliotecaria, así que leo de todo.

—Venga ya. Una bibliotecaria en carne y hueso. —Niega con la cabeza—. ¿Cómo no lo he adivinado?

¿No se lo dijo Topher? 

—¿Por qué sonríes? —le pregunto.

Se inclina hacia mí y me llega su olor: huele a hombre mezclado con cuero y whisky caro.

—Porque eres una representación perfecta de la bibliotecaria con la que fantasean los tíos: inteligente, trabajadora, con gafas grandes y falda de tubo. —Sonríe de oreja a oreja.

Oh.

¡Oh!

Me tiembla la pierna por debajo de la mesa. Me subo las gafas por la nariz, ya que no hacen más que bajarse, y sé que es porque ha empezado a hacer calor. La situación está cada vez más tensa.

—Supongo que me falta un lápiz en el pelo y un libro para completar el atuendo.

—Bueno, el próximo día.

Me mira como si fuera un trozo del mejor chocolate belga y no puedo evitar que se me acelere el corazón. ¿En qué clase de mundo un tipo como él tiene fantasías con alguien como yo? Cada vez estoy más nerviosa.

Es mejor que cambies de tema.

—Entonces, ¿qué pasó con tu exnovia?

Aprieta los labios y se pone serio.

—Mi ex me dejó por un jugador de hockey profesional y escribió un libro en el que lo contaba todo sobre mí, incluso los detalles sexuales. Y dijo que era alcohólico y abusaba de ella.

Mierda.

—¿Y es cierto?

—¡Claro que no!

—Entonces, ¿por qué lo hizo?

—La gente hace de todo por dinero, incluso aquellos que dicen quererte.

Tiene una mirada distante y fría. Entiendo el caos que causan los cotilleos. Preston y Giselle no han ido contando por ahí lo que nos pasó, pero todo el mundo sabe que yo fui su novia antes que ella. He visto que la gente me mira con cara de pena y no sé qué historias se habrán imaginado. «Pobrecita, Preston la ha dejado por su hermana porque es más guapa y joven». No es del todo cierto, pero intento reprimir los recuerdos.

—¿Quieres que le dé una paliza? Se me dan muy bien los golpes en el cuello.

Se ríe.

—No hace falta.

Lo examino y me fijo en sus brazos, fuertes y cubiertos de bello marrón. Observo sus dedos y cómo acaricia lentamente el filo del vaso con el índice; me doy cuenta de cómo me mira. Es evidente que el alcohol me ha hecho efecto, porque suelto:

—Estoy segura de que solo dijo cosas buenas de cómo eres en la cama. —Doy un trago a la bebida—. Intento verle la parte positiva. ¿Qué dijo exactamente?

Deja de acariciar el vaso y me mira fijamente. Parpadeo. Tiene los ojos de un color entre el marrón y el amarillo, de un dorado vivo e intenso; son del color del amanecer incluso ahora que no hay mucha luz. Empieza a sonreír poco a poco y veo que va relajando el rostro hasta que sonríe del todo.

—Pobrecita, Elena, nunca conseguirá olvidarme.

Siento un cosquilleo en la espalda.

Es un comentario muy arrogante, pero no puedo evitar sentir curiosidad.

—¿Por qué? —El corazón me late a mil por hora. Hemos pasado de hablar de Mark Twain a hablar de sexo y estoy sentada al filo de la silla.

—¿En serio me estás preguntando cómo soy en la cama?

—Bueno, supongo que, si no me lo quieres contar, puedo leerme el libro. ¿Cómo se llama? —Saco el móvil del bolso—. Seguro que lo encuentro en internet.

Le he propuesto un reto y él lo ha aceptado.

—No, por favor.

—Pues cuéntamelo. Así me ahorras tiempo y dinero.

Me mira fijamente durante diez segundos, aparta la mirada y veo que se le hincha el pecho.

