No hablarán las calles - Juan Hernández - E-Book

No hablarán las calles E-Book

Juan Hernández

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Beschreibung

¿Cuál es el precio de la amistad?  Bogotá, año 2006. El afán de pertenecer y la sensación de soledad que le deja la poca atención que le prestan sus padres, llevan a Eduardo a unirse a una pandilla del norte de la ciudad. En ella, conoce a personas en las que cree que puede confiar ciegamente, y que le hacen ver la realidad de manera distinta. Entonces, su adolescencia se sumerge en las calles, el alcohol, las drogas, la violencia y un extraño sentimiento de bienestar que no había experimentado. Cuando aparece el cadáver de un joven de otra banda, con la que Eduardo tuvo una riña callejera días atrás, todo se sale de control. Ahora, sin poder fiarse de quienes eran sus amigos, y mientras lo buscan para ajustar cuentas y las investigaciones policiales avanzan, él tendrá que poner sobre la mesa el significado de la lealtad y su propio destino. Una novela de iniciación que transcurre en las calles de una ciudad en donde la juventud se reconoce y se extravía entre el descubrimiento y la indiferencia 

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No hablarán las calles

©️2024 Juan Hernández

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Marzo 2024

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-81-6

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Corrección de estilo: Diego Santamaría García

Corrección de planchas: Ana María Mutis

Maqueta e ilustración de cubierta: Martin López Lesmes

@martinpaint

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para los Kuasi Hermanos Cedritos K.H.C.

Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña al barrio en todo caso, pero también lo extrañas si te mudas a diez cuadras. El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país es un tarado mental, la patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos, y eso sí se extraña.

— Martín. Martín (Hache)

TRANZAS

En cuestión de minutos se pierde una vida,

se gana un centavo,

se crece de abajo.

Jerez, El Berdugo & El Fiko

Los amigos son la familia que uno escoge?

«Un grave caso de intolerancia ocurrió nuevamente en la capital del país el fin de semana pasado. Es el veinteavo en lo que va corrido del año 2009. En esta ocasión fue en la localidad de Usaquén. Todo sucedió mientras varios jóvenes pertenecientes a la denominada tribu urbana ‘emo’ departían en el salón comunal de un conjunto residencial en el barrio Cedritos ubicado al norte de Bogotá. En medio de la situación, presuntamente, miembros de una peligrosa pandilla que también se encontraban en el lugar comenzaron a provocarlos por su apariencia y forma de vestir…»

—¿Ahora somos pandilleros, vieja hijueputa?

—Y dizque provocarlos, dice la piroba. ¡Ellos nos provocaron a nosotros! Noticieros amarillistas.

—¡Cállense! Dejen oír.

«… por este motivo se presentó una riña entre los dos bandos. Allí uno de los jóvenes emo fue agredido de manera violenta con arma cortopunzante. La gravedad de las heridas impidió que el joven –identificado como Santiago Bedoya– fuera salvado por los médicos, ya que llegó sin signos vitales a la clínica. Otros dos jóvenes también resultaron heridos de gravedad, y se encuentran recuperándose en un hospital de la ciudad. En este momento se están recopilando más pruebas para ubicar a los responsables del homicidio, se desconocen sus identidades y su paradero…»

Se apaga el televisor. Un silencio sepulcral que anuncia la catástrofe venidera se apodera del lugar. Necesito ruido. Quiero que alguien me diga que esto es un chiste de mal gusto, que todo está bien, que esto es un sueño. Nadie dice nada, no se animan a soltar las primeras palabras después de lo que acabamos de escuchar. Caras caídas, miradas confundidas y algunas lágrimas decoran el lúgubre panorama. Solo uno de nosotros parece mantener la calma y busca una solución que nos absuelva del pecado que cometimos. De repente una voz entre sollozos explota.

—No, parce, no, esto no puede ser verdad. No, Dios mío, no —dice Gomelo sin poder contener el llanto—. No puedo creer que hayamos matado a alguien, marica, no. Díganme que es mentira, por favor.

Nadie contesta a las desesperadas súplicas de nuestro amigo. ¿Qué podemos hacer? Nos acabamos de enterar de que asesinamos a alguien y que es solo cuestión de tiempo para que nos capturen. Lo único que se me ocurre es actuar rápido y escapar lo más pronto posible, pero ni siquiera tengo un plan… creo que ya es tarde para eso.

—Pirobos, por favor digan algo, esto no es un juego. De verdad estoy cagado del susto.

—¿Quién fue el que le metió la puñalada a ese chino?

Otra vez silencio.

No me sorprende, cuando el avión comienza a caer en picada no existen héroes que cedan su paracaídas para que otros sobrevivan. Es como si estuviéramos en una isla desierta en la que tu mejor amigo podría enterrarte por tan solo un día más de vida. Esto pronto se convertirá en un sálvese quien pueda si nadie hace algo al respecto.

—¿Y eso qué importa, gonorrea? Me imagino que quiere saber pa’ contárselo a la almohada, ¿no? ¿O es que mi perro se va a ir de sapo con la tomba cuando sepa de quién es ese muñeco? Chimba, pirobo, yo pensé que estábamos todos juntos en las buenas y en las malas, pero bien decía mi hermano que en paz descanse: «cuando el barco se hunde, las ratas son las primeras en abandonarlo».

—¡Qué va, socio!, no es por irme de sapo, pero yo no voy a pagar cana por un morraco que yo no me fumé.

—¿Y yo cómo sé que usted no lo quebró? Que yo sepa todos íbamos con cuchillos ese día. Capaz mi perro se está haciendo el de las gafas para que nadie sospeche de usted.

—Eso que va, loca hijueputa.

—¡No más! —grita Nucita que hasta ese momento había permanecido en silencio—. Memín tiene razón, es mejor que nadie sepa quién mató a ese man para evitar que alguien se ponga de sapo. ¿Qué pasa, muchachos? No es momento de pelear. Nos metimos juntos en este mierdero, ahora nos toca salir juntos de él. Tenemos que permanecer unidos o nos van a comer vivos.

—No, gonorrea, yo los quiero mucho, pero…

—No sea lámpara, pirobo…

Cada uno de mis amigos comienza a tomar partido entre los que creen que lo mejor es delatar al asesino y los que se aferran a que lo más sensato es que permanezca en el anonimato. Los únicos que seguimos callados somos Gallo y yo. Me parece que no importa qué decisión tomemos, pues si es verdad que hay un muerto entonces las cosas ya han ido demasiado lejos. Entre gritos e insultos Gallo por fin se levanta y con las manos les pide que hagan silencio.

—Sacrificar a uno de nosotros por la libertad del resto me parece igual de paila a tener que pagar cana por un delito que no cometí. Pero, ñeritos, creo que nos estamos terapiando con algo que ninguno de nosotros sabe con seguridad. Todos llevábamos cuchillos esa noche y todos los usamos, a ese chino solo lo quebró una de esas puñaladas, pero es imposible saber cuál de todas. Los otros dos pirobos que están heridos también nos pueden joder, y estoy seguro de que no tienen ni puta idea de quiénes se las pegaron a ellos tampoco. Entonces dejen la maricada que todos tenemos el pecado encima.

Aunque Gallo tenga razón, lo que dijo no soluciona nada. Sus palabras suenan muy bonitas, pero lo único que vamos a conseguir es que en vez de un preso seamos veinte. Los muchachos siguen discutiendo, sin embargo, ahora son más los que están de acuerdo con Nucita, Memín y Gallo. Yo sigo en mi reflexión. El tema de mantener al asesino en el anonimato no es lo que me tiene pensativo, eso me tiene sin cuidado: al final vamos a terminar todos igual de jodidos. Lo que me mantiene en este estado es que hay una pieza que no me cuadra en el rompecabezas, tengo la sensación de que falta algo en la ecuación.

—¿Usted qué opina, Eduardo?

¿Qué puede ser? La historia no está completa. No le hallo sentido a que la muerte de ese cabrón ya sea una noticia nacional y que nadie nos haya dicho nada todavía.

—¿Eduardo?

Ni amenazas, ni la policía, ni llamadas, ni mensajes de sapos que quieran saber qué pasó. Nada. La pelea fue el sábado y hoy ya es lunes. ¿Por qué hasta ahora nos estamos enterando del homicidio de ese tipo si supuestamente llegó muerto al hospital? Nadie se molestó ni siquiera en insultarnos o algo. La única que nos buscó fue Andrea que me marcó para decirme que pusiéramos el noticiero porque vio la noticia de la pelea en el adelanto. Nadie más.

—¡Eduardo Parcero!

—¿No les parece muy raro que no nos tengan identificados? —pregunto y alzo la cabeza—. En esa fiesta había por lo menos cien personas, y la mayoría sabían quiénes éramos. El bonche fue en mitad de la farra, cualquiera de los que estuvo ahí sabe que nosotros fuimos los que empezamos el mierdero. Además, no somos cinco gatos que nadie distingue, somos el parche más famoso de Cedritos. Conocen nuestras caras y nombres, es más, estoy seguro de que más de un pirobo sabe dónde vivimos. ¿Cómo es posible que hayan pasado dos días, y la boba hijueputa esa del noticiero diga que están buscando más pruebas para identificarnos y ubicar nuestros paraderos? Las huevas, a otro perro con ese hueso.

La cara de mis amigos cambia, parece que ahora todos somos conscientes de lo absurdo que es el panorama sin la pieza que nos falta. Ya nadie está preocupado por saber quién mató al tipo, sin embargo, ahora se han creado un sinfín de nuevos problemas. Cada segundo que pasa nace una pregunta sobre lo que realmente está sucediendo. El ambiente sigue siendo sombrío, pero por lo menos nuestras mentes comenzaron a trabajar hacia el mismo fin: encontrar ese algo que tal vez nos ayude a escapar de las consecuencias de nuestros actos.

—No, ñero, qué estrés. Yo así no puedo pensar. Necesito algo que me ayude con la bezaca.

—Sí, gonorreas, esto está una terapia. Hagan la vaca y voy al toque a donde Nico por unas polas para despejar la mente.

—Yo lo acompaño, Colino —digo.

Me paro del sofá mientras reúnen el dinero. No me había movido de ahí desde que llegamos, mis piernas están entumidas. Recibo la plata y salimos los dos por el encargo a la tienda que está a unas cinco cuadras. Mientras caminamos trato de entender en qué momento de la vida me desvíe y terminé enredado en un homicidio con tan solo veinte años. Intento hacerme el fuerte, aunque la situación me tiene temblando por dentro y con ganas de derrumbarme en lágrimas. Por mi propio bien debo descubrir dónde comenzó todo, para poder caer parado cuando esta novela termine.

ADRENALINA

Ahora todos somos familia.

Jerez & NN

Todo comenzó un viernes. La ruta del colegio me dejó al frente de mi casa a las cuatro de la tarde en punto como era costumbre. Afuera me esperaba Nucita, fumándose un cigarrillo y jartándose una Cola & Pola, un hábito que había tomado desde hacía un año. Nucita era un pelado flaquito, moreno y muelón que vivía en mi cuadra. Tenía un año más que yo en edad, pero muchos más de calle. Él fue mi primer amigo del parche, el que viviéramos a tan solo unas casas de distancia ayudó bastante para forjar una gran amistad desde pequeños. También fue el primero en introducirme al mundo del alcohol, algo que aún no me decido si debo agradecerle o reprocharle.

—¿Qué dice, mi pez? —preguntó a manera de saludo mientras me estiraba el puño derecho con el cigarrillo todavía en sus dedos.

—Todo bien, perro, cansado un poco —le respondí chocando su puño con cuidado de no quemarme con la cabeza del cigarro.

—Me alegra, chatico —dijo, dio una última calada, lo lanzó a cualquier lado, y esperó un segundo tras botar el humo—. ¿Qué vamos a hacer hoy?

—No sé, usted es el de los planes.

—Pues le pregunto porque últimamente me saca el culo a todo lo que le propongo.

Eso no era del todo cierto. A ver, cuando Nucita me proponía que jugáramos PlayStation en mi casa nunca le decía que no, me gustaba pasar tardes enteras echando Pro Evolution Soccer 5 con él porque era muy bueno jugando. Nuestros partidos eran más importantes que El Clásico entre el Real Madrid y el Barcelona. Él jugaba con la Brasil de Ronaldinho, y yo con la Argentina de Riquelme. Eran unos duelos hermosos, aunque sangrientos. Mi plan favorito en el mundo, por eso no tenía problema en aceptarlo cada vez que se daba la oportunidad. El problema era cuando Nucita me proponía salir en la noche con sus otros amigos, pues ellos no eran lo que se conocía como unos niños de casa. En el barrio tenían fama de vagos y borrachos, así que solía rechazar sus invitaciones. No lo hacía porque no quisiera acompañarlo, sino que yo sabía que si mis papás me veían con ellos iban a pensar que yo estaba en los mismos pasos, y me iban a castigar o hasta a golpear. Mi generación tuvo la mala suerte de ser a la última a la que se le reprendió con palmadas, correazos, chancletazos, baños de agua helada con la ropa puesta, bofetones, y un largo etcétera de maltratos físicos. Después de nosotros llegaron los padres comprensivos que les pusieron a sus hijos nombres como Samuel, Matías, Martina o Simona, que intentaron criarlos con yoga, psicólogos y cursos online. Una completa estupidez, la violencia forja el carácter. Mis padres rara vez tenían tiempo para estar conmigo porque el trabajo siempre fue más importante que mis necesidades, pero si se llegaban a enterar de que andaba en vainas raras ahí sí habrían sacado un espacio para enderezarme a punta de rejo.

—No diga eso Nucita, si quiere vamos y nos echamos un cotejito de Play en mi casa.

—No, pez, tuve una semana de mierda en el colegio, me voy tirando el año y me clavaron matrícula condicional. Lo último que quiero es estar encerrado en la casa como un pendejo.

—Entonces, ¿qué quiere hacer?

—Pues, por ahí a las ocho van a venir unos parceros para tomarnos alguito acá en el parque del frente. Si se anima camine y se los presento.

—Aggh perro, es que mi mamá anda como rabona porque me tiré tres materias en el colegio.

—Ah, ¿sí pilla? Siempre tiene una excusa para todo, marica. Ya despéguese de la falda de su mamita, o yo voy a ser su único amigo hasta que me mame de serlo.

Nucita tenía razón, yo no podía seguir viviendo con miedo de mis padres, tenía que comenzar a tomar riesgos para no perder a mi único amigo. Durante unos segundos hice una ponderación sobre qué me dolería menos: si un correazo de mi papá o no poder volver a jugar un clásico Brasil contra Argentina con mi mejor amigo. No pasó mucho tiempo para darme cuenta de que la respuesta era muy clara.

—¿Sabe qué? —dije como si hubiera tenido una revelación—. Tiene razón. Hágale, tímbreme antes de que vaya a salir y yo lo acompaño.

—¡Milagro! —respondió sorprendido —. Listo, antecitos de las siete paso por su rancho.

Entré a mi casa con una sensación extraña. Por primera vez iba a hacer algo con lo que mis papás no estaban de acuerdo. Lejos de producirme malestar, me sentía bien; unos corrientazos agradables recorrían mi cuerpo. Dejé la maleta en mi cuarto, entré a la cocina para prepararme un sánduche y un Milo, me senté en el comedor, y puse Cartoon Network en un televisor que mi mamá había comprado con la prima de fin de año para poder ver las noticias al mismo tiempo que desayunaba. Así se me fue lo que quedaba de la tarde, mis ojos quedaron clavados en esa franja horaria viendo dibujos animados como El Laboratorio de Dexter, Las Chicas Superpoderosas y Samurái Jack, al mismo tiempo que mi mente fantaseaba con la noche que se avecinaba.

—Hola, hijo —dijo una voz tras cerrarse la puerta principal de mi casa.

—Quiubo, mami —respondí sin dejar de mirar cómo Johnny Bravo recibía otra golpiza por parte de un grupo de mujeres cansadas de sus piropos.

—No debí haber comprado esa vaina, ya no se mueven de ahí ni para saludarla a una.

—Qué pena, ma —dije, me levanté y le di un beso en la mejilla—. ¿Cómo te fue hoy?

—Bien, mijo, un poco cansada por los trancones de la ciudad.

—Me alegra —respondí y me volví a sentar en el comedor.

—Esta noche tu tía nos invitó a comer al nuevo apartamento —dijo y se sentó a mi lado—. Tu papá sale del trabajo para allá, quedamos de vernos donde tu tía a las ocho.

Al escuchar esas palabras sentí miedo porque pensé que se había arruinado mi plan, sin embargo, luego de analizarlo unos segundos descubrí que en realidad esa situación se prestaba para ejecutarlo de mejor manera y con menor riesgo.

—Ma, la verdad es que me gustaría acompañarlos —mentí y apagué el televisor—, pero el profesor de matemáticas nos dejó como cien ejercicios del Álgebra de Baldor. Prefiero empezar a hacerlos de una vez para no estar corriendo el domingo.

—¿Tú, haciendo tareas un viernes? —respondió incrédula—. Permíteme reír, ja, ja, ja. Eso es que te quieres quedar jugando a la Play esa, sin que nadie te moleste.

—No, ma, te lo juro. Es que ese profesor me la tiene montada, y yo la verdad prefiero no tener problemas con él porque fijo me hace tirar el año.

—¿Y es que vas tan mal como para pensar que vas a perder el año?

—No, mami, obvio no. Lo que pasa es que uno no sabe con ese man que es todo cuchilla.

—Uhm, bueno, tú verás. Yo no quiero tener problemas con tu papá, cuando lleguemos espero que tengas esa tarea hecha.

—Sí, ma, no te preocupes.

Mi vieja se fue a su cuarto para bañarse y alistarse antes de salir. Yo me quedé tranquilo porque mi estrategia había salido a la perfección, aunque no voy a negar que me generó algo de tristeza no aprovechar una de las pocas oportunidades que tenía para compartir con mis padres. Pero estaba seguro de que llegarían tarde y cansados, por lo que no se molestarían en cerciorarse si yo ya estaba en la casa o no.

Esperé a que mi mamá se fuera para ducharme rápido. Ya solo faltaban diez minutos para que el reloj marcara las siete de la noche. Me arreglé a toda velocidad, me puse una pinta abrigada para el frío que azotaba Bogotá a esas horas, me lavé los dientes y me eché un pachulí que me había regalado mi abuela de cumpleaños. Como si nos hubiéramos sincronizado, apenas el último splash de perfume salió del frasco sonó el timbre.

—Quiubo, mi piraña mueca —me saludó Nucita con una sonrisa.

—¿Qué dice, mi perro? —respondí el saludo con un choque de puños.

—Pensé que me iba a salir con bolitas, mi pez.

—Jamás de los jamases —dije y salí de la casa.

—Eso está bien. Estos manes ya están acá a la vuelta, camine y se los presento antes de aplicarnos unos drinkings.

Seguí a Nucita por la cuadra en la que vivíamos. Era la misma que veía todos los días, sin embargo, esa noche, me pareció especialmente hermosa. Tal vez era la adrenalina de hacer algo indebido o la ansiedad por conocer a los vagos del barrio, pero fuera lo que fuera en ese momento sentí que nada malo podía pasar, por lo menos no en aquella noche. Cruzamos la esquina, sentados sobre un andén nos esperaban cuatro personas: tres hombres y una mujer.

—Buena, Nucita, pensamos que iba a quedar calceto —dijo uno de ellos.

—No, mi pez, lo que pasa es que estaba comiendo antes de salir. Usted sabe que es mejor tener el buche lleno antes de ingerir porquerías —respondió Nucita, le chocó el puño a cada uno de los tipos, y luego saludó con un beso en la boca a la mujer.

—Uh, como no, manito. Yo ya me empaqué una hamburguesita de cinco lukas del sower que se para con el carrito en la Novena.

Lo que hablaban me preocupó. ¿Había que comer antes de beber alcohol? Nadie me había dicho eso, en mi estómago solo había un sánduche y un vaso de Milo. Además, ¿por qué eso era importante? ¿En qué cambiaba comer o no comer antes de tomar? Supongo que mi cara de idiota y de confusión me delató porque uno de ellos no tardó en notar mi presencia.

—¿Y este quién es?

—¡Ah!, es Eduardo. Un parcerito de toda la vida, el mancito vive ahí sobre mi cuadra.

—¿Y no nos vas a presentar, amor? —intervino la única mujer del grupo.

—Obvio, mi vida, ¿cómo no los voy a presentar? —respondió Nucita, se paró a mi lado, me tomó del hombro, hizo una venia como si de un espectáculo se tratara y con su mano abierta en dirección al que parecía ser el mayor de todos introdujo al primero de sus amigos—. Este personaje mechudo que usted ve acá, vistiendo ancho como si la ropa fuera prestada, es el Gallo. Le decimos así porque al joven le fascina meterse al corral para darse en la jeta con otros pirobos que creen que son más gallitos que él.

El tal Gallo era un rapero jorobado que usaba la ropa por lo menos tres tallas más grandes que la de él, por lo que se veía mucho más flaco de lo que realmente era. Recuerdo que me llamó mucho la atención que las puntas de los mechones de su pelo largo eran amarillentas. Luego me enteraría que las tenía así porque le gustaba echarse agua oxigenada en ellas para darles ese color tan característico.

—¿Qué más, ñerín, todo bien? —dijo Gallo y subió un poco la cabeza en un gesto de saludo.

—Este otro tipejo que nos acompaña —continuó Nucita—, es ni nada más ni nada menos que el latinlover del barrio por excelencia: el señor Memín. Agradezca, mi hermano, que usted no tiene cuca, pues este hombre nació, vive y morirá solo para meterle el chimbo a todas las ruquitas que existan.

Memín era un man medio gordo con corte militar. No era ese tipo de gordos a los que la gente molesta por su sobrepeso. No, Memín era más bien un gordo que imponía respeto por su cara de malo y porque era más grande que los pelados promedio. Lo primero que noté fue lo difícil que era sostenerle la mirada a esa bestia. Desde ese momento supe que era mejor no meterse en su camino.

—Mucho gusto, pa —dijo Memín, quien apenas me dedicó una mirada fugaz.

—El señor que está acá con sonrisa de güevón —siguió Nucita acentuando su actuación teatral—, es nuestro Chayanne de vereda, nuestro Brad Pitt de comuna, nuestro Leonardo DiCaprio de barrio: Gomelo. Ah, muchacho para creerse dos estratos por encima del resto. Le gusta andar codo a codo con la farándula underground bogotana, y figurar en todo, por culpa de él y de su necesidad de meterse con señoritas comprometidas nos hemos visto envueltos en varios altercados de los que, modestia aparte, siempre hemos sabido salir bien librados.

Gomelo era un tipo que todo el tiempo estaba mascando chicle, bien vestido, perfumado y con el corte de pelo que llevaban por esa época todos los gomelos de Bogotá. Además, se notaba que era vanidoso porque tenía un par de granos en la cara que intentaba ocultar sin ningún éxito con maquillaje.

—Parcerito, ¿cómo estás? —dijo Gomelo, se acercó a mí, me dio un abrazo y luego volvió a sentarse sin darme tiempo de responderle algo.

—Y para lo último lo mejor —Nucita hizo una pausa y comenzó a golpear sus muslos con las palmas de sus manos como si fueran un par de redoblantes—. Le presento a la más bella, más inteligente, más confiable y más todo… Mi novia: María José.

Nucita no se equivocaba en sus palabras, María José me pareció una mujer guapísima. Ojos grandes, pelo castaño que le llegaba casi a la cintura y un lunar en la parte baja derecha del labio, que fue en lo primero que me fijé. Se me hizo extraño que Nucita nunca me hubiera contado hasta ese momento que tenía novia. Jamás en nuestros clásicos de Argentina contra Brasil que podían durar toda la noche se le ocurrió hablarme de su pareja. Entonces me sentí mal porque sentí que tal vez yo no era tan amigo de Nucita como creía, que nuestra amistad se limitaba a dos adolescentes jugando Play dentro de cuatro paredes, que él llevaba una vida de la que yo no sabía nada, que yo solo era esa persona con la que hablaba para pasar el tiempo cuando no tenía nada mejor qué hacer.

—Hola, Henry me ha hablado un montón de ti —dijo ella y me dio un beso en la mejilla.

Con esa frase de María José, mi percepción volvió a cambiar en cuestión de segundos. Si Nucita le había hablado de mí, eso significaba que para él no era solo alguien con quién perder el tiempo. Sí me consideraba su amigo, sí me tenía presente, sí era importante para él. Por eso me había invitado a conocer a sus parceros, porque quería que yo me volviera uno de ellos y empezara a compartir más cosas con él.

—Bueno, deje de hablar como imbécil, y vamos a lo importante: ¿qué vamos a beber? —dijo Memín mientras frotaba sus manos como un mosquito a punto de chupar sangre.

—Yo hoy estoy corto, manitos, solo tengo dos lukitas para poner —dijo Gallo y sacó un billete medio roto de dos mil pesos.

—Uh, andamos en las mismas, Gallito, tengo no más como tres pesos para la vaca —respondió Memín.

—Lo mismo, mis perris, cinco mil pesos no más —dijo Gomelo.

—Actitud positiva, señores. Yo tengo cinco mil, entre los cuatro ya tenemos quince lukas.

—¿Y es que su amigo tiene corona que no va a aportar a la vaca? —preguntó y me señaló desafiante Memín.

Busqué en mis bolsillos para ver si tenía algún billete que me salvara de esa posición tan incómoda, pero solo pude sacar un par de monedas de quinientos pesos que me sobraronde las onces de ese día. Se las entregué con vergüenza a mi amigo. Nucita no me había dicho que tenía que llevar plata para poner para el trago, aunque viéndolo ahora era más que obvio.

—No, pero este pirobo con las que sale —dijo molesto Memín—. ¿Va a poner una cagada luka? No me crea tan marica.

—Tú sí jodes, parce —intervino María José—, yo pongo cuatro mil pesos por él porque yo ni siquiera tomo. Ahí ya tienen veinte mil para embriagarse.

—Chimba que se complete lo de una buena jala, pero no me parece que sumercé ande patrocinando a un pirobo que ni conoce.

—Memín, yo veré qué hago con mi plata. Si la quiero poner por él es mi problema, no el tuyo.

—Pues no sé, yo de usted andaría al loro, Nucita, no vaya a ser que un aparecido le baje a la ruquita.

—Eres un imbécil.

Nucita, sin decir nada, se limitó a hacerle una mueca de desaprobación a Memín. Por mi parte me sentí preocupado, estaba claro que no le caía bien al hombre. Con los años ese tipo de cosas me dejarían de importar, ya que aprendería que lo único que la cae bien a todo el mundo es una cerveza bien helada, el resto de las cosas y personas están atadas a la subjetividad y la circunstancia.

Caminamos un par de cuadras hasta donde Nico: una tienda de barrio de la que era dueño Hernando, un señor que tenía fama de usurero y peligroso. De él eran más las cosas que se decían que las que realmente se sabían, pues casi nunca se le veía por la tienda. El que sí se la pasaba ahí metido era el encargado de atenderla: un costeño un poco mayor que nosotros al que se le conocía como Nicolás o solo Nico. Recuerdo que por esa época fue que la policía empezó a multar de verdad a los establecimientos que les vendían licor a los menores de edad. Cada vez era más difícil conseguir trago en los locales sin que pidieran la cédula. Lo bueno era que, en donde Nico, menores de edad como yo podíamos conseguir alcohol y cigarrillos sin mayor problema porque nadie se metía con Hernando, ni siquiera la policía. No era extraño ver saliendo de allí pelados con bolsas llenas de botellas de aguardiente o cajas de cigarrillos.

—¡Eche, Nico, no joda! —saludó efusivo Gomelo en un pésimo intento de imitar un acento costeño arrastrado y burlón.

—¡Erda, pero si son los propios vaguitos! —devolvió el saludo el tendero.

—No, Nico, ¿cómo así que vaguitos? —dijo Memín y soltó una risa picarona—. No cucho, nosotros somos pelados trabajadores y responsables.

—Ay, Memo, tú sí que hablas mierda, no joda. A ver, ¿en qué trabajan ustedes?

—Trabajamos en alcoholizarnos todos los fines de semana —respondió Nucita.

—¿Eche, y eso qué tiene de responsable?

—Pues que no hemos faltado ni un solo día al trabajo —complementó Gallo.

Todos soltaron una fuerte carcajada que duró varios segundos; a pesar de que a mí no me pareció gracioso los seguí para no desentonar, no quería darle más motivos a Memín para que me siguiera jodiendo.

—Ay, ustedes sí salen con unas maricadas —dijo Nico mientras se limpiaba las lágrimas.

—La mera humildad, Nico; uno que a veces es ocurrente —respondió Gallo.

—Bueno, bueno, a lo que vinimos —intervino Memín, sacó los veinte mil pesos de sus bolsillos y los puso sobre el mostrador de vidrio que nos separaba del vendedor —Cucho, regálenos dos six de Póker y dos cajitas de Eduardo III.

—Uy, veo, también pídase una de Mustang para los que fumamos —interrumpió Gallo.

—Agh, está bien, y también una caja de esa mierda de cáncer que se meten estos chirretes.

Nico agarró las cosas, y las metió en una bolsa plástica. A mí me pareció que era mucho alcohol el que habían pedido, pero no me animé a decir nada porque no sabía qué cantidad podía considerarse demasiada para cinco personas.

—Papi, son veintidós lukitas.

—Cucho, le quedo debiendo dos pesitos, todo copas —dijo Memín, le entregó los veinte mil pesos y agarró la bolsa antes de que Nico pudiera rechistar.

Caminamos a un parque que quedaba a media cuadra de mi casa. A ese lugar se le conocía como la Piedra Filosofal, porque había una roca de gran tamaño en toda la mitad donde solían reunirse los marihuaneros del barrio a fumar. Me daba un poco de miedo que mis papás me pudieran ver cuando volvieran de la comida, pero la verdad es que era improbable, los árboles y la poca iluminación del parque hacían muy difícil que alguien pudiera reconocer desde afuera a cualquiera de los que estuvieran ahí. Nos sentamos todos en un par de bancas que quedaban frente a la piedra. Memín destapó con los dientes el litro de Eduardo III, y Nucita nos repartió a todos la cerveza que nos correspondía. Le di un sorbo largo a la birra sin pensarlo, no quería parecer débil frente a los muchachos. Su sabor amargo no me gustó, aunque lo toleré sin problema. Había cumplido la primera tarea.

Gallo cogió los cigarrillos, los abrió y agarró uno.

—¿Alguien más va a fumar? —preguntó y estiró la mano para ofrecerlos.