No fue penal - Juan Villoro - E-Book

No fue penal E-Book

Juan Villoro

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No fue penal ofrece dos versiones de una misma jugada. En forma dramática, ese lance une a dos amigos que el destino convirtió en enemigos. El Tanque dirige un equipo que descenderá a segunda división si pierde el partido. Desde su pequeña prisión de director técnico, enfrenta algo más que el marcador: su futuro y su pasado están en juego. Con la garganta hecha trizas, lucha contra la torpeza de sus propios jugadores y las decisiones del árbitro. Mientras tanto, es observado por Valeriano Fuentes, el examigo con el que compartió una tragedia que cambió sus vidas y que ahora está a cargo de la implacable justicia del VAR. Durante años, Juan Villoro, ganador del Premio Internacional Manuel Vázquez Montalbán por Dios es redondo, ha escrito crónicas y ensayos de futbol. Esta vez se sirve de dos narraciones complementarias para contar una historia sobre la pasión deportiva, la hermandad y sus rivalidades, y para explorar la condición teatral de quienes intervienen en el juego desde fuera de la cancha. Las jugadas polémicas dependen de quien las mira. No fue penal pone en escena una desconcertante condición del deporte: lo que para unos es legítimo, para otros es un agravio. El partido se detiene y la acción es revisada por el VAR. ¿Cuál será la sentencia? Dos historias muy distintas explican ese inquietante momento de decisión.

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DERECHOS RESERVADOS

© 2022 Juan Villoro

© 2023 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2023

ISBN: 978-607-8851-38-6

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

A la memoria de Vicente Leñero

I. LA VERSIÓN DEL TANQUE

“¡Ábrete, ábrete!” ¡Ah, qué la canción! O el güey no me oye o le vale madres… Me encanta gritar, no lo niego. Eso sí, en mi casa digo cualquier chingadera, “pásame la sal”, y Roxana repela: “No grites que no estás en la cancha”, así dice. Eso no es gritar, me debería ver aquí, si alguna vez se asomara al estadio…

Después del partido me quedo sin voz. Llego a la sala de prensa y ese periodista que me odia, el Murciélago, dice algo que me cae en los huevos. Me encantaría gritarle, pero ya no puedo. Abro el hocico y digo lo que dicen los genios del deporte cuando ya no tienen nada que decir: “Le echamos ganas, pero no se dieron las condiciones”. La garganta me arde tanto que me vuelvo amable.

“No se dieron las condiciones” en realidad significa “Todos ustedes son putos”, pero eso solo lo sé yo.

Y ahora estoy aquí, en plena cancha, en el peor partido de mi vida.

“¡Cuidado! ¡Vas solo!” ¡Se le escapó la tortuga! ¡No puede ser tan lento! Ya me cansé de darle confianza a Pedrito. Cuando supe que su papá era albañil, pensé: “Este bato trae hambre, va a llegar lejos”. Pero le falta motivación, no alcanza la pelota, ¡necesita un Uber para llegar ahí! Venía de la selección sub-17, muy orondo, perfumado por los triunfos juveniles. Traté de moldearlo, aunque traía sus mañas. Lo supe en el filtro de seguridad del aeropuerto. Yo iba detrás de él y le pidieron que abriera su maleta. ¡Llevaba un estuche lleno de cosméticos! ¡A los diecinueve años usa más cremas que mi mujer! Así son los futbolistas “modernos”; cargan dos celulares y tres tipos de bloqueador solar. En mis tiempos, si llegabas bañado al entrenamiento ya parecías puto. Ahora se les dice metrosexuales. No soy prejuicioso; por mí, que cada quien haga de su culo un papalote, pero Pedrito es un caso aparte: piensa más en sus cremas que en la pelota. ¡Ahí la tiene!

“¡Sube! ¡Apóyalo, Martínez! ¡Bien, bien! El saque es nuestro”.

El Murciélago me va a crucificar si perdemos. No he querido ir a su programa de radio. No quiero olerlo. Le dicen Murciélago por sus orejas, pero también apesta a guano. Cuando empecé a entrenar dijo que yo no había sido figura como futbolista y sería igual de mediocre fuera de la cancha. Al desgraciado se le olvidó que estuve en la selección; bueno, no se le olvidó totalmente porque se acordó de Valeriano Fuentes. Según él, lo único que hice con la camiseta del Tri fue fracturar al mejor futbolista mexicano de todos los tiempos. Me llamó “bulto”, me llamó “matalote”, me llamó “destroyer”. El güey no habla inglés, pero así me dijo: “destroyer”. Eso calienta. Luego tuvo el cinismo de pedirme una entrevista. ¡Que se la dé su chingada madre!

“¡Árbitro, ¿qué pedo? ¡Eso es tarjeta! Okey, okey, me hago pa’trás, pero marca las faltas”.

La única jaula sin rejas de este mundo es el área técnica, el pedacito de pasto para el entrenador, mi oficina, la oficina del dolor. ¿A quién se le ocurre trabajar aquí? Es una cárcel al aire libre. Das un pasito afuera y el árbitro asistente llega como un gato sobre el bofe. No pasa nada si piso la cancha, pero los señoritos de negro no soportan que les pisen su pasto. ¡Si ya les pisaron la conciencia! Llegan maiceados al partido. No digo que los sobornen, es algo psicológico, están acomplejados. Cualquier árbitro preferiría ser jugador. Si te faltan condiciones, la única manera de estar en la cancha es soplar un silbato. Los árbitros adoran a los famosos porque quisieran ser como ellos, los siguen como si les fueran a pedir un autógrafo, no se meten con los equipos fuertes. Nosotros jugamos de visitante hasta en nuestra propia cancha. Si llega el América o el Guadalajara las tribunas se atiborran de porras enemigas.

Un estadio vacío es un infierno, eso que ni qué. Pero los árbitros tienen una relación equivocada con el ruido. Pitan para que todos griten. Necesitan el escándalo, aunque esté hecho de insultos. Prefieren que cincuenta mil perturbados les mienten la madre a que les aplaudan doscientos agradecidos.

Mi equipo se hunde sin que nadie proteste; somos el secreto mejor guardado del futbol mexicano. Aquí estamos, en el último partido del campeonato, ¿y cuántos vinieron a vernos? Somos visitantes, pero de todos modos podrían haber venido más.

“¿Eso qué fue, árbitro?”.

Si esto sigue así nos van a fundir: “¡Árbitro ciego!”

Puta, creo que me oyó. Ya se tocó el pechito: donde la gente normal tiene el corazón, los árbitros tienen tarjetas. Me está amenazando con una amarilla, el muy desgraciado. Desde el primer tiempo me trae ganas.

Antes los árbitros hablaban mucho con los jugadores; te prevenían, te decían cómo te ibas portando. Y te hablaban de usted, con respeto. ¡Hasta daba gusto que te regañaran! Ahora los señoritos de negro hablan con cartulinas. Se creen la gran nalga. Sacan sus colorcitos como si estuvieran en una pista de aterrizaje y le hicieran señas a un avión. ¡La justicia no aterriza con tarjetitas! El árbitro corre detrás de la jugada, el corazón se le va a salir por la boca, está a veinte metros de la pelota, apenas respira, no ve un carajo, el sudor le nubla la vista ¡y se atreve a soplar su silbato! Nadie se equivoca más. Bueno, casi nadie, allá arriba estás tú, en tu cuartito, como un Dios, pero te puedes equivocar.

¿A quien chingados le hablo? Los jugadores no me oyen. En cambio, tú, Valeriano, eres capaz de leer los labios desde un cuartito, rodeado de pantallas que agrandan la pelota para que la veas mejor.

“¡Al ocho!, ¡Llégale! ¡Eso, fúndelo! ¿Qué te pasa, árbitro? ¡La barrida fue legal! ¡Iba a la pelota! Ya vas, ya vas, me calmo”.

No sé por qué dije que me calmo. ¿Cómo prometes que te vas a calmar? Así te toman la medida. Pero ya todos me tomaron la medida.

“¡Por ahí! ¡Ábrela! ¡Así no! ¡Pateas a lo loco!”.

¡0-0 en el segundo tiempo! Un gol en contra y nos vamos a la mierda. ¿Alguien sabe lo que es esto? En toda la temporada no pudimos hacer tres jugadas de pared seguidas. ¿Cómo voy a salvarlos? No soy san Martín de Porres.

Me contrataron para hacer ese milagro. Llevo años de apagafuegos. No me ofrecen contratos para toda la temporada, pero cuando revientan a un técnico se acuerdan de mí. ¿Quién más agarra un equipo cuando quedan nueve partidos para que acabe la temporada? No debería pensar en eso, pero carajo: ¡este es el último partido!

“¡Aprieta, Martínez! Eso, el saque es nuestro. No la sueltes de volada, tómate tu tiempo”.

No sé quién dijo que el empate es el triunfo de los cobardes. Obviamente era un mamón y no se había jugado el pellejo en el descenso. ¡No somos Alemania! Ni siquiera somos el Cruz Azul. Si Dios existe le pido que no nos anoten. Es la única táctica que queda. Cuando llegué al equipo dije: “Vamos a defender por zona, con línea de cinco”. En este momento, defender por zona con línea de cinco significa pedirle a Dios que no nos anoten.

Y además hay que luchar contra los malditos cánticos de la hinchada. Eso: ¡griten como querubines en las puertas del cielo! Nosotros no tenemos ni un perro que nos ladre. Pero van a ver, van a ver… 0 a 0 en el segundo tiempo, quién iba a decirlo.

“¡Asegura el despeje!”. Puta madre, otro balón dividido. Cada pelota suelta la ganan ellos.

Yo no era un estilista, pero recuperaba balones. Me llevé a algunos güeyes de corbata, no lo niego. Era un leñero, pero de la vieja escuela. Si endureces la pierna en la primera jugada te respetan. No pegaba porque sí. Pegaba para avisarles que podía pegar, y los mantenía a raya.

No me imaginé que acabaría aquí, en el área técnica, el lugar más vigilado del mundo. Estás preso en las líneas de cal. El cuarto árbitro te hace marcaje personal y la televisión capta todas tus pendejadas.