Trago saliva. Me he pasado. No tendría que haberlo presionado y menos sobre ese tema. ¿Qué me pasa? Seguro que ha sido porque he visto a Preston y Giselle.

—Elena —dice lentamente, pronunciando cada sílaba, como si quisiera saborear mi nombre. Tiene la voz grave, pero suave, igual que un trozo de seda exótica de colores dorados y azul oscuro—. Solo diré que sé satisfacer a una mujer y hacer que me anhele cada segundo que no está conmigo.

Me presento voluntaria como tributo.

¿Qué?

No.

Respiro hondo.

En serio, ¿quién ha apagado el aire acondicionado?

¿Por qué estoy sudando si es febrero? Miro mi vaso. Debería dejar de beber ya. 

—¿Te ha comido la lengua el gato? —me pregunta.

Ahora lo entiendo. Greg me lleva mucha ventaja en cuanto a relaciones sexuales se refiere. Seguro que se acuesta con todas. Hay muchas chicas que miran la previsión del tiempo, él es un personaje famoso en Nashville e incluso han escrito un libro sobre él. En cambio, yo estoy perdiendo los mejores años de mi vida con un vibrador.

—Qué guay. —Intento parecer calmada. Espero no tener la cara roja por completo. Dios mío. Preston se ponía el pijama completo para irse a la cama. ¡El pijama completo con calcetines y todo! Esos calcetines negros y apestosos.

—¿Guay? —Sonríe—. Supongo que es una forma de definirlo.

Cambio de tema:

—Preston sale con mi hermana. ¿La ves desde aquí? —Estoy de espaldas, pero señalo con la cabeza hacia el centro del restaurante—. Es la chica alta y guapa. Se conocieron en una barbacoa que hicimos con la familia el 4 de Julio del año pasado cuando ella se mudó a Nashville. 

—Joder.

—Pues sí. —Vacío el vaso de un trago. El camarero se acerca rápidamente con otra bebida.

—Mi ex quería que nos casáramos y, como no acepté, se vengó de mí escribiendo el libro. —Hace una pausa—. No era el amor de mi vida.

Río.

—La mítica figura del amor de tu vida. Yo ya no creo que eso exista.

Asiente con rapidez.

—Estoy totalmente de acuerdo. No soy mucho de relaciones, solo causan dolor.

Me apoyo en la mesa y me acerco a él.

—Preston ni siquiera sabía dónde tenía el c-l-í-t-o-r-i-s. Es que… ni siquiera lo intentó de verdad conmigo, aunque supongo que en mi interior, mi intuición femenina me decía que algo no funcionaba. Aunque yo ignoré esa voz en mi cabeza. —Me avergüenzo en cuanto me doy cuenta de todo lo que acabo de soltar. 

¿Qué hago? Estoy coqueteando demasiado. ¡He deletreado clítoris! Suspiro e intento retractarme:

—Disculpa, no hago más que decir tonterías. Esto de la cita ha sido un error…

—No estoy de acuerdo, Elena —me interrumpe. 

Capítulo 4

Jack

No puedo creer que le haya hablado de Sophia y le haya contado lo del libro. Era preciosa y dijo que me quería, pero al final acabó revelando quién era en realidad. Trago y bajo la mirada hacia el vaso de whisky. Madre mía, suerte que solo me he tomado uno, porque estoy hablando demasiado. Me pongo nervioso al imaginar a Elena leyendo que soy un deportista con mal carácter al que le gusta beber y ligar con mujeres. No quiero que se vaya de aquí con esa imagen de mí.

Es tan…

Reprimo una sonrisa. Es un poco tímida, pero no demasiado. Dice lo que piensa y eso me gusta.

Siento que alguien me mira con hostilidad. Giro el cuello y veo a Preston con el ceño fruncido. Me mira de reojo y a hurtadillas mientras habla con su chica.

Intento imaginar qué siente Elena al vivir en este pueblo pequeño y tener que verlos constantemente.

Menuda pesadilla.

Sé lo que piensan los hinchas y periodistas de mí: que soy un fiestero, maleducado y que perdí la Super Bowl. 

Se apoya en la mesa y me llega su olor dulce y fresco como una mezcla de miel y flores.

«¿Cuándo fue la última vez que conociste a alguien que no te juzgaba por tu pasado?».

Qué más da.

«¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo?».

—¿Cómo es salir en la tele? —pregunta concentrada en el plato de pasta. Se mueve con delicadeza, aunque está dejando el plato bien limpio. Coge otro trozo de pan.

Me siento nervioso. No me gusta mentirle.

—Todo el mundo me mira y espera a que me equivoque, y la verdad es que, después de la semana que he tenido, es posible que no vuelva a trabajar nunca más. —Es la verdad.

Alarga la mano que tenía sobre la mesa y la pone sobre la mía un instante.

—Lo siento, eso suena horrible.

Cuando se ha movido, he notado, bajo la luz de las velas, que se le ha transparentado un poco la camisa y he visto el color de su ropa interior. Es rosa y sensual. De repente, un calor abrasador me recorre el cuerpo hasta la entrepierna. 

La imagino debajo de mí con las piernas en mi cintura, sus grandes pechos contra mi torso desnudo y los zapatos de tacón clavándose en mi espalda.

«Para ya, Jack».

Me quedo en silencio y frunzo el ceño mientras recuerdo a todas las chicas sin rostro que han pasado por mi vida. Elena no es mi tipo. Todavía está superando una ruptura y es… maja. Pero, joder, no consigo relajarme y la presión en el pecho me está matando.

Doy golpecitos con los dedos en la mesa y la observo mientras se come el último trozo de pan. Estoy inquieto y, mientras me acabo la bebida, mis ojos van de Elena a la gente del restaurante una y otra vez. Me pregunto cuándo va a acercarse alguien para pedirme un autógrafo o para decirme que soy gilipollas y todo eso. No quiero que sepa lo que la gente piensa de mí.

Me mira con detenimiento.

—Estás muy callado.

—Sí.

—¿Por qué?

Hago una mueca. No sé cómo contarle la mala semana que he tenido sin decirle quién soy. Aunque debería decírselo inmediatamente.

—Soy una persona reservada.

—Yo no. Hablo por los codos.

—Ya lo veo.

Dile la verdad, Jack. Dile que no eres el chico con el que había quedado.

Coge el vaso y se acaba la bebida de un trago. Suspira, dobla la servilleta con elegancia y se levanta con cara de satisfacción como si acabara de terminar una tarea muy complicada.

Me enderezo en la silla.

«¿Se marcha?».

Busca en el bolso, se saca unos cuantos billetes de veinte dólares y los pone en la mesa.

—¿Qué haces? —le pregunto.

Le cambia la cara.

—Me voy a casa. Gracias por una velada agradable. Creo que con esto llega para pagar mi parte. Ha sido un… placer conocerte, puede que hasta mire las noticias a partir de ahora. —Se mueve con nerviosismo, sus pies apuntan hacia la puerta del restaurante.

—Oye, espera. —No tengo ni idea de qué le voy a decir, pero me levanto. A mi lado, parece más pequeña. Debe de medir un metro sesenta y cinco con tacones. La miro de arriba abajo y observo que la falda se le ciñe a las curvas. No me había dado cuenta de que tiene un cuerpo exuberante y curvilíneo como una guitarra. Joder.

—No te vayas —murmuro.

Aunque el sentido común me pide que aborte la maniobra, lo ignoro. No sé qué me depara el futuro, pero una parte de mí me pide que vaya con ella, lo deje todo atrás y me olvide de lo demás.

—Mira, hemos tenido una cita desastrosa —dice, suspirando—. He llegado tarde, has ignorado mis mensajes y encima nos hemos encontrado con mi exnovio… Creo que es una señal.

—Admito que ser sociable no es lo mío. —Cojo el dinero de la mesa y se lo pongo en las manos. Nuestros dedos se tocan—. ¿Qué te parece si vamos a otra parte?

Ya estamos otra vez con la impulsividad.

—¿A dónde quieres ir? —No sé interpretar la cara que pone.

Podría invitarla a otro bar, a tomar otra copa o incluso un postre, pero seguro que nos encontramos a gente que me conoce. Puedo contar con los dedos de una mano los sitios en los que me siento cómodo y el restaurante es uno de ellos. Desde que hace un año salió a la venta el libro de Sophia, me he atrincherado y recluido para intentar proteger mi reputación.

—A mi casa. No está muy lejos de aquí. —Me acerco a ella y hago que me coja el brazo con la mano—. Además, ¿estás segura de que no quieres que tu exnovio nos vea salir juntos?

—No le has gustado nada. —Baja la mirada al suelo, luego me mira—. Es que no voy a casa de hombres que no conozco.

—Elena… —digo con voz baja.

—Dime.

—¿Y si te digo que los c-l-í-t-o-r-i-s son mi especialidad?

Se ríe y se le ruborizan las mejillas. Agacha la cabeza y responde:

—No tendría que haber sacado el tema.

—Todo lo que decimos tiene un significado y un propósito, y has sido tú la que lo ha dicho. ¿Por qué crees que has sacado el tema?

Se muerde el labio y nos quedamos ahí, uno delante del otro, mirándonos durante tanto tiempo que la gente nos mira y seguro que están haciéndonos fotos con los móviles. 

—Es San Valentín, ¿qué piensas hacer, comer helado mientras lloras y piensas en tu ex?

—Puede que sí.

—Yo estoy más bueno que el helado.

—Es evidente que no has probado el helado Rocky Road de Ben & Jerry’s.

—Y es evidente que tú no me conoces. —Alargo la mano y le paso rápidamente el pulgar por el labio inferior carnoso y su suave piel. Se me pone dura.

Elena cierra los ojos y veo que se le mueve el cuello cuando traga con la boca entreabierta.

—Es que no sé.

—¿Voy a tener que suplicarte? —Me arden los ojos del deseo que siento por ella, que no hace más que crecer mientras nos miramos el uno al otro.

«Di que sí, por favor».

Capítulo 5

Elena

Miro alrededor de la habitación. Es un ático en la azotea del Hotel Brenton, un edificio pijo cerca del restaurante. Miro a Greg, que está preparando unas bebidas en el minibar. Es más que evidente que no debería seguir bebiendo, porque ya me he pasado y estoy pedo. «¿Se puede saber qué hago?».

Me iba a ir de la cita porque se había quedado muy callado y yo no paraba de hablar de cerdos exóticos, de gatos abandonados y de Preston. Por Dios, que alguien me enseñe a ligar.

Tengo que admitir que ha valido muchísimo la pena salir del restaurante cogidos del brazo y ver que Preston y Giselle me miraban boquiabiertos. Greg me ha rodeado los hombros con el brazo y me ha estrechado al pasar por delante de ellos. Luego ha llamado a un coche que me ha dicho que tenía contratado y nos han llevado al hotel.

Hemos hecho el camino en silencio. Él me miraba a la cara de vez en cuando, pero, cuando yo lo hacía, se giraba hacia delante. Parecía que me quisiera decir algo, aunque supuse que estaba tan nervioso como yo.

Cuando entramos al recibidor, me susurró que ignorara a todo el mundo. No había nadie, solo el guardia de seguridad que custodiaba la puerta doble del ático de la vigésima planta, a la que subimos en el ascensor.

Estoy detrás de él y devoro con la mirada esos hombros anchísimos y perfectos, así como el pelo con reflejos caoba, que parece indicar que pasa mucho tiempo al aire libre. Lleva unos pantalones de vestir grises y caros que se le pegan a las piernas musculadas y se le ajustan al tobillo. Seguro que se los ha hecho un sastre.

Pasa al otro lado de la barra y añade tónica a la ginebra. Sus movimientos son ágiles y precisos como los de un tigre en la jungla. Puede que Greg camine y hable como un hombre, pero lleva un animal escondido en su interior.

Me lamo los labios. Una parte de mí está preparada para echar a correr, sin embargo, la otra siente una llama de calor en el cuerpo desde que Greg se ha enfrentado a Preston con ese tono de voz calmado y grave.

Se gira en mi dirección y me sobresalto.

Camina hacia mí, me acecha.

Ni siquiera lo conoces y…

«Necesito esto», argumento. Además, Topher lo ha aprobado. Llevo meses en casa sentada, necesito algo que me saque de esta mala racha y me haga seguir con mi vida, lo que sea.

«Lo único que te limita son los límites que tú misma te pones. Vive la vida», oigo la voz de mi abuela en mi cabeza. Me lo dijo el día que solté a mi familia la bomba de que no quería estudiar Medicina. Ella quería que fuera honesta conmigo misma y creo que habría aprobado al meteorólogo.

El chico me ofrece la bebida y da un trago a la suya. Tiene los ojos entrecerrados y eso le hace parecer más salvaje. Bebo de la copa y le aguanto la mirada. Quiero ser atrevida. Quiero ser atrevida con él.

«No es cierto», responde mi lado racional.

—¿O sea que aquí es donde vives? —Dejo la copa en la mesa. Qué pregunta más tonta.

Se queda en silencio un momento.

—Tengo un piso por aquí al lado, pero este me queda más cerca del trabajo.

¿Tiene un restaurante y dos pisos? Sí que es rico.

—Qué bien.

Echo un vistazo a la cama enorme que hay en la habitación al otro lado del pasillo, a la colcha blanca y lujosa y el centenar de cojines esponjosos. He estado con dos hombres en mi vida. Uno fue Tad, mi novio de la universidad que se mudó a Silicon Valley cuando se graduó. No me pidió que fuera a vivir con él porque primero quería afianzarse en el trabajo nuevo y encontrar un sitio donde vivir, y yo no lo presioné. Nos despedimos con promesas de mantener el contacto y hacernos visitas de vez en cuando, pero, por alguna razón, no lo hicimos. Teníamos una relación buena y sencilla, aunque, después de pasar sola unos meses, me di cuenta de que casi ni pensaba en él. El año pasado lo busqué en internet y vi que se había casado recientemente. Después de él vino Preston, y ya sabemos cómo acabó eso. Los hombres siempre me dejan y me pregunto si es porque me falta algo.

—Elena, pareces muy nerviosa y no tienes por qué estarlo.

Ya. Eso es como cuando le digo a mi cerdo que no se coma los pepinos.

—Si quieres, puedo llamar para que te lleven a casa. No hay problema, es solo que pensaba que… parece que tenemos… —Su voz se va apagando hasta que se queda en silencio. Da la sensación de que no sabe qué decir.

—No, quiero estar aquí.

—Vale. 

Nos miramos unos segundos. Estoy nerviosa y no puedo dejar de cambiar el peso del cuerpo de un pie al otro. Se me acerca y deja la copa al filo de la mesa, al lado de la mía. 

—¿Puedo soltarte el pelo? —pregunta con indecisión. 

Me tranquiliza ver que está nervioso. Respondo:

—Vale.

Me suelta el peinado que me he hecho con tanto cuidado esta mañana y suspira. Me peina con las manos y el pelo me cae hasta la mitad de la espalda. Mi pelo es mi tesoro. Lo tengo largo, grueso y brillante, de color cobre con reflejos dorados. Topher siempre me dice que me lo deje suelto, que es mi mejor atributo, pero me siento más cómoda cuando me lo recojo o me pongo una diadema.

—Qué bonito. No me había dado cuenta de que lo tenías tan largo —murmura.

Me da un masaje en el cuero cabelludo y no puedo evitar acercarme a él. Me siento desatada y rendida a la intensidad de sus ojos dorados.

—Necesito que me firmes unos documentos, ¿te importa?

¿Documentos?

Parpadeo.

Me tira ligeramente del labio inferior y me lo acaricia con el pulgar igual que ha hecho en el restaurante.

—Es solo por un tema de privacidad, un acuerdo de confidencialidad. Ya sabes, por quién soy y por lo que hizo mi ex. Ya no me la juego. ¿Te parece bien?

—Tampoco es que seas tan famoso.

Se queda quieto un momento. Da un paso hacia atrás y enseguida siento que necesito que se vuelva a acercar.

—Verás, tengo que contarte una cosa… —Se pasa la mano por la cara—. Joder.

Está temblando. 

Exhalo. Preston se llevará a Giselle a casa y puede que lleve el pijama completo con los calcetines apestosos, pero, por lo menos, él no estará solo.

—¿Estás casado? —le pregunto.

—¡No!

—¿Tienes novia?

—No.

—¿Eres un asesino en serie?

—No, aunque tampoco te lo diría si lo fuera, ¿no crees? —Sonríe con suficiencia.

—¿Tienes alguna enfermedad de transmisión sexual?

Se ríe.

—Por Dios, no. Acabo de hacerme las pruebas. Además, nunca lo he hecho sin condón.

¿Por qué parece indeciso? Puede que sea yo. A lo mejor no soy su tipo.

—Entonces, ¿qué más da? Esto no es más que sexo entre dos personas solitarias, ¿no?

Suspira y me mira con detenimiento.

—Tú nunca tendrías que sentirte sola, Elena.

Percibo la sinceridad y el deseo en sus palabras, y el cuerpo se me relaja. Me gusta su voz, es masculina y grave, y no se parece en nada a la de Preston. Me quita las gafas y yo le miro los labios, exuberantes, carnosos y con una hendidura en el labio inferior que invita a morderlos. Debería estar prohibido tener una boca tan irresistible.

—Y por eso vamos a hacerlo —murmuro.

Al final, parece tomar una decisión y me lleva hasta la cocina, grande y moderna. Saca unos documentos del cajón y los pone sobre la encimera de mármol blanco.

Intento concentrarme en los documentos, pero se me hace casi imposible porque se pone detrás de mí y siento su cuerpo contra el mío. Me aparta el pelo hacia un lado y me acaricia la piel excesivamente sensible de la nuca con los labios.

Aunque el contacto es breve, siento una ola de calor cada vez más fuerte. Todavía no nos hemos ni besado y ya me estoy abrasando por dentro.

Inhalo, nerviosa, y le echo un vistazo rápido a los papeles. Es un acuerdo de confidencialidad. Qué desagradable. Soy una persona de confianza y nunca voy contando por ahí mis líos. Ya tengo suficiente con mis secretos. Hola, lencería sexy.

Me empieza a desabrochar el collar de perlas y me tiemblan las piernas al sentir su mano sobre mi piel.

—Date prisa, Elena.

Sus palabras me van directas al estómago y siento un fuego abrasador que hace que me estremezca. Cojo el bolígrafo y escribo rápidamente mi nombre y dirección. Me doy media vuelta, me muerdo el labio y le digo:

—Ya está. 

Cuando vuelvo a mirarlo a los ojos, veo que están cargados de lujuria otra vez. El pecho se le hincha con ímpetu mientras me mira de arriba abajo. No sé qué ve más allá de que tengo el pelo por encima de los hombros y, probablemente, los pezones erectos.

Le pongo una mano en el torso.

—Antes, quiero que me digas tres cosas sobre ti.

Me empieza a desabrochar la camisa